La relación médico-paciente: un espacio de enfermedad, dolor y vergüenza

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LA RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE: UN ESPACIO DE ENFERMEDAD, DOLOR Y VERGÜENZA Gonzalo Pérez Marc 1 RESUMEN El dilema de la relación médico-paciente, tiene siglos de historia y ha sido analizada desde diferentes ángulos, donde no falta el filosófico. Palabras claves: enfermedad, dolor, vergüenza, paciente, médico

INTRODUCCIÓN Imaginemos un paciente, un sujeto enfermo. Concurre a su médico, aguarda a la consulta. Luego de una hora y media de demora, el médico accede a atenderlo. El paciente ingresa al consultorio, enfermo, temeroso, probablemente dolorido. Sabe que deberá obedecer, que cualquier resistencia que intente ejercer a las órdenes dadas será cuestionada, aun censurada. Sin embargo, notamos que el paciente ingresa al consultorio: lentamente, casi disculpándose, saluda al médico que aguarda por él. El médico responde el saludo y consulta brevemente acerca del estado de salud del paciente. A continuación, con suficiencia, ordena: “desnúdese, por favor”. Detengámonos aquí. Interrogados acerca de esta situación, no dudaríamos en afirmar -casi con naturalidad, incluso- que el paciente interpelado no hará más que acatar tal orden. Ahora bien, si esta misma escena se desarrollará en un ambiente que no estuviese enmarcado en la consulta médica, ¿sería la misma nuestra respuesta? Frente a dos sujetos que se encontraran en una situación geográfica similar, cada uno dentro de un consultorio distinto; el primero de ellos con su médico de cabecera, el segundo junto a un desconocido, ¿qué diferencia cabría esperar en sus reacciones frente al hecho de que su correspondiente acompañante los intimara a desnudarse? Este trabajo está escrito con la convicción de que esta diferencia no solo existiría, sino de que lo sería de forma radical, fuente misma de transformación de la

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Médico Especialista en Pediatría (UBA-SAP). Integrante de la Sub Comisión de Ética Clínica (SAP). Estudiante de Filosofía (FFyL, UBA). Correo: [email protected]

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identidad personal de ese sujeto. Intentaremos avanzar en esta cuestión identitaria del sujeto enfermo, haciendo especial foco en el proceso de vulneración que se propicia a partir de su contacto con la enfermedad, y más específicamente en el papel central que ocupa la relación médico-paciente, con su contradictoria dinámica de poder, alteridad y vergüenza.

IDENTIDAD El problema de la identidad se ha tratado in extenso en la filosofía, muchas veces desde diferentes puntos de vista, algunos incluso antagónicos. Sin embargo, es posible trazar un hilo conductor que relacione en forma evolutiva -a lo largo de más de 20 siglos- a la identidad asimilativa de Parménides con la identidad narrativa de Ricoeur. Es esta última la que actuará como base: desde ella -y de su inevitable contacto con la enfermedad- se describirá y problematizará la compleja red de interrelaciones que organizan una dinámica cuyo resultado habitual es el de un sujeto vulnerable. Inicialmente se podría afirmar una distinción clara entre dos tipos de identidades: la identidad lógica y la identidad ontológica o metafísica. La primera está regida por el principio de identidad y se inscribe en el marco de la lógica formal. No es específicamente a esta a la que haremos referencia en este trabajo, pero no podemos soslayar que gran parte de la concepción actual de identidad (así como de sus antecedentes) están relacionados íntimamente con aquella. Por otra parte, el camino que desarrollará la noción de identidad metafísica desde la Antigüedad hasta la actualidad, estará plagado de bifurcaciones -y hasta contradicciones- que sin duda alguna intervienen en la complejidad y densidad que este concepto supone. La asimilación entre identidad lógica y metafísica fue la característica en las filosofías antigua y medieval. Aunque con ciertas variaciones entre los autores (Parménides, Aristóteles, Escolásticos, Leibniz), lo real es lo idéntico en la mayoría de los casos. Ya en la modernidad, es David Hume el primero que se opone a la concepción ontológica, afirmando la imposibilidad de derivar la noción de identidad sustancial o subjetiva- de alguna impresión sensible. En su obra, el sujeto no es más que el resultado mental de haces de percepciones reiteradas. Si bien acepta las consecuencias de la crítica humeana a la concepción racionalista de la identidad, Kant propone una solución diferente: la identidad trascendental. En Crítica de la razón pura es un sujeto trascendental el que permite, a partir de un proceso de 2

