“La sociedad tartesia y la sociedad fenicia occidental”, en J. Campos Carrasco y J. Alvar Ezquerra (Eds.), Tarteso. El emporio del metal, Córdoba, Almuzara, 2013, pp. 511-528.

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Descripción

LA SOCIEDAD TARTESIA Y LA SOCIEDAD FENICIA OCCIDENTAL José Luis López Castro Universidad de Almería

INTRODUCCIÓN La presente contribución [1] se centrará en una propuesta de análisis de las relaciones entre fenicios y autóctonos del Sur peninsular en el contexto de las estructuras sociales y económicas de ambas sociedades, muy diferentes entre sí inicialmente, así como de los cambios que se produjeron en ambas a raíz del contacto y de la interacción prolongada a lo largo de varios siglos. Proponemos como hipótesis que la definición de aristocracias hereditarias se conformaría como el proceso central de estructuración de la sociedad autóctona, en el cual jugarían un papel importante las prácticas sociales propias de las elites orientales que transmitieron las aristocracias coloniales como elementos para la reproducción y consolidación de las desigualdades sociales. La adopción de tales prácticas sociales implicaría, a su vez, la introducción de tecnologías productivas y de modelos de relaciones sociales en un marco de relaciones interestatales dominadas por los grupos aristocráticos de ambas sociedades, que se vieron inmersas, paralelamente, en sendos procesos de definición política como la formación de los oppida en las áreas turdetana e ibera y la formación de ciudades-estado entre los fenicios occidentales.

LOS NUEVOS ESQUEMAS CRONOLÓGICOS Aún cuando es mucho lo que desconocemos sobre las poblaciones autóctonas del Suroeste peninsular que habitaron el área tradicionalmente definida como Tarteso, en los últimos dos o tres decenios se han producido notables avances en el conocimiento de nuestra Protohistoria, tanto en lo que respecta a estas poblaciones como a los colonizadores fenicios. En primer lugar, se van conociendo mejor las sociedades 1

Este trabajo es resultado del proyecto de investigación HAR2008-03806: Los fenicios occidentales: sociedad, instituciones y relaciones políticas (siglos VI-III A.C.), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación

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autóctonas del Bronce Final a partir de nuevas investigaciones arqueológicas que muestran una mayor complejidad social ya a finales del II milenio y comienzos del I milenio a.C. La existencia de asentamientos de gran tamaño amurallados, como Niebla o Aznalcóllar en Huelva, este último con unas 50 has de extensión (Gómez Toscano 2006: 28-30, Campos, Gómez Toscano y Pérez Macías, 2006: 336-339), o los asentamientos de gran tamaño conocidos en la provincia de Sevilla como Gandul, Montemolín, Cerros de San Pedro, Cerros de S. Ignacio y Carmona (García Fernández 2003: 970) que actuaron como centros principales, enucleadores del poblamiento autóctono con anterioridad a la llegada de los primeros colonizadores orientales, permiten matizar las propuestas de las últimas décadas del siglo XX sobre una sociedad aldeana, de base parental y escaso desarrollo socioeconómico y tecnológico. Ello se debe al desconocimiento existente entonces de la Edad del Bronce en el Sur peninsular y a los hiatos generados tras las sociedades del Bronce Pleno que eran interpretados en algunos casos como un retroceso tecnológico y social tras la desaparición de la complejidad argárica en el Sureste (Molina González, 1978: 204 ss., 1983: 102 ss., Carrilero, 1992: 131) que se prolongaría hasta la llegada de los colonizadores fenicios, así como a la escasez del registro arqueológico, determinado por una falta de visión espacial suministrada por las lecturas parciales de cortes estratigráficos aislados y la presencia de cabañas y fondos de cabaña en los pocos asentamientos excavados. De esta manera las sociedades que precederían a la colonización fenicia en el Sur de la Península Ibérica y que entrarían en contacto con ella estarían dominadas por rasgos sociales y políticos de carácter parental (Aubet, Barceló y Delgado, 1996) y por un sistema productivo calificado como modo de producción doméstico, o sociedad aldeana (González Wagner, 1983: 9, 1995, Carrilero, 1993: 169) que podría admitir una diferenciación social basada en el rango e identificada como una sociedad de jefaturas (González Wagner, 1990). Actualmente los hiatos van desapareciendo y contamos con nuevas interpretaciones sobre el Bronce Final en el Sur de Iberia que ponen el acento en la continuidad de la complejidad social desde el Bronce Pleno en el Bronce Tardío o Bronce Final I (c. 1600/1500-1300 a.C.) y la reestructuración del poblamiento, tendente a agrupar las poblaciones en grandes asentamientos (Mederos, 2008: 41-44) que responden a estructuras socio-políticas jerarquizadas, incluso estatales según se ha propuesto, que concentrarían poder, territorio y recursos (Castro, Lull y Micó, 1996: 174-176, Arteaga, 2000: 198-201, Arteaga y Roos, 2003). El temprano intercambio de productos mediterráneos y atlánticos entre estas poblaciones autóctonas, que circularían entre las élites sociales a lo largo de todo el Bronce Final, han podido ser secuenciados con mayor precisión cronológica y muestran una serie de contactos con las sociedades del Egeo y el Mediterráneo central prolongados en el tiempo en los que la obtención del estaño peninsular sería una de las causas determinantes. Unas poblaciones en las que la organización social de base parental (Wagner, 1993: 104 ss., Aubet, 1995: 405, Carrilero, 1995: 155) albergaría crecientes elementos de diferenciación social entre los que destacan las representaciones de una élite guerrea en las estelas del Suroeste peninsular (Ruiz-Gálvez 1998: 265 ss., Celestino, 1990, 2001 a, Barceló, 1992: 261-262, Mederos, 2008: 26 ss., 2012). En segundo lugar, otro de los factores novedosos en el panorama de nuestros conocimientos es la configuración de un nuevo marco temporal para las relaciones entre las sociedades autóctonas y los colonizadores orientales a partir de evidencias de

