La ruta de los astros. Cuerpo, territorio y movimiento en Los planetas de Sergio Chejfec

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Descripción

La ruta de los astros. Cuerpo, territorio y movimiento en Los planetas de Sergio Chejfec1 Quien toma el mapa/ y lo sostiene/ queriendo adivinar su peso/ antes de extenderlo/ sobre la mesa/ está a punto de asomar/ sus ojos / a la ciega locura/ donde las manos buscan/ sin demasiado éxito/ el punto donde trazo/ y olvido coinciden:/ es cuando/ la persona humana/ abatida o exhausta/ con nerviosismo/ aunque sin ilusión/ martillea los dedos/ o golpea la yema/ en un punto del mapa. Sergio Chejfec, “Mapa”

Daniela Alcívar Bellolio (UBA-CONICET) “Del conjunto de países invisibles, el presente es el más extenso”2. Así comienza la novela Los planetas de Sergio Chejfec, y en esa frase se condensan ya varios de los lugares que la narración va a transitar: el presente como territorio extenso, el tiempo espacializado, la ausencia que se manifiesta por sus efectos a pesar de su falta de materialidad. Los planetas es un relato múltiple y extrañado porque gravita alrededor de un núcleo simbólico que potencia toda la narración que, sin embargo, aparece como el episodio más inasible del mismo: la desaparición y asesinato de M por los militares durante la última dictadura argentina. Como es usual en la obra de Chejfec, la voz que narra se desdobla, le presta espacio a otras voces, divaga por zonas que no conoce, experimenta vivencias ajenas e incluso se somete a implacables metamorfosis que terminan diluyendo cualquier tipo de pretensión de identidad, plegándose a los paisajes que recorre. Para el caso de esta novela, el narrador es el amigo de M, el que ha quedado vivo y que, muchos años después de su muerte, decide escribir algo alrededor de su historia. Sin embargo, la novela no se plantea como una reconstrucción de la serie de acontecimientos que terminó con el secuestro y el asesinato de M, tampoco como un modo medianamente transparente de contar la historia argentina reciente y su más aberrante                                                                                                                         1

Artículo publicado en Andrea Ostrov (ed.), Cuerpos, territorios y biopolítica, Buenos Aires, NJ, 2015. Sergio Chejfec, Los planetas, Buenos Aires, Alfaguara, 1999, p. 7. Todas las citas corresponden a esta edición. En adelante se consignará el número de página entre paréntesis. Cursivas en el original. 2

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capítulo (el golpe militar de 1976 y sus consecuencias) -aunque de hecho genere un pensamiento alrededor de las posibilidades narrativas de abordaje de este tópico, recurrente como problema central de los programas narrativos de numerosos relatos, tanto contemporáneos a Los planetas como anteriores3-, ni siquiera como la historia de una amistad. Los planetas, más que organizar episodios para crear relato y otorgarles sentido a los acontecimientos, yuxtapone o acumula fragmentos narrativos que orbitan casi independientes entre sí, y recaen por vías diversas y de modo abstruso, pero indefectiblemente, en M. Los efectos de esta construcción narrativa intensifican la ambigüedad del relato: al final de la novela, parece haberse transitado infinitos parajes sin haber guardado de ellos nada más que unas vagas y escurridizas imágenes cuya materialidad es irremediablemente minada por los mecanismos del olvido. Los ejes que articulan el presente trabajo se relacionan con algunos de los núcleos que estructuran la novela y la atraviesan en su esfuerzo por alcanzar una imagen ausente sin recurrir para ello al supuesto de que el pasado es recuperable o de que su recuperación es deseable: el movimiento, el territorio y el cuerpo, a los que se suma, hacia el final, la figura del recomienzo.4 La obra de Sergio Chejfec está marcada por un trabajo asiduo y minucioso con el espacio. La descripción de ciudades amenazadas por la invasión de la naturaleza que corroe peligrosamente las certezas de la edificación urbana borrando los límites de lo que se configuró como territorio, es decir, lo que se caracteriza por una demarcación estricta de límites que designan lo urbano y lo diferencian de lo que queda fuera de su perímetro, es característica de las novelas El aire, Boca de lobo y, en cierta medida, de Los planetas. La descripción, por otra parte, de áreas limitadas que se despliegan a través de la generación de mínimas distancias internas que terminan por generar espacios laberínticos interminables es también recurrente: el Hotel Salgado, en Los incompletos, constituye el caso paradigmático;                                                                                                                         3

Para una mirada panorámica sobre el corpus narrativo y crítico relacionado con la dictadura militar argentina, que además tiene en cuenta las obras que toman la guerra de Malvinas como objeto de reflexión, ver María Teresa Gramuglio, “Políticas del decir y formas de la ficción. Novelas de la dictadura militar”, Punto de vista, No. 74, Buenos Aires, 2002, pp. 9-14. 4 Las nociones de caos y paisaje funcionarán, asimismo, como complementos importantes en la articulación de las hipótesis del presente trabajo y ocupan un lugar decisivo en la obra de Chejfec. Las he desarrollado con mayor profundidad en “La movilidad de los espectros. Intimidad y movimiento en Mis dos mundos de Sergio Chejfec”, Boletín/16, Rosario, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, 2011, pp. 1-19 y en “Una mínima inclinación. Imagen de autor en los ensayos de Sergio Chejfec”, Iberoamericana, No. 48, Berlín, Instituto Iberoamericano, en prensa.

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el parque brasileño de Mis dos mundos, la casa de M en Los planetas constituyen también ejemplos de esto. Asimismo, llanuras interminables que se expanden y dispersan el espacio borrando los contornos de los cuerpos y los objetos hasta configurar una lógica proliferante de repetición y diferencia cuya expansión se efectúa por contigüidad, son un motivo en varias novelas de Chefec: la llanura venezolana en Baroni: un viaje, las afueras de Moscú en Los incompletos, el pequeño pueblo venezolano al pie del estuario en Cinco. Así, la obra de Chejfec escenifica una serie de variaciones alrededor de la problemática del espacio: “Lo que en esta narrativa está en jaque permanente es la posibilidad de la articulación de un mapa cognitivo; es decir, la posibilidad de reconquistar un supuesto sentido de lugar (suerte de residuo utópico) y la posibilidad de que el mismo pueda ser albergado de manera pacífica en la memoria”5. A esta problemática se le agrega una segunda torsión que tiene que ver con el estatuto del sujeto que recorre esos espacios: el narrador en las novelas de Chejfec tiende a confundirse con el paisaje que recorre, en la medida en que interviene la topografía con los movimientos de su errancia y ensayando las posibilidades de devenir él mismo un ente territorial6, en una tentativa de acceder a una “abolición de las diferencias con el mundo” (28). En cada una de las novelas mencionadas anteriormente se hace visible una interacción entre sujeto y espacio marcada por la indiferenciación, la extrema contigüidad tendiente al borramiento de los contornos y una “relación de intimidad”7 que enrarece las categorías, generalmente diferenciadas, de fondo y figura. En Los planetas, las modulaciones de Buenos Aires y el Conurbano, los territorios delimitados y expandidos por las caminatas de los personajes y reconfigurados por la memoria del sobreviviente-narrador que busca los                                                                                                                         5