síntesis, la identificación de una diversidad de representaciones en conceptos. Sin embargo, el problema de la identidad se le hace insoluble al tratar de dar cuenta de la “cosa en sí”. Así, la identidad personal no encuentra asidero en ningún sustrato metafísico demostrable por la razón, sino que es un mero postulado de la razón práctica. Si bien luego de Kant la noción de identidad se convirtió en un concepto central metafísico para todos los idealistas alemanes, fue Heidegger el que revisó el concepto en forma más novedosa, rompiendo con una tradición que subsistía desde los orígenes del pensamiento filosófico: la de unidad. En su libro Identidad y diferencia, Heidegger busca escapar a la forma puramente tautológica que propone el antiguo principio de identidad. En función de esto distingue entre “igualdad” y “mismidad”, siendo esta última en la que yace una relación de mediación que es el producto de una síntesis. Hay una reformulación metafísica de la relación entre el hombre y el ser, en el que su mutua pertenencia -oscilante entre ambos polos- es pensada como una mediación entre diferentes. Heidegger postula de esta manera a la diferencia en el interior mismo de la identidad; es decir, en su esencia. Pensamiento revolucionario, la identidad constituida a partir de la diferencia (en tanto “mediación” y no “igualdad”) abre un campo teórico muy amplio, que otorga a la posmodernidad la posibilidad de abrirse a discursos identitarios en los que la convención pueda incluir aspectos éticos, socio-culturales, psicológicos y hasta tecnológicos. En la filosofía contemporánea el debate principal ha girado en torno a la noción de identidad moral, y más específicamente a la de identidad personal. Las cuestiones sobre las que se centran actualmente las principales controversias son: el análisis de la diferenciación de las categorías (fundamentalmente en referencia a la de “personas” con el resto), el de la diferenciación entre los individuos, y el de identificación y reidentificación de las personas. Al respecto, Ameliè Rorty hace referencia a la noción de identidad esencial, como aquella que se constituye a partir de las características personales que “identifican a una persona como siendo por esencia lo que es”. Descripta tanto acerca de personas individuales como de grupos humanos, esta se encuentra ligada necesariamente a las contingencias históricas, sociales y políticas. Al igual que otros autores (Paul Ricoeur, Hannah Arendt), entiende como requisito primordial

-pero no exclusivo-

en la mayoría de las

culturas, a la continuidad espacio-temporal del individuo: toda identidad es también 3