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una temprana presencia fenicia en el Sur peninsular con el hallazgo de nuevos asentamientos fenicios muy antiguos en Huelva, El Carambolo y La Rebanadilla datables en cronología calibrada entre c. 930 y 830 a.C. (González, Serrano y Llompart, 2004, Nijboer y van der Plicht, 2006, Fernández Flores y Rodríguez Azogue, 2007, 2010, Sánchez y otros, 2011). La proximidad cronológica entre este horizonte fenicio inicial y el horizonte de la Ría de Huelva nos presenta una continuidad natural entre los contactos esporádicos anteriores y la nueva fase que inauguraría la presencia fenicia permanente, todavía no hegemónica, por emplear la propuesta de Alvar sobre los modos de contacto intercultural (Alvar 2000: 28, 2008: 20-21). Así pues, el contacto entre orientales y autóctonos fue mucho más prolongado en el tiempo de lo que se pensaba hace treinta años, por lo que lejos de estimular un rápido proceso de cambio en la sociedad tartesia, y en general en las sociedades autóctonas de comienzos del I milenio a.C., como se ha venido proponiendo en los últimos decenios, los nuevos factores analizados implican una mayor antigüedad para procesos históricos de interacción y contacto entre colonizadores y autóctonos, así como los procesos internos de diferenciación social de larga duración en el seno de las sociedades locales, lo que nos puede aportar una idea de lo lentos y progresivos que fueron los cambios. En este sentido, el temprano asentamiento fortificado de Los Castillejos de Alcorrín (Manilva, Málaga), interpretado como asentamiento autóctono con una gran influencia fenicia, y datado desde el último cuarto del siglo IX y a lo largo del VIII AC y actualmente en curso de investigación (Marzoli y otros 2010), sería un ejemplo de la temprana interacción entre fenicios y autóctonos y de las tempranas transformaciones que se estaban operando en las sociedades autóctonas. La existencia de pavimentos de conchas en el gran edificio A, similares a los localizados en el santuario de El Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2007, 2010), no deja de recordarnos el modelo de asentamiento fenicio de este horizonte inicial, legitimado por la fundación de divinidades en sus santuarios.

LOS CONTACTOS SISTEMÁTICOS NO HEGEMÓNICOS: DOS SOCIEDADES DESIGUALES EN EL HORIZONTE FENICIO INICIAL (C. 900-800 AC) Las sociedades autóctonas que, de acuerdo con la cronología radiocarbónica, entraron en contacto con los primeros pobladores fenicios hacia finales del siglo X AC, o mejor ya en el siglo IX AC, eran desde luego sociedades jerarquizadas, aunque con una base parental de orden patrilineal (Mederos 2008), en la que la diferenciación social por sexo y edad debía ser aún determinante, y en la que la estructuración de la producción, esencialmente agrícola y ganadera, se resolvía en el seno del grupo familiar nuclear y del grupo familiar extendido, quien sería el propietario del territorio y los recursos y podría cubrir sus necesidades productivas. El nivel tecnológico no permitiría una división social del trabajo acentuada y las tareas se distribuirían por edades y sexo, aun cuando podría haber ciertas tareas especializadas, como el trabajo metalúrgico. Por su parte, la estructuración social de los primeros establecimientos fenicios permanentes presenta unas características muy diferentes: responden a una sociedad

