La razzia cósmica Una concepción nahua sobre el clima. Deidades del agua y graniceros en la Sierra de Texcoco

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Descripción

La razzia cósmica Una concepción nahua sobre el clima.

Deidades del agua y graniceros en la Sierra de Texcoco David Lorente y Fernández

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Lorente y Fernández, David. La razzia cósmica : una concepción nahua sobre el clima. Deidades del agua y graniceros en la Sierra de Texcoco / David Lorente y Fernández. -- México : Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2011 239 p. : fots. ; 23 cm. -- (Publicaciones de la Casa Chata) Incluye bibliografía. ISBN 978-607-486-158-7 1. Meteorología - Estado de México - Texcoco. 2. Identidad étnica Estado de México - Texcoco. 3. Etnografía - Estado de México - Texcoco. 4. Nahuas Religión y mitología. 5. Cosmovisión nahua. 6. Deidades nahuas. 7. Agua (en Religión Folklore, etc.). I. t. II. Serie.

Toda reproducción de imágenes de Monumentos Arqueológicos, Históricos, Artísticos y Zonas de dichos Monumentos está regulada por la Ley y su Reglamento, por lo que se deberá solicitar el permiso correspondiente ante el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Todas las fotografías que aparecen en este libro son propiedad del autor, a excepción de aquéllas en las que se indique la fuente. Corrección: Beatriz Stellino Formación y diseño de portada: Raúl Cano Celaya Cuidado de edición: Coordinación de Publicaciones del ciesas

Primera edición: 2011

D. R. © 2011 Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social Juárez 87, Col. Tlalpan, C. P. 14000, México, D. F. [email protected]

D. R. © 2011Universidad Iberoamericana A.C. Prol. Paseo de la Reforma 880 Col. Lomas de Santa Fe C. P. 01219, México, D. F. [email protected]

ISBN 978-607-486-158-7 Impreso y hecho en México.

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A mis padres, Emilio y Carmen

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Índice

Prólogo...................................................................................................................... James M.Taggart Introducción. La razzia cósmica: una concepción nahua sobre el clima. Conclusiones de un itinerario metodológico .............................................................. Capítulo 1. Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo en torno a las deidades pluviales y los ritualistas atmosféricos .................................... Dos definiciones de cosmovisión y su pertinencia para este estudio ....................... El complejo deidades pluviales-especialistas atmosféricos en la cosmovisión mexica ...................................................................................... Tláloc-Chalchiuhtlicue: las divinidades acuáticas ............................................. Los auxiliares de Tláloc .................................................................................... Tlalocan: el paraíso agrícola ............................................................................. El culto a los cerros y al agua en el paisaje ........................................................ Especialistas atmosféricos: sacerdotes oficiales y conjuradores de meteoros ....... Graniceros y deidades pluviales entre los nahuas actuales: etnografía comparativa y discusión del complejo................................................... Los graniceros como integradores de la cosmovisión ........................................ El estudio de los graniceros en la etnología mesoamericanista: regiones y enfoques .......................................................................................... La región de los volcanes Iztaccíhuatl-Popocatépetl ..................................... Tlaxcala rural .............................................................................................. Morelos....................................................................................................... Veracruz ...................................................................................................... Estado de México........................................................................................ Conclusiones críticas ................................................................................... Capítulo 2. Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco ....................................................... La región serrana .................................................................................................. El asentamiento ...............................................................................................

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Perspectiva etnohistórica regional ......................................................................... Poblamiento chichimeca e Imperio texcocano .................................................. De la Colonia al siglo xix................................................................................. El siglo xx: la restitución de tierras ................................................................... La configuración cultural actual ............................................................................ Los nahuas y la identidad étnica serrana ........................................................... El parentesco ................................................................................................... La economía .................................................................................................... El sistema hidráulico texcocano: el agua en el paisaje ............................................ El complejo del Cerro Tezcutzingo................................................................... Manantiales, canales y acueductos: la configuración global del sistema ............. El gobierno del agua ........................................................................................

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Capítulo 3. Los ahuaques, “dueños del agua” ............................................................. Las concepciones anímicas: corazón, alma, espíritus-espíritu ................................. Los ahuaques como deidades del agua humanizadas .............................................. El interior del manantial: morfología del inframundo ........................................... El granizo y el rayo o el gran proceso atmosférico de extracción de las esencias ..... Los espíritus atrapados en el agua: semejanza con la acción del rayo ................. Las donaciones de lluvia: los ahuaques como “hijos” del dios Tláloc ......................

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Capítulo 4. Los tesifteros, “conocedores del tiempo” ................................................... El concepto de tesiftero.......................................................................................... Reclutamiento y disociación anímica: el espíritu-ahuaque ..................................... La vocación de don Cruz: un ejemplo de iniciación por rayo y enfermedad ..... Iniciación onírica y compadrazgo con los ahuaques ............................................... “Atajar el tiempo”: retirar los meteoros dañinos .................................................... Las peticiones de lluvia en el Monte Tláloc ........................................................... Los episodios terapéuticos..................................................................................... La curación del golpe de rayo ........................................................................... Los enfermos capturados en el manantial ......................................................... Disposición y estructuración de la ofrenda .................................................. El divorcio terapéutico y el muñeco-recipiente: la recuperación del espíritu ..... Un ejemplo de caso de curación: Juan de Amanalco .................................... Ceremonias en el Monte Tláloc: el remolino actuado y las botellas con semillas ................................................. Hacia una interpretación contextual de las ofrendas ......................................... El tesiftero, aguador ..........................................................................................

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Capítulo 5. ¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? Una perspectiva desde la recreación simbólica y la infancia ........................................ Recreaciones internas ............................................................................................ Nezahualcóyotl es Tláloc en la Sierra de Texcoco. La cosmovisión como memoria histórica.......................................................... La modernidad asimilada: mercancías e individualismo en el inframundo........ Infancia y transmisión cultural.............................................................................. La tradición oral .............................................................................................. Los niños en la familia y en la comunidad: el contexto de la educación formal e informal ..................................................... El papel de los parientes en la transmisión del conocimiento............................ El contenido de las historias y la naturaleza del conocimiento .......................... Algunas consideraciones sobre los mecanismos de transmisión del complejo ........ Historias sobre ahuaques reproducidas en los cuestionarios escolares ................

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Epílogo. Rapacidad celeste y lluvia fecundante. La vida, los rayos y el fluir de las esencias ................................................................... 223 Bibliografía................................................................................................................ 227

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Prólogo

James M. Taggart

El lector tiene en sus manos un libro ricamente detallado y escrito con un estilo claro y muy ameno sobre las creencias y los ritos contemporáneos, pero de origen prehispánico, de una región aledaña a la ciudad de México. Las creencias y los ritos que desvela este libro tratan sobre el mundo invisible, cuya manipulación sirve para controlar el tiempo atmosférico en la Sierra de Texcoco. El autor, David Lorente y Fernández, desarrolla su estudio con datos etnográficos muy ricos y con un concepto de cultura muy sutil y con ese matiz que solamente se encuentra hoy en los mejores trabajos de antropología social. Yo tuve el placer de conocer a David Lorente cuando él estaba en la primera etapa de su trabajo de campo en la Sierra de Texcoco. En aquel entonces pertenecía a un grupo de estudiantes de una escuela que enseñaba los métodos de la antropología social, dirigida por los profesores David Robichaux y Roger Magazine de la Universidad Iberoamericana. En esa época el autor comenzaba a hacer un recorrido por la región y a charlar con los niños que le hablaban sobre los ahuaques o espíritus dueños del agua. Así entraba en contacto con un mundo invisible que tiene sus raíces en la cultura prehispánica pero que pertenece a un área que, paradójicamente, está muy próxima al centro neurálgico del capitalismo y de la modernidad en México. David Lorente seguía con una labor iniciada por Manuel Gamio en el Valle de Teotihuacan, Robert Redfield en Tepotzlán, y Redfield y Alfonso Villa Rojas en Yucatán durante el siglo anterior. Gamio, Redfield y Villa Rojas también reconocieron que numerosas creencias y ritos sobre el mundo invisible sobrevivían en muchos pueblos contemporáneos de México, a pesar de que podría suponerse que estaban destinados a desparecer porque resultaban anticuados y mantenían poca relación con el mundo de hoy. David Lorente pudo penetrar en este universo invisible porque logró desprenderse de los prejuicios de su cultura, respetaba a sus informantes y tenía curiosidad etnográfica, todas ellas características que se encuentran en los mejores etnógrafos que han trabajado en México. Las creencias sobre los ahuaques que los niños compartían con el autor fueron el punto de partida de su seria investigación que llegó a incluir a los tesifteros o ritualistas que manipulan el mundo invisible para controlar “el tiempo”. Una vez dentro de este mundo, David Lorente pudo descubrir una forma de monismo, u ontología unitaria, 13

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semejante a la descrita anteriormente por otros antropólogos en diferentes regiones indígenas de Mesoamérica. Sin embargo, el presente estudio destaca entre ellos por dos razones. La primera es la calidad de los datos etnográficos, que son la estructura y el fundamento de cualquier trabajo etnográfico. David Lorente ha llevado a cabo su investigación durante un largo tiempo, volviendo a menudo a la Sierra de Texcoco a lo largo de un periodo de siete años, y por ello ha podido profundizar considerablemente en el tema de su investigación. Además, ha ordenado e integrado sus observaciones etnográficas empleando los mejores conceptos antropológicos adquiridos leyendo no sólo los trabajos más actuales en español, su idioma materno, sino también los más novedosos y mejores estudios en inglés. Como resultado, esta obra unas veces sugiere y otras desarrolla fructíferas vías de análisis que podrían ser retomadas y aplicadas por otros autores en estudios posteriores, ofreciendo sin duda resultados interesantes. A través de la etnografía propone teorías indígenas de alcance más general para nahuas y no nahuas, relecturas de la noción de persona, de curación y de ofrenda, así como nuevas formas de entender la relación y la mediación ritual con los seres sobrenaturales. Personalmente, considero este libro como una de las mejores monografías que he leído en mucho tiempo. No me queda más que felicitar a David Lorente por darme el placer de conocer este libro que seguramente va a ser uno de los clásicos en los años venideros. Franklin and Marshall College, Lancaster, 2010

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Introducción La razzia cósmica: una concepción nahua sobre el clima. Conclusiones de un itinerario metodológico

Razzia: (del árabe argelino gaziya, como gazwa) incursión rápida, golpe de mano; la r inicial procede de que la pronunciación de la g árabe casi coincide con la de la r francesa; véase razia (drae, 1992: 1732). Razia: incursión, correría en un país enemigo y sin más objeto que el botín; batida, redada (drae, 1992: 1731). Incursión: correría de guerra o algara (al-gara, del árabe ‫( )غزو‬drae, 1992: 1156). Algara: tropa de a caballo que salía a correr y robar la tierra del enemigo (drae, 1992: 98). Correría: hostilidad que hace la gente de guerra talando o saqueando un país. Viaje corto y rápido a varios puntos volviendo a aquel en que se tiene la residencia (drae, 1992: 580). Redada: conjunto de personas o cosas que se toman o cogen de una vez (drae, 1992: 1747). Batida: acción de explorar varias personas una zona buscando a alguien o algo (drae, 1992: 276).

Este libro aborda un complejo de etnometeorología nahua. Responde a lo que los habitantes de la Sierra de Texcoco denominan “el tiempo” y que yo con fines analíticos he designado “razzia cósmica”. La razzia cósmica es en realidad uno de sus ejes, el otro son las donaciones de lluvia; ambas integran “el tiempo”. El complejo gira alrededor de dos figuras: los ahuaques, “dueños del agua”, espíritus humanos deificados y el tesiftero o ritualista que “sabe del tiempo”. Los primeros producen la lluvia, el granizo y el rayo y habitan en los manantiales; los segundos reciben el don de controlar a los primeros y viven entre los seres humanos. “El tiempo” no responde a azares climáticos sino que posee un cariz cosmológico: es el mecanismo por el cual el mundo funciona ordenadamente y se reproduce. Su base se halla en la naturaleza carencial del inframundo donde habitan los ahuaques. Se trata de un lugar de riqueza pero contingente y perecedero: los seres y objetos que lo pueblan deben ser renovados periódicamente. El granizo y el rayo constituyen los instrumentos para suplir las carencias: “roban” de la superficie terrestre los elementos requeridos. Aromas, espíritus y esencias transitan al interior del 15

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manantial de esta forma y el inframundo se recrea. Del mundo de los ahuaques emergen en movimiento inverso donaciones de lluvia y agua terrestre ligadas a la fertilidad. El desarrollo de la vida en la tierra sostiene la vida del inframundo y la vida de los ahuaques en el arroyo sustenta la vida terrestre. Uno representa la razzia cósmica, otro la retribución fecundante; ambas integran “el tiempo”. Esta concepción se vincula con distintas definiciones teóricas de la cosmovisión mesoamericana. Integra principios antagónicos cuya continua lucha activa el discurrir del cosmos y aúna la ambivalencia de aspectos benéficos y dañinos en principios y seres: muerte y vida integran un ciclo sin fin en el que la lluvia surge del infortunio y la muerte, y ésta última produce fertilidad. Don y retribución, voluntario o forzado, rigen la concepción nahua sobre el clima. El complejo referido no fue propuesto a priori; surge de los datos etnográficos que reuní en sucesivas temporadas durante mi trabajo de campo en la zona. Entre junio de 2003 y mayo de 2010 realicé viajes frecuentes a la Sierra de Texcoco, situada a cuarenta kilómetros al oriente de la ciudad de México. Mi primer periodo comprendió un mes y transcurrió como práctica de campo supervisada a cargo del programa de Maestría en Antropología Social de la Universidad Iberoamericana. En ella me incorporé a la línea de investigación “Cambio y continuidad en el México rural” que dirigen los investigadores David Robichaux y Roger Magazine, responsables de dicho programa.1 Esa vez, y quizá por la intensidad de la estación seca, me instalé en Santa María Tecuanulco, comunidad surcada de canales entre campos de cultivo. Asociados con manantiales formaban un sistema de riego que ascendía a la época de Nezahualcóyotl. Los canales la ligaban con sus vecinos, San Jerónimo Amanalco y Santa Catarina del Monte, confiriendo a la zona un carácter de región. Mientras elaboraba una etnografía del pueblo reparé en la presencia cotidiana del sistema: las mujeres acudían a lavar la ropa y los niños a sacar agua o a abrevar animales, y un hombre llamado “el loquito Enrique” se bañaba a diario en el manantial. Me explicaron que “platicaba con los ahuaques” y que su espíritu vivía en el agua. En ocasiones recorría el pueblo soltando gritos o hablando de mujeres güeras que veía en este lugar. Los niños lo señalaban y conversaban. Los adultos sonreían y evitaban el tema. Alguien me dijo que antiguamente existían tesifteros o graniceros que trataban esa clase de males. Coroné 1

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El Posgrado en Antropología Social de la Universidad Iberoamericana cuenta con una “primera práctica de campo supervisada” en la que los estudiantes aprenden el método de la etnografía sobre el terreno. Alojados en la casa José de Acosta del pueblo de Tepetlaoxtoc, realizan recorridos regionales de área para seleccionar el lugar donde desarrollarán la observación participante durante un mes con objeto de elaborar un pequeño estudio de comunidad.

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mi estancia local aplicando un cuestionario en las escuelas que reveló que los niños de 10 a 13 años recibían un conocimiento preciso sobre el tema en sus grupos domésticos, aunque los padres y parientes adultos negaban su existencia. Continué visitando Tecuanulco hasta febrero y grabé algunos relatos sobre tesifteros muertos. Empezaba a considerar que se trataba de una creencia más extendida, pues oí frecuentemente de graniceros que viajaban a otros pueblos para curar. Pero el tema no se trataba abiertamente. Los habitantes evitaban referirse a los ahuaques y hablaban de “muñequitos”, “charritos”, “niñitos”, “hombrecitos”, porque nombrar implicaba invocar. Pero yo procedía de una tradición cultural, la española, en la que la mayoría de los temas, incluidos los sobrenaturales, se abordan abiertamente, incluso demasiado abruptamente, y la gente enmudecía ante mis preguntas. Pensé que no había mucho más que poder hacer. En abril de 2004 tuve un golpe de suerte. La hija de la familia con la que vivía sabía de un tesiftero vivo que residía en un pueblo próximo. Cuando fui a buscarlo resultó sumamente complicado dar con él. Una partera a la que consulté sobre su paradero me dio su nombre y me orientó: —Pero no vaya preguntando a la gente por el granicero; diga que busca a don Cruz porque le han dicho que sabe curar, y que lo anda buscando porque quiere que le cure. Me sorprendió su advertencia. Al final lo encontré en su milpa, labrando con los pies descalzos. Le dije que venía de Tecuanulco y que sabía que él era tesiftero. Al oír el término en náhuatl bajó la vista y sonrió. Dijo que estaba barbechando y comenzó a narrar sus labores de agricultor. Señalando al cielo nublado, añadió: —¿Ve aquella nube como viborilla? Ésa lleva granizo. Yo les tengo que hablar a los ahuaques para que se retiren, pero les tengo que hablar bien, así, con respeto. Atajar el granizo era fácil, aunque para curar “había que ser fuerte”. —Si quieres aprender —concluyó—, puedes trabajar nomás y luego el rayo te buscará; cuatro rayazos tengo yo. Esa tarde pude grabar un episodio terapéutico sumamente matizado sobre la curación de un enfermo en la que don Cruz había participado. Tardé varios días en transcribirlo, pero obtuve una gran cantidad de material para aumentar y perfeccionar mis preguntas.

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Los meses sucesivos regresé a Tecuanulco y recopilé información sobre “el loquito Enrique” y los graniceros que vivieron en el pueblo hacia 1970, de los que la gente conservaba muchos detalles. Aprendí entonces progresivamente a entablar entrevistas. Transcribir las cintas me había dado pautas sobre los modos apropiados de conversación: observé cómo la gente se preguntaba entre sí y saciaba su curiosidad. Adopté lo aprendido: consistía en crear situaciones temáticas y “preguntar sin preguntas”, citar la presencia de cursos de agua o la escasez de lluvias —los ahuaques producían el clima, sabía entonces—. Los días infructuosos acompañaba a los nahuas a sus trabajos, a vender flores o pasaba el tiempo muerto hablando de cualquier cosa. Llegué a sentir que si no salía del pueblo no ampliaría mis perspectivas. En julio tuve la oportunidad de instalarme en el vecino Santa Catarina, donde sabía por mujeres de allí que fueron a vivir a Tecuanulco tras casarse, que podían existir graniceros. Para entonces comenzaba a sospechar que ahuaques y tesifteros eran indisociables y que integraban en un esquema coherente el conjunto de creencias y ritos que los rodeaban. Mi investigación inicial sólo contemplaba a los primeros, pero en mis ausencias del campo comencé a leer sobre el tema. Debido a la proximidad entre la Sierra de Texcoco y el Distrito Federal, el trabajo en el campo facilitaba aunar la obtención de datos con lecturas y reflexión de manera simultánea. Así leí numerosos estudios sobre reciprocidad, sistemas cosmológicos, chamanismo, noción indígena de persona, parentesco, cosmovisión y el culto mexica a los cerros —principalmente las obras de Alfredo López Austin (1996; 2000; 2001) y Johanna Broda (1971; 1991; 2001b)—, y comencé a considerar la continuidad histórica que existía en las concepciones que registraba; a la vez resultaba patente su vínculo indisoluble con el sistema prehispánico de riego. Notablemente, sobre éste había una amplia bibliografía de tesis de la Universidad Iberoamericana, pero ni una sola referencia profunda a la existencia de los ahuaques, la región había permanecido inexplorada desde este aspecto. Mi trabajo en Santa Catarina fue mucho más fructífero debido a una menor reticencia de sus vecinos a tratar el tema. Constaté que existían principios comunes —los tipos de curación eran análogos, también las concepciones anímicas y las ofrendas— y concebí un estudio que abarcara los pueblos serranos como “región”. También visité en tres ocasiones las comunidades de San Pablo Ixayoc y Totolapan2 y comprobé que resultaban esencialmente similares a las anteriores. Hasta enero de 2005 seguí frecuentando por distintos periodos Santa Catarina. Pasé allí la fiesta de Día de Muertos y recopilé concepciones sobre las distintas clases de almas: las que regresan a la tierra y los espíritus humanos que se transforman en 2

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Agradezco a Hugo Rojas el haberme permitido conversar con algunos de sus informantes en las visitas que realicé a este lugar.

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ahuaques. Establecí compadrazgo con una curandera y pude contrastar los datos que me proporcionaban los informantes comunes con el conocimiento ritual. También repetí mis cuestionarios, ahora mejorados, en dos escuelas del pueblo y obtuve resultados similares a los de Tecuanulco. Las creencias se transmitían a los niños, que poseían un sorprendente conocimiento acerca de los episodios terapéuticos de sus parientes: síntomas, procedencia del tesiftero o curandero, variedad de ofrendas y casos referidos por sus vecinos. A pesar de la apertura cada vez mayor, adultos y niños representaban dos mundos diferentes, uno de los cuales era posible atisbar a través de la vigilancia constante del otro. Desde finales de enero me dediqué a buscar de nuevo a don Cruz. Varias veces lo había visitado infructuosamente. Mi visión del complejo se había ampliado. Ahora contaba con un conocimiento popular que quería contrastar con el del ritualista. Como salía temprano de su casa para ir al terreno, cuidar el ganado o vender productos —el trabajo de tesiftero era a tiempo parcial y se mezclaba con el entramado de ocupaciones típicas de la Sierra— comencé a esperarlo sistemáticamente a las 5:30 ante su puerta. Don Cruz interpretó mi insistencia como deseo de trabajar de tesiftero. Me sometió a una especie de prueba: si verdaderamente estaba interesado en aprender debía aceptar lo que quisiera ofrecerme en su momento. Algunos días me decían que había salido y se hallaba en la casa, otros lo vi escapar subrepticiamente por la parte trasera cuando lo requerían como curandero. Mi propia relación con don Cruz me permitió comprender cómo operaba el vínculo con los candidatos a iniciarse, a instruirse; el conocimiento emergía aquí y allá de manera asistemática y jamás logré que lo pensara desvinculado de la práctica concreta. Pero pude reforzar mi relación con él, y en una ocasión actué como ayudante en la curación de un niño afectado por mal de ojo: me obligó a limpiar a distancia con el huevo, a leerlo y a deshacer, frotando con los dedos, la enfermedad introducida en el cuerpo. También trató por todos los medios de que aprendiera la súplica contra el granizo. En la última parte de mi trabajo de campo logré que elaborara algún dibujo. No tuvo mayor problema en que lo grabara y nunca pidió dinero. Mi relación con don Cruz continúa en el presente. Durante la investigación seguí un desarrollo errático que me brindó algunos aciertos. Uno de ellos fue el hecho de no circunscribirme a un informante-especialista como sucede a menudo en este tipo de estudios. Cuando abordé al informante único ya había acumulado un sinnúmero de testimonios de hombres, mujeres, niños y ancianos de diferentes pueblos y tenía una idea aproximada de lo que pensaba la gente común. Esto era algo que no había hallado en los trabajos sobre graniceros. Otro acierto fue que al aunar la visión exotérica popular con el conocimiento esotérico especializado, era posible delinear el complejo general de representaciones y prácticas que existía en la Sierra como una configuración cultural de alcance general. Un tercer acierto fue que

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este acercamiento permitía afrontar los procesos de cambio y recreación y su repercusión en el sistema. A pesar de su estrecho vínculo con la tradición prehispánica, el complejo era un marco desde el que poder comprender culturalmente el cambio: nuevos elementos foráneos se asimilaban —y otros no— de acuerdo con una lógica “tradicional”. No se trataba de un conjunto de aspectos de folklore sino una suerte de guía del comportamiento social: la creencia se materializaba en acciones concretas. Muchos aspectos de la existencia cotidiana de la Sierra se llenaban de sentido desde esta perspectiva, no obstante su presencia acallada y clandestina. En mi trabajo de campo acumulé varios centenares de fotografías, una docena de genealogías, 415 páginas de diario de campo y un número casi igual de transcripciones de relatos y entrevistas. Una vez sistematizado el acervo resultante, como valores centrales de la investigación y de este libro puedo señalar: 1. La presentación de información inédita acerca de los conceptos de ahuaques y tesiftero en un área en la que no existían estudios previos al respecto. 2. El análisis de estos elementos en una región vinculada a los manantiales, cuando en la mayoría de la bibliografía sobre el tema se encuentran concepciones similares asociadas a los cerros y a otros rasgos del paisaje. En este aspecto radica precisamente la especificidad de la configuración estudiada. 3. La descripción de un especialista ritual que no había sido abordado antes en los estudios sobre graniceros: el tesiftero de la Sierra de Texcoco. 4. La consideración de las deidades pluviales o ahuaques y el tesiftero como partes integrantes de un sistema de significación basado en la comprensión de las categorías nativas locales, y no como una mera descripción de elementos aislados. En el estudio ambos principios se subsumen en la categoría general de “razzia cósmica” o “tiempo”, es decir, en la conceptualización climática serrana. 5. El análisis de los conceptos locales de “lluvia”, “granizo” y “rayos”, así como los de “espíritu” y “esencia”, entre los pobladores de la Sierra. 6. Como consecuencia de lo anterior, la descripción y el análisis de los vínculos que enlazan estos elementos entre sí y con otros aspectos de la vida social y del cosmos, así como el empleo de categorías sociales para “pensar” el sistema. 7. Finalmente: el análisis de la continuidad y los procesos de reproducción del complejo en la actualidad, abordados desde la función que desempeñan los niños, principalmente de 10 a 13 años, en la transmisión de las creencias vinculada a las relaciones con sus parientes en el interior de los grupos domésticos y al uso de la tradición oral.

