La religión y la esfera pública: ¿cuáles son las obligaciones deliberativas de la ciudadanía democrática?

July 23, 2017 | Autor: Cristina Lafont | Categoría: Democracia Participativa, Democracia
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Descripción





Véase John Rawls, Political liberalism, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, EEUU, 1993.
Véase John Rawls, The idea of public reason revisited (1997) en John Rawls, Collected Papers, ed. por Samuel Freeman, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, EEUU, 1999, p.584.
Véase John Rawls, Political liberalism, op. cit., pp. 212-254 y The idea of public reason revisited, op. cit., pp. 573-615.
Véase Robert Audi, The place of religious argument in a free and democratic society en San Diego Law Review,30/4, University of San Diego, San Diego, EEUU, 1993, pp. 677-702; Robert Audi, Liberal democracy and the place of religion in politics(1997) en Robert Audi and Nicholas Wolterstorff, Religion in the public square, Rowman & Littlefield Publishers, Londres, Reino Unido, 1997, pp. 1-66; Robert Audi, Religious commitment and secular reason, Cambridge University Press, Cambridge, Reino Unido, 2000.
En mi opinión, la interpretación rawlsiana del contenido de la 'razón pública' en terminos de valores democráticos básicos ofrece la explicación más plausible sobre el tipo de razones que deben tener prioridad en la deliberación pública política. Sin embargo, esto es todo lo que mi propuesta toma prestado de la explicación de Rawls. En particular, mi propuesta no requiere asumir algunos presupuestos fuertes que Rawls incluye en su explicación, tales como la completitud de la razón pública. Sobre este asunto véase la nota al pié 35.
Aunque en las sociedades democráticas puede haber ciudadanos que no endorsen los valores políticos democráticos, solo si una mayoría de ciudadanos los endorsa es posible mantener un regimen democrático a largo plazo. La explicación de los deberes morales de la ciudadanía democrática solo tiene sentido si se asume dicho objetivo. Dado que los ciudadanos que rechazan los valores democráticos rechazarían igualmente cualquier obligación democrática de ofrecer razones aceptables a otros ciudadanos en favor de las políticas coercitivas que todos deben acatar, dichos ciudados están fuera del alcance de una explicación de las obligaciones morales de la ciudadanía democrática que hacen posible la justificación pública. Para bien o para mal, la explicación de las obligaciones democráticas de la ciudadanía se limita al ámbito de los ciudadanos democráticos. Dicho esto, debo añadir que los asuntos relativos al grado apropiado de tolerancia de posturas antidemocráticas contra principios básicos de libertad e igualdad en la esfera pública (p.ej libertad de expresión frente a discurso de odio, etc.) son extremadamente importantes y requieren un tratamiento separado en una discusión general sobre la estructura apropiada de la esfera pública en sociedades democráticas. Pero, dado que estos asuntos están fuera del ámbito de discusión de la ética de la ciudadanía democrática, no voy a hacer referencia a ellos aquí.
La concepción rawlsiana de la razón pública incluye también elementos triviales que pertenecen a la razón común humana, tales como "creencias generales presentemente aceptadas y formas de razonamiento características del sentido común, así como los métodos y conclusiones de la ciencia cuando no son controvertidos." (John Rawls, Political liberalism, op. cit., p. 224). Para más detalles de la interpretación rawlsiana del contenido del consenso por solapamiento (overlapping consensus), véase John Rawls, Political liberalism, op. cit., pp. 133-172.
En la terminología de Rawls los "asuntos políticos fundamentales" son aquéllos relativos a cuestiones constitucionales y materias de justicia básica. Véase John Rawls, Political liberalism, op. cit., p. 137ff.
Nicholas Wolterstorff, The role of religion in decision and discussion of political issues en Religion in the public square en Robert Audi and Nicholas Wolterstorff, Religion in the public square op. cit., p. 105.
Véase Jürgen Habermas, Religion in the public sphere en European journal of philosophy, 14/1, Wiley-Blackwell, EEUU, 2006, pp. 1-25.
Para una defensa de esta postura véase Michael Sandel, Public philosophy, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, EEUU, 2005.
Para una defensa de esta postura véase Chantal Mouffe, The democratic paradox, Verso Books, Londres, Reino Unido, 2000.
Para cumplir con este criterio, debe ofrecerse algún argumento que muestre la manera específica en que la objeción de que la política coercitiva en cuestión es incompatible con tartar a todos los ciudadanos como libres e iguales es de hecho incorrecta. Más adelante discuto con más detalle las consecuencias específicas en casos de disenso entre los ciudadanos acerca de si las objeciones se han refutado con éxito o no. Sobre las consecuencias en casos de enfrentamiento de objeciones a ambos lados del debate véase la nota al pie 35.
El análisis ofrecido a continuación del enfoque de Habermas lo tomo de Cristina Lafont, Religion in the public sphere: remarks on Habermas's conception of public deliberation in post-secular societies en Constellations, vol. 14, essay 2, Blackwell Publishing, Oxford, Reino Unido, 2007, pp. 239-259
Véase Nicholas Wolterstorff, The role of religion in decision and discussion of political issues (1997) en Robert Audi y Nicholas Wolterstorff, Religion in the public square, Rowman & Littlefield Publishers, Londres, Reino Unido, 1997, pp. 67-120
Véase Paul Weithman, Religion and the obligations of citizenship, Cambridge University Press, Cambridge, Reino Unido, 2002.
Véase John Rawls, Political liberalism, op. cit. y The idea of public reason revisited, op. cit.
Véase Robert Audi, The place of religious argument in a free and democratic society, op. cit., Robert Audi, Liberal democracy and the place of religion in politics, op. cit. y Robert Audi, Religious commitment and secular reason, op. cit.
Jürgen Habermas, Religion in the public sphere, op. cit., p. 8.
Ídem
Nicholas Wolterstorff, The role of religion in decision and discussion of political issues en Robert Audi y Nicholas Wolterstorff, Religion in the public square, op. cit., p. 105.
Para una defensa de esta objeción articulada en términos de la idea rawlsiana de los "esfuerzos del compromiso" véase Christopher Eberle, Religious conviction in liberal politics, Cambridge University Press, Cambridge, Reino Unido, 2002, p. 143ff.
Para una defensa fuerte de la objeción moral a la propuesta de Rawls, véase Michael Sandel, Public philosophy, op. cit., p. 224ff.
Jürgen Habermas, Religion in the public sphere, op. cit., pp. 9-10 (mis cursivas).
Íbid., p. 9.
De hecho, no me parece que la ignore en absoluto. Por un lado, Rawls efectivamente asume que normalemente los ciudadanos razonables encontrarán razones públicas en apoyo de las políticas que sus doctrinas comprehensivas favorecen, por lo que el debate político (o incluso el estancamiento político) tendra lugar entre visiones apoyadas por razones públicas pero mutuamente en conflicto. Pero, por otro lado, esto no significa que cuando no se dé este caso el requisito de Rawls permanezca en silencio. A la luz de su requisito, cuandoquiera que los ciudadanos no logren encontrar razones públicas apropiadas en apoyo de las políticas que sus doctrinas comprehensivas o religiosas favorecen tienen dos opciones claras. Primero, pueden cambiar de opinión correspondientemente ("es tarea de los propios ciudadanos el afirmar, revisar o cambiar sus doctrinas comprehensivas. Sus doctrinas pueden ignorar o contar como nulos los valor políticos de una sociedad democrática constitucional. Pero entonces los ciudadanos no pueden afirmar que tales doctrinas son razonables." (John Rawls, The idea of public reason revisited, op. cit., p. 609)). Segundo, pueden mantener sus doctrinas comprehensivas y seguir buscando razones públicas para apoyarlas. Pero, naturalmente, esto implica que por el momento, lejos de permitir a los ciudadanos continuar su abogacía política en base a razones no-públicas, el requisito de Rawls requiere que acepten la implementación de la decisión contraria basada en razones públicas "como ley legítima, y no se resistan a ella por la fuerza." (John Rawls, Introduction to the paperback edition, op. cit., lvii).
La semejanza puede verse simplemente remplazando la palabra "religioso" por la palabra "secular" en el argumento principal que ofrece Habermas contra la propuesta de Rawls. El argumento parafraseado rezaría más o menos del modo siguiente: Si aceptamos esta objeción, a mi juicio convincente [a saber: que pertenece a las convicciones de un gran número de personas seculares en nuestra sociedad el que deben basar sus decisiones acerca de asuntos fundamentales de justicia en sus convicciones seculares], entonces el Estado liberal, que expresamente proteje aquellas formas de vida en términos de derechos básicos, no puede exigir de todos los ciudadanos que justifiquen sus aseveraciones políticas independientemente de sus convicciones o visiones de mundo seculares. (Jürgen Habermas, Religion in the public sphere, op. cit., p. 8; mi paráfrasis).
Ibíd., p. 15.
Extrañamente, éste es precisamente el argumento que el mismo Habermas esgrime contra la propuesta liberal que obliga a todos los ciudadanos (y con ello, a fortiriori, a todos los ciudadanos religiosos) a ofrecer razones corroborativas no-religiosas para las políticas coercitivas que ellos defienden. Véase la nota al pie 27.
Íbid., p. 11 (mis cursivas).
Paul Weithman, Religion and the obligations of citizenship, op. cit., p. 3.
Jürgen Habermas, Religion in the public sphere, op. cit., p. 9
Ídem.
Aunque hay que señalar que en la propuesta de Rawls queda poco claro sobre quién recae la obligación de cumplir con dicho requisito. Véase John Rawls, Collected Papers, op. cit., p. 592. Pero, sea como fuera que dicha obligación se especifique, sigue siendo el caso que, de acuerdo con Rawls, para cada propuesta de política coercitiva ha de ofrecerse una justificación basada exclusivamente en razones públicas. Esta obligación general se basa en el supuesto de Rawls de que la razón pública "es adecuadamente completa, esto es, que para al menos la gran mayoría de las preguntas fundamentales, posiblemente para todas, alguna combinación y balance de los valores políticos por si solo muestra la respuesta" (John Rawls, Political liberalism, op. cit., p. 241). Por el contrario, mi propuesta no requiere aceptar el problemático supuesto de que las razones públicas son por si solas suficientes para determinar la mayoría de los asuntos politicos fundamentales. El supuesto de completitud de Rawls ha sido fuertemente criticado por varios autores. Para dos críticas detalladas al respecto véase Michael Sandel, Public Philosophy, op. cit., p. 223ff. y Christopher Eberle, Religious conviction in liberal politics, op. cit., part III.
Como he indicado en otras notas, no comparto el supuesto adicional de Rawls sobre la completitud de las razones públicas, por lo cual concedo que estas razones son suficientes para determinar ciertas políticas coercitivas, pero pueden no ser suficientes tanto en aquellos casos en que ambas alternativas son consideradas igualmente compatibles con tratar a todos los ciudadanos como libres e iguales como en casos en que ambas alternativas se consideren igualmente incompatibles. El debate sobre el aborto puede verse como un ejemplo del segundo tipo en el que ambos lados del debate han logrado articular sus objeciones al punto de vista opuesto en términos de valores políticos básicos de libertad e igualdad (p. ej, de derechos fundamentales, en un caso de las mujeres y en otro de los fetos). Sólo disienten en sus visiones no-políticas sobre qué constituye una persona, sobre si los fetos son seres humanos, y otros asuntos comprehensivos de este estilo. Por ello, aunque la prioridad de las razones públicas se refleja, de hecho, en la forma en que el debate ha sido estructurado, no ayuda sin embargo a resolverlo. A mi parecer, la resolución política de este tipo de casos díficiles puede que solo pueda ser un compromiso con el que ambos lados puedan vivir (al menos mientras haya desacuerdos metafísicos o comprehensivos relevantes pero irresolubles). Sin embargo, la prioridad de las razones públicas sí explica por qué la acomodación puede ser considerada como una solución razonable (aunque temporal) por parte de los ciudadanos de ambos bandos. Dado que las objeciones basadas en razones públicas no han sido desbancadas exitosamente por ninguno de los dos bandos del debate, existe la posibilidad de que derechos básicos de los ciudadanos sean violados por las políticas que cada bando apoya. Esto le da a los ciudadanos razones adicionales para aceptar una política que minimice lo más posible la violación putativa de tales derechos como la mejor solución temporal al problema.