el relato de una temporalidad. El proceso del devenir del sujeto se define por nuestra utilización de los recursos discursivos; es desde la acción y el discurso a partir de donde los hombres revelan quiénes son: su identidad está implícita en sus palabras y sus actos. En síntesis, la pregunta por el ¿quién? tiene una respuesta necesariamente narrativa. En la obra de Ricoeur la indagación se refiere al proceso mismo de individualización del sujeto, al “cómo” del reconocimiento del “sí mismo” al estar atravesado por esa otredad que implica la temporalidad. La identidad se construye como una bipolaridad dialéctica entre dos modelos de permanencia temporal del individuo: a) la identidad concebida en término de conjunto de disposiciones durables que distinguen a una misma persona –carácter- y b) la identidad en tanto fidelidad a sí mismo, constituida como la capacidad de “mantenerse” en el transcurso del tiempo 2. Ricoeur distingue dos tipos de identidades: una identidad a la que podríamos definir como “instrumental”, que responde a la pregunta ¿qué es algo?, y otra más compleja que la anterior pero fundamental en su teoría, que responde a la pregunta ¿quién es alguien? Estos son los términos de confrontación en los que se juega la cuestión identitaria, por un lado la “mismidad” -idem-, por el otro, la “ipseidad” -ipse-. La primera hace referencia a la identidad en cuanto “unicidad”, al hecho de que una cosa, en dos momentos diferentes, sea una y misma cosa. Esto permite que la cosa sea reidentificada cada vez que se tenga contacto con ella. La segunda noción implica una “semejanza extrema”, en la que puede haber sustitución sin que esto signifique una pérdida semántica; y que interviene reforzando la presunción de identidad numérica. En función de la falibilidad de este criterio de similitud en los casos en los que transcurre una gran distancia en el tiempo entre los dos momentos de identificación de la cosa, Ricoeur propone un tercer criterio, la continuidad ininterrumpida: la permanencia en el tiempo se convierte así en el trascendental de la identidad numérica3. Así como el carácter -en el otro extremo de la relación- encarna verdaderamente al “qué” del “quién”, el mantenerse a sí de la palabra dada se deja inscribir únicamente en la dimensión del “quién”. Este intervalo es abierto por la polaridad, en términos 2

Pérez Marc, G, “Filosofía de la enfermedad: vulnerabilidad del sujeto enfermo”; Argentinos de Pediatría. Bs As, 2007; 105, n° 2, p 134-42.

en: Archivos

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Ricoeur, P, “Quinto estudio. La identidad personal y la identidad narrativa”; en: Sí mismo como otro. Madrid, Siglo XXI, 1996, p 111-2.

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temporales, entre modelos de permanencia en el tiempo, la permanencia del carácter y el mantenimiento de sí en la promesa”4. Este punto intermedio es el que vendrá a ocupar la identidad narrativa. La “narración” de este intervalo bidireccional es lo que va a preservar a la identidad personal de la amenaza de la temporalidad: es el relato el que “construye la identidad del personaje … al construir la de la historia narrada. Es la identidad de la historia la que hace la identidad del personaje” 5.

ENFERMEDAD Una vez definida la noción identidad a la que nos atendremos, debemos avanzar en la explicitación del concepto de enfermedad. Aun reconociendo la utilidad sanitaria que ha tenido la definición de enfermedad en tanto ausencia del equilibrio bio-psicosocial, entendemos a esta descripción como simplificadora y superficial. Daremos cuenta aquí de la enfermedad en tanto “representación múltiple”, en donde la representación es el contenido mental; un acto privado y subjetivo. La enfermedad es el resultado de una compleja dinámica que incluye diferentes estados físicos, psíquicos y socioculturales del paciente, pero también diferentes puntos temporales, históricos y metafóricos. Esta representación es el producto de un entramado de experiencias vividas, supuestas o referidas que, en la mente del sujeto, se vinculan con una determinada afección física o psicológica, en un determinado contexto geográfico y en un particular espacio social.

SUJETO SALUD

NO-SALUD

4

Ricoeur, P, “Quinto estudio …”, p 120.

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Ricoeur, P., “Sexto estudio …”, p 161.

