La reina Apolonis y Afrodita: divinidad, poder y virtud en la Grecia helenística

July 19, 2017 | Autor: M. Miron Perez | Categoría: Women's History, Hellenistic History, Ancient Greek Religion
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Descripción

SPAL MONOGRAFÍAS XIX

HIJAS DE EVA

Mujeres y religión en la Antigüedad

Eduardo Ferrer Albelda Álvaro Pereira Delgado (coords.)

EDITORIAL UNIVERSIDAD DE SEVILLA

HIJAS DE EVA

Eduardo Ferrer Albelda Álvaro Pereira Delgado (coordinadores)

HIJAS DE EVA Mujeres y religión en la Antigüedad

SPAL MONOGRAFÍAS Nº XIX

Sevilla 2015

Colección: Spal Monografías Núm.: XIX Comité editorial: Antonio Caballos Rufino (Director de la Editorial Universidad de Sevilla) Eduardo Ferrer Albelda (Subdirector) Manuel Espejo y Lerdo de Tejada Juan José Iglesias Rodríguez Juan Jiménez-Castellanos Ballesteros Isabel López Calderón Juan Montero Delgado Lourdes Munduate Jaca Jaime Navarro Casas Mª del Pópulo Pablo-Romero Gil-Delgado Adoración Rueda Rueda Rosario Villegas Sánchez

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o trasmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso escrito de la Editorial Universidad de Sevilla.

Motivo de cubierta: Variaciones sobre “La Pepona”.

© Editorial Universidad de Sevilla 2015 c/ Porvenir, 27 - 41013 Sevilla. Tlfs.: 954 487 447; 954 487 451; Fax: 954 487 443 Correo electrónico: [email protected] web: ©  Eduardo Ferrer Albelda, Álvaro Pereira Delgado (coords.) 2015 © De los textos, los autores 2015 Impreso en España-Printed in Spain Impreso en papel ecológico ISBN: 978-84-472-1608-6 Depósito Legal: SE 518-2015 Maquetación e Impresión: Pinelo Talleres Gráficos, Camas-Sevilla.

ÍNDICE

Prólogo Eduardo Ferrer Albelda....................................................................................... 9 Diosas, reinas y profetisas. Mujeres liderando historias en la Biblia Miren Junkal Guevara Llaguno........................................................................... 13 Más allá de la Ašerah. Estatuillas en terracotas del Levante meridional en los siglos VIII-VI a.C. Josef Mario Briffa............................................................................................... 25 “… es la reina, adornada con tus joyas y con oro de Ofir” (Salmos 45, 10). Tradición y simbología religiosa en la orfebrería fenicia María Luisa de la Bandera Romero..................................................................... 39 La reina Apolonis y Afrodita: divinidad, poder y virtud en la Grecia helenística María Dolores Mirón Pérez................................................................................. 69 Los espacios femeninos en la iconografía ibérica y su relación con algunos rituales Trinidad Tortosa Rocamora................................................................................. 97 La mujer en la religión romana: entre la participación y la marginación Pilar Pavón.......................................................................................................... 115 La maternidad protegida. Cultos y ritos públicos y privados en torno a la maternidad en el mundo romano Mercedes Oria Segura......................................................................................... 143 La mujer en la Iglesia naciente según el Nuevo Testamento María Dolores Ruiz Pérez................................................................................... 163 Ammas, las madres del desierto: ¿Maestras espirituales con voz propia? Purificación Ubric Rabaneda............................................................................... 175

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María Dolores Mirón Pérez Universidad de Granada

En el Museo J. Paul Getty de Malibu (California) se exhibe una estatuilla de bronce griega que representa a una mujer mostrando en su mano izquierda una manzana (fig. 1). Esta fruta fue en el mundo griego un atributo, relacionado con el deseo sexual y el matrimonio, de Afrodita (Pirenne-Delforge 1994: 410-412). Sin embargo, la figurilla parece representar, a juzgar por su indumentaria –chitón, himation, velo y sandalias de plataformas–, más a una mortal matrona que a la diosa del amor. Por otro lado, la tiara decorada y el velo son característicos de los retratos de reinas helenísticas. Así pues, estaríamos ante la representación de una reina helenística como Afrodita; y, aunque la procedencia de la figura es desconocida, desde el propio museo se apunta a la posibilidad de que se tratase en concreto de Apolonis de Pérgamo1. La identificación de la figura como Apolonis es verosímil. Por la tipología de la indumentaria, la figura ha sido datada en la primera mitad del siglo II a.C., y esta reina vivió a finales del siglo III y principios del II a.C. Sabemos además que fue divinizada a su muerte y asociada a Afrodita. Sin embargo, esta identificación, aunque consistente, no deja de ser una hipótesis. La asociación, y la asimilación, a esta diosa fue habitual en las reinas helenísticas, desde Fila II, a inicios del siglo III a.C., hasta la última de ellas, Cleopatra VII de Egipto en el siglo I a.C., incluyendo a algunas reinas contemporáneas de Apolonis. Por otro lado, la iconografía propia de los retratos reales que presenta esta figura es la que se impuso en las monedas del Egipto Ptolemaico a partir de Arsínoe II, aunque fue imitada en otros reinos (Carney 2013: 120-124). Sin entrar en debates en torno a la identificación concreta de la mujer representada en esta figura, ésta no obstante nos sirve para introducirnos en el tema de la relación entre Apolonis y Afrodita, y esta relación a su vez en la existente en la época entre religiosidad femenina y poder. La religión es una de las esferas privilegiadas para analizar los mecanismos y las formas del poder, incluyendo las del poder femenino (Mirón 2010). La existencia de d­ iosas, 1.  Consultar http://www.getty.edu/art/gettyguide/artObjectDetails?artobj=35423

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sacerdotisas, y rituales de mujeres nos señala la importancia del elemento femenino en la religión griega. Nos habla del modo en que la sociedad griega entendía su mundo, de cómo interactuaban lo femenino y lo masculino en un todo inseparable, de cómo esta sociedad articulaba sus sistemas de pensamiento y de creencias en torno al género, de cómo el orden de género era elemento sustancial y vital para el orden social y político en el que se integraba el sistema religioso, de cómo lo femenino era indispensable para el mantenimiento e incluso la supervivencia de la comunidad. En este sentido, la religión, en tanto parte de la estructura ideológica que sostiene toda sociedad, es un factor fundamental de generación y reproducción de las diferencias de género y de las relaciones de poder entre los sexos en las sociedades patriarcales. Mediante la religión, en el mundo griego, lo femenino es definido y transmitido simbólicamente, se pone al servicio de la civilización, y al mismo tiempo se somete a lo masculino y es controlado por él. Estos aspectos abarcan todos los planos de la actividad religiosa, incluyendo el nivel superior, el de la divinidad: el panteón griego, a pesar del gran poder de ciertas diosas, es patriarcal, y los poderes y funciones de las diosas están vinculados al modo de entender lo masculino y lo femenino. Por otro lado, los sacerdocios, devociones y rituales de mujeres contribuyen a reforzar, asumir y reproducir los papeles de género. Sin embargo, aunque las formas religiosas femeninas estaban al servicio del discurso que les adscribía papeles diferentes y promovía su restricción a la esfera doméstica, también les permitieron participar activa y legítimamente en la vida pública (Kron 1996). Los mismos sacerdocios, devociones y rituales que contribuían a sustentar el orden de género, hacían al mismo tiempo que las mujeres se integraran, en su diferencia y desigualdad, en la vida cívica de sus comunidades. La misma existencia de poderosas divinidades femeninas pudo incidir en el propio empoderamiento de las mujeres. En este sentido, cabe recordar que la religión es una esfera de poder, y que los poderes religioso y político en la sociedad griega no estaban separados. De hecho, las diosas y sacerdotisas griegas formaban parte del poder público –en el plano real y en el simbólico–, aunque subordinado al masculino. La religión fue, de hecho y por mucho tiempo, la única esfera de poder oficial accesible a las mujeres. Y ello les permitió hacer sentir su autoridad e influencia en sus comunidades. Aunque las religiones son uno de los elementos más estables en una sociedad, también se ven afectadas por los procesos de cambio; es más, forman parte esencial de ellos. Este trabajo se enmarca precisamente en una época de grandes transformaciones en todos los sentidos. La Grecia de la polis –las ciudades-Estado independientes que dominaron la realidad social y política de las épocas arcaica y clásica– asistió, en los últimos años del siglo IV a.C., a cambios políticos trascendentales, con la entrada en primer plano de grandes estados monárquicos, hasta entonces restringidos a la periferia septentrional griega. Primero con la hegemonía sobre las poleis griegas impuesta por el rey Filipo II de Macedonia (338 a.C.); después con la expansión más allá del mundo griego llevada a cabo por su hijo y heredero, Alejandro Magno, quien conquistó el amplio territorio del Imperio Persa; luego, tras la muerte de éste (323 a.C.), la feroz disputa que entablaron sus amigos y generales –los llamados diádocos– para hacerse con su imperio, hasta crear finalmente una serie de reinos distintos y en continua competencia. Se entraba

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así en la llamada época helenística, que duraría hasta la conquista romana, producida espacialmente en momentos diferentes, hasta la caída del último de estos reinos, Egipto, y la última de sus reinas, la célebre Cleopatra VII, en el año 30 a.C. El período helenístico fue una época de cambios trascendentales sin los cuales es imposible entender la historia del Mediterráneo y de Europa2, cambios que en algunos casos supusieron la introducción de novedades, pero también el impulso final o el afianzamiento de procesos que tenían su origen en época clásica. Desde luego trajo consigo una ampliación de horizontes, hasta entonces impensables en Occidente; es una época de cosmopolitismo y multiculturalidad, aunque esta última siempre estuvo presente de algún modo en la cultura griega. También de individualismo –ya observable en el siglo IV a.C.–, frente al comunitarismo de la polis, formas ambas de Figura 1. Figura femenina en bronce, quizá reina estar en sociedad que van a convivir en helenística representada como Afrodita. The Getty Villa, Malibu (California). el mundo helenístico, y no necesariamente contrapuestas. Socialmente, la prosperidad económica general, tras la crisis de las clases medias en el siglo IV a. C., no se tradujo tanto en una mejora de las condiciones de las clases sociales bajas, como en un crecimiento de la riqueza de las élites; por tanto, derivó en una mayor desigualdad social, que supondría una mayor dependencia de las clases menos favorecidas respecto a las más ricas. Políticamente convivieron, por un lado, los reinos helenísticos, afanados en extender su área de influencia, y, por el otro, las ciudades-Estado griegas, formalmente autónomas, pero de hecho cada vez más sometidas al control de los distintos reyes, en medio de los intentos de éstos de imponer su hegemonía. También se fue asentando en el mundo helenístico, con variaciones en el lugar y en el tiempo, un fenómeno que ya venía manifestándose en el mundo clásico en el siglo IV a.C.: una mayor presencia pública de las mujeres en todos los ámbitos3. Aunque esto no significó en esencia una transformación trascendental en los papeles de género 2.  Sobre el mundo helenístico y sus transformaciones existe una abundante bibliografía. Ver, entre otros, Erskine (2003), Green (1990), López Melero (2002), Preaux (1984), Shipley (2001). 3.  Sobre las mujeres a finales de época clásica y en el mundo helenístico, ver Bielman (2002), Calero (2004), Ferrandini (2000), Mirón (2003), Pomeroy (1984), Preaux (1959), Vatin (1970).