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La religión y la esfera pública: ¿cuáles son las obligaciones deliberativas de la ciudadanía democrática?

Cristina Lafont


Durante las últimas décadas, el papel de la religión en la esfera pública ha sido objeto de creciente atención, tanto en los círculos académicos como en la propia esfera pública. El tópico es muy complejo e implica demasiadas cuestiones como para ser discutidas en un ensayo breve: es por esto que me concentraré en algunas dificultades específicas relacionadas con el intento de dar una explicación plausible del papel de la religión en la esfera pública por parte de aquellas concepciones de la democracia que atribuyen un rol normativo fundamental a la deliberación política entre los ciudadanos en las sociedades democráticas. La preocupación por el rol apropiado de la religión en la deliberación política aumenta contra más peso normativo se otorga a la deliberación pública en la legitimacíon de decisiones políticas en sociedades democráticas. Esta preocupación alcanza el máximo nivel, por tanto, entre los defensores del ideal de una democracia deliberativa pues la plausibilidad de este ideal depende esencialmente de la posibilidad de explicar cómo es possible la deliberación política en la esfera pública bajo las condiciones de pluralismo características de las democracias liberales, en las que los ciudadanos mantienen una amplia variedad de puntos de vista religiosos y seculares. No voy a tratar de defender aquí las virtudes del ideal deliberativo o su superioridad frente a otras concepciones de la democracia. Dando por supuesto que la concepción deliberativa es al menos intuitivamente atractiva, la pregunta que me gustaría responder aquí es si dicha concepción puede ofrecer una visión plausible de la deliberación política en la esfera pública cuando ésta incluye tanto ciudadanos religiosos como seculares.

Con este propósito, voy a explicar brevemente en primer lugar lo que estimo es el reto principal que dicha explicación tiene que enfrentar (I). En un segundo paso, me centraré en las propuestas específicas a dicho desafío que han ofrecido dos de los defensores más destacados de la democracia deliberativa, John Rawls y Jürgen Habermas (II). Después de analizar algunas de las críticas y las dificultades que enfrentan sus propuestas, esbozaré una propuesta alternativa que, a mi parecer, permite evitar dichas dificultades sin renunciar al ideal de una democracia deliberativa (III).

Tensiones en el ideal de la democracia deliberativa

Aunque hay muchas concepciones diferentes de la democracia deliberativa, todas comparten el supuesto básico según el cual la imposición de políticas coercitivas es legítima solo sí dichas políticas pueden contar con el consentimiento de los ciudadanos en un proceso inclusivo y sin restricciones de deliberación pública. Según este criterio de legitimidad democrática, los ciudadanos se deben unos a otros justificaciones basadas en razones que todos puedan razonablemente aceptar en apoyo de las políticas coercitivas que todos han de obedecer. Sólo bajo esta condición pueden los ciudadanos verse a sí mismos no sólo como sujetos a la ley, sino también como autores de la ley, tal y como exige el ideal democrático. Sin embargo, dado el pluralismo característico de las democracias liberales, es difícil esperar que, en general, los ciudadanos estén de acuerdo en la mayoría de las cuestiones políticos antes de la deliberación. Es por ello que la plausibilidad del ideal de una democracia deliberativa depende esencialmente de la posibilidad de explicar cómo la deliberación pública puede generar acuerdos sin exclusiones bajo las condiciones de pluralismo.