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Estos aspectos aparecen integrados en cinco capítulos. En el primero, titulado “Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo en torno a las deidades pluviales y los ritualistas atmosféricos”, se presenta el marco teórico de la investigación. Se examinan las definiciones y desarrollos del concepto de cosmovisión de Alfredo López Austin y Johanna Broda, que son el referente para entender la noción de “razzia cósmica” o “tiempo” como un sistema de circulación de esencias ligado al paisaje ritual serrano. Después se expone el complejo de las deidades pluviales y los sacerdotes y magos mexicas como situación prehispánica de la que las concepciones actuales representan cierta continuidad. Finalmente se realiza una revisión crítica de los estudios sobre graniceros efectuados en México según un criterio regional y por autor. Este triple panorama ayudará, como un referente de contraste, al desarrollo posterior de la etnografía. En el segundo capítulo, “Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco”, se describe la región que comprende el estudio. Veremos el sistema de regadío prehispánico que confiere unidad al área y el nexo que éste ha mantenido con la existencia nahua a lo largo de la historia. Se desglosan en detalle los rasgos culturales que definen hoy a la población: la economía, el parentesco, la identidad étnica y el gobierno del agua. En suma, se traza el contexto holístico regional en el que se inscribe la etnografía y constituye un referente implícito para entender los apartados posteriores. El tercer capítulo, “Los ahuaques, ‘dueños del agua’ ”, es la primera parte de la descripción etnográfica del complejo climático serrano. Trata las concepciones anímicas y su relación con los ahuaques como espíritus humanos deificados, el tipo de muertos que se convierten en estos seres y la representación del interior del manantial como inframundo. A partir de la naturaleza carencial del inframundo se analiza la producción de los rayos y el granizo por los ahuaques como el medio para obtener de la superficie terrestre las sustancias necesarias: esencias animales, vegetales y los espíritus humanos con los que el manantial se abastece. Posteriormente, muestra a los ahuaques como dadores de lluvia: regidos por el dios Tláloc, del que son sus ayudantes o “hijos”, se ven obligados a retribuir a la tierra el líquido vital para que los seres mundanos se desarrollen. Las dos dimensiones complementarias de los ahuaques —seres productores de meteoros dañinos y enfermedades e “hijos” de Tláloc dadores de la lluvia benéfica— son analizadas e interpretadas en el contexto de su descripción. En el cuarto capítulo, “Los tesifteros, ‘conocedores del tiempo’ ”, se presenta a los ritualistas expertos en la conceptualización climática citada. Se desglosa el significado del término tesiftero, sus funciones, rasgos definitorios y modo en que son percibidos, así como los procesos de reclutamiento e iniciación en el que los ahuaques eligen al ritualista y lo convierten en su “compadre” o pariente ritual mediante intercambios de

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comida. Toda la formación del ritualista está dirigida a la conversión de su espíritu en ahuaque, lo que le brinda el estatus de intercesor entre el mundo serrano y el manantial. Un ejemplo preciso —la iniciación de don Cruz— ilustra con detalle este proceso. Después se tratan los procedimientos rituales del tesiftero para enfrentar las manifestaciones de los ahuaques: sus atribuciones para “atajar” el granizo, pedir la lluvia y recuperar los espíritus apresados en el agua o mediante el rayo, y el uso ceremonial de las ofrendas conjuratorias y terapéuticas —lo que aparece, además, ilustrado en el testimonio de un caso de curación—. Por último, un apartado consagrado a su papel de aguador destaca los aspectos más sociológicos y comunitarios de la actuación del tesiftero. Expuesto el sistema, en el capítulo quinto se cuestiona su pervivencia en el futuro: “¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? Una perspectiva desde la recreación simbólica y la infancia”. ¿Cómo evaluar si “el tiempo” representa un remanente arcaico del pasado o un sistema dotado de larga vida? El capítulo responde con dos desarrollos. El primero muestra que el sistema constituye un almacén de la memoria histórica colectiva, lo que explica sus recreaciones internas: tanto la figura de Nezahualcóyotl como diversos aspectos de su reinado han pasado a integrar hoy el mundo del agua. Además, el sistema ha permitido leer simbólicamente los cambios producidos por la modernización en la Sierra —la introducción de mercancías, vehículos o luz eléctrica—. El segundo desarrollo aborda la reproducción social del complejo; estudia la información cuantitativa obtenida en encuestas aplicadas a los niños y concluye que éstos son los receptores del proceso de transmisión de las creencias. A pesar de la negativa de los adultos a hablar con extraños sobre el tema, los niños reciben en los grupos domésticos importantes elementos relativos al sistema. Esto ocurre a través de la tradición oral y de la instrucción intergeneracional. Los niños son los depositarios de los rudimentos de la cosmovisión, de la existencia de los ahuaques y del trabajo del tesiftero, y su relación diaria con el paisaje serrano va transformando el saber mítico en un operador cognitivo. “El tiempo” es, pues, qué duda cabe, un complejo vigoroso que mira hacia el futuro. Pero para alcanzar una visión más abarcante de la concepción climática serrana es necesario situarse en un plano de mayor abstracción. El epílogo “La vida, los rayos y el fluir de las esencias” presenta “el tiempo” como una etnoteoría nahua general sobre la vida, un gran complejo que dota de existencia a los seres y al mundo, que convierte a la estación de lluvias en la verdadera época viva del año y que permite al cosmos alcanzar su funcionamiento ordenado y su reproducción. Es un ciclo generalizado y agonístico de intercambio recíproco de dones en el que la reciprocidad se da a través de la rapacidad. La depredación terrestre activa la reciprocidad divina del agua. El término razzia cósmica destaca la primacía de la primera sobre la segunda; la muerte y la desgracia hacen posible la vida a través del drama cósmico de las tormentas. En

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Introducción

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suma, todo lo expuesto hasta el momento: la gran cadena formada por los ahuaques, el tesiftero, Tláloc, el granizo, los rayos, la lluvia fecundante, los ritos conjuratorios y terapéuticos, las ofrendas y la gestión regional de los regadíos adquiere su sentido global y su trascendencia desde aquí. Para concluir esta introducción quiero expresar mi reconocimiento a los nahuas de la Sierra de Texcoco, y especialmente a don Cruz, quienes me abrieron las puertas de su mundo privilegiado. Resulta imposible agradecer aquí con palabras sus confesiones, confidencias y amistad que recorren como voces este libro. Espero que encuentren en él un reflejo fiel de lo que me transmitieron. También agradezco, como un eco siempre presente en la etnografía, las enseñanzas de mis profesores de la Universidad de Deusto, en Bilbao, España, que guiaron mis intereses personales hacia la antropología religiosa, simbólica y médica. Francisco Sánchez-Marco, Francisco Ferrándiz y Josetxu Martínez marcaron tanto mi manera empírica de proceder como de acercarme a los datos de campo. Desde un punto de vista temático, los estudios de Catharine Good y James M. Taggart sobre los nahuas de Río Balsas en Guerrero y de la Sierra Norte de Puebla, respectivamente, constituyeron un valioso referente. Con Cathy y con Jim discutí aspectos de la cultura y de la etnografía nahua en innumerables ocasiones. También Roger Magazine y David Robichaux fueron sugerentes interlocutores en aspectos sobre los nahuas de Tlaxcala, el medio rural mexicano y los sistemas de parentesco. Comentarios y comunicaciones fructíferas de Johanna Broda, Danièle Dehouve, Saúl Millán y Pedro Pitarch me permitieron evaluar la investigación desde la distancia proporcionada por la diversidad de sus enfoques. Este trabajo de investigación comenzó como una tesis de maestria en Antropología Social que fue defendida en la Universidad Iberoamericana en 2006. En 2007 la tesis obtuvo la Mención Honorífica del Premio Fray Bernardino de Sahagún del Instituto Nacional de Antropología e Historia. En 2009 recibió el Premio de la Cátedra Interinstitucional Arturo Warman. Durante ese tiempo la investigación continuó, y el texto fue creciendo y matizándose con más información de campo. Gracias a la reflexión sobre mis observaciones y a la minuciosa revisión de los diarios de campo y de las notas y transcripciones anteriores que conservaba, pero sobre todo a las oportunidades que tuve de realizar nuevas estancias en la Sierra de Texcoco, logré ir profundizando y completando aspectos que en un primer momento del estudio sólo estaban esbozados. La redacción del libro, que comprendió distintos periodos entre 2009 y 2010, fue un proceso paulatino de crecimiento ramificado, con extensiones, adiciones de ejemplos, precisiones y una atención dirigida —que se mantuvo presente desde las

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primeras líneas— a revalorizar la etnografía y a derivar de ella cualquier argumento, afirmación o concepto que apareciera desarrollado en el texto. En todo este proceso mis padres, Emilio y Carmen, a quienes dedico este libro, me quisieron y me apoyaron de todas las formas posibles e imposibles al otro lado del océano. México, D.F., septiembre de 2010

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Capítulo 1 Cosmovisión y el complejo mexica y nahua contemporáneo en torno a las deidades pluviales y los ritualistas atmosféricos

Éste es un libro eminentemente etnográfico, es decir, que privilegia los datos de campo y la manera en que los nahuas de Texcoco generan una visión del mundo. Pero esta etnografía local, provista de su lógica interna, debe inscribirse en el panorama general de los estudios realizados actualmente en México, bien porque los toma como referente, bien porque ofrece un contraste. Así, en este capítulo presento tres líneas teóricas que se entrelazan en el desarrollo de la investigación, aunque sea de una manera subyacente. La primera es el concepto de cosmovisión, que concibo como un marco general desde el que abordar el complejo climático de los nahuas de la Sierra de Texcoco. En la parte inicial realizo una revisión de las definiciones propuestas por Alfredo López Austin y Johanna Broda, destaco sus elementos integrantes y concluyo recuperando los aspectos que resultan pertinentes para mi estudio. En una segunda parte, y desde la perspectiva de la cosmovisión, presento un panorama del complejo de las deidades de la lluvia y los ritualistas atmosféricos en la tradición mexica. Esta sección tiene como propósito contextualizar el complejo de los graniceros actuales, por un lado, y servir por otro como referente comparativo desde el que leer la sección etnográfica en la que se describe el sistema objeto de estudio (capítulos 3 y 4). En la tercera y última parte, y a la luz del complejo prehispánico, abordo la institución contemporánea de los graniceros o ritualistas atmosféricos, los presento como eje privilegiado desde el que leer históricamente la cosmovisión, efectúo una revisión regional de los estudios sobre estos especialistas realizados hasta la fecha y concluyo con algunas reflexiones críticas que marcan las líneas de análisis abordadas después. Al igual que la anterior, esta parte puede considerarse un marco comparativo desde el que abordar la etnografía. De este modo, las tres partes se contienen mutuamente y representan una secuencia coherente.

Dos definiciones de cosmovisión y su pertinencia para este estudio El concepto o categoría analítica de cosmovisión ha sido empleado fructíferamente desde 1950 en estudios sobre Mesoamérica con connotaciones y sentidos diversos que aludían, en última instancia, a las categorías nativas de pensamiento y a la visión del 25

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mundo concebida por los indígenas (Medina, 2001). Aquí me interesa destacar dos definiciones clásicas y señalar sus nociones implícitas, sus implicaciones teóricas y su utilidad para mi investigación. Una de las ventajas del concepto, como sostienen ciertos autores, y que debe presentarse como introductoria, es que a nivel general éste significa un importante avance teórico, sobre todo porque implica la aplicación de un enfoque holístico muy diferente del manejo convencional de temas como la cosmología y las creencias religiosas. Ya no se trata simplemente de elaborar una recopilación enlistando las ideas que ciertas gentes tienen (o tenían) sobre fenómenos naturales (como el tiempo, los astros o la tierra) o sobrenaturales (como los dioses o el inframundo). Con este nuevo enfoque […] se marca una clara diferencia con respecto a los […] que desarrollaron ciertas corrientes de la antropología que tratan de analizar los simbolismos cosmológicos como si fueran meros juegos de la mente, y desligados de las realidades concretas. (Neurath, 1998: 151)

Este presupuesto está implícito en las definiciones que abordaré a continuación. En primer lugar, Alfredo López Austin, que ha tratado ampliamente en su obra la religión y la mitología de los antiguos nahuas, se refiere a la cosmovisión como un hecho histórico de producción de pensamiento social en decursos de larga duración; hecho complejo que se integra como un conjunto estructurado y relativamente coherente por los diversos sistemas ideológicos con los que una entidad social, en un tiempo histórico dado, pretende aprehender racionalmente el universo. La religión, en su carácter de sistema ideológico, forma parte de este complejo. (2000: 13)

Al mismo tiempo, en lo que respecta a su naturaleza específica indica que La cosmovisión puede equipararse en muchos sentidos con la gramática, obra de todos y de nadie, producto de la razón pero no de la conciencia, coherente y con un núcleo unitario […] la base [social] de la cosmovisión no es producto de la especulación, sino de relaciones prácticas y cotidianas; se va construyendo a partir de determinada percepción del mundo, condicionada por una tradición que guía el actuar humano en la sociedad y en la naturaleza. Como en el caso de la gramática, el orden y la coherencia de la cosmovisión derivan en buena parte de los procesos de comunicación a los que está sujeta. La comunicación sólo se da a partir de una base común de orden y coherencia. No es aceptable, por tanto, la objeción de que la “visión del mundo” es sólo una construcción teórica porque los participantes de la sociedad no tienen en lo individual un pensamiento

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ordenado que corresponda al “modelo del etnólogo”. […] La cosmovisión no se reduce a una esfera de ejercicio, sino que está presente en todas las actividades de la vida social, y principalmente en aquellas que comprenden los distintos tipos de producción, la vida familiar, el cuidado del cuerpo, las relaciones comunales y las relaciones de autoridad. […] Lo anterior es particularmente válido en el caso de Mesoamérica. La cosmovisión —y con ella la religión y la mitología particular— […] constituyó un sistema que rebasó los límites de cada una de las distintas unidades políticas pertenecientes a una extensa tradición histórica y cultural, y fue uno de los factores primarios de la unidad mesoamericana. (2000: 14-15)

Sin embargo, dicha unidad no impidió que “la historia común y las historias particulares de los pueblos […] actuaran dialécticamente para formar una cosmovisión mesoamericana rica en expresiones regionales y locales” (López Austin, 1990: 30-31). Por otro lado y continuando con su naturaleza estructural, el autor acuña el término “núcleo duro” para referir el “complejo articulado de elementos culturales, sumamente resistentes al cambio, que actuaban como estructurantes del acervo tradicional y permitían que los nuevos elementos se incorporaran a dicho acervo con un sentido congruente en el contexto cultural” (2001: 59). Se trata en suma de una “matriz de pensamiento” que actúa como reguladora de sus elementos constitutivos; forma un complejo sistémico no centralizado que otorga sentido a los componentes periféricos del pensamiento social y permite resolver problemas nunca antes enfrentados (2001: 58-62). La moción de núclo duro reconoce que “las cosmovisiones siempre están en proceso de creación” y que el aspecto dinámico “nace ya en el lecho de la cosmovisión existente” (2001: 63). Los agentes que logran dicha función son los “reguladores de sistemas”, personajes socialmente destacados que “recogen consciente o inconscientemente la experiencia de su contexto social y la expresan bajo lineamientos estructurantes” (2001: 63). Tanto la cosmovisión como su núcleo duro se manifiestan en la aplicación de la analogía entre diversos dominios culturales, y se expresan de forma privilegiada en los mitos y en el ritual (2001: 64). La lógica interna de la cosmovisión y su contenido encuentran su referente y su modelo en el “arquetipo del ciclo vegetal”. Sus principios están en las creencias y prácticas agrícolas sobre “la reproducción y el crecimiento vegetativos”. De esta forma, el principio central se proyecta hacia el conjunto de las esferas del cosmos. La cosmovisión mesoamericana se ofrece como la concepción de un gigantesco proceso en el que están inscritos isonómicamente los cursos naturales y los divinos. Una parte considerable del cosmos está integrada como un gran complejo de vías circulares en el que cada uno de sus componentes funciona transformando la materia que fluye

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e impulsando los flujos […]. La reproducción de la naturaleza salvaje, la agrícola, la de los animales domésticos, la humana, el curso de los astros, los ciclos del tiempo, la alternancia de los periodos de lluvias y secas, todo forma parte, para el creyente, de un inmenso proceso general que no sólo mueve, sino que da regularidad y sentido a las cosas de este mundo y a las del mundo de los dioses. (2000: 17)

En el interior de este sistema de circulación de fuerzas podían distinguirse dos clases de sustancias: Una material sutil, imperceptible o casi imperceptible por el ser humano en condiciones normales de vigilia, y una materia pesada que el hombre puede percibir normalmente a través de sus sentidos. Los dioses están compuestos por la primera clase de materia. Los seres mundanos, en cambio, son una combinación de ambas materias, pues a su constitución pesada, dura, perceptible, agregan una interioridad, un “alma” que no sólo es materia sutil como la de los dioses, sino materia de origen divino. (2000: 23)

Finalmente, la relación entre las diversas entidades que integran el cosmos podía entenderse de acuerdo a la misma lógica de circulación de las esencias. Los hombres recibían donaciones de los dioses y cerraban el ciclo con la “restitución”, es decir, mediante la devolución ritual a las divinidades “de todas las fuerzas necesarias para producir lo recibido”, que debía ser hecha por una vía de igual naturaleza a lo restituido (2000: 204): los dioses fueron concebidos como seres participantes en el proceso de intercambio; o, más allá, como expoliadores de los humanos sorprendidos en desventaja. Los hombres adquirían las aguas y las cosechas, y se libraban de enfermedades […] en […] una relación mercantil […]. En cuanto a los violentos ataques de los dioses […], debe tomarse en cuenta que se concibió a los númenes como seres carentes, deseosos de obtener lo que el hombre […] sí poseía; necesitados de la ofrenda que consumirían como alimento; de la belleza de los niños; de las almas de los accidentados, como si los seres sobrenaturales superiores e inferiores tuviesen que satisfacerse en la superficie de la tierra, en su mercado. (1996, I: 82-83)

En este sentido, y vinculado a lo anterior, López Austin define el ritual como “el orden de las acciones adecuadas frente al arribo pautado de los dioses” (2000: 29). Por otro lado, el autor propone el modelo del “árbol cósmico” para representar gráficamente la estructura del universo. “Tamoanchan es el gran árbol cósmico que hunde sus raíces en el Inframundo y extiende su follaje en el Cielo”. Su zona intermedia

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está formada por dos troncos entrelazados en forma helicoidal: uno de ellos es Tlalocan (cuyas características son la oscuridad, la frialdad y la humedad), que hunde su raíz en la tierra para “formar el mundo de los muertos, del cual surge la fuerza de la regeneración”; el otro es Tonátiuh Ichan (caracterizado por el calor, la sequedad y la luz), que proyecta su copa en el cielo “formando las ramas de luz y fuego donde se posan las aves” (2000: 225). Las dos clases de energías o fuerzas opuestas que fluyen por el tronco en movimiento helicoidal o malinalli lo hacen en perpetuo conflicto creando “una división holística del cosmos, con innumerables pares de oposición, entre los que resaltan los de muerte/vida, frío/calor, hembra/macho, agua/fuego y lluvias/secas”. Esta división responde a las “esencias” de las cosas, que son materia divina y por lo tanto divisible y capaz de unirse a otras esencias, y separable, lo que “permite entender que los dioses puedan dividirse y fusionarse, que puedan estar en más de un lugar al mismo tiempo, que exista coesencia entre ellos y otros seres, y que la coesencia comprenda intercomunicación” (2000: 169). La posibilidad de división y coesencia crea “réplicas” que “implican la reproducción de las características de la fuente en los seres proyectados y, con frecuencia, la confusión entre la fuente y sus proyecciones” (2000: 161); cabe destacar “las que existen entre un lugar mítico y su realización en lugares terrenales, entre un dios y el hombre-dios al que su fuerza posee, entre un dios y sus imágenes” (2000: 107). A su vez, “la división estacional entre el periodo de lluvias en verano y el periodo de secas en invierno es la base de la concepción del dominio cíclico de los dos tipos de fuerzas opuestas: los seres fríos y húmedos en la época de lluvias y los seres ígneos y solares, cálidos y secos, en la de secas” (2000: 162). Gracias a estos dos ciclos se establece oto: “el agrícola del cultivo del maíz de temporal, con un periodo de actividad […] y otro periodo de menor duración, que es el de reposo”. Los dos ciclos dan a entender “un orden cósmico de presencia/ausencia cíclicas de los seres del mundo húmedo y frío: las aguas pluviales llegan, penetran en la tierra, son extraídas con la quema y vuelven a su depósito […]. Dado el carácter limitado de las esencias de las clases, es necesario que regresen a la bodega la totalidad de los ‘espíritus’ que salieron” (2000: 162). Éstos, llamados también “semillas”, “corazones” o “sombras de las semillas”, “sirven como gérmenes invisibles de las clases” y son las esencias proporcionadas por los dioses que salen por las cuevas y deben regresar al “gran cerro” donde se atesoran. El dominio de estos seres húmedos, fríos, oscuros y nocturnos que en ocasiones se asimilan a los ancestros “se extiende al rayo, al trueno, al relámpago, al viento, a la lluvia, a las nubes y a las masas de agua” (2000: 161) y su poder al crecimiento y a la reproducción. Las fuerzas calientes y secas como el Sol y el Fuego secan, maduran o cuecen a los seres haciendo sus esencias reutilizables (2000: 164).

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Ambos ciclos de fuerzas —calientes y secas, frías y húmedas— confluyen en el plano intermedio del cosmos, sobre la tierra, “en Tlalticpac, el mundo del hombre” (2000: 224), materializándose en la existencia mortal. La vida se inicia en los ámbitos divinos, se desarrolla en el mundo terreno —los seres nacen con fuerza fría pero el tiempo los seca y calienta— y, tras la muerte, la esencia o “corazón” retorna al estado de “semilla” en el ámbito divino. “La idea de retorno íntegro se manifiesta también como la necesidad de pagar a los dioses fríos y húmedos todo lo que se recibe de ellos”. Sin embargo, “algunas formas especiales de muerte hacen innecesario el viaje por el inframundo” y hacen “pasar directamente a los difuntos a un mundo especial de muertos o a la gran bodega”. Por último, se considera que “todos los ‘corazones’ de los distintos seres del mundo tienen que cumplir su ciclo” (2000: 164-165) y regresar “al mundo subterráneo para su reciclamiento” (2000: 164). En resumen, la oposición de las fuerzas contrarias y la circulación perpetua de esencias propician, la continuidad y la reproducción del universo. La segunda definición que interesa destacar aquí es la de Johanna Broda, que ha abordado el ritual y el culto mexica a los cerros y al agua así como el calendario mesoamericano, y quien plantea la cosmovisión como la visión estructurada en la cual los antiguos mesoamericanos [y los miembros de las comunidades mesoamericanas actuales (2001b: 16)] combinaban de manera coherente sus nociones sobre el medio ambiente en que vivían, y sobre el cosmos en que situaban la vida del hombre. (1991: 462)

En dicha visión “las nociones cosmológicas eran integradas en un sistema” que “explicaba el universo […] en términos de un cuerpo de conocimientos exactos, al […] tiempo que satisfacía las necesidades ideológicas de aquella sociedad” (1989: 37). Resulta interesante que esta definición incluye tanto aspectos explicativos como ideológicos, es decir, que aborda el proceso de construcción de la cosmovisión en el que se conjuga de forma dialéctica un complejo de elementos empíricos o nociones observacionales exactas fruto de una atenta “observación de la naturaleza” —clima, medio ambiente, geografía, astronomía, etc.— con numerosos elementos de tradición mítica y religiosa. De esta forma, la observación precisa del cosmos y su medio físico se fusionaba con el mito y la magia de manera articulada (1991: 462; 1989: 50). En este sentido, Broda define la “observación de la naturaleza” como la observación sistemática y repetida a través del tiempo de los fenómenos naturales del medio ambiente que permite hacer predicciones y orientar el comportamiento social de acuerdo con esos conocimientos. Es decir, esta actividad contiene una serie de elementos científicos. (1991: 462)

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Esta observación implicaba diversos aspectos: en la época prehispánica, por ejemplo, el hecho de que “el tiempo y el espacio eran coordinados con el paisaje por medio de la orientación de edificios y sitios ceremoniales. Dentro de este sistema las montañas jugaban un papel determinante” (1991: 463). Veremos esto a continuación. En su concepción de cosmovisión, Broda se centra en el culto público del Estado que llevaban a cabo los sacerdotes oficiales en torno al complejo de los cerros y el agua, en el que estaba integrada la cosmovisión. Éste vinculaba la astronomía, los fenómenos climatológicos y el ciclo agrícola, dado que la preocupación central de los mexicas como pueblo agrícola “giraba alrededor de la lluvia y de la fertilidad” (1991: 465). En ella ocupaba un papel clave Tláloc como deidad de la lluvia y de la tierra, pues las montañas se concebían como deidades de la lluvia que engendraban las nubes y se identificaban con los tlaloque, los servidores menores de Tláloc productores de meteoros. Se creía que los cerros retenían y soltaban el agua procedente del mar, concebido como símbolo de la fertilidad absoluta, que corría bajo la tierra y afloraba en las fuentes y cuevas (contrapartes del cerro). Así el ciclo pluvial unía a los montes con las fuentes, los manantiales, los ríos, las cuevas y el mar, y esto se expresaba simbólicamente en la configuración de las ofrendas marinas presentes en el Templo Mayor de Tenochtitlán, que buscaban conjurar este importante elemento en el centro del Imperio mexica (1991, 1989). Por otro lado, junto a la observación de la naturaleza que fundamentó esta creación religiosa, Broda propone el concepto de “paisaje ritual” como subsumido en la cosmovisión. Se trata del “paisaje [natural] culturalmente transformado a lo largo de la historia” que enlazaba “los centros políticos, caracterizados por sus grandes templos, con lugares en el campo donde había adoratorios de menor categoría; estos santuarios resaltaban los fenómenos naturales y estaban vinculados con el culto de los cerros, las cuevas y el lago” (2001: 296). Estos lugares incluían “pequeñas estructuras ceremoniales” señaladas por relieves y talladas en roca, petrograbados y “maquetas” —modelos en miniatura esculpidos en piedra—. Estas maquetas representaban a menudo cerritos terraceados con pocitas en sus cimas; el agua vertida allí escurría por terrazas en miniatura y al bajar parecía “simular la caída de la lluvia ¿y/o las aguas de irrigación? que transcurren por los canales” (1997: 10). Es decir, los pequeños adoratorios reflejaban o expresaban reducidamente nociones cosmológicas clave en la cosmovisión (el complejo cerros-lluvia-agua) y aludían a la importancia del ciclo agrícola. Este “paisaje ritual” fue creado por los mexicas durante el siglo xv al tomar posesión de los espacios políticos de la Cuenca y ocupar los santuarios más antiguos que antaño habían pertenecido a otros pueblos y grupos étnicos. De esta manera se expresaban relaciones de

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dominio, de sincretismo y de integración, así como la fuerte vigencia de una tradición cultural que conectaba a los mexicas con las culturas anteriores a ellos. (2001: 296)

Al mismo tiempo, los elementos propios del paisaje —valles, ríos, manantiales, cuevas y cerros— se vinculaban con los adoratorios anteriores para constituir el “lenguaje visual”, expresión ampliamente difundida en la Cuenca de México que presenta la unidad conceptual cerros-agua como un aspecto fundamental de la cosmovisión, que se proyecta y estructura simbólicamente el espacio real plasmado en la naturaleza (1996). La proyección de la cosmovisión sobre el paisaje pasaba por el ritual: “el vínculo entre los conceptos abstractos de la cosmovisión y los actores humanos” (2004a: 21). Esta fuerte asociación entre cosmovisión, ritual y paisaje posee implicaciones importantes. Quizá la más destacada sea que revela la continuidad histórica de múltiples elementos de las creencias y del calendario mesoamericanos. Esta persistencia no exenta de sincretismo se explica por el hecho de que siguen existiendo en gran parte las mismas condiciones geográficas, climáticas y los ciclos agrícolas. Perdura la dependencia de las comunidades de una economía agrícola precaria y el deseo de controlar estos fenómenos. Por lo tanto, los elementos tradicionales de la cosmovisión y los cultos del agua y de la fertilidad agrícola siguen correspondiendo a las condiciones materiales de existencia de las comunidades, lo cual hace comprender su continuada vigencia y el sentido que retienen para sus miembros. (2004a: 19-20)

Sin embargo, esta continuidad está marcada por el hecho de que, mientras en la época prehispánica los ritos formaban parte central del culto estatal, tras la Conquista perdieron su integración en el sistema ideológico autóctono y se transformaron en la expresión de cultos campesinos locales incompletamente articulados con la sociedad occidental dominante (1989: 48; 1997: 77). Los ritos agrícolas se trasladaron de las ciudades al paisaje, se tornaron clandestinos y “adquirieron una importancia nueva como vías de expresión de la identidad étnica subalterna” (2001: 23). Sus imágenes fueron reformuladas de manera continuada y dieron al culto católico de los santos un lugar protagónico en los complejos procesos de sincretismo. Así, a pesar del embate constante de la modernidad, las comunidades mesoamericanas siguen reproduciéndose culturalmente según un doble movimiento simultáneo de continuidad y recreación (2004a: 18-20). Los fundamentos lógicos de la cosmovisión perviven, pero su contenido se modifica para adecuarse a los nuevos tiempos.