Isabel Quintana, “Los planetas de Sergio Chejfec: vacilaciones de la memoria”, Literatura argentina del siglo XX, David Viñas (Dir.), Buenos Aires, Paradiso, 2010, p. 166. 6 Deleuze y Guattari abordan las posibilidades de la concepción del pensamiento no como una relación lineal entre un sujeto y un objeto, sino como una “experimentación” del devenir que se configura como acontecimiento condicionado por el proceso histórico pero no perteneciente a él. Uno de los devenires que los autores destacan en este capítulo tiene que ver con la tierra y el territorio, la desterritorialización y la reterritorialización del sujeto y del pensamiento (Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 2009). En otro ámbito, Nancy ha pensado el cuerpo, en tanto condición de existencia en el mundo, como extensión dispersa (“res extensa”) con respecto al Ego o alma como paradigma de lo “inextenso” (“res cogitans”) que se manifiesta, sin embargo, en la extensión del cuerpo, no a través de él, sino “según la extensión del cuerpo” (Jean-Luc Nancy, “Extensión del alma”, 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión del alma, La cebra, Buenos Aires, 2011, pp. 40 – 41). 7 Isabel Quintana, op. cit., p. 165.

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vestigios de un cuerpo ausente, los efectos de la persistencia espectral de ese cuerpo, ponen en escena un mapa complejo que ignora las fronteras tradicionales para dar lugar a una topografía vacilante, en continuo movimiento, que depende de una memoria marcada por el advenimiento irremediable del olvido, por la degradación de las antiguas evidencias y por el movimiento pacífico pero irrefrenable del mundo a pesar de las tragedias individuales y sociales.

La geografía de los caminantes, la extensión de la historia Actuar contra el pasado, y de este modo sobre el presente, a favor (lo espero) del porvenir, pero el porvenir no es un futuro de la historia, ni siquiera utópico, es el infinito Ahora, lo Intensivo o lo Intempestivo, no un instante, sino un devenir. Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?

M y el narrador forjan su amistad a través de la caminata: interminables y silenciosos recorridos por Buenos Aires y el Conurbano acumulan una especie de capital simbólico que une a los amigos más allá de cualquier confidencia o prueba suplementaria. Extasiados de inacción, el caminar sin rumbo y sin buscar aventura alguna intensifica la experiencia de la comunidad en ambos, creando un vínculo que, según el narrador, posiblemente siga existiendo más allá de la desaparición de uno de ellos.8 Esta movilidad es siempre mínima, incluso cuando abarca extensiones amplias; se trata de una voluntad que hace de todo cambio algo gradual, apenas diferenciado: “En realidad no deseaban moverse, ni tampoco deambular; la travesía, cosa paradójica, consistía en una forma de quietud, que buscaba adaptarse con el mínimo movimiento necesario a la paulatina evolución de la perspectiva, de cuyos cambios el andar era su principal efecto mecánico” (96). Así, la geografía es intervenida por los amigos que caminan en la misma medida en que la amistad recibe la influencia del paisaje donde se forja, al punto de que, como lo                                                                                                                         8

Quintana ha escrito sobre la obra de Chejfec: “La puja entre lo visible y lo invisible se expresa como una tensión que caracteriza el modo en que se despliega la narración.” (Isabel Quintana, “Topografías de la memoria, trazos de afectos y la potencia de la escritura en Lenta biografía de Sergio Chejfec”, Dianna C. Niebylski (Comp.), Sergio Chejfec. Trayectorias de una escritura: Ensayos críticos, Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh, 2012).

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indica la cita anterior, la caminata pasa a ser un efecto del movimiento del paisaje. Inseguros acerca de sus identidades (el tema del judaísmo, aunque importante en el relato, no agota todas las potencias del cuestionamiento de la identidad en esta novela), M y el narrador optan siempre por asumir la propia naturaleza como inestable, fulgurante. Como los paisajes que recorren, que lejos de mostrar con brutalidad la miseria de los barrios pobres, exhiben con calma una desventura económica que empeora por contigüidad, la identidad de los personajes y su amistad modulan sus características de este modo territorial:

Así, a merced de su indecisión y al compás de la marcha surgían en su verdadera índole el ser y la identidad recíprocos, bajo la forma de espasmos e intermitencias, destellando y languideciendo, con accesos de fulgor y remisiones en la opacidad. Oscilaciones parecidas, entre la geografía y la conciencia, modelarían nuestra amistad (125).

Igualmente

desinteresados

por

lo

que

comúnmente

llamamos

“acción”,

decepcionados frente a los pocos episodios sobresalientes que presenciaron (aparente violación de una chica, asesinato de un hombre), los amigos optan por continuar la marcha, dibujar complicadas líneas sobre un mapa virtual hecho únicamente de sus recorridos juntos y por separado. Este modo anodino de recorrer la geografía, exacerbando la planicie ya excesiva que se transita, forma parte de la caracterización de los personajes y del relato, que prolifera en la monotonía y se quiere monocorde. La extensión plena, intercambiable, a la que se alude constantemente en la novela, prefigurando una sensibilidad y un modo de vivir en los que no tienen posibilidades de existencia ni la prisa ni la demora, ni la meta ni el desvío, crea el escenario de lo fatídico, ese espacio interminable en el que el destino se une a lo casual para desencadenar la desgracia: M no era militante político, y si lo secuestraron fue por estar en la casa de alguien más. Sin embargo, y según los constantes fantaseos del narrador, si ellos hubieran sabido prever el futuro, nada hubiera cambiado, ya que conocer el futuro en modo alguno permite modificarlo. Ese país extenso e invisible que es para el narrador el presente, cuyas fronteras avanzan y retroceden con sus pasos -“con nuestros movimientos”, dice el narrador, aludiendo a una comunidad fallida, por venir y ya siempre pasada, la suya con M, la suya con los que M dejó, como con él mismo, caminatas pendientes-, ese país, entonces, se materializa en la descripción proliferante de un espacio

