La Santísima Trinidad (II)

June 19, 2017 | Autor: Eduardo Lloveras | Categoría: Lectio divina
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Descripción

SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo

Mateo 28, 16-20

Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de Él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo.” Reflexión

1. El domingo pasado hemos celebrado la Solemnidad de la Santísima Trinidad.

No se trata de un misterio más que nos revela Jesús. Se trata de la misma esencia de su Ser, aquello que Él es verdaderamente y desde el principio: “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros” (Juan 1, 1. 14).

Cuando entramos a meditar este misterio admirable y desconocido para el hombre si Dios mismo no se lo revelara, nos sentimos como aquellos personajes del Antiguo Testamento, los patriarcas y profetas, que tenían que descalzarse al estar en un lugar sagrado. Sería bueno que nosotros también nos descalzáramos en este momento del orgullo de nuestra razón, que puede conocer muchas cosas, pero aquí no tiene nada que decir. Sólo escuchar. Sólo contemplar. La pregunta que debemos hacernos es:

¿Estamos dispuestos a tomarnos un tiempo para pensar no en nosotros mismos sino en Dios, en su misterio, que Él mismo quiere revelarnos?

2. Dios es Uno en naturaleza y trino en Personas. Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero, como enseñan los primeros Concilios Ecuménicos que tuvieron que resolver las disputas entre teólogos acerca de cómo enunciar este misterio tan difícil para la razón humana. El Concilio de Nicea, el Primero de Constantinopla, el de Éfeso y el de Calcedonia, que se desarrollaron entre los años 325 y 451, vieron a los principales teólogos de esa época fundacional de la Iglesia, muchos de ellos santos varones, dedicar toda su vida a la definición más precisa de este dogma, a una fórmula que pudiera enunciar sin error el misterio anunciado por Jesucristo a sus discípulos. Pero ¿por qué tanto esfuerzo?

Estamos muy equivocados si pensamos que se trataba de una discusión sobre teorías. No se trataba de un “tema” más, sino del mismo Dios.

Lo increíble es que Él haya dejado en manos de los hombres estas discusiones y finalmente la definición del dogma. Es un gesto de confianza de Dios hacia aquellos que Él ya había adoptado como hijos, por la Encarnación de su Hijo. “Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se lo he dado a conocer.” (Juan 15, 15). Con esta confianza otorgada por el mismo Señor, en estos Concilios los amigos de Dios ponían todo su esfuerzo mental, alimentándose con la Eucaristía y la oración permanente, para pedir la luz para discernir qué era lo que enseñaba el Amigo acerca de sí mismo. ¡Y cómo no ocuparse de este Amigo! Ocuparse de conocer mejor quién es Él, cómo es Él, ya que Él mismo había querido mostrarse lisa y llanamente, descender del Cielo para “poner su morada”, su carpa de campamento entre nosotros, en este mundo bastante frágil para el poder de su Ser, y por eso quiso presentarse entre nosotros haciéndose para siempre uno de nosotros.

Y nosotros… ¿Nos ocupamos de resolver nuestras dudas, pidiendo iluminación al Espíritu Santo, indagando en la doctrina de la Iglesia, para conocer mejor a nuestro mejor Amigo, que es Dios?

3. Los Concilios nos acercan hoy este misterio a nuestras vidas, para que descubramos mejor quién es nuestro Dios. Él es “el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”. Tres Personas que se relacionan entre sí, uniéndose no en amistad, ni en sociedad, ni en cualquiera de las relaciones que entre nosotros se dan en personas como seres distintos. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no se unen, no se han unido nunca, no están en comunión. Los seres humanos, en la medida que nos amamos, estamos en comunión y somos “como uno”. En Dios no sucede

esto. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son “como uno”… Son “Uno”. A tal punto, que ni siquiera podemos decir “ellos son Uno”, sino “Él es Uno”, el único Dios en tres Personas. Este es el misterio oculto por siglos y que vino a revelar Jesucristo.

Un solo Dios, eternamente Uno. En el origen el Padre. Él engendra eternamente al Hijo, comunicándole su divinidad. El Padre y el Hijo comunican el ser al Espíritu Santo, plenitud y don de la divinidad que procede eternamente del Padre y del Hijo. Divinidad que permanece inalterable y siempre una, porque es su mismo Ser. El Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios. Tres Personas distintas por la relación de procedencia, pero iguales en dignidad, porque son un mismo Ser, un mismo y único Dios. Interroguémonos en nuestro interior…

¿Experimentamos en nuestra alma la presencia de Dios?

¿Descubrimos en las palabras que escuchamos en el Evangelio del domingo, la presencia del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo?

Si nos cuesta mucho experimentar esta presencia que es lo más importante que vino a traernos Jesús a nuestras vidas, ¿no será porque en nuestra oración nos ponemos a nosotros como centro y no a Dios?

4. La revelación de la Santísima Trinidad no es solamente revelación del misterio de Dios, sino también revelación de nuestra propia esencia humana. Es más, en toda criatura está impresa la huella y la imagen del Creador.

La revelación del Dios Uno y Trino es fundamental, porque nos ayuda a entender quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Como dice el Concilio Vaticano II, Jesucristo al revelar el misterio de Dios, revela el misterio del hombre. Al seguir nuestro proyecto de vida… ¿miramos hacia arriba o hacia los costados? ¿Nos vemos a imagen de Dios o buscamos asemejarnos a otros, por su éxito humano?

5. Jesús pide al Padre “que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros” (Juan 17, 21), y esto no es casualidad.

El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son Uno por esencia, por eso toda la creación tiende a la unidad, porque este es el origen del Ser. Lo que divide va entonces en contra del Ser mismo, y es por esto mismo “antinatural”. El primero que divide fue llamado justamente “el que divide” (diábolon) y es el diablo. Nosotros, humanos, también participamos de este instinto diabólico en la medida que dividimos o somos indiferentes y hasta a veces nos reconfortamos en las divisiones. Al Señor le duelen las divisiones entre sus hijos.

Por este carácter “antinatural” de la división, que va contra la Unidad del origen, resulta que el pecado y la discordia, generan en el ser humano una sensación de frustración: es la sensación del quiebre del propio ser. Nuestro Bautismo, entonces, es signo de la presencia del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo en nuestra alma, y también es signo de este llamado a la unidad que está en el origen del Ser y en el origen de la Iglesia. Esta es la voluntad de Dios, eterna, que coincide con su Ser: el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios que atrae a la unidad a todos los seres. Aquellos que se resisten a la unidad, se resisten a Dios. La unidad es en Dios, no fuera de Él, como pretendían los constructores de la torre de Babel. Por eso el Padre envió al Hijo que se hizo hombre, para ser Caudillo y Jefe de los renacidos a la vida eterna, a la vida de la unidad en Dios. Y el Padre y el Hijo enviaron al Espíritu Santo, que construye la unidad como alma de la Iglesia, inspirando a cada uno una misión que es distinta pero a la vez apunta hacia la unidad de la Iglesia. ¿Sentimos “fraccionada” o “fracturada” nuestra existencia? ¿No será que a veces nos acostumbramos a vivir “divididos” espiritualmente de Dios y de nuestros hermanos? ¿Somos capaces de buscar la reconciliación y el perdón cuando nos damos cuenta que estamos “divididos” contra Dios y contra el prójimo?

¿De qué modo podemos construir mejor la unidad en la Iglesia? ¿Cómo podemos hacerlo de un modo “activo”, con acciones y no solo con palabras?

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