La subversión en William Burns, de Roberto Bolaño: una reescritura de lo policíaco

July 27, 2017 | Autor: Israel Lara | Categoría: Análisis del Discurso, La novela policiaca
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Descripción

La subversión en William Burns, de Roberto Bolaño: una reescritura de lo policíaco Mtro. Jafet Israel Lara Miembro del grupo de investigación Literatura, transtextualidad y nuevas tecnologías de la Universidad de Sevilla dirigido por la Dra. María Elena Barroso Villar Cuando se hace mención a Roberto Bolaños es imposible relacionarlo con una narrativa policíaca o criminal de corte clásico. Este escritor chileno no escribe novela negra, aunque en ciertos textos suyos se respiren aires de ese legendario realismo noir norteamericano desaparecido ya hace varias décadas. Bolaños es un anarquista, un autor que como Hammett, Chandler y otros realistas noirs norteamericanos subvierte a lo policíaco en beneficio del propio género. Este es el caso del cuento William Burns, incluido en el libro de relatos Llamadas telefónicas (1997). La primera gran duda que surge en torno a Williams Burns es su definición: ¿Es un texto criminal o policíaco o, tal vez, un híbrido que trastoca esa vasta y permeable frontera de la literatura sensacional de suspense –que incluye lo criminal, lo policíaco el espionaje y el thriller–? William Burns no es un texto policíaco de corte clásico. Eso sería demasiado fácil para un Roberto Bolaño que constantemente reta al lector con textos como Estrella distante (1996), Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004), los cuales poseen una suerte de trama policíaca –crimen e investigación–, pero solo en apariencia, ya que en su desarrollo la vasta y permeable frontera policíaca es superada, instalándose en terrenos desconocidos. Bolaño no pretende desentrañar los intricados componentes del discurso y del texto policíaco a partir de una autorreflexión metafísica, como lo hace Javier Cercas en Soldados de Salamina (2001) o Ramiro Pinillas en Solo un muerto más (2009): reescribe lo policíaco a partir de una subversión de su discurso y del texto. (70) 1. La subversión discursiva. Primera parte de una reescritura Lo primero que debe poseer un texto para ser policíaco es un discurso que se ajuste a ello, y que Austin Freeman (1924), Monseñor Ronald A. Knox (1928), S.S. Van Dine (1928), Joseph W. Krutch (1944) o W.H. Auden (1962), entre otros investigadores y autores, definen del siguiente modo: un crimen se ha cometido y es necesario reinstaurar el orden social roto a partir de una investigación. Una estrategia discursiva tríadica que forma parte de una compleja estrategia hermenéutica:

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Víctima [Crimen]

Criminal [Crimen]

Investigador [Investigación]

Como apunta Jaques Dubois (1989: 173) “ […] ce trio mémorable est inséparable d’un étagement du texte romanesque sur deux histoires, histoire du crime et histoire de l’enquete”1.

Resolución

Crimen

Investigación

No obstante, Bolaño reniega de dicho discurso desautomatizando a lo policíaco: ¿cómo es posible que un texto sea policíaco, si no hay un crimen que investigar? ¿Un texto de tales características continúa siendo policíaco? A primera vista no. El discurso policíaco necesita un crimen como detonante, de lo contrario no es policíaco. Sin embargo, analizando con cuidado descubriremos que el género puede jugar con la ausencia del delito. En El escarabajo de Oro (1844), Edgar Allan Poe reniega del crimen, aunque, matizando, el relato se centra en el poder del raciocinio. Con todo, ya en Los crímenes de la calle Morge (1841), Poe juega con la posibilidad del que el caballero Dupin descubre: un orangután que asesiné a un par de mujeres no es un asesino, del mismo que sus actos no fueron crímenes. En Cosecha roja (1929), Hammett evita el delito para construir su relato policíaco. Es cierto que hay un crimen –el asesinato de Donald Willsson–, pero la trama se centra en la guerra civil que provoca el entre los distintos grupos mafiosos de Personville. Con ello, los primeros indicios de una narrativa policíaca sin crimen, el comienzo de lo que Patrica Merivale y Susan Elisabeth Sweeney denominan comienza a tomar forma dentro de un discurso policíaco que tiende a modificarse. Ahora bien, esta es solo una parte de la estrategia discursiva de Bolaños. La realidad es que William Burns sí posee un crimen, pero no como el detonante de la trama policíaca, sino como un resultado de ella. 1 “[…]

este trío memorable es inseparable de una superposición o escalonamiento del texto ficcional que, ahora, posee dos historias, la del crimen y la de la investigación”.