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cuya cifra sigue siendo el peligro: “En días como esos, y también posteriores, el peligro le devolvía a la ciudad la profunda desazón original de su geografía, la extensión” (236). Casi indistinguible de los espacios que recorren, dotado de una explícita voluntad de plegar la propia subjetividad a la extensión caótica y perturbadoramente quieta de la ciudad y el Conurbano9, el narrador de esta novela procura mirarse como se mira uno a través de la propia ubicación en el mapa; imagina las líneas que los recorridos suyos y de M dibujarían en un mapa, escenificando una mudez suprema sobre un dibujo achatado e indiferente, extenso como el paisaje al que se entrega, como él mismo y como su recuerdo de M y de la ciudad. La doble extensión siempre puesta de relieve, la del presente y la de la ciudad y el Conurbano, el peligro y los riesgos que ella deja adivinar tras el relato de episodios laterales con respecto al núcleo histórico que parece constituir el punto de gravedad de la novela, es decir la dictadura militar y su consecuencia más directa en la narración, el secuestro de M, se presenta entonces como una potencia de doble alcance. En primer lugar, la extensión geográfica que los amigos recorren interminablemente en sus años de amistad, como se ha enfatizado, termina por incidir en sus relaciones y en sus mismas subjetividades. Su experiencia del espacio, marcada por la errancia, reterritorializa lo que en principio se presenta desterritorializado: la intervención cognitiva y la mirada de los caminantes borran gradualmente los contornos de la ciudad y sus afueras hasta convertirla en mera extensión sin límites, suerte de espacio abstracto de la caminata en el que la estricta contigüidad de lo similar borra cualquier posibilidad de diferenciación en esta extensión ilimitada10, para luego operar una nueva territorialización a mayor escala: No importa si parece o no posible que Buenos Aires tuviera una existencia autónoma de nuestra influencia; lo esencial pasaba por nuestros diagramas, que al dibujarse sobre el territorio le

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Para pensar las posibilidades de una subjetividad “extendida” o territorializada en lo exterior (en este caso la planicie de Buenos Aires, descripta insistentemente), las elaboraciones de Nancy pueden resultar útiles: “Para relacionarse consigo misma en todas sus operaciones, la cosa pensante debe separarse de la pura puntualidad. Debe extenderse. Al extenderse, se desvía de sí -no se divide verdaderamente, no se corta, sino que se desvía. De este desvío, debe regresar, volver a ‘sí misma’. Pero esta vuelta pasa por un afuera. Solamente allí ella podrá constituirse en ‘adentro’ y en egoidad. El ‘adentro’, desde el comienzo, está formado por el desvíoafuera, es propiamente abierto desde afuera” (Jean-Luc Nancy, 58 indicios sobre el cuerpo, op. cit., p. 10). 10 Sergio Chejfec se refiere a la importancia de la noción de contigüidad y su relación con la de dispersión en su programa estético en “La dispersión. La literatura del futuro como contigüidad”, en El punto vacilante, Buenos Aires, Norma, 2005.

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conferían al tramado conocido de la ciudad una categoría adicional, lo convertían en más espacio, en otra superficie sin dejar de ser ella misma (176).

Los bordes del territorio ya no son los de la ciudad y el Conurbano, sino los que los personajes dibujan en el mapa que crean con las líneas de sus recorridos: Todo lo que se mueve, pensaba M, todo aquello que pierde o gana calor, deja su huella imborrable. “Si los recorridos que seguimos por la ciudad, juntos o separados, quedaran marcados se verían dibujos asombrosos, todos simples formando una maraña ordenada” dijo M. A veces estarían alejados, otras veces no: más cercanos, a lo mejor casi a punto de chocar sin darse cuenta; otras veces estarían más o menos alejados, ni muy lejos ni muy cerca, también a veces estarían distantes. Pero el esquema de la figura, o en todo caso la naturaleza de los cambios y movimientos, habría de permanecer siempre (127).

Esta nueva territorialización, que en principio se muestra como “maraña ordenada” de líneas simples, al relacionarse con el motivo de los planetas adopta una escala ampliada, que dibuja un territorio vasto, un “país” invisible y extenso: Pese a lo reiterativo, conviene recordar el valor escénico fundamental que siempre tuvo el paisaje, la geografía, en la consolidación y desarrollo de nuestra amistad […]. Las constelaciones que M y yo creíamos formar a lo largo del día conectando idealmente nuestros itinerarios, necesitaban precisamente del espacio de la ciudad para ser concebidas como tales; como las órbitas de los planetas, en cuyo dibujo interviene la incidencia relativa de los empujes, de las masas, fuerzas de gravitación y esas cosas, que definen la amplitud y profundidad de su influencia en virtud de complicadas equivalencias y equilibrios recíprocos, así ambos parecíamos sostener la ciudad sobre las líneas transparentes que conectaban a nuestros cuerpos en movimiento (175, subrayado mío).

En segundo lugar, la extensión temporal del presente remite a una cierta concepción del acontecer histórico. Si se tiene en cuenta que lo que estructura la narración -así sea débilmente- es la desaparición de M en el contexto de la última dictadura militar argentina, no es irrelevante la pregunta por los modos de apropiación de tan significativa coyuntura histórica: “¿Cuál es el modo que Chejfec elige para narrar el pasado dictatorial, que en el momento de la escritura de la novela es ya un tópico y un problema central de la literatura argentina?”11 Si bien, como señala Catalin, tópicos abordados en la postdictadura tales como la arbitrariedad de los secuestros, la búsqueda de los desaparecidos por parte de los familiares, las condiciones de vida precarias de quienes, alertados por la violencia ejercida                                                                                                                         11

Mariana Catalin, “¿Volver a narrar el pasado? Referencias y variaciones en Los planetas de Sergio Chejfec”, Katatay, No. 5, Buenos Aires, 2005, p. 49.

