La semiótica de la cultura. Hacia una modelización sistémica de los procesos semiósicos

July 3, 2017 | Autor: Mirko Lampis | Categoría: Semiotics, Semiotics Of Culture, Pensamiento Complejo, Pensamiento sistémico, Lotman
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Entretextos

Nº 14-15-16 2009/2010 Revista Electrónica Semestral de Estudios Semióticos de la Cultura ISBN 1696-7351 hhtp://www.ugr.es/local/mcaceres/entretextos.htm

LA SEMIÓTICA DE LA CULTURA: HACIA UNA MODELIZACIÓN SISTÉMICA DE LOS PROCESOS SEMIÓSICOS 1 MIRKO LAMPIS

1. El pensamiento sistémico Con esta fórmula, pensamiento sistémico, solemos indicar un tipo específico de actividad epistémico-crítica, una determinada manera de investigar e interrogar los procesos del conocimiento, la conformación de la realidad y el funcionamiento y los fundamentos de ese conjunto de prácticas cognoscitivas y objetivadoras que comúnmente llamamos “ciencia”. Sus modalidades explicativas fundamentales, sus principales procedimientos y recorridos interpretativos, responden a los siguientes criterios generales: — la dimensión sistémica, holística o ecológica de los fenómenos observados: cuando hablamos de sistemas integrados (es decir, conjuntos organizados de elementos que interactúan con más intensidad o frecuencia entre sí que con lo que los rodea), hay que asumir que la totalidad no equivale nunca a la simple suma de sus partes y que estas partes, si es que se admite su existencia autónoma, se vuelven cualitativamente nuevas cuando entran en las dinámicas de la totalidad; en consecuencia, para entender cuáles son y cómo funcionan los elementos que conforman un sistema, es necesario entender su operar, participar e interactuar en el sistema mismo; todo sistema, además, en tanto que unidad integrada, sólo resulta comprensible si se considera su operar e interactuar como elemento de un dominio sistémico mayor (en este sentido, el pensamiento sistémico es profundamente anti-reduccionista); — la dimensión relacional: el pensamiento sistémico desplaza la atención de los objetos y conjuntos de objetos a las relaciones (e interacciones) que los conforman, unen y diferencian; en primer lugar, los objetos participan en redes de relaciones (existen, toman forma y cobran relevancia únicamente a partir de 1

Este trabajo se publica por primera vez en Entretextos.

Dirección y edición: Manuel Cáceres Sánchez · Universidad de Granada · Facultad de Filosofía y Letras · Departamento de Lingüística General y Teoría de la Literatura · Campus de Cartuja, s/n · 18071-Granada (España) · [email protected]

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sus dinámicas relacionales); en segundo lugar, los objetos son redes de relaciones cuyas fronteras (cuya identificación) varían en función de las relaciones consideradas; lo que identifica a cualquier objeto y a cualquier sistema de objetos es, en otros términos, un patrón relacional que participa o se inserta en una red más extensa de relaciones; cobra especial relevancia, en esta óptica, la noción de frontera (o límite, o interfase), el conjunto de las estructuras y procesos que, siendo parte integral del sistema, lo separan de su red operacional y a la vez lo conectan a ella; así pues, todo sistema se instituye como unidad integrada —operacionalmente clausurada (Maturana y Varela, 1984)— y como parte integrante de un dominio sistémico mayor; — la organización: el patrón o la configuración de relaciones internas que identifica a un sistema constituye la organización de aquel sistema; aunque las dos nociones de organización y de estructura sean indisociables (no hay estructura sin organización, ni organización sin estructura), el pensamiento sistémico prefiere a la primera en cuanto es esta la que designa al conjunto de relaciones fundamentales sin las que el sistema no existiría o no se reconocería como tal; la noción de estructura, en cambio, “sólo” remite al conjunto de componentes físicos que con sus interacciones realizan la organización, componentes que pueden (y a veces, incluso, deben) variar a fin de que la organización siga existiendo (a fin de que el sistema perdure en el tiempo); — la procesualidad: los sistemas no son hechos autónomos e inmutables, sino redes integradas que derivan (cambian) en el tiempo mientras interaccionan con entornos operacionales también cambiantes; son, en otros términos, procesos históricos en los que, por un lado, varían las redes relacionales y las estructuras que en ellos participan y, por otro, se perpetúan aquellos patrones relacionales indispensables para la conservación de la organización que identifica al sistema (cuando estos patrones desaparecen, el sistema, entendido como unidad, deja de existir); — el dinamismo: si definimos como dimensión estática de un sistema la configuración sincrónica de uno de sus estados (independientemente de su devenir), y como dimensión dinámica el proceso diacrónico de transición de un estado a otro (en el transcurso de su devenir), veremos cómo el pensamiento sistémico se ocupa principalmente de problemas relacionados con esta última dimensión; desde una perspectiva sistémica, lo más importante es entender por qué el sistema cambia, cómo deriva y, si existen invariantes, por qué estas se conservan en el cambio; — la causalidad circular: en un sistema integrado los procesos causales no son casi nunca directos y unidireccionales, sino que se mueven en múltiples direcciones, se retroalimentan constantemente 2 , vuelven sobre sí mismos, se 2 La noción de retroalimentación (feedback) es uno de los grandes legados teóricos de la cibernética. En el ámbito de la cibernética clásica, sin embargo, se estudiaron casi

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cruzan y solapan, de modo que con frecuencia conforman un intrincado complejo sincrónico (aunque no necesariamente armónico) de relaciones causales circulares (o circuitales, o autorreferentes); es de este complejo causal que depende, en última instancia, tanto la autorregulación del sistema como su deriva estructural en el tiempo; — la emergencia: los sistemas integrados suelen manifestar propiedades que ninguna de sus partes posee por sí sola, propiedades que emergen de la organización global del sistema mismo, del conjunto de interacciones estructurales y causales que ligan el operar de sus microcomponentes en pautas extensas de macroactividad; una propiedad emergente es, en otros términos, el resultado de las pautas relacionales que rigen el funcionamiento del sistema en el proceso de su organización 3 ; — la complejidad: los sistemas integrados son, a menudo, sistemas de tipo complejo; se puede decir, esquemáticamente, que esta clase de complejidad sistémica implica: 1) heterogeneidad: en el sistema participan diversas redes y sub-redes integradas, variamente interconectadas y con diferentes modalidades de deriva; 2) flexibilidad: las interconexiones y estructuras del sistema pueden variar a fin de conservar el equilibrio global del conjunto, su homeostasis, cierta invariancia relacional sin la que la organización del sistema no se realizaría; 3) imprevisibilidad: el comportamiento del sistema es sustancialmente imprevisible, y por lo tanto no-computable o no-formalizable; esta imprevisibilidad no se debe sólo a la práctica imposibilidad de conocer toda las variables en juego y el desarrollo de múltiples procesos causales en los que la mínima diferencia en las condiciones iniciales puede conllevar diferencias macroscópicas en los resultados finales —la complejidad es no-lineal y caótica—, sino que también existe, en las dinámicas del sistema, una