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Ahora bien, de las dos definiciones reseñadas brevemente aquí me gustaría retomar algunos aspectos que considero pertinentes para este estudio. Del concepto propuesto por López Austin, y en cuanto a sus aspectos formales, me interesa rescatar el hecho de que la cosmovisión constituye un producto nacido de la interacción social que posee características análogas a la gramática —cuyas reglas subyacentes, inconscientes, producen discursos articulados— y que por lo tanto representa un hecho empírico y no una construcción abstracta del investigador. Una idea semejante es defendida por Jacques Galinier al discutir con Víctor Turner sobre la validez de las exégesis nativas y proponer el estudio de las interpretaciones internas y la observación del ritual como vías privilegiadas para acceder al “modelo cognoscitivo” o sistema de pensamiento indígena: el modelo cuya búsqueda emprenderá esta descripción no es entonces una variante de los diferentes tipos de explicación del mundo propuesto por los especialistas del pensamiento especulativo, los chamanes. No se trata tampoco del producto de un sistema hipotético-deductivo construido a priori por el etnólogo. Se presenta más bien como una configuración hecha de postulados, verbalizados o no por los grupos, y cuya actividad ritual proporciona actualizaciones “sin ton ni son”. El observador sólo interviene aquí para hacer explícitas las correspondencias entre esos postulados cuyo conjunto forma un sistema. (1990a: 33, énfasis añadido)

Por otro lado, esta “gramática” que es la cosmovisión para López Austin abarca todos los dominios socioculturales y, a partir de un modelo mesoamericano común, es coherente con la producción de expresiones regionales y locales. Al mismo tiempo, el concepto de “núcleo duro” es útil en esta investigación porque permite entender los procesos de cambio asimilados a la continuidad y, junto al de especialistas “reguladores de sistemas”, ofrece una pauta para captar cómo elementos de aparición reciente son integrados coherentemente en la cosmovisión y expresados de igual forma en la mitología y en el ritual. En cuanto a la lógica de la cosmovisión, retomo la imagen de un universo en conflicto permanente donde la lucha de fuerzas opuestas produce la continuidad y la reproducción del conjunto. La noción del cosmos como un “mecanismo de circulación de fuerzas” abre interesantes perspectivas de análisis si se aplica a un sistema de meteorología emic1 —lo veremos desarrollado más adelante— como el que se describe en este libro. Algunos aspectos asociados a esta concepción del cosmos también nos servirán. Por un 1

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Me refiero a un sistema de meteorología descrito desde la perspectiva nativa, en el sentido que Kenneth Pike dio al término emic. Pike acuñó los conceptos emic/etic para describir respectivamente las perspectivas

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lado, el hecho de que el paradigma del modelo circulatorio sea la división estacional entre el periodo de lluvias y el periodo de secas. Por otro, el papel de los seres fríos y húmedos en los ciclos de crecimiento-reproducción, su vinculación con la lluvia y los fenómenos atmosféricos y la retribución necesaria obligada a estas deidades, por parte de los seres humanos, de los dones necesarios para producir la vida que previamente aquéllas les entregaron —la noción de “restitución” que en ocasiones es forzada a través de vías como la depredación—. También considero pertinente la noción de “esencia” (“corazones” o “semillas”) para referir las sustancias que circulan en el sistema, y la noción de “réplica”, que alude a las relaciones y proyecciones coesenciales entre aspectos, seres y objetos de ámbitos diversos. Sin embargo, como se verá en la sección etnográfica del libro, las fuerzas cálidas y secas no ocupan una función tan relevante como las húmedas y frías en la concepción del sistema. Para analizar con detalle esta situación es preciso recurrir a las precisiones de dos autores que afrontaron cosmovisiones similares y ofrecieron soluciones interesantes. Jacques Galinier, por un lado, al estudiar la imagen del cosmos entre los otomíes orientales, propuso la noción de “dualismo asimétrico (basado en la oposición desigual macho/hembra) y la idea de sacrificio, de disolución necesaria de un elemento masculino al contacto de su complemento femenino que permite el surgimiento de la vida y conjurar la entropía y la muerte” (1990a: 41). Esta concepción diferencial de lo masculino y lo femenino definía “asimetrías corporales, sociales, cosmológicas” al tiempo que “revelaba la dinámica de la acción ritual” (1990a: 42). En suma, el dualismo asimétrico explicaba la primacía de una serie de elementos sobre otros en el seno de la estructura del cosmos. Por otro lado, y tratando un problema semejante, Johannes Neurath recurrió al término de “dualismo jerarquizado” de Louise Dumont (1971) para estudiar las asimetrías de la cosmovisión huichola. Utilizando el concepto mostró que “la reciprocidad y la complementariedad de los opuestos no siempre son suficientes para comprender las relaciones rituales y simbólicas” y que “la producción de jerarquía es un proceso ritual en el que una parte es sistemáticamente devaluada, al tiempo que la otra se enaltece” (2001: 480). Es decir, que “las oposiciones siempre crean una jerarquía tal que la parte de mayor rango incluye a la otra”. En el caso específico de la cosmología de la Sierra de Texcoco, en el funcionamieno del cosmos se antepone la lógica de la depredación y la rapacidad a la de la reciprocidad y en este sentido la primera es moralmente devaluada —los rayos y el granizo— destacando la segunda —la lluvia—. No hay, como en el modelo del árbol cósmico, una equivalencia simétrica de fuerzas. Las nociones de “dualismo asimétrico” y “dualismo jerarquiinternas y externas a una realidad cultural; emic vendría a ser la perspectiva de los propios actores y sujetos nativos mientras que etic sería la del investigador (Pike, 1967).

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zado” nos servirán, pues, para analizar la primacía de ciertos elementos sobre otros en el seno de un sistema en cierto modo binario. Volviendo al planteamiento de López Austin, debo enfatizar finalmente el aspecto de funcionalidad cosmológica presente en su conceptualización de la cosmovisión. En el contexto de los tres niveles cósmicos que integran el universo, los cursos naturales y los divinos están inscritos en un mismo proceso generalizado que no sólo cumple la función de permitir y mantener el desarrollo de la vida, sino de lograr la reproducción integral del cosmos. En cuanto a la definición de Johanna Broda, es pertinente destacar el vínculo de la cosmovisión con los elementos empíricos del paisaje que forman el sustrato sobre el que se construye. La “observación de la naturaleza”, por la cual referentes empíricos del entorno son transferidos al ámbito mítico, resulta útil aquí. El énfasis en el medio ambiente y el “paisaje ritual”, entendido como el paisaje transformado cultural e históricamente por el hombre, es clave en una región definida por la presencia de un sistema hidráulico prehispánico como es la Sierra de Texcoco. En la sección etnográfica se verá la importancia del culto a los cerros y a la lluvia como parte del mismo complejo, y su vínculo estrecho con los manantiales, las cuevas y el mar para conformar un ciclo común protagonizado por las deidades de la lluvia que residen en los arroyos. También las “maquetas” mexicas son coherentes con las ofrendas actuales de los ahuaques que representan modelos cosmológicos en miniatura. Por otro lado, la noción de ritual como medio que permite la apropiación del espacio es importante para entender la continuidad de una serie de prácticas y creencias de la cosmovisión mesoamericana que han pervivido en la zona, recreadas y de manera clandestina. En este sentido hay que considerar la continuidad de las condiciones materiales de las comunidades locales y el vínculo con el paisaje que tiene un origen muy antiguo. En suma, puede considerarse que ambas definiciones se complementan —una enfatiza el marco geográfico en el que opera la circulación de flujos cósmicos de la otra— y, a manera de continuación, en la siguiente sección se describirán con detalle los elementos constitutivos del complejo prehispánico que constituye el referente del sistema climático expuesto en este libro.

El complejo deidades pluviales-especialistas atmosféricos en la cosmovisión mexica Los mexicas fueron una civilización agrícola y por ello la preocupación fundamental de su culto giraba alrededor de la lluvia y la fertilidad. A esto se le unían las condiciones extremas del ambiente natural del Altiplano Central: en la estación seca existía una

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constante falta de agua y en la húmeda ésta podía resultar peligrosa por su exceso. Así la obsesión por controlar las lluvias —rasgo central de su cosmovisión— tenía una base material directa (Broda, 1991: 465). Para lograr su control los mexicas desplegaron una capacidad predictiva dirigida a vaticinar las hambrunas o a adelantar el carácter de toda una estación lluviosa. En la cima de los cerros construyeron observatorios para predecir el devenir de las nubes, los vientos y los dioses de la lluvia en una “astronomía atmosférica” que revelaba importantes aspectos de la cosmovisión mesoamericana (Espinosa Pineda, 1997: 99-106). Los fenómenos más empíricos —ocurridos en los niveles celestes— se combinaban con el elaborado complejo de creencias que referiré a continuación.

Tláloc-Chalchiuhtlicue: las divinidades acuáticas Muchos fenómenos atmosféricos fueron personificados en el culto a Tláloc. Su nombre ha sido objeto de diversas interpretaciones etimológicas —“el que hace brotar”, “el ‘que está en la tierra’, que la fecunda”, “el que se enfurece, el tempestuoso” (Broda, 1971: 250)— que aluden los dos aspectos de su carácter: “por una parte era el dios de la lluvia benéfica que hacía crecer la vegetación, y por otra era el dios de las tormentas y tempestades” (1971: 250). Como dador de lluvia se le llamaba también tlamacazqui, “el proveedor divino” (1971: 250-251), y Xoxouhqui, “el Verde”, “el Crudo”, y se le atribuía la eclosión, brote, verdor, florecimiento y crecimiento de árboles, hierbas y del maíz (López Austin, 2000: 176). En su aspecto de dios agresivo enviaba sequías, inundaciones, granizos, hielos y rayos cuando no se le satisfacía; los mexicas trataban de evitarlo con sacrificios humanos (Broda, 1971: 252). Tláloc contaba también con una dimensión térrea en su proyección como Tlaltecuhtli o “Señor de la tierra” (Broda, 1991: 487) y una advocación como “Señor de los muertos o del Inframundo” (López Austin, 2000: 180). Tláloc hacía pareja con Chalchiuhtlicue, su segunda esposa, después de que Tezcatlipoca le hurtara a Xochiquetzal —la diosa de las flores, la belleza y el amor ligada a la fertilidad y a los dioses del pulque (Broda, 1971: 308-309)—. Para López Austin “la pareja de Tláloc y Chalchiuhtlicue parece ser otro de los desdoblamientos de la misma divinidad, con separación del elemento masculino del femenino”, el masculino era “el agua celeste” y el femenino “el agua terrestre” (2000: 178). Así Chalchiuhtlicue, “la de la falda de jade”, “era la diosa del agua de las fuentes, los ríos y los lagos, y especialmente, de la laguna de México” (Broda, 1971: 260). Ambos dioses mantenían relación con los cerros y con los tlaloque y se les rendía culto en dos fiestas importantes, como veremos después.

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Los auxiliares de Tláloc Tláloc recurría a diversos auxiliares o tlaloque para cumplir sus funciones. Dos principales eran los ahuaque o “dueños del agua” y los ehecatotontin o “vientecillos” (López Austin, 1970: 261; 1996, I: 383; 2000: 195). Ambos habitaban en Tlalocan, un inframundo asimilado al paraíso terrenal. Tenían funciones especializadas. Los ehecatotontin producían los vientos y les abrían el camino a los ahuaque, por lo que en ocasiones se los consideraba también como auxiliares del dios del viento, Ehecatl (Broda, 1971: 255; 2004b: 78; Carrasco, 1976: 250; Soustelle, 2004: 135). Los ahuaque enviaban la lluvia desde su morada, que era un aposento de cuatro cuartos en torno a un patio con cuatro barreñones llenos de diferentes clases de agua: una muy buena para desarrollar panes y semillas, que enviaban en buen tiempo, otra mala que llegaba cuando llovía y con la que se estropeaban los panes, otra que llegaba con la lluvia y con la que éstos se helaban, y la última con la que no granaban o se secaban. Los “ministros pequeños de cuerpo” criados por Tláloc que eran los ahuaque habitaban los cuartos de la casa y poseían alcancías en que toma[ba]n el agua de aquellos barreñones y unos palos en la otra mano, y cuando el dios del agua les manda que vayan a regar algunos términos […], riegan del agua que se les manda, y cuando atruena es cuando quiebran las alcancías con los palos, y cuando viene rayo es de lo que tenían dentro o parte de la alcancía. (Caso, 2003: 52)

De esta forma, las funciones de estos seres, nos dice López Austin, “no eran únicamente proporcionar las benéficas lluvias a los hombres, sino las dañinas, y arrojar sobre ellos los mortales rayos, las destructoras tormentas y los granizos cuando así lo ameritaban los pecados de los pueblos”. También producían “enfermedades de naturaleza fría” que ellos mismos tenían poder para curar. “La intrusión en el organismo de un muerto del agua, específicamente del que había descendido a la tierra con el rayo, producía en la víctima un mal progresivo que se manifestaba en una tendencia a la conducta antisocial, enfermedad equiparable a la insania” (1996, I: 389). “Los males artríticos […] eran concebidos como una posesión de los pequeños dioses de la lluvia, que se alojaban en las coyunturas, las hinchaban y producían dolor en ellas” (2000: 172). Además los tlaloque eran los patronos de ciertas enfermedades de la piel y de la hidropesía, la gota, el tullimiento, el envaramiento del pescuezo, etc. En la fiesta de Tepeilhuitl la gente se bañaba en los ríos y las fuentes —sus dominios— para curar estas dolencias (Broda, 1971: 255). Los auxiliares de Tláloc constituían estrictamente una categoría de muertos —el teyolía o entidad anímica del corazón era propiamente la que iba al Tlalocan— (López

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Austin, 1996, I: 388), elegidos “por medio de un tipo de enfermedad o de muerte ‘acuática’ —los ahogados, bubosos, sarnosos, leprosos, hidrópicos, los que morían por golpe de rayo o sacrificados a las deidades acuáticas” (López Austin, 1970: 263)—. Una categoría especial la constituían los niños sacrificados. Según Broda, éste era el sacificio propiciatorio de lluvia más antiguo de Mesoamérica y lo animaba la lógica de que “los niños eran seres pequeños al igual que los tlaloque”; al ser sacrificados en los cerros, los niños se incorporaban al Tlalocan, propiciaban la fertilidad y fortalecían el crecimiento de las plantas de maíz (2001: 297-300). Estos sacrificios se realizaban desde el mes de XVI Atemoztli hasta Huey tozoztli, en la estación seca, e incluían a menudo la ofrenda de “vajillas en miniatura” que “eran cual los dioses eran, porque eran tan bajas que no subían de una jicarilla para que bebiesen los dioses, unas escudillejas y platillos y ollillas y contizuelas” (Durán, 1984, I: 167; Broda, 2001: 300). A su vez, los tlaloque se identificaban estrechamente con los cerros. Se los concebía como los “señores de los cerros y la lluvia que vivían en lo alto de las montañas” (Broda, 1991: 471). En el sacrificio de niños, éstos actuaban como tepictoton, o personificaciones vivas y a escala de los cerros, que albergaban ciertos templos. En el santuario del Monte Tláloc, por ejemplo, estos tepictoton representaban a todos los cerros circundantes del Valle de México. Según Broda, los servidores pequeños de Tláloc, los tlaloque-tepictoton, eran en sí “los cerros deificados”, es decir, que se los concebía como los propios dioses y no únicamente como su morada. En este sentido “Tláloc mismo se identificaba con una montaña. En cierto modo, Tlaloc no era más que el nombre genérico del grupo de los Tláloque” (1971: 254). El vínculo entre tlaloques y cerros quedaba claro en la fiesta de Tepeilhuitl, cuando se celebraba a los ahogados y a los muertos por rayo y se hacían con bledos figuras de los montes eminentes (ixiptla tepetl), algunas de ellas en memoria de los muertos citados. También se hacían figuras con forma de niños llamadas ecatotonti. La gente hacía estas figuras antropomorfas en sus casas, les ofrecía incienso y alimentos y finalmente las deshacía y comía. Pero en la fiesta también se consumía abundante pulque, pues “la borrachera era un elemento importante en las fiestas de los montes”. Además, una de las cinco víctimas sacrificadas en la fiesta —tres mujeres representaban montes y un hombre a una serpiente— era “una mujer llamada Mayauel que representaba el maguey (ixiptla metl)” (Broda, 1971: 300-303). En este sentido hay que indicar que “el pulque está entre los símbolos más importantes de las fuerzas frías del cosmos” (López Austin, 2000: 174) y que el maguey se concebía como “el símbolo absoluto de la fertilidad” (Broda, 2004b: 53). Así, “en su papel básico de la fertilidad los dioses del pulque estaban relacionados con los Tlaloque y en algunos casos era difícil distinguir si un dios era un Tlaloque o un dios del pulque” (Broda, 1971: 263). A su vez, el cultivo del maguey estaba asociado a los cerros y a la

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agricultura de temporal (2004b: 53), ámbitos atribuidos a los tlaloque. Por otro lado, ya se dijo que Xochiquetzal, primera esposa de Tláloc robada por Tezcatlipoca, tenía atribuciones de la fertilidad y mantenía un vínculo estrecho con los dioses del pulque. Por ello las ceremonias que se le dedicaban “encajaran muy bien en el marco de la fiesta de los Tlaloques en Tepeilhuitl” (Broda, 1971: 309). Además de con los cerros, los tlaloque se asociaban íntimamente con la agricultura y “eran considerados los dueños originales del maíz y de los demás alimentos”. Los hombres adquirían el acceso a las semillas rindiéndole culto a Tláloc, y se creía que el maíz, las demás plantas comestibles y toda clase de riquezas se hallaban contenidas en cuevas en el interior de los cerros (Broda, 1991: 471). Según la Leyenda de los Soles, para que los hombres obtuvieran el maíz tubieron que robarlo del cerro Tonacatepetl. Así Nanáhuatl, el dios sarnoso o buboso —las bubas se atribuían a los tlaloques—, partió con un rayo este cerro, llamado “el cerro de nuestros mantenimientos”, y “robó el maíz blanco, morado, amarillo y rojo junto con los frijoles, los bledos (huauhtli y michihuauhtli) y la chía —es decir todos los alimentos importantes— del interior” donde estaban alojados (Broda, 1991: 472; 1971: 257). El mito proporciona una exégesis coherente del significado de la pirámide de Tláloc del Templo Mayor de Tenochtitlán, que representaría así el Tonacatepetl y estaría vinculada con el agua, el maíz y el acceso ritual al sustento humano (Broda, 1991: 472). Finalmente, cabe destacar que los tlaloque eran también los “postes cósmicos”, cuatro personajes en los que Tláloc se desplegaba para ocupar cada uno de los ejes del mundo. Estos cuatro tlaloque “se encargaban de la distribución de las cuatro clases de lluvias, las de los cuatro barreñones” y referían “el aspecto pluvial cuádruple de Tláloc”. Este hecho daba “sentido a un importantísimo templo de los dioses de la lluvia, el llamado ayauhcalli o ‘casa de niebla’, que tenía cuatro aposentos rituales orientados hacia los cuatro rumbos del mundo”, y cuyo máximo exponente era el santuario prehispánico localizado en la cumbre del Monte Tláloc (López Austin, 2000: 180).

Tlalocan: el paraíso agrícola El Tlalocan constituía el inframundo en el que habitaban Tláloc y sus auxiliares. Los teyolía de los hombres que morían por mandato del dios viajaban hasta esta región. Sus cuerpos no eran quemados, según la costumbre general, sino enterrados con la frente pintada de azul, semillas de bledos en las quijadas y una vara en la mano, en el interior del ayauhcalco, la casa cuádruple de culto que representaba el Tlalocan (Broda, 1971: 251; López Austin, 2000: 193). Junto a los elegidos, también iban a dar allí los que ofendían a Tláloc con blasfemias, retenían “piedras verdes preciosas (las joyas del

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dios)” y tocaban el cuerpo de un ahogado que sólo podía ser movido por los sacerdotes (López Austin, 1996, I: 386). El Tlalocan era llamado también Xiuhcalco, “la casa verde”, o Acxoyacalco, “la casa de los pinos” (Broda, 1971: 252), y se concebía como un espacio subterráneo lleno de agua que ocupaba el interior de los cerros. Dice Sahagún: “los montes […] están fundados sobre él, que están llenos de agua, y por de fuera son de tierra, como si fuesen vasos grandes de agua, o como casas llenas de agua” (1999, lib. XI, cap. xii: 700). El agua “salía por los manantiales a formar los ríos, los lagos y el mar”, que “pertenecían a los Tlaloques y eran en realidad un solo dominio” (Broda, 1971: 259) y también “los vientos y las nubes que bañaban la superficie de la tierra” (López Austin, 1996, I: 383). Se trataba de un lugar en el que existían muchos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna; nunca jamás faltan las mazorcas de maíz verdes, y calabazas y ramitas de bledos, y ají verde y jitomates, y frijoles verdes en vaina, y flores […]. Y así decían que en el paraíso terrenal que se llamaba Tlalocan había siempre jamás verdura y verano. (Sahagún 1999, lib. III, cap. ii: 207-208)

López Austin destaca el sentido cósmico de un aspecto en relación con el ciclo temporal de lluvias y secas: que sólo existe una de las temporadas, la de lluvias (2000: 183). Durán parece hallar el lugar en una región geográfica concreta, la Sierra de Tláloc: Llamaban el mesmo nombre de este ídolo [Tláloc] a un cerro alto que está en términos de Coatlinchán y Coatepec y, por la otra banda, parte términos con Huexotzinco. Llaman hoy día a esta sierra Tlalocan, y no sabré afirmar cuál tomó la denominación de cuál: si tomó el ídolo de aquella sierra, o la sierra del ídolo. Y lo que más probablemente podemos creer es que la sierra tomó del ídolo, porque como en aquella sierra se congelan nubes y se fraguan algunas tempestades de truenos y relámpagos y rayos y granizos, llamárosla Tlalocan, que quiere decir “el lugar de Tláloc”. (1984, I: 84)

Desde esta perspectiva la Sierra de Texcoco se hallaría en la región de Tlalocan. Para López Austin el Tlalocan era un lugar mítico que tenía múltiples “réplicas” —una de ellas precisamente el Monte Tláloc—, la más importante de las cuales era el Oriente, “lugar de nacimiento por excelencia” (2000: 190). Pero el lugar se reproducía infinitamente proyectándose en sitios sagrados, cerros y templos, según un principio de “jerarquía” y “réplica de réplica”. La característica más destacada del Tlalocan es que constituía “un gran depósito de agua del que surgen tanto las lluvias como las corrientes terrestres”, era una “gran

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bodega” que albergaba tesoros que salían y volvían a ella cíclicamente pero que los tlaloque podían esconder privando a los hombres de los mantenimientos (López Austin, 2000: 184). En suma, “los flujos acuáticos y los de naturaleza vegetal mantenían cierta regularidad cíclica, pero afectada cuantitativa, cualitativa y temporalmente por lo que se suponía la voluntad de los tlaloque, administradores avaros o agradecidos, apiadados o caprichosos”. Los flujos cíclicos comprendían los acuáticos y los eólicos, tanto meteóricos —lluvias, vientos, rayos y granizo— como los que formaban los ríos y las corrientes menores de agua; las fuerzas de crecimiento y, por último, las “semillas” o “corazones” de los seres vegetales (2000: 186). Finalmente, debe decirse que el Tlalocan no era sólo una morada ultraterrena, lugar de placeres y alegrías, sino un ámbito al que los muertos eran llamados para cumplir servicios divinos. “Antes y después de la muerte —escribe López Austin—, el trabajo del hombre producía las mieses […], propiciaba y conducía la lluvia y, en general, contribuía a la perduración del orden cósmico […]. El trabajo debió considerarse como parte de la naturaleza misma del hombre, inherente a su existencia aún después de la muerte (1996, I: 387, 392-393, énfasis añadido).