Aquí radica la dificultad principal. Para ofrecer un consentimiento razonable, los ciudadanos deben ser capaces de juzgar las políticas en cuestión estrictamente por sus méritos. Esto sólo es posible, a su vez, si les está permitido adoptar su propia perspectiva cognitiva, sea ésta la que sea, cuando participan en la deliberación política en la esfera pública. Pues sólo si articulan los argumentos y contra-argumentos que sinceramente consideran correctos respecto de las políticas en cuestión podrán seguir la "coacción sin coacciones del mejor argumento", por usar el término de Habermas, y llegar a una conclusión en buena fe sobre la aceptabilidad de esas políticas. Ahora bien, permitir que los ciudadanos articulen razones y justificaciones basadas en perspectivas cognitivas no compartidas parece ser directamente incompatible con la obligación democrática de proveer razones generalmente aceptables para justificar las políticas coercitivas que todos los ciudadanos han de cumplir. Y esto sugiere que las obligaciones deliberativas de los ciudadanos que participan en la deliberación política en la esfera pública están potencialmente en conflicto: mientras que la obligación cognitiva de juzgar las políticas coercitivas propuestas por sus méritos sustantivos obliga a los ciudadanos a examinar todas las razones que estimen pertinentes y dar prioridad a las que apoyen el mejor argumento, sean éstas las que sean, la obligación democrática de proveer razones aceptables a los demás requiere que los ciudadanos den prioridad a las razones generalmente aceptables, tanto si son las más convincentes como si no en cada caso. Visto desde esta perspectiva, el reto para una defensa de la democracia deliberativa bajo condiciones pluralistas consiste en ofrecer un modelo de deliberación política en la esfera pública que reconozca el derecho de todos los ciudadanos democráticos a adoptar su propia perspectiva cognitiva, sea ésta religiosa o secular, sin renunciar, sin embargo, a la obligación de ofrecer razones generalmente aceptables para justificar las políticas coercitivas con las que todos deben cumplir. Así, si uno mira desde esta perspectiva el debate sobre el papel de la religión en la esfera pública, se lo puede interpretar como un debate entre, por un lado, la insistencia liberal en la obligación de los ciudadanos a dar razones aceptables para todos en apoyo de las políticas coercitivas con las que todos deben cumplir y, por el otro, la insistencia en el derecho de los ciudadanos religiosos a adoptar su perspectiva religiosa en la deliberación pública política, por parte de los críticos del modelo liberal.



Tres propuestas: excluir, incluir o traducir las razones religiosas

Según la interpretación liberal de las obligaciones de la ciudadanía democrática desarrollado por Rawls en Liberalismo político, los ciudadanos que participan en el debate político en la esfera pública deben limitarse a ofrecer razones públicamente aceptables en apoyo de las políticas coercitivas que reivindican, en lugar de apelar a razones basadas en creencias religiosas o en doctrinas comprehensivas acerca de las cuales los ciudadanos fundamentalmente disienten. Según el famoso requisito de Rawls, se pueden incluir razones religiosas en la deliberación pública sobre cuestiones políticas fundamentales, pero sólo a condición de que "a su debido tiempo" se ofrezcan razones propiamente políticas en apoyo de la política que sea que las razones religiosas apoyen.

Una de las ventajas de la propuesta de Rawls, en comparación con otras defensas liberales en favor de la neutralidad del Estado y la prioridad de los motivos no religiosos en la política, consiste en su explicación específica acerca de la noción de razón pública. Mientras que liberales como Robert Audi, por ejemplo, identifican las "razones generalmente acceptables" con las razones seculares, la explicación de Rawls es más específica y, a mi parecer, más adecuada para la tarea a la que nos enfrentamos. Aunque las razones religiosas pueden ser consideradas como un caso paradigmático de razones que no son generalmente aceptables a ciudadanos seculares ni a ciudadanos de diferentes confesiones, de ello no se sigue que todas las razones no religiosas puedan considerarse aceptables sólo por el hecho de ser seculares. No es de esperar que ni las razones no religiosas basadas en doctrinas comprehensivas diferentes y/o mutuamente conflictivas, ni las basadas en diferentes concepciones del bien sean generalmente aceptables para todos los ciudadanos bajo condiciones de pluralismo, tanto si son seculares como si no. Sólo un subconjunto mucho más reducido de razones no religiosas, las que Rawls llama razones "públicas" o "propiamente políticas", ha de ser generalmente aceptables a todos los ciudadanos democráticos, a saber, razones basadas en los valores e ideales políticos que constituyen las condiciones mismas de posibilidad de una democracia, es decir, el ideal de tratar a los ciudadanos como libres e iguales y de la sociedad como un esquema de cooperación justo, que encuentran expresión en los principios constitucionales con los que los ciudadanos de democracias liberales están comprometidos. En la medida en que cabe esperar un consenso por solapamiento entre los ciudadanos en torno a los valores políticos básicos y las ideas democráticas de la libertad y la igualdad, estos valores e ideas constituyen el repositorio de razones generalmente aceptables al que todos los ciudadanos pueden recurrir para justificar a sus conciudadanos las políticas coercitivas por las que abogan. Aunque los ciudadanos pueden incluir razones religiosas (o comprehensivas en general) en la deliberación pública, tienen además el deber de ofrecer razones públicas corroborativas, ya que sólo éstas cuentan a la hora de determinar qué políticas coercitivas son aceptables cuando asuntos políticos fundamentales están en juego.

Ahora bien, muchos críticos han objetado que la obligación de ofrecer razones no religiosas en apoyo de políticas coercitivas impone una carga cognitiva excesiva a los ciudadanos religiosos. Como explica Nicholas Wolterstorff, "forma parte de las convicciones religiosas de un buen número de personas religiosas en nuestra sociedad la idea de que deben basar sus decisiones sobre cuestiones fundamentales de justicia en sus convicciones religiosas. Para ellos no es una opción si hacerlo o no.". La propuesta de Rawls puede parecer plausible si se asume que los ciudadanos siempre tendrán a su disposición dos fuentes paralelas de razones a las que apelar. Sin embargo, en casos de conflicto entre razones religiosas y no religiosas, parecería que ser religioso consiste precisamente en dar prioridad a las razones religiosos sobre las no religiosas a la hora de formar las convicciones propias. Si éste es el caso, como sugiere la objeción, el requisito de Rawls pone en peligro la integración política de los ciudadanos religiosos en las democracias liberales.

En La religión en la esfera pública, Habermas ofrece una propuesta que pretende reconocer lo que él considera correcto en cada lado del debate: por un lado, la necesidad de satisfacer el criterio liberal de legitimidad democrática y, por otro, la necesidad de garantizar la inclusión política de los ciudadanos religiosos que la legitimidad democrática igualmente requiere. Él concuerda con la posición liberal en la defensa de la separación entre Iglesia y Estado, y con ello también en la prioridad institucional de las razones no religiosas en la política. Consecuentemente, acepta el requisito de Rawls respecto a la deliberación política en el nivel institucional de los parlamentos, los tribunales, los ministerios y las administraciones, es decir, en lo que él llama la esfera pública formal. Pero propone eliminar el requisito de ofrecer razones no religiosas en la deliberación política en la esfera pública informal, cuando dichas razones no estén disponibles. Los ciudadanos religiosos que participan en la deliberación política en la esfera pública informal pueden ofrecer razones exclusivamente religiosas en apoyo de las políticas que favorecen, con la esperanza de que puedan traducirse exitosamente en razones no religiosas. Pero la obligación de traducción no debe recaer exclusivamente en los ciudadanos religiosos, como sugiere la propuesta de Rawls. Dicha obligación debe ser compartida por todos los ciudadanos que participan en la deliberación pública, incluidos los ciudadanos seculares. Esta propuesta intenta establecer una distribución más equitativa de las cargas cognitivas entre los ciudadanos: por un lado, los ciudadanos religiosos, al igual que todos los demás ciudadanos, deben aceptar la neutralidad del Estado y por lo tanto deben aceptar que sólo las razones no religiosas cuentan a la hora de determinar las políticas coercitivas con la que todos los ciudadanos deben cumplir; por otro lado, los ciudadanos seculares, como todos los ciudadanos, deben compartir la carga de traducir las razones religiosas en razones no religiosas. Para ello, en opinion de Habermas, todos los ciudadanos han de tomar en serio las razones religiosas y no pueden negar por principio su posible veracidad.

A primera vista esta propuesta puede parecer menos restrictiva que la de Rawls, y con ello más capaz de garantizar la inclusión política de los ciudadanos religiosos. Sin embargo, a diferencia del enfoque de Rawls, la propuesta de Habermas depende del desarrollo de actitudes epistémicas muy específicas y exigentes por parte de los ciudadanos tanto religiosos como seculares. Según el propio Habermas, las expectativas normativas de la ciudadanía democrática solo pueden ser satisfechas después de que algunos "procesos de aprendizaje" fundamentales hayan tenido lugar entre los ciudadanos religiosos y seculares. Por una parte, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica autorreflexiva hacia la modernidad. Esto implica aceptar la posible verdad de otras religiones, la autoridad del conocimiento científico y la prioridad institucional de las razones no religiosas en la política. Por otra parte, los ciudadanos seculares deben desarrollar un actitud epistémica autorreflexiva hacia la sociedad post-secular en la que viven. Esto implica trascender una comprensión secularista de la modernidad, según la cual las religiones no tienen ninguna sustancia cognitiva. De este enfoque parecen derivarse restricciones severas sobre los tipos de razones que pueden utilizarse legítimamente en los debates políticos en la esfera pública. Por ejemplo, los ciudadanos religiosos no deben apelar a razones religiosas que nieguen la autoridad de la ciencia o la posible verdad de otras religiones, y los ciudadanos seculares no deben apelar a razones seculares que nieguen la posible verdad de las creencias religiosas.