exclusivamente los procesos de retroalimentación negativa, es decir, aquellos en los que la actividad del sistema influye en (retroalimenta) el funcionamiento del sistema mismo mientras no se alcancen determinadas condiciones internas (así en las máquinas autorreguladas y así en el sistema nervioso de los animales). Pero en las últimas décadas ha venido despertado un gran interés también la noción de retroalimentación positiva: los efectos de un proceso se propagan hasta potenciar el proceso mismo, generando un bucle causal autoalimentado que altera el estado del sistema hasta alcanzar un nuevo equilibrio global (así en muchos sistemas físicos, químicos y biológicos alejados de las condiciones de equilibrio, incluidos los procesos reorganizativos que comportaron la emergencia de la vida y la deriva de los seres vivos). 3 A veces, como ejemplos de fenómenos emergentes, se proponen el calor o la solidez de los cuerpos. No me parece totalmente correcto. Propiedades como el calor o la solidez son sí propiedades de alto nivel causadas por interacciones microscópicas (interacciones y movimiento moleculares), pero pueden ser reducidas completamente a tales interacciones y a sus efectos en nuestro dominio operacional. La emergencia, en cambio, comporta la formación de propiedades sistémicas que no se pueden reducir linealmente a ninguna clase específica de microrelaciones: ejemplos de fenómenos emergentes serían, en este sentido, la vida, la conciencia o la semiosis. 3/23

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indeterminación de fondo debida a la presencia-ausencia o distribución aleatoria de ciertos elementos o relaciones; — el relativismo epistémico: si aceptamos que todo conocimiento depende de (está determinado por) la organización de la estructura que conoce, debemos concluir que lo conocido nunca es independiente de lo que es y de lo que hace el sujeto cognoscente (Maturana, 1996); la propia distinción entre las nociones de ser, conocer y hacer se vuelve cuestionable, así como se tambalea toda distinción ontológica fuerte entre sujeto cognoscente y realidad conocida; consideremos el caso de la visión: esta no consiste en percibir con los ojos y grabar en el cerebro el mundo exterior, ni tampoco en crear a este mundo motu proprio y ex nihilo; la visión es, más bien, una relación operacional entre un organismo cognoscente (un sistema vivo) y su dominio de existencia (un entorno sumamente perturbador, pero sólo en conformidad con la propia organización cognoscitiva del organismo), relación que depende de un largo proceso (filogénico, y también ontogénico) de deriva estructural e interaccional; el pensamiento sistémico se opone, en suma, tanto a la perspectiva objetivista (o “realista”) como a la perspectiva sujetivista (o “idealista”); según la primera, la estructura cognoscente capta y manipula estímulos y señales procedentes de un entorno preexistente e independiente de lo que ella hace; según la segunda, la realidad percibida es una creación autónoma de la estructura cognoscente, la cual está totalmente encerrada en sí misma; el pensamiento sistémico abraza, en cambio, una perspectiva relativista (o dialéctica, o enactiva) y defiende que el sujeto cognoscente y la realidad conocida sólo existen y se codeterminan en una historia de mutua interacción, de mutuo acoplamiento (Varela, 1988; Lewontin, 1998). Pues bien, todos las modalidades explicativas ahora mencionadas han marcado y siguen marcando, según señala el físico Fritjof Capra (1996), la labor de muchos científicos en diferentes áreas de investigación: la ecología, la psicología (desde la psicología de la gestalt hasta la moderna psicología sistémica), la física cuántica, la cibernética (N. Wiener, G. Bateson), la teoría general de sistemas (L. von Bertalanffy), la teoría Gaia (J. Lovelock, L. Margulis), la física de las estructuras disipativas (I. Prigogine), las matemáticas de la complejidad y la biología del conocimiento (H. Maturana). Lista a la que también podemos añadir la neurobiología (W. J. Freeman, G. M. Edelman), la filosofía de la mente (J. Searle), la biología evolutiva (S. J. Gould, R. C. Lewontin, F. Varela), la Inteligencia Artificial (R. Brooks) y, naturalmente, los estudios literarios y culturales (M. M. Bajtín, I. Even-Zohar, P. Lévy). 2. El pensamiento sistémico y la semiótica En cuanto a estos últimos, es necesario diferenciar debidamente la noción de sistema, tal y como se concibe en el ámbito del pensamiento sistémico, de la noción de sistema de procedencia estructuralista. Como es 4/23

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sabido, ya en la obra fundacional de Saussure, y después en Hjelmslev y Greimas, la noción de sistema designa una totalidad cuyos elementos constitutivos se definen mutuamente, esto es, donde cada elemento se define negativamente por lo que no es a partir de un conjunto estructurado de relaciones diferenciales y opositivas, de modo que “el establecimiento (la producción y/o el reconocimiento) de las relaciones y de las redes relacionales es el que funda los objetos y los universos semióticos” (Greimas y Courtés, 1979: 339). Esta conclusión resultaría perfectamente congruente con la moderna perspectiva sistémica si no fuera por el hecho de que en el ámbito estructuralista las redes relacionales se conciben (a menudo) como sistemas aislados, rígidos y sin una verdadera dimensión histórica (aunque el sistema cambie en el tiempo e intercambie elementos con el espacio externo, estos procesos no resultan pertinentes a fin de explicar la estructura y el funcionamiento del sistema en un momento dado). El sistema, en la perspectiva del estructuralismo de derivación saussureana, se resuelve en una construcción lógico-formal de elementos y relaciones atómicas organizadas en estructuras sincrónicas de tipo opositivo y coimplicativo, y es esta construcción, precisamente, lo que garantiza el rigor científico del análsis destinado a explicar el funcionamiento semiótico del material examinado. La práctica científica defendida por Saussure, Hjelmslev y Greimas es, en suma, de tipo reduccionista: el sistema se reduce a un conjunto de elementos pertinentes y de relaciones estructuradas. Y esto es posible porque la parole, el dominio de las concreciones textuales, heterogéneas, contradictorias, en continua evolución, no es más que la manifestación superficial de una estructura profunda más estable, la langue, el sistema sincrónico y ordenado de las relaciones opositivas fundamentales. Hacer ciencia es, precisamente, reducir la parole a la langue, explicar la parole con la langue. Es interesante, en esta óptica, lo que escriben Greimas y Courtés en la entrada “reduccionismo” de su diccionario: La semiótica rehúye explicar todo el material estudiado, todos sus componentes, pues sólo retiene lo que es pertinente al objeto que ella se da; en cuanto a la percepción “totalizante”, a la “plenitud”, estas no conciernen a una investigación científica (de naturaleza analítica), estando como están situadas del lado de las síntesis interpretativas de las que – lo reconocemos de buen grado – la necesidad se hace sentir paralelamente. (Greimas y Courtés, 1979: 334)