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Para organizar su estrategia textual, un autor debe referirse a una serie de competencias capaces de dar contenido a las expresiones que utiliza. Debe suponer que el conjunto de dichas competencias a qué se refiere es el mismo al que se refiere su lector. Por tanto, debe prever un lector modelo capaz de cooperar con la actualización textual de la manera prevista por él y de moverse interpretativamente, igual que él se ha movido generativamente (Eco, 1987: 80). Como parte de dicha estrategia, lo policíaco, en su etapa clásica, desarrolló un canon en el cual se especificaba la relación lector y texto, tal y como observamos en “Twenty Rules for Writing Detective Stories” (1928), de S.S. Van Dine: 1. The reader must have equal opportunity with the detective for solving the mystery. All clues must be plainly stated and described. 2. No willful tricks or deceptions may be placed on the reader other than those played legitimately by the criminal on the detective himself”2.

No obstante, más que poder tener las mismas oportunidades de resolver un crimen, el género requiere un , un lector de novelas y relatos policíacos que conozca las diferencias entre un texto policíaco y uno criminal. En William Burns, Bolaño postula un , pero va más allá, ya que brinda una nueva vuelta de tuerca a la planteada por Agatha Christie en El asesinato de Roger Ackroyd (1926) –el narrador como personaje-asesino–: el narrador como investigador-criminal. Sin embargo, antes de avanzar en ello, es necesario observar el juego de niveles narrativos que propone Bolaño así como sus consecuencias que terminarán por influir en la voz narrativa. Gerard Genette, en Figuras III (1989a: 284), nos señala distintos niveles narrativos, extradiegético, intradiegético y metadiegético, apuntando que estos “no designan personajes, sino situaciones relativas y funciones”. Pues bien, en el principio de William Burns, en apenas unas cuantas líneas, Bolaño (1997: 60) nos deja entrever un juego de niveles narrativos con que reta al lector: “William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí.”. Estos tres personajes, a su vez narradores, comprenden distintos niveles narrativos que entran en juego del siguiente modo: a) Un párrafo introductorio. “William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí” (ibídem). b) La historia de William Burns. “Era una época triste de mi vida. El trabajo pasaba por una mala racha. Me aburría soberanamente, yo, que antes nunca me aburría […] Voy a volver a la ciudad, les dije, voy a retomar la investigación exactamente en el punto en donde me perdí” (ibídem: 60, 64).

2 1. El lector debe tener las mismas oportunidades de resolver el caso que el investigador. Todas las pistas deben ser claramente establecidas y descritas. 2. No se debe poner en el relato trucos extras para confundir al lector, salvo los que utilice el criminal.

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c) Cierre del relato “Seis meses después, termina su historia Pancho Monge, William Burns fue asesinado por desconocidos” (ibídem: 64). Nivel 1 Extradiegético Narrador heterodiegético Narrador X Nivel 2 Intradiegético

Nivel 3 Metadiegético Narrador homodiegético William Burns

Narrador heterodiegético Pancho Mongue

Lector Lector implícito policíaco No representado

Narratario Narrador X

Narratario Pancho Mongue

Esta telaraña de niveles narrativos, un juego de narradores y narratarios, no es nada nuevo dentro de la literatura, pero Bolaños hace uso de él, del mismo modo que Christie lo hizo en El asesinato de Roger Ackroyd; para golpear directamente la fiabilidad del narrador, recurso discursivo clave en lo policíaco, a partir de los problemas que genera la trasmisión oral. Bolaño formula distintas estrategias para ello. En la primera, hay una del narrador-relato. El narrador del cuento, al que denominamos Narrador X, reproduce las palabras del Narrador-Personaje Williams Burns, su historia en la que narra su aventura en una cabaña en el campo protegiendo a dos mujeres, con las que mantiene una relación, de un hipotético asesino, y asesinando a un hombre. Sin embargo, el Narrador X no reproduce directamente las palabras de Burns, sino que reproduce lo que Burns le dijo, en un momento anterior, al Narrador Pancho Mongue, que a su vez se lo contó al Narrador X. Esto trae como consecuencia que existan una serie de contradicciones entre los narradores Pancho Mongue y X: “Según Monge, el norteamericano era un tipo tranquilo, que jamás perdía los nervios, afirmación que parece contradecirse con el desarrollo del siguiente relato” (ibídem: 60). Narrador Heterodiegético Pancho Mongue