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sobre conocidos y amigos, pasan a la clandestinidad, vuelven a aparecer en Los planetas por medio de un “errar de la palabra”12, existe, bien miradas las operaciones rememorativas del narrador -es decir, observando en qué direcciones, hacia qué objetivos, con qué materiales esas operaciones se llevan a cabo-, lo que aparece como un trabajo más amplio y abarcador sobre la Historia, el acontecimiento y el devenir. Si en el lugar privilegiado del epígrafe, el autor consigna la extensión del presente en tanto “país invisible”, es pertinente, por un lado, preguntarse por esta naturaleza territorial que le asigna al tiempo y, por otro, por el sentido que puede tener el hecho de que una novela que se estructura a partir de una serie de recuerdos inicie con una potente reflexión sobre el presente. ¿Qué tipo de país puede ser el presente? ¿Qué relación con el presente, y con su extensión, tiene en esta novela el relato del recuerdo del amigo desaparecido, más allá de un mero lugar de anclaje para el sujeto que recuerda? ¿Qué, concretamente, implica un presente extenso? La caracterización territorial del tiempo operada por el epígrafe de Los planetas vendría a problematizar la idea de la independencia del tiempo y el espacio: La geografía no se limita a proporcionar a la forma histórica una materia y unos lugares variables. No sólo es física y humana, sino mental, como el paisaje. Desvincula la historia del culto de la necesidad para hacer valer la irreductibilidad de la contingencia. La desvincula del culto de los orígenes para afirmar el poder de un «medio» […]. Finalmente desvincula a la Historia de sí misma, para descubrir los devenires, que no son historia aunque reviertan nuevamente a ella. 13

En este sentido, la imbricación de las categorías temporales y espaciales (bien visible, por lo demás, en toda la novela), podría dar cuenta de una posición con respecto a la Historia y el modo de abordarla: una experiencia territorial de los procesos históricos, según Deleuze, lleva a salirse de la Historia por un instante de “gracia”, ante la aparición de un “medio” adecuado, para acceder al acontecimiento, esa irrupción intempestiva de lo que, condicionado por la Historia, “tiene necesidad del devenir como de un elemento no histórico”14 para darse momentáneamente y como contingencia. Si se acepta la hipótesis de                                                                                                                         12

Ibídem, p. 50. En su trabajo, Catalin dirige parte de sus reflexiones hacia una oposición entre enfrentamiento con el testimonio y escamoteo de la posibilidad del duelo, reservando las observaciones finales a los modos de figuración de lo siniestro como aquello que se presenta como mero efecto sin causa. 13 Gilles Deleuze y Félix Guattari, op. cit., p. 97. Las cursivas son mías. 14 Ibídem, p. 97.

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que la voz narrativa busca la aprehensión de acontecimientos más que la recuperación de una parte de la historia o la restitución de un hecho del pasado, la novela no escenificaría un movimiento elusivo en torno a un hecho histórico traumático sino una experiencia del devenir, es decir de “lo que no se acaba, aunque tampoco […] empieza”:15 Para quien se entrega a una amistad territorial, el tiempo, incluso el mismo espacio, es una excusa subalterna respecto del único elemento esencial, el camino oblicuo, muchas veces también sinuoso, siempre arbitrario, en cuyo recorrido como bajo las aguas se va acumulando el limo, huella y trabajo de la distancia. Resulta paradójico que el territorio, una categoría espacial, vea abolida su misma condición para hacerse inabarcable y manifestarse bajo la forma de demora, de pasado muchas veces irrecuperable, apogeo caduco, o de presente liberado, apto para cambiar de forma y ocupar otro lugar en cualquier momento y circunstancia (163).

La experiencia es lo que sigue ocurriendo, lo que no podría ser encapsulado bajo los rigores del contexto y la causalidad, sino aquello cuyo sentido sigue siendo la materia de un acontecer que inquieta cada uno de los actos del presente. En tanto instante, dice Nietzsche, “es un milagro”, “aparece en un parpadear, en el próximo desaparece, antes una nada, después una nada, sin embargo retorna como un fantasma para estorbar la tranquilidad de un instante venidero.”16 El presente no sería entonces una mera designación temporal en la cual se anclaría la voluntad rememorativa mediante la escritura para “retener el tiempo y poder, definitivamente, honrar en el recuerdo”17, sino, quizá, exactamente lo contrario: el presente es el territorio en el que confluyen tiempos diversos para crear una dialéctica que no encuentra síntesis,18 se extiende -se estira- de modo que el recuerdo se actualice constantemente no como una aparición prístina del pasado sino como un acontecimiento contemporáneo. De acuerdo con Agamben, lo contemporáneo se asemeja a la luz de las estrellas que, fulgurando en nuestra dirección (es por eso que vemos su brillo), se están alejando a una velocidad mayor que la velocidad de la luz por la fuerza de la galaxia que las contiene y que obedece al movimiento de expansión del universo. Se trataría de “una luz

                                                                                                                       

Ibídem, p. 113.   Friedrich Nietzsche, Segunda consideración intempestiva. Sobre la utilidad y los inconvenientes de la Historia para la vida, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006, p. 14. 17 Karen Saban, “Inflexiones literarias en la materia del tiempo: Dos novelas argentinas sobre escritura y memoria”, Orbis tertius, No. 17, La Plata, 2011, p. 3. 18 Un desarrollo de la noción de “dialéctica en suspenso” a partir del concepto de anacronismo puede encontrarse en Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008. Más adelante me referiré a estas elaboraciones con mayor precisión. 15 16

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que quiere alcanzarnos y no puede”19: la contemporaneidad implica un desfasaje que sólo puede darse cuando los elementos en juego habitan un mismo espacio. En este caso, el país invisible y extenso del presente. La forma de Los planetas, los modos que adopta la novela para narrar los recuerdos, son solidarios con esta concepción de lo contemporáneo. No existe un presente que se diferencie del pasado que se recuerda o, si existe, está intervenido constantemente por la irrupción del pasado en su mismo plano. Es por esto que no es posible acceder a un recuerdo pleno, es por esto que el narrador corta los episodios que relata: de los viajes en tren se cuenta el fallo del mecanismo que suspende el recorrido en un lugar suficientemente próximo para poder ver la estación, pero inadecuado para poder completar el camino a pie; de la violencia cotidiana en el Conurbano se muestra apenas los indicios (tumulto, gritos, un cuerpo parcialmente oculto por un muro); de un cuerpo se encuentra apenas un ojo entre la maleza de los rieles del tren, al que se le quiere imaginar el resto faltante: “un ojo clama en silencio por los agregados: el párpado, las pestañas, las cejas, incluso el resto de la cara (una cara, a su vez, reclamaría la cabeza, la cabeza el cuerpo, el cuerpo la vida, etcétera; siempre algo, en este momento, está incompleto)” (80, subrayado mío); de la explosión que asesinó, junto a varios otros, a M, se alcanza a imaginar únicamente sus efectos en el paisaje, la asimilación paulatina de las partes de los cuerpos al resto de elementos de la planicie. Si se fragmentan de este modo los recuerdos, si no pueden presentarse orgánicos, completos, es porque siguen ocurriendo: su sentido, cuya continuidad turba todas las facetas de la narración, aún no se ha cumplido. Se trata no tanto de una fragmentación de las partes como un ocultamiento que se produce por la convivencia; sin distancia no existe la perspectiva: puede percibirse el escándalo masivo y sin embargo siempre es notorio que no arriba lo fundamental, ignorado, aquello capaz de explicar el objeto de los ruidos y restituirles su sentido; como si frente a un paisaje, desde algún lugar incierto en el horizonte, un resplandor fulminante nos impidiera ver ese costado y apreciar su sentido del conjunto (43).