Estoy convencido de que es precisamente esta necesidad de una “percepción totalizante”, de una “síntesis interpretativa”, lo que en último término motiva la existencia del enfoque sistémico; no se trata, sin embargo, de proscribir los métodos analíticos —la individuación de partes relevantes, relaciones fundamentales y procesos causales “ascendentes” en los sistemas observados—, sino de ensanchar el análisis en una perspectiva crítica más 5/23

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amplia, más abarcadora (y, por qué no, transdiscipinaria), y recordar en todo momento que partes y relaciones no existen independientemente de los sistemas que integran, que estos sistemas son entidades históricas en continuo devenir —a menudo redes de redes complejamente interconectadas, nunca aisladas, raramente homogéneas— y que el propio proceso de observación y descripción, con todas sus circunstancias, nunca es neutral y nunca es definitivo. Recordaremos, de paso, que Even-Zohar, autor de una de las teorías literaturológicas y culturológicas más programáticamente sistémicas y autor, asimismo, profundamente influido por la semiótica eslava (y, naturalmente, por la semiótica de la Escuela de Tartu-Moscú), señala explícitamente la necesidad de distinguir la teoría sistémica de tipo estático propia del estructuralismo de la teoría sistémica dinámica que él defiende y que propone llamar, a fin de evitar cualquier ambigüedad terminológica, teoría de los polisistemas. Según Even-Zohar, el primer paso de un tipo de teoría sistémica a otro, en el mundo de los estudios literarios, se dio con la obra de los formalistas rusos. Fueron estos quienes empezaron a concebir la literatura no como catálogo o depósito histórico de obras individuales, sino como un sistema dinámico dotado de una organización inmanente, de unas leyes internas que lo definen y modifican en el tiempo, siendo la obra literaria precisamente aquella obra concebida a partir de, y proyectada hacia, el sistema literario; a los formalistas también se deben los primeros estudios sistémicos dedicados a los procesos dinámicos en literatura, procesos como la dialéctica centro/periferia de Tyniánov o la dialéctica estratos canonizados/estratos no-canonizados de Shklovski (EvenZohar, 1990). Naturalmente, en esta perspectiva, también es preciso recordar a Bajtín, cuyas nociones de diálogo y polifonía (y la consiguiente noción de intertextualidad) apuntan con claridad a una concepción sistémica de los mecanismos y procesos literarios. 3. El pensamiento sistémico y la semiótica de Lotman Tanto la obra de los formalistas rusos como la de los estructuralistas franceses y checos desempeñaron un papel importante en la formación semiótica de Iuri Lotman 4 ; simplificando, se puede decir que Lotman heredó, de los estructuralistas (Saussure, Lévi-Strauss, Jakobson, Mukařovsky) la propia noción de sistema en tanto que conjunto estructurado de relaciones constitutivas y de elementos funcionalmente interdependientes, mientras que de la tradición intelectual a él más cercana le venía el interés por los procesos dinámicos en literatura (Shklovski, Tyniánov), por la naturaleza heterogénea de la obra de Cabe señalar aquí la fuerte continuidad teórica existente entre el estructuralismo checo y el formalismo soviético. La noción de sistema en Tyniánov ya prefigura la noción de estructura en Mukařovsky, ni hace falta recordar que Jakobson fue un destacado representante de ambas corrientes (Fokkema e Ibsch, 1992).

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arte (Bajtín) y por la circulación “trans-textual” de códigos y temas culturales (Propp). A esto hay que añadir la constante atención que Lotman dedicó a otras disciplinas y teorías científicas en las que también se hacía patente el planteamiento sistémico: la cibernética 5 , la física cuántica, los estudios sobre la asimetría cerebral, la noción de biosfera de Vernadsky (uno de los pioneros de la ecología y, por ende, del pensamiento sistémico) y, por último, la obra de Prigogine sobre los sistemas alejados de las condiciones de equilibrio y sobre los factores casuales que intervienen en sus dinámicas de cambio (véase Salvestroni, 1985, y Cáceres, 2007). Así pues, si en las descripciones y análisis de Lotman el lenguaje siguió siendo, en último término, el del estructuralismo y también, en cierta etapa, el de la teoría de la información (algo normal, dado el éxito de estas disciplinas y de sus metalenguajes), su planteamiento teórico y sus objetivos adquirieron pronto una nueva y personalísima dimensión. También las idiosincrasias o la falta de precisión terminológica por la que veces hoy se le critica se pueden reinterpretar a la luz de sus muchos intereses e inquietudes intelectuales, sus comparaciones interdisciplinarias, su voluntad de replantear y abrir caminos; la idea que se vislumbra es que en el propio quehacer intelectual de Lotman se refleja una de sus enseñanzas más trascendentes: de una traducción imperfecta, del enfrentamiento de dos o más lenguajes diferentes, pueden nacer nuevas informaciones, nuevas posibilidades cognoscitivas. El pensamiento sistémico aparece temprano en la obra (y en la vida) de Lotman, haciéndose patente ya en los años setenta, es decir, durante su etapa más “estructuralista”. Léase la siguiente cita, de 1970: Es preciso partir de la premisa de que toda actividad del hombre dirigida a la elaboración, intercambio y conservación de la información mediante signos posee una precisa unidad. Los diferentes sistemas de signos, aun presentando estructuras y organizaciones inmanentes, sólo funcionan en unidad, apoyándose unos en otros. Ningún sistema sígnico dispone de un mecanismo que le garantice funcionar de manera aislada. De esto se desprende que, junto a un enfoque de investigación que nos permite construir una serie de ciencias del ciclo semiótico relativamente autónomas, también es admisible otro enfoque en el que todas estas ciencias analizan aspectos concretos de una semiótica de la cultura, ciencia de la correlación

Junto a la cibernética también hay que señalar la teoría de la información. Aún en los años sesenta, una de las cuestiones más importantes para los estudios literaturológicos era el reconocimiento de su estatus científico: los formalismos matemáticos (cuantitativos, estadísticos) y el lenguaje de la teoría de la información parecieron ofrecer un método que, por rigor y prestigio, reforzaría dicho estatus.