ENFERMEDAD

NO-ENFERMEDAD

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Así, el estado ideal de salud se transforma, frente al contacto con una causa de enfermedad, en un estado de no-salud. La no-enfermedad correspondería al momento de curación posterior a la no-salud: hay mejoría, pero ya hay una marca que queda, una historia del sujeto con esa patología, un relato propio y ajeno que sirven de referencia necesaria (simbólica y clínica) para el futuro. Cada contacto de este sujeto con una nueva causa de enfermedad reactivará esta dinámica, enriqueciéndola y modificándola 6. La enfermedad como un concepto múltiple, incluye aspectos necesariamente relacionales: enfermedad-paciente, enfermedad-médico, enfermedad-sociedad y sociedad/médico-paciente son díadas que implican una dinámica intrínseca sustentada en rasgos7 particulares que afectan la estructuración de la identidad del sujeto enfermo. Estos rasgos son tres, y son el eje de la transformación identitaria del sujeto al reconocerse como enfermo: rasgo metafórico, rasgo tecnológico y rasgo clínico. * Rasgo metafórico: “La metáfora atraviesa a la enfermedad. Y esto sucede siempre, en todo tipo de patologías: graves, leves, crónicas o agudas. De carácter tanto positivo como negativo, permite la estructuración de simbolizaciones que, si bien pueden orientar al sujeto a una reformulación favorable de su enfermedad, habitualmente la configuran de una forma oscura. Todo enfermo conoce la angustia que implica sentirse un trecho más próximo de la muerte. Porque eso es lo que representa, en definitiva, el “sentirse enfermo”: el inicio de un camino que -en menor o mayor medida, de forma más rápida o más lenta- conduce directamente al fin de la vida … Dicha relación metáfora-enfermedad inicia su construcción a partir del individuo enfermo y desde este es desplazada al resto de la sociedad, que la abastece de una compleja red y la restituye al individuo de la forma más nociva: la de la extrañeza y el rechazo. … Múltiples son sus formas, algunas contemporáneas,

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Sería interesante desarrollar un paralelismo de lo que sucede ante cada contacto entre el sujeto y una enfermedad a nivel molecular e inmunológico: la memoria tiene su registro aun a niveles celulares, no solo socio-metafóricos. 7

Entendemos al concepto de “rasgo”, siguiendo a Ricoeur: “Cada costumbre … construida, adquirida y convertida en disposición duradera, constituye un rasgo -un rasgo de carácter, precisamente-, es decir, un signo distintivo por el que se reconoce a una persona, se la identifica de nuevo como la misma, no siendo el carácter más que el conjunto de estos signos distintivos”. En: Ricoeur, P, “Quinto estudio …”, p 116.

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otras sucesivas, pero siempre socavando un relato de la enfermedad que ya está herido por diversas armas”8. * Rasgo tecnológico: si bien no es la intención de este trabajo centrarse en estos dos primeros rasgos -plausibles de un análisis más profundo- diremos que este rasgo se relaciona esencialmente con tres cuestiones centrales en la delimitación del espacio físico y simbólico del sujeto enfermo: el de la oposición científico-filosófica entre sujeto de conocimiento (médico) y “objeto” de conocimiento (paciente), el de la aplicación de la tecnociencia biomédica sobre el cuerpo del paciente y, finalmente, el de la disparidad radical de acceso a la información respecto del médico. * Rasgo clínico: en la búsqueda de una argumentación que avale lo dicho en el inicio de este trabajo, el rasgo clínico adquiere un papel central. En él se evidencia la influencia que ejerce la relación médico-paciente en el proceso de vulneración del sujeto enfermo. Porque no es sino en esta relación donde se juega la controversia filosófica entre sujeto y objeto. Definimos al rasgo clínico como la articulación dialógica entre objetividad y subjetividad representada: - en su aspecto subjetivo, por la sintomatología referida por el paciente; en su aspecto objetivo, por la enfermedad en cuánto afección orgánica y/o psicológica 9 diagnosticada por el médico; - en su aspecto subjetivo, por el “sujeto de poder”, el médico (en tanto poseedor de saberes y garante de la autoridad científica); en su aspecto objetivo, por el sujeto enfermo como objeto de conocimiento y estudio; - en su aspecto subjetivo, por el individuo sintiente, el paciente; en su aspecto objetivo, por la alteridad experimentada por él en una triple forma: a) el propio cuerpo como un otro, b) la enfermedad como un otro externo y c) el entorno como un otro social.

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Pérez Marc, “Filosofía de la enfermedad …”, p 134-42.