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de clases, en las que se extienden la explotación y la dependencia, con una amplia división social del trabajo y un mayor desarrollo tecnológico, dotada de una estructura política e ideológica articulada en torno a la realeza y al templo. Estos primeros asentamientos fenicios del horizonte inicial presentan características comunes, como son su tamaño reducido, su situación en islas fluviales, o promontorios de estuarios, y no parecen disponer de territorio propio. En los tres sitios conocidos hasta ahora hay indicios de la existencia de santuarios y la única necrópolis asociada, la de La Rebanadilla en Málaga (Sánchez y otros 2011), presenta unos rasgos muy diferentes a los de los cementerios aristocráticos suntuarios posteriores del periodo colonial, con tumbas individuales de incineración que recuerdan más a las necrópolis tirias como la de Al-Bass (Aubet, Núñez y Trellisó, 2004). Esta tipología de patrón de asentamiento parece responder a una primera etapa no colonial de asentamiento de orientales basada en un modelo de fundación de templos como, es el caso de Kommos en Creta (Shaw, 2000), en una fase previa a la fundación de asentamientos coloniales. Fase que fue propuesta por distintos investigadores a partir del estudio de las fuentes clásicas (Acquaro, 1988: 188, Almagro Gorbea, 1989: 285, Wagner, 1989: 423-425, Alvar, 1989: 442-443) que parece ir obteniendo una confirmación arqueológica en este horizonte fenicio inicial. La funcionalidad de estos asentamientos tempranos podrían ponerse en relación con un acercamiento de los navegantes fenicios a las fuentes de obtención del estaño occidental, ya explorados en periodos anteriores de contactos esporádicos, con el objetivo de asegurar el abastecimiento y obtener el control de las redes de circulación autóctonas (Frankenstein, 1979). El modelo de asentamiento permanente basado en el templo de una divinidad protectora de los intercambios, como lugar aparentemente sagrado y neutral para los autóctonos y los navegantes de otras procedencias ha sido ya expuesto en numerosas ocasiones y cobran ahora una realidad cronológica que anteriormente sólo podíamos suponer o fundamentar en las fuentes clásicas y su debatida cronología. Es por tanto este tipo de asentamientos el que daría lugar a un Modo de Contacto Sistemático no Hegemónico, siguiendo la conceptualización de Alvar pero que, sin embargo, preparaba el camino de una posterior presencia fenicia colonial que daría lugar a un Modo de Contacto Sistemático Hegemónico, como la que podríamos atribuir al posterior periodo colonial. Las formas de intercambio entre fenicios y autóctonos en este periodo e incluso en el periodo colonial están lejos de constituir formas de intercambio comercial. Diferentes investigadores han puesto el acento en la naturaleza desigual de este intercambio que no se basaba en la cantidad –baratijas por plata o estaño, como se ha vulgarizado a veces- sino por la naturaleza distinta de las relaciones sociales existentes en ambas sociedades, que generaba a su vez, tras el contacto colonial, la explotación de los autóctonos por sus élites y contribuía a acentuar las desigualdades dentro de la sociedad (Aubet, 1987: 248 ss.,Wagner, 1995: 117-118; López Castro, 1995: 52 ss.). La sociedad fenicia era una sociedad de clases, con propiedad individual y una amplia división del trabajo (Tsirkin, 1990), en la que el dinero existía como medida, mediante patrones de peso de metales preciosos como unidades de cuenta en un sistema de equivalencias entre los demás bienes producidos, y en consecuencia, en los intercambios predominaba el valor de cambio, que tenía así una gran autonomía (Carandini, 1979: 56 ss., Zaccagnini, 1984: 243).