Narrador Heterodiegético Narrador X

“[…] el norteamericano era un tipo tranquilo, que jamás perdía los nervios […]

“[…] afirmación que parece contradecirse con el desarrollo del siguiente relato […]

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Indudablemente, existe una contradicción entre los dos narradores respecto al personajeWilliam Burns, deja serias dudas: ¿A quién hacer caso, a Mongue, que conoció a Burns, o al Narrador X, que no lo conoció? Es indudable que, de acuerdo a la historia relatada, Burns trata de ofrecer la imagen de un hombre que no pierde los nervios, ni la calma, tal y como sostiene Pancho Mongue: Ellas tenían miedo, ellas creían que estaban en peligro, todo posiblemente era una falsa alarma. Pero yo no soy quién para desmentir a nadie, menos cuando se trata de mi trabajo, y pensé que al cabo de una semana ellas solas llegarían a esa conclusión (ibídem). Recuerdo que recorrí, armado sólo con una linterna, un bosque que quedaba cerca, y que me asomé a los jardines de casas deshabitadas. No los encontré en ningún sitio. Cuando volví a la casa las mujeres me miraron como si yo fuera el responsable de la desaparición de los perros. Entonces dijeron un nombre, el nombre del asesino. Fueron ellas quienes lo llamaron así desde el principio. No les creí, pero escuché todo lo que tenían que decirme (ibídem: 61).

No obstante, el mismo relato, al que hace referencia el Narrador X, parece contradecir las intenciones de William Burns que han quedado plasmadas en la memoria de Pancho Mongue como “[…] un tipo tranquilo que jamás perdía los nervios […]” (ibídem: 60): Justo antes de entrar en el pueblo, en los terrenos baldíos de una antigua fábrica de conservas, vi a los perros y los llamé. Éstos se acercaron con expresión humilde y moviendo la cola. Los metí en el interior de la furgoneta y riéndome de los temores que había experimentado la noche anterior me dediqué a dar una vuelta por el pueblo (ibídem). Recuerdo que me oculté, el perro pegado a mis piernas, tras un tranvía de color rojo oscuro, como sangre seca. Cuando más protegido me sentía el tranvía se puso en movimiento y desde la otra acera el almacenero me vio o vio al perro y me hizo señas con las manos, algo que podía significar que cogiera al perro o que ahorcara al perro o que no me moviera de allí hasta que él cruzara la calle. Que fue exactamente lo que no hice, le di la espalda y me perdí entre la multitud, mientras él gritaba algo así como deténgase, mi perro, amigo, mi perro. ¿Por qué me comporté de esa manera? No lo sé (ibídem: 61-62).

Estas contradicciones en el carácter de William Burns solo continúan un conflicto entre dos narradores que no llevan a ninguna respuesta sobre cuál de ellos posee la verdad en torno a los acontecimientos relatos por Burns. Incluso, dichas contradicciones son un presagio del crimen que se dará. Burns regresa a la cabaña y les cuenta a las dos mujeres la experiencia que tuvo con el hipotético asesino y señala la necesidad de prepararse para lo peor. En una segunda estrategia, Bolaño nos señala la nula fiabilidad de la comunicación oral. Expresiones como “Eso lo recuerdo con claridad”, “¿Por qué me comporté de esa manera? No lo sé”, “Creo que bebí un vaso de whisky” o “creo que me lleve la botella” poseen una relación directa con el Yo-Personaje William Burns que, convertido en YoNarrador, le cuenta de manera oral a Pancho Mongue lo sucedido en la cabaña con las dos mujeres. Sin embargo, no hay una relación entre el Yo-Narrador Williams Burns con el Narrador X y ahí es donde aparece el conflicto: ¿cómo es posible que ese