En agudo contraste con la enmienda amistosa de Habermas a la política de restricción liberal, la mayoría de los críticos del planteamiento liberal argumentan a favor de eliminar toda restricción en los debates políticos en la esfera pública. Los motivos aducidos en favor de tal política son múltiples y variados. Los comunitaristas, por ejemplo, proponen un debate totalmente abierto sobre cuestiones políticas como un modo de evitar la fragmentación cultural y de fortalecer la solidaridad entre los ciudadanos de una comunidad política, mientras que los defensores de los modelos agonísticos de democracia argumentan a favor de un debate sin límites, simplemente como una forma de reconocer la naturaleza esencialmente conflictiva de la política. Tal y como se presenta el debate actualmente, parece que la imposición de restricciones severas o la eliminación de toda restricción agotan las opciones posibles para estructurar la deliberación política en la esfera pública.

En mi opinión, sin embargo, hay una tercera opción que puede derivarse del ideal de una democracia deliberativa que es mucho más atractiva que sus competidoras. La clave consiste en interpreter el criterio liberal de legitimidad democrática en términos de una política de responsibilidad mutua (mutual accountability). Según esta política, los ciudadanos que participan en la deliberación política en la esfera pública informal pueden apelar a todas las razones en las que sinceramente creen para apoyar las políticas coercitivas que favorecen, siempre y cuando estén dispuestos a mostrar, frente a objeciones, que dichas políticas son compatibles con tratar a todos los ciudadanos como libres e iguales y, por tanto, pueden ser razonablemente aceptadas por todos. Puesto que un elemento esencial del ideal de una democracia deliberativa es que haya una presión generalizada de escrutinio justificativo en la esfera pública, sólo se puede permitir a los ciudadanos apelar a razones no compartidas para apoyar las políticas que favorecen, si están también obligados a responder a objeciones basadas en razones compartidas por todos los ciudadanos democráticos con el fin de mostrar que son incorrectas. Según esta propuesta, el único elemento de restricción involucrado en cumplir con el criterio liberal de legitimidad democrática es que los ciudadanos deben abstenerse de imponer una política coercitiva hasta que objeciones basadas en razones generalmente aceptables a todos los ciudadanos democráticos hayan sido derrotadas exitosamente. Pero antes de tratar de explicar en detalle las características de mi propuesta, quiero analizar más detalladamente el enfoque de Habermas con el fin de recalcar algunas de las dificultades que implica y que mi propuesta pretende evitar.

Según Habermas, la objeción más seria que autores como Nicholas Wolterstorff y Paul Weithman han articulado en contra del enfoque liberal sobre las obligaciones de ciudadanía democrática desarrollada por Rawls y Audi, es que la obligación de ofrecer razones generalmente aceptables a favor de decisiones políticas fundamentales impone una carga cognitiva excesiva a los ciudadanos religiosos que pone en peligro la integridad de su existencia religiosa. En su opinión, el hecho de que muchos ciudadanos pueden no ser capaces de encontrar razones no religiosas para justificar sus creencias sinceras basta para mostrar que la objeción es convincente, "dado que cualquier 'deber' implica 'poder'." Desde ese punto de vista, el problema principal con la propuesta de Rawls es que puede obligar a los ciudadanos religiosos a ser insinceros en su abogacía política. Es cierto que según la interpretación Ralwsiana del «deber de civilidad» los ciudadanos están explícitamente obligados a argumentar de buena fe cuando siguen la razón pública. Sin embargo, el hecho de que cualquier "deber" implica "poder" plantea un serio desafío. Dado que no podemos adoptar una actitud instrumental hacia nuestras propias creencias o perspectivas cognitivas—es decir, dado que no podemos elegir las razones que nos parecen convincentes y las que no—el requisito de ofrecer razones no religiosas corroborativas puede dejar a los ciudadanos sin más opción que argumentar a favor de algo diferente de lo que realmente creen. Pero, más allá de esta dificultad cognitiva, también existe una dificultad normativa. Habermas lo explica de la siguiente manera: "la objeción central tiene también una resonancia normative en relación al papel integral que juega la religión en la vida de una persona de fe [...] Según la objeción, este rasgo totalizador de un modo de creer que penetra todos los poros de la vida diaria va en contra de un endeble traspaso de convicciones políticas religiosamente enraizadas a una base cognitiva diferente". Habermas cita con aprobación la afirmación de Wolterstorff contra Rawls, según la cuale "forma parte de las convicciones religiosas de un buen número de personas religiosas en nuestra sociedad la idea de que deben basar sus decisiones sobre cuestiones fundamentales de justicia en sus convicciones religiosas."

Si esta objeción es convincente, como Habermas afirma, el problema con la propuesta liberal parece ser que los ciudadanos religiosos no pueden asumir la "división mental" requerida, precisamente porque las razones que tienen a favor o en contra de muchas políticas son razones religiosas. A mi modo de ver, el problema principal no es tanto que los ciudadanos religiosos pueden carecer de la imaginación suficiente para encontrar razones seculares corroborativas, sino más bien que no existe ninguna garantía de que dichas razones existan. La objeción de Wolterstorff se entiende perfectamente en el contexto de un conflict genuino entre razones religiosas y seculares. Es relativamente fácil imaginar un escenario en el que se ciertas políticas que son moralmente objetables según ciudadanos religiosos se aceptan por razones seculares. En tal caso, la única forma razonable en que dichos ciudadanos pueden cumplir la obligación moral de expresar su oposición a dichas políticas es apelando a las razones de las que disponen, que pueden ser exclusivamente religiosas. En estas circunstancias, el "deber de civilidad" entendido en términos de Rawls puede parecerles inaceptable precisamente en la medida en que elimina esta posibilidad. Dado que las políticas en cuestión conciernen elementos constitucionales esenciales y asuntos de justicia básica, lo que est n en juego es demasiado importante como para exigir a los ciudadanos que simplemente acepten lo que en su opinion son políticas profundamente inmorales.

A la luz de esta dificultad, la propuesta de Habermas parece más atractiva. Él propone interpretar el requisito de Rawls en el sentido más limitado de un "requisito de traducción institucional". Según éste, la obligación de ofrecer "traducciones seculares" (es decir, lo que Rawls llama "razones propiamente políticas") no aplica a ciudadanos ordinarios sino sólo a oficiales, es decir, "más allá del umbral institucional que divide la esfera pública informal de los parlamentos, los tribunales, los ministerios y las administraciones [...] Los ciudadanos religiosos pueden reconocer este 'requisito de traducción institucional' sin tener que dividir su identidad en una parte pública y una privada para participar en discursos públicos. Por ello, se les debe permitir expresar y justificar sus convicciones en un lenguaje religioso, si no pueden encontrar 'traducciones' seculares para ellas." Por lo tanto, en contraste con el enfoque de Rawls, esta propuesta libera a los ciudadanos ordinarios de la obligación de justificar las políticas por las que abogan con razones no religiosas corroborativas cuando no pueden encontrar tales razones.

Entre las virtudes de esta propuesta, la más obvia es que no exige restricción alguna a los ciudadanos religiosos ni exclusión de razones religiosas de la agenda deliberativa en la esfera pública informal. De este modo, la esfera pública informal se mantiene abierta a posibles procesos de aprendizaje, a cambios culturales, etc. Además, debido a la eliminación de restricciones adicionales, el requisito de Habermas destaca la restricción central que comparte con el requisito de Rawls, a saber, que "sólo razones seculares cuentan más allá del umbral institucional".