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La sociedad autóctona, por su parte, tenía rasgos de organización parental (Wagner, 1993: 104 ss.; Aubet, 1995: 405; Carrilero, 1995: 155), ausencia de propiedad privada de los medios de producción, escasa división social del trabajo y aunque cada vez es posible distinguir una élite guerrera como muestra de una diferenciación social en rangos y linajes, sus formas de intercambio económico estaban basadas la redistribución y en el intercambio de dones. Así, existía un predominio del valor de uso mientras que el dinero como medida no era generalizado, de manera que las necesidades subsistenciales y productivas básicas se cubrirían dentro del grupo parental nuclear y del grupo parental extendido (López Castro, 2005). Las relaciones sociales basadas en el intercambio de dones no debemos concebirlas como una forma autónoma de intercambio económico, sino que como afirma Godelier, “el don forma parte simultáneamente de la forma y el contenido de las relaciones sociales” (Godelier, 1998: 154), es decir el don constituía la forma en que individuos y grupos se relacionaban social y económicamente en el seno de la sociedad, hacia otros grupos y dentro del propio grupo parental. Son, pues, relaciones personales las que se establecen entre los individuos que intercambian dones, relaciones que obligan mutuamente a ambas partes, las cuales se convierten a la vez en deudores y acreedores, lo que permitía el establecimiento de vínculos solidarios entre ambos (Godelier, 1998: 61-62), al tiempo que con los intercambios de dones se establecen y reproducen las relaciones sociales, ya sean éstas de reciprocidad o de dependencia (Godelier, 1998: 151-152). El tipo de don que posiblemente se practicaba en las sociedades autóctonas es muy probable que hubiera superado ya la prestación total recíproca para ir introduciendo formas asimétricas en el intercambio de dones (Gauss, 1971: 160; Godelier, 1999: 16). Algunos rasgos que podemos intuir en el registro arqueológico parecen indicar que existiría ya un intercambio de dones agonístico o competitivo, que precisamente fomentarían los fenicios en beneficio propio. En los depósitos de espadas y bronces en cursos de agua fechados en el Bronce Final anterior a la colonización fenicia, donde se amortizaban elementos que circulaban hasta ese momento podemos ver ya rasgos del intercambio de dones competitivo o agonístico, como destrucción intencionada de riqueza en el transcurso de rituales o de ofrendas o contradones a las divinidades, que han sido calificados como potlatch por algunos autores (Mauss 1971: 161, 195 ss., Ruiz-Gálvez, 1998: 34-35; 263). Distintos investigadores han sugerido también que las sociedades de finales de la Edad del Bronce mantendrían unas relaciones basadas en el intercambio de dones para celebrar alianzas y matrimonios (Barceló 1992: 263) Las condiciones teóricas que se han propuesto por Godelier (1998: 217) para definir sociedades con intercambio de dones agonístico tipo potlatch parecen cumplirse en el caso de las sociedades autóctonas a las que nos referimos: la competición por posiciones de rango y la existencia de dote en el matrimonio, es decir, la ausencia de intercambio simple de mujeres entre los grupos parentales. Las estelas decoradas del Suroeste (Celestino, 1990, 2001, Mederos, 2012) exhiben los atributos de individuos que expresan un rango social que quizás no fuera todavía hereditario, por el que competirían con sus iguales, y que una vez alcanzado debería ser constantemente renovado y afirmado frente a otros individuos vecinos de rango similar, y acrecentado mediante alianzas exteriores, que se materializarían en dones y contradones.

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En este periodo se habría intensificado el intercambio de materias primas de las redes autóctonas, principalmente metales, por manufacturas orientales fabricadas en los asentamientos de Occidente, que representaban las prácticas sociales de la realeza oriental y permitían su reproducción por unas elites autóctonas en proceso de consolidación como aristocracias de sangre, y como clases dominantes.

LOS CONTACTOS SISTÉMICOS HEGEMÓNICOS Y LAS TRANSFORMACIONES SOCIALES EN EL PERIODO COLONIAL (C. 800-600 AC) Tras varias generaciones de contacto permanente entre las sociedades autóctonas y los fenicios establecidos de manera permanente en una serie de pequeños asentamientos del horizonte inicial, la presencia fenicia se iba a generalizar en el litoral del Mediodía y el Levante peninsulares con una proliferación de pequeños asentamientos situados principalmente junto a las desembocaduras de ríos y en las bahías abrigadas. La obtención de territorio por parte de los fenicios y la explotación de sus recursos es el rasgo más significativo de este periodo ya plenamente colonial. Si la propiedad de la tierra era colectiva en las sociedades autóctonas, como sociedad de base parental, y posiblemente con un carácter inalienable, sólo las relaciones de parentesco y con ello el ingreso en la comunidad, podrían, teóricamente, dar acceso a la tierra. El relato de la fundación de Cartago (Justino XVIII, 4-6) vendría a ilustrar el inicio de las relaciones entre colonizadores y autóctonos al plantearse el establecimiento de asentamientos permanentes con una negociación para la obtención de territorio. L petición de matrimonio del rey libio Iarbal a la reina tiria Elisa bajo amenaza de guerra (Just. XVIII, 6, 1) podría explicarse mediante un tipo de relaciones sociales y políticas basadas en el intercambio de dones, en las que el matrimonio real podría interpretarse no sólo como la vía para el establecimiento de relaciones políticas entre las dos comunidades, sino que mediante la dote abriría la puerta a ulteriores dones y contradones y, lo que es más importante, legitimaría la ocupación de una tierra de carácter ianalienable al quedar vinculados por el parentesco los colonos tirios y los libios. El suicidio de Elisa (Just. XVIII, 6, 6), que consideraba tal matrimonio como desigual, tuvo como consecuencia que los colonos tirios hubieran de pagar un tributo a los libios por la tierra ocupada (Just. XVIII, 5, 14) como una deuda inextinguible, en tanto que la propiedad de la tierra seguía siendo de los libios. De hecho, Cartago no pudo sustraerse de esta obligación hasta ya avanzado el siglo V a.C. (Just. XIX, 2, 4). En la Península Ibérica disponemos de otro testimonio de las fuentes igualmente revelador: cuando tras establecer amistad con los foceos, es decir, tras recibir posiblemente regalos de éstos, el rey tartesio Argantonio les ofreció establecerse en Tarteso, les estaba proponiendo una alianza mediante la entrega de un contradón como es el uso de la tierra, esperando a su vez nuevos cruces de dones y contradones que afianzaran unas relaciones políticas y económicas sostenidas. Como los foceos no aceptaron instalarse en Tarteso, Argantonio les entregó un contradón posiblemente superior al don que recibiera de aquellos inicialmente: riquezas tales capaces de sufragar la construcción de una muralla que defendiera Focea de los medos (Herod. I, 163).