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funcional de los diferentes sistemas de signos. (Lotman, 1970: 103; la traducción al español de la versión italiana consultada es mía, ML) 6

Son ideas que llevaron a la consolidación de una nueva manera de entender la semiótica y al establecimiento de una nuevo campo de estudios, la semiótica de la cultura, precisamente, “disciplina que examina la interacción de sistemas semióticos diversamente estructurados, la no uniformidad interna del espacio semiótico, la necesidad del poliglotismo cultural y semiótico”, según otra reveladora definición lotmaniana, algo más tardía (Lotman, 1981: 78). Aunque el seguimiento en clave sistémica de la historia y del alcance de estas ideas necesitaría más tiempo y más espacio de los que podemos ahora dedicarle, existen algunos enlaces teóricos particularmente consistentes que ejemplifican con evidencia e inmediatez, en mi opinión, la conexión existente entre pensamiento sistémico y semiótica de la cultura. Veámoslos más de cerca. 4. La semiosfera En el breve pero fundamental artículo Acerca de la semiosfera (Lotman, 1984), hallamos una clara y elegante formulación del principio fundamental mismo del pensamiento sistémico: el todo es más que la suma de sus partes. Lotman empieza este texto señalando la existencia de una fuerte actitud reduccionista tanto en la semiótica que se remonta a las teorías de Peirce y Morris como en la semiótica estructural de Saussure y de la Escuela de Praga 7 . Esta actitud, por otra parte, responde a un principio científico más general (base del pensamiento positivista): lo complejo se puede explicar sólo a partir de lo simple y los objetos complejos, por lo tanto, se deben reducir a una suma de objetos simples. Pero la investigación, sigue Lotman, ha revelado que también existe otro camino: Como ahora podemos suponer, no existen por sí solos en forma aislada sistemas precisos y funcionalmente unívocos que funcionan realmente. La separación de estos está condicionada únicamente por una necesidad heurística. Tomado por separado, ninguno de ellos tiene, en realidad, Cabe señalar que este párrafo también abre, prácticamente inmutado, el importante manifiesto colectivo Tesis para el estudio semiótico de las culturas (Lotman et alii, 1973). 7 Lotman señala que en el ámbito estructuralista se considera como primario el acto comunicacional aislado, el intercambio de un mensaje entre un destinador y un destinatario (una tendencia que también podemos extender al generativismo, al pragmatismo y al cognitivismo). En cuanto a la semiótica que se remonta a Peirce y Morris, Lotman observa que en este caso se toma como base el signo aislado, siendo toda construcción semiótica una cadena o secuencia de signos. Habría que matizar esta afirmación, por lo menos en lo que se refiere a los propios Morris y Peirce. En su semiótica, ciertamente, el signo es nuclear, pero se inserta (y casi se disuelve) en un proceso unitario que se desarrolla de manera ininterrumpida, la semiosis. Es sólo a partir del análisis y descripción de la semiosis que se deriva cualquier taxonomía de constituyentes sígnicos (p. ej., Objeto, Representamen, Interpretante), de relaciones sígnicas (p. ej., índices, iconos y símbolos) o de categorías sígnicas (p. ej., sintaxis, semántica y pragmática). 6

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capacidad de trabajar. Sólo funcionan estando sumergidos en un continuum semiótico, completamente ocupado por formaciones semióticas de diversos tipos y que se hallan en diversos niveles de organización. A este continuum, por analogía con el concepto de biosfera introducido por I. V. Vernadski, lo llamamos semiosfera. (Lotman, 1984: 22)

Ya la noción de cultura había adquirido, en Lotman, las características de una noción primaria: la cultura es la cantidad total de información no hereditaria producida, conservada (en diferentes soportes materiales) y transmitida por una colectividad humana, de individuo a individuo, de generación en generación; es, en otros términos, el dominio de los procesos de memoria (y olvido), comunicación y creación de los textos a través de los que una sociedad opera y se define en el mundo. Diremos, por tanto, que todos los procesos de tipo cultural —desde el aprendizaje y la enseñanza de las conductas viables en los dominios sociales de pertenencia, pasando por el reconocimiento, la interpretación y la creación de los textos pertinentes en dichos dominios, hasta la formación de sistemas estables de control como el canon o el mercado— conforman una compleja red de relaciones integradas que globalmente definen los dominios de significado en los que los sujetos semióticos se forman y operan y a los que los sujetos semióticos contribuyen (ratificándolos, rectificándolos) con su propio operar. Pero el término cultura con frecuencia también designa ciertos amplios conjuntos de manifestaciones sociales altamente codificadas y estandarizadas; estos conjuntos se suelen clasificar según diferentes tipos de rasgos distintivos: étnicos o nacionales (cultura italiana, nepalí, tuareg, etc.), geopolíticos (cultura occidental, oriental, meridional, etc.), geográficos o ambientales (cultura mediterránea, andina, de la estepa, etc.), lingüísticos (cultura anglófona, francófona, hispanófona, etc.), históricos (cultura clásica, medieval, contemporánea, etc.), tecnológicos (cultura de la piedra, del acero, cultura digital, etc.) o rasgos relativos a movimientos ideológicos de gran alcance, sean estos de tipo filosófico-estético (cultura romántica, vanguardista, punk, etc.), político (cultura aristocrática, democrática, anárquica, etc.), económico (cultura feudal, capitalista, liberal, etc.) o religioso (cultura cristiana, musulmana, taoísta, etc.). A veces las fronteras de estos conjuntos están bien delimitadas (en el espacio o en el tiempo), otras veces el límite entre “dos culturas” se vuelve particularmente borroso, o movedizo, pero no es esta la cuestión más importante. Desde la perspectiva de la semiótica de la cultura, lo prioritario es investigar cómo funciona y deriva la cultura en tanto que proceso organizador —“generador de estructuralidad”, según escribieron Lotman y Uspenski (1971)— y en tanto que macro-sistema semiótico. Es preciso notar que en Lotman las nociones de texto, sistema semiótico y cultura presentan importantes afinidades (en términos lotmanianos, son 9/23