El destino de los cuerpos                                                                                                                         19

Giorgio Agamben, “¿Qué es lo contemporáneo?”, Otra parte, No. 20, Buenos Aires, 2010, p. 77.  

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Los planetas inicia con la concatenación de dos episodios de daño irreparable sobre distintos cuerpos: el de una niña que cae de un árbol y el de los secuestrados cuyos miembros terminan “regados” (14) en la planicie tras la explosión que los militares provocan para asesinarlos, entre los cuales estaba M. Este destino de los cuerpos en el inicio sobredetermina el curso del relato en el resto de la novela al marcar de entrada una falta, una segmentación, un quiebre, una “anomalía”20: la geografía que era recorrida y habitada por dos cuerpos que la configuraban y le inventaban nuevos límites, pasa a contaminar de dispersión el cuerpo antes conexo de M al asimilar sus miembros a su extensión indistinta. Esta imposibilidad de asir lo que antes era próximo instaurada por la detonación, la violencia que suprime los cuerpos o los fragmenta hasta hacerlos otra cosa, genera varios efectos en el espacio comunitario cercenado en el que el narrador ha quedado solo. Uno de estos efectos guarda relación con las constantes tentativas del narrador por transformarse en M: quiere cambiarse el nombre, emprende la escritura de la novela (destino que todos le deparaban al amigo muerto). En la “Primera historia de M” (relato que el narrador escuchó de M y que luego reproduce al modo de un narrador omnisciente) este deseo -o esta compulsión- se ilustra en el relato de dos niños, Sergio y Miguel, que deciden hacer una broma a sus padres: al salir del colegio intercambian sus nombres y cada uno va a la casa del otro haciendo el recorrido tal como lo hace diariamente el otro. Al llegar a casa, sin embargo, lo que debía divertirlos los aterroriza: sus padres actúan como si nada hubiera cambiado, como si cada uno fuera, efectivamente, el otro. El tiempo pasa y el acto del intercambio empieza a ponerse en duda: las identidades, antaño firmes, se difuminan en virtud de la conspiración de un mundo familiar en el que el intercambio de cuerpos no ha hecho mella, extrapolando la duda sobre la identidad a Miguel y Sergio (cuyas iniciales coinciden con los personajes de la novela). Este carácter intercambiable de la identidad mina las fronteras entre ambos personajes y revela el carácter intermitente de la misma: “La identidad es gradual, y por añadidura, como no precisa manifestarse, se muestra de manera intermitente, igual que muchos astros cuya luz titilante indica los latidos de su ser. ¿Pero en                                                                                                                         20

“anclados en un presente en el que el futuro será abolido por la irrupción de la anomalía (esta, en verdad, es la imagen que prolifera en el texto, inundando todos los relatos).” Isabel Quintana, “Peregrinaciones en la ciudad y sus fronteras: el deseo de comunidad en la obra de Sergio Chejfec”, Rossana Reguillo y Marcial Godoy Anativia, Ciudades translocales: Espacios, Flujo, Representación. Perspectivas de las Américas, México, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores, 2005, p. 274.

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qué momento de la oscilación nos manifestamos verdaderamente? ¿En la remisión o en el destello?” (123). La identidad colapsada por la complicidad de las familias y del mundo en general afecta directamente la relación con el cuerpo. Si el cuerpo es “el ser de la existencia”21, si es por él que se habita el mundo, la experimentación de un cuerpo que se torna ajeno, en este relato, lleva a dos consecuencias: por una parte, la noción de identidad individual se hace lábil y termina por mutar hasta su mínima expresión: la “leve y radical diferencia” (60) entre ellos es al mismo tiempo mínima e irreversible, sus certezas individuales no alcanzan para conservar la identidad ni para luchar contra el desamparo que les produce su nueva condición de ajenidad; por otra parte, con el fin del entramado de significaciones del cuerpo propio el mundo mismo empieza a perder sus contornos: “fueron incapaces de evitar el derrumbe paulatino, acción verdadera del tiempo, que agregaba ambigüedad a su mutua indiferenciación” (59). Esta sería la primera tentativa de despojar al cuerpo de los sentidos que se le adjudican (el de la identidad y el de la subjetividad, sobre todo) en beneficio de un cuerpo cuyo único sentido constituya, para sí mismo, un límite: “Sentido mudo, cerrado, autístico: pero precisamente no hay autós, tampoco ‘sí mismo’. El autismo sin autós del cuerpo, lo que lo hace infinitamente menos que un ‘sujeto’, pero también infinitamente otra cosa.”22 En Sergio y Miguel, los protagonistas de la primera historia de M, indiferenciados a partir de un intercambio de cuerpos en tanto lugar de la identidad y de la existencia, se prefiguran ya los sentidos que tendrá la pérdida del cuerpo en Los planetas. Por otra parte, en esta novela la “ética del recuerdo que busca poner -siempre como imposibilidad- la palabra en el lugar vacío del cuerpo de los otros”23 se manifiesta como uno de los núcleos más potentes de generación de relato. La novela entera escenifica este deseo de restituir por la palabra la plenitud de un espacio que ha quedado expuesto en su vacuidad. La materialidad del cuerpo se evoca en Los planetas, desde el principio, en tanto pérdida, en calidad de materia degradada que comparte con la planicie en la que fue detonada su carencia de formas, su extensión exacerbada:                                                                                                                         21

Jean-Luc Nancy, Corpus, Madrid, Arena, 2003, p. 16. Ibídem, p. 15.   23 Isabel Quintana, “Topografías de la memoria, trazos de afectos y la potencia de la escritura en Lenta biografía de Sergio Chejfec”, op. cit., (en prensa). 22

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Era una llanura indolente, también intercambiable: hay infinitos campos parecidos. Sólo en la mente de los pobladores, en el recuerdo de los animales y en la memoria de esa gran extensión, hecha como se sabe de tierra, algunas piedras, plantas, agua y muy poco más, quedó flotando, como un ruido impaciente por acabar, el estallido […]. Aquella noticia hablaba de restos humanos esparcidos por una extensa superficie. Hay una palabra que lo describe muy bien: regados. Miembros regados, repartidos, ordenados en círculos imaginarios desde el centro inequívoco, la explosión. Hacia cualquier lado que uno fuese, todavía a cientos de metros podía toparse con rastros, que por otra parte ya no eran más que señales mudas, aptas tan sólo para el epílogo: los cuerpos deshechos después de haber sufrido, separados en trozos y dispersos (14).