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Las relaciones pacíficas entre colonizadores y autóctonos dieron pie a la adquisición de territorio de los primeros, pues nuestro conocimiento del poblamiento colonial de los siglos VIII y VII a.C. nos muestra la existencia mayoritaria de asentamientos no fortificados de pequeño tamaño, de entre 1 y dos hectáreas y granjas o centros de producción primaria de extensión inferior a la hectárea, diseminados en estrechas franjas de territorio litoral articulado entre los pies de monte y los bajos cursos fluviales (López Castro 2010) en un modelo de asentamiento protagonizado por una aristocracia colonial de origen oriental (López Castro 2006). Al mismo tiempo se observa en el registro arqueológico la fundación de asentamientos fenicios fortificados de gran tamaño, de una clara factura urbana como Castillo de Doña Blanca o La Fonteta, de 3 a 5 hectáreas (Ruiz Mata y Pérez, 1995a; Rouillard, Gailledrat y Sala, 2007, González Prats, 2011), que manifiestan la vocación de permanencia de la presencia fenicia. En el caso de la bahía gaditana tenemos a Castillo de Doña Blanca, concebido como núcleo en tierra firme de Gadir para dominar las fértiles tierras de la ribera del Guadalete, que se completaría con la proyección al al Sureste de Gadir mediante la fundación de un asentamiento fortificado fenicio coetáneo en Chiclana (Bueno y Cerpa, 2008). Por su parte, las exploraciones arqueológicas en el área de Velez Málaga han puesto de relieve la temprana explotación agrícola y ganadera de los territorios coloniales, en granjas y explotaciones agrícolas que incluyen una temprana producción anfórica para la distribución de los productos alimenticios (Martín Córdoba y otros, 2005: 14-18, 2008, Martín, Ramírez y Recio, 2006), lo cual queda atestiguado además en el registro paleobotánico (López Castro, 2011). Esta tupida red de asentamientos coloniales supondría una generalización de los contactos entre fenicios y autóctonos entre el Segura y el Tajo en el periodo colonial y una intensificación de las relaciones y de las transformaciones en las sociedades autóctonas. Ello debió de acentuar los procesos de diferenciación social existentes en el seno de las sociedades autóctonas estableciendo una mayor distancia social entre la elite y los demás miembros hasta su consolidación como aristocracias hereditarias, cuyo modelo era el de la aristocracia y la realeza orientales, difundido por la élite fenicia. El principal medio de interacción no fue el comercio, como se ha venido afirmando durante décadas, sino las relaciones humanas expresadas y mediatizadas socialmente. Los factores transformadores fueron no sólo el intercambio de bienes bajo la forma de intercambio de dones, sino el intercambio de conocimientos y de fuerza de trabajo en ambos sentidos, protagonizados por personas: los matrimonios entre colonos fenicios y mujeres autóctonas, la presencia de fuerza de trabajo autóctona en los asentamientos coloniales y el establecimiento de artesanos y productores cualificados fenicios entre las élites autóctonas. Por lo que respecta al establecimiento de personas autóctonas en los asentamientos fenicios, recientemente se ha propuesto que las personas de origen autóctono incorporadas a los asentamientos coloniales, mujeres y hombres, aportarían “información totalmente crucial sobre recursos, caminos, rutas, lenguas, costumbres y prácticas de intercambio, así como también aliados y parientes con los que pactar, negociar y comerciar” (Delgado y Ferrer, 2007: 34). Sin embargo, los individuos autóctonos en ámbito fenicio, principalmente mujeres, que pueden rastrearse a partir de los usos culinarios y las vajillas, quedarían fuera de una sociedad colonial jerarquizada sin ser plenamente integrados en ésta, como demostraría su exclusión de los rituales