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Narrador X dicte fidedignamente todas las palabras de Burns sin haberlas escuchado directamente? El acto comunicacional oral está propenso a injerencias externas que provocan perturbaciones y confusiones. Una reproducción literal y exacta de las palabras de Burns, –“Habla Burns: […]” (ibídem: 60)– por parte del Narrador X, es poco creíble. Una tercera estrategia va ligada a la anterior, incluso secundándola: el juego entre el tiempo y los niveles narrativos. Pozuelos Yvancos (1994: 262) manifiesta ese sentir que existe dentro de la teoría literaria en la cual queda latente la importancia del tiempo en la ficción narrativa y la falta de correspondencia entre el tiempo de la historia y el tiempo del discurso. Por su parte, Gómez Redondo (1994: 212) intenta una clasificación del tiempo y cómo este se subdivide: tiempo de la narración –vinculado al proceso de escritura por parte de un autor–; tiempo del relato –la organización de los hechos narrados–; y tiempo de la historia –la trama en donde subyace el argumento de la historia–. Para Genette (1989a: 273-283) más que una división del tiempo hay una suerte de relaciones: primero, relaciones entre el orden temporal de la sucesión de hechos dentro de la historia y el orden del relato, es decir en cómo están dispuestos; segundo, relaciones de duración, es decir, el ritmo de la historia frente al del discurso; tercero, relaciones de frecuencia, las repeticiones en la historia y las repeticiones en el discurso. Por medio de estas relaciones descubrimos una de las trampas que Roberto Bolaño ha puesto en el camino del lector y que impiden, no tanto jugar ese juego que propone el autor, y en el que se enfrentan el investigador y el lector, sino más bien ganarlo, algo que el lector jamás podrá hacer y que el propio Bolaño sabe, como buen . Asesinato de William Burns Tiempo Seis meses después de los hechos de la historia Tiempo Relato

Tiempo Relato

Narrador Homodiegético William Burns

Narrador Heterodiegético Pancho Monge

Narratario Pancho Monge

Narratario Narrador X

Tiempo De un día a seis meses después de los hechos

Tiempo De 6 meses a tiempo después del asesinato de William Burns

Tiempo Historia Relato de William Burns Tiempo Indeterminado

Las relaciones entre el tiempo de la historia y el tiempo del relato, nos lleva a dudar de la veracidad de la comunicación oral, pero, sobre todo, del Narrador-Pancho Monge y el Narrador X. Pensemos por un momento en la identidad del asesino, ¿cómo se llama? Un 75

aura de misterio aparece bajo las palabras de Burns: “Digamos que el tipo se llamaba Bedloe” (Bolaño, 1997: 61). ¿Acaso ese es su nombre o quizá en el proceso comunicacional oral este se perdió y nos ha llegado otro? Cuando William Burns hace mención a Bedloe qué Burns habla: el que vivió la historia y se la contó a Pancho Monge antes de morir; el Burns-personaje del que habla Pancho Monge; o el Burnspersonaje que escuchó el narrador X de Monge y que cuenta. Bolaño no contestará esa pregunta, sino que nos planteara otras más: ¿cómo es posible que Monge, después de más de seis meses, reproduzca fidedigna y literalmente las palabras de Burns? Y lo que es más ¿es posible que el Narrador X, después de un período mucho más prolongado recuerde las palabras de Monge plasmándolas en el texto? Las prolongadas distancias temporales parecen insalvables para la veracidad de la comunicación oral establecida entre los distintos narradores. Y si a eso se le suma una historia confusa, el resultado es más que evidente: Bolaño ha asestado un golpe magistral a ese supuesto juego entre el autor y el provocando una sensible desautomatización: si Christie en El asesinato de Roger Ackroyd (1926) ya hace dudar al lector sobre la fiabilidad del narrador, dado que este puede ser el criminal, ocultando con ello bazas importantes que permitan su identificación, así como la resolución del caso, por parte del , Roberto Bolaño ha logrado no solo que se desconfíe del narrador, sino que se le tenga temor, ya que él puede ser el asesino sin que exista un lógica para ello. Todo esto es solo una parte de la estrategia de Bolaño para reescribir lo policíaco, si no es que para implosionarlo fracturando, nuevamente, sus propias fronteras. La segunda parte de la subversión que realiza se da en el plano textual.