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Incluimos a estas entre los aspectos objetivables basándonos en la creciente intención por parte de los profesionales de la salud mental de cuantificar y normatizar las enfermedades mentales, llegando en ciertos casos, al límite de lo ridículo: el DSM IV, la más reconocida guía diagnóstica de los trastornos mentales a nivel mundial, es de una incomprensibilidad exasperante para el resto de los profesionales de la salud. Si bien nadie lo afirma, su justificativo principal es el de la necesidad de estipular de la manera más férrea posible la aparición de los diagnósticos en las historias clínicas, para así evitar resonancias legales posteriores. Esta opinión es compartida por la mayoría de los psiquiatras, psicólogos y psicopedagogos de nuestro medio.

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Pocos aspectos de la medicina han sido tan tratados y en tanta profundidad como la relación médico-paciente. Podríamos asegurar la alternancia de dos paradigmas éticos claramente diferenciados: el que dominara la práctica médica hasta mediados del siglo XX, centrado en el médico y basado en una radical asimetría entre este y su paciente; y el que reemplazara al anterior, con su acento puesto en la autonomía del paciente y basado en un modelo contractual que involucra a ambos agentes. En este último, médico y enfermo comparten -idealmente- la autoridad y la responsabilidad médica. Las críticas actuales se concentran en el lugar sobredimensionado que adquiere el concepto de autonomía del paciente, derivado de

la

percepción

de

la

persona

enferma

como

socialmente

aislada

y

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desencarnada . Sin embargo, este último paradigma no parece haber salido de ese estado de idealidad antes planteado, sino que más bien conformaría una dinámica en la que la relación de poder es esencialmente unidireccional: es el médico el que lo ejerce y delimita. No solo la narración de la historia del paciente está escrita en exclusivo por él -en la historia clínica-, sino que es él el que determina cada una de las prácticas a las que se someterá al sujeto enfermo, aun aquellas a las que este se oponga deliberadamente. El médico somete al paciente a un proceso de objetivación indispensable para la práctica clínica habitual. “La mirada médica opera sobre los fenómenos patológicos una reducción de tipo clínico” 11; la subjetividad del individuo “observado” por el médico (clínica de la mirada, según Foucault) debe ser reducida a un espacio de investigación científico-tecnológico que pueda ser mensurable y clasificable según valores, tablas y normas preestablecidos y generales. Es el cuerpo mismo del paciente, en su plena desnudez, el que debe ser inspeccionado en busca de datos que puedan organizarse en signos, los que se sintetizarán, a posteriori, en cuadros patológicos usualmente conocidos: los síndromes. Solo luego de esta secuencia el sujeto enfermo volverá a integrarse a este juego de dos que se diera entre el médico y la noxa en su cuerpo enfermo. Pero esto no sucederá por mucho tiempo: rápidamente se instaurará un tratamiento, que a su vez será

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Luna, F y A Salles (Compiladoras). Bioética: investigación, muerte, procreación y otros temas de ética aplicada. Bs As, Sudamericana, 2000, p 123-4. 11

Foucault, M, El nacimiento de la clínica. Bs As, Siglo XXI, 2003, p 172 y 271. Foucault discrimina a la medicina en: medicina de las enfermedades (siglo XVIII), medicina de las reacciones patológicas (siglo XIX e inicios del siglo XX) y medicina de los agentes patógenos (desde mediados del siglo XX).

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reevaluado, modificado y reinstaurado según su concordancia con los objetivos previamente planteados por el médico. Y así sucesivamente. Desde la medicina no existe sitio alguno para las dimensiones conceptuales accesorias: la dimensión es única e irremplazable, incuestionable. La serie de representaciones que conforman al modelo biomédico dentro de nuestra cultura (occidental, cristiana y contemporánea) se rigen mayoritariamente por la antinomia etiología-terapéutica, en dónde la primera debe encontrar -en todos los casos- una opción de la segunda: “la historia de las sensibilidades médicas se convierte en la de las soluciones aportadas a la enfermedad”12. No importa cuál sea el rol del agente en ese diálogo que se establece a partir de la enfermedad entre médico y paciente, ambos se sitúan dentro de la misma concepción paradigmática, colaborando en su extensión a toda la sociedad y fortaleciéndola a través de las épocas: es un cuerpo enfermo, un mero organismo fisiológico, el que disfunciona y debe ser reparado por la ciencia.