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de mujeres y hombres, y la igualdad entre los sexos no sólo estuvo lejos de ser alcanzada sino incluso de ser pensada –salvo, en algunas corrientes filosóficas, en lo concerniente a la igualdad en capacidades morales e intelectuales–, sí supuso una ampliación de los espacios y del poder formal e informal de las mujeres, e incluso una mayor porosidad entre los ámbitos femeninos y masculinos, bastante claros y estrechos en general en el mundo de la polis, aunque en esto también se observan importantes matices. Estos cambios se manifestaron, por lo que respecta a las mujeres, en una mayor libertad e independencia, un mayor acceso a la riqueza y al uso libre de la misma, una mayor influencia social y reconocimiento público, mayores perspectivas intelectuales; en definitiva, singularmente para las mujeres de las élites, una ampliación de sus márgenes de poder, entendido éste en el sentido amplio de la palabra, no sólo como poder político. No obstante, cuando hablamos de reinos y reinas4, implícitamente hablamos de poder político. También hubo cambios de género en él. Aunque las monarquías helenísticas se impusieron sobre todo mediante las armas, no tardaron en ser hereditarias, y estar ligadas por tanto a linajes, a familias en cuyo seno se reproducían. Ciertamente a la cabeza del poder político se hallaba un varón (el rey), pero en este poder participaba toda la familia real, en tanto que como ámbito que reproduce una institución política se convierte ella misma en institución política. Por tanto, todo lo que sucede en las familias reales tiene repercusión política: sus alianzas matrimoniales son alianzas políticas; sus conflictos familiares, conflictos políticos; sus nacimientos y defunciones, acontecimientos políticos. Una familia real es, en definitiva, una familia en el poder (político). De este modo, las fronteras entre lo público y lo privado, que en ningún caso son sólidas, se tornan aún más flexibles, hasta llegar a confundirse. Las mujeres de las familias reales, como parte de una familia en el poder, comparten en cierto modo el poder, lo que quiere decir el poder político. En primer lugar, en tanto productoras reales o potenciales de herederos al trono, son transmisoras del poder real e incluso pueden llegar a ser sus depositarias, lo cual, aunque pueda ser a menudo de manera simbólica, las coloca en una posición no desdeñable para participar de algún modo en él; aparte de que es un acto político por sí mismo el proporcionar un futuro dirigente político. En segundo lugar, una familia real no sólo es poderosa, sino que debe justificar que el poder le pertenece en justicia, que es la mejor para gobernar, no sólo por su superioridad militar, sino también por las elevadas virtudes y conductas –aunque la realidad pueda indicar algo distinto– de sus miembros, productoras de grandes beneficios para sus súbditos. De ahí que toda monarquía se rodee de un aparato propagandístico destinado a exaltarla en estos términos –aunque pueden variar las maneras y el énfasis que se pueda poner en cada aspecto–, habitualmente con la participación de todos los miembros de la familia, incluidos los femeninos. Eso convierte a las mujeres de las casas reales en personajes públicos, por más que el énfasis de la propaganda suela ponerse en sus virtudes y conductas “domésticas”, es decir, apropiadas a su condición de género. Esta condición de personajes públicos las sitúa en un plano destacado ante la sociedad y, por tanto, en posición de influir de algún modo sobre ella. En tercer lugar, la cercanía al poder puede ser una oportunidad 4.  Sobre las reinas helenísticas, ver Carney (2000a), Le Bohec (1993), Macurdy (1932), Mirón (2000), Nourse (2002), Pomeroy (1984), Savalli-Lestrade (1994).

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para influir directamente en él; y ésta es una forma de poder, aunque no sea explícito. Finalmente, en ocasiones, una mujer de una casa real, gracias a su condición de partícipe en el poder dinástico, puede traspasar las barreras de género y alcanzar el poder político legítimo y explícito. No obstante, en Grecia, aun con los cambios que el período helenístico trajo consigo, el poder político nunca dejó de ser, por definición, masculino, ya que estaba estrechamente ligado a ese asunto exclusivo de hombres que era la milicia. Los primeros reyes helenísticos, los diádocos, lo fueron gracias, en primer lugar, a su superioridad militar, ámbito de competencia eminentemente masculino, aunque para justificar y asentar su poder también crearon una imagen de superioridad moral, no sólo militar. A partir de ahí iniciaron dinastías; su poder –y su carisma5– se transmitió a otros varones de la familia, sus herederos así reconocidos, dentro de un sistema dinástico que acabaría funcionando con mayor o menor mecanicidad. Sus formas concretas de funcionamiento y representación fueron variadas como lo fueron sus reinos, aunque partieron de pautas ya presentes en la monarquía macedonia de época clásica, de la que en cierto modo las helenísticas eran sus herederas. Al tiempo que se instituían reyes y monarquías, se fue configurando la figura de la reina. Aunque las características anteriormente señaladas estaban presentes en mayor o menor grado en las monarquías de época clásica, lo que posibilitaría entre otras cosas la alta implicación en política de algunas mujeres relacionadas con los diádocos, es en estos momentos de formación de nuevas dinastías reales cuando se instituye formalmente la figura de la esposa del rey y se le otorga el título de basilissa (Carney 1995). La naturaleza, sin embargo, del cargo de basilissa era distinta a la del basileus. Un rey lo era, en el momento de la institución de una monarquía, porque había ganado este estatus gracias fundamentalmente a su preeminencia militar, y después en virtud de la transmisión del poder real del monarca anterior. Un mujer no tenía, en cambio, por sí misma capacidad para establecer una nueva monarquía, de crear dinastías. Una reina lo era en virtud de su matrimonio, en función de ser esposa y madre de rey –a veces, por ser hija de rey–; su cargo no era transmisible, no tenía por qué proceder de una familia real; y dependía de la voluntad del rey, que era quien la designaba como tal (Savalli-Lestrade 1994: 417-419). Y, por supuesto, entre sus funciones no se hallaba –no en la definición de reina como esposa del rey, aunque sí en la corregente, por ejemplo en Egipto– el ejercicio directo del poder político, competencia exclusiva del rey. Dentro de estas líneas generales, el poder efectivo, el reconocimiento público y la imagen de las reinas, variaron según épocas y dinastías, desde las divinas y poderosas reinas ptolemaicas –algunas de las cuales llegaron a ejercer el poder político legítimo y efectivo– a las “oscuras” Antigónidas de Macedonia. En todos los reinos, de uno u otro modo, en mayor o menor medida, las reinas fueron parte reconocida del sistema monárquico y de la imagen de la dinastía (Mirón 2013). Los Atálidas de Pérgamo convirtieron a una de sus reinas en uno de sus ejes centrales. El reino de Pérgamo, nacido en torno a esta polis del noroeste de Asia Menor y regido por la dinastía Atálida, fue uno de los más prósperos y poderosos del mundo helenístico, 5.  Sobre la imagen del rey como líder carismático, compendio de virtudes militares, políticas, intelectuales, religiosas y éticas, pero siempre en el seno de una familia –un rey es también hijo, padre y marido–, ver Roy (1998).

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y también uno de los más tardíos en formarse y más prontos en desaparecer (283-133 a.C.)6. Durante su siglo y medio de historia, sus avatares políticos estuvieron marcados por el poder del Imperio Seléucida, del que fue dependiente en principio y luego rival; las presiones de los pueblos galos, que logró contener; el cuidado que puso en sus relaciones con las ciudades-estado independientes de Asia Menor y el sur de Grecia, presentándose como su protector y benefactor; y la amistad y a la vez desconfianzas de Roma, de la que fue aliado en la lucha contra el reino de Macedonia, con cuya ayuda contó para su expansión territorial, que se entrometió en su política interior y de cuyo imperio pasó a formar parte, tras algunas resistencias, mediante el testamento del último rey. De orígenes humildes –era la única dinastía que no descendía de los diádocos–, los Atálidas afianzaron su poder con sus actos y con la construcción de una imagen propia destinada a hacerla atractiva ante su pueblo y ante el mundo. Y tuvieron éxito, pues por lo general las fuentes griegas y romanas suelen ofrecer de ellos una imagen favorable. Como otras dinastías, se presentaron como benefactores y protectores de ciudades, así como de la cultura y las artes, mediante lo cual expresaban al mismo tiempo su riqueza y poder. Pero, lejos del boato, la exaltación, la voluptuosidad y los “exotismos” de otras dinastías, como la Ptolemaica, la propaganda Atálida se basó en conceptos tradicionales y fácilmente comprensibles en el mundo griego (Kosmetatou 2003: 166-173). Por ejemplo, sus victorias sobre los galos fueron celebradas escultóricamente, además de por las famosas estatuas donde se presentaba los vencidos dignos en su derrota, de forma más subliminal con la erección del Gran Altar, en la acrópolis de Pérgamo, donde se representaban las luchas entre dioses Olímpicos y Gigantes, de manera que, en vez de hacer referencia a la victoria concreta de un rey –incluyendo también las victorias sobre otros reyes griegos–, se celebraba la intemporal victoria del orden sobre el caos, es decir, la victoria de la civilización sobre la barbarie (Queyrel 2005), retomando así el viejo imaginario griego, como fue el caso de los monumentos erigidos tras las victorias griegas en las Guerras Médicas. Aunque su propaganda dinástica contuviera elementos destinados a ser comprensibles y atractivos para una población variada, no sólo griega (Kuttner 2005), se presentaron como campeones del helenismo: protectores de los griegos frente a los bárbaros, mecenas de la cultura griega y vinculados a los mitos griegos (Gruen 2000; Virgilio 1993: 29-65). Y, sobre todo, cultivaron una imagen de familia unida y siempre en concordia, campeona de los tradicionales valores familiares griegos. Y en el centro de esta propaganda colocaron a una reina, Apolonis, esposa de Átalo I (241-197 a.C.), y madre de Eumenes II (197-159 a.C.) y Átalo II (159-138 a.C.). Al contrario que la mayoría de las reinas helenísticas, Apolonis no tenía sangre real7. Sin embargo, su origen no era humilde, sino que pertenecía a una familia de la élite de Cícico (Van Looy 1975: 152-154), notable polis independiente, estratégicamente situada en el paso del Bósforo, con la que Pérgamo mantenía –y mantuvo a lo largo de toda la dinastía Atálida– excelentes relaciones. Apolonis debió de nacer en torno a la fecha en que Átalo I accedió al trono, por lo que la diferencia de edad entre ambos en el momento 6.  Sobre Pérgamo y los Atálidas, ver entre otros Allen (1983), Hansen (1971), Kosmetatou (2003), Virgilio (1993). 7. Sobre Apolonis, ver fundamentalmente Van Looy (1975). Asimismo, Hansen (1971: 44-45), Iossif (2012), Queyrel (2003: 263-269), Virgilio (1993: 44-52).