2. La subversión textual. Segunda parte de una reescritura ¿Qué tiene de policíaco William Burns? ¿Acaso es la historia de una investigación? A nivel textual advertimos que en el planteamiento inicial de Williams Burns no hay ningún crimen que investigar, al menos de inicio: Sin embargo yo no fui con ellas de vacaciones, estaba allí para cuidarlas. ¿Por qué me pidieron que las cuidara? Según dijeron, había un tipo que quería hacerles daño. Ellas lo llamaban el asesino. Cuando les pregunté el motivo, no supieron qué decir o acaso prefirieron que sobre eso yo no supiera nada. Así que me hice una idea del asunto. Ellas tenían miedo, ellas creían que estaban en peligro, todo posiblemente era una falsa alarma. Pero yo no soy quién para desmentir a nadie, menos cuando se trata de mi trabajo, y pensé que al cabo de una semana ellas solas llegarían a esa conclusión (1997: 60).

Esto no es nuevo en lo policíaco. En el pasado, el comisario Maigret se enfrentó a ello, caso concreto de Léonard Planchon en Maigret et le client du samedi (1962). Ya en tiempos más recientes, otro comisario francés, Jean-Baptiste Adamsberg experimentó lo mismo en Bajo los vientos de Neptuno (2004), de Fred Vargas, aunque este último con un matiz más cercano a lo fantástico. Como hemos visto, esta estrategia pervierte el discurso policíaco clásico, pero también a la estrategia textual policíaca que Austin Freeman, en “The Art of the Detective Story” (1924) divide en cuatro partes primordiales: primero, aparición de un problema, el 76

crimen; segundo, acumulación de pistas, la investigación; tercero, fin de la investigación por parte del investigador y la declaración de la solución del caso; cuatro, pruebas de la solución con la exposición de las pruebas, el desenlace. Una estrategia que Howard Haycraft (1941)

deja clara: el tema esencial de la novela policíaca es la investigación del crimen. No obstante, el hecho de que en el inicio de Williams Burns no exista un crimen, un detonante de la investigación, no significa que el texto no sea policíaco. Eso lo sabe muy bien Roberto Bolaño que conoce las estrategias discursivas y textuales del género, plasmándolas en las ya mencionadas Estrella distante (1996), Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004). El autor chileno es un que no solo lee este tipo de textos, sino que sabe cómo lo policíaco ha evolucionado desde sus humildes orígenes hasta vertientes complejas como la metafísica, que la encontramos en textos de Edgar Allan Poe, Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie, Graham Greene, Jorge Luís Borges, María Elvira Bermúdez, Allain Robe-Grillet y, en últimos años, Umberto Eco, Antonio Tabucchi, Paul Auster, Michael Conelly, Juan José Saer, Don DeLillo, entre otros, y que se manifiesta en William Burns. Ahora bien qué es lo metafísico policíaco, ¿un nuevo género o un híbrido hipergenérico? ¿Una estrategia discursiva y textual? De él hay varias acepciones a una posible definición: a) Textos que parodian o subvierten las convenciones tradicionales de lo policíaco – como la narrativa cerrada y el rol del investigador como lector sustituto– con la intención, o efecto, de examinar los misterios del ser y el conocimiento por medio del cual trasciende el plot de misterio (Merivale y Sweeney, 1999: 2). b) Autorreflexiones sobre el discurso y el texto narrativo del texto policíaco y que nos deja ver la funcionalidad de cada elemento discursivo policíaco. c) Autorreflexiones del personaje-investigador respecto a su propia condición de investigador, su sentido último, y que no precisa de un crimen. Bolaño bien pudo haber discurrido por estos pasajes del mismo modo en que lo hizo Paul Auster en Ciudad de Cristal (1985), Fantasmas (1986) y La habitación cerrada (1986) –la denominada – o Michael Conelly en El último coyote (1995). Sin embargo, el autor chileno da una vuelta de tuerca a lo metafísico de dos formas. Aunque no existe un delito inicial, Bolaño deja insertada la idea de un peligro que rodea a William Burns y a las dos mujeres: desde el principio asoma la figura del asesino y el crimen. Una idea que va creciendo en diversos episodios fuera y dentro de la cabaña: a) La desaparición de los perros: “Cuando volví a la casa las mujeres me miraron como si yo fuera el responsable de la desaparición de los perros. Entonces dijeron un nombre, el nombre del asesino” (Bolaño, 1997: 61). b) El temor de William Burns al verse observado y seguido por el tal Bedloe: “A mis espaldas, el almacenero silbaba llamando a su perro. No volví la vista atrás, pero sé que salió y que nos buscó. Mi reacción fue automática, irreflexiva: intenté que no me viera, que no nos viera. Recuerdo que me oculté […]” (ibídem). c) La conversación entre Burns y las mujeres cuando este llega del pueblo con los perros: “[…] en un momento indeterminado me descubrí diciendo algo sobre la necesidad de vigilar permanentemente la casa” (ibídem: 62).