El culto a los cerros y al agua en el paisaje Estrechamente identificados con el Tlalocan, como se vio, los cerros constituían una suerte de reservorios que acumulaban el agua en la estación seca para liberarla en la húmeda. Se los denominaba altepetl —“monte de agua” o “monte lleno de agua”— y se los representaba glíficamente con fauces y una cueva en su base (Broda, 1991: 480). Las cuevas “eran la entrada al mundo subterráneo sumergido en el agua”, a las entrañas de la tierra donde nacía el Tlalocan (Broda, 1997: 53). La Historia de los mexicanos por sus pinturas cuenta que el señor de Chalco quiso sacrificar a un jorobado a los “criados del dios del agua” tapiándolo en una cueva del Popocatépetl. “Por no tener qué comer, [éste] se traspuso” y fue llevado a los dominios de Tláloc concebidos como un palacio. Cuando días después los criados del señor fueron a comprobar si había muerto, lo hallaron vivo y les refirió la historia (Garibay, 2005: 26). De esta forma la noción de Tlalocan ligado a las cuevas es acorde con el significado que ofrece Durán del término Tláloc como “camino debajo de la tierra” o “cueva larga” (1984, I: 81), así como con un vasto entramado de conceptos mexicas. Cuevas y cerros formaban una unidad conceptual (Broda, 1997: 53). Las cuevas relacionaban a los cerros con el mar. Se creía que “en la cima de algunos cerros importantes había lagunas con remolinos que se conectaban subterráneamente con el mar” y que “el ‘rugido’ de los pozos […] da lugar a la idea de que existe esta conexión

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subterránea” (Broda, 1991: 482-483). Todo esto sugiere un ciclo meteorológico que establece un nexo causal entre la estación de lluvias y el mar, y que señala una unidad entre las fuentes, los ríos y el mar y las nubes portadoras de lluvia que se forman a partir del agua de la tierra o del mar que asciende hasta el cielo (1991: 483, 485). De esta forma, de los cerros surgía la lluvia y a ellos se les pedía. Esto llevó a atribuir primacía a las aguas de regadío sobre las de temporal; la agricultura irrigada era el modelo de producción por excelencia. “Las ofrendas de matas verdes de maíz, de jilotes, de elotes y la comida de etzalli —procedentes todas ellas del ciclo de regadío— servían como analogía mágica mediante la cual se quería provocar un desarrollo igual de la siembra de temporal”, que era considerada secundaria (Broda, 2004b: 47). En este sentido el culto pluvial mexica estaba íntimamente asociado a los ciclos agrícolas, al clima, a las estaciones y al paisaje. En él se podían distinguir tres grupos de fiestas consagradas a los tlaloque: 1) el ciclo de la estación seca y la petición de lluvias en I Atlcahualco, cuando se hacían sacrificios de niños en los cerros de la Cuenca; 2) la fiesta de la siembra y la época de lluvias, cuando maduraba la planta de maíz, que marcaba la transición entre la estación seca y la húmeda: IV Huey tozoztli. Esta etapa incluía diferentes celebraciones: la fiesta del maíz tierno y el festival de las aguas pluviales en VI Etzalcualiztli (junio), con el culto a Tláloc y Chalchiuhtlicue; la fiesta del agua salada del mar en VIII Tecuilhuitontli, en plena estación de lluvias; y la fiesta de la maduración del elote y sus primicias en XI Ochpaniztli. 3) Por último la cosecha y el inicio de la estación seca eran celebrados con el culto a los cerros y a los dioses del pulque en octubre y noviembre respectivamente, es decir, en XIII Tepeilhuitl y XIV Quecholli (Broda, 2004b: 43, 51). Pero debemos centrarnos, por su valor para el argumento etnográfico posterior, en la fiesta de IV Huey tozoztli que se celebraba en el apogeo de la estación seca (abrilmayo) en la cima del Monte Tláloc. En ella los gobernantes de la Triple Alianza —el rey Moctezuma de Tenochtitlán, Nezahualpilli de Texcoco y los reyes de Tlacopan y Xochimilco— subían al santuario: un patio cuadrado o tetzacualco rodeado por un muro, al que conducía una larga calzada, donde se encontraban los tepictoton o idolillos de los cerros circundantes en torno a la figura de Tláloc. Llevaban en una litera a un niño de seis o siete años que era sacrificado por sacerdotes ante la estatua de Tláloc; los reyes entraban por turnos al recinto donde estaba la figura y la vestían con ricos atavíos —piedras preciosas y joyas—, y después a los idolillos. A continuación ofrecían multitud de alimentos en cestillos y jícaras que cubrían la estancia. Por último, los sacerdotes rociaban ídolo, tepictoton, ofrenda y comida con la sangre del niño, y si faltaba sacrificaban a uno o dos más. Entonces, “porque no podían comer en aquel lugar”, bajaban a los pueblos cercanos donde tenían preparada la comida. La ofrenda quedaba al cuidado de “una compañía de cien soldados” para evitar que los enemigos

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de Huexotzingo y Tlaxcala la robaran. Éstos permanecían hasta que la comida y las plumas se pudrían con la humedad; el resto lo enterraban y tapiaban el templo hasta el año próximo, pues carecía de sacerdotes permanentes, y sólo quedaba una guardia “que reanudaban cada seis días, para lo cual había señalados pueblos de los más cercanos, para que proveyesen de soldados […] todo el tiempo que duraba el temor de que los enemigos habían de saltear al ídolo y la ofrenda” (Durán, 1984, I: 84-85). Dicha guardia estaba compuesta seguramente por los antepasados de los actuales pobladores de la Sierra de Texcoco. El sacrificio del niño se concebía como “un contrato” entre los hombres y los tlaloque destinado a lograr la lluvia, y por eso se lo llamaba nextlahualli, “la deuda pagada” (Broda, 1971: 276; 2001: 297-300). Es ilustrativo que el Códice Borbónico representa al cerro acostado de manera que la procesión con el niño se dirige directamente hacia sus fauces abiertas: al Tlalocan. La idea es que los niños se transformaban en tlaloque (Broda, 2001: 298). Según Pomar, sus cuerpos “los echaban en una caverna y abertura natural que había en unas peñas junto al ídolo, muy escura y profunda” (1891: 18).2 Por otro lado, la estatua de Tláloc de la cima del monte tenía en la cabeza un recipiente donde en la fiesta introducían “de todas las semillas de las que usan y se mantienen los naturales, como es maíz blanco, negro, colorado y amarillo, y frijoles de muchos géneros y colores, y chía, huautli y michhuautli, y ají” (Pomar, 1891: 15), lo que revelaba la concepción de que los tlaoque era los dueños de la agricultura (Broda, 1991: 472). Una vez concluida la ceremonia celebrada en el Monte, los reyes descendían al lago de Texcoco para rendirle cuentas a Chalchiuhtlicue. Los sacerdotes llevaban en una canoa a una niña de seis o siete años “toda vestida de azul, que representaba la laguna grande y todas las demás fuentes y arroyos”, metida en un pabellón para que nadie la viera. Al llegar al centro de la laguna, en el sumidero de Pantitlán, degollaban a la niña, escurrían la sangre en el agua y arrojaban el cuerpo al remolino, “el cual dicen que se la tragaba, de suerte que nunca más aparecía”. Después los reyes y señores asistentes ofrecían “joyas y piedras y collares y ajorcas” en el mismo lugar; y al terminar regresaban en silencio a la ciudad. Así concluía la festividad real, “aunque no las cerimonias [populares] que los labradores y serranos hacían en las labranzas y sementeras, y en los ríos y fuentes y manantiales […] muy común, especialmente en los pueblos

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Más allá de su importancia por la fiesta, el Monte Tláloc era el prototipo de una serie de cerros del paisaje ritual de la Cuenca donde los mexicas reverenciaban a los tlaloques, cerros que incluían adoratorios, construcciones y amontonamientos de piedras que marcaban los espacios rituales (Broda, 1997: 60).

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allegados a serranías” (Durán, 1984, I: 87-89), probablemente las comunidades de la Sierra de Texcoco. Como contraparte de Tláloc, Chalchiuhtlicue extendía sus dominios a las fuentes, ríos, lagos y a la laguna de México. En otros rituales se le ofrecían oro y piedras preciosas, cantarillos, platillos y muñecos de barro en las fuentes que hacían del volcán Popocatépetl o a los pies de los ahuehuetes, y la gente tenía temor de pasar por fuentes y ríos, de bañarse o mirarse en ellos (Broda, 1971: 260). Esto puede asociarse con que, en ciertas versiones míticas, Chalchiuhtlicue era tenida por la “hermana mayor” de los tlaloque (1971: 260), producía males fríos y los muertos por ahogamiento eran asimilados a sus dominios (López Austin, 1996, I: 385). Finalmente, al considerar el culto al agua en el paisaje es pertinente referirse al Templo Mayor de Tenochtitlán, pues las ofrendas halladas en su plataforma se encuentran relacionadas directamente con el simbolismo del agua. Además de cientos de idolillos de piedra verde asociados con los tlaloque, existían una serie de “representaciones esculpidas de peces, ranas, otros reptiles e insectos hechos de piedra semipreciosa, de jade, obsidiana, ónix y concha de nácar”, y una amplia gama de animales marinos —peces globo y espada, dientes de tiburón, tortugas, cocodrilos, conchas y corales— situados sobre capas de arena (Broda, 1991: 465). Los animales no provenían de los lagos del Valle de México, sino que habían sido trasladados al Templo Mayor desde las costas del Atlántico y del Pacífico. Todas estas ofrendas reflejaban los conceptos cosmológicos y sus vinculaciones causales con el ciclo del agua (el complejo cerro-Tlalocan-cuevas-mar-lluvia), presentaban el Templo Mayor como una suerte de monte sagrado arquetípico y se proponían conjurar la presencia del mar —denominado huey atl, “agua grande”, o ilhuicatl atl, “agua-cielo”—, el “símbolo de la fertilidad absoluta”, en el centro físico y simbólico del Imperio y del universo mexicas (Broda, 1987; López, Austin y López Luján, 2009).

Especialistas atmosféricos: sacerdotes oficiales y conjuradores de meteoros Los mexicas poseían un cuerpo sacerdotal profesional dedicado al culto oficial de Tláloc. Estaba integrado por complejas jerarquías, sus miembros lucían los atributos del dios y a menudo habitaban en los templos, además mantenían ciertas relaciones de coesencia o de “réplica” respecto a él, ya que eran los únicos que podían manipular sin contagiarse lo que estaba cargado de su energía (López Austin, 1996, I: 386). En la cima de la jerarquía se encontraba el Tlalocan tlenamacac, que lucía la cara pintada de negro, “máscara de Tláloc” (quiiauhxaiac, tlalocaxaiac), “sonajero de niebla” (ayochicauaztli) y los cabellos hasta la cintura (Broda, 1971: 291). Bajo él había una serie

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de sacerdotes menores; todos ellos estudiaban en el Calmécac, sometidos a ayunos y a trabajos duros, aprendiendo los mitos, los libros sagrados y el calendario adivinatorio (Soustelle, 2004: 37). Aguirre Beltrán nos habla del Gran Nagual, el sacerdote jaguar hechicero que vivía confinado en su templo, en ayuno y abstinencia sexual, y que tenía el don de provocar la lluvia, desviar el granizo y metamorfosearse en animal. Sus virtudes eran de naturaleza divina y derivaban de su nacimiento en el signo ce quiahuitl, lluvia; actuaba como sacerdote de Tláloc, poseía una gran sabiduría mágica, podía transportarse al Tlalocan, exigía sacrificios de sangre (lluvia), castigaba a los remisos y presidía acciones de resistencia cultural frente a la cultura hegemónica impuesta (1973: 98104). Se trataba de un hombre poderoso que daba consejo a reyes y plebeyos y hacía predicciones de gran envergadura tanto meteorológicas como médicas (Espinosa Pineda, 1997: 95, 104). Pero, cabe preguntarse en este contexto, ¿existía en la época prehispánica un tipo de especialista atmosférico de carácter local y secundario similar a los actuales graniceros? El tema ha sido abordado y discutido por varios autores. Existen tres fuentes primarias principales al respecto. Primera, la Historia General de Sahagún, donde se dice: Las nubes espesas, cuando se veían encima de las sierras altas, decían que ya venían los Tlaloque […], que era señal de granizos, los cuales venían a destruir las sementeras […]. Y para que no viniese el dicho daño en los maizales, andaban unos hechiceros que llamaba teciuhtlazque, que es casi estorbadores de granizos; los cuales decían que sabían cierta arte o encantamiento para quitar los granizos, o que no empeciesen los maizales, y para enviarlos a las partes desiertas, y no sembradas, ni cultivadas, o a los lugares donde no hay sementeras ningunas. (Sahagún, lib. VII, cap. vii, 1999: 436-437)

Segunda, la obra de De la Serna, que relata que en el siglo xvii había en pueblos de Morelos como San Mateo, Xalatlaco y Tenango hasta diez “conjuradores” a los que los indios pagaban medios reales, reales o pulque para que protegieran sus milpas de los temporales, y que “auia indios deputados para que recogiessen las derramas para éstos”. También señala la diversidad de prácticas conjuratorias y las divide en cuatro grupos: los que usaban palabras del Manual Romano “y concluian […] con soplos á vnas, y otras partes, y mouimientos de cabeza, que parecian locos con toda fuerça, y violencia, para que con aquellas acciones se apartassen los nublados, y tempestades á vnas, y otras partes”; los que conjuraban “con vna culebra viva revuelta en vn palo” que esgrimían a los nublados; los que rezaban:

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‘A vosotros los Señores Ahuaque, y Tlaloque,’ que quiere decir: ‘Truenos y Relampagos: ya comienço á desterraros, para que os aparteis vnos á vna parte, y otros á otra’ Y esto decia[n] santiguándose, y soplandolos con la voca, y haziendo bueltas con la cabeza de Norte á Sur, para que con la violencia del soplo, que daba[n], se esparciesen.

Y, finalmente, los más sincretizados, que rogaban: “Señor, y Dios mio, ayudadme, porque con prisa, y apresuradamente viene el agua, y las nubes, con lo qual se dañarán las mieses, que son criadas por vuestra ordenación”, y continuaban invocando a la Virgen María, a Santiago el mozo, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo (De la Serna, 1987: 290). Como tercera fuente, Pedro Ponce, refiriéndose a los “médicos de indios”, presenta en un texto información sobre males y remedios e indica: “también atribuyen las enfermedades de los niños a los vientos y nuues, y dizen cualani in éecame, cualani in ahuaque [se enojaron los vientos, se enojaron las nubes] y soplan los vientos haziendoles su conjuro” (1987: 7). De acuerdo con estas fuentes, López Austin propone que efectivamente en la época prehispánica existían dos categorías de “magos dominadores de meteoros”. Uno era el teciuhtlazqui o teciuhpeuhqui, “el que arroja el granizo” o “el que vence al granizo” —cuyos procedimientos son los citados por De la Serna—, que podía tener como nanahualtin a la lluvia o al ocelote. El otro era “el que arroja los vientos y las nubes”, para quien no figuran nombres pero pueden suponerse los de ehecatlazqui y mixtlazqui, “y con más propiedad cocolizehecatlazqui y cocolizmixtlazqui”. Este mago no era un protector de la agricultura, sino de la salud de los niños, pues, como muestra el texto de Ponce, algunas dolencias infantiles se atribuían a los vientos y a las nubes; sin embargo, su procedimientos eran similares al los del conjurador (1967: 100). En cuanto al proceso de iniciación de estos magos, eran “señalados provisionalmente con el rayo o con una muerte ‘acuática’ que estuvo próxima” y que era enviada por Tláloc o Chalchiuhtlicue (López Austin, 1970: 263), lo que los “obligaba […] a formar parte de sociedades místicas que tenían como función principal el culto a los señores de las aguas y el control de los meteoros: ahuyentaban las dañinas nubes de granizo, atraían las favorables para la agricultura y tenían poder para curar las enfermedades frías” (1996, I: 415). Un aspecto clave del concepto de mago citado por López Austin es que el nombre correspondía “al tipo de actividad, no a las funciones que en forma limitada ejercía una persona”, es decir, que podían combinarse varias especialidades mágicas en el mismo individuo —nahualli, hombre búho, curandero, conjurador, etcétera.— y “era normal que ciertos hombres de personalidad sobrenatural tuvieran varias funciones sociales” (1967: 87). Por lo tanto, la actividad de conjurador de granizo no resultaba privativa ni excluyente.

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Johanna Broda, por su parte, no se refiere a magos prehispánicos y hace derivar a los actuales graniceros directamente de los sacerdotes mexicas. Según su hipótesis,“estos especialistas formaban, en la época prehispánica, parte de las complejas jerarquías del sacerdocio estatal cuya religión oficial era autóctona. La ruptura histórica convirtió las prácticas meteorológicas de los graniceros en cultos practicados clandestinamente”. Así, tras la conquista, las nociones y prácticas meteorológicas que estaban estructuralmente integradas en la religión e ideología mexicas más amplias se convirtieron en creencias y prácticas de los grupos indígenas subalternos incompletamente articuladas con la sociedad occidental dominante (1997: 76-77). De esta hipótesis parece desprenderse la ausencia de especialistas meteorológicos prehispánicos al margen de las jerarquías oficiales de la religión mexica. La postura de Espinosa Pineda, por último, parece mediar entre ambas propuestas. Él sugiere la existencia de sacerdotes vinculados al poder central del Estado, altos funcionarios de la religión oficial que respondían a una centralización, pertenecían a la nobleza, hacían pronósticos de gran trascendencia y carácter transregional, recurrían a procedimientos homogéneos y utilizaban una observación predictiva del cielo (1997: 104). Pero al mismo tiempo —y sin representar ruptura u oposición—, por efecto de la descentralización, o como magos y brujos ubicados “al margen del sistema”, existía cerca de los macehuales “un verdadero ejército de sacerdotes menores (más brujos y magos), que deben ser el verdadero antecedente de la mayoría de los actuales graniceros” (1997: 104). Éstos se ocupaban de “todo lo local” y hacían uso de prácticas predictivas y conjuratorias extremadamente diversas (véase De la Serna, 1987) que se apoyaban en mitos, tradiciones, historias y sociedades específicas, y en la lectura de ecosistemas concretos, convirtiéndose en expresiones o manifestaciones regionales de una misma cosmovisión (Espinosa Pineda, 1997: 98).

Graniceros y deidades pluviales entre los nahuas actuales: etnografía comparativa y discusión del complejo Los graniceros como integradores de la cosmovisión Independientemente de si se consideran una supervivencia contemporánea de magos o de sacerdotes prehispánicos, los graniceros forman una institución relevante en términos analíticos hoy en día. Han sido definidos como un tipo de especialistas rituales de origen prehispánico dotados del don para manipular los fenómenos atmosféricos —la lluvia, el viento, las tormentas, el granizo—, así como para curar los males que estos fenómenos provocan (Albores y Broda, 1997: 11). Circunscritos principalmente

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al Altiplano Central y regiones aledañas, su estudio revela una riqueza sorprendente ya que abarca campos como las etnociencias, la observación de la naturaleza, los sistemas clasificatorios locales, la arqueoastronomía, la geografía de paisajes culturales; pero ante todo porque permite abordar ciertos aspectos centrales del desarrollo histórico de la tradición cultural mesoamericana. Para Albores y Broda El estudio de los “graniceros” se evidencia como una mina de oro […]. Tópico de la etnografía indígena mesoamericana que proporciona riquísimos datos sobre la cosmovisión tradicional, sobre conceptos y creencias relacionadas con la observación de la naturaleza y del medio ambiente, sobre ritos calendáricos resabio del calendario prehispánico mesoamericano, y sobre prácticas rituales, estrechamente vinculadas con las agrícolas, a través de las cuales se ha producido esta ideología tradicional a lo largo de los siglos. (1997: 17)

Es decir, que los graniceros constituyen una institución en la que confluyen y se integran funcionalmente los más variados aspectos de la cosmovisión mesoamericana, y que por tanto representan un eje privilegiado a través del cual leerla en su perspectiva diacrónica, orgánica y en su genuina articulación. El culto a los cerros, los muertos, el agua, la lluvia, las cuevas y el mar —descrito en la sección anterior— gravita imbricado alrededor de esta figura. Así, estudiar a los graniceros desde su trasfondo histórico prehispánico puede ayudar a lograr una comprensión más precisa de las prácticas y conceptos cosmológicos actuales, y viceversa: la etnografía actual puede ayudar a valorar mejor las dimensiones y los contextos de los datos históricos (Broda, 1997: 75-76). Sin embargo, debe tenerse en cuenta que no existe una continuidad lineal y que estos especialistas y el complejo al que pertenecen han experimentado transformaciones desde la época colonial. A pesar de la continuidad de las condiciones del medio ambiente y los modos de subsistencia de las comunidades, la transformación fundamental tuvo lugar en el ámbito de la estructura social y su integración en la sociedad dominante. Ya se dijo que estas prácticas y creencias estaban integradas en la religión y la ideología del pueblo mexica y que, tras la Conquista, con la supresión de la clase dirigente y los templos, sobrevivieron desarticuladas de la sociedad local, subalternas y semiclandestinas frente al culto católico imperante.3 Esto según la hipótesis de Broda (1997: 75-77). Para López Austin, sin embargo, estos cultos tuvieron siempre una posición auxiliar respecto a la sociedad general (1967: 114) y cabe pensar, por tanto, 3

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Véase al respecto el libro de Margarita Loera Memoria india en templos cristianos (2006).

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que se mantuvieran vigorosos tras la Conquista entre los agricultores (2000: 16). 4 Alessandro Lupo coincide en ello al afirmar sobre la religiosidad privada y popular, regida por los ritualistas de las clases inferiores sin educación institucional que, conforme se extendió el control evangelizador, desaparecieron los sacerdotes dedicados al culto oficial de las deidades paganas, pero no los magos, los curanderos y los ritualistas populares, a los cuales los indios continuaron recurriendo, posiblemente a escondidas, para la gestión de las fundamentales relaciones privadas y cotidianas con lo sobrenatural […] que el clero católico no logró eliminar o tomar de alguna manera a su cargo. (1995a: 86, énfasis añadido)

De cualquier forma, al margen de la desarticulación o no de las creencias y prácticas respecto a la religión oficial, un aspecto que sin duda afectó a la institución de los graniceros fue la reelaboración simbólica de sus concepciones a la luz de nociones y costumbres europeas —como revelan ciertos estudios sobre los “dueños de las tormentas” existentes en España—5 que tuvo lugar según “procesos de adaptación y de recreación continuos” tanto sociales como ideológicos (Broda, 1997: 79). Sin embargo, a pesar de ellos, la institución mantuvo una continuidad sustancial con respecto a la religión prehispánica, al grado de poderse afirmar, como lo hace Broda, que “la meteorología campesina y los ritos agrícolas, definitivamente, constituyen la parte más conservadora de la cultura indígena” mesoamericana (1997: 80). Esta continuidad histórica queda patente en una serie de rasgos específicos, entre los que pueden señalarse principalmente: 1) la derivación de la legitimidad de los graniceros del antiguo culto a la lluvia y los cerros, central en la cosmovisión prehispánica (véase arriba); 2) la significativa continuidad, en las comunidades mesoamericanas, de los lugares de culto prehispánicos que todavía son visitados hoy dia en sus ceremonias por los graniceros; 3) el arcaico culto a la piedra —grandes rocas o peñas y toscos monolitos de distinto tamaño— probablemente ligado al culto mexica de la tierra y los cerros; y por último, 4) el vínculo entre los ritos de los graniceros y los ciclos estacionales y agrícolas cuyas fechas de ejecución —3 de mayo y 2 de noviembre por un lado, y 13 (15) de agosto y 12 de febrero por otro— reflejan importantes elementos estructurales del calendario prehispánico mesoamericano (Broda, 1997: 76-77). 4 5

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También coincide en ello Serge Gruzinski (2004: 179, 230-232). Véanse los estudios de Callejo e Iniesta (2001a; 2001b) sobre los “los dueños de las tormentas” y “los hombres del rayo” en España, así como el artículo comparativo de Stanislaw Iwaniszewski (2001) relativo a los ritualistas de México, Polonia y España.