DOLOR Ahora bien, ¿dónde se ubica el sujeto enfermo durante todo este desarrollo? Claramente en un papel de espectador, en un espacio de pasividad que se ve favorecido por el estado de fragilidad propiciado por el funcionamiento conjunto de los rasgos identitarios de la enfermedad. Solo su deseo de curación se interpondrá en este devenir, a partir del cual intentará imponer su propio relato: el síntoma. No sería apresurado afirmar al dolor como el síntoma por antonomasia, dado que no hay sensación más subjetiva ni irreproducible por el otro no sufriente. El dolor representa la sensación de más directo acceso para el sujeto. Es indubitable su padecimiento para quien lo expresa, pero esa certeza se transforma casi en indescifrable para el entorno. Esto adquiere especial relevancia cuando ese entorno incluye al responsable de su tratamiento, el médico. ¿De qué manera puede llevarse a cabo una adecuada terapéutica del mismo si no se hacen inteligibles los significados de la experiencia de dolor ajena? Esas significaciones están cargadas de un sentido específico, relacionadas directamente a una historia, una cultura y una temporalidad determinadas. El dolor estructura un lenguaje propio que atraviesa horizontalmente a la biografía del sujeto, ubicándola de forma novedosa respecto de

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Laplantine, F. La antropología de la enfermedad. Bs As, Buenos Ediciones del Sol, 1999, p 53.

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la sociedad de la que éste forma parte. Porque su lenguaje, las características de su representación, se van modificando a lo largo de las épocas y de las geografías. Es el mismo dolor el que “habla” a partir de la queja, del llanto, de la súplica, del grito; convirtiéndose en una vivencia inconmensurable que confirma al sujeto su adherencia al cuerpo y, por lo tanto, su condición de mortal. Si bien puede afirmarse su relación con lo orgánico, no es menos cierto afirmar al dolor como representación del sujeto que trasciende ampliamente al mero estímulo objetivo. Con esto, nos unimos al camino recorrido por Frege al partir de la diferenciación entre objeto y representación 13. Esta última no es objeto de la percepción, pertenece al contenido de la consciencia y es portada, es decir, requiere de alguien que actúe como su portador. Toda representación es absolutamente subjetiva y, por lo tanto, intransferible entre portadores. La experiencia dolorosa se encuadra perfectamente dentro de este contexto. Aun más, radicaliza la definición, ya que es el único tipo de representación que hace imposible no solo la reproducción en dos sujetos de su contenido fenoménico, sino también el acuerdo mismo respecto de su existencia en cada uno de ellos. Michel Henry va un paso más allá. En su obra, es el dolor el que corta las amarras del sujeto con el mundo, imponiéndole la ligazón insoluble a sí mismo. El dolor es la instancia de ocultamiento del sentir del mundo, hace imposible la escapatoria del sí mismo. En la medida en que la apropiación del mundo externo parta del propio sentimiento del sí, el avasallamiento del sujeto que produce la aparición del dolor hace imposible el conocimiento del afuera: “precisamente, el dolor puro no se refiere a ninguna otra cosa que a sí mismo, se confía a sí mismo, inmerso en sí mismo, sumergido por sí mismo, aplastado por su propio peso” 14. Su concepción del dolor se estructura sobre el hecho de que el dolor es índice de autopresencia, es el paroxismo fenomenológico de la propia presencia del sí ante el sí mismo. Imposibilitado de dar cuenta del mundo externo, el sujeto doliente se ve obligado a romper con la mundanidad que lo circunda y contiene. Es ahora un sujeto arrinconado: el sufrimiento todo lo ocupa, es el absoluto. A la manera sartreana, hay un mundo de dolor, se es dolor: “el dolor puro es un sufrimiento puro, es la

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Frege, G, “El pensamiento: una investigación lógica”; en: Valdés, M (Compilador). Pensamiento y Lenguaje. México DF, UNAM, 1996 (versión original: 1919), p 23-48. 14

Henry, M. Encarnación. Una filosofía de la carne. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2001, p 79.