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funcionalmente homeomorfas): se trata de construcciones semióticas delimitadas (para existir, deben diferenciarse de lo que las rodea), estructuralmente heterogéneas (incluyen al menos dos lenguajes modelizantes) y necesariamentre relacionales (no pueden funcionar de manera aislada). En esta óptica, la noción de semiosfera no representa sino el último eslabón de la cadena: la semiosfera es el dominio cerrado (operacionalmente clausurado 8 ) y no-homogéneo de los fenómenos semiósicos, el espacio semiótico global, “fuera del cual es imposible la existencia misma de la semiosis” (Lotman, 1984: 24). Así pues, también la semiosfera se constituye como una “individualidad semiótica” que presenta cierta “homogeneidad” —una organización que la identifica y le confiere unidad— y un carácter delimitado —sus fronteras son la suma de los “filtros bilingües” que traducen los textos alosemióticos (procedentes de los “otros”) y los no-textos (textos aún no organizados) a algunos de sus lenguajes internos. Sin embargo, al lado de los procesos que aumentan su estabilidad (consolidación de las fronteras, mecanismos de traducción y de autodescripción), la semiosfera también conserva una fuerte heterogeneidad estructural (semio-diversidad), ya que en ella operan y circulan múltiples lenguajes modelizantes y procesos textuales sólo parcialmente traducibles los unos a los otros y con diferentes ritmos de cambio, lo que refuerza la flexibilidad del sistema y sus posibilidades de deriva en el tiempo. La semiosfera es, en suma, el dominio de todos los procesos de significación y de todas las concretizaciones (estructuras) significantes, materiales y sociales, que conforman y regulan (organizan) la vida y el devenir de una colectividad humana, incluyendo las complejas relaciones dialécticas que conectan la cultura de esta colectividad con las demás culturas (el alius, en la terminología de Sonesson, 2005) y con el espacio extra-cultural (el alter). Es, por consiguiente, también el espacio-tiempo de todos los procesos semióticos, textuales y culturales históricamente dados, el espacio-tiempo de todo lo que significa y puede significar, dominio cuyos límites se expanden en la medida en que se relacionan las diferentes culturas y se semiotizan nuevos aspectos de Si tomo prestada de Maturana y Varela la fórmula de clausura operacional, es porque estoy convencido de que esta expresa muy bien el tipo de “cierre estructural” que según Lotman caracteriza a los sistemas semióticos. En opinión de los propios Maturana y Varela (1984), todos los sistemas sociales (y el sistema cultural como un caso particular de sistema social) se constituyen como unidades autopoiéticas de tercer orden (siendo las unidades de primer orden las células y las de segundo orden los organismos pluricelulares); una unidad autopoiética es un sistema organizado como una red relacional que produce sus propios componentes y que opera conservando cierto equilibrio global (ciertas relaciones invariantes) en contra tanto de las fluctuaciones internas como de las perturbaciones externas; está operacionalmente clausurada porque todo lo que hace depende de las relaciones que se establecen entre sus componentes y porque cualquier cambio en estas relaciones, aun cuando lo desencadena alguna perturbación externa, está completamente determinado por su estructura. 8

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nuestros ámbitos físicos, biológicos y sociales de existencia. Lo cual, por otra parte, significa que sus límites también pueden encogerse si se destruye el diálogo intercultural (intertextual) y se estanca o dificulta la búsqueda y la emergencia de nuevos significados. 5. La heterogeneidad semiótica En el ámbito de los estudios culturales de enfoque cognitivista, se suele señalar que a menudo, en antropología y sociología, la noción de cultura responde a una concepción demasiado rígida y monolítica de las relaciones interpersonales, como si la cultura fuese un bloque unitario y homogéneo con fronteras y estructuras compactas y bien delimitadas. En contra de esta concepción, los cognitivistas sostienen que lo que llamamos cultura no es, en realidad, sino el espacio de difusión estadística (o “epidemiológica”) de determinadas actitudes conductuales y cognoscitivas individuales (las cuales dependen de especificaciones biológicas innatas). En semiótica, sin embargo, concebimos el sistema cultural como una red integrada de relaciones semiósicas, red en la que los sujetos humanos no sólo son sujetos-agente (las personas hacen a la cultura con su actividad, sus elecciones, sus preferencias, su creatividad, etc.), sino también sujetos-resultado (la cultura hace a las personas: el individuo aprende a ser —se estructura y se integra— en un sistema cultural y esto comporta su participación en pautas extensas de actividad que modifican y determinan su propio operar). La cultura, además, dista de ser rígida o monolítica, ya que uno de sus rasgos característicos es, precisamente, la heterogeneidad semiótica, la presencia de múltiples redes y sub-redes relacionales (y significacionales) diversamente integradas e interconectadas y con diferentes dinámicas de deriva. La no homogeneidad es, en opinión de Lotman, una de las dos características fundamentales de cualquier sistema semiótico que produce sentido, conocimiento, información nueva (no trivial, no previsible), siendo la otra la capacidad del sistema para entrar en el “trato semiótico” con otros sujetos culturales (la capacidad de dialogar, con-versar, la capacidad de participar en la semiosfera). Para la subsistencia y la deriva del dominio cultural, para que este siga produciendo información, es importante, en suma, tanto su unidad como su diversidad interna, y es en este sentido que es imprescindible no sólo la existencia de diferentes procesos modelizantes (lenguajes lineales/discretos frente a lenguajes continuos/homeomorfos, por ejemplo), sino también la variedad y la complejidad de los sujetos semióticos activos en el dominio: las distinciones individuales y la capacidad de actuar de diferentes maneras, nos dice Lotman (1978: 37), constituyen uno de los fundamentos de la existencia cultural del ser humano y el propio dominio cultural tiende a motivar y desarrollar tales diferencias:

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La diferencia entre la Cultura como unidad supraindividual y las unidades supraindividuales de orden inferior (del tipo “hormiguero”) está en que, al ingresar en el todo como una parte, la individualidad particular no deja de ser un todo. Por eso la relación entre las partes no tiene un carácter automático, y supone cada vez una tensión semiótica y colisiones que adquieren a veces un carácter dramático. (Lotman, 1978: 41)

Un ser humano es un sistema heterogéneo e integrado —una mónada semiótica, como también lo definirá Lotman (1989)— que se forma (aprende) y participa (se integra) en una red heterogénea e integrada de relaciones comunicativas, conductuales, culturales. Complejidad sobre complejidad, en suma, complejidad estratificada de la que se deriva, y sobre esto volveremos, no sólo la habituación estructural y conductual de los diferentes participantes en el dominio, sino también la emergencia o creación de nuevas e imprevisibles coherencias operacionales. 6. La automodelización (clausura) y la traducción (abertura) Según hemos visto, la cultura, en tanto que dominio sistémico de las relaciones textuales y significacionales que regulan la vida y las interacciones de los miembros de un grupo social, tiene para Lotman carácter cerrado (operacionalmente clausurado) 9 . Es decir, la cultura funciona, debe funcionar, como un todo unitario, con un nivel homogéneo de organización y con unas fronteras semióticas capaces de “elaborar adaptativamente” la complejidad externa a la propia red cultural. En opinión de Lotman, en el proceso de constitución (emergencia) y consolidación de este dominio clausurado, juegan un papel fundamental los procesos de autodescripción, el hecho de que la propia cultura tiende a auto-modelizarse, aumentando y reforzando así su homogeneidad interna. Esto ocurre cuando en el dominio cultural se selecciona un lenguaje concreto (o un conjunto limitado de lenguajes) mediante el cual construir un modelo estructurado y coherente del dominio mismo 10 . El proceso de autodescripción tiene dos consecuencias inmediatas. Por un lado, se establece un núcleo (un centro) de rasgos pertinentes para la cultura (un canon cultural), a la vez que se desechan otras características en tanto que periféricas (accidentales) e incluso no-sistémicas (externas o Importante: sostener que la cultura conforma un sistema clausurado no equivale a defender su aislamiento. Con frecuencia Lotman ha señalado que las fronteras entre cultura y no-cultura (u otras culturas) pueden ser determinadas sólo con un amplio margen de relatividad, y que se trata de fronteras constantemente atravesadas por elementos que se desplazan de una esfera a otra. 10 Este proceso queda bien ejemplificado por la difusión (o imposición) en un territorio de la lengua de la región o del grupo social económica, militar o culturalmente más fuerte, por la elección (o incluso elaboración) de una lengua unitaria que pueda servir de vehículo de identificación nacional o por el empleo masivo del lenguaje modelizante propio de una religión, una ciencia o un grupo ideológico concreto para describir la realidad social y física de la colectividad. 9