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El estudio de los graniceros en la etnología mesoamericanista: regiones y enfoques Abordemos ahora una revisión de los estudios sobre graniceros realizados en México desde 1968 (su fecha fundacional) hasta el momento, destacando el desarrollo cronológico de las investigaciones, los enfoques adoptados por los diversos autores y algunos aspectos distintivos de los ritualistas —designación, reclutamiento, vínculo con entidades espirituales y funciones operativas—, siguiendo una clasificación regional. La revisión es un referente sobre el que se volverá críticamente al cerrar el apartado y un marco desde el que trazar una comparación implícita con la etnografía de la Sierra de Texcoco. La región de los volcanes Iztaccíhuatl-Popocatépetl La primera región abordada fue el eje volcánico Iztaccíhuatl-Popocatépetl. En 1968 Bonfil Batalla trazó una sistematización preliminar de los ritualistas llamados aureros, quialpequi (“el que hace la lluvia”), teotlazqui y, en lenguaje ritual, “trabajadores temporaleños”, “los que trabajan con el tiempo” (1995: 241). Elegidos con un golpe de rayo, ejercen funciones conjuratorias, petitorias, adivinatorias y curativas, junto a ritos agrarios particulares, en el seno de corporaciones jerárquicas organizadas en torno a un templo y con tres jerarquías —mayor, que rige la corporación, orador y discípulo, que lleva los cantos—. El principal templo regional es la cueva de Alcaleca en el Iztaccíhuatl. Usan palma bendita, escoba y ciertos enteógenos para mediar con los seres sobrenaturales: los dueños del agua, los granizos, las perlillas, el torito, el culebrín de aire, el rayo, la centella, el aire, la cruz, los cuatro vientos, los santos y los niños o pipiltzitzintli, espíritus (frijoles) que hablan en náhuatl a través de quienes los ingieren, que “ven el mundo, conocen el pasado, saben de las cosas perdidas” (1995: 252-255). Bonfil Batalla trató el sincretismo e indicó la necesidad de estudiar a los graniceros en un contexto más amplio que abarcase las instituciones religiosas locales “como un complejo y no como una serie de entidades aisladas”, lo que revelaría “sus estructuras más profundas” (1995: 266). Dos investigadoras habían abordado antes el área, aunque de forma menos sistemática: Bodil Christensen y Carmen Cook de Leonhard. Christensen viajó en 1936 y fotografió los rituales (Christensen, 1962); Cook de Leonhard publicó en 1966 un registro de su viaje con Christensen y Weitlaner al pueblo de Nexapa, cerca de Amecameca (Cook de Leonhard, 1966: 291). Ésta fue “la primera referencia a la existencia de los graniceros después de casi tres siglos de silencio” (Glockner, 1996: 134), es decir, tras escritos como los del párroco De la Serna. El viaje perseguía la cura de Weitlaner, que tenía gota. Leonhard apuntó rasgos interesantes: la voz tlamacasque para designar

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a los graniceros, la limpia-diagnóstico con huevo, la posibilidad, junto al rayo, del reclutamiento por golpe de centella y enfermedad de aire, así como la ofrenda curativa llevada a la cueva de Almela, los dioses pluviales y el uso de los hongos alucinantes para el diagnóstico (Cook de Leonhard, 1966: 292-295, 298, 293). En 1996 Julio Glockner publicó un libro sobre los mitos y rituales de los volcanes y leyó las prácticas actuales en el marco de la cosmovisión prehispánica mesoamericana, enfatizando las continuidades. Con un estilo periodístico y emotivo habló del mundo en torno al volcán Popocatépetl y la volcana Iztaccíhuatl. El trabajo revela a los volcanes como ancestros petrificados, dotados de una entidad anímica a la que los graniceros invocan y que puede manifestare antropomórficamente. Entre ambos se crean relaciones de reciprocidad y dependencia, sea para pedir la lluvia o efectuar curaciones. Cita un tipo de llamado exclusivamente onírico (1996: 93) y otro por encuentro con espíritus de humanos muertos (1996: 149). También refiere que los espíritus de niños muertos sin bautismo moran en los cerros y traen la lluvia (1996: 179). Narra la rivalidad entre las corporaciones locales que frecuentan los volcanes y se destruyen entre sí las ofrendas (1996: 155), y documenta detalladamente los rituales efectuados en el Popocatépetl el 2 de mayo y el 3 en la Iztaccíhuatl ante los malos temporales, cuando se dona una ofrenda de ropa y comida —con un guajolote y varios peces que ilustran la conexión subterránea con el mar y propician la lluvia— a las cruces allí clavadas; se celebra el “baile de los listones”, se invita a los volcanes a participar en el “banquete ritual” y después la comida es consumida por todos los asistentes (1996: 155, 195-230). En 2008 apareció un libro que retoma un tema esbozado ya por Bonfil: el uso de sustancias psicoactivas por los graniceros. En El hongo sagrado del Popocatépetl Ramsés Hernández y Margarita Loera entrevistan a graniceros de San Marcos Huecahuaxco, Morelos, y San Pedro Nexapa, Estado de México, y enlistan las diferentes especies de hongos sagrados utilizados en la zona. Los graniceros los recogen durante la época de lluvias, en san Juan, el 24 de junio, y san Lucas, el 18 de octubre. Los principales hongos son los “morenitos, niños del agua o niñitos” (Psilocybe aztecorum Heim var. aztecorum), los “hongos derrumbes” (Psilocybe aztecorum Heim var. bonetii), los “hongos niños o derumbre” (Psilocybe caerulescens Murril var. caerulescens) y los “hongos güeros” (Psilocybe zapotecorum Heim). De estas especies, las dos últimas no estaban clasificadas por los biólogos de la unam como existentes en la zona,6 y los autores del libro las “descubrieron”. Los graniceros recogen hasta 150 al día, que luego consumen frescos o secos, a veces en número de 12 (Hernández y Loera Chávez y Peniche, 2008: 6

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Únicamente se habían documentado en Oaxaca, donde son usados con fines rituales principalmente por los indígenas zapotecas (Hernández y Loera Chávez y Peniche, 2008: 142).

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114-115). La ingesta es individual y clandestina, nunca colectiva, y sirve para realizar curaciones, obtener fuerza y vitalidad, realizar consultas sobre el porvenir y adivinar e instalar altares sagrados. Los hongos se asocian con los sueños, bien porque los inducen, bien porque aparecen en ellos (2008: 115). En 2010 un estudio de Pablo King abordó a los tiemperos de diversas poblaciones de las faldas de la Sierra Nevada y el volcán Popocatépetl. Estudió las peticiones de lluvia con una perspectiva histórica y centrada en la religiosidad popular, y se interesó por el intenso fenómeno del cambio y la modernización que afectan a la región. Mediante testimonios etnográficos ofreció un panorama en plena ebullición en el que variantes de la cosmovisión mesoamericana, catolicismo, tendencias posmodernas, transformaciones producidas por la globalización y choques culturales sacuden un “complejo cúltico” de raigambre prehispánica. Este complejo “en el que todo se relaciona y ordena” gira alrededor de los volcanes y comprende a los tiemperos, los templos, las cuevas, los altares domésticos, las nubes, los rayos, el granizo, los bosques, las milpas, los temascales, los sueños, los espíritus, las cruces, el aire, la clasificación nativa del agua —el agua de tierra y el agua de aire— y el ciclo total del agua, es decir, su circulación en el mundo (2010: 93-142). Finalmente, el libro proyecta una visión crítica sobre los efectos derivados del trabajo de los antropólogos y periodistas en la zona —comercialización, folclorización, integración en las ceremonias, promesas vacías o desconfianza extrema— y sobre las tendencias contemporáneas de turismo esotérico y new age (2010: 143-168). Tlaxcala rural Con las Notes de Frederick Starr (1900), etnólogo estadounidense que recorrió entre 1898 y 1900 la región tlaxcalteca de la Malinche, Nutini abordó el tema en diversos trabajos. En 1974 documentó la existencia de graniceros en varias comunidades y sistematizó los datos en 1987; después estudió los cambios experimentados por los ritualistas en un texto de 1998: registró las voces de conjuradores, tiemperos y graniceros en español, y de tezitlazcs, quiatlazcs, tezitlazques y quiatlazques en náhuatl. Los tezitlazcs poseen poder sobrenatural para detener el granizo, pedir la lluvia, desviar la trayectoria de trombas y cambiar la dirección de los vientos, es decir, para “conjurar o atajar el mal tiempo”, lo que realizan pública y comunalmente (Nutini y Nutini, 1987: 326). En unos casos sus poderes son innatos, conferidos en sueños por La Malinche; en otros aprenden el oficio de otro tezitlazc que los presenta ante el Cuatlapanga, o pasa de padres a hijos por generaciones. Todos ellos realizan ritos propiciatorios, intensificadores o protectores, y también dirigen la participación comunal, curan y cuidan las milpas por encargo individual. Existen de tres a ocho tezitlazcs por pueblo, de

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los cuales al menos dos son los “conjuradores oficiales” (Nutini y Roberts, 1993: 40). Se los considera sujetos respetados y visibles con funciones benéficas e incapaces de hacer el mal (Nutini y Nutini, 1987: 330). Por su trabajo reciben anualmente un estipendio de la comunidad o de los grupos domésticos. Frente a otros estudios sobre graniceros, los de Nutini poseen un enfoque marcadamente sociológico y abordan la posición y funciones de estos personajes en la estructura comunitaria. Además, Nutini considera a los graniceros como parte del “sobrenaturalismo antropomórfico” que, aunado al “catolicismo folk”, integra un mismo sistema mágico-religioso de manifestaciones diversas e ideología común que posee un carácter unitario, lo que implica que debe ser estudiado conjuntamente (1989: 86-87). Desde otra perspectiva, Robichaux analizó en dos textos (1997; 2008) el material reunido en Tlaxcala entre 1974 y 2004. Siguiendo el modelo de cosmovisión mesoamericana de Broda y López Austin analizó el llamado por golpe de rayo —ignorado por Nutini— y cómo en sueños la Malinche enseña a los neófitos. Después los tezitlazcs ven víboras, leones y fieras en las nubes junto a la Malintzi, mujer gorda de “harto cabello” que les indica cómo alejar las tempestades. Conjuran con palma bendita y rezos dirigidos a la Malinche y a Santa Bárbara, un acto peligroso en el que pueden ser arrastrados hasta las orillas del mar. En Semana Santa y el 20 de mayo suben a la cima de la Malinche, donde ofrendan flores, cohetes y música de teponaztle junto a peines, listones y escobetillas para que ésta se peine. Cuando se retrasa la estación húmeda, el 24 de junio piden la lluvia tocando el teponaztle en los manantiales, y por el cuidado de las cosechas reciben en cada casa un chiquihuite de maíz (1997: 16). Los muertos por rayo se convierten en “hijos” o “ayudantes” de la Malinche, seres con cabeza humana y cuerpo de víbora que producen la lluvia y los rayos en el interior de la montaña, donde hay barriles de granizo y nubes que hacen el agua y el ruido es tan fuerte como el de una fábrica. Los granizos son “chivos” devoradores del cultivo y el maíz así perdido es llevado al interior del volcán (1997: 16), al igual que los niños muertos sin bautizar y los abortos, llamados limbotzitzi o “limbitos”, que son enterrados en sitios especiales del cementerio para que el rayo, al desenterrarlos, no se lleve consigo a otros difuntos (2008: 412). Morelos El Estado de Morelos reúne una ingente cantidad de estudios. En 1949 Barrios compiló en Hueyapan diversos textos sobre los kiohtlaskeh, “pedidores de agua” iniciados por el rayo que usan “hongos de agua” y sueños para predecir las cosechas y pedir lluvia

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a los aires-niños de colores: colorados, blancos, amarillos, azules, negros (1949: 66). También hacen maldades enviando granizo y “levantan sombras” con una jícara de agua donde llaman al alma del enfermo (1949: 70-72). Piden la lluvia con alimentos para que haya jilotes y elotes, y designan a los espíritus “aguadores y serafines”. Su artículo se basa en transcripciones de narraciones tradicionales en náhuatl y sin interpretar. En el mismo pueblo, Heydenreich realizó un estudio sobre la enfermedad y la cosmovisión. Halló que sólo los graniceros o “bautizados por el rayo” podían retornar la sombra robada por “los aires de la temporada” —rayos, truenos y centellas—, lo que los situaba en la cima de la jerarquía de terapeutas (1987: 219, 225). Una señora recibió, a los seis o siete años de edad, siete rayos o centellas en siete ocasiones; con el último murió y fue iniciada en sueños (1987: 205). Los “aires de los manantiales” son “muñequitos enanos”, “duendes” o aguahke, “dueños del agua” machos y hembras de calidad fría (1987: 124-125) que “agarran” a los intrusos a las 11 del día (1987: 132). La comunicación con ellos se efectúa a través de los hongos (1987: 153).7 También en Hueyapan, Ingham registró en su libro sobre sincretismo y catolicismo folk la presencia de graniceros —“sirvientes” o “trabajadores temporales”— que reciben con el rayo el deber de servir a los ahuaques, “espíritus o aires del tiempo”, controlar el clima y curar de aires. Los graniceros reviven tras una limpia con agua y pétalos de geranio en una jícara roja, son introducidos en el grupo de ritualistas, se someten a una “coronación” y montan su altar. También tienen su templo y el 2 de mayo y el 15 de noviembre acuden a pedir y agradecer respectivamente un buen temporal. Algunos hacen el mal y envían tormentas; otros las alejan con la palma y hablando a los espíritus con enojo. Los aires son espíritus de niños y los ahuaques entidades anímicas humanas (1989: 170-171). En Tlayacapan, Baytelman entrevistó en 1978 a un ahuaquete o granicero-curandero y resumió la charla en su libro sobre etnobotánica y curanderismo. Éste recibió el golpe del rayo a dos metros y con él el don para curar y hacer limpias. Muchas las hace a niños usando su camiseta del revés y no cobra por ello; limpia de aires con plantas y después lleva su ofrenda a un hormiguero donde vive una culebra. Va de peregrinación al Señor del Sacromonte y a Chalma (1993: 329-330).

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En su estudio de Tepoztlán, y aunque no se refiere a los graniceros, Redfield señala también la existencia de ahuaques asociados al agua —tanques, arroyos, lavaderos— y llamados tlatlatcuapone, “los que truenan”, y tlapetani, “los que causan relámpagos”; “los señores de la lluvia” (1930: 97). En la estación húmeda las mujeres evitaban salir a la calle con joyas y aretes de oro por miedo a que los ahuaques enviaran rayos para quitárselos (Redfield, 1930: 122).

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En el pueblo de El Vigilante, Aviña Cerecer trazó el retrato de doña Pragedis, granicera y curandera hija de un conjurador fallecido. Antes de morir su padre, los “trabajadores del tiempo” la iniciaron oníricamente llevándola al interior de un cerro. El padre le pidió que cuidara del pueblo conjurando las granizadas con una cuchara. En sueños ella vio que los “trabajadores” eran personas muertas que en vida pactaron con “el Señor de los Cerros” (1997: 292-293). Con la cuchara debía amenazarlos con aspavientos para alejar el granizo, su alimento, arvejones que se les caían de la cazuela donde los cocinaban en las nubes y devastaban las milpas (1997: 296-297). Paulo Maya describió a los claclasquis o “aguadores” de Los Altos de Morelos, invisibles socialmente al ser tenidos por “brujos” (1997: 259). Son mediadores entre Dios y los hombres por rayo —sean rayados o cuarteados—, enfermedad, sueños, herencia o consumo de plantas sagradas. Si el elegido rechaza el cargo, muere y se ocupa, como espíritu, de los enfermos en el cielo. Pueden pedir la lluvia, alejar o atraer el granizo por beneficio o maldad —usando cruces, varas y machetes—, curar enfermos de aires con huevo y adivinar con hongos o las cartas españolas (1997: 270-273). Altares domésticos, templos en cerros e iglesias son sus enclaves rituales; a veces ocupan cargos en el cabildo (1997: 277) y existen rivalidades entre las corporaciones (1990). Las entidades tutelares son ambivalentes, católicas y prehispánicas, e incluyen las de los espiritualistas trinitarios marianos (1997: 278-289). En Ocotepec, Morayta habló de los “rayados” que tienen el don de curar, propiciar las cosechas y controlar la lluvia. Elegidos por los “señores del tiempo”, en sueños o tras la descarga escogen su actividad. Un hombre que eligió un elote recorría de noche las milpas arreando niños que se transformaban en mazorcas. Otra mujer iba en temporada de secas con su cesto a una barranca para llevarles comida a los “señores del tiempo” que cultivaban sus campos subterráneos y “llegaba a su casa con elotes, calabazas y ejotes que traía de aquellas tierras”. También curaba de aire a los niños (1997: 226-227). Los muertos de rayo son “aires del tiempo” y aparecen en sueños como indígenas vestidos con “calzón, blusa blanca y sombreritos”; también se asocian con víboras (1997: 223-234). Consumen aromas y la gente emplea cigarros y alcohol como repelentes (1997: 236). En San Andrés de la Cal, Huicochea describió el rito de petición de lluvia a los “señores del tiempo” en las cuevas. Una comisión recoge la cooperación y doña Jovita, la ritualista, curandera de aires y partera, dirige la colocación de las ofrendas-juguetes: tortugas, sapitos, viboritas, bailarinas, vajillas, arañas, gallinas, soldaditos —nueve en cada lugar— (1997: 237), así como frutas olorosas, cintas de colores y papel de china. La comida va sin sal y, puesta la ofrenda, doña Jovita convoca a los aires “a merecer” y una comitiva echa cohetes; su pólvora sirve de “arma” para que los “señores” hagan los

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truenos. Los aires hablan náhuatl y se expresan como “rezumbadera” o en sueños; llamados yeyecatl-yeyecame y ahuaques, son niños chiquitos que se desplazan continuamente en el aire (1997: 143-254).8 En 1997 Glockner realizó una extensa investigación en los municipios de Ocuituco y Tetela del Volcán, donde el grupo de los “Misioneros del temporal” rechaza el término de “granicero” por designar a personas dedicadas a propiciar el granizo (2001: 83-84). El grupo cuenta con dos mayores, un cantor y una vidente que limpian “calvarios”, enfloran cruces, quitan maleficios con varas de membrillo y abren “los cuatro cabos de la tierra” por donde fluye el agua para regar las milpas. La congregación puede tener doce miembros, más familiares, compadres y amistades. Mujeres y niñas preparan la comida y deben llevar el cabello atado para no “jalar” un rayo en un calvario (2001: 85). La congregación purifica estos lugares para propiciar la lluvia y ofrenda en una cueva del Popocatépetl —“el Divino Rostro”—. En los sueños, interpretados colectivamente, viajan al volcán donde cuatro caños hacen fluir el agua para regar el universo (2001: 86, 89). Glockner presentó estos datos y el análisis de las oraciones católicas dirigidas a los volcanes en su libro Así en el Cielo como en la Tierra (2000). Veracruz El único informe detallado de la región de Veracruz es el de Noriega Orozco sobre los tlamatines, complejo que reúne al “hombre-trueno”, al meteoro y a los actores del mismo en la zona del Cofre de Perote (2008, 1997: 527). Los tlamatines mueven vientos, rayos, el arcoíris y viven en “encantos” de oro y plata, pueblos gobernados por don Juan y doña Juanita Cuauxibantzin. En el Cofre de Perote hay cuevas con cuatro barriles de hielo llenos de granizo, rayos y nubes que ellos abren para controlar el clima (1997: 528-529). Los curanderos, llamados “hermanos” por los tlamatines, curan de espanto en los ríos y donan trastes en miniatura para obtener el espíritu atrapado, pulsan y usan ropa del enfermo. Muchos son mujeres que nacen con el don y se inician en viajes a los manantiales (1997: 531-534). Existen cofradías locales que adivinan y protegen los pueblos de los ataques de los tlamatines vecinos; su saber es comunitario pero también se asocia con el mal y la brujería (1997: 545-547). “Ávidos de almas”, los tlamatines roban con el rayo objetos terrestres o enterrados y personas (1997: 548), matan por envidia o envían tempestades para arrasar las milpas de sus vecinos y llevar la cosecha al “encanto”. Algunos tlamatines son espíritus de personas vivas que abandonan el cuerpo durante el sueño para ayudar a los otros tlamatines en las tormentas produciendo rayos. Las tormentas se equiparan con “fiestas” sobrenaturales y los rayos 8

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También Grigsby (1986) estudió este lugar y analizó las cuevas como “bodegas de piedra”.

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los producen con sus capas; también pueden descargarlos si se les molesta en el arroyo o enviarlos para recoger el alma de los abortos enterrados y engrosar sus ejércitos (1997: 552). Los espíritus tlamatines son “duendes-niños” que viven en el Cofre donde cuelgan sus trajes. El complejo incluye a las deidades del Pico de Orizaba y el Cofre de Perote que combaten entre sí utilizando los rayos (1997: 542-543). Estado de México En Tecoxpa, Milpa Alta, Madsen estudió a los curanderos de “aire de cueva” causado por enanos o ahuatoton, espíritus del agua que viven en cerros donde tienen barriles llenos de meteoros; su jefa, la culebra de agua o yeyecacoatl, les indica cuál abrir. Hechos de agua, tienen aspecto de indígenas o charros, se casan, procrean hijos y viven como inmortales con su ganado doméstico (1960: 131). El granizo son sus “ovejas” y, si no lo cuidan, consume el maíz de Tecoxpa. Organizados en grupos alojados en los cerros —como el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl— se turnan anualmente para hacer la lluvia. Cuando necesitan sirvientes matan a personas “buenas” con rayos, ahogándolas o enfermándolas de aire, y con él castigan también a los intrusos. Se cuenta el caso de un curandero nato que se inició en una tormenta: un rayo lo dejó inconsciente y, tras curarse, quedaba “privado” una vez a la semana durante seis meses. En esos momentos los enanos llevaban su alma a una cueva donde había “personas pequeñas”, casas, plantas y agua. Accedió a ser curandero y recibió un trozo de madera, tres piedras de curación y una “mujer espiritual”, una enana con la que se casó y tuvo hijos. Después ya no podía unirse carnalmente a su mujer terrenal y sólo vivía para los enanos, que lo golpeaban cuando infringía sus normas. Al morir se convertiría a su vez en enano y viviría con su mujer en una cueva (1960: 183). Los aires le ayudan al ritualista en las curaciones y en la milpa y le dan verduras frescas de las cuevas, que sólo él puede comer. Como otros curanderos muere dos veces al año y su espíritu es entonces instruido. La culebra de agua dirige la reunión de enanos y anuncia los grupos hacedores de lluvia del próximo año y los instrumentos terapéuticos que el ritualista empleará —huevos, piedras, hierbas u ofrendas de comida— (1960: 184-185). Madsen enfocó el tema desde la categoría de chamanismo en un artículo de 1955. En el pueblo de Tilapa, municipio de Santiago Tianguistenco, de cultura otomí —los otros estudios trataban regiones nahuas—, Schumann Gálvez registró “graniceros” tocados por rayo que en sueños obtenían el don de curar, pedir la lluvia y controlar el tiempo; los que lo rechazaban enloquecían o morían (1997: 307). Tras la iniciación otros graniceros asistían a los neófitos. Existía especialización: curación de espantos con ofrendas de comida y trastes de barro, herbolaria y control atmosférico (1997: 307). Había mujeres graniceras que curaban, conjuraban y rezaban pero no intervenían en

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la organización de los grupos ni en la petición de lluvia (1997: 308). Los graniceros estaban sometidos a restricciones alimenticias. La dieta era estacional: en tiempo de lluvia no comían cosas húmedas y en secas la dieta era húmeda. La abstinencia sexual tenía lugar antes de entrar en acción, pues de lo contrario mermaba su poder ritual (1997: 308). Integraban grupos de danzantes; los capitanes consultaban a los ritualistas y a veces eran ellos mismos graniceros (1997: 309). Dentro de la estructura religiosa comunitaria participaban en las fiestas patronales y las mayordomías, pero no como organizadores: su función se circunscribía a la de “observadores” (1997: 309). En el valle de Toluca, de tradición mazahua-otomí, Albores documentó a los quicazcles —quicleazcle, quisclazcle, quieslazqui, ixlazque (ishlazque), cislazqui, quietlasqui y tequieslasqui—, ritualistas que obtienen del rayo o centella el don para conjurar, pedir la lluvia y curar de aire (1997: 389-390). Hasta 1990 había en Texcalyacac una hermandad de quince graniceros distribuidos en grados jerárquicos según el tipo y número de rayos. Al “rayado” lo curaban tres de ellos; luego se iniciaba en el cerro Olotepec —con tres santuarios ligados a elementos pétreos— y después curaba a los presentes. El 14 de agosto se “recibía” entre pobladores, familiares y el padrino que le daba “un cristo” para conjurar y curar (1997: 397-399). Los quicazcles también usan plegarias, humo de plantas y su sombrero para tal fin; la gente común recurre a prácticas conjuratorias individuales —toca campanas, echa cohetes, prende velas o quema palma y laurel benditos (1997: 420-421). Para pedir la lluvia ascienden al Olotepec, “abren la Compuerta” y liberan el agua contenida en el cerro sagrado. A veces barren el aire con una escoba (1997: 411419) y hacen limpias ante imágenes sagradas con elementos ligados a los ritos para alejar el granizo y curar de aire (1997: 292-293). Pero su función principal, según Albores, es contribuir a la reproducción anual del cosmos mediante el sostenimiento de los cuatro postes o árboles cósmicos identificados con cuatro periodos rituales —febrero, mayo, agosto y noviembre—: la participación en las fiestas respectivas propicia el flujo de fuerzas divinas y la continuidad del cosmos (1997: 406-407). En Xalatlaco, el pueblo abordado por De la Serna en el siglo xvii (véase la sección “Especialistas atmosféricos...”), Bravo Marentes registró la existencia de ahuizotes, los que “llaman” o “atajan el agua” (1997). Éstos reciben el golpe de rayo y pueden ascender en jerarquía con nuevos señalamientos. En el caso del Tío Goyito, cuya iniciación figura en un texto conjunto de Bravo Marentes y Patiño (1986), tras recibir el rayo su padre le enseñó a usar armas y oraciones para deshacer granizadas y hierbas para curar. En su peregrinación a Chalma reciben consignas, como la obligación de no consumir vegetales en la época húmeda, pues son las plantas que deben cuidar (Bravo Marentes, 1997: 366). Los ahuizotes conciben las tormentas como “castigos de Dios” por la mala conducta de los hombres, y consideran que enfrentarlas es una lucha entre el bien y el mal (1997: 369). Las atajan con palma bendita e invocaciones a entidades católi-

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cas. Al trabajar nadie debe mirarlos, pues un rayo puede matar al curioso. Antiguamente, como signo de respeto, no se les miraba a los ojos y se les besaba la mano. Los ahuizotes también curan de aire usando agua bendita, huevos y hierbas. También en Xalatlaco, y en uno de los mejores trabajos sobre graniceros, González Montes documentó a los ahuizotes entre 1983 y 1997. “Golpeados” o “atropellados” por el rayo, reciben de Dios el don de cuidar las milpas, pedir lluvia y curar aires. Existen mujeres ahuizotas y formas de llamado distintas del rayo: enfermedad, sueño y herencia (1997: 320, 334). Deben respetar prescripciones nutricias y no comer verduras durante el temporal. Los meteoros los mueven los “dueños del agua”, “aires-niños” que son fuerzas amorales al servicio de Dios. Los no bautizados “riegan el agua”; con el rayo roban el dinero o el vidrio enterrados, se lo llevan y “lo trabajan” (1997: 338). Los ahuizotes, jerarquizados, son “cuidadores” que evitan que aquéllos dañen las milpas. Pero también son campesinos, rezanderos y directores de danzas (1997: 320-322). Van a Chalma al abrir y cerrar el temporal, después trabajan aislados, su arma es “un chicote para arriar las borregas” (1997: 334). Para pedir lluvia entierran botellas en los cerros que activan su agua interior (1997: 329-331). Conjuran con cabellos, rezos y humo de cigarrillo; las mujeres con escobas de perlilla. Los pueblos pelean: se envían tormentas y los ritualistas las rechazan a los terrenos baldíos (1997: 340-341). Curan de aire con limpias y leen el huevo (1997: 348-349). Antes exigían un pago comunal que hoy es voluntario (1997: 325). Al morir, los ahuizotes eran enterrados vestidos de san Miguel, con espada en mano, o de Señor de Chalma; el trasgresor se “despedía” con tormentas. Los jefes nombraban al sucesor. El espíritu del difunto iba con los graniceros muertos y los aires a seguir trabajando en el cielo moviendo las nubes y regando la lluvia (1997: 355-356).