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de contraer matrimonio sería de alrededor de treinta años. En el momento de su matrimonio, Átalo I estaba embarcado en una política expansionista por Asia Menor, en disputa con los Seléucidas, y el afianzamiento de la amistad con Cícico, aparte de facilitarle el comercio con el Mar Negro (Allen 1983: 58), sería un buen punto de apoyo contra otras potencias, como Macedonia, Bitinia o el Ponto, así como contra las invasiones galas. Los Atálidas cuidaron muy especialmente esta amistad con Cícico, como dan buena muestra las frecuentes instancias de colaboración y apoyo mutuo y el mantenimiento de fuertes lazos con la familia de Apolonis. Así que, aunque ésta no era una princesa, este matrimonio tuvo el mismo carácter y los mismos efectos diplomáticos que en el caso de un enlace entre familias reales. Con el valor añadido de que la condición de “ciudadana” de Apolonis convenía a la imagen de los Atálidas como campeones del helenismo y benefactores y protectores de poleis. La pareja tuvo cuatro hijos varones: Eumenes, Átalo, Filetero y Ateneo. Los dos mayores reinaron consecutivamente, dándose además la particularidad de que el primogénito fue el único rey Atálida que sucedió directamente a su padre, en una dinastía donde la tónica dominante fue la sucesión entre hermanos o de tío a sobrino. Apolonis sólo alcanzó a ver reinar a su hijo mayor, pues cuando Átalo II alcanzó el trono, en 159 a.C. ya había muerto. Aunque se desconoce la fecha exacta de su muerte, sabemos que sobrevivió largamente a su marido, muerto en 197 a.C. (Polibio, 20, 22,3). Diversos indicios apuntan a que su fallecimiento se produjo en la última década del reinado de su primogénito (Queyrel 2003: 35), por lo que tendría unos setenta años o más, una edad avanzada según los cánones de la época. Apolonis gozó de enorme prestigio dentro y fuera de Pérgamo, y sus virtudes fueron ampliamente publicitadas. Una inscripción, erigida tras su muerte, de la ciudad de Hierápolis (fig. 2), la exalta de este modo: “Puesto que la reina Apolonis Eusebes, esposa del divino rey Átalo, madre del rey Eumenes Soter, se ha ido con los dioses, después de haber exhibido de manera gloriosa y conveniente su propia virtud entre los hombres, por su piedad hacia los dioses y su reverencia hacia sus padres, así como su vida con su esposo fue distinguida y concordó con sus hijos en completa concordia; y siendo bendecida con hermosos hijos legítimos, dejó tras de sí grandes alabanzas de su gloria, mereciendo manifiesta gratitud por parte de sus hijos; y así, habiendo exhibido en el transcurso de su vida todo lo conforme al honor y la gloria, ha vivido una vida distinguida y apropiada; habiendo criado hijos con la ayuda de la fortuna, y habiendo concordado sinceramente con el rey Eumenes Soter y Átalo Filadelfo y Filetero y Ateneo, y dejado no poca prueba de su piedad hacia los dioses por medio de un hermosísimo acto, y dejado tras de sí un [testimonio] hermosísimo y digno de elogio de su propia excelencia en su armoniosa relación con sus hijos, y [siempre se condujo] con buena voluntad en todas las circunstancias con la reina Estratonice8, [esposa] del rey Eumenes [Soter], en la creencia de que la mujer que compartía con ella su hijo (también) [compartía] su propio afecto...; y así sometiendo a... procuró honor inmortal [a todos los hombres, convertida en sagrada?] para todos los griegos [y especialmente para el rey] Eumenes Soter [y sus otros hijos...]” (OGIS 308)

8.  Esta Estratonice era hija del rey Ariarates IV de Capadocia. Cfr. Allen (1983: 200-206), Queyrel (2003: 269-275).

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Apolonis es mostrada, pues, como hija, esposa, madre y suegra ejemplar, agente protagonista de la armonía familiar que formaba parte de la imagen paradigmática de la dinastía Atálida, que también es recogida por las fuentes romanas o filorromanas, donde se la presenta como modelo de virtud, honestidad y castidad. Polibio (22, 20,1-3) dice de ella que, siendo una ciudadana, llegó a reina “y logró conservar esta dignidad hasta el fin”; y que para ello no empleó “ni seducciones ni artes de ramera”, sino que “se comportó con gravedad y corrección”; de modo que era justo que se hiciera “memoria de ella”, destacando el “afecto y cariño irreprochables” con que cuidó a sus cuatro hijos. Plutarco (Moralia, 480C), por su parte, señala que “ella siempre se felicitó y dio gracias a los dioses no por la riqueza y la hegemonía” sino por la armonía y confianza existentes entre sus cuatro hijos. El afecto hacia sus hijos y la función educadora le fueron reconocidos públicamente en vida. Durante el reinado de Eumenes II, Átalo erigió en Pérgamo una estatua a su madre celebrando el afecto (philostorgía) de ésta hacia él (Fränkel, Inschr. Perg. nº 169). En un decreto con honores a Eumenes II y sus tres hermanos, emanado por la ciudad de Atenas en el año 175/174 a.C. (OGIS 248), se afirma que Átalo I y Apolonis habían sabido transmitir a sus hijos las virtudes de “la excelencia (areté) y la conducta irreprochable (kalokagathía), velando por su educación de manera acertada (kalós) y sensata (sophronos)”. Se disponía en el decreto que el mismo había de ser publicitado oralmente y por escrito, tanto en Atenas como en Pérgamo y el santuario de Apolo en Dafne, situado éste cerca de Antioquía, capital del reino Seléucida, antes rival y ahora en buenos términos con Pérgamo. Se revelaba de este modo una intencionalidad panhelénica en la propaganda atálida, emanada en este caso de la misma Atenas, que mantenía excelentes relaciones con Pérgamo (Habicht 1990), que seguía siendo el corazón cultural y sentimental del mundo griego, y que celebraba “la feliz asociación de realeza y excelencia educativa en la casa de los Atálidas, toda una apuesta por la racionalización del poder que había tenido sus primeros defensores precisamente en dos autores atenienses: Jenofonte e Isócrates” (Alonso 2005: 186). Y, aunque la educación de los príncipes, que sería las que les habilitaría para heredar el trono, era fundamental en las demás dinastías, como la Ptolemaica, en la Atálida fue central en su propaganda, en particular en sus connotaciones morales, y famosa incluso entre sus enemigos (Livio, 40, 21,5). Y también fue la única que otorgó un papel educador central a la reina madre. Se podría aducir que, muerto el padre muchos años antes que la madre, la mayor parte de la labor educadora correspondería a la viuda, pero lo cierto es que los hijos de Átalo I, aunque jóvenes cuando falleció su padre, para entonces habrían completado su formación, pues el mayor tenía unos veinticinco años y el menor no menos de dieciocho (Van Looy 1975: 155-156). Así pues, la educación de los príncipes debió de correr a cargo de ambos progenitores, como indica el decreto de Atenas. Pero tanto su inhabitual inclusión en el decreto de Atenas como la fama de madre educadora que recogen Polibio y Plutarco, nos señalan que en este punto Apolonis tuvo un papel especialmente protagonista. Las virtudes familiares del esposo y los hijos de Apolonis se expresaron también en relación con ella. Polibio (18, 41,8), en su encomio de Átalo I, dice de él que “se comportó en su vida de manera venerable y prudente para su mujer y sus hijos”. También estos son elogiados por su conducta para con ella. Con motivo de una visita de la reina con sus hijos Eumenes y Átalo a su patria natal, Cícico (Polibio, 22, 20,4-8; Suda,

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Figura 2. Decreto en honor de la reina Apolonis, Hierapolis/Pamukkale (Virgilio 1993: fig. 21).

“Apollonias”), éstos también expresaron públicamente la piedad hacia su madre, pues, con ella de la mano, fueron visitando los templos de la ciudad, lo que agradó a la gente de Cícico y causó alabanzas hacia los hermanos. Los hechos tuvieron lugar tras la paz hecha entre Pérgamo y el rey Prusias de Bitinia (184 a.C.); precisamente Cícico se hallaba entre ambos reinos y es posible que, una vez más, esta ciudad hubiese sido aliada del rey atálida durante la guerra (Hansen 1971: 98). Sin poner en duda el cariño materno-filial y la elevada virtud de la madre, probablemente Eumenes II y su hermano emplearían esta demostración de amor familiar para agradar a la población de Cícico, donde seguramente Apolonis gozaba de prestigio propio y donde su familia, siempre en buenas relaciones con los Atálidas, seguía formando parte de su élite (Van Looy 1976: 154). También cabe reseñar que Eumenes fue fiel aliado de Roma contra Macedonia, lo que sin duda debió de pesar mucho en la imagen positiva de la familia en las fuentes romanas o filorromanas,