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d) La conversación entre Burns y las mujeres después de la comida: “[…] me senté junto a ellas y les dije que debíamos solucionar algunas cosas. ¿Qué cosas?, dijeron fingiendo una sorpresa que no sentían o tal vez un poco sorprendidas de verdad. La casa tiene demasiados puntos débiles, les dije” (ibídem) e) La aparición del tal Bedloe fuera de la cabaña: “De pronto, en medio de la conversación o del monólogo a dos voces, tuve un presentimiento y me acerqué sigilosamente a una de las ventanas de la sala […] antes de descorrer la cortina y ver al otro lado la cabeza de Bedloe, la cabeza del asesino […] (ibídem). f) La irrupción del tal Bedloe en la cabaña: “El asesino abrió la ventana con una facilidad que no dejó de sorprenderme y se introdujo silenciosamente en la habitación […]” (ibídem: 63). Con todo esto cualquier posibilidad de una absoluta autorreflexión metafísica por parte del investigador –que va desde las reflexiones del caballero Auguste Dupin y Tabaret, pasando por Sherlock Holmes e Isidro Parodi, hasta llegar a Daniel Quinn, el detective Azul o Harry Bosh– queda, si no anulada, sí desvirtuada por el crimen. No obstante, queda abierta la vertiente metafísica a la autorreflexión del discurso policíaco. Hay un detalle que salta a la palestra, una duda que rodea el relato de Roberto Bolaño: ¿es posible que William Burns no sea un texto policíaco y sí uno criminal? En el horizonte surge la posibilidad de que por una u otra razón no hayamos sido , que hayamos confundidos dos narrativas cercanas pero distintas, Lara (2004), un error bastante común como señala Rodríguez Joulia (1970: 10): El error, insistimos, parte de querer agrupar diferentes modalidades temáticas bajo el título exclusivo de una de ellas. Y este error no puede achacarse enteramente a sus varios comentaristas. Por un lado, es el propio lector, el público mismo quien, de tiempo atrás, viene aplicando el calificativo de novela policíaca a cualquier libro que cae en sus manos, siempre que su temática cuente con buenas dosis de crímenes, terror, misterio y suspense aunque el policía, como tal, no aparezca para nada.

Por ello es necesario recordar algunas diferencias entre lo criminal y lo policíaco, dos narrativas que aunque están en un constante intercambio tipológico, mantienen claras diferencias:

Por realizar Crimen

Por no realizar

Recopilación de datos sobre víctimas Elaboración de plan Verificación de datos Ejecución de crimen

Crimen realizado Crimen no realizado

Esquema criminal

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Crimen realizado o por realizar

Investigación No Investigación

Recopilación de datos y pistas Elaboración de hipótesis Verificación de datos Hipótesis confirmada