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funerarios. En efecto, los rituales y ajuares funerarios coloniales, que incluyeron banquetes funerarios, se muestran plenos de identidad fenicia, por la necesidad de construir identidades y antepasados en la reproducción de las jerarquías aristocráticas coloniales (Delgado y Ferrer, 2007: 40-45, Delgado, 2008, 2011). Pero la particularidad de las relaciones entre aristócratas fenicios y aristócratas autóctonos no es que fueran relaciones exclusivamente económicas, sino que al intercambiarse los dones se producían y reproducían relaciones sociales en toda su amplitud. Los aristócratas fenicios proporcionaron a las aristocracias emergentes autóctonas elementos que formaban parte de una serie de prácticas sociales propias de un selecto grupo de individuos de rango elevado, de acuerdo con un modelo mediterráneo: el modelo de aristocracia oriental, representado por un conjunto de objetos no necesarios, de alta calidad artesanal, que a partir del contacto colonial su difusión y uso testimoniarían la diferenciación social en la sociedad autóctona. Es decir, el intercambio mediante dones y contradones no puede separarse de las relaciones político-sociales. Los fenicios difundieron entre las élites autóctonas no sólo objetos, sino también el conjunto de prácticas sociales en que cobraban sentido tales bienes y, además, un modelo para establecer las condiciones ideológicas que daban coherencia al todo y que permitían la reproducción de una totalidad social. Estas prácticas sociales podemos rastrearlas en el registro arqueológico en un catálogo que se inicia en el aspecto personal, mediante la utilización de elementos para el tocado, como los ricos vestidos de púrpura, fíbulas, los aceites perfumados, los espejos de bronce y peines de marfil, y sobre todo las piezas de joyería en oro y plata para el tocado personal (Fernández Uriel, 2000: 273-275, Ramón, 1982, Culican, 1970, Jiménez Ávila, 2002: 303-304; De la Bandera, 1989; Perea, 1991; Perea y Armbruster, 1998). Los aristócratas fenicios extendieron entre la emergente aristocracia tartesia una nueva forma de vivir que reflejaba la de la realeza oriental y que se manifestaba en el lujo característico de las aristocracias orientalizantes arcaicas del Mediterráneo (Ampolo, 1984), un lujo que transformaba los ambientes habitados con la introducción de mobiliario delicado que incluía piezas de marfil y bronce, quizás como decoración de asientos, lechos, cajas y cofres (Gubel, 1987, Martín Ruiz, 2006, Aubet, 1979, 1980, Garrido y Orta, 1978: 184-186, Jiménez Ávila, 2002: 245-250). La celebración del banquete como expresión social entre las aristocracias orientalizantes del Sur ibérico, seguramente ya instituida en los siglos anteriores, como muestra el uso de ganchos y asadores para carne del Bronce Final, se extiende en el periodo colonial a través de una serie de objetos documentados en los contextos tartésicos, como los asadores de carne de bronce (Jiménez Ávila, 2002: 307-319), y otras piezas como los calderos y jarros de bronce, los llamados “braseros”, así como otros recipientes como bandejas y cazos (Jiménez Ávila, 2002: 37 ss., 105 ss., 139 ss.) Además del servicio de banquete se atestigua la introducción de alimentos específicos como el aceite de oliva o el vino envasados en las ánforas T.10 producidas en el Extremo Occidente fenicio, las ánforas orientales como las Sagona 6 y 7, y las ánforas de la Grecia del Este de distintas procedencias (Ramón, 1995; Cabrera, 2000). Estos envases eran acompañados por los vasos específicos para beber vino, tales como las copas trípode para beber vino especiado al estilo sirio, los vasos de samian ware, los cuencos carenados de barniz rojo y los escifos decorados fenicios se han puesto en relación con el consumo del vino (Botto, 2000: 65 ss., Briese y Docter, 1992).