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singularmente Polibio, a pesar de que en los últimos años de su reinado estas relaciones se enrarecieron (Hansen 1971: 120-128). Exaltando la virtud de sus aliados, Roma hacía a la vez propaganda de su propio poder, y qué mejor que señalar la virtud de una madre, por su descripción toda una matrona romana, y la piedad filial, virtud especialmente valorada en el mundo romano. Y al mismo tiempo muestra el grado de aceptación que la propaganda Atálida tuvo en el mundo romano, con unos valores atractivos y coincidentes con su propia ideología. Aunque sin duda los mayores destinatarios de esta imagen familiar debieron de ser las ciudades griegas independientes y el propio reino. La figura de Apolonis sirvió a sus hijos para exaltar tanto el amor materno-filial como el fraternal. Los relieves que adornaban el templo que se le erigió en su patria, Cícico, a su muerte, exhibían escenas mitológicas alusivas a este tema (Antología Palatina, 3,1‑19; cfr. Massa-Pairault 1981-82), como a los hermanos Cléobis y Bitón ayudando a su madre, sacerdotisa de Hera, a llegar al templo, imagen también evocada en el relato de la visita a Cícico (Polibio, 22, 20,4-8; Suda, “Apollonias”). Incluso la iconografía del Gran Altar está llena de alusiones a las madres en relación armoniosa con sus hijos, como indican la centralidad de la figura de la madre, Auge, en el friso donde se narra leyenda de Telefo, hijo de Heracles y ancestro de los pergamenos; o el protagonismo de diosas luchando solidariamente junto a sus hijos en el friso de la Gigantomaquia (Fehr 1997; Queyrel 2005: 126-128). Como he señalado, la imagen de la virtuosa Apolonis y de la familia unida sería muy atractiva para los griegos, y sin duda los Atálidas hicieron un uso generoso y consciente de ella para sus fines políticos. Eumenes y Átalo, como señala Elizabeth Kosmetatou (1993: 169) “habían entendido el siguiente importante principio que los psicólogos políticos modernos han formulado mejor: en el contexto de la ideología, la gente tiende a atraer a su líder preferido hacia su concepto del ideal que normalmente corresponde con sus propias posiciones e incluso sus características personales”. Es interesante también que ambos reyes se identificasen a sí mismos y fuesen identificados en las inscripciones como hijos tanto de Átalo I como de Apolonis, lo cual redunda desde luego en esta imagen de familia real como un todo unido, pero también nos señala que Apolonis era una persona, aparte de celebrada, bien conocida en el mundo griego. La investigación ha enfatizado el uso de la figura de Apolonis por sus hijos, como si ella fuera un elemento pasivo. Sin negar este evidente uso interesado de la figura materna, cabe recordar que sus hijos, aunque crecidos, eran todavía jóvenes cuando murió el padre, que la viudez de Apolonis fue larga y que se encargó personalmente de la educación de su progenie, lo cual significa que no sólo los lazos de afecto con sus hijos sino también la influencia sobre ellos debieron de ser muy intensos. Como parte de una familia real, “pública” por tanto, su autoridad familiar se trasladaría al plano público. Y esto sería un elemento fundamental que estaría detrás del énfasis que en sus homenajes se pone en su actividad y virtud como madre, y de que sea reconocida públicamente de este modo. Tal vez si su ascendencia sobre sus hijos hubiese sido menor no habría sido tan visualizada por ellos. A ello cabe añadir que, dado que no tenemos noticias de que Eumenes se hubiese casado antes de 174 a.C., la reina madre fue durante muchos años la única basilissa de Pérgamo. Otro de los aspectos destacados en Apolonis es su piedad hacia los dioses. Tras su muerte recibió el sobrenombre de Eusebes, es decir, “piadosa”, virtud que tanto demostró en vida. Y así lo refleja el mencionado viaje a Cícico, donde la exhibición del amor

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Figura 3. Reconstrucción del santuario de Deméter y Kore en Pérgamo (Queyrel 2005: fig. 123).

que sus hijos le profesaban fue causada por su interés en visitar todos los templos de la ciudad. En la citada inscripción de Hierapolis, quizá la mención a su “hermosísimo acto” de piedad hacia los dioses se refiera a esta anécdota, que debió de ser bien publicitada y conocida, o tal vez más seguramente a toda su actividad piadosa en general, que incluía acciones de evergetismo religioso. Entre estas últimas se encuentra la construcción de pórticos y espacios para el culto en el santuario de Deméter y Kore de la capital de su reino (Anatolische Mitteilungen 35 [1910]: nº 24; Piok Zanon 2007) (fig. 3). Deméter era la diosa de la maternidad, y la relación con su hija Kore o Perséfone paradigma de la relación materno-filial. Era habitual que en sus santuarios, como fue el caso de Pérgamo, ya se tratase de personas de la realeza o privadas, los hijos rindiesen homenaje a su madre, o los padres o madres a sus hijos o hijas (Thomas 1998: 287-288), de modo que eran lugares de celebración de la maternidad. De hecho la primera intervención atálida en el santuario de Pérgamo la llevaron a cabo el fundador de la dinastía, Filetero, y su hermano y sucesor, Eumenes I, quienes dedicaron un templo y un altar a Boa, su madre (Anatolische Mitteilungen 35 [1910]: nº 22 y 23). En este santuario se enlazan, pues, la madre de la dinastía, y Apolonis, modelo maternal de la misma. En el caso de ésta, su importante actuación en el santuario fue en acción de gracias (charisterion) a las diosas, sin duda por haberle concedido tan excelentes hijos, por lo que este acto de evergetismo

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se convirtió también tanto en un homenaje a los mismos como una celebración de su propia maternidad. Esta dedicación nos indica, por otro lado, que Apolonis era no sólo una figura prestigiosa por sí misma, propaganda filial aparte, sino que contaba con un patrimonio lo suficientemente importante como para implicarse en proyectos edilicios de esta envergadura. Este tipo de actuaciones eran frecuentes en los reinos helenísticos, donde el ejercicio de la euergesía –la realización de buenas obras para la comunidad–, además de beneficiar al pueblo, formaba parte del aparato que sostenía el poder real, y es un aspecto en que la participación de las reinas era frecuente (Mirón 2011). Dentro de esta actividad evergética, destacan las donaciones religiosas. La piedad hacia las divinidades era una de las virtudes esenciales en el mundo clásico antiguo, y en ello los reyes y reinas procuraban presentarse como paradigmas. Favorecer a las divinidades era favorecer a toda la comunidad, pues de este modo se atraía su protección y capacidad para proporcionar bienestar a todo el conjunto. En el caso concreto de Apolonis, favorecía asimismo los rituales cultuales femeninos, que eran ­esenciales para la comunidad, en concreto los de las Tesmoforias, como así indican tanto el epíteto con que son denominadas las diosas (Demeter kai Kore Thesmophoroi) como las características de los depósitos votivos del santuario (Thomas 1998), una manifestación ritual propia de mujeres como parte de la comunidad cívica. De este modo, Apolonis, modelo de virtudes maternales, favorecía a su vez la expresión religiosa de éstas en todas las mujeres. Apolonis recibió en vida y tras su muerte numerosos homenajes tanto en Pérgamo como en ciudades-Estado (Van Looy 1976; Virgilio 1993: 44-52), de los cuales ya hemos mencionado aquí los de Atenas y Hierápolis. Centrémonos ahora en los de carácter divino. Como nos indica la mencionada inscripción de Hierápolis, Apolonis se unió a los dioses tras su muerte, es decir, se convirtió en una de ellos (methésteken eis theoús), circunstancia que no era una novedad en aquella época. Desde los primeros intentos de Filipo II de Macedonia de asemejarse de algún modo a los dioses y la deificación efectiva de su hijo, en los diversos reinos helenísticos –salvo precisamente Macedonia– se fueron estableciendo, con mayor o menor fortuna, cultos dinásticos (Cerfaux y Tondriau 1957; Chaniotis 2003; Habicht 1970), que incluyeron a las reinas (Caneva 2012; Carney 2000b; Mirón 1998). Estos cultos eran de carácter muy diverso, y se pueden englobar dentro del concepto que usaban los propios griegos para definirlos: isotheoi timai, es decir, honores iguales a los que se otorgan a los dioses. Esto no significaba que los reyes y reinas así honrados fuesen considerados dioses; el alcanzar el estatus de theos o thea, es decir, de divinidad a todos los efectos, era algo que se conseguía normalmente tras la muerte, y no por todos, ni siquiera por muchos de los que habían recibido isotheoi timai en vida. Estos honores divinos podían ser decretados por la autoridad real, pero era tanto o más frecuente que se estableciesen a iniciativa de las propias poleis, estuviesen o no integradas en un reino; entre las independientes no era infrecuente que se honrase de este modo a diferentes dinastías. Fuera como fuese, estos cultos sirvieron para afianzar y sostener el poder real y su transmisión dentro de una familia, colocándola en un plano superior al de los demás mortales, como expresión suprema de excelencia y poder. El paradigma de culto sistemático a reyes y reinas –asociados además en el poder– fue el Egipto Ptolemaico, donde estuvo presente desde la divinización de la primera pareja real a su muerte, y que fue continuado hasta su final, con cultos post-mortem pero también en