Solución No solución

Esquema policíaco

William Burns no actúa como un detective privado que investiga algún evento o persona. Se justifica presentándose como un protector de dos mujeres, del mismo modo que lo hace el ex mafioso Juan Galba en Noviembre sin violetas (1995), de Lorenzo Silva, elegido por el difunto Pablo Echavarría, su ex socio, como protector de Claudia Artola, su mujer, que se encuentra en gran peligro. Pero a diferencia de Galba, que sí investiga, Burns no lo hace, no trata de averiguar el origen de los rumores que escucha de boca de las dos mujeres que van construyendo un arquetipo de criminal-asesino y una historia de acoso que puede terminar en sus propias muertes: a) “Según dijeron, había un tipo que quería hacerles daño. Ellas lo llamaban el asesino. Cuando les pregunté el motivo, no supieron qué decir o acaso prefirieron que sobre eso yo no supiera nada” (Bolaño, 1997: 60). b) “Las mujeres hablaron de amores escolares, problemas económicos, rencor acumulado. No me cabía en la cabeza cómo ambas pudieron tener relaciones en la escuela con un mismo hombre dada la diferencia de edades que existía entre ellas” (ibídem: 61). c) “Empecé por contarles todo lo que me había sucedido en el pueblo, luego ellas hablaron de su pasado, de sus trabajos, una fue maestra, la otra peluquera, ambas renunciaron a esas ocupaciones aunque de vez en cuando, dijeron, cuidaban niños con problemas” (ibídem: 62). Burns, un supuesto detective privado, se sujeta a simples rumores y a hechos nada verificables, asesinando al tal Bedloe sin confirmar si es el posible asesino o no: […] cuando llegó junto a mí lo cogí de los pies y lo hice caer. Ya en el suelo lo pateé con la intención de hacerle el mayor daño posible […] No sé cuánto tiempo permanecí allí, golpeando el cuerpo caído, sólo recuerdo que alguien abrió la puerta tras de mí, palabras cuyo significado no entendí, una mano sobre mi hombro. Después volví a quedarme solo y dejé de golpear. Durante unos instantes no supe qué hacer, me sentía aturdido y cansado. Por fin, reaccioné y arrastré el cuerpo hacia la sala […] En sus miradas descubrí inquietud, un rescoldo de miedo, pero no por lo que acababa de ocurrir sino por el estado en que mis golpes dejaron a Bedloe […] El rostro de Bedloe era una máscara ensangrentada que la luz de la sala resaltaba con crudeza. En donde estaba la nariz sólo había una masa sanguinolenta. Le busqué los latidos del corazón. Las mujeres me miraban sin hacer el menor movimiento. Este tipo está muerto, dije […] (ibídem: 63-64)

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Desgraciadamente el propio investigador descubre con estupor que se ha equivocado. El tal Bedloe no es ningún criminal y mucho menos un asesino. El mismo Williams Burns así lo confiesa (ibídem: 64): “El hombre muerto no era ningún asesino […] Bedloe no quería matar a nadie, sólo buscaba a su perro. Pobre desgraciado, pensé […]”. El asesinato del tal Bedloe en manos de William Burns trae consigo no solo una desautomatización de lo policíaco, en lo que concierne a la configuración del arquetipo , sino también una severa fractura en la frontera crimino-policíaca: el investigador como asesino. Esto contradice totalmente las tesis clásicas, observadas en autores como Monseñor Knox (1928) y S.S. Van Dine (1928): el detective no puede cometer el crimen. Contrario a lo que algunos podrían considerar, el realismo noir norteamericano no es el primero en romper estos paradigmas. Es cierto que el Agente de la Continental, en Cosecha roja, se comporta más como un mafioso que como un investigador, o que Mike Hammer es más un psicópata que un detective privado (Yo, el jurado, 1947, de Mickey Spillane), pero, curiosamente, el primer texto en romper este paradigma es uno de corte clásico, tal y como lo constante Borges (cifr. Lafforgue y Rivera, 1996: 43): El misterio de Big Bow (1892), de Israel Zangwill, en donde el investigador George Grodman, un policía retirado, es el misterioso asesino de Arthur Constant. Chesterton también hará algo parecido en El jardín secreto –relato perteneciente a El candor del padre Brown (1911)– cuando Aristide Valentín, el jefe de la policía parisina, asesina al millonario Bryne. Estas distorsiones en la frontera crimino-policíaca, explotadas por el realismo noir norteamericano encuentra eco en textos más recientes: en La pesquisa (1994), de Juan José Saer, el comisario Morvan, encargado de resolver los brutales asesinatos de ancianas en París, es el responsable de ellos; en La bestia de las diagonales (1999), de Néstor Ponce, el investigador Bernal, responsable de la investigación sobre una serie de homicidios, es el asesino de cuatro mujeres; en Dexter: el oscuro pasajero (2004), de Jeff Lindsay, en donde Dexter Morgan, un analista forense de la policía de Miami, recorre las calles de la ciudad buscando a su siguiente víctima. Situaciones confusas que desautomatizan a lo policíaco a través de un intercambio tipológico que pone en evidencia el problema del límite en la narrativa sensacional de suspense, en este caso la frontera crimino-policíaca, y que rompen el cuadrado hermenéutico de Dubois (1989). Pero por si esto fuera poco, Bolaño nuevamente da un nuevo giro de tuerca: la inviabilidad de conocer la verdad. Una vez enterrado el tal Bedloe, las cavilaciones de Burns giran en torno a su propia confusión: existe un asesino, que permanece oculto en algún lugar y que acecha peligrosamente. Ahora ¿qué hacer con una víctima inocente asesinada y enterrada ilegalmente? El propio detective privado da respuesta a ello: “Voy a volver a la ciudad, les dije, voy a retomar la investigación exactamente en el punto en donde me perdí” (ibídem: 64). Sin embargo, Bolaño (ibídem) interrumpe brillantemente esta reflexión: “seis meses después, termina su historia Pancho Mongue, William Burns fue asesinado por desconocidos”. La muerte del investigador continúa la desautomatización de lo policíaco. Auden (1999) insiste en que el asesino debe ser arrestado, del mismo modo que Freeman (1924) reclama que un texto policíaco debe tener un final que incluya la resolución del enigma presentado por el crimen. Todo ello es obviado por un , llamado Roberto Bolaño que, como autor, sigue los dictados del