A pesar de sus virtudes, sin embargo, no estoy segura de si la propuesta de Habermas ofrece en realidad una solución a la objeción que pretende abordar. Mi impresión es que lo que alimenta esta objeción es más profundo y no puede resolverse simplemente moviendo el requisito de Rawls un paso más arriba, por así decir, de la esfera pública informal al marco institucional de la esfera pública formal. Sin duda, la propuesta de Habermas ofrece una solución a los ciudadanos ordinarios que se enfrentan a una situación en la que no pueden encontrar razones públicas en apoyo de las políticas por las que agoban, mientras que el requisito de Rawls puede parecer ignorar esa posibilidad. Pero una vez que se contempla una situación de conflicto genuino entre razones religiosas y públicas, el 'requisito de traducción institucional' de Habermas, aunque ciertamente menos exigente que el de Rawls, parece igualmente imposible de cumplir. La traducción presupone que se puede llegar a los mismos resultados por diferentes vías epistémicas. Por ello, en casos de conflicto genuino entre razones seculares y religiosas, los individuos con cargos oficiales no podrán cumplir con la obligación de traducción simplemente en virtud del requisito. Aquí, también, "deber" implica "poder". Pero ¿cómo podrían generarse las traducciones requeridas en casos de conflicto genuino? ¿De dónde se obtendrían? En casos de conflicto entre razones seculares y religiosas, el "requisito de traducción institucional" de Habermas lleva a la misma exclusión de razones religiosas que el de Rawls. Añadir que la exclusión sólo opera "más allá del umbral institucional" difícilmente podrá silenciar la objeción, dado que precisamente allí es donde más importa.

Es verdad que la propuesta 'revisada' de la ética de la ciudadanía de Habermas no impone una carga directa de deshonestidad cognitiva a los ciudadanos religiosos por debajo del umbral institucional. En la esfera pública informal los ciudadanos ordinarios pueden usar las razones en las que sinceramente creen, incluso si son exclusivamente religiosas. En ese sentido, no se les obliga a encontrar razones seculares que no se correspondan con sus creencias sinceras. Sólo están obligados a hacerlo si quieren que sus razones cuenten en el proceso legislativo, ya que de acuerdo con el "requisito de traducción institucional" de Habermas sólo las razones seculares cuentan más allá del umbral institucional. Me pregunto si el carácter condicional de dicha obligación hace que la carga de deshonestidad cognitiva sea más soportable (o la deshonestidad más aceptable), pero voy a dejar esta pregunta para más tarde. Lo que quiero considerar, en primer lugar, es la cuestión complementaria sobre la aceptabilidad de las cargas cognitivas impuestas a los ciudadanos seculares.

Según la propuesta de Habermas, el corolario de permitir que los ciudadanos creyentes utilicen razones exclusivamente religiosas para la promoción política en la esfera pública informal es que los ciudadanos seculares deben actuar con moderación en cuanto a sus "actitudes secularistas". Por sorprendente que pueda parecer, resulta que los ciudadanos seculares no deben adoptar públicamente una perspectiva epistémica según la cual la religión no tiene "ninguna sustancia cognitiva". Por tanto, en contraste con los ciudadanos religiosos, dichos ciudadanos no deben hacer uso público de sus creencias sinceras, si éstas son del tipo secularista que contradice la posible verdad de las afirmaciones religiosas. En tales casos, y con el fin de participar en la deliberación pública, éstos no tienen más opción que ser insinceros y apelar a razones alternativas que no se corresponden con sus creencias auténticas. Ahora bien, si no permitir a los ciudadanos democráticos adoptar públicamente su propia perspectiva cognitiva es inaceptable, parecería que este es el caso independientemente de si dicha perspectiva es religiosa o secular. Este problema se ve agravado además por lo que muchos ciudadanos seculares es probable que consider una obligación adicional inquietante, a saber, la obligación de abrir su mente a la posible verdad de las creencias religiosas como requisito previo para averiguar si pueden ser traducidas a razones seculares. Más allá de su dudosa viabilidad, esta obligación parece privar a los ciudadanos seculares del mismo derecho a adoptar públicamente su propia perspectiva cognitiva que la propuesta aspira a reconocer a los ciudadanos religiosos. Al imponer tales cargas adicionales, la propuesta de Habermas parece exponerse a objeciones similares a las que se expone la propuesta de Rawls. Como ya he mencionado, una ventaja importante de la propuesta de Habermas es que no impone restricciones a los ciudadanos religiosos ni censura alguna a las razones religiosas en la esfera pública informal. Pero, precisamente a la luz de este ideal de apertura, parece bastante arbitrario defender que las opiniones religiosas deben ser permitidas en la esfera pública informal para permitir posibles procesos de aprendizaje, pero las opiniones secularistas (cualesquiera que sean) deben ser excluidas del debate politico en la esfera pública informal.

Habermas ofrece una razón para justificar este elemento peculiar de su propuesta. Según él, es una consecuencia inevitable de permitir que los ciudadanos incluyan razones religiosas en la esfera pública informal. Pues, ¿qué sentido tendría hacerlo si los ciudadanos se niegan a tomar en serio dichas razones? Estoy totalmente de acuerdo en que sería un sin sentido reconocer el derecho de los ciudadanos a incluir sus razones religiosas en la esfera pública informal si no cabe esperar que los demás ciudadanos se las tomen en serio. Sin embargo, este supuesto plausible no justifica la conclusión mucho más fuerte que Habermas deriva de él, a saber, que "la admisión de enunciados religiosos en la esfera pública política sólo tiene sentido si cabe esperar que ningún ciudadano niegue en principio toda sustancia cognitiva a dichas contribuciones". Mientras parece obvio que la inclusión de razones religiosas (o cualesquiera otras) en el debate público sólo tiene sentido si cabe esperar que sean tomadas en serio por algunos ciudadanos, lo que no parece nada obvio es por qué tendrían que ser tomadas en serio por todos los ciudadanos. Aunque Habermas no ofrece una justificación específica del supuesto más fuerte, su propuesta depende fundamentalmente de él, pues es lo que justifica su controvertida afirmación de que "los ciudadanos seculares deben abrir sus mentes al posible contenido de verdad de estas contribuciones y entablar diálogos a partir de los cuales las razones religiosas podrían aparecer bajo el aspecto transformado de argumentos generalmente accesibles."

Dejando de lado la dudosa viabilidad de tal obligación, es difícil ver por qué la deliberación sobre asuntos políticos controvertidos no puede tener sentido entre ciudadanos que mantienen sus propias perspectivas cognitivas seculares o religiosas, como sugiere el argumento de Habermas. Tomemos como ejemplo el debate político actual acerca de la prohibición del matrimonio homosexual. Es difícil entender por qué un debate serio sobre esta cuestión requeriría que los ciudadanos seculares abran sus mentes a la posible verdad de las afirmaciones religiosas en contra de la homosexualidad. Me parece que una manera perfectamente seria de participar en el debate es ofrecer las objeciones y contraargumentos necesarios para mostrar por qué la política en cuestión es equivocada, si uno piensa que lo es. La oposición al trato desigual implicado en negar el derecho al matrimonio a un grupo de ciudadanos o la apelación a leyes en contra de la discriminación para justificar la oposición a esta política parecen formas perfectamente adecuadas de participar en dicho debate público. Puesto que el debate sobre la ética de la ciudadanía concierne obligaciones políticas, me parece que la obligación de "tomar en serio" las opiniones de nuestros conciudadanos en las decisiones legislativas contenciosas tiene un significado específicamente político y no meramente cognitivo. Es la obligación de ciudadanos democráticos de ofrecer unos a otros justificaciones basadas en razones que todos puedan aceptar para justificar las políticas coercitivas que todos tienen que acatar. Por lo tanto, la obligación de tener en cuenta las propuestas y puntos de vista de los otros conciudadanos a fin de ofrecer argumentos, justificaciones, etc., a favor o en contra de los mismos, no se deriva de la posibilidad cognitiva de que puedan ser verdaderos. Es bastante probable que los ciudadanos seculares estén cognitivamente cerrados a la posible verdad del creacionismo, de la perversidad de la homosexualidad, o de otros muchos puntos de vista religiosos. No obstante, le deben a sus conciudadanos el esfuerzo cognitivo de ofrecer argumentos para mostrar por qué piensan que las políticas que éstos proponen están equivocadas, si así lo piensan. Lo que sus conciudadanos creen les indica qué es lo que tienen que "tomar en serio", es decir, qué pertenece a la agenda deliberativa de la esfera pública informal. Por lo tanto, es porque ningún grupo en particular tiene el derecho a determinar a priori o unilateralmente lo que necesita justificación y lo que no, que los ciudadanos tienen que tomar en serio puntos de vista que de otro modo ignorarían.