Esta evocación que no deja de insistir en la pérdida de la materialidad antes compartida, al alcance, del cuerpo de M (materialidad doblemente perdida, ya que a la muerte se agrega la inexistencia, por la explosión, de un lugar definido en donde concentrar cualquier ritual de duelo), apunta a una búsqueda de los efectos que la materialidad abolida sigue teniendo sobre el mundo. De este modo, al peso material que tiene el cuerpo del narrador sobre los espacios que recorre, a la existencia orgánica que su cuerpo aún ostenta, se suma una modalidad de cuerpo que sólo se manifiesta por sus efectos, cuya materialidad habría devenido énfasis: “¿Hay un lugar donde los recorridos hablen por nosotros sin necesidad de nuestro énfasis? El otro no respondió. Si existe, no sabemos dónde está; y si no existiera deberíamos inventarlo” (128). Los cuerpos sin énfasis, los que sueñan ejercer una influencia más allá de su materialidad, generan en Los planetas una forma de existencia alternativa frente a la violencia que los suprime: mutan en cuerpos celestes, astros que existen ajenos a todas las formas de la voluntad sin perder por eso existencia. Alrededor de esta posibilidad, el narrador se cuestiona la calidad de la influencia que M sigue ejerciendo sobre el mundo: Por ejemplo el espacio exterior; allí intervienen carreras y fuerzas de origen incierto, imposibles de atribuir a algún cuerpo en particular, como si la prueba existencial de las cosas no pasara por la masa, sino por los efectos indirectos de su intervención misteriosa: eso que llamamos organización común, realidad o de distintas maneras. Los cuerpos tienen entonces una categoría existencial negativa, definida por sus consecuencias o señales más que por su materialidad (130-131, subrayado mío).

Existe, entonces, un paso de lo corporal orgánico a lo corporal territorial y en dispersión. El primer y más claro ejemplo es el del cuerpo de M que explota y se vuelve parte del paisaje. El cuerpo de Sela, la niña que cae del árbol al inicio de la novela, pasa de ser imaginado por 13    

Grino, el que la ve caer, a partir del imaginario de las fotografías de jóvenes nadadoras en revistas de su infancia, como una mezcla vital de musculatura y piel vigorosos a punto de inaugurar el movimiento al arrojarse a la pileta, a caer en un “estruendo de piedras partidas” (13) y malograrse irremediablemente. En la “Segunda historia de M”, dos viajeros formoseños han decidido emprender un viaje. Meses después, empobrecidos y apáticos, en mitad de algún desierto, el deseo y las expectativas, índices de una subjetividad estructurante, dejan paso a la mecanicidad de la errancia sin objetivos: “Se creían tenues, transparentes, y en tal sentido consideraban secundaria cualquier decisión propia y profundamente subalterno cualquier incidente” (102). Las descripciones de los cuerpos evolucionan hacia un debilitamiento de los contornos, hacia su confusión, violenta o paulatina, con el paisaje. Asimismo, el cuerpo de Marta, la niña que encuentran los formoseños en uno de los desiertos que atraviesan y que es dejada por ellos a la intemperie, deviene imagen sustituida: la foto de revista de una niña a punto de echarse a una piscina pasa a reemplazar el cuerpo de Marta que no quisieron adoptar24 y se convierte en extraño objeto de culto y de ritual, convirtiéndose en una suerte de repetición25, una representación secundaria y adulterada, multiplicable y reemplazable por la arbitrariedad con la que es designada como imagen del cuerpo real, del cuerpo que fue abandonado: También le prendieron velas al recuerdo de Marta, para cuya presencia no encontraron mejor imagen que la fotografía de una niña a punto de lanzarse a una piscina, recortada de una vieja revista de actualidad, con las manos juntas como si estuviera rezando hacia abajo. La inocencia de Marta se hizo atemporal, incluso el léxico para interpretarla cambió, se impregnó de misticismo, algo así como de beatitud. Si hasta cierto momento se habían referido al primer encuentro con ella como su “llegada” y al segundo como su “regreso”, ahora hablarían de una presencia permanente, aunque fueran esporádicos los momentos que elegía para manifestarse. Marta se había presentado en uno y otro momento, ya que de algún modo siempre, desde conocida, había estado presente, como seguía estando, nada más que ausente (115).

En el paso de lo que tiene forma y contorno a la transparencia o dispersión, es decir a la confusión de la figura con su fondo, se van construyendo escenarios caóticos en los que                                                                                                                         24

Esta operación es frecuente en las novelas de Chejfec: características o pensamientos de personajes se repiten en otros personajes sin que tengan ninguna relación a nivel diegético. El efecto principal de esta operación recurrente es el de un enrarecimiento del estatuto del narrador, ya que, siendo los personajes ajenos a estas operaciones, es a nivel de enunciación que se pone en juego una voluntad de repetición o confusión de sus características. Una de las novelas del autor en que con mayor complejidad se explota este recurso es Cinco, Buenos Aires, Simurg, 1998. 25 “Porque como se sabe la repetición no simplifica; al contrario, trastorna” (Los planetas, p. 137).  

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objeto y sujeto van perdiendo las diferencias entre sí, en los que “lo idéntico se superpone a lo igual” (97) para abolir todas las diferencias y escenificar un momento previo a la crisis en que el mundo se sumirá en el caos. En Los planetas, los cuerpos sufren esta metamorfosis y cumplen un ciclo que es, también, el del mundo de la novela: el peligro y la amenaza sobrevuelan las acciones de los personajes y el escenario quieto de la ciudad o de la llanura según la lógica del azar. La monotonía de las acciones de los personajes, el énfasis con el que se caracterizan las escenas como ajenas a toda acción, crean las condiciones necesarias para la inminencia de la crisis: “Algo ocurre y el escenario se transforma” (13). La mención insistente del azar como ejecutor de los destinos busca configurar un universo cuyas leyes son ajenas a cualquier voluntad, una especie de mecanismo que actúa, indiferente, sobre el mundo, generando ciclos intercalados de quietud, crisis y recomienzo: “La máquina que movía las olas era la misma que fabricaba las fotos y dirigía los planetas y la gente” (255). Es de este modo que el horror se manifiesta en Los planetas, es decir, en tanto crisis que adviene como un efecto sin causa,26 manifestación siniestra del azar sobre un paisaje indiferente que instaura el silencio como premonición de todo porvenir. La indiferenciación paulatina de los objetos, la revelación gradual de su naturaleza dispersa concebida en el “núcleo de desorden” (21) al que tarde o temprano vuelven, son las condiciones para el advenimiento de una fatalidad que, al pasar lejos de las órbitas de la voluntad y la conciencia, se presenta como evidencia irremediable, “porque es evidente que las cosas se reducen y luego acaban, eso ocurre con todo” (272). Los astros siguen su viaje después de haber muerto Los planetas empieza con la imagen de una niña, Sela, que cae de un árbol. Su cuerpo desplomado levanta polvo, piedras y ramas que generan un desorden en la quietud visual que dominaba la mirada de Grino, el hombre que es testigo de la caída desde su puesto de                                                                                                                         26