Conclusiones críticas Los estudios sobre graniceros reseñados más arriba ofrecen un panorama general del alcance y desarrollo de las investigaciones. Muestran el predominio de ciertas regiones —el Estado de México y Morelos, por ejemplo— sobre otras, un énfasis en la práctica etnográfica rigurosa y el establecimiento de una serie de rubros que permiten efectuar comparaciones entre áreas: denominación, llamado, mundo onírico, funciones, métodos conjuratorios, seres atmosféricos, origen de estos seres, lugares de culto, ciclo ritual, aspectos terapéuticos, métodos de curación, existencia de congregaciones, participación en la vida comunitaria y retribución por sus servicios, por citar los más destacados. Además constituyen con frecuencia una etnografía “de rescate”, en el sentido de que documentan muchas prácticas en vías de desaparición, y ofrecen información muy valiosa sobre diversos momentos históricos.

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Sin embargo, existen ciertos problemas teóricos y metodológicos en las etnografías que conviene examinar. Quizá su análisis detallado contribuiría a una revisión conceptual del los graniceros como figuras heurísticas que facilitan el acceso a las cosmologías locales. Algunos de estos problemas surgen de lo que podrían considerarse inercias heredadas o automatismos intelectuales de la disciplina, que conviene sacar a la luz y esclarecer. Primero, el hecho de que los estudios han tomado en gran parte la figura del “granicero” como fenómeno autónomo, cuando en realidad representa el aspecto más visible de un complejo mucho más amplio. Esto se manifiesta quizá en una preocupación descriptiva que excede objetivos analíticos e interpretaciones teóricas debido a que, como recurso metonímico, el granicero sólo permite el inventario de los rasgos con los que mantiene una relación más directa. Así, al no resultar aislable en sí mismo, los trabajos dejan entrever sistemas complejos pero adolecen de cierta falta de integración funcional. El enlistado de elementos no permite acceder a la lógica que subyace al conjunto de concepciones y prácticas simbólicas relacionadas con la meteorología. Segundo, el abordaje de “sistemas climáticos emic” completos que podría superar este sesgo no resulta posible debido a la ausencia de profundización, por parte de los autores, en las categorías nativas vinculadas a los complejos atmosféricos —es decir, la significación local de conceptos como el “tiempo”, el “granizo”, la “lluvia”, las “ofrendas”— y en las relaciones que mantienen estos elementos entre sí. Un énfasis en las relaciones entre los elementos más que en los elementos mismos conduciría probablemente al hallazgo de ejes integradores —lo que Sandstrom ha llamado “un orden oculto” (1998: 77) y Galinier “modelo cognoscitivo” (1990a: 33)— que permitirían congeniar tradiciones locales, expresiones de la cosmovisión mesoamericana y procesos de recreación simbólica o sincretismo en un mismo marco coherente. Sin embargo, cuando los autores han intentado hacerlo se han limitado a interpretar los datos actuales como evidencias de continuidad respecto a las concepciones prehispánicas, iluminando el sentido de ciertos rasgos pero no de la totalidad del conjunto. Tercero, en este sentido la ausencia de un análisis minucioso y localista de las categorías nativas ha ido acompañado del uso no cuestionado de categorías analíticas occidentales. Entre ellas se encuentran las de sagrado/profano como ámbitos separados y excluyentes —entre los graniceros la realidad parece asemejarse más bien a un continuum— y las de tradición/modernidad referidas a los ámbitos campo/ciudad —cuando vemos, por ejemplo, que algunos graniceros trabajaron de albañiles o comerciantes en el Distrito Federal sin “perder” sus creencias (Soledad González, 1997: 320; Glockner, 1996: 93, 201)—. Cuarto, estrechamente asociado con lo anterior se aprecia una intención sostenida de aislar y delimitar el concepto de “granicero” evitando su “contaminación” con

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otras categorías de especialistas rituales con el fin de “crear” un especialista muy definido. El trabajo de Bonfil Batalla enfatiza esto al afirmar que “hay una definitiva oposición, una incompatibilidad” entre graniceros y nahuales y entre graniceros y brujos, pues su tarea es benéfica y no dañina (1995: 248-249). Nutini asimila al tezitlazc con el hechicero y lo opone al brujo (1987: 34); Paulo Maya presenta a los claclasquis como diferentes de los brujos, a pesar de la asociación de la gente (1997: 295), y Noriega Orozco insiste en que la asociación con brujos viene de la época colonial, pues los tlamatines brindan un servicio a la comunidad (1997: 545). Sin embargo a lo largo de sus estudios hallamos datos aparentemente contradictorios con estas afirmaciones: combates entre graniceros, “maldades” hechas a las ofrendas o grupos antagónicos, capacidad para causar enfermedad y evidencias continuas de su capacidad destructiva. Evidentemente el uso dual de los poderes era una característica de los dioses y magos prehispánicos, que podían causar la enfermedad y también curarla (López Austin, 1996, I: 389, 1967), y es muy probable que constituya un atributo de los actuales graniceros. Sin embargo, la dicotomía forzada entre especialistas benéficos y dañinos no permite apreciarla. “¿Qué pasaba —se preguntaba al respecto Tim Knab— si el brujo era a la vez un curandero?” (1997: 24). ¿Qué pasaría —nos preguntamos a su vez nosotros— si el granicero era también un brujo? En este sentido poco se ha explorado el uso que los graniceros hacen del poder, que parece, según los datos presentados por los autores, estrechamente asociado tanto con su ambivalente naturaleza benéfica y dañina como con la de las entidades que controlan. ¿Qué significan, en el marco de la estructura comunitaria, los combates entablados por los graniceros? ¿Qué función cumplen y qué persiguen? ¿Qué castigos pueden infligir a la población y por qué? Una anécdota referida por Paulo Maya resulta sumamente interesante: ante la negativa de pagar la retribución por sus servicios, los graniceros hicieron que el agua de una cascada local se ocultara (1997: 267). Cabría pensar que las investigaciones deben considerar esta perspectiva y averiguar cuál es la percepción que de éstos tienen los otros miembros profanos y legos de su comunidad. Quinto, existen presupuestos teóricos implícitos, y al mismo tiempo centrales, en la concepción de los trabajos descritos. Quizá resultan aparentemente tan obvios que han sido asumidos por la mayoría de los autores. Se trata de la expresión clara de que la función o razón de ser del granicero es proteger la cosecha = subsistencia. Sin embargo esto no deja de ser una hipótesis materialista impuesta a priori. Al mismo tiempo, es una hipótesis que frena desde el comienzo una amplia gama de interpretaciones de trasfondo cosmológico o no estrictamente económico —el trabajo de Albores innova al afirmar que el papel del granicero es reproducir y mantener el orden cósmico (1997: 406-407)—. Que este postulado es más problemático que explicativo resulta evidente cuando se afrontan preguntas, cada vez más frecuentes, como: ¿qué sucede

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con los ritos pluviales y atmosféricos en regiones donde la subsistencia no depende primordialmente de la agricultura? ¿Por qué continúan reproduciéndose? ¿Tiene algún significado especial la pequeña producción o responden estos ritos a otras concepciones inexploradas? ¿Son las peticiones pluviales rituales exclusivamente agrícolas? ¿Existen relaciones veladas entre los meteoros y la reproducción general de la vida? Sexto, por último se aprecia una ausencia —menor en el trabajo de Nutini— de la integración de estos especialistas en un contexto sociológico más amplio: cuál es su situación respecto al sistema de cargos, la organización política de la comunidad, la vida práctica cotidiana —pues representan especialistas de tiempo parcial—. A su vez, ¿cómo se piensan los sistemas simbólicos desde las categorías sociales de la cultura?, ¿cómo se imbrican vida social y práctica ritual? Y por otro lado, ¿cómo se plasma la creencia en la praxis concreta?, ¿por qué vías siguen reproduciéndose los complejos climáticos?, ¿cómo opera la transmisión, dónde, cuáles son los actores y cuáles sus cauces? A algunas de estas preguntas trataré de dar respuesta en la presente investigación.

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Capítulo 2 Regadíos en el paisaje. De canales y manantiales en la Sierra de Texcoco

La región serrana La Sierra de Texcoco conforma una microrregión. Situada a cuarenta kilómetros del Distrito Federal, en el extremo oriental del Estado de México, se extiende a lo largo del vértice superior de la Sierra Nevada y separa el Valle de México del medio poblanotlaxcalteca. Reúne seis pueblos: San Jerónimo Amanalco, Guadalupe Amanalco, San Juan Totolapan, Santa María Tecuanulco, Santa Catarina del Monte y San Pablo Ixayoc. Todos se encuentan inscritos en el triángulo formado por los cerros Tláloc, Tlamacas y Tezcutzingo y están ligados por un complejo sistema de regadío que condiciona la definición local del territorio (Palerm y Wolf, 1972: 114, 130; Pérez Lizaur, 1975: 13-14). La Sierra de Texcoco era una de las cuatro subregiones que integraban el Acolhuacan septentrional prehispánico —junto a la llanura, el somontano y la franja erosionada—. Estaba localizado entre el lago de Texcoco, el río Nexquipayac, los cerros de Tezoyuca y las serranías del Tezontlaxtle y Patlachique; las sierras de San Telmo, Tlamacas, Tláloc, Telapón, Ocotepec y el valle entre Ocotepec y el cerro de Chimalhuacan, al norte de los ríos Chapingo y Texcoco (Palerm y Wolf, 1972: 112-113). El área habitada se sitúa hoy sobre los 2 650 metros y cuenta con terrenos fértiles y bosques de huejotes (salix), encinos (quercus), cedros (cupressus), oyameles (abies) y ailes (alnus). La agricultura ha introducido milpas de temporal y de riego, árboles frutales y magueyes que trazan las lindes entre cultivos. Allí resplandecen el maíz, las habas y las flores ornamentales; junto a las acequias y manantiales crecen huejotes y más raramente ailes. Entre los 3 500 y los 4 000 metros se extiende el monte de ocotes (pinus) y, en las cumbres, hacia los 4 000 metros, prosperan los prados de gramíneas formando el zacatonal alpino (González Rodrigo, 1993: 34-39). En el paisaje destacan los cerros bajos. Al oeste, tres elevaciones separan a la Sierra de Texcoco del somontano: Tezcutzingo, Tecuiclachi y el cerro de Purificación. Al oriente se yerguen los cerros comunitarios: Tlaxomulco y Tlapahuetzia son los cerros tutelares de San Jerónimo y Guadalupe Amanalco; Tlamacas, de San Juan Totolapan; Tecuani, Coacoxco y Malinali, de Santa María Tecuanulco y Tlapahuetzian, Coacalli y Tepechichilco, de Santa Catarina del Monte (inegi, 2000a: 14). Sin embargo, el 63

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Monte Tláloc es la mayor prominencia del horizonte y, con sus 4 120 metros de altura, preside la jerarquía de las elevaciones en la Sierra. También existen pequeñas peñas sobre las laderas, en claros de vegetación, cerca de las cimas, en una accidentada topografía ligada a la concepción mítica de los manantiales. El clima es templado subhúmedo en la zona poblada y semifrío subhúmedo en los bosques del Monte Tláloc, con una temperatura media de 16 °C (inegi, 2000a: 6). La estación seca comprende de noviembre a abril, y en ella las heladas, las nieves y los vientos del oeste barren las alturas; en la húmeda, de mayo a finales de octubre, cae entre el 80 y el 90% de la precipitación anual. Las lluvias son más intensas en las montañas —en el Monte Tláloc alcanzan los 1 100 mm— y en las comunidades la media es de 600 mm (González Rodrigo, 1993: 33-34). Por un periodo de tiempo considerablemente largo, de 140 a 180 días, las nubes cubren el cielo y descargan tormentas eléctricas y granizadas, y el eco de los truenos reverbera en las montañas de manera permanente manifiestando el poder de los meteoros. No obstante, en ciertos años la situación se invierte y la sequía asola la zona. La altura de la Sierra Nevada obstruye la llegada de las nubes traídas por los vientos Alisios desde el Atlántico y la sequía afecta a todo el Valle de México (Palerm y Wolf, 1972: 115). La Sierra de Texcoco se vuelve entonces un medio árido, de tierra pardusca, con magueyes y nopales agostados; los manantiales y canales destacan entre ellos con un verdor y una fertilidad opuestos a la sequedad circundante. FIGURA 2.1 La región de la Sierra de Texcoco y sus comunidades

Estado de México

D.F. Tepetlaoxtoc San Juan Totolapan San Jerónimo Amanalco Texcoco Santa María Tecuanulco Santa Catarina del Monte San Pablo Ixcayoc San Miguel Catlinchan Cerro Tlaloc

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El asentamiento Las casas se diseminan entre los campos de cultivo trazando un tapiz verdiblanco. Las calles serpentean en torno a un centro formado por la iglesia y su atrio, la delegación, la posta médica y algunas tiendas. Las viviendas, que poseen topónimos en náhuatl o nombres de santos, tienen de tres a cuatro cuartos cuyas puertas dan a un patio descubierto. Las antiguas son de adobe con techo de teja o cartón e incluyen un temascal unido a un horno de pan. Las modernas son de cemento con techos y suelos de este material, y edificios de dos o tres pisos con ventanas de aluminio y garaje. Existen conjuntos de casas rodeadas de terreno, y también casas aisladas entre terrenos, viviendas entre milpas verdes y canales de regadío. Desde 1970 la mayoría cuenta con luz eléctrica, alcantarillado y agua corriente; la línea telefónica es de instalación reciente. El asentamiento semidisperso ha mostrado una relativa estabilidad histórica. En ello ha influido la ocupación original de la Sierra, es decir, la fundación prehispánica de los pueblos, que no seguía el trazado reticular de las congregaciones sino que se ajustaba a la distribución irregular del área irrigada, y el sistema agrícola a ella asociado —tipo de parcelas y régimen de propiedad de la tierra—.1 Así, hoy como ayer, Amanalco, Tecuanulco y Santa Catarina se localizan a la misma altura, la del curso de las acequias principales, los 2 700 metros. El creciente poblamiento del área, que ha pasado de 4 500 habitantes en 19602 a 16 000 en 2009,3 ha respetado este patrón y no ha desfigurado el paisaje. Las escuelas primarias —escuelas rurales— se remontan a la década de 1930.4 En los años setenta se construyeron varias secundarias. Amanalco y Santa Catarina cuentan con primaria y secundaria en sus barrios principales. La construcción de las secundarias se debió al gobierno estatal o federal, pero el mantenimiento de los edificios y del mobiliario corre a cargo del pueblo. Como muestra de modernidad, Amanalco y Tecuanulco tienen hoy primarias de educación bilingüe náhuatl-castellano dirigidas por maestros locales, que contribuyen a recordar las raíces nahuas de la región. Las iglesias son edificios del siglo xviii orientados hacia el oeste y con grandes atrios ceremoniales; su interior alberga a los santos patronos. Todas son atendidas por el cura de Amanalco, a la jurisdicción de cuya parroquia pertenece el territorio serrano. 1 2 3

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Puede abundarse sobre esta hipótesis en Pérez Lizaur (1975: 183-187). Véanse los datos pertenecientes al censo de 1960 proporcionados por Pérez Lizaur (1975: 14). El censo de inegi (2000b), en el que me baso, se debe tomar como una orientación provisional debido a las discrepancias que presenta con el registro —más fiable— de los respectivos centros de salud de cada pueblo. Así sucedió por ejemplo en Santa María Tecuanulco (Palerm Viqueira, 1993: 85). En Amanalco la primera escuela se remonta a 1966 (Pérez Lizaur, 1975: 33).

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Hay también capillas en las lindes externas de los pueblos. Los cementerios, emplazados siempre al oeste, están alineados con los pórticos de los templos. La ciudad de Texcoco constituye la capital regional. Situada a veinte kilómetros, es el centro del transporte y del comercio serranos. Representa el lugar de compraventa de productos: se venden flores y objetos artesanales y se adquiere la despensa semanal. Muchos nahuas trabajan allí y otros viajan a México para desempeñarse como asalariados —músicos, albañiles o policías— en una migración cotidiana e itinerante pueblo-ciudad. Además es frecuente viajar a Texcoco para transbordar y tomar un microbús que conduzca a otra comunidad, pues el transporte interno en la Sierra es escaso. En ocasiones esta comunicación se efectúa a pie por una red de veredas que vinculan a los pueblos. Durante las fiestas patronales, por esta red de veredas transitan los serranos y las procesiones que visitan las iglesias de las comunidades vecinas. De este modo, existe una articulación del territorio en dos niveles sucesivos que repercuten en la concepción de la identidad: por un lado, hacia el interior, las veredas y el sistema de regadío prehispánico —que luego veremos— favorecen la cohesión de la Sierra y su constitución como microrregión; por otro, la relación cotidiana con Texcoco propicia su identificación frente a lo ajeno, la convergencia de las comunidades serranas en un espacio exterior y su identidad, reflejada por la urbe como en espejo, de región cultural. FIGURA 2.2 Paisaje de la Sierra en la estación seca

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Perspectiva etnohistórica regional Poblamiento chichimeca e Imperio texcocano El Acolhuacan septentrional fue un área secundaria en los periodos Clásico de Teotihuacan y Tolteca debido a su cultivo de roza y temporal, economía inestable, baja demografía, ausencia de núcleos urbanos considerables y zonas despobladas o casi despobladas en los valles serranos (Palerm y Wolf, 1972: 118). Sin embargo en 1244 sobrevino un cambio de rumbo. Coincidiendo con la caída del Imperio tolteca llegaron al Acolhuacan grupos chichimecas procedentes del norte. Eran de filiación pame y estaban dirigidos por Xólotl. Allí hallaron toltecas y convivieron pacíficamente por el reparto geográfico. Los chichimecas se asentaron en el somontano y la sierra y se dedicaron a la caza —el Códice Xólotl marca con arcos y flechas los movimientos de estos grupos y su vida nómada-cazadora—, y los agricultores toltecas ocuparon la llanura y los valles del somontano por disposición de los señores chichimecas. Dos formas de vida entraron en contacto: nómadas y sedentarios, cazadores y agricultores. Después sucedió un periodo inestable por el intento tolteca de convertir a los chichimecas en agricultores, que se resistieron a la aculturación impuesta, la inmigración de grupos toltecas y la reducción de su territorio por el aumento de la población agrícola. Era 1318 y en Texcoco, la capital recién fundada, regía el rey chichimeca Quinatzin Ininatzin (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 60). A este periodo sucedieron los reinados de Techotlalla e Ixtlilxóchitl. En el del último ocurrió un hecho decisivo para la constitución de la Sierra de Texcoco: la ciudad fue atacada por la coalición de enemigos de Azcapotzalco al mando del tepaneca Tezozómoc y la unidad política de la zona se vio sacudida. Nezahualcóyotl, el joven heredero al trono, hijo de Ixtlilxóchitl, huyó al destierro escapando de los ejércitos tepanecas seguido por los señores aliados de Texcoco hacia Tlaxcala y Huexotzingo. La huida de Nezahualcóyotl fue una peregrinación casi mítica por varias poblaciones y cerros del área, donde a menudo se refugió para pernoctar, y coincidió con la erupción del volcán Popocatépetl.5 Cuando atravesaba la Sierra de Texcoco se detuvo para fundar varias poblaciones —muchos de los actuales pueblos serranos— donde asentó a sus acompañantes, grupos procedentes de Tezcutzingo y Oxtotipac que se establecieron en 1418 al pie de la cadena montañosa (Coy, citado en González Rodrigo, 1993: 23). Nezahualcóyotl dirigió la ocupación semidispersa del territorio —distinta del trazado reticular de los pueblos de indios creados posteriormente por los sacerdotes en la Colonia— que respondió a un factor decisivo: la distribución irregular del área irrigada. Las poblacio5

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Véase el periplo ilustrado en las planchas vii, viii, ix y x del Códice Xólotl (1980: 89-123).

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nes respetaron la franja de humedad de los manantiales de San Francisco, cuyo nivel se sitúa sobre los 2 700 metros (Pérez Lizaur, 1975: 14, 183-187). La Sierra de Texcoco tuvo así al monarca Nezahualcóyotl y al agua inscritos en sus propios orígenes. En 1431 Nezahualcóyotl regresó del destierro y, ya en el trono, restableció la unidad destruida por Tezozómoc tras vencer a la coalición de Azcapotzalco. Entonces el Estado texcocano se consolidó políticamente y se suprimieron las últimas resistencias a la toltequización: se obligó a los chichimecas a dedicarse a la agricultura, cambiar de dieta, concentrarse en pueblos y casarse con los toltecas de las familias nobles (Palerm y Wolf, 1972: 140). Los cantos de Nezahualcóyotl reflejan un periodo de armonía y prosperidad general. Su legitimidad como gobernante era total y no procedía sólo de su designación como sucesor al trono o de sus éxitos militares. Los Anales de Cuauhtitlán (1992: fol. 36; 1945: 40) narran un episodio que vincula leyenda e historia: cuando de niño Nezahualcóyotl se estaba ahogando en el lago de Texcoco, los dioses de la lluvia lo rescataron y lo llevaron volando hasta la cima del Monte Tláloc. Allí lo lavaron con ceniza y agua divina y le anunciaron el éxito en sus empresas futuras, tendría en sus manos la ciudad de Texcoco. Una conexión asociaba autoridad terrenal y poder divino con el agua y la fertilidad. Nezahualcóyotl era el escogido de los dioses, un elegido al que las divinidades pluviales le conferían la legitimidad. Nuevamente el agua surgía asociada a la historia del área: rey y gobierno fueron bendecidos por los tlaloque. Y la importancía del agua aparecería una vez más. En 1454 el Valle de México sufrió una serie de inundaciones, presiones demográficas y falta de tierras de cultivo que provocaron una hambruna de grandes proporciones. Se crearon regadíos en muchos lugares del valle de México, y en Texcoco el monarca Nezahualcóyotl dirigió la construcción de un sistema particular: un complejo de terrazas y canales asociado con manantiales y destinado a transformar en agricultura intensiva la antigua agricultura extensiva de roza y temporal. Sus repercusiones fueron extensas. Por un lado, surtía los jardines palaciegos del monarca en el Cerro Tezcutzingo, un centro ritual consagrado a rendir culto al líquido vital. Por otro, integraba las comunidades y asimilaba las fronteras del Imperio a los límites del área de irrigación. Las consecuencias no se hicieron esperar: crecimiento demográfico, especialización artesanal, comercio y desarrollo urbano (Palerm y Wolf, 1972: 144, 121). Texcoco derivó de zona marginal en un área clave. A comienzos del siglo xv el Imperio reunía 540 000 habitantes (Pérez Lizaur, 1975: 53) y se convirtió en el segundo más importante después del de Tenochtitlán. Aliado con éste y Tacuba, formaría la Triple Alianza. Simultáneamente el Señorío de Coatlinchán, floreciente de 1300 a 1375 y al que estuvo subordinado en un principio Texcoco, decayó cuando los tlatelolca conquistaron Chimalhuacán-Atenco para entregarlo al dominio tepaneca. Cambiaron las relaciones de poder y Texcoco se convirtió en el eje con el que Nezahualcóyotl ejerció su influencia en el Acolhuacan y sirvió a los fines expansionistas de los mexica. Para mejorar el control político organizó el valle de Teotihuacan en pueblos tributarios —Otumba, Tepeapulco,

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Tlaquilpa, Acolman, Teotihuacan, Tequicistlan y Tepexpan— sometidos a sus dictados (Gibson, 1967: 22). Al morir Nezahualcóyotl en 1472 subió al poder su hijo Nezahualpilli y, con la muerte del último rey de la dinastía chichimeca, surgieron disputas entre sus tres hijos por la sucesión al trono, que acabarían provocando la decadencia del imperio (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 240). La caída de Texcoco coincidió con el proceso de conquista de México. FIGURA 2.3 Nezahualcóyotl guerrero, según el Códice Ixtlilxóchitl

Fuente: Códice Ixtlilxóchitl (1996: lámina 106r del facsímil).