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inmanencia en sí de este sufrimiento … Resulta para él imposible salir de sí, escapar de sí mismo” 15. A pesar de sus diferencias respecto de la capacidad subjetivadora del dolor16, Hannah Arendt entiende a la experiencia de sufrimiento desde una óptica similar. En La condición humana afirma: “la sensación más intensa que conocemos, intensa hasta el punto de borrar todas las otras experiencias, es decir, la experiencia del dolor físico agudo, es al mismo tiempo la menos comunicable de todas … Nada arroja a uno de manera más radical del mundo que la exclusiva concentración obligada en la esclavitud o en el dolor insoportable”17. El dolor es alienante, aleja al sufriente de su propia realidad en forma súbita, apartándolo de la escena pública. En el marco de la relación médico-paciente, dolor es aquello que “es dicho” por el paciente. Es la subjetividad más radical expresada a otro que ejerce el poder. Es el médico, en definitiva, el que avalará o no ese relato, el que escribirá en la historia clínica aquello que le fue dicho. En el curso de un tratamiento médico -que puede incluir a uno o varios médicos tratantes-, el dolor en tanto representación se expresa a través de un lenguaje disperso, a cargo de una multiplicidad de narradores (médicos) que relegan al sujeto sufriente a un rol de co-autor de su relato de vida. La producción e interpretación de su historia clínica queda en manos de una serie de observadores que llevan a cabo una minuciosa exposición que poco tiene que ver con la realidad de su sufrimiento. Es el hombre parado frente a un lienzo de su vida que lo ubica como personaje principal, pero del que no puede reclamar autoría. Su identidad está fracturada, escindida, vulnerada, es parte de un extrañamiento que agrava su padecer. Porque el sufrimiento, en definitiva, desborda al dolor físico, involucrándolo en una dimensión pragmática: la destrucción de la capacidad de obrar, de poder-hacer, que son percibidas por el sujeto como un ataque a su integridad. “El dolor es sacralidad salvaje ¿Por qué sacralidad? Porque forzando al individuo a la prueba de la trascendencia, lo proyecta fuera de sí mismo, le revela

15

Henry. Encarnación …, p 79.

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Como dijéramos, para Henry el dolor actúa como principio de subjetivación, es autodonación. Su privilegio gnoseológico radica en que, a partir de él, el sujeto “se siente” (sufrir-se). Arendt opone al sentido de la visión como facilitadora de la intersubjetividad. No puede serlo el dolor, ya que éste no refiere al mundo: es imposible “acordar” con el sentir del otro.

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Arendt, H. La condición humana. Bs As, Paidós, 2003, p 60 y 123.

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recursos en su interior cuya propia existencia ignoraba. Y salvaje, porque lo hace quebrando su identidad” 18. Para Levinas, el dolor representa la “imposibilidad de separarse del instante de la existencia” 19. Durante el sufrimiento se evidencia la ausencia de todo refugio. Es el obstáculo para la huida del sí; acorrala al sujeto en su vida y en su ser: “todo el rigor del sufrimiento consiste en esa imposibilidad de distanciamiento …En este sentido, el sufrimiento es la imposibilidad de la nada” 20. Pero no es solo imposibilidad, el dolor también puede ser índice fenomenológico de la posibilidad de huir de sí, ya que facilita la experiencia del sí mismo. Podemos postular al síntoma-dolor como el elemento del que hace uso el paciente en su resistencia a la desubjetivación que le propone el médico.