“Pocas cosas hay en apariencia más gratuitas que detonar la intemperie, pero entonces lo macabro se disfrazaba de sinsentido o inocencia, también de cosa banal, reemplazando al verdadero rostro del terror. (Esto hacía que el peligro fuera una amenaza irracional, no tanto porque no pudiera caber en la cabeza de la gente, sino porque se desplegaba según una lógica que recurría a un orden desconocido para ponerse de manifiesto)” (14). Catalin lo resume así: “el efecto se intensifica por una lógica extraña que enfatiza las consecuencias escamoteando las causas, y crea atmósferas de incertidumbre que vehiculan diferentes formas del horror/terror en tanto ignorancia de la motivación, la causalidad o el origen”(Mariana Catalin, op. cit., p. 50).

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trabajo. De esta interrupción del curso normal de la vida, lo que se cuenta es su vuelta a la calma, el asentamiento de los elementos en lugares levemente diferentes y el pliegue de la pequeña catástrofe a la vida impávida del paisaje: Algo ocurre y el escenario se transforma. La detonación se produce puntual. Uno puede imaginarse el estruendo de piedras partidas, ramas quebradas, la explosión de la tierra que sólo termina cuando, paradójicamente, se ve que nada recupera su lugar original. Muchas veces se tiene la impresión de que los cambios en la naturaleza no perduran; aunque sean brutales, incluso violentos, sus efectos decantan rápido, se pliegan al paisaje general y enseguida vuelve también el silencio, que es cuando todo está listo para recomenzar (13).

La imagen del recomienzo tras la desgracia marca así, desde el inicio, el relato. Georges Didi-Huberman ha planteado una perspectiva del recomienzo continuo de la historia del arte a partir de la noción de anacronismo que resulta útil para esta propuesta. Al cargar contra la actitud canónica de la historiografía, que pretende comprender cada objeto de acuerdo con una estricta concordancia temporal, es decir suprimir las condiciones contextuales del historiador en busca de una “pureza” temporal propia del objeto, introduce la categoría de “memoria” para comprender la operación sobre la historia que, siguiendo a Benjamin, a Warburg y a Carl Einstein, quiere llevar a cabo. La memoria como receptáculo de tiempos heterogéneos sería el vehículo del historiador al pasado, es decir que desde esta perspectiva toda mirada hacia el pasado se ancla en el presente, rechazando de entrada las pretensiones panofskianas de acceso puro al pasado. En este sentido el anacronismo, en tanto paradigma de cuestionamiento de la linealidad histórica, introduce la anomalía en el relato cronológico, lo que inquieta, como un síntoma, cuando nadie lo espera, el curso “normal” de las cosas. Así, Didi-Huberman asume la noción benjaminiana de imagen dialéctica para comprender el modo en que tiempos heterogéneos aparecen en los objetos de la historia y perturban el tiempo con destellos o fulguraciones anacrónicos; realiza un cuestionamiento epistemológico de los medios de la historia para comprender las imágenes y reconoce el anacronismo inherente a todo objeto y su necesidad como una riqueza: Es necesaria, me atrevería a decir, una extrañeza más, en la cual se confirme la paradójica fecundidad del anacronismo. Para acceder a los múltiples tiempos estratificados, a las supervivencias, a las largas duraciones del más-que-pasado mnésico, es necesario el más-quepresente de un acto: un choque, un desgarramiento del velo, una irrupción o aparición del

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tiempo, aquello de lo cual hablaron tan bien Proust y Benjamin bajo la denominación de “memoria involuntaria”.27

Si, en esta perspectiva, la historia siempre está recomenzando, es porque la irrupción de tiempos heterogéneos aparece como un síntoma, “un malestar, una desmentida más o menos violenta, una suspensión”,28 y que interrumpe el curso normal de las cosas, su fluidez cronológica, y las obliga a comenzar de nuevo. Este “comienzo” guarda relación directa con la noción benjaminiana de “origen”: “El origen es un torbellino en el río del devenir, y entraña en su ritmo la materia de lo que está en tren de aparecer”,29 es decir, no una fuente de las cosas sino la apertura por la que vuelven a comenzar.30 El recomienzo se entiende, entonces, como vuelta al origen no en tanto fuente o génesis sino como un torbellino en el devenir del tiempo, una crisis en el curso normal de las cosas, la aparición de un síntoma que conjuga tiempos diversos y los actualiza en un momento dado, inquietando el presente y la cronología. Cuando el narrador de Los planetas lee en el diario la noticia sobre la explosión en el descampado en la que asume fue destruido, entre otros, el cuerpo de su amigo, lo que le extraña más allá del hecho (la posible muerte de su amigo no lo extraña sino que lo horroriza y lo deja con una vida adelgazada, evanescente, marcada) es la imagen de la detonación de la intemperie, y la manera en que los elementos (polvo, tierra, piedras, fragmentos de cuerpos) adquirirían la actitud inerte e inexpresiva que les corresponde como parte del paisaje. Cómo, y qué tan pronto, las cosas retoman su recorrido, con un leve desajuste que no impide, de todos modos, que el universo siga su curso. Por eso, al inicio de la novela, el narrador dice: “lo que sigue es una historia que no ha terminado” (17). Si bien hay una fractura en la vida del narrador a partir de la desaparición de su amigo (este es un dato continuamente puesto de relieve en la novela), fractura que se manifiesta en todo lo que gira alrededor del recuerdo de M, sobre la relación de sus                                                                                                                         27

Georges Didi-Huberman, op. cit., pp. 43-44. Ibídem, p. 48.   29 Walter Benjamin, Paris, capitale du XIXe siècle. Le livre des passages (1927-1940), trad. J. Lacoste, Le Cerf, 1993, p. 487. Citado por Didi-Huberman, op. cit., p. 128. 30 “Es necesario deducir que la historia del arte siempre está por recomenzar. Cada nuevo síntoma nos reconduce al origen. Cada nueva legibilidad de las supervivencias, cada nueva emergencia del largo pasado vuelve a poner todo en juego y da la impresión de que, hasta allí, ‘la historia del arte no existía’”. Georges Didi-Huberman, op. cit., p. 146. 28