Examinemos ahora las obligaciones de deliberación de la ciudadanía democrática desde la perspectiva de los ciudadanos religiosos. De acuerdo con la objeción cognitiva, la obligación de tener en cuenta las razones no religiosas impone una carga cognitiva excesiva a los ciudadanos religiosos en la medida en que podría obligárles a seguir un camino argumentativo que no se corresponde con su propia perspectiva religiosa, lo cual amenaza la integridad de su existencia religiosa. A la luz de esta objeción, críticos como Weithman ofrecen la propuesta contraria, a saber, que "los ciudadanos de una democracia liberal pueden ofrecer argumentos en el debate político público que dependen de razones derivadas de sus [...] puntos de vista religiosos, sin tener que validarlos mediante la apelación a otros argumentos". Es importante tener en cuenta que lo que está en cuestión aquí no es tanto si los ciudadanos religiosos tienen (o no) derecho a incluir sus creencias sinceras en la esfera pública informal, sino si tienen derecho a no hacer nada más. La cuestión fundamental detrás de la objeción cognitiva es si pueden ser liberados de la obligación de comprobar si sus argumentos pueden validarse a la luz de todos los demás argumentos disponibles.

Ahora bien, como quedó claro en la discusión previa acerca de qué significa participar seriamente en la deliberación pública con los demás ciudadanos, la obligación de usar razones generalmente aceptables no requiere en modo alguno renunciar a la perspeectiva cognitiva propia. Ciertamente, no requiere que los ciudadanos religiosos abran sus mentes a la posible verdad de perspectivas secularistas que niegan que la religión tenga sustancia cognitive alguna. De acuerdo con mi propuesta, sus obligaciones democráticas sólo se extienden a tener en cuenta razones basadas en los principios de libertad e igualdad, que son generalmente aceptables a todos los ciudadanos democráticos, con el fin de justificar a los que tienen una visión del mundo diferente por qué ellos también deben acatar las politicas en cuestión. Los ciudadanos religiosos no pueden justificar las políticas que favorecen sobre la base de razones exclusivamente religiosas, por la sencilla razón de que viven en sociedades con ciudadanos seculares y ciudadanos de confesiones diferentes. Si quieren cumplir con sus obligaciones democráticas, no pueden permanecer "monolingües" en su abogacía política. Las creencias de sus conciudadanos también les indican a los ciudadanos religiosos qué razones y argumentos tienen que "tomar en serio". Pero, dado que el debate serio sobre razones públicas proporcionadas por otros ciudadanos no requiere la renuncia a su propia perspectiva cognitiva, la objeción de la deshonestidad cognitiva no es convincente en relación a esta propuesta. A la luz de esta interpretación de las obligaciones deliberativas de la ciudadanía, no parece haber ninguna vía argumentativa plausible para pasar del derecho a incluir en el debate político público todo tipo de razones que los ciudadanos honestamente defiendan a un derecho a ser liberado de la obligación de examinar las razones generalmente aceptables a los ciudadanos democráticos con el fin de comprobar si las políticas coercitivas que uno favorece pueden justificarse a todos aquellos que han de acatarlas.

En la medida en que Habermas no tiene en cuenta esta distinción importante es difícil evaluar el significado exacto de su propuesta, pues todo depende de cuál de los dos aspectos de la "objeción cognitiva" es el que pretende abordar. Si lo que es convincente de la objeción es que los ciudadanos religiosos, al igual que todos los ciudadanos, deben de poder adoptar su propia perspectiva cognitiva en la deliberación pública, su propuesta tendría que entenderse como reconociendo sólo el primer derecho. Si es así, sin embargo, tendría que conceder dicho derecho a todos los ciudadanos y, por tanto, a fortiori también a los que tienen una perspectiva secularista. Alternativamente, si lo que es convincente en la objeción no es la cuestión de la deshonestidad cognitiva, sino el presunto derecho de los ciudadanos religiosos a proteger la integridad de su perspectiva religiosa de la posible erosión debida a la deliberación pública, entonces el segundo derecho también tendría que reconocerse. Como consecuencia, los ciudadanos religiosos tendrían el derecho a ejercer toda influencia política que sus razones religiosas puedan tener en otros ciudadanos (de igual parecer) sin la obligación recíproca de someter dicha abogacía al escrutinio de objeciones basadas en razones generalmente aceptables que otros ciudadanos planteen. Obviamente, reconcer un derecho a la abogacía política "monolingüe" equivaldría a la renuncia a todo compromiso serio con la democracia deliberativa. Un componente esencial del ideal de la democracia deliberativa es que la presión de escrutinio justificador sea omnipresente en la esfera pública. Sólo bajo esta condición se puede afirmar con plausibilidad que la deliberación pública tiene una "dimensión epistémica" que "fundamenta la presunción de resultados racionalmente aceptables". Conceder a cualquier grupo de ciudadanos políticamente activos un derecho especial de inmunización frente al escrutinio justificador socavaría directamente tal presunción.

A mi modo de ver, la ambigüedad inherente en la propuesta de Habermas se debe en parte a la ambigüedad de su posición en relación a la objeción cognitiva contra la concepción liberal. Habermas parece aceptar la premisa central que subyace a esta objeción, a saber, que los ciudadanos creyentes tienen la obligación de permitir que la religión forme sus convicciones más importantes en la búsqueda de una existencia religiosa integrada. Según Wolterstorff, esta obligación religiosa implica una obligación política más fundamental que es directamente incompatible con la propuesta liberal, a saber, que los ciudadanos creyentes "deben basar sus decisiones sobre cuestiones fundamentales de justicia en sus convicciones religiosas". Como se mencionó antes, Habermas cita con aprobación este pasaje de Wolterstorff criticando a Rawls. Sin embargo, es importante notar que esta obligación implica que los ciudadanos creyentes deberían dar prioridad a los motivos religiosos sobre los no religiosos en la toma de decisiones políticas. En esa medida, no sólo es incompatible con detalles específicos de la propuesta de Rawls, sino que es incompatible con el criterio liberal mismo de legitimidad democrática, es decir, con la obligación de dar prioridad a razones generalmente aceptables al justificar las políticas coercitivas con las que todos deben cumplir. Ahora bien, en la medida que la propuesta de Habermas acepta el criterio democrático de legitimidad, parece incompatible con la supuesta obligación política de los ciudadanos religiosos señalada por Wolterstorff. En concreto, la aceptación de tal obligación parece directamente incompatible con dos características de la perspectiva epistemológica que, según Habermas, los ciudadanos creyentes deben ser capaces de adoptar a fin de cumplir con sus obligaciones democráticas. Es incompatible con: 1) la adopción de una perspectiva epistemológica que acepte la prioridad institucional de las razones no religiosas sobre las religiosas en la toma de decisiones políticas coercitivas, dado que la supuesta obligación exigiría que los ciudadanos creyentes inviertan dichas prioridades cuando las razones religiosas y no religiosas entren en conflicto, y es también incompatible con: 2) la adopción de una perspectiva epistemológica que acepte la autoridad del conocimiento científico, ya que dicha obligación exigiría que los ciudadanos creyentes den prioridad a las creencias religiosas sobre las no religiosas siempre que éstas entren en conflicto.

Ahora bien, el argumento de Habermas parece ofrecer una vía para evitar esta dificultad. Él admite que la capacidad o la voluntad de desarrollar una perspectiva epistemológica de estas características no se puede lograr imponiendo una obligación desde fuera a los ciudadanos creyentes, sino que solo puede tener lugar como resultado de un proceso de aprendizaje genuino interno a las tradiciones religiosas mismas. Pero independientemente de la probabilidad de que esto ocurra, su argumento principal es que la culminación exitosa de un proceso de aprendizaje de estas características permitiría a los ciudadanos creyentes entender la relación entre las creencias dogmáticas y seculares de tal manera que el progreso autónomo del conocimiento secular no contradiga su fe. Esto, a su vez, podría eliminar el potencial de conflicto implicito en aceptar la obligación democrática de dar prioridad a las razones seculares sobre las religiosas para determinar políticas coercitivas. En ese momento, la incompatibilidad potencial entre las obligaciones religiosas y democráticas de los ciudadanos creyentes implemente desaparecería. Huelga decir que esta visión de futuro parece altamente deseable, pero desgraciadamente la política es el reino del aquí y ahora. Si una ética de la ciudadanía democrática es necesaria en general, es precisamente para responder a la pregunta de qué deben hacer los ciudadanos en casos de conflicto antes de que se alcance dicho estadio ideal. Tiene que determinar si los ciudadanos creyentes deben seguir la supuesta obligación religiosa de dar prioridad a las razones religiosas sobre las no religiosas en sus decisiones sobre cuestiones de justicia fundamental, como argumenta Wolterstorff, o si deben seguir la obligación democrática de dar prioridad a las razones generalmente aceptables sobre las razones religiosas en este tipo de decisiones políticas, como prescribe el criterio liberal de legitimidad democrática.