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vida, aunando tradiciones griegas y del Egipto faraónico (Pomeroy 1984: 3-40; asimismo Carney 2013: 106-133), sirviendo por tanto como elemento religiosopolítico unificador de la población griega y egipcia, al mismo tiempo que colocaba a la familia real en un plano muy superior e inalcanzable. Entre los Seléucidas, en cambio, el culto real fue limitado, y no se extendió un verdadero culto dinástico oficial hasta finales del siglo III a.C. (Van Nuffelen 2004), estando escasamente desarrollado el otorgado a las reinas. Entre los Atálidas, el culto real, mucho más modesto que en Egipto, con divinización post-mortem pero también con bastantes homenajes de carácter divino en vida, fue quizá tan intenso a reinas como a reyes (Allen 1983: 145-158; Hansen 453-470; Virgilio 1993). De hecho, Apolonis fue –aunque no la única– una destacada figura divina de la dinastía. Como ya he mencionado antes, sus hijos erigieron un templo a la diosa Apolonis en Cícico, lo que no hace más que redundar en el deseo de éstos de seguir estrechamente vinculados con esta ciudad a través de la figura materna9, y en el prestigio propio que la reina –y sus parientes– tendría en su patria natal. La iconografía de los relieves que adornaban el templo, aparte de exaltar el amor materno-filial, apuntan asimismo a una posible identificación de Apolonis con Hera, diosa del matrimonio, y sobre todo con Afrodita (Massa-Pairault 1981-82: 165-167). Se ha apuntado también la posible influencia de la imagen de Apolonis en los tetradracmas de Cícico, acuñados entre 190-150 a.C., con la efigie de Kore Soteira (“salvadora”) (Queyrel 2003: 269). También una estatura femenina velada de bronce, procedente de Cnido y conservada en Esmirna, ha sido identificada con una efigie de Apolonis como Deméter (Queyrel 2003: 267-268). De ser acertadas estas interpretaciones, nos hallaríamos ante una de las manifestaciones de culto real más características del mundo helenístico: la asimilación o la asociación a divinidades, que en el caso de las reinas es a diosas. Este tipo de homenajes podían darse tanto en vida como post-mortem, hubiera o no divinización de por medio, e implicaban una semejanza de características entre el ente mortal y el ente divino, que eran precisamente las que favorecían la asociación o la asimilación. Aunque ambas podían coincidir en una misma circunstancia, cabe hacer una distinción: la asociación señala que persona real y divinidad comparten un mismo culto, lo que a menudo conlleva la erección de una estatua de la persona homenajeada en el templo de la divinidad, convirtiéndose en su synnaos; la asimilación significa que la persona comparte y asume atributos, funciones e incluso poderes de la divinidad, que la hacen identificable con ésta. Unos años después de la muerte de Apolonis y siendo ya rey Átalo II, éste trasladó sus restos mortales al mayor templo que había construido en Pérgamo (Suda, s. v. “Apolloniatis limne”), y que ha sido identificado con el de Hera Basileia (“reina”), denotando a la diosa del matrimonio en su calidad específica de reina de los dioses como esposa de Zeus, una asociación muy apropiada para Apolonis, en tanto ella misma era reina y paradigma de virtudes conyugales. En este templo, que se ubicaba en la misma terraza donde se alzaban el gimnasio y el mencionado santuario de Deméter y Kore monumentalizado por Apolonis, se han hallado restos de una triple base, que indicaría que la estatua de culto de Hera pudo estar flanqueada por las de Apolonis y su marido Átalo I (Queyrel 2003: 96-108; Van Looy 1976: 161-162). De este modo, se atribuía carácter divino a la 9.  En una carta a la Liga Jonia, Eumenes menciona los lazos con ésta a través del parentesco materno (OGIS 763; Queyrel 2003: 291-294).

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pareja real en tanto protectora, junto a Hera, del matrimonio y de la realeza, y más específicamente de los matrimonios reales. Apolonis –junto a su esposo, tal vez ahora asimilado a Zeus– sería por tanto synnaos de Hera, y asociadas ambas en el culto. Cabe hacer también referencia a una cabeza femenina velada, hallada junto al Gran Altar de Pérgamo, ahora en Berlín, y que sería parte de una estatua algo mayor al tamaño natural, que ha sido identificada por sus rasgos –típicos de los retratos atálidas– con Apolonis (Queyrel 2003: 264-267) (fig. 4). Algunas de sus características recuerdan la iconografía de la figurilla de bronce mencionada al principio de este trabajo: por un lado indumentaria matronal, velo y diadema, que corresponderían al retrato de una reina helenística; por otro, peinado característico de las imágenes de Afrodita de la época. Nos hallaríamos por tanto con una efigie de Apolonis asimilada a Afrodita. Singularmente destacan los cultos a Apolonis que le decretó Teos, una polis de la costa Jonia, que había estado durante el siglo III a.C. bajo la influencia del reino de Pérgamo pero también del Imperio Seléucida, y que había sido incorporada al primero tras la Paz de Apamea (188 a.C.): “[- - -] exhibiendo también en el santuario de Dioniso [—] el día; que estén presentes también los colegios de magistrados [- - - y todos los trabajos] en la ciudad y en el campo, y que haya treguas en todo para con todos durante este día; que se encarguen de los sacrificios el sacerdote de Afrodita y de la diosa Apolonis Eusebes, la sacerdotisa de ésta y de la reina Estratonice, el prítane, los hiéropes10 y los otros colegios de magistrados; una vez celebradas las oraciones, las libaciones y los sacrificios, que los niños de condición libre entonen un canto ante el altar y que las doncellas escogidas por el paidónomo11 bailen y canten un himno; para que en el futuro el canto ante el altar sea cantado por los niños y el himno por las doncellas, que también la danza coral sea organizada [- - -] y que los timouchoi y los estrategos12 velen por ello cada año; además de los otros honores decretados por votación en favor de la diosa Apolonis, que se consagre [un altar] de la diosa Apolonis Eusebes Apobateria en el lugar más destacado [del ágora?] y que se celebre allí un sacrificio [- - -]” (OGIS 309; Robert 1937: 9-20; cfr. asimismo Bielman 2002: 49-53)

Como puede observarse, los variados cultos decretados en honor de la diosa Apolonis tenían un carácter oficial y local; concernían a los principales magistrados civiles y religiosos de la ciudad, lo cual quiere decir a toda la ciudad como entidad cívica. De hecho, habían sido votados por la asamblea de ciudadanos. Así pues, se habían decidido a iniciativa de la ciudad y sus gobernantes, aunque no se puede descartar algún tipo de “inspiración” por parte del poder real. La parte de la inscripción que se conserva nos informa de la celebración de un día de fiesta dedicado a Apolonis, designada como diosa, que tendría lugar seguramente en el aniversario de su nacimiento o tal vez de su muerte, y en el que, aparte de la paralización de la actividad en todo el territorio de la ciudad y la ejecución de libaciones y sacrificios, elementos fundamentales en todo culto griego, destaca la organización de coros en su honor. La inscripción testimonia asimismo la existencia en Teos de una sacerdotisa conjunta para la difunta Apolonis 10.  Intendentes de los sacrificios y de las ceremonias sagradas. 11.  Inspector de la educación de los niños. 12.  Timouchoi y strategoi eran los colegios de magistrados al frente del gobierno de Teos.

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y la reina viva Estratonice, su nuera13, resaltando el carácter dinástico del culto. Asimismo, otro sacerdote se encargaba del culto conjunto a Afrodita y a la diosa Apolonis Eusebes, es decir, como piadosa e inmortalizada tras su muerte, lo cual hace pensar que la difunta reina recibía tal vez culto como synnaos de Afrodita en su templo (Van Looy 1976: 164). La asociación y la asimilación a Afrodita fue, como señalé al inicio, la más frecuente entre las reinas helenísticas, por encima de otras diosas como Hera o Deméter (Carney 2000a: 34-40; Gutzwiller 1992; Mirón 2012). Afrodita era ante todo una diosa de la sexualidad, destacando como divinidad de la belleza, la seducción erótica y la unión sexual, pero tenía una rica y compleja polisemia que iba mucho más allá de los Figura 4. Busto femenino de Pérgamo, quizá aspectos más materiales de la sexualiApolonis. Museo de Pérgamo, Berlín dad (Pirenne-Delforge 1994). Patrona (Queyrel 2003: pl. 56). de las prostitutas, lo era también de las mujeres casadas y del matrimonio, en tanto que éste significa una unión sexual, y que la atracción sexual y el afecto entre esposos se consideraban necesarios para la procreación y la deseable concordia conyugal. Sin perder su carácter más sexual, Afrodita fue, pues, considerada como diosa del matrimonio, en tanto patrona del amor en el seno del mismo, idea que ya estaba presente en los cultos griegos de época arcaica (Pirenne-Delforge 1994) y que no hizo sino afianzarse aún más a lo largo del tiempo, especialmente en época helenística (Vatin 1970: 53). A menudo la asociación a Afrodita sirvió para celebrar el amor conyugal en el seno de la pareja real, sobre todo en Egipto, donde también se exaltaba el deseo erótico entre el rey y la reina (Gutzwiller 1992). La exaltación erótica, sin embargo, no se encuentra en el caso de Apolonis – independientemente de cómo fuese la relación íntima con su esposo, que desconocemos–, quien se presenta como el modelo, casto y honorable, de amor en el seno del matrimonio. Hubiese o no pasión de por medio, Apolonis debió preeminencia pública como reina –y sobre todo mantenerse en ella hasta la viudez– a una buena relación conyugal. 13.  Bielman (2002: 50) identifica esta Estratonice con la esposa del Seléucida Antíoco I; a ambos Teos les había decretado honores divinos un siglo antes. También Antíoco III, que había sido uno de los principales adversarios de los Atálidas, y su esposa Laodice III recibieron honores divinos en Teos. En el momento de la dedicación a Apolonis, Pérgamo y Seleucia se hallaban en excelentes términos, ya que Eumenes II había ayudado a Antíoco IV Epifanes a tomar el trono en Siria (175 a.C.). Sin embargo, asociar en el mismo culto a una reina de la dinastía que actualmente dominaba junto a una de la antigua dinastía rival, sería menos verosímil que asociar a la difunta reina madre con la reina consorte, aún viva y por tanto aún no designada como diosa.

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Afrodita podía también convertirse en patrona de la maternidad, en tanto el amor conyugal da como fruto hijos legítimos, futuros herederos, además de que la armonía conyugal podía redundar en armonía en el resto de la familia. En este sentido y en relación con el carácter dinástico del poder real, la asociación a Afrodita en las monarquías helenísticas serviría para exaltar el amor conyugal entre el rey y la reina y, por tanto, la cohesión y legitimidad de la familia, sacralizando el matrimonio real como productor de herederos y como proveedor de prosperidad y bienestar (Roy 1998: 119). Ello formaría parte de la propaganda por la cual la familia real se convertía en “familia modelo”. Más allá de su función como diosa de la unión sexual, con todo lo que ésta conllevaba, Afrodita propiciaba otros lazos de afecto, como las relaciones armoniosas entre ciudadanos, convirtiéndose también en patrona de la armonía cívica y la concordia política (Pirenne-Delforge 1994: 403-408, 446-450). Así se observa en los cultos cívicos de que fue objeto en varios lugares de Grecia, como Atenas o Tebas, ejerciendo su patronazgo sobre las asambleas y la formación de los jóvenes, o en las frecuentes dedicaciones de que fue objeto, en particular en época helenística, por parte de los magistrados de las ciudades durante el ejercicio o a la finalización de su cargo. En este sentido, cabe remarcar la relación, explícita a menudo tanto en contextos eróticos como políticos, de Afrodita con Peito, la Persuasión, en tanto ésta se encuentra presente tanto en la seducción erótica como en la política, tanto en el amor como en la palabra, instrumento político fundamental en el mundo griego. “La sociedad entera se beneficia a la vez cuando la joven esposa acepta la sexualidad, y la procreación que se deriva de ella, y cuando las instancias políticas persiguen su cometido privilegiando la elocuencia persuasiva sobre la violencia de las coacciones” (Pirenne-Delforge 1994: 470). De este modo, las funciones de Afrodita dentro del matrimonio se vierten al plano público. Concordia en el seno del matrimonio y concordia en el seno de la comunidad cívica están, pues, unidas conceptualmente. En este sentido, la asociación de las reinas a Afrodita también se puede enmarcar en la relación dicotómica, básica en el mundo griego, entre amor y guerra –símbolos a su vez de lo femenino y lo masculino–, elementos opuestos, complementarios, interdependientes y a menudo de confusos límites; de hecho, la mitología griega unió a Ares y Afrodita, de modo que la figura del guerrero estaba asociada a la de la hermosa mujer seductora (Iriarte y González 2008). En el mundo helenístico, el rey, aunque estuviese dotado de otras virtudes cívicas –y en eso se destacaba la propaganda de la dinastía Atálida– y su campo de acción incluyese la administración de la paz, era, ante todo –también en Pérgamo–, un líder militar (Roy 1998). La figura del rey como el mejor de los guerreros se enfatizaba teniendo como pareja a la mejor de las mujeres, digna de ser amada por el mejor de los hombres. Esta mujer podía ser la más bella y seductora, tema presente a menudo en la propaganda real ptolemaica, y que estaría detrás de algunas identificaciones de amantes reales con Afrodita (Carney 2000a: 34-40). Pero esta mujer también podía ser digna de ser amada, como Apolonis y otras reinas, por sus virtudes morales femeninas. Por tanto, si el rey era un campeón en la guerra, a la reina le correspondía, en consecuencia, ser campeona en el amor, independientemente de que en algún caso también recurriera a la violencia, o de que la propia Afrodita pudiera tener a veces acepciones relacionadas con la guerra, por lo general bastante excepcionales en el mundo griego (Pirenne-Delforge 1994: 450-454), como su cualidad de dadora de victoria en la batalla a la vez que de fertilidad, presente en algunos cultos de carácter más asiático en Asia

