La sexualidad del vino en la \"Razón Feita D\'Amor\"

July 13, 2017 | Autor: David Pujante | Categoría: Edad Media, SIMBOLISMO, Vino
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Descripción

LA SEXUALIDAD DEL VINO EN LA RAZÓN FEITA D’ AMOR

David Pujante

(Fragmenta. Revista de Poesía. Número V, 2015. Número especial dedicado al vino. Patrocinado por FENAVIN)

Hay un texto de la literatura española del siglo XIII que me parece especialmente lírico y de una extraña hermosura en una época (comienzos del XIII) en que los textos castellanos (o de la coiné que lo incluye) eran de gran tosquedad, hoy sólo capaces de entusiasmar a los filólogos, pero sin duda no a los lectores. Me refiero a la Razón feita d’amor con los denuestos del agua y el vino.

Se ha controvertido mucho sobre la unidad de esta composición. Al sabio y fino Leo Spitzer le debemos la defensa de que ciertamente la hay, y lo hace atendiendo a un simbolismo único y unitario que tiene como base que el agua es símbolo del amor puro en este poema, mientras que el vino lo es del amor carnal, del deseo sexual. Será la paloma, como símbolo de Venus, y que aparece en el nexo de la Razón con los denuestos, la que hará que los dos principios se mezclen: la copa de agua cae sobre la de vino por su torpe (o quizás no tanto) aleteo. “Ela que quiso exir festino, / vertios’ el agua sobrel uino” (vv. 154-155). Y entonces comienza el debate, que debemos, por tanto, entenderlo como la lucha entre los ideales del amor espiritual y las necesidades sexuales del amor carnal.

¿Cómo conseguir que se aúnen, y que se equilibre esta erótica de contrarios? Sólo dando nobleza y esplendor a ambos. Pero esa unión de contrarios no es fácil. Para constatarlo sólo hemos de recurrir a un sencillo recorrido por la historia cultural de Occidente, donde el eros idealizado ha mantenido encarnizada lucha con el eros carnal. Amor sacro, amor profano: resumen en un lienzo de Tiziano de la Galleria Borghese. El marco trovadoresco en el que se inscribe toda la primera parte de la Razón de amor es igualmente un marco de lucha entre los dos principios y de intento de equilibrio entre el espíritu y la carne, dando nobleza a esta última. El ejemplo por excelencia es la historia

de Tristán e Isolda, el paradigma para Rougemont del amor-pasión que alentará ya siempre en cualquier novela amorosa posterior.

El agua sacia la sed del amor, pero el vino enciende las ansias del sexo. ¿Cómo negar el impulso sexual que nos mantiene, como generación continuada en este mundo, a los humanos? Precisamente en el inmediato momento de reconstitución de la humanidad tras el diluvio universal, aparece el vino: Noé, que planta la primera viña. Es el símbolo del sexo que hace renacer la nueva humanidad. Y aparece asociado una vez más, en la tradición semítica, a la vergüenza. Dos de los hijos cubren la desnudez del padre embriagado, mientras el otro es maldecido por reírse de su borrachera.

Si leemos los denuestos que siguen a la escena cortesana—la del huerto amoroso, en una cálida siesta, con el enfebrecido ensueño del caballero que ve dos copas, una de agua, otra de vino, en lo alto de un manzano, copas que mezcla la paloma que es símbolo de Venus— ahora los improperios hay que entenderlos como la lucha entre los encontrados modos del amor. El amor espiritual, representado por el agua, destempla y debilita los impulsos carnales; así que le achaca el vino: “que quando te legas a buen bino / fazeslo feble e mesquino” (vv. 162-163). Cuando el agua se une al vino, lo debilita. La pasión más fuerte es la que se muestra exenta de melindres amorosos. Pero el agua, a su vez, puede reprocharle al vino lo desnortada que la pasión puede ser, cómo deviene en locura: “bien sabemos que recabdo dades / en la cabeça do entrades” (vv. 17-171). El agua sabe de los excesos de la pasión, y por eso insiste en decirle al vino (símbolo del amor pasional) que sólo el amor espiritual pone en su punto la relación amorosa, que, de otro modo, ardería, se consumiría (como es el ejemplo de tantas parejas del amor pasional que ha ofrecido la literatura). En este extraño texto de la literatura castellana de comienzos del siglo XIII, se ejemplifica el elemento tanático en la quema de cepas, que puede impedir, sin embargo, una lluvia oportuna: “que grant tiempo a que uestra madre serye arduda / si non fusse por mj aiuda” (vv. 193-194). La “madre” del vino, el núcleo de la pasión simbólicamente hablando, habría ardido hace tiempo hasta extinguirse si el agua no hubiera llovido a tiempo del cielo.

Parece difícil que este enfrentamiento dialéctico acabe en síntesis. Y si algún remedio parece encontrarse es el de la mística transmutación del amor carnal. Parece una premonición de tanto amor divinal que tendremos en nuestra tradición mística 2

posterior, ardida en simbología carnal, este verso con el que parece darse por cerrada la disputa: “de mi fazen el cuerpo de Iesu Cristo” (v. 244). El vino simboliza la sangre de Cristo. Ciertamente de lo más pasional sale lo más espiritual. Y una vez más la tradición de las beguinas o de Santa Teresa atravesada por el dardo angelical, o la mecha del Cantar de los Cantares haciendo estallar el Llibre d’Amic e Amat de Llull o el Canto espiritual de Juan de la Cruz, son corroboraciones sorprendentes y grandiosas.

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