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historias, la rememoración de las caminatas conjuntas y de las conversaciones sobre trenes, sobre el genuino esfuerzo por recordar que es toda la novela, gravita un peso que trasciende al narrador: la acción del tiempo y su curso inevitable, que parece exigir que todo aquello que causó algún estruendo se pliegue pronto a su extensión inconmensurable. Contra esta fuerza lucha -y fracasa- el narrador. Una de las imágenes sobre las que el relato vuelve constantemente es la del narrador y M como planetas: A veces pienso que andamos por la ciudad como planetas, siguiendo la trayectoria individual y con una misma posición relativa navegamos según dibujos uniformes. Pero los planetas no se mueven así -corregí-, en todo caso serán las ‘estrellas’, los ‘astros’. (M ya no escuchaba). Así, el movimiento aparente de aquello que está en el cielo y que de manera genérica llamamos estrellas se convirtió, por obra de la casualidad, en clave y emblema de nuestro vínculo: pese a los vacíos y distancias que pudieran producirse, eventualmente y como quien dice, entre los dos, siempre habría una influencia recíproca, pautada por simples principios de equilibrio y compensación, ley suprema de nuestros cursos y recorridos (130).

La idea –esbozada por M, pero luego asimilada por el narrador- de que sus trayectorias se asemejan a las de los planetas, contamina rápidamente la narración de modo que la vocación de inacción de ambos personajes se metaforiza en esos términos: “Errábamos como planetas, y nuestras órbitas pasaban bien lejos del radio de influencia de la actividad” (178). Planetas o astros, los recorridos del narrador y de M ejecutan una especie de mapa primario y abstracto del que proviene su amistad, y que será el espacio que la novela procurará dibujar a través del relato de episodios vividos o referidos, que están unidos por la presencia constante del movimiento. Tras la muerte de M, queda un resto aún por contar. El astro, aunque muerto, continúa su recorrido. Como el Gran Buenos Aires, “todo aparentaba nacer de continuo, comenzar y comenzar como una palpitación incansable” (190); se trata de la extensión mencionada del presente, ese país invisible que el narrador sigue cohabitando con M tras su muerte, pues su ausencia trabaja el tiempo del relato horadándolo, existiendo por sus efectos más que por su materialidad, que ha sido abolida. Es decir que, como las señales sonoras de un trueno cuyo origen ha desaparecido sin dejar por eso de obrar sobre el mundo, la influencia de M (así la llama continuamente el narrador) sobre el mundo cartografiado por sus recorridos sigue generando relato y sigue interviniendo el espacio. 18    

La imagen de los planetas es productiva porque permite pensar en algo inerte que se mueve a pesar de todo. Tras esa gran crisis que no se experimenta y que no se puede narrar que es la muerte, las cosas consiguen seguir su curso. En cierto momento el narrador dice por boca del padre de M: “[todo] más tarde o más temprano acababa sometido al imperio de la temporalidad, era un orden que si bien aspiraba a su autonomía simbólica tenía como límites infranqueables el comienzo y el final, el momento cuando la norma temporal se plegaba e imponía; la vuelta a la normalidad” (192). La extensión siempre proliferante de Buenos Aires prefigura la otra, más inabarcable y más caótica, del presente. En él, la voz y los pasos del pasado irrumpen con la fuerza intempestiva de lo que aún no termina de acontecer, de lo que sigue expandiéndose como una detonación de largo alcance. El tiempo como máquina que empuja por igual a los planetas, a las olas del mar y a las personas se expande indiferente y continuo, aplanando los distintos momentos del caos que produce una u otra explosión y plegándolos a la fuerza anónima que pone en movimiento a todos los planetas. Esta potencia ajena a la voluntad permite imaginar una proliferación del movimiento más allá de toda conciencia, que perdurará cuando ninguno de los personajes de esta historia exista: Hasta ese momento reposo y movimiento habían sido estadios paralelos, algo así como una exclusión recíproca confirmaba su mutua implicancia; pero ahora surgía una certeza aparte, una verdad independiente de la que ambos se sintieron portadores: quietud y movimiento significaban los polos intercambiables del desorden, y con ello todo -lo estático y lo dinámico, ellos dos, las personas con las que se cruzaran y también los mismos avatares que los distrajeran- en el futuro pertenecería a una nueva categoría cinética (98, subrayado mío).

La certeza de la muerte ronda constantemente el relato, deja sentir su peso esporádicamente y envuelve la piel del narrador desde dentro, según su propia sentencia: “El silencio -dice- era también premonitorio, hablaba del silencio en el que todos, más tarde o más temprano, terminaremos indiferenciados” (156). Sin embargo, la “nueva categoría cinética” da una imagen del futuro que se mantiene en movimiento. Hacia el final de la novela, el narrador tiene un sueño: está viajando en tren hasta Moreno con su amigo, finalmente reencontrados en ese espacio simbólico que fue un tópico en su amistad. La entrada simétrica de personas que se agrupan a su alrededor ordenadamente les otorga una centralidad que, en el sueño, ambos consideran absoluta en relación con el mundo entero. Cuando han llegado a la estación final, el narrador ya mira desde el otro lado de la 19    

ventanilla, sobre el andén, el perfil de M que sigue dentro del tren, listo para continuar el recorrido.31 El “vagón inmóvil” que se ha convertido en “la promesa del próximo viaje” (279-280) es la marca de lo que no se detiene: promesa cumplida para M y por cumplirse para el narrador, es el vestigio concreto de la categoría cinética del futuro. Es quizá esta doble certeza, la del peso de la muerte como explosión igualadora y potencia de desorden y la de la continuación del movimiento pese a todo, esa “máquina” de la que habla el narrador, lo que mueve a los viajeros, a los errantes y a los planetas. Si bien las novelas de Chejfec, y esta en particular, trabajan la narración para llevarla a un punto de crisis en que los objetos y los personajes terminan hundiéndose en una indistinción aplanadora que acaba con las diferencias e introduce por tanto el caos, en Los planetas esto aparece bajo otra luz. La perspectiva del recomienzo, que desconoce sujetos y voluntades, es decir que no se hace acreedora de las promesas de la esperanza, le da al relato la posibilidad de devenir futuro: un relato virtual que seguirá su curso inevitablemente, como el tren en el sueño del narrador, que al mismo tiempo se lleva para siempre, ya perdido casi totalmente su recuerdo, a M, e inaugura la mejor de todas sus aventuras.

                                                                                                                        31

“Entonces, justo cuando acabamos de frenar y el vagón inmóvil se ha convertido en la promesa del próximo viaje, observo el perfil de su cara mirando por la ventana y digo: ‘Esta ha sido nuestra mejor aventura’. Ante lo cual M se da vuelta y responde con una sonrisa: ‘Sí, nuestra mejor aventura’” (279- 280).

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