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inexistentes); por otro lado, todos los textos relevantes para la cultura se describen (o traducen) únicamente a partir del metalenguaje elegido, con una notable disminución de su polisemia: se establece una lectura correcta, una interpretación unívoca de su significado. De este modo, se conforma un sistema (relativamente) estable de relaciones culturales y textuales, aunque sería un error pensar en el proceso de autodescripción y en sus resultados como algo definitivo. También el automodelo cultural puede llegar a modificarse si las condiciones de equilibrio del sistema determinan el fortalecerse de nuevos lenguajes descriptivos o la ulterior inclusión/exclusión de determinados elementos canónicos. Al lado de los procesos de autodescripción, el sistema cultural dispone de una serie de mecanismos semióticos que le permiten organizar sus relaciones con el alius y el alter, con la otredad y la alteridad circunstantes. Pero es importante entender que estas relaciones (perturbadoras) no se dan por el simple hecho de que más allá de la cultura (y de la semiosfera) necesariamente hay algo (grupos humanos diferentes, quizá hostiles, el mundo “natural”, el reino de los dioses, etc.), sino que dependen en buena medida de la propia organización del dominio cultural, pues la cultura nace, deriva y se define también a través de la descripción de lo que no es ella misma. Dicho en otros términos, la relación que se establece entre la cultura y la no-cultura constituye un importante elemento estructural de la propia cultura, ya que esta, para reforzar su unidad, su autodescripción, también necesita unos anti-modelos (y modelos) que definan un otro al que oponerse (o en el que inspirarse); por ello, la cultura puede llegar a construir sus anti-modelos (y modelos) de otredad/alteridad de manera más o menos autónoma y creativa (Lotman et alii, 1973). La penetración de textos desde el dominio extra-cultural —la transferencia de elementos, reglas y modelos de un repertorio cultural a otro, empleando la terminología de Even-Zohar, pero también la modelización de algún aspecto hasta entonces desconocido o inadvertido de la realidad— requiere, en primer lugar, que a estos textos se les reconozca como textos, es decir, como estructuras organizadas portadoras de significado; se puede decir, de acuerdo con Eco (1997), que dicho reconocimiento por lo común ya presupone alguna hipótesis interpretativa previa y que es esta hipótesis (a menudo abductiva) lo que motiva y orienta la propia práctica de observación (se observa y se intenta interpretar a partir de lo que ya se conoce y de lo que se busca). La traducción de los textos externos a uno de los lenguajes de la cultura se resuelve, ante todo, en un complejo proceso de transcodificación en el que estos textos pueden ser correlacionados con un elevado número de códigos y textos culturales (otra vez más, lo desconocido se lee a través de lo conocido). Pero lo que aquí ahora más importa no es el proceso en sí, ni sus 13/23

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promotores, ni sus intermediarios, sino sus resultados: sobre todo en el caso de textos semióticamente complejos, la traducción se convierte en un fenómeno muy dinámico en el que no sólo se transforman los textos traducidos, sino también los códigos empleados para traducirlos. Hay que considerar, y Lotman a menudo nos lo recuerda, que en el universo semiótico generalmente el texto precede al lenguaje y que el lenguaje nace y se desarrolla precisamente a partir de la confrontación semiótica con el texto: La obra de arte innovadora, al igual que los distintos hallazgos arqueológicos arrancados de sus contextos históricos (y, en realidad, toda personalidad de otro), nos son dados inicialmente como textos en ningún lenguaje. Nos es dado saber que son textos, pero el código para leerlos tenemos que formularlo nosotros mismos. (Lotman, 1992b: 238)

Formular un código para leer (interpretar) el texto significa emplear y transformar los códigos y modelos de los que ya disponemos (transcodificación), ajustándolos y re-creándolos (abductivamente) para que se adapten a las nuevas exigencias interpretativas y procurando, en la medida de lo posible, que los cambios y las innovaciones resulten coherentes (se integren) con nuestra enciclopedia cultural (o al menos con esa parte de la enciclopedia que motiva nuestros criterios de búsqueda y de análisis). Sencillamente, aunque el proceso nada tenga de “sencillo”, la traducción y difusión en el sistema de un texto externo (sea este un epos desconocido, un evangelio, una nueva especie animal o una partícula subatómica) necesariamente comporta la formación y difusión de nuevos procesos textuales (tanto interpretativos como creativos), los cuales pueden llegar a cambiar en profundidad los equilibrios (y los hábitos) de la enciclopedia vigente. Lo que se añade no es, en suma, sólo un elemento o un dato más, sino una nueva manera de establecer relaciones significantes en el interior del dominio y, por lo tanto, una nueva modalidad cognoscitiva, una nueva posibilidad operacional, un nuevo camino de deriva. 7. Las dinámicas de deriva y el papel del azar Dada la heterogeneidad (y la complejidad) semiótica del dominio cultural y de sus relaciones con el “espacio externo”, dada la variedad y diversidad de los sujetos que en él operan y dada la estructura multi-nivel (pluri-codificada) de los textos que por él circulan, la inclusión de algún elemento nuevo en las redes relacionales del dominio no resulta predecible y puede tener una función perturbadora cuyos efectos tampoco se pueden fácilmente (si es que se pueden, en alguna medida) predecir. Esta clase de impredecibilidad, precisamente, llega a caracterizar, en las últimas obras de Lotman, no sólo las dinámicas del cambio cultural, sino también el 14/23

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funcionamiento del texto de arte y la propia conciencia semiótica del ser humano. Lotman (1989), retomando las teorías de Prigogine, señala la existencia de dos tipos de procesos dinámicos: los que transcurren en situaciones de equilibrio y los que transcurren en situaciones de desequilibrio; los primeros responden a las leyes de la causalidad lineal, son reversibles (simétricos) y totalmente predecibles (en cualquier punto del proceso, si conocemos sus leyes causales, podemos predecir el estado siguiente); en las condiciones de desequilibrio (asimétricas), en cambio, aparecen puntos de bifurcación, es decir, puntos en que la deriva del sistema puede tomar con igual probabilidad dos o más direcciones; Lotman define a estos puntos como momentos explosivos. La explosión, que supone un cambio repentino, imprevisible e irreversible en la deriva del sistema, tiene que ver con diferentes factores implícitos en las propias dinámicas culturales (incluso en los periodos de desarrollo regular). Entre estos, podemos citar el hecho de que la “densidad estructural” de los sistemas semióticos complejos dista de ser homogénea y que existe, por consiguiente, la posibilidad de que elementos y procesos procedentes de áreas menos estructuradas (y por lo tanto más libres, menos previsibles) se incorporen en los procesos estándar de creación e interpretación cultural. Así pues, al lado de códigos de elaboración y recepción que permiten la definición y defensa de géneros textuales estables, al lado de un canon cultural oficial que incluye (y selecciona) textos y procedimientos textuales relevantes y al lado de hábitos semiósicos que perpetúan, en la conciencia del sujeto y en sus relaciones, una determinada enciclopedia del mundo, también hallamos estructuras y procesos redundantes que pueden volverse muy significativos si cambian las condiciones de contorno, textos y hábitos discursivos (incluso enciclopedias enteras) de tipo no canónico que constituyen una reserva de alternativas viables y que ejercen una presión (y una influencia) constante sobre los estratos canónicos de la cultura y tendencias a la abducción y a la desorganización (desconstrucción) que tienen efectos altamente perturbadores sobre los hábitos semiósicos individuales. Factores, todos estos, que pueden (o no) cambiar en profundidad las estructuras y la historia del sistema cultural 11 .