La posición de Habermas respecto a esta cuestión central es problemáticamente confusa. Aunque no aborda explicitamente la cuestión de cómo deben votar los ciudadanos ordinarios en cuestiones políticas fundamentales, su aceptación de la obligación política señalada por Wolterstorff parece llevarle a aceptar, como correlato, que los ciudadanos religiosos deben votar sobre la base de sus convicciones religiosas. Habermas afirma:

"No podemos derivar del carácter secular del Estado una obligación directa de todos los ciudadanos de complementar sus declaraciones públicas de convicciones religiosas con equivalentes en un lenguaje generalmente accesible. Y, ciertamente, la expectativa normativa de que todos los ciudadanos religiosos cuando voten deben, en última instancia, dejarse guiar por consideraciones seculares, es ignorar la realidad de una vida devota, es decir, una existencia vivida a la luz de la fe".

Sin embargo, parece obvio que permitir que la mayoría de los ciudadanos religiosos vote sobre cuestiones políticas fundamentales sobre la base de razones exclusivamente religiosas socavaría directamente el supuesto normativo central del enfoque de Habermas, a saber: que sólo las razones seculares deben contar a la hora de determinar políticas coercitivas. No hay una salida fácil a esta dificultad. Si la propuesta de Habermas permite que los ciudadanos voten sobre la base de razones exclusivamente religiosas colapsa con las propuestas de Wolterstorff y Weithman en contra de la neutralidad del Estado. Pero si excluye esta posibilidad, entonces colapsa con el planteamiento de Rawls que pretendía modificar. Dicha propuesta permite a los ciudadanos incluir razones religiosas en los debates políticos en la esfera pública informal, pero a la hora de votar no les permite que basen sus decisiones políticas en razones religiosas si no hay razones seculares corroborativas. En esa medida, no ofrece ninguna respuesta a la objeción de Wolterstorff y Weithman.


Una propuesta alternativa: Priorizar las razones públicas

El dilema que la propuesta de Habermas parece confrontar nos indica la cuestión central: ¿es posible reconocer el elemento convincente de la objeción cognitiva a la propuesta de Rawls sin tener que renunciar al criterio liberal de legitimidad democrática? En mi opinión, la respuesta es sí. Como intentaré mostrar a continuación, una explicación adecuada de la ética de la ciudadanía debe reconocer el derecho de todos los ciudadanos democráticos a adoptar su propia perspectiva cognitiva en la deliberación pública. Este es el elemento más convincente de la objeción cognitiva, ya que no dejar a los ciudadanos políticamente activos más opción que ser deshonestos es, sin duda, una carga cognitiva excesiva. Ahora bien, este derecho de ninguna manera incluye un derecho adicional a la protección de la integridad de tales perspectivas cognitivas, como la objeción también sugiere. Parece obvio que la deliberación pública, en tanto que actividad colectiva, no tendría ningún sentido si los ciudadanos tuvieran derecho a incluir sus propias opiniones y razones en la deliberación pública, pero ninguna obligación subsiguiente de comprobar si pueden defenderse a la luz de los demás argumentos y razones disponibles. Por consiguiente, una política exitosa de responsabilidad mutua (mutual accountability) requiere combinar el derecho a incluir las perspectivas cognitivas de todos los ciudadanos democráticos con la necesidad de obtener razones generalmente aceptables en apoyo de las decisiones políticas coercitivas que todos los ciudadanos tienen que acatar. Pero, ¿es posible organizar la deliberación pública de tal manera que ninguna de las tareas requeridas exija que los ciudadanos democráticos adopten una perspectiva cognitiva deshonesta y a la vez se cumpla con el criterio liberal de legitimidad democrática?

Creo que la posibilidad de una respuesta afirmativa depende fundamentalmente de cómo se interprete el criterio de legitimidad liberal según el cual sólo razones que todos pueden generalmente aceptar cuentan a la hora de determinar las políticas coercitivas que todos tienen que acatar. Rawls interpreta este criterio como implicando la obligación de ofrecer razones públicas para justificar cada propuesta política que los ciudadanos ofrezcan en el debate público, independientemente de cuales sean las auténticas creencias que los ciudadanos tengan en cada caso. Habermas interpreta este criterio como implicando la obligación de colaborar en la traducción de razones religiosas introducidas en el debate público a razones públicas, independientemente de lo inverosímil o extrañas que estas últimas razones resulten desde la perspectiva cognitiva propia de los ciudadanos. En contraste con los dos, yo creo que una forma alternativa de explicar la prioridad de las razones públicas en la determinación de las políticas coercitivas consiste en identificar dichas razones como las únicas que no pueden ser ignoradas en la abogacía política. Aunque las razones públicas no son la única fuente de la que extraer justificaciones en apoyo de las políticas coercitivas propuestas, sí que son el tipo de razones frente a las cuales nadie puede permanence indiferente, son el único tipo de razones que no pueden ser simplemente ignoradas, anuladas, o dejadas de lado una vez que los ciudadanos apelan a ellas en la deliberación pública. Son las razones que todos los ciudadanos políticamente activos tienen que considerar en sus propios términos si se ofrecen como objeciones a las políticas coercitivas en discusión. Dichas objeciones han de ser desbancadas con argumentos convincentes antes de que los ciudadanos puedan legítimamente continuar apoyando (o votar a favor de) la puesta en vigor de las políticas en cuestión. Es importante tener en cuenta que el elemento de "restreñimiento" contenido en mi interpretación de la justificación mutua es sustancialmente diferente del tipo de restricción incluido en propuestas como la de Rawls. Aunque, de acuerdo con la propuesta de Rawls, los ciudadanos que participan en la abogacía política sobre cuestiones políticas fundamentales deben abstenerse de apoyar (y de votar a favor de) dichas políticas siempre que no puedan encontrar una justificación pública en apoyo de las mismas, de acuerdo con mi propuesta los ciudadanos solo han de abstenerse en un caso mucho más específico, a saber, cuando no puedan encontrar una forma convincente de mostrar (frente a objeciones) que la política coercitiva que favorecen es, de hecho, compatible con el compromiso democrático de tratar a todos los ciudadanos como libres e iguales, es decir, de proteger los derechos fundamentals de todos los ciudadanos por igual.

Según este punto de vista, los ciudadanos que participan en la abogacía política en la esfera pública informal pueden apelar a cualquier razón en la que sinceramente crean, en apoyo de las políticas que favorecen, a condición de que estén preparados a responder a cualquier objeción basada en razones generalmente aceptables a los ciudadanos democráticos que otros puedan articular en contra de las políticas que ellos defienden. Los ciudadanos no tienen la obligación de ofrecer razones públicas o traducciones en términos de razones públicas en apoyo de cada propuesta política que defiendan o critiquen. Pero sí tienen la obligación de responder a las objeciones basadas en razones públicas que otros ciudadanos ofrezcan en contra de sus propuestas. Siempre que los ciudadanos consigan articular una objeción a una determinada política con razones generalmente aceptables a todos los ciudadanos democráticos (es decir, razones basadas en principios democráticos básicos de libertad, igualdad, etc.), los demás ciudadanos tienen la obligación de responder y refutar con razones convincentes dicha objeción antes de continuar apoyando (o votar a favor de) la política coercitiva en cuestión. Por ejemplo, los ciudadanos pueden aducir razones religiosas en contra de la homosexualidad o en apoyo de la prohibición del matrimonio homosexual siempre y cuando cumplan la obligación correlativa de responder a objeciones basadas en razones públicas que otros ciudadanos avancen en contra de tales políticas. Mientras que los ciudadanos pueden no sentirse obligados a responder a objeciones basadas, por ejemplo, en el valor intrínseco del estilo de vida homosexual o de la diversidad cultural, que puede que no compartan, sí han de sentirse obligados a responder a objeciones basadas en el valor político de igualdad de trato que todos los ciudadanos democráticos comparten. A menos que en otra ocasión ellos mismos estén dispuestos a aceptar un trato desigual, para seguir manteniendo legítimamente su propuesta tienen que ofrecer alguna explicación convincente de cómo es que "separados pero iguales" es una política acceptable respecto a este grupo de ciudadanos mientras que no lo es respecto a otros. Del mismo modo, los ciudadanos seculares que participan en el debate en cuestión no tienen por qué abrir su mente a la posible verdad de las afirmaciones religiosas sobre la perversidad de la homosexualidad como condición para averiguar si dichas creencias pueden traducirse a creencias seculares. Una forma perfectamente apropiada de participar seriamente en el debate es ofrecer contraargumentos con el fin de mostrar por qué la política propuesta es inaceptable, si ellos piensan que lo es. Oponérse al trato desigual que implica la negación del derecho al matrimonio a un grupo de ciudadanos o apelar al principio de no discriminación para justificar la oposición a la política en cuestión, parece una forma perfectamente adecuada de participar en dicho debate público.