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Menor (Ustinova 1998). Estas connotaciones guerreras de la diosa han sido señaladas (Kuttner 2005: 161-166; Queyrel 2005: 143-144) en relación con Pérgamo, como se observaría en el santuario extraurbano de Afrodita como lugar de celebración de la victoria, o la representación de la diosa luchando fieramente cerca de Ares en el Gran Altar. No obstante, sin negar que estas acepciones pudieran estar presentes en Pérgamo y sus áreas de influencia, cabe matizar que el santuario fue un lugar donde se produjo efectivamente una victoria militar, por lo que no era extraño que ésta se atribuyese a la divinidad que allí habitaba, y que en el Gran Altar aparecen luchando contra los gigantes con igual fiereza tanto dioses como diosas, tuviesen éstas carácter guerrero o no. Por otro lado, Ares y Afrodita aparecen a ambos lados de una esquina y dándose la espalda; asociados sí, pero al mismo tiempo contrapuestos. Erótico o no, el amor de la reina abarcaba a toda la familia y se extendía a sus reinos y a su buena voluntad hacia las áreas sobre las que se pretendía influir, o al menos esa era la imagen que generalmente se pretendía transmitir. Las competencias de las reinas, aparte de la reproducción dinástica, se dirigían sobre todo a la diplomacia, la justicia y la esfera socioeconómica, presentándose como propiciadoras de la prosperidad y cohesionadoras de su familia y del reino (Savalli-Lestrade 1994). La asimilación a Afrodita implicaba “la unificación en la imagen de la basilissa, del rol ‘privado’ de esposa del rey y del ‘público’ de patrona de los súbditos” (Savalli-Lestrade 1994: 426). En este sentido, la imagen y las acciones de las reinas pudieron ser complementarias a las de sus maridos, ofreciendo la cara más amable y benéfica, “amorosa”, del poder monárquico (Mirón 2013). En el caso de Pérgamo, la cara amable que ofrecían sus reyes se complementaba y se completaba con el elemento femenino que aportaba Apolonis, mostrándose así la familia real como un compendio de virtudes masculinas y femeninas. Sin olvidar que, a pesar de la imagen benefactora de sus reyes, éstos no dejaron de involucrarse en las muchas guerras que tuvieron lugar en su época, con todo su componente de, al menos, inquietud. Que, después de todo, la guerra en sí misma y la belicosidad no eran consideradas positivas en el pensamiento griego probablemente era la razón por la que los reyes, menos proclives por lo general a asimilarse a divinidades que las reinas, prefirieran hacerlo a dioses como Zeus –el dios soberano– o sobre todo Dioniso (Cerfaux y Tondriau 1957; Scott 128: 222-235) antes que a Ares, divinidad por otro lado no muy querida ni demasiado adorada. Dioniso ofrece una posición particular en los cultos reales helenísticos. Hijo de Zeus y Sémele, una mortal, era dios de la fertilidad, el vino y el teatro, pero también paradigma del héroe conquistador que llegó hasta la India, con el que Alejandro Magno y luego otros reyes fueron identificados. Como dios del vino no sólo fue objeto de cultos orgiásticos, fundamentalmente por parte de las mujeres, sino que también patrocinaba el symposium, el banquete como elemento fundamental de socialización de todo ciudadano griego varón, y al que los reyes y la nobleza macedonia eran tan aficionados. En Pérgamo, el protagonismo arquitectónico del teatro servía como articulador de ese gran escaparate propagandístico que era la propia ciudad. Aquí Dioniso ocupaba un lugar privilegiado en el panteón, como patrón de los Atálidas, en especial como Kathegemon, es decir, líder y guía, cuyo culto fue patrocinado por los reyes, que a veces se asociaron a él, de modo que está estrechamente relacionado con el culto real (Hansen 1971: 451-454, 460-462). Eumenes II asoció este culto de Pérgamo con el de Dioniso en Teos, donde era su divinidad principal (Allen 1983: 148-153), y que está relacionada de algún modo que

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desconocemos, dado el carácter fragmentario de la inscripción, con los honores que esta ciudad le decretó a su madre Apolonis. De nuevo, no es un hecho excepcional, pues era corriente en los cultos reales helenísticos que la asociación del rey a Dioniso coincidiera con la de la reina a Afrodita (Scott 1928: 233-234). En realidad, ambas divinidades se complementan y aparecen en el mundo griego frecuentemente relacionadas, no sólo por ser ambas propiciadoras de fertilidad: Afrodita es diosa de la sexualidad y Dioniso de la potencia sexual masculina (Pirenne-Delforge 1994: 385-388, 459-460). La asociación o asimilación a Afrodita adquiere además otras connotaciones, como ocurre de nuevo en Teos. Entre los cultos decretados en Teos se encuentra la erección de un altar a thea Apollonis Eusebes Apobateria. El término apobateria (“que desembarca”) se ha interpretado como una alusión a una visita de Apolonis a Teos en vida: el altar se alzaría en un lugar destacado del ágora, que estaba cerca del puerto, lugar donde se produjo su desembarco y donde sería recibida con toda pompa (Bielman 2002: 50; Robert 1937: 19-20; Van Looy 1976: 164). Anne Bielman (2002: 50) interpreta además Apobateria como Protectora del desembarco, lo que va más allá de la conmemoración de una visita. En este sentido, y aunque se trata claramente de un honor distinto a los anteriores, debe ponerse en relación esta cualidad con la asociación de Apolonis a Afrodita, y en concreto con otra de las muchas acepciones de la diosa: como protectora de la navegación14. La relación entre Afrodita y el mar es estrecha en los mitos y los cultos griegos (Pirenne-Delforge 1994: 433-437). Su carácter marino se encuentra en el momento mismo de su nacimiento. Algunas tradiciones la hacen hija de Zeus y Dione, una de las Oceánidas, hijas de las divinidades marinas Tetis y Océano; otras, las que más han predominado en el acervo popular de la Antigüedad hasta nuestros días, la hacen nacer del mar. Hesíodo (Teogonía, 185-200) cuenta que, cuando Cronos cercenó los genitales de su padre Urano, éstos cayeron al mar, formándose a su alrededor una espuma –aphrós significa en griego “espuma”–, de la cual nació una hermosa doncella, la diosa Afrodita, que navegó por el mar primero hacia Citera y luego a Chipre, donde emergió a tierra. En el mundo griego, Afrodita recibió varios sobrenombres relacionados con el mar y la navegación, como el de Euplea (“de la navegación feliz”), corriente a partir del siglo IV a.C.; y además con frecuencia se alzaron templos para su culto en puertos o en otros lugares junto al mar (Demetriou 2010; Romero Recio 2000). En muchas ocasiones se ha relacionado estos templos con una especie de prostitución sagrada al servicio de Afrodita, interpretación con escasa base documental. Aunque Afrodita pudo ser adorada por las prostitutas de los muchos burdeles que solía haber en los puertos, e incluso en relación con algún templo concreto pudo desarrollarse una prostitución comercial, lo que las fuentes textuales revelan es que en los templos marítimos la diosa recibía adoración sobre todo por parte tanto de gentes de mar –marineros, pescadores, mercaderes– como especialmente de muchachas casaderas, en particular con ocasión de su boda. De este modo, se vinculaban conceptualmente la navegación y los encuentros sexuales, fueran legítimos o no (Demetriou 2010). De hecho, no fue la única diosa del amor y el matrimonio que 14.  Hasluck (1910: 176) señaló, sin más explicaciones, que, mediante el epíteto de Apobateria, Apolonis se identificaba a Afrodita marina. Muchos otros autores se han hecho eco de esta idea, sin ofrecer más argumentaciones.