11 Así, por ejemplo, de tres géneros menores (periféricos) como las visiones de los predicadores medievales, la tradición carnavalesca y los romances de caballería pudieron surgir (a través de su reelaboración y contaminación con elementos y modelos procedentes de otras esferas culturales) obras como la Comedia, el Gargantúa y el Don Quijote, destinadas a modificar los equilibrios (y la historia) de todo el sistema cultural. También cabe recordar el gran impacto cultural que puede tener la difusión y reelaboración de tradiciones textuales “otras” (como en Europa, p. ej., los textos filosóficos y religiosos del hinduismo o el “arte primitivo” africano).

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En opinión de Lotman, la aparición o introducción casual (impredecible) de los desencadenantes de la explosión es más probable en esos sectores del sistema menos rígidamente estructurados, menos homogéneos, ya que la falta de estructuras rígidas favorece el intercambio y la hibridación y el poliglotismo la traducción e introducción de textos externos al sistema. Para que acontezca una explosión cultural, además, la variación inicial no debe ser necesariamente grande, o frecuente: un texto, una persona o un grupo reducido pueden desencadenar un cambio sistémico general. Lotman (1992b) habla, al respecto, de “efecto avalancha”, algo que también se conoce como “efecto mariposa” y que responde a una tendencia general de los sistemas complejos: una pequeña variación puede generar transformaciones macroscópicas. Otro dato que hay que tener en cuenta cuando se consideran las dinámicas de la deriva cultural es que el sistema de la cultura está formado por unidades que son, ellas mismas, totalidades semióticas dotadas de todas las características propias de la semiosfera: clausura operacional, heterogeneidad y plasticidad estructurales y procesos interpretativos, traductivos y autodescriptivos mediante los que se define tanto la alteridad como la identidad del sistema. Más específicamente, los propios sujetos humanos se constituyen como sistemas semióticos complejamente organizados que operan e interactúan en dominios relacionales igualmente complejos. Lotman (1992c, 1994) logra expresar las consecuencias debidas a esta gran complejidad de una manera muy sintética y eficaz mediante la noción de inmoralidad: el ser humano es un ser profundamente inmoral, el único animal capaz de actos absolutamente novedosos (esto es, impredecibles). Y es por ello, por su dimensión inmoral, que el dominio cultural se diferencia de todas las demás formas de socialización biológica. Es importante entender, y Lotman insiste una y otra vez sobre este punto, que la cultura no es sólo el espacio-tiempo de la estructuración semiótica del mundo y de la comunicación de la información relevante para esta estructuración, sino que es también el dominio de la incomprensión, del error, de las traducciones imperfectas, de las derivas interpretativas y de las contradicciones y tensiones semióticas. Y es importante entenderlo porque en los sistemas perfectamente ordenados, simétricos y regulares (en una palabra, previsibles) no puede surgir información nueva: para que exista deriva intelectual, para que emerjan nuevos significados, para que se cree sentido, la alteridad, el desorden y la incomprensión son tan importantes como la identidad, el orden y la comprensión. La falta de predecibilidad de un sistema semiótico se puede por tanto interpretar como un importante síntoma de su vitalidad. 8. El peso de la descripción

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Hoy en día se suele reconocer que no existe proceso de observación, descripción o medición que ya no implique la introducción de un punto de vista: quien observa casi nunca lo hace como un “recién llegado al mundo”, y aunque lo hiciera, al participar en una comunidad de observadores pronto aprendería a “orientar su mirada” con la de los demás. Aún más importante: cuando un observador describe (modeliza) un fenómeno (también en el caso de que este fenómeno sea el propio observador), necesariamente introduce una nueva clase de orden en el sistema descrito, un orden que responde a las propias modalidades del proceso de observación-descripción. Léase lo que escribieron, ya en 1973, Lotman y Uspenski: El hecho es que justamente desde el punto de vista científico de nuestro tiempo es característica la atención preeminente dirigida al procedimiento y al lenguaje de descripción. Hasta en las ciencias naturales el experimento, tradicionalmente considerado como un valor autosuficiente, se ha relacionado con el punto de vista del experimentador. (Notaremos de paso que este problema específico de la física, que atañe a la influencia del instrumento sobre el resultado del experimento, puede interpretarse como la acción ejercida por el lenguaje del instrumento sobre el material empírico obtenido, es decir, en último término, como un problema semiótico). [...] Tanto en las ciencias naturales como en las humanas se ha desarrollado la idea de la relatividad de las normas habituales. La atención dirigida al sistema de descripción y al punto de vista del descriptor ha llegado a ser una cuestión científica fundamental. (Lotman y Uspenski, 1973: 78-79; la traducción al español de la versión italiana consultada es mía, ML)

Sin embargo, aún en nuestros días con frecuencia se sigue confundiendo el proceso de descripción con la ontología de lo descrito. Esto se debe sobre todo a la extendida creencia de que existe un único mundo objetivo cuyas leyes inmanentes y regulares la investigación científica (“fría, objetiva, exacta”) puede descubrir y describir. Con respecto a este mundo, nuestras interpretaciones pueden ser más o menos correctas: cuando una “interpretación correcta” sustituye a una “interpretación que erróneamente se creía correcta”, hablamos de un progreso lineal del conocimiento, de un acercamiento progresivo a la verdad inscrita en el texto investigado; y cuando, en un mismo periodo, subsisten diferentes “interpretaciones correctas”, achacamos esta variedad a la imperfección de los instrumentos y métodos de análisis (cuando no al error, a la ignorancia o a la terquedad de quienes no opinan lo mismo que nosotros) y creemos que tarde o temprano, por ensayo y error, se revelará la única interpretación válida. El problema es que del mundo, para quienes se forman y actúan en la semiosfera, no existe una única lectura correcta, sino un abanico más o menos amplio de lecturas viables. Lo cual no equivale a afirmar que todas las lecturas son igualmente legítimas, o que no disponemos de criterios objetivos que puedan validar nuestras afirmaciones acerca del mundo. La objetividad existe, 17/23