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italiano Sciascia que en El contexto (1971) y en Una historia simple (1989) sorprende a todos eliminando al investigador. Esto no solo da al traste cualquier intento del lector por conocer la verdad de los hechos acontecidos en esa cabaña –y que tanto Burns como las mujeres ignoran por la incapacidad de Burns de investigar o las intenciones ocultas de Pancho Monge o el Narrador X por decirnos la verdad–, sino que no se restablece el orden social roto por el mismo investigador. Burns es un asesino, pero trata de investigar qué fue lo que ocurrió, revelando una serie de hechos incomprensibles:

Historia del crimen

Historia de la investigación

Rumores no confirmados de un posible asesino Orden social roto: Asesinato del tal Bedloe Asesino: William Burns Investigación ¿Quién es la verdadera amenaza para las mujeres? ¿Quién provoco la confusión en el asesinato del tal Bedloe Investigador: William Burns

Investigación trunca Asesinato de William Burns Asesinos desconocidos

3. Conclusiones En William Burns fluye una desautomatización de lo policíaco a partir del eje discursivo-textual, que Roberto Bolaño transforma una reescritura del propio género. En el plano discursivo, Bolaño nos hace ver que nunca el lector estará al nivel del investigador. El juego propuesto por el clasicismo policíaco es una quimera. Lo que requiere el género es un lector modelo policíaco, que conozca las estrategias discursivas y textuales de lo policíaco, así como los intercambios tipológicos que se den en la narrativa sensacional de suspense, es decir entre lo criminal, lo policíaco, el espionaje, y el thriller. Asimismo, el escritor chileno nos hace dudar del narrador: este no solo puede ser el asesino, sino también el investigador que asesina y puede manipular la narración. En el plano textual la desautomatización y reescritura del género se da a partir de varios fenómenos que hemos indicado: la ausencia aparente de un crimen; el crimen mismo como clímax y no detonante; la instauración de un solo personaje que lleva cabo dos procesos distintos, crimen e investigación, 81

Finalmente, toda esta reescritura está encerrada en un proceso palimséstico: la historia del Narrador X está sobrepuesta a la de Pancho Monge; la cual, a su vez, se sobrepone a la de William Burns. Un proceso hipertextual –todo texto derivado de uno anterior, según la jerga genettiana– en el que se pone en evidencia la ruptura de la vasta frontera de la literatura sensacional de suspense, lo criminal, lo policíaco, el espionaje y el thriller, motivado por un saludable intercambio tipológico.

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Para citar este artículo: “La subversión en William Burns de Roberto Bolaño”, en María Selene Alvarado Silva, Alma Guadalupe Corona Pérez, Diana Isabel Hernández Juárez, Felipe Adrián Ríos Baeza, Francisco Javier Romero Luna y María Torres Ponce (eds.), Memorias del I Congreso de Literatura Hispanoamericana Contemporánea: Roberto Bolaño. Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2011, pp.70-83

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