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Como afirmábamos anteriormente la generalización de los contactos entre fenicios y autóctonos implicaría una mayor competición en la afirmación de los rangos y la diferenciación social dentro del propio grupo y frente a otros grupos, mediante un incremento de las alianzas políticas que reforzaran la propia posición. Es interesante señalar cómo los ajuares de algunas tumbas autóctonas de comienzos de la Edad del Hierro, como la de la Casa del Carpio en el área del Tajo, o la Aliseda, han sido interpretadas como las dotes de mujeres pertenecientes a linajes aristocráticos del área tartésica que habrían contraído matrimonio con miembros de las élites del interior de la Meseta con el fin de establecer alianzas políticas (Ruiz-Gálvez, 1992, Pereira, 2002: 278). Este contexto contribuiría a explicar la presencia de artesanos fenicios especializados al servicio de las aristocracias autóctonas para la obtención de objetos de prestigio para un intercambio de dones, ya de tipo competitivo, entre las elites autóctonas, lo cual contribuiría a la difusión de conocimientos y tecnologías, como por ejemplo la metalurgia de la plata y del hierro. Artesanos a los que quizá sea posible identificar por la existencia de talleres metalúrgicos y de orfebrería como en Peña Negra (González Prats, 1986: 294; Wagner, 1995b: 123, Izquierdo, 1997), así como por las inscripciones y graffiti fenicios hallados en asentamientos autóctonos, como en Peña Negra, Cerro Macareno, Huelva o Medellín (Mederos y Ruiz, 2001: 103 ss.). Un intercambio de servicios del que tenemos antecedentes en el Oriente fenicio, como atestiguan las relaciones entre Hiram I de Tiro y Salomón de Israel en la construcción del templo de Jerusalem (I Re, 5, 11). Pero además de satisfacer el deseo de obtener bienes de prestigio, la transmisión de tecnología y conocimientos tendría como resultado la aparición de especialistas y artesanos en las sociedades autóctonas y una creciente división social del trabajo que incidiría en la diferenciación y complejidad sociales, que caminarían desde la diferenciación social por sexo y edad básica hacia las relaciones de dependencia para con la aristocracia, en un proceso de consolidación de la diferenciación social por nacimiento, conformando linajes aristocráticos. El sugerente procedimiento propuesto por Ruiz, Molinos y Rísquez (2007: 115 ss.) para la consolidación de este cambio social consistiría en que los aristócratas o príncipes se apropiarían de los antepasados comunes del grupo parental para convertirlos en antepasados del propio linaje, apropiándose también de los espacios de culto público como lugares de culto del príncipe, disolviendo las diferencias entre el espacio público y el espacio doméstico masculino, de manera que la casa del aristócrata pasaría a ser el palacio para distinguirse de otros espacios domésticos familiares, reservados a mujeres y niños. Paralelamente, la conformación del oppidum como núcleo de habitación y de control del territorio y del grupo social por el aristócrata constituirían la expresión de los cambios sociales que se estaban produciendo protagonizados por la aristocracia orientalizante que expresa y reclama un carácter divino (Ruiz, Molinos y Rísquez, 2007: 116-17). Los túmulos tartésicos (Torres Ortiz, 1999), y en general el registro funerario protohistórico, constituyen una de nuestras principales fuentes de análisis de la sociedad de la época. Sobre todo, los túmulos excavados y estudiados con metodología moderna, como los de Las Cumbres (Ruiz Mata y Pérez, 1995b), Setefilla (Aubet, 1975, 1978) y Cerrillo Blanco de Porcuna (Torrecillas, 1985) reflejan por

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su carácter colectivo la base parental de la sociedad de comienzos de la Edad del Hierro, pero contienen ya rasgos socialmente diferenciadores como oportunamente se ha señalado (Aubet, Barceló y Delgado, 1996: 147-151, Torres Ortiz, 1999: 186-187), tales como la separación destacada de individuos o parejas en el interior de los túmulos con enterramientos colectivos, mediante cámaras y recintos específicos, a veces ocupando una posición central o el enterramiento de niños con ajuares diferenciadores, en un momento que podemos situar a mediados del siglo VIII a.C. o quizá algo antes. La apropiación del túmulo colectivo por parte de los aristócratas mediante la segregación de espacios privilegiados ha sido interpretada como una privatización de lo colectivo, en el ámbito funerario, similar al que se estaba produciendo en el ámbito social. La destrucción incluso de tumbas de antepasados colectivos para erigir la cámara privativa de los aristócratas o príncipes dentro del túmulo podría entenderse como la apropiación de los antepasados colectivos como propios y exclusivos del linaje aristocrático (Ruiz, Molinos y Rísquez, 2007: 121-124). La ruptura de la reciprocidad interna dentro del grupo social es el primer paso y la primera consecuencia del intercambio de dones agonístico, que hace que quienes aceptan dones de los individuos con rango, sin poder devolverlos, se conviertan en sus clientes (Godelier,1998: 89) o en sus siervos al crear lazos de obligación y deuda que podría devenir en tributo tras la eliminación del contra-don (Ruiz, Molinos y Rísquez, 2007: 116, 128). La separación de la producción de dichas aristocracias emergentes, el control de los recursos anteriormente colectivos y las prestaciones de trabajo de los miembros subordinados o dependientes de los grupos parentales, es decir, la explotación para la producción y acumulación de bienes destinados al intercambio colonial, serían las consecuencias de este proceso (Wagner, 1995: 117 ss.) La culminación de este proceso de definición de aristocracias principescas hereditarias la podemos observar, continuando con el registro funerario, en las ricas tumbas de la necrópolis onubense de La Joya (Garrido y Orta, 1978) datadas ya en el siglo VII a.C. que muestran una aristocracia o una realeza orientalizante, que ha asimilado las prácticas sociales de la realeza oriental y que se corresponde con la transmitida por Herodoto (I, 163) conformando una sociedad muy diferente de la de finales del siglo IX a.C.. Una sociedad que habría transformado ya muchos de los rasgos parentales en dirección a una sociedad de clases en cuya cúspide se sitúan los príncipes o reyes, de los que el modelo desde el punto de vista arqueológico mejor conservado lo constituyen los palacios de Cancho Roano o La Mata en Extremadura (Almagro Gorbea, Domínguez y López, 1990, Jiménez Ávila, 1997, 2009, Celestino, 2001b). Para la Alta Andalucía se ha propuesto, a partir de la interpretación de la tumba de cámara de Hornos de Peal, la existencia de una aristocracia heróica que se segrega ya definitivamente en la muerte, mediante tumbas con una pareja o tres individuos, en la segunda mitad del VI y comienzos del V a.C., en paralelo al proceso de urbanización (Ruiz, Molinos y Rísquez, 2007: 124 ss.) Sin embargo, los estudios funerarios no se corresponden con el conocimiento del mundo de los vivos, al menos en la Baja Andalucía y desgraciadamente no con el nivel de datos que contamos para la denominada “perifera tartésica”, es decir la Alta Andalucía y el Sureste, donde el proceso de formación de oppida es mejor conocido