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pero está, como sostiene Maturana (1996), entre paréntesis. Estos paréntesis son los de la relación de operacionalidad que se da entre el sujeto cognoscente (el intérprete) y la realidad conocida (el texto) y dependen de la red relacional en el que el sujeto opera y de las relaciones que participan en su concreta actividad de observador-descriptor. Así pues, no debemos olvidar que el observador es, ante todo, un ser vivo y que sus posibilidades cognoscitivas y “su realidad” están completamente determinadas por su estructura cognoscitiva. Cabe preguntarse, por tanto, si esta estructura es la misma para todos los observadores y si se mantiene estable en el tiempo. Como especie animal, nuestro dominio operacional se ha venido formando a lo largo de un complejo proceso de deriva filogénica y esta historia de deriva colectiva garantiza cierta invariancia estructural en todos los miembros de la especie; no obstante, nuestro sistema nervioso es plástico y afina y cambia su estructura a partir de la experiencia de cada individuo durante su deriva ontogénica. Como seres humanos, el dominio cultural en el que crecemos y vivimos influye en (cuando no vincula) la práctica totalidad de nuestras experiencias cognoscitivas (comunicacionales, significacionales, pragmáticas, emotivas, etc.); por este motivo, la realidad, entendida como el dominio operacional en el que todo ser humano realiza su organización, puede ser diferente según el sujeto que la conoce incluso en los niveles más elementales de aprehensión biológica. También es preciso considerar la naturaleza social de la vida humana y la consiguiente importancia de la noción de validación: es “real” y es “correcto” lo que los demás miembros de nuestro grupo social nos validan como tal. Sobre todo si en el grupo se reconoce y otorga un crédito especial a la práctica de ciertos individuos particularmente competentes (personas que “saben más” en un determinado ámbito operacional): los expertos, los especialistas, los maestros, en una palabra: la autoridad. Ni hace falta decir que, hoy en día, la principal autoridad a la hora de describir las cosas “tal y como son” es la de los científicos. Se trata, en cualquier caso, de una forma más de autoorganización (autovalidación) cultural: los expertos comparten (y parten de) las mismas inquietudes, las mismas certezas y los mismos prejuicios que caracterizan a su grupo social y con los medios y prácticas que les son propios participan activamente en los procesos significacionales que definen, sostienen o cuestionan tales inquietudes, certezas y prejuicios. Finalmente, hay que recordar los condicionamientos debidos a la elección y al empleo de un lenguaje descriptivo determinado. La cuestión no es baladí. Dada la dimensión multi-estratificada y la complejidad relacional de los fenómenos, observaciones y lenguajes que circulan por el dominio cultural, utilizar un único metalenguaje (con un vocabulario y una gramática específicos) equivale a defender una única traducción, una única reducción. De este modo, se reduce la complejidad y la polisemia de los textos observados, muchos 18/23

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elementos y relaciones se interpretan como “accidentales” o “no-relevantes” y algunos problemas se vuelven, sin más, invisibles: no se perciben, no significan, no existen. Una última observación hay que dedicarla al hecho de que el observador es raramente un elemento externo al sistema descrito, lo cual es particularmente cierto en el ámbito de aquellas disciplinas que intentan explicar (definir) las relaciones que el ser humano establece con su dominio operacional de existencia (como la antropología, la sociología, la psicología y, naturalmente, la semiótica). El propio operar del descriptor —incluyendo sus acciones básicas: seleccionar, entrevistar, medir, explicar, hasta su mera presencia física— forma parte, necesariamente, de la red relacional que se pretende describir y por lo tanto influye en (perturba, cambia) los equilibrios del sistema observado. Es un error pensar en el observador como en un elemento neutro del proceso. 9. Conclusiones Estoy de acuerdo con González de Ávila cuando defiende que la semiosis social, la construcción y creación social de sentido, es un proceso continuo muy complejo cuyos efectos totalitarios atañen tanto al dominio epistémico como al dominio pragmático del ser humano (sin olvidarnos, hay que añadir, de su dominio emocional); dado el carácter sistémico de este proceso, todas las discontinuidades introducidas por el análisis (representaciones, esquemas, operaciones, etc.) no son sino fragmentos de una totalidad comunicativa (semiósica) que la teoría sólo puede describir desde sucesivos puntos de vista parciales; pero la proliferación terminológica no debe hacernos olvidar la dimensión unitaria de la semiosis, el hecho de que no hay ninguna divisoria clara e indiscutible entre el orden de los objetos, el del conocimiento y el de la acción (González de Ávila, 2002: 234). A conclusiones semejantes ya había llegado Morris al señalar que la operación de distinguir una sintaxis, una semántica y una pragmática es en realidad una abstracción que permite articular el discurso acerca de la semiosis, así como la distinción entre una anatomía, una ecología y una fisiología permite articular el estudio de los seres vivos (Morris, 1938: 87). Pero sería un error perder de vista la profunda unidad o interdependencia semiósica que se da entre las estructuras significantes (la sintaxis), los procesos significantes (la semántica) y las actividades significantes (la pragmática). Pues bien: la semiosis como proceso unitario y la semiosfera como dominio sistémico de la semiosis son dos nociones límite que habrá que tener en cuenta a la hora de analizar cualquier aspecto de los complejos procesos textuales y culturales activos en nuestros dominios sociales, comunicacionales y operacionales. La alternativa es fragmentar lo vivido en pequeños compartimentos estancos, más manejables, sin duda alguna, pero con muy 19/23

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poca progresión hacia el futuro. Y esto es, al fin y al cabo, un llamamiento, una invitación a recordar que el establecimiento de identidades y de fronteras es sí un hecho cultural fundamental, pero no más fundamental que la necesidad de atravesarlas. El propio signo, y entiéndase esta noción cómo se quiera, pronto deja de funcionar si no se traduce o relaciona a otros signos, si ya no puede significar algo diferente de lo que significaba antes. Tal vez sea esta la lección más importante que debemos al pensamiento sistémico y a la semiótica de la cultura: al límite de lo que conocemos (y de lo que a lo mejor nos ha costado mucho trabajo construir), siempre divisamos un horizonte, aun borroso, que nos recuerda, queramos o no, nos guste o no, que todas nuestras miradas son parciales y todas nuestras conclusiones provisionales. Ahí “fuera”, más allá de esa frontera, hay “algo”. Nunca lo vimos, no lo hemos considerado, pretendíamos ignorarlo, pero ahí está. Lo cual, por otra parte, no tiene por qué desanimarnos, desconcertarnos o volvernos agresivos: como jugadores de ese gran juego social que es la construcción de sentido, todos nosotros podemos contribuir a hacer que ese horizonte (y quizá lo que oculta) llegue a ser un poco menos ajeno, y un poco más grande, por tanto, la semiosfera en que participamos.

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