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cumplió una función similar. La fenicia Astarté, con la que ha menudo se la relaciona e incluso se identifica, fue diosa del amor y protectora de la navegación, y su presencia era habitual en los puertos y en los lugares de contacto entre indígenas y colonizadores fenicios (Bonet 1996). También Hera tuvo epítetos marinos, y era frecuente que, sobre todo en época arcaica, sus santuarios se alzasen junto al mar y que recibiese ofrendas relacionadas con la navegación. De este modo, la diosa por antonomasia del matrimonio aparecía como protectora de las relaciones entre extranjeros y mediadora entre la ciudad y el exterior, en particular ante el mar; no hay que olvidar que el matrimonio es “la forma primordial y el resorte fundamental del intercambio equilibrado” entre extraños (Polignac 1997: 118). Algunas reinas helenísticas se relacionaron con la Afrodita marina. Quizá el ejemplo más destacado es Arsínoe II de Egipto, uno de los grandes referentes en cuanto a culto e imagen de reinas, que fue asimilada a Afrodita, como patrona del amor conyugal que se exaltaba en su matrimonio con su hermano Ptolomeo II, pero también como protectora de los marinos, en relación con el imperio marítimo egipcio. Varios puertos egipcios fueron renombrados con su nombre. Se le erigió además un templo en Cabo Cefirio, asimilada a Afrodita Euplea, donde Arsínoe Afrodita respondía tanto a las plegarias de pescadores y marineros como a las de las mujeres griegas –singularmente las muchachas casaderas–, quizá solicitando para su matrimonio una felicidad similar a la exhibida por la pareja real (Estrabón, 17, 1,33; cfr. Barbantani 2005; Carney 2013: 95-100). No sabemos si, como Arsínoe Afrodita, el culto a Apolonis Apobateria en Teos implicó adoración por parte de gentes de mar, ni si el decreto estipulaba algo en este sentido, pues a partir de este punto el resto de la inscripción no se conserva. Tal vez no era necesario consignarlo epigráficamente, pues podría estar implícito en el propio epíteto y en su asociación a Afrodita, quizá dando lugar a cultos de carácter privado. Afrodita, en su calidad de patrona de la navegación, propiciaría el feliz desembarco de Apolonis en Teos, y esta misma, en su calidad de diosa, sería a su vez protectora de las llegadas a puerto, como la diosa a la que se asociaba, y a la que, en su acepción de Apobateria, también se asimilaría. Por otro lado, el vínculo de Apolonis con Afrodita como propiciadora del matrimonio y kourotrophos (“cuidadora/educadora de la juventud”) es manifiesto en Teos, a través de la organización de coros de muchachas casaderas (parthenoi) y niños varones, y la intervención del pedónomo, magistrado encargado de supervisar la educación de los jóvenes. Desde época arcaica, los coros de adolescentes, bajo la supervisión de un adulto, tenían una función ritual educadora como parte de la preparación para la madurez: de los niños para asumir su papel futuro de ciudadanos, de las niñas el de esposas y madres de ciudadanos (Calame 1977). Era habitual que los coros de muchachas se pusieran bajo los auspicios de Afrodita, como también otros rituales de iniciación prenupcial o los ligados a las bodas (Pirenne-Delforge 1994: 319-428). Afrodita cumplía, en este sentido, una función fundamental en el paso de la adolescencia a la edad adulta de las jóvenes, propiciando el paso del mundo salvaje, patrocinado por Ártemis, de la infancia y la adolescencia, a la civilizada madurez de una esposa y madre. En este tránsito, el papel de Afrodita es esencial para que las muchachas asuman su entrada en el mundo de las relaciones sexuales que supone el matrimonio; y también para la propia reproducción de la familia y la ciudad, “ya que la concepción en el signo más manifiesto del acceso de

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la mujer a una sexualidad plenamente asumida” (Pirenne-Delforge 1994: 428). En Teos, la intervención del coro de doncellas en los cultos probablemente celebraría a Apolonis como modelo de vida matrimonial y, por tanto, la deseable para toda mujer griega y a la que las muchachas debían aspirar, poniéndose para ello bajo la protección de la reina, ahora diosa asimilada en sus funciones a Afrodita. Por otro lado, el coro de niños vendría a significar el producto de este matrimonio feliz y bien avenido, relacionándose de este modo con la progenie de Apolonis, formada en el afecto y la concordia gracias a la excelente educación que les proporcionó su madre: si ella fue kourotrophos de buenos reyes y príncipes, ahora lo es de buenos ciudadanos. Aquí cabe de nuevo remitirnos al paralelismo con otra reina, en este caso contemporánea de Apolonis: Laodice III, esposa del Seléucida Antíoco III (223-187 a. C.), quien también recibió culto en Teos unos años antes, lo cual de paso da buena cuenta de los avatares políticos de esta ciudad, pues en la documentación se señala que el rey Seléucida la había liberado de los tributos impuestos por el reino de Pérgamo, bajo cuya órbita Teos volvería a caer poco después (Allen 1983: 47-58). La ciudad de Teos decretó una serie de honores a la pareja real, juntos y por separado (Ma 2000: nº 18 y 19D; cfr. Bielman 2002: 80-82; Chaniotis 2007). Entre los honores conjuntos a la pareja, destacan la creación de festividades para ambos, la colocación de estatuas de ambos flanqueando la de Dioniso en su templo, la erección de altares en su honor por cada colegio de ciudadanos, y la celebración de sacrificios por todos los residentes extranjeros en sus casas. A Antíoco se estipula además la erección de una estatua en la sala de la Boulé (consejo ciudadano), donde se le harían anualmente sacrificios en el altar común de la ciudad; la celebración de sacrificios por parte de los jóvenes varones al concluir la efebía, es decir, su formación; y la ofrenda de las primicias de los primeros frutos del campo. A Laodice se le decretó la construcción, en el lugar más destacado del ágora, de una fuente con su nombre, de donde todos los sacerdotes y sacerdotisas deberían recoger el agua para sus libaciones, los ciudadanos la de sus ofrendas, y las novias la del baño ritual de la boda. No sabemos si Laodice realizó en Teos algún acto evergético aparte de su marido, pero se pueden poner estos honores en relación con un decreto de Iasos (Ramsey 2011: 514515). En esta ciudad, devastada por un terremoto, Laodice III instituyó, con el propósito de reconstruirla mediante la regeneración de sus gentes, una fundación para proporcionar a las muchachas pobres dotes con que casarse. El pueblo de Iasos respondió instituyendo un sacerdocio femenino de Afrodita Laodice; una procesión anual en el cumpleaños de la reina, en la que habían de participar los hombres y mujeres casaderos; y la costumbre de ofrecer un sacrificio, por parte de los novios después de la boda, a Afrodita Laodice (SEG 26, 1226; cfr. Bielman 2002: 161-165; Ma 2000: 329-321). Asociación a Afrodita y rituales sin duda muy adecuados en este caso a la actividad de Laodice como favorecedora del matrimonio (Ramsey 2011: 513-514). El decreto de Teos nos ofrece además una interesante diferenciación y complementariedad de género: mientras que los honores específicos a Antíoco se dirigen especialmente a la esfera funcional de los ciudadanos varones –los intereses políticos de la ciudad, la formación de ciudadanos, los trabajos de la tierra–, los de Laodice se relacionan con la vida religiosa de los particulares y la protección del matrimonio. Los cultos decretados a Laodice en Iassos y Teos tienen algunos puntos en común con los que recibió Apolonis en esta segunda ciudad, siendo una constante la relación con

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Afrodita y las muchachas casaderas o las bodas, es decir, con el matrimonio. Quizá Teos estaba siguiendo la pauta ya manifestada en sus honras a la esposa de Ántioco, rey rival y vencido por Eumenes II; quizá Apolonis también fue favorecedora del matrimonio, cuyo fruto son los hijos y la reproducción de la ciudad, con algún acto evergético, que desconocemos, ligado a su previa visita a Teos; quizá sirvieron simplemente sus excelencias como esposa y madre para ofrecerse como modelo para las demás mujeres y protectora del matrimonio y la maternidad. Apolonis fue celebrada ante todo como madre, y es el amor materno-filial el mayormente resaltado. Pero en su caso, la buena maternidad es también fruto de un buen matrimonio, en todos los sentidos de la palabra, como hemos visto anteriormente. En la asociación entre Afrodita y Apolonis, como ocurriría con las reinas helenísticas en general, se debe también tener en cuenta la popularidad y veneración de Afrodita entre las mujeres, intensificadas a partir del siglo V a.C. y sobre todo en época helenística (Pirenne-Delforge 1994: 467-469). Aunque sus poderes interesaban tanto a hombres como a mujeres, el vínculo de Afrodita con las segundas era más estrecho, pues, en un mundo donde las mujeres eran definidas socialmente en relación con los hombres –y particularmente en relación sexual con los hombres–, los ámbitos de competencia de Afrodita coincidían en buena medida con los ámbitos de competencia y las metas vitales de las mujeres (Mirón 2005). Aunque adorada por todos –mujeres, hombres, ciudades–, Afrodita es ante todo una “diosa de las mujeres”, ligada estrechamente a los intereses femeninos en tanto las capacidades y el reconocimiento de las mujeres dependía en buena medida de su relación con los hombres. Como las demás mujeres, las reinas también se definían en dependencia con un varón; su posición, su misma condición de reinas, incluso su fama y su influencia, derivaban después de todo de que mantenían una relación –sexual– con hombres poderosos (Carney 2000a: 39). A partir del siglo IV a.C. y en especial en época helenística, además, se asiste a una creciente preocupación por los temas personales y las emociones, el amor entre ellos, y a un mayor énfasis en el amor en el seno del matrimonio (Vatin 1970: 53-55). En este sentido, las mismas reinas debieron de ser devotas de Afrodita, y su asociación o asimilación a la diosa ser consecuente con este clima general. Así, las reinas, mujeres después de todo, se asimilaron a la divinidad femenina más popular. También contribuyeron de este modo a que la propaganda real fuera bien recibida entre las mujeres, apelando a sus gustos e intereses. Al mismo tiempo, cuando estos homenajes parten de la iniciativa propia de ciudades, éstas vinculan así a sus mujeres a una figura cercana y atractiva de la reina, y a la vez las involucran en un asunto tan político como la propiciación o el mantenimiento de buenas relaciones con el poder real, lo que asimismo proporciona sin duda paz y prosperidad a la ciudad. Como hemos visto, algunas reinas, entre ellas Apolonis, se presentan como favorecedoras del matrimonio de las demás mujeres, ya fuera mediante sus propios actos evergéticos, ya fuera mediante los cultos celebrados en su honor, contribuyendo por tanto a la reproducción misma de las ciudades y la armonía social. Al mismo tiempo, esta armonía social se vincula estrechamente con la armonía de género y la armonía política en sus relaciones con la realeza. Por tanto, el orden de género y el orden político, vinculados estrechamente en el mundo de la polis, se ligan ahora al poder real. Y aquí la religión cumple una función fundamental. En Grecia antigua, el mundo de las divinidades