Ni que decir tiene que los ciudadanos son libres de responder a cualquiera de los argumentos esgrimidos en la deliberación pública en sus propios términos. En el ejemplo antes mencionado, ciudadanos de diferentes confesiones pueden estar en desacuerdo con las afirmaciones religiosas contra la homosexualidad esgrimidas por algunos ciudadanos debido, por ejemplo, a una interpretación bíblica diferente o algún otro tipo de razón religiosa. Evidentemente, estos ciudadanos pueden iniciar un debate sobre esos temas y pueden acabar convenciendo a un lado o al otro a cambiar de opinión después de una discusión minuciosa. Igualmente, los ciudadanos seculares son libres de atender a las razones religiosas en búsqueda de una posible traducción a razones seculares siempre que les sea posible discernir un núcleo en común con su propia perspectiva secular. Pero lo importante de esta propuesta es que nadie tiene la obligación de involucrarse con una forma de pensar enteramente ajena a su propia perspectiva cognitiva, ya sea religiosa o secular, para participar seriamente en la deliberación pública sobre las políticas coercitivas que todos tienen que acatar.

Evidentemente, los ciudadanos pueden no estar de acuerdo en si las razones esgrimidas en contra de las objeciones en cuestión son convincentes del mismo modo que pueden no estar de acuerdo en si las objeciones mismas son convincentes, y dichos desacuerdos típicamente tendran que resolverse (al menos temporalmente) mediante decisiones por mayoría. Pero, según esta propuesta, el significado cognitivo del voto mayoritario radica en que refleja el juicio de la mayoría sobre si la política en cuestión es compatible con tratar a todos los ciudadanos como libres e iguales, y no sobre si dicha política coincide con lo que ellos consideran la forma correcta de actuar. Esta distinción ayuda a iluminar lo que es problemático en la afirmación de Wolterstorff de que los ciudadanos religiosos deberían basar sus decisiones sobre cuestiones fundamentales de justicia en sus convicciones religiosas. Esta afirmación parece implicar que las razones religiosas que explican por qué, por ejemplo, la homosexualidad (y por tanto el matrimonio homosexual) son inaceptables, son al mismo tiempo apropiadas (y suficientes) para justificar algo totalmente diferente, a saber, la imposición de coercion a otros ciudadanos que tienen el derecho a ser colegisladores. Una vez que se reconoce la diferencia entre estas dos cuestiones queda claro por qué las razones dirigidas a demostrar la compatibilidad de las políticas propuestas con los principios constitucionales de libertad e igualdad deben tener prioridad a la hora de determinar la aceptabilidad mutua de las políticas coercitivas. Estas razones son: 1) aceptables para todos los ciudadanos democráticos, 2) siempre relevantes cuando la coerción esté en juego, y por lo tanto 3) no pueden ser ignoradas o dejadas de lado por ningún ciudadano. En la medida que estas razones pueden bastar para descartar cualquier política coercitiva propuesta, aún cuando haya otras consideraciones a su favor, es plausible afirmar que 4) dichas razones son las que cuentan a la hora de determiner la legitimidad de políticas coercitivas. Si esto es plausible, habría que cualificar el argumento de Wolterstorff del modo siguiente: los ciudadanos religiosos deben basar sus decisions sobre cuestiones fundamentales de justicia en sus convicciones religiosas, siempre y cuando tales decisiones no sean inconstitucionales, es decir, no sean incompatibles con tratar a todos los ciudadanos como libres e iguales.

En la medida en que esta propuesta acepta tanto el criterio liberal de legitimidad democrática como la inclusión de razones religiosas en las deliberaciones en la esfera pública informal, es similar a las propuestas de Rawls y Habermas. Sin embargo, se diferencia de ambas en aspectos importantes. Difiere de la propuesta habermasiana en cuanto que su interpretación de la exigencia de justificación mutua impone una obligación deliberativa adicional: los ciudadanos que participan activamente en la abogacía política tienen el derecho a ofrecer razones exclusivamente religiosas en apoyo de las políticas que defienden siempre y cuando cumplan la obligación correlativa de mostrar (frente a objeciones) que dichas políticas son compatibles con proteger los derechos fundamentals de todos los ciudadanos por igual y, por tanto, pueden ser razonablemente aceptadas por todos. Pero, precisamente porque mi propuesta reconoce que los ciudadanos no pueden adoptar una actitud instrumental hacia sus propias creencias o perspectivas cognitivas para elegir las razones que son convincentes y las que no, no incluye ninguna limitación adicional respecto a las actitudes epistémicas (hacia la religión, la ciencia, etc) que son apropiadas para la ciudadanía democrática, como hace la propuesta de Habermas. El requisito de responsabilidad mutua que implica esta propuesta es perfectamente compatible con dejar que los ciudadanos democráticos adopten la perspectiva epistémica que se corresponde con sus creencias, sea esta la que sea, cuando participan en la abogacía política. En este punto es en el que mi propuesta difiere significativamente también de la de Rawls. Aunque el requisito de responsabilidad mutua es, en principio, muy similar al de Rawls, se basa en una interpretación interpersonal de la naturaleza y propósito de la obligación en cuestión. Al interpretar la justificación mutua en términos interpersonales en lugar de intrapersonales, puede evitar algunas de las objeciones que los críticos han señalado en contra del requisito rawlsiano. Mientras que en el mejor de los casos parece inviable y en el peor de los casos parece insincero exigir a los ciudadanos religiosos que encuentren razones no religiosas para apoyar las políticas que defienden en la discusión política, al margen de cuáles sean sus creencias sinceras en cada caso concreto, parece perfectamente viable y también legítimo pedirles que respondan a las objeciones ofrecidas por otros ciudadanos en contra de dichas políticas que se basen en razones generalmente aceptables a todos los ciudadanos democráticos. Puesto que, según esta propuesta, los ciudadanos religiosos, tanto como cualquier otro grupo de ciudadanos, sólo están obligados a responder a objeciones basadas en razones aceptables a todos los ciudadanos democráticos, pueden entenderlas y refutarlas perfectamente sin tener que ser cognitivamente deshonestos. Pero dado que el desafío está dirigido por los que ofrecen las objeciones, los ciudadanos religiosos no tienen por qué generar artificialmente una justificación basada en razones públicas ajena a sus verdaderas creencias o insincera para apoyar cada una de las políticas que defienden, como sugiere la propuesta de Rawls. La tarea de generar objeciones basadas en razones públicas ya la llevan a cabo los que se oponen a tales políticas sobre la base de sus creencias sinceras. Todo lo que los ciudadanos religiosos (así como no religiosos) tienen que hacer es encontrar razones convincentes para mostrar por qué dichas objeciones son erróneas, si ellos piensan que lo son. El debate público debe mostrar que las políticas en cuestión son compatibles con tratar a todos los ciudadanos como libres e iguales y pueden ser, por tanto, razonablemente aceptadas por todos. Sólo el resultado de un debate de este tipo permite a los ciudadanos saber cuáles deben ser sus convicciones políticas consideradas. Consecuentemente, y en contra de lo que sostiene Wolterstorff, los ciudadanos democráticos no pueden determinar con antelación a la deliberación pública concreta en qué razones deben basarse sus decisiones políticas. Para ser legítimas, sus decisiones deben basarse en las razones que hayan sobrevivido el escrutinio de la deliberación política en la esfera pública.


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Traducción a cargo de Vincent Härtig y Laura Clayton

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