VERGÜENZA Creemos, casi podríamos afirmarlo, que ese paciente obedecerá la orden de desnudarse que le dio el médico. Pero también confiamos en que ese dolor, ese decir-se en su acorralamiento, le permita al paciente ejercer algún tipo de defensa de la subjetividad que el mismo dolor le impone. Porque el médico exige un objeto de estudio. Y la objetivación reclama un cuerpo, no un individuo. El médico busca en la desnudez del otro el espacio cuantificable sobre el que poder desarrollar su técnica, su ciencia. No hay aquí espacio suficiente para el conjunto de significaciones que la doble representación enfermedad-dolor pone en juego. Pero el paciente, en su carácter de “alter”, es irreductible a la propia mismidad del médico, siempre ofrece una resistencia a la apropiación por parte de este. Ante la interpelación por su desnudez, el sujeto sufriente se avergüenza. Según Agamben, la vergüenza se funda “en la imposibilidad de nuestro ser para desolidarizarse de sí mismo, en su absoluta incapacidad para romper consigo mismo. Si en la desnudez experimentamos vergüenza es porque no podemos esconder aquello que quisiéramos sustraer a la mirada, porque el impulso irrefrenable de huir de uno mismo tiene su paralelo en una imposibilidad de evasión

18

Le Breton, D. Antropología del dolor. Barcelona, Seix Barral, 1999, p 274. Véase, además, del mimo autor: Antropología del cuerpo y modernidad. Bs As, Nueva Visión, 2006. 19

Levinas, E. El tiempo y el otro. Barcelona, Paidós, 1993, p 109.

20

Levinas, E. El tiempo …, p 110.

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igualmente cierta … En la vergüenza quedamos entregados a algo de lo que no podemos deshacernos a ningún precio”21. El paciente avergonzado, desnudo, da cuenta de esta opresión en su intento por no dejarse objetivar. Porque la vergüenza es a la vez la pasividad de ser mirado y la actividad de poseer-se que representa el estar “clavado” a sí mismo. Hay resistencia a la desapropiación en ese asistir a la propia ruina que propician el dolor y la desnudez. La vergüenza “es ese resto que, en toda subjetivación, traiciona una desubjetivación y, en cada desubjetivación, da testimonio de un sujeto”22. Más allá de las intenciones ocultas -inconscientes, incluso- del médico en su proceso de objetivación del sujeto enfermo, el dolor y la vergüenza de éste (en este caso doble, de exposición de su dolor y de la desnudez) actúan como oposición ontológica y resguardo del sí23. Es en esta lucha dialéctica entre dos polos en donde se dirimirá la posibilidad del paciente para ser tratado de su dolencia. El campo de análisis y tratamiento del dolor es, al fin y al cabo, el de la relación sujeto-objeto, díada central en el pensamiento filosófico desde la antigüedad. “Por lo general, la ausencia de dolor no es más que la condición corporal para conocer el mundo”, la felicidad lograda en aislamiento del mundo y disfrutada en el interior de la privada existencia de uno mismo suele ser la famosa ‘ausencia de dolor’” 24. Es hora de que comprendamos que el hombre que sufre se ve envuelto en un misterio intangible que merece el respeto de quienes lo rodean. Es la acción compasiva el medio para su tratamiento, medio que no niega, sino que actúa sobre lo incomunicable del padecimiento del otro. El dolor no solo es subjetividad, sino también subjetividad “ante el otro” 25. Si los médicos pudiesen dar cuenta del lenguaje que el dolor del paciente les propone, de sus significados y metáforas, de “lo dicho” por el paciente con su sufrimiento, el espacio de subjetividad de aquellos a quienes tratan podría verse garantizado. Esto reformularía, a su vez, a la relación

21

Agamben, G. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia, PreTextos, 2000, p 109. 22

Agamben. Lo que queda …, p 117.

23

Al igual que en la náusea, el sujeto “se reconoce en una alteridad inasumible, es decir, se subjetiva en una absoluta desubjetivación”. En: Agamben. Lo que queda …, p 111. 24

Arendt. La condición …, p 123.

25

Le Breton. Antropología …

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médico-paciente hacia una dinámica de poder más equilibrada, que otorgara al sujeto sufriente una mayor libertad en el “decir” de su dolor, en un intento conjunto por expiarlo.

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