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y los rituales colectivos –de hombres y de mujeres– eran factores fundamentales para la reproducción social, envolviendo a ambos sexos en una ideología y un mundo simbólico comunes, parte de su propia definición como comunidad, lo que incluía lo referido al orden del género, entre otros aspectos. En el mundo helenístico, las monarquías también asumen la generación, sustentación y reproducción de ideologías y mundo simbólico, incluyendo el orden de género, como parte del poder real. Pueden ir más allá, y convertirse bien en modelos para el resto de la población bien en sus divinidades protectoras, o ambas cosas a la vez. Aunque se pudiese plasmar de maneras muy diferentes, esto supone a menudo que la figura de la reina, al margen de su actividad política, traspase el ámbito de lo doméstico, aunque sea lo doméstico lo que se quiera resaltar mediante su figura. Apolonis, divinizada por sus excelencias domésticas, se convierte no sólo en modelo, sino en garante y protectora de las excelencias domésticas de las demás mujeres. Y esto concierne no sólo al poder real sino también a la política de la ciudad, de ahí que se impliquen en su culto todas sus instituciones políticas. En este sentido, el poder real, con el concurso de reinas como Apolonis, se convierte también en garante de un orden de género que precisamente quiere a las mujeres dentro de lo doméstico y las coloca bajo el poder de los hombres. Sin embargo, como señalé al principio, la religión es también un ámbito de poder accesible para las mujeres, aun con sus limitaciones, como también puede ser un reconocimiento de poderes femeninos. Y, si hablamos de poder femenino por excelencia, debemos remitirnos de nuevo a Afrodita. Afrodita también era la divinidad femenina más poderosa –en el sentido de tener los poderes más efectivos–, a la vez temida y venerada, encarnación de la belleza y con un terrible poder de seducción, personificación de los “peligros” que suponían las mujeres, en particular la “irresistible” atracción que ejercían sobre los hombres (Iriarte y González 2008); pero también favorecedora de matrimonios felices y fértiles, a los que aspiraba toda mujer griega, y donde ésta obtenía reconocimiento y podía lograr un mayor grado de respeto y autoridad familiar. Las reinas eran mujeres cercanas al poder político, muchas de ellas poseyeron grandes riquezas que se plasmaron actos evergéticos en favor de la comunidad y tuvieron una notable influencia y presencia públicas, como es el caso de Apolonis. La asimilación a Afrodita es ambivalente. Por un lado, se reconoce su poder, pero, por otro, simbólicamente se neutraliza el mismo reconduciéndolo a una forma de poder más propiamente femenino. El poder de una mujer sería más fácilmente identificable con el propio de Afrodita, basado en la seducción erótica, con todo lo que conlleva. Quizá porque sea el único atributo, procedente de las mujeres, que los varones griegos consideraban podía ejercer poder sobre ellos. Después de todo, aunque el amor podía llegar a ser peligroso, también era deseable en el seno del matrimonio, y con él se ensalzaban las buenas relaciones conyugales. De este modo, el poder de una mujer, aunque tenga connotaciones públicas –e incluso políticas–, se diviniza del modo más típicamente femenino. No obstante, cabe hacer una diferenciación sustancial entre la imagen de Apolonis y la de otras reinas más activas políticamente, como la mencionada Laodice III, que se dirigía a las ciudades como una autoridad por sí misma, o las del Egipto Ptolemaico, en las que la asimilación a Afrodita fue más sistemática. Ciertamente en Egipto la propia propaganda real ofrecía de sus reinas una imagen de poder explícito así como de amor conyugal

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con connotaciones abiertamente eróticas, lo cual no es el caso de Apolonis. También las fuentes griegas y romanas ofrecen un contraste: las reinas Ptolemaicas –incluso las más valoradas– aparecen involucradas en intrigas, violencias, pompas y avatares amorosos no siempre castos; Apolonis, en cambio, fue modelo de modestia, autocontrol y maternidad; y, pese al reconocimiento de su influencia familiar –pública, tratándose de una familia real–, nunca se asoció al ejercicio del poder político. Sin duda todo esto refleja diferentes estrategias por parte de la propaganda emanada de sus reinos, así como circunstancias reales diversas (Roy 1998: 120-126); pero también refleja el modo en que los valores promovidos tuvieron mayor o menor fortuna, tanto porque los avatares políticos crean amistades y enemistades que inciden en lo que se dice de cada uno de ellos, como por la diferente aceptación que dichos valores pudieron tener dentro y fuera de sus reinos y ámbitos de influencia, siempre teniendo en cuenta que quienes son los vencedores finales y quienes se vinculan a éstos tienen indudablemente una mayor capacidad para transmitir y transformar su propia visión. En todo caso, lo que estas diferencias también nos revelan es que, dentro de los rasgos generales señalados, hubo en el mundo helenístico distintas maneras de ser reina, tantas o más que de ser rey. En el estado actual de nuestros conocimientos, no sabemos si la asociación de Apolonis a Afrodita fue sólo iniciativa de ciudades como Teos, a ejemplo de lo observado respecto a otras reinas; si formó parte de la propia propaganda dinástica atálida, como podría apuntar el retrato de Berlín; o si ella misma la favoreció. De su propia iniciativa, tenemos la certeza de que Apolonis se interesó en procurar y fomentar los rituales más tradicionales de mujeres a Deméter y su hija Kore, por lo que parece que la mayor preocupación de Apolonis eran sus hijos y los hijos de las madres de la ciudad, poniendo mayor énfasis en su maternidad que en el amor a su marido. Y, en este sentido, como se viene señalando en este trabajo, Afrodita era también favorecedora y protectora de la maternidad. Por otro lado, su no implicación activa en política la haría más cercana al mundo de las ciudades griegas que otras reinas (Vatin 1970: 106-107). De este modo, si los reyes Atálidas, aun haciendo patente su estatus real, apelaban al hombre común (Kosmetatou 2003:169), Apolonis apelaba a la mujer común, sin dejar de ser una mujer especial en tanto que era reina. En todo caso, favoreciendo estos cultos, Apolonis favoreció a su vez la participación de las mujeres en la vida cívica, aunque fuese para reproducir el orden de género, que enfatizaba las diferencias y limitaba su capacidad de poder. También contribuyeron a ello los rituales decretados en ciudades como Teos, tuviese en ellos la parte que Apolonis tuviera como agente. Aquí también puede observarse una línea que une a la reina y a las demás mujeres solidariamente, puesto que sus actos y las honras recibidas afectaban principalmente a las mujeres. Parafraseando las consideraciones que hace Gillian Ramsey sobre Laodice III, se puede decir que Apolonis también permitió a las mujeres ciudadanas “participar en ceremonias públicas que apoyaban la seguridad y la cohesión de la comunidad cívica” y al mismo tiempo realzó su propia autoridad y la de su dinastía, lo que se reflejaría “a cambio en la creciente prominencia de las mujeres en la vida pública cívica” (Ramsey 2011: 523-524). El efecto no es quizá tan directo ni tan evidente en Apolonis como lo es respecto a Laodice. Pero a menudo la euergesía y los honores de las reinas conllevan, como es su caso, el fomento o la instauración de rituales femeninos, y la creación de sacerdocios,

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mayoritariamente de mujeres. De este modo, favorecen la participación de las mujeres en la vida pública oficial, y sin duda propician actos evergéticos por parte, en primer lugar –aunque no exclusivamente– de las sacerdotisas (Kron 1996), que es otra manera bien pública y patente de hacer valer su riqueza y poder. En cualquier caso, aunque el vínculo no sea tan directo, la intervención y la honra públicas de reinas como Apolonis pudo ser un referente, y cuanto menos abrir las mentalidades a considerar de manera más natural la participación femenina en la vida pública, aunque sin llegar a superar las barreras de género más inamovibles, como es el ejercicio del poder político legítimo y directo, tan sólo salvadas en parte –y sin continuidad en el mundo clásico antiguo– en el Egipto helenístico más tardío. De este modo, las públicas virtudes domésticas de Apolonis pudieron contribuir a un empoderamiento público de las demás mujeres, al mismo tiempo que contribuían a afirmar y asentar el orden de género patriarcal, que insistía en su reducción a lo doméstico y limitaba su poder, aunque fuese precisamente ampliando los márgenes de actuación y reconocimiento femeninos. Así, este orden de género se adaptaba a los nuevos tiempos y se hacía más atractivo y asumible para las mujeres, y se procuraba que en esta época de cambios este orden en el fondo no cambiase.

Resumen: Este trabajo aborda la figura de Apolonis, una de las reinas más destacadas de la Grecia helenística, y su papel en la construcción de la imagen de la dinastía Atálida de Pérgamo como campeona de los valores tradicionales griegos. Aquí adquiere singular importancia su asociación a Afrodita, diosa del amor, pues nos revela la relación entre religión, poder y orden de género en el mundo helenístico. Palabras clave: Reinas, diosas, poder, religión, género, Grecia helenística. Abstract: This work studies the figure of Apollonis, an outstanding queen of Hellenistic Greece, and her role in the construction of the image of the Attalid dynasty reigning at Pergamon as champion of Greek traditional values. In this sense, her association to Aphrodite, goddess of love, is especially significant, as it reveals the relation between religion, power and gender order in the Hellenistic world. Key words: Queens, goddesses, power, religion, gender, Hellenistic Greece.

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El interés por los estudios sobre la mujer en la historia ha tenido un desarrollo exponencial en las últimas décadas debido principalmente a tres factores: la presencia de mujeres en los ámbitos académicos y de investigación, las tendencias epistemológicas deudoras del postestructuralismo y del postprocesualismo, decididas a rescatar del olvido a los marginados de la historia, especialmente a las mujeres, y, en tercer lugar pero no en menor medida, la ideología de género y las políticas culturales que han potenciado estos estudios. El saldo ha sido positivo en lo que respecta a los estudios históricos, porque no sólo se han hecho aportaciones cualitativa y cuantitativamente significativas sino también, y quizás más importante, porque se ha conseguido corregir, o al menos relativizar, la visión androcéntrica de la construcción del relato histórico, y con ello aumentar la visibilidad de las mujeres como sujetos de la historia. Hijas de Eva. Mujeres y religión en la Antigüedad responde plenamente a este objetivo, pues constituye una selección de nueve estudios que tienen en común el interés por el papel de la mujer en diversas religiones del Próximo Oriente y del Mediterráneo antiguo, en diferentes facetas, como entes divinos femeninos, la antropomorfización de fenómenos de la naturaleza, o en sus roles de reinas divinizadas, profetisas, sacerdotisas o simples fieles. De los nueve trabajos que articulan el índice, tres se pueden enmarcar geográfica y cronológicamente en el Próximo Oriente durante la primera Edad del Hierro, uno en la Iberia prerromana, concretamente en la cultura ibérica; otro en la Pérgamo helenística; dos en Roma y otros dos en el Cristianismo naciente, que se desarrolla de manera paralela a los cultos paganos de la Roma imperial. En todos, el protagonismo de las mujeres en los ámbitos oficiales fue inversamente proporcional a su presencia en el ámbito doméstico y de la religiosidad popular.

9 78 8447 216086

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