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De la Colonia al siglo xix Al conquistar Texcoco los españoles dominaron poblaciones y señoríos. Sin enbargo, mantuvieron la estructura política existente y las relaciones entre poblaciones súbditas como constelación alrededor del sistema de riego. Además conservaron los límites entre el valle de Teotihuacan y las porciones meridional y septentrional del Acolhuacan, y dejaron Texcoco como cabecera rodeada por los pueblos sujetos (Gibson, 1967). No obstante, la región sufrió una desarticulación respecto a la sociedad dominante y pasó nuevamente de constituir un área clave a integrar una zona marginal (Palerm y Wolf, 1972: 148). Los españoles concentraron las tierras indígenas en grandes extensiones gracias a las mercedes del Virreinato y así surgieron haciendas pulqueras, agrícolas y ganaderas que alteraron la producción local. Se introdujeron cereales como el trigo y la cebada, animales como ovejas, caballos, vacas y cerdos, y prendas de lana de tradición europea, todos extraños para los nahuas. ¿Supuso esto una transformación radical? En absoluto. Las plantas locales no desaparecieron pues las nuevas ocuparon otros terrenos (Palerm Viqueira, 1993: 39-40). Además, las haciendas trigueras aumentaron el cultivo de maíz para pagar a los peones y, gracias seguramente a la pervivencia del cereal, la cosmovisión nahua continuó reproduciéndose soterrada en el seno de los trigales. Curiosamente, en otras regiones de México el maíz fue totalmente marginado en la Colonia (Palerm Viqueira, 1993: 42). Las haciendas pulqueras y ganaderas surgieron entre los pueblos de Tepetlaoxtoc, Apipilhuasco y Totolapan, pero se expandieron hasta absorber tierras, bosques y fuentes de agua pertenecientes a las comunidades, y los nahuas tuvieron que trabajar en ellas para lograr satisfacer su precaria economía de subsistencia (González Rodrigo, 1993: 23). Hasta mediados del siglo xvii las haciendas perjudicaron levemente a los pueblos, pero luego invadieron la zona. Surgieron tres importantes: Nuestra Señora de la Concepción Chapingo, San Bartolomé del Monte y Tierra Blanca. La primera reunió otras tantas adquiridas por la Compañía de Jesús en 1699 y fue administrada por los jesuitas hasta su expulsión en 1767, cuando pasó a sucesivos particulares hasta que, en 1901, alcanzó una extensión definitiva de 15 378 hectáreas desde la planicie hasta la Sierra. Esta hacienda ocupó Santa Catarina del Monte (González Rodrigo, 1993: 2324). Las haciendas de Tierra Blanca y San Bartolomé absorbieron parte del territorio de Amanalco y Tecuanulco (Pérez Lizaur, 1975: 54). Todas cultivaban trigo como cereal principal, cebada, maíz y arvejón, y criaban ovejas para vender la lana. Por presiones españolas los indígenas fueron adoptando las variedades de plantas y animales que habían sido introducidos en la Nueva España.

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En el siglo xviii6 la sierra vivió de la explotación forestal y del cultivo de regadío como continuación de la época de Nezahualcóyotl. Pero las haciendas trataron de obtener más manantiales y tierras irrigadas.7 Los “jueces de aguas” actuaban ad hoc como intercesores en los pleitos locales. Durante el siglo xix siguieron las mismas actividades económicas: peonaje y agricultura de regadío en pequeñas parcelas de maíz, frijol, haba, arvejón y cebada. En el Porfiriato los pueblos mantuvieron el acceso al agua pese a las leyes de baldíos y la regulación efectuada por las haciendas (Palerm Viqueira, 1993: 44). Y el siglo culminó con un aumento demográfico. La sierra se recuperó de las epidemias producidas por la conquista en 150 años, de 1750 a 1900. Además, llegaron pobladores nuevos, los nahuas de la llanura y el somontano carentes de tierras que se instalaron en la zona (Pérez Lizaur, 1975: 53-54).

El siglo xx: la restitución de tierras El siglo xx marcó la recuperación del territorio. Con el reparto agrario la sierra pasó de la concentración y producción en haciendas a las pequeñas parcelas indígenas. El gobierno repartió terrenos de temporal (sin riego) y de monte (destinados al cultivo de roza), lo que produjo numerosos conflictos. En 1960 Santa Catarina reclamó una serie de tierras absorbidas por la hacienda de Chapingo, cercana a Amanalco y Tecuanulco, que estas comuniadades pretendían, y pleiteó duramente hasta que el Departamento Agrario intervino y las tituló a su favor (González Rodrigo, 1993: 29). Fue un caso significativo pues en toda la sierra la creación de ejidos favoreció el surgimiento de grupos antagónicos —ejidatarios frente a comuneros—, cuyos continuos reclamos de tierras siguen generando conflictos actualmente. Además, parte de la tierra repartida sirvió para acoger a los nahuas que habían sido peones de hacienda antes de la Revolución y que ahora obtuvieron propiedades y pudieron establecerse y sembrar. Después, hacia mediados de siglo, tuvo lugar un traslado de los cultivos: los destinados al consumo —maíz, arvejón, habas— se llevaron a las parcelas de temporal, y en las de regadío se sembraron plantas más intensivas como flores ornamentales 6 7

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Santa Catarina albergaba 540 habitantes (González Rodrigo, 1993: 25) y Amanalco cerca de 324 (Pérez Lizaur, 1975: 54). En el caso de Santa Catarina, “durante el tiempo que transcurrió desde la expulsión de los jesuitas hasta 1884, la comunidad tuvo en posesión el agua de los manantiales ‘Texapo’, ‘Tlalicocomane’, ‘Atexca’ y ‘Tlatecilla’” (González Rodrigo, 1993: 25-26, 28).

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destinadas al comercio (Palerm Viqueira, 1993: 44). La creación de carreteras permitió vender los productos y facilitó el trabajo de los serranos en las urbes de México y Texcoco. El incremento de la escolaridad, la instalación del tendido eléctrico, el agua corriente, los centros de salud y el drenaje, junto a la disminución de los aspectos de la identidad indígena más visibles —el uso del idioma náhuatl y la vestimenta tradicional, entre otros— tuvieron lugar también durante esta época (1960-1970).

a confi uración cultural actual Los nahuas y la identidad étnica serrana Hoy la identidad étnica del área plantea desafíos a las categorías convencionales. En 1980 Lastra de Suárez clasificó lingüísticamente a la sierra en la subárea dialectal nuclear del náhuatl moderno perteneciente al náhuatl central que se habla en el Distrito Federal, Estado de México, Tlaxcala, Morelos, Guerrero y parte de Puebla (1980: 5; 1986: 213). Halló “hablantes jóvenes y hasta niños” y notó que la fonología y morfología no habían cambiado mucho desde el siglo xvi. Desaparecieron la voz pasiva y ciertos sufijos derivativos, y la composición se empobreció. La sintaxis calcó construcciones y tomó preposiciones, conjunciones y adverbios españoles, así como términos para acciones y objetos nuevos de la vida diaria. Pero al valorar los aspectos estructurales y relegar la influencia del español, concluyó: “lo que queda es un lenguaje que se emplea en la vida familiar que no debe distar mucho del que hablaban los súbditos de Nezahualcóyotl. Difiere, sí, del lenguaje de los sacerdotes y de los señores que equivaldría al náhuatl clásico, pero no debe de diferir tanto de la lengua de la gente común” (Lastra de Suárez, 1980: 6).8 Según el inegi, hoy sólo hablan náhuatl 1 905 de los 15 976 pobladores serranos (2000b). Pero la cifra debe tomarse con cuidado. En trabajo de campo observé que el náhuatl se restringe a los ámbitos estrictamente privados y domésticos, por lo que resulta difícil evaluar su empleo; nunca lo escuché en la vida colectiva comunitaria. Algunos vecinos me dijeron que no sabían hablarlo pero que lo entendían, y ciertos adolescentes y adultos lo habían aprendido tardíamente, siendo monolingües de castellano en su infancia. El panorama revela múltiples y sutiles diferencias entre comprensión, práctica y aprendizaje; además las escuelas bilingües no parecen tener

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Hacia 1960 la población de Amanalco y Tecuanulco era bilingüe (Pérez Lizaur, 1975: 34; Palerm Viqueira, 1993: 80); en Santa Catarina vivían ancianas monolingües de náhuatl (González Rodrigo, 1993: 47).

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demasiada incidencia, los niños allí se intimidan y la adquisición del náhuatl ocurre en el seno de los grupos domésticos.9 Y el panorama se complica aún más porque los serranos que hablan náhuatl niegan hacerlo y no lo esgrimen públicamente como una seña de identidad. El vínculo cotidiano con Texcoco les ha enseñado que el náhuatl puede estigmatizarlos como “gente de la Sierra”, “montañeses”, “pies rajados”, términos peyorativos para designar al “indio”, y oponerlos a otros pueblos vecinos tenidos por “más civilizados”. En esta percepción debió influir también la campaña de escolarización iniciada por el Estado en 1930 que vio al náhuatl como un “atraso” y un “freno” al proyecto de nación dirigido a convertir México en un país “moderno” (véase Robichaux, 2005b). Pero es posible ofrecer una estimación general. Según mis observaciones, el náhuatl es hablado hoy por al menos dos tercios de los vecinos mayores de 40 años de Amanalco, Tecuanulco y Santa Catarina. Descubrí jóvenes que lo estaban aprendiendo y escuché que se consideraba a la colonia Guadalupe Amanalco, donde todos los habitantes —283 según el inegi (2000b)—son bilingües, como un lugar donde se habla “un buen náhuatl”. Por su parte, los pueblos de San Pablo Ixayoc y Totolapan han perdido la lengua. Otro rasgo identitario importante es el atuendo tradicional que se usó hasta 195060 y que incluía camisa de algodón, calzón de manta y huaraches para los hombres, y blusa bordada, falda de lana y faja para las mujeres, que iban descalzas y llevaban el pelo recogido en dos gruesas trenzas, además de lucir aretes y collares (Pérez Lizaur, 1975: 16; Palerm y Wolf, 1972: 145). Curiosamente, hasta 1980 los ancianos de Santa Catarina llevaban oculto su atuendo tradicional bajo otro similar al urbano, y las ancianas usaban su blusa bordada, algunas aún las guardan en sus roperos. Hoy el atuendo es similar al de los habitantes de Texcoco o de la ciudad de México, con la salvedad de que los hombres usan sombrero tejano y camisa con motivos charros. Este estilo se ha convertido en un marcador externo y en ocasiones se instrumentaliza como un signo de adscripción serrana. Por ejemplo, en 2004 los vecinos de Amanalco bajaron a Texcoco a protestar por el aumento del precio del transporte público armados con palos y “sombrerudos”. Asumiendo estratégicamente el estereotipo que tenían de ellos, hicieron presión ostentando su carácter “serrano y violento”. Se autorrepresentaron como “indios” deliberadamente para lograr sus fines. 9

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Al exponer a una informante las causas a las que yo atribuía el hecho —que tenían que ver con el ámbito doméstico de la casa y la intensidad de la interacción, vinculada además con el afecto—, ella argumentó que en realidad en la escuela se aprendía menos porque a la gente le daba “pena” (vergüenza) hablarlo en público frente a otros niños que se reían de la pronunciación, y que en casa esto no sucedía. El argumento parece remitir a estímulos y censuras típicas de “la pedagogía indígena nahua” (Chamoux, 1992) y abre sugerentes vetas de análisis al respecto.

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Y este carácter lábil de la identidad se amplía al notar la taxonomía local que los serranos manejan para clasificar los diferentes grados de indianidad de los pueblos vecinos y de sí mismos. De “más indio” a “menos indio” figuran: el uso de la lengua náhuatl y el peinado femenino en trenzas, las viviendas de adobe, los modales demasiado respetuosos y el uso de la comida en las fiestas —si es abundante y preparada para llevar en itacate se considera más “tradicional”—. La colonia Guadalupe se tiene por la población “más india”, después le siguen Amanalco y Santa Catarina, luego Santa María y finalmente Totolapan e Ixayoc. Una mujer de Santa María dijo al respecto: “aquí está un poco más civilizado el pueblo, allá [en Amanalco] se ven las mujeres con sus trenzas... son más como indígenas”.10 En este sentido el motivo de que la cosmología referida a los manantiales se mantenga en secreto es precisamente su inmenso poder como adscriptor étnico e identitario: los ahuaques y el tesiftero son figuras nativas clave, y las creencias y ritos que los circundan expresan “lo nahua” por excelencia. La autopercepción de la cosmovisión a través de criterios externos conduce a la ocultación y al silencio. Asociado con estas categorías, pero en positivo, debe considerarse un núcleo de rasgos culturales que los serranos conciben como comunes y definitorios de su pertenencia a una región cultural. Son conscientes de la especificidad de sus pueblos y de sus semejanzas internas. Aunque lógicamente no lo explican con tal abstracción, lo expresan citando las actividades económicas compartidas —la venta de flores y la música profesional—, el uso de la lengua náhuatl, la circulación de mujeres entre pueblos por los matrimonios mixtos —la endogamia regional— y la interrelación religiosa en las fiestas patronales, cuando las comunidades vecinas acuden al pueblo en cuestión y comparten colectivamente el banquete en honor del santo patrono. Pero el criterio por excelencia para considerar a la zona como región es sin duda el sistema prehispánico de regadío que envuelve como una red a la Sierra. Todos estos pueblos —me explicaron— son igual, son lo mismo: los matrimonios y bodas, los compadrazgos, las fiestas y las autoridades tradicionales; además, compartimos el agua de riego y contamos con una única junta comunitaria para el control colectivo.

Así, el regadío sirve para definir a los nahuas como serranos; quizá sea el único criterio estable, innegociable y duradero que ellos mismos han asumido a lo largo de la historia. Además es un criterio sumamente importante pues manifiesta la noción y percepción internas de una continuidad geográfica y cultural respecto al pasado, así como 10

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Véase un desarrollo sobre diferentes sistemas locales de clasificación étnica en Robichaux (2005b: 72).

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una acusada conciencia de historicidad (Good, 2004a; 2005b). El regadío define el sentido de pertenencia a una región compartida y brinda la capacidad de reproducción a la cultura serrana. La figura del monarca Nezahualcóyotl, sobre la que volveremos después extensamente, es uno de los ejes de este horizonte referencial que sitúa a los nahuas en el tiempo y en el espacio y les permite orientarse en el devenir de los cambios. Su memoria colectiva retiene una imagen muy precisa: los manantiales y canales con los que mantuvieron en la época prehispánica, y hoy siguen manteniendo, relaciones productivas y simbólicas. En suma, todo lo expuesto obliga a concluir que los serranos no encajan bien en una serie de categorías teóricas elaboradas por la etnología mesoamericanista para afrontar los retos planteados por las complejidades de la etnicidad. Nos estamos refiriendo, por ejemplo, al continuo indio-mestizo con el que Nutini e Isaac describen en el medio poblano-tlaxcalteca el paso de las comunidades desde un “polo indio” a otro “mestizo” mediante procesos de modernización-secularización (1974: 432-444); a la noción de postnahua acuñada por Mulhare para estudiar zonas de Puebla con “población indígena que, hasta principios del siglo xx, hablaba náhuatl, usaba un vestuario distintivo y se ganaba la vida trabajando en las milpas” (2003: 268), o a la de “sedimento” empleada por Morayta y otros autores para esclarecer la identidad de los actuales pobladores de Morelos, que no son susceptibles de clasificarse ni como nahuas ni como mestizos pues perdieron la lengua pero mantienen importantes elementos de su cultura (Morayta et al., 2003). En el caso de la Sierra de Texcoco considero, en suma, que la población puede ser denominada abiertamente nahua siempre que se conciba este término como dinámico y sensible a los procesos de cambio integrados y reelaborados continuamente a partir de una tradición histórica previa.

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FIGURA 2.4 Mujeres hablantes de náhuatl, Santa Catarina del Monte

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El parentesco El parentesco serrano se expresa en los grupos domésticos cuya composición depende de la fase de su ciclo de desarrollo: pueden ser familias extensas si los padres viven con sus hijos y los hijos de éstos, o nucleares si los hijos acaban de casarse y formar su hogar. Tras la boda el hombre lleva a la mujer a vivir a casa de sus padres y luego construye una vivienda independiente en un terreno heredado del padre y situado en su “rumbo”, a donde ambos se mudan.11 La excepción es el ultimogénito varón o xocoyote que permanece en la vivienda paterna, cuida a los padres en su vejez y a cambio hereda la casa (Robichaux, 2002: 308-309). La tendencia patrilineal liga a los grupos domésticos con el territorio. Con el tiempo y las bodas el rumbo paterno va llenándose de casas primero de hijos y luego de nietos formando una “patrilínea limitada localizada”, es decir, un conjunto de grupos domésticos ligados territorialmente por vínculos agnaticios (Robichaux, 2005a). El nombre en náhuatl de la casa paterna se transfiere a las otras y designa a toda la patrilínea —familia Durán-casa Teopanixpa—, y gracias a él los vecinos pueden determinar la pertenencia de un individuo a un grupo de parentesco. La cercanía de la patrilínea permite que las familias se ayuden o trabajen juntas cotidianamente —al sembrar o recoger la cosecha, por ejemplo, o al construir viviendas— formando un grupo doméstico unificado como unidad productiva (Taggart, 1975: 78-79; Good, 2005a: 277). Pero ciertos rituales anuales importantes reúnen a toda la patrilínea: en la celebración del Día de Muertos las familias acuden a casa del abuelo para elaborar colectivamente el pan destinado a los difuntos; así celebran sus lazos y se consolidan. Naturalmente, según esta lógica la herencia de los terrenos es masculina. Las mujeres pueden recibir propiedades si carecen de hermanos, pero el ideal es que la tierra permanezca atesorada por la patrilínea (Robichaux, 2003). Dijo un serrano: “darle tierras a la mujer es como regalárselas al marido”. La residencia virilocal persigue que la tierra no se fraccione. El hombre permanece con su familia y la mujer se desplaza. O cambia de casa o cambia de pueblo. La endogamia local se completa con la endogamia regional: la Sierra forma un continuum por el que las mujeres transitan al casarse para ir a vivir con el marido —si el hombre reside con sus suegros es censurado y recibe el nombre de “nuero”; no obstante, puede ocurrir si la mujer es xocoyota—.12 11 12

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El término “rumbo” hace referencia a los terrenos que circundan la casa paterna. Las mujeres xocoyotas u herederas permanecen en su casa y, lógicamente, el marido debe trasladarse a vivir allí. El término “nuero”, en náhuatl soamontli (el mismo que para nuera), indica la transgresión cultural de la norma estipulada de la residencia postmarital virilocal.

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El matrimonio es un rito de paso femenino: la mujer deja a su familia para integrarse en el grupo y en el pueblo del esposo. En Amanalco el grupo de la novia lo llama mona:miquita, “encontrar a un hombre”, y el del novio mosowa:wtia, “incorporarse una mujer” (Peralta, 1994). La ceremonia ilustra el tránsito: tres fiestas sucesivas en las casas del padrino, los padres de la novia y los del novio marcan el paso de la mujer desde su casa a la del marido donde es recibida, sahumada con copal ante al altar doméstico e incorporada al hogar. FIGURA 2.5 Boda en Santa María Tecuanulco

También se produce en ocasiones el “robo de la novia”. Entonces el hombre lleva a la mujer a vivir a su casa sin “pedírsela” a sus suegros. Pero a la larga el resultado es equivalente. La familia del novio envía a la de la mujer una cesta con pan, plátanos, naranjas, un cirio y una botella de vino (“el contento”) para indicar que está instalada “con bien”. La canasta es idéntica a la del pedimento matrimonial. Esto revela que la unión, más que por la boda, se legitima por la cohabitación, por la residencia virilocal de la mujer y por su inserción en la patrilínea. El traslado es un hecho público y la pareja queda reconocida.

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La unión inaugura una serie de lazos sociales sumamente importantes para la pareja. Primero crea un compadrazgo entre las familias del padrino, los padres de la novia y los del novio formando un agregado social mayor. Pero después, al ir naciendo los hijos, la pareja ampliará sus relaciones comunitarias ad infinitum mediante compadrazgos sucesivos. El padrino de boda será el padrino de bautizo de los niños y mediará en los conflictos que puedan surgir entre ellos; luego vendrán los compadres de confirmación, primera comunión y matrimonio para los hijos, todos “de primer grado”. Los de “segundo grado” incluirán las bendiciones de la casa, coche e imágenes religiosas, los de 15 años y los de graduación para hijas e hijos. La lógica del compadrazgo se basa en los principios de “respeto” (icatlasotla) y “agradecimiento” (tlasocamachiliztli). Los compadres establecen vínculos susceptibles de ser retribuidos. Dicho sucintamente, icatlasotla implica dar, entregar, donar, que lleva consigo la acción de devolver, denominada tlasocamachiliztli o “agradecimiento”.13 Muchos recursos sirven de sustancia a esta relación: puede ser comida, ayuda, trabajo, servicios e incluso las palabras en un saludo. El compadrazgo persigue articular personas y formar entidades que cooperen en todos los ámbitos, sintiéndose unidas y protegidas por los lazos comunes. Los compadres se saludan con términos parentales (“usted”, “hermano”, “compadrito”)14 y se besan la mano alternativamente para expresar “respeto”. Tenerlos es fundamental para convertirse en un buen vecino, para participar en las fiestas, contar con apoyos y, en definitiva, para ser una auténtica persona nahua: sólo un individuo relacionista es detentador de conductas morales apropiadas (Good, 2005b; Taggart, 2003). Todas las relaciones de parentesco comunitario, ritual o convencional, se renuevan el Día de Muertos, cuando al culto familiar a los antepasados se le aúna la reunión de la patrilínea en casa del abuelo paterno, y los vecinos que fueron pedidos como padrinos visitan a sus compadres para entregarles un canasto con fruta, pan, velas y una botella de vino15 idéntico al que recibieron el día del pedimento. En la festividad se 13

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También en la vecina Tlaxcala rural Nutini y Bell reconocen la cooperación, el respeto y la confianza como principios centrales del compadrazgo (Nutini y Bell, 1989: 211). Sobre la institución del compadrazgo y su relación con el “respeto” en otras regiones nahuas, pueden consultarse, entre otros, los análisis de Chamoux (1987: 123-143) sobre Huauchinango, en Puebla, y de Montoya Briones (1964: 97-100) sobre Atla, otra comunidad de Puebla. En Amanalco, los compadres se saludan con tres sufijos honoríficos nahuas: -ton, -kon, -tzin, cuando se trata de compadrazgos de “primer grado”. El habla de compadrazgos de “segundo grado” incorpora el exhortativo -ma, junto con las marcas honoríficas: -lo y -owa (Peralta, 1998: 387-389). El lenguaje ritual o religioso del compadrazgo está, pues, muy desarrollado en esta comunidad. La ceremonia tiene lugar el día 2 de noviembre a partir de las 12 de la tarde, cuando los difuntos abandonan los pueblos y la comida ofrecida en los altares puede ser entregada a los compadres. En Tecuanulco es denominada “las saludadas”.

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celebra a los difuntos, se refuerza el vínculo patrilineal y se recrea la institución del compadrazgo en un momento privilegiado de reproducción social. Los vivos y los muertos conviven en una fiesta colectiva. Y esta producción de relaciones encuentra su bien más preciado en los niños, que las familias conciben como la realización vital más acabada. Al nacer, la partera les entrega a los padres el ombligo y la placenta. Entonces los padres entierran la placenta en el patio de la casa y, si el niño es varón, llevan el ombligo al monte y lo entierran con el fin de que “salga muy bueno para cuidar borregos, sembrar y recoger leña”; si es mujer, lo ocultan debajo del fogón o del metate para que sea un ama de casa entregada a sus hijos y buena cocinera, en suma, una mujer hogareña. Desde la perspectiva de los nahuas, si el entierro ritual de la placenta inscribe al niño en el grupo doméstico, la manipulación simbólica del ombligo persigue convertirlo en “persona”.16 La vida del niño transcurrirá así ligada a su familia y desempeñando en compañía de otros las tareas propias de su sexo. La vida de los niños está marcada por las “ayudas”. En el tiempo extraescolar, y según su edad, los varones sacan a pastar el ganado y acompañan al padre en las labores agrícolas y la explotación forestal. Las niñas ayudan en las tareas de cocina, limpieza y crianza de sus hermanos menores, y recogen agua o lavan la ropa en los arroyos. “Ayudar” y “trabajar” constituyen el núcleo central del concepto de infancia. La categoría de niño es un hecho social y no un vínculo consanguíneo asumido a priori. Un niño adoptado es hijo legítimo de los padres a quienes brinda su trabajo. Los padres entregan a cambio alimento, dinero, ropa, material escolar, cuidados, atenciones, y el niño se siente 16

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En Cuetzalan, el cordón umbilical del varón se cuelga de las ramas de un árbol, que a partir de entonces se convierte en su protector; el de una niña se coloca bajo el metate para que de adulta sea fértil y alimente bien a su familia (Aramoni Burguete, 1990: 196-197). Escribe Olavarrieta sobre los Tuxtlas: “El ombligo del recién nacido se cauteriza con un calvo caliente, y junto con la placenta, debe enterrarse en una de las esquinas de la casa, donde persona alguna pise sobre ellos. Otros informantes piensan que el patio de la casa es el lugar donde debe llevarse a cabo el enterramiento. Este tratamiento especial para cordón umbilical y placenta tiene consecuencias importantes para la futura salud del recién nacido. Una vieja partera empírica, muy conocida en San Andrés Tuxtla, opinaba que la gente se debilitaría cada vez más, dado que en los hospitales arrojan a la basura los elementos citados. Los niños, entonces, resultan de ‘espíritu débil’, muy dados a enfermar. Otra informante manifestó que era indebido que en los hospitales ‘tiren todo eso; porque es parte de uno, como el niño’ (1977: 107, énfasis añadido). Según Montoya Briones, “El cordón umbilical y la placenta —itehuícal— se entierran en el solar […]; el hoyo lo practica el padre del niño y la partera se encarga de enterrar el itehuícal; encima se pone un poco de cal dibujando una cruz, lo que permitirá localizar el lugar sin dificultad el día del pakilistli, cuando los padrinos [de bautizo] del niño bailen con él a su alrededor.” Los padrinos bailan “cargándolo, a fin de que ‘crezca fuerte y sano’” (1964: 102, 99). Todos estos ejemplos muestran la importancia de la manipulación ritual del ombligo y la placenta en la construcción social del niño como “persona”.