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desde el punto de vista terriorial, aunque todo apunta a que en el área tartesica, la posterior Turdetania, la Alta Andalucía, Sureste y Levante se producirían procesos en la misma dirección, aunque con particularidades y ritmos regionales que la investigación establecerá sin duda. Los análisis antropológicos efectuados sobre los restos osteológicos de algunos enterramientos tubulares vienen a ofrecernos datos de primera mano sobre las condiciones de vida de estas poblaciones. Los estudios de los enterramientos de los túmulos A y B de Setefilla aprecian una corta esperanza de vida, 27 a 30 años para los varones y 20 años para las mujeres, con una mayor tasa de mortalidad de la población femenina, atribuida a causas relacionadas con embarazo y parto; es remarcable el hecho de que sólo 4 hombres y una mujer alcanzaran la edad madura. La mortalidad infantil es alta, sobre todo entre 0-1 y 2-6 años de edad, e incluso se ha sugerido la posible práctica del infanticidio sobre todo femenino. Los rasgos del conjunto poblacional nos informan de una cierta endogamia en una población con tendencia a la complexión grácil, baja estatura y fuerte musculatura, con una alimentación rica en hierro pero muy pobre en vitamina C (Aubet, 1995: 402-403). Si observamos el individuo masculino de la cámara funeraria de Hornos de Peal, aquejado de anemia nutricional debido a la escasez de carnes rojas consumidas, y con traumatismos ante mortem que tuvieron como consecuencia la pérdida de piezas dentarias (Trancho y Robledo, 2007), llama la atención el hecho de que estas aristocracias, a pesar de la importancia social y económica que les otorgamos en la moderna investigación, no pudieran sustraerse a las limitadas condiciones de vida de la época. Debemos referirnos a un elemento decisivo en las transformaciones de la sociedad autóctona como es la vinculación de la divinidad a la aristocracia y la legitimación de ésta a través de su carácter divino o mediador con la divinidad. Disponemos de algunos edificios tartesios interpretados como espacios sagrados autóctonos, datados en los siglos VII y VI a.C., como el santuario de Montemolín, interpretado como un centro sacrificial; el edificio sacro de Huelva, o los santuarios de Carmona y de Acebuchal, todos ellos situados en el área tartesia, a los que habría que sumar Cancho Roano en sus fases iniciales y La Muela en Cástulo, localizados ambos en las áreas periféricas a Tarteso. Los elementos sacros contenidos en estos edificios, como altares, cerámicas con decoración vegetal y zoomorfa, así como sus rasgos arquitectónicos singulares coinciden en su interpretación como edificios religiosos (Chaves y otros, 2000; Osuna y otros, 2001; De la Bandera, 2002; Belén y otros, 1997; Belén y Escacena, 1997; Celestino, 2001b; Blázquez, García-Gelabert y López Pardo, 1985). Asimismo, objetos producto de las relaciones con los fenicios, como los thymiateria, tienen un claro componente sagrado y posiblemente se situarían en el sancta sanctorum de los templos, junto a las imágenes de las divinidades, además de ejercer otras funciones relacionadas con la representación del carácter sagrado de la realeza (Jiménez Avila, 2002: 211; De la Bandera y Ferrer, 1994: 58 ss.). La presencia de estos objetos en las tumbas, como en La Joya o Cástulo hace referencia a las funciones cultuales de los aristócratas y a su relación con las divinidades, que los transporta a un plano superior, sobrehumano, y por tanto legitimador de la diferencia social. Así pues, los santuarios autóctonos contribuirían a definir esta nueva dimensión social que va estrechamente relacionada con la consolidación de una clase aristocrática no productora, empleada en el ejercicio del poder y de las funciones religiosas, que

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controlaría ya una parte de la producción y del excedente y que se lo apropiaría para sí. Por último, el desarrollo de una escritura propia, la escritura tartesia (De Hoz 1989: 545 ss., 2005) constituye uno de los testimonios de la terminación del proceso de diferenciación social, a la vez que constituye la expresión más sintética de la diferenciación social, haciendo posible la transmisión de la memoria, de los saberes y de los misterios de la reproducción de la sociedad.

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