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reconocido y querido por ellos. El nexo paterno-filial se construye a través de intercambios recíprocos y se basa en una relación de interdependencia: el niño es “hijo” si ayuda a unos “padres” que se convierten en tales por recibir su trabajo y dotarlo de bienes (Magazine y Ramírez, 2007; Taggart, 2003; Good, 2005a: 288-289). La clasificación del ciclo de edad no escapa a esta lógica y, según las ayudas que realiza, se designa al niño pilziquitl (un recién nacido menor de ocho días sin bautizar), conetl (infante de ocho días), piltonconetl (el niño entre 5 y 8-10 años) y telpocatl o ixpocatl (el o la joven de más de 10 años). A partir de ahí el muchacho es tlacamelahuac (“ya no es niño, es casado”). En efecto, el matrimonio marcará definitivamente su paso al estatus de adulto: tlacatl y sohuatl, hombre y mujer.17

La economía Hasta 1960 la agricultura fue la ocupación principal y hoy complementa la economía familiar. En las milpas de temporal y de riego se cultiva maíz (Zea mays),18 haba (Vicia faba), frijol (Phaseolus vulgaris) y arvejón (Pisum sativum var. arvense), base de la dieta; flores de agarrando (Agapanthus africanus Hoffmans) y cempasúchil (Tagetes erecta) para vender en los pueblos cercanos; árboles frutales —manzano (Pyrus malus), peral (Pyrus communis) y durazno (Prunus persica Sieb. y Zucc.)— destinados al consumo o la venta y algunos magueyes (Agave atrovirens Karw.) para obtener aguamiel y pulque y cocer bajo tierra en sus hojas el guiso de cordero denominado barbacoa. Las milpas de riego permiten afrontar las lluvias tardías o las heladas tempranas. En febrero se riegan, después se barbechan con arado de yunta o tractor, se trazan surcos a 45 cm y se vuelven a regar. Las semillas se remojan antes en agua con cal y se depositan tres o cuatro en agujeros practicados con una pala. “Yo mismo la selecciono, la desgrano y guardo de la cosecha anterior para mi semilla”, dijo un campesino. Quince días después se rompen los surcos y se cubre la planta con más tierra, y a los quince días se deshierba y se forman montículos bajo las matas para fortalecer su crecimiento. Hasta la cosecha, recogida en octubre, no se precisa otro trabajo. Sólo se riega al principio, y cuando llegan 17

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Montoya Briones documenta en Atla seis grupos de edad bien definidos: el cúnetl (desde el nacimiento a los 2 ó 3 años); el piltontli o telpócatl, y la piltontli o ichpócatl (de los 4-5 a los 12 ó 13 años), el telpochtontli y la ichpochtoltli (de los 13-14 a los 16-17 años), el telpochtli y la ichpochtli (de los 17-18 a los 22-23 años), el tlácatl y la sóatl (de los 24-25 a los 50-60), y el tectli y la tosi’tzi (de los 60 años en adelante) (Montoya Briones, 1964: 103-104). Principalmente dos variedades: el istac o blanco grande y el tlahualconetl o blanco chico, y esporádicamente el hiauitl o azul y el pinto (González Rodrigo, 1993: 64). Para una clasificación botánica de las plantas serranas, véase González Rodrigo (1993: 63-72, 93-109).

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las lluvias se cierran los canales pues se considera que “el buen maíz es el que nace y crece gracias al ‘agua del cielo’ ”.19 Así los cultivos de regadío se vuelven de temporal y serán las lluvias las que verdaderamente logren y hagan granar la cosecha. En las tierras de monte y de temporal, más expuestas a riesgos, se cultiva haba, frijol y arvejón, que se siembran en abril-mayo y se recogen en octubre-noviembre; cebada (Hordeum vulgare), con siembra en junio-julio y cosecha en octubre-noviembre, y trigo (Triticum aestivum), de abril-mayo a octubre-noviembre. Pero el cultivo que ocupa la mayoría de los terrenos y posee un acusado simbolismo en la vida ritual es el maíz: en febrero-marzo se barbecha la tierra y en abril se esperan las primeras lluvias para empezar a sembrar. Hacia finales de junio la mata empieza a “jilotear”, en agosto aparecen los primeros elotes —“tiernitos, como de leche”— y en octubre se recogen las mazorcas. La explotación forestal incluía en el pasado la elaboración de carbón y hoy abarca la extracción de madera con motosierras —causa de deforestación—, tierra, arbustos de “perlilla” para confeccionar artesanías que se venden en la ciudad de México o Texcoco y leña para el consumo local. Esta situación se remonta a mediados del siglo xviii.20 La ganadería es de tipo menor e incluye ovejas y borregos para elaborar barbacoa y vender en la zona; animales de tiro y de carga —mulas, burros, caballos—, muy apreciados y objeto de un intenso comercio interno, utilizados en el trabajo agrícola y la explotación forestal; cerdos que se consumen con deleite en las celebraciones rituales —bodas, 15 años— y se crían y venden en el área, y exiguos rebaños de cabras para el consumo. Las ovejas las pastorean los niños y el resto del ganado se nutre de forraje y cultivos domésticos (cebada). Muchas familias cuentan con gallinas y pavos. A menudo los animales sirven como un capital que puede ser vendido, intercambiado o devuelto para saldar una deuda, y su estiércol se usa como abono natural. Dos actividades surgidas hacia 1940 —la venta de flores y la música profesional— son hoy la actividad principal. La venta de flores nació con la apertura de la carretera a Texcoco, que permitió adquirir nuevas semillas e ir luego a los mercados urbanos a vender las flores.21 Actualmente su cultivo se ha reducido a milpas dispersas y los nahuas se limitan a comprar las flores en los mercados de México —La Merced, Jamaica, Central de Abastos de Iztapalapa— y a revenderlas como ambulantes en Texcoco y los 19

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Esta cita, tomada de Pérez Lizaur (1975: 41) y escuchada por mí a menudo, resulta sumamente significativa en términos simbólicos, pues refiere indirectamente la primacía mítica de la lluvia sobre el regadío. La mayoría de los habitantes describen a sus antepasados como carboneros o leñeros, dedicados principalmente a la explotación del bosque. Así ocurrió en Tecuanulco (Palerm Viqueira, 1993: 127) y en Santa Catarina (González Rodrigo, 1993: 67-68).

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pueblos del llano. Compran a 15-20 pesos las docenas de rosas, claveles, helionoras, gladiolos, astromelias y nubes, y las revenden a 30-40 pesos. Las flores se buscan continuamente con fines rituales —bautizos, bodas, 15 años—. Ciertas familias se han especializado en arreglos florales y “portadas” para el adorno de las iglesias de la región. La música profesional surgió hacia 1940 en Tecuanulco con orquestas de viento —oboe, flauta, corno inglés, clarinete— pero la habían precedido las bandas aztecas de chirimía, tarola y teponaztle, más tradicionales. Las orquestas tocan en los pueblos y algunos músicos trabajan en las bandas oficiales del ejército, la policía, la marina y las delegaciones del Distrito Federal (Palerm Viqueira, 1993: 118-121). Otros acceden al conservatorio de la capital tras haber concluido su formación en el pueblo y se consagran como músicos profesionales. Recientemente han surgido grupos de música ranchera o bandas sinaloenses con trombones, tubas, saxofones y baterías, que son popularmente aclamadas y solicitadas en otros estados —Tlaxcala, Puebla, Hidalgo, Morelos, Veracruz—, cuyos autobuses colorean las calles de los pueblos en los breves periodos de descanso que interrumpen las giras; sus integrantes regresan después con cuantiosos ingresos. El envidiable sueldo de los músicos y el hecho de que el oficio se transmita de padres a hijos explican la proliferación de bandas y orquestas en toda la Sierra. El 22 de noviembre los pueblos celebran por todo lo alto la fiesta patronal de Santa Cecilia, y la imagen de la santa preside los altares de las casas entre ramos de flores blancas cultivadas por los serranos. Venta de flores y música están presentes y articuladas en numerosos grupos domésticos del área. Ambas actividades implican conexiones con el exterior, y un contacto continuado y una vinculación activa con la sociedad dominante. A ellas se le suman el trabajo asalariado de albañiles, policías y comerciantes así como sirvientas domésticas en una migración itinerante a las urbes de México y Texcoco; la manufactura de ropa en talleres domésticos con máquinas de coser que se vende a Chiconcoac y una migración minoritaria a Estados Unidos por parte de algunos pobladores del área. Hay que añadir finalmente que las distintas actividades se imbrican en el seno de los grupos domésticos de manera complementaria —autoconsumo e ingresos— según la diversa especialización de sus miembros y de la estación, determinada por el ciclo festivo.

El sistema hidráulico texcocano: el agua en el paisaje Hasta aquí hemos abundado en la descripción del contexto histórico y social de la Sierra, pero hemos dejado de lado el análisis de su complejo sistema de regadío. Es preciso examinarlo ahora en detalle para completar el panorama. Vimos ya que el apogeo del Imperio texcocano se debió a un triple proceso de aculturación chichimeca,

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integración política y obras hidráulicas (Palerm y Wolf, 1972: 122) que pervivieron tras la Conquista y actualmente constituyen un aspecto central de la delimitación geográfica regional de la Sierra. Comenzaron el año 1 Conejo (1454) como revela el Códice en Cruz mostrando la construcción del Tezcutzingo y un niño desnudo vomitando un líquido, símbolo de la sequía y la hambruna que sufría el Valle de México (Palerm y Wolf, 1972: 140). Nezahualcóyotl creó un sistema de regadío con canales y acueductos22 que además de afrontar las calamidades reforzó la centralización política del área integrando a las comunidades en una estructura de “constelación”. Según Palerm y Wolf, esta “constelación” se distinguía del “regadío local” pues los pueblos no tenían acceso directo al agua y dependían de una institución central para su distribución reglamentaria (1972: 143-144). La constelación de Texcoco fue de las mayores de México y reunía dos dimensiones. La primera era de carácter ritual o ceremonial y remitía al culto al agua y a la celebración de la fertilidad vegetal —en las albercas, fuentes y jardines que adornaban el Cerro Tezcutzingo— y la segunda era de orden material e incluía el sistema de irrigación formado por tres ramales y destinado a la producción de alimentos. Ambas formaban las dos caras de una misma moneda. Para mostrar la importancia del agua en la geografía, las páginas que siguen presentarán las dos dimensiones del sistema siguiendo este orden. FIGURA 2.6 Cerro del Tezcutzingo

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La construcción del sistema se prolongó durante el reinado de su heredero, Nezahualpilli.

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El complejo del Cerro Tezcutzingo La construcción del sistema fue coetánea a la del complejo del Cerro Tezcutzingo, una elevación cónica de 300 metros que fue perfilada y urbanizada para albergar la residencia y el lugar de recreo del monarca Nezahualcóyotl. Multitud de palacios y jardines surgían entre acequias, estanques y fuentes con surtidores borbollantes tallados en la roca viva. Nos dice Ixtlilxóchitl: De los jardines, el más ameno y de curiosidades fue el bosque de Tetzcotzinco, porque además de la cerca tan grande que tenía para subir a la cumbre de él y andarlo todo, tenía sus gradas, parte de ellas hechas de argamasa, parte labrada en la misma peña; y el agua que se traía para las fuentes, pilas, baños y caños que se repartían para el riego de las flores y arboledas de este bosque, para poderla traer desde su nacimiento, fué menester hacer fuertes y altísimas murallas de argamasa desde unas sierras á otras, de increíble grandeza, sobre la cual hizo una tarjea hasta venir á dar en lo más alto del bosque. (1952, II: 210)

Para facilitar que el agua fluyera desde los manantiales de la Sierra de Tláloc se aplanaron montes, se rellenaron valles y se erigieron dos acueductos: uno al norte de Ixayoc que surcaba las crestas de los cerros hasta el Tezcutzingo y otro que discurría desde el cerro de Metecatl (Chavero, 1902: 619; Palerm y Wolf, 1972: 137).23 De ellos partía una serie de canales internos tapizados de obsidiana fina y brazaletes de jade y de oro24 que distribuían el agua en diversas áreas: A las espaldas de la cumbre de él [Tezcutzingo], en el primer estanque, estaba una peña […] y de allí se repartía esta agua en dos partes, que la una iba cercando y rodeando el bosque por la parte del Norte, y la otra por la del Sur […] Un poquito más abajo estaban tres albercas de agua, y en la del medio estaban en sus bordos tres ranas esculpidas y labradas en la misma peña […] y por un lado otra alberca […] y por el lado izquierdo que caía hacia la parte del Sur estaba otra alberca […] y de esta alberca salía un caño de agua que saltando sobre de unas peñas salpicaba el agua, que iba a caer en un jardín de todas flores olorosas de tierra caliente, que parecía que llovía con la precipitación y golpe que daba el agua sobre la peña. Tras de este jardín se seguían los baños hechos y labrados de peña viva […] luego […] estaban el alcazar y palacios que el rey tenía en el bosque […] plantados de diversidad de árboles y flores odoríferas; y en ellos diversidad de aves. (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 210-212) 23 24

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Puede verse este punto más detalladamente en los Títulos de Tetzcutzingo (McAfee y Barlow, 1946). “in quetzalitztli, in chalchiuhmaquiztli” en los Títulos de Tetzcutzingo (McAfee y Barlow, 1946: 114).

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FIGURA 2.7 El Baño de la Reina

Pero ¿qué representaba exactamente el jardín? Diversos autores han ofrecido respuestas interesantes. Podía ser “un paisaje ritual tallado en la roca” similar a los de otros lugares de la Cuenca de México que integraban edificaciones y relieves labrados en piedra viva con jardines de plantas exóticas; éstos solían contener modelos en miniatura tallados en roca (“maquetas”) que representaban cerritos terraceados con pocitas en su cima en las que el agua vertida escurría simulando la caída de lluvia o aguas de irrigación fluyendo por canales (Broda y Robles, 2004: 277; Broda, 1997b: 10). Curiosamente una de estas maquetas con terrazas y escaleras diminutas fue hallada en las inmediaciones del Tezcutzingo (Cook de Leonhard, 1955). En consonancia con ello, el cerro era seguramente un espacio ritual tornado en “microcosmos artificial” o “sistema hidráulico en miniatura” que reproducía “los flujos, las caídas y las lluvias de manera ingeniosa” (Pasztory, 1983; Espinosa, 1996: 378-380). Servían al culto los caños y surtidores, pues “parecía que llovía con la precipitación y golpe que daba el agua sobre la peña”, y las tres ranas esculpidas que cuidaban las albercas. El conjunto simbolizaba la turbulencia de los arroyos y la caída de las tormentas de forma integrada: el poder vivificante del agua en su movimiento y diversidad. Además los jardines adyacentes estaban estrechamente relacionados con las divinidades acuáticas e incluían numerosas especies consideradas como “plantas de los dioses” (Heyden, 1983), convirtiendo el lugar en un espacio ceremonial consagrado a la pareja Tláloc-Chalchiuhtlicue (Musset, 1992: 129). La recreación cosmológica era completa.

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Pero el culto al agua se articulaba a su vez con la historia personal de Nezahualcóyotl y la memoria del área en una misma unidad conceptual. En el primer estanque había una peña y esculpida en ella en circunferencia los años desde que había nacido el rey Nezahualcoyotzin hasta la edad de aquel tiempo, y por la parte de afuera los años, en fin de cada uno de ellos […] las cosas más memorables que hizo; y por dentro de la rueda esculpidas sus armas. (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 210)

Esta vinculación del rey con el agua no puede resultar extraña si se recuerda el episodio infantil en el que Nezahualcóyotl estaba ahogándose en el lago de Texcoco y fue rescatado por los dioses tlaloque, llevado en vuelo hasta el Monte Tláloc y bañado con agua divina en un acto sobrenatural de entronización; se le confirió el poder terrenal y se le vaticinó el gobierno de la ciudad de Texcoco (Anales de Cuauhtitlán, 1945: 4). ¿Era el culto al agua en el Tezcutzingo un modo de reclamar esta legitimidad otorgada al monarca por los tlaloque? La inscripción de su figura en medio de los estanques resulta sugerente. Pero las albercas también simbolizaban la memoria histórica de su imperio. Los tres estanques se identificaban con enclaves importantes: el primero o Baño del Rey con el lago de Texcoco y la cabeza del impero, el segundo o Baño de la Reina con “la ciudad de Tenacoyan que fue la cabecera del imperio de los chichimecas” y el tercero y último con la antigua ciudad de Tula, “cabecera del imperio de los tultecas” (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 211). El cerro integraba el culto al agua y la historia del área en una estructura indisoluble, imbricando la cosmología del regadío y la historia humana (Espinosa, 1996: 380). Por encima de los jardines ascendían 520 escalones de caracol hasta la cima donde se hallaba el salón del trono, una pila, una cueva que se introducía dentro del cerro y, esculpido en la cúspide en una peña, un león o coyote acostado y mirando al oriente de cuya boca asomaba un rostro que era el retrato del rey. La heráldica de Nezahualcóyotl presidía todo el conjunto. En el bosque aledaño estaban su alcázar y sus palacios donde “había, entre otras muchas salas, aposentos y retretes, una muy grandísima, y delante de ella un patio, en el cual recibía á los reyes de México y Tlacopan, y á otros grandes señores cuando se iban á holgar con él, y en el patio se hacían las danzas y algunas representaciones de gusto y entretenimientos” (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 212). El complejo requería mucha gente para su servicio, adorno y limpieza y de ello “se ocupaban los pueblos que caían cerca de la corte por sus turnos y tandas […], teniendo cada provincia y pueblo á su cargo el jardín, bosque ó labranza que le era señalado” (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 209-210). Los nahuas de la Sierra ascendían al lugar para

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realizar estas labores, y así se fueron familiarizando con sus instalaciones. Viendo correr más abajo entre sus milpas los espejeantes canales notaron el nexo entre el agua que surtía a los jardines palaciegos y la que se distribuía regionalmente por sus pueblos de acuerdo a las normas dictadas por el monarca y consignadas en los Títulos de Tetzcutzingo (McAfee y Barlow, 1946); la portentosa fertilidad del agua sólo podía atribuirse a su carácter divino y al poder del monarca. El complejo pervivió hasta 1539. Ese año el nieto de Nezahualcóyotl, don Carlos Ometochtzin, que vivía en una casa de su abuelo, fue acusado por la Inquisición de rendir culto a los ídolos que allí había. Esto desencadenó una campaña serrana de extirpación de idolatrías a cargo del obispo Juan de Zumárraga que terminó con la destrucción del lugar: en siete días del mes de julio del dicho año [1539], su Señoría Reverendísima […] fue á la sierra que se dice Tezcucingo, en la cual había muchas figuras de ídolos esculpidas en las peñas, á las cuales su Señoría mandó deshacerles las figuras y quebrallas, y á las que no se pudiesen quebrallas, que les diesen fuego, para que después de quemarlas se pudiesen quebrar y deshacer; é por su mandado los indios que iban con los principales los comenzaron á quebrallar y á quitarles las formas é figuras de las caras […]; y su Señoría les mandó que todos se deshiciesen de manera que no quedase memoria de ellos. (agn, 1910: 29)

Pero la memoria pervivió entre los serranos y aún hoy, cuando el cerro surge desolado a los ojos del visitante y sólo ciertos canales y estanques intactos dan una idea aproximada de lo que debió constituir en su tiempo, los nahuas lo señalan en la distancia y explican con contundencia: “los Baños de Nezahualcóyotl, así lo llamamos; ahí se bañaba el monarca en las albercas”, refiriendo la relación inextricable que el rey parecía sostener con el agua.

anantiales canales y acueductos: la confi uración lo al del sistema Si el Tezcutzingo era una isla de verdor en el paisaje, a su alrededor se extendía el regadío. El sistema estaba formado por tres subsistemas a la manera de un árbol dotado de tres ramas. Las Relaciones de Pomar (1891), los Títulos de Tetzcutzingo (McAfee y Barlow, 1946) y el recorrido de área realizado por Palerm y Wolf en 1954 (1972) permiten reconstruir con exactitud estos ramales.25 Significativamente todos siguen 25

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Otros trabajos más recientes, como los de Virrichaga Cardida (2002), Alboites (2002) y Boehm de Lameiras (2000), completan certeramente el panorama.

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funcionando. Además muchos de los canales corren hoy por los viejos cauces. Sin embargo, dos aspectos diferencian la situación prehispánica de la actual. Primero, la extensión regional del sistema era antes mucho mayor, a juzgar por los acueductos y terrazas abandonados en ciertos cerros.26 Segundo —y esto no deja de resultar relevante—, la Sierra contaba entonces con menos cantidad de agua que en la actualidad. Estar cerca de los manantiales de abastecimiento les ha permitido a los serranos apropiarse de parte del agua que antes irrigaba otras regiones (Palerm Viqueira, 1995). Ya he sugerido que el macrosistema era un árbol con tres ramas. Imaginemos que el árbol tiene su copa al oeste y sus raíces al este. Las tres ramas se corresponden, por lo tanto, con el sistema norte, el sistema central y el sistema sur (véase la figura 2.8). Describamos ahora estos sistemas pero concentrándonos en los que recorren la Sierra: FIGURA 2.8 El macrosistema regional con sus tres subsistemas

2

Purificación

Apipilhuasco

San Juan Totolapan

Colonia Guadalupe Amanalco

San Jerónimo Amanalco

San Miguel Tlaixpan San Nicolás Tlaminca

1

Sta. María Tecuanulco

Nativitas

Sta. Catarina del Monte

San Dieguito Tequexquinahuac Huexotla Metros 0

500

San Pablo Ixayoc 1000 1500 2000

Sierra de Texcoco Canales en funcionamiento Canales Abandonados Manantiales Monte Tláloc

3

Sistemas de regadío 1

Sistema central

2

Sistema norte

3

Sistema sur

Fuente: Imagen basada en la fotografía aérea de Parsons (1971: 146).

26

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El caudal general ha disminuido al ser entubados ciertos manantiales para abastecer a la ciudad de Texcoco, y es posible que esta tendencia continúe con la extensión creciente de la ciudad de México (Palerm y Wolf, 1972: 125; Palerm Viqueira, 1993: 37; 1995: 178).

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1) El sistema norte se nutre de un manantial situado en la Sierra de Tláloc y surte a San Juan Totolapan (el primer pueblo serrano) para desaguar luego en el río Hondo. Es, pues, un regadío muy restringido.27 En la época prehispánica recibía también agua del valle de Teotihuacan (Palerm y Wolf, 1972: 125; Palerm Viqueira, 1993: 39). 2) El sistema central se alimenta de los manantiales de San Francisco, en San Jerónimo Amanalco. De allí fluye hasta una bifurcación situada a 10 km denominada “el Partidor” donde el agua se divide en dos: a) el canal Hueyapan o Río Papalotla, que baja por un barranco y se pierde en los pueblos del somontano y la llanura sin afectar a la Sierra, y b) el río Coxcacoaco o ramal suroeste28 que recorre San Jerónimo Amanalco, Santa María Tecuanulco y Santa Catarina del Monte (segundo, tercero y cuarto pueblos serranos). Pero sólo el primero depende directamente del sistema; los últimos cuentan con regadíos independientes y manantiales de los que toman el agua de riego y consumo. Veamos la situación en cada caso: Amanalco conecta su regadío al ramal suroeste y se nutre de los manantiales de San Francisco. Las acequias cruzan el pueblo surcando parcelas y caminos e irrigando la vegetación circundante. En cuanto a la colonia Guadalupe, en 2006 su “junta de aguas” reclamó y cercó un pequeño manantial para abastecer de agua corriente a las viviendas. También estaba excavando un depósito en los límites superiores del pueblo. Santa María tiene cinco manantiales: cuatro al este —Atitla, Tepitzoc, Pinahuisac y Cuauhpexco— y uno al oeste —Atlmeya—. Hasta 1960 mantenía dos regadíos independientes: uno partía de los manantiales de Atlacopilco y Achicolohuayan e irrigaba la mitad cuauhpichca, próxima a Amanalco, y el otro se nutría del manantial Atitla y surtía a la mitad acolco, vecina a Santa Catarina. Dos depósitos y una red de canales y acequias cubrían las mitades respectivas cortando al pueblo en dos con un eje Este-Oeste (Palerm Viqueira, 1993: 48-49). Hoy el sistema, más atenuado, continúa vigente. Santa Catarina tiene cinco manantiales: tres en la sierra —Tlalicocomane, Atexca y Tlaltecilla— y dos en el ejido —Agua de Paloma y Tlatentilontitla—.29 Los últimos se usan para obtener agua potable y lavar la ropa pero los primeros están canalizados y, como en Santa María, forman regadíos independientes dentro del pueblo, tres en 27 28

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También irriga a la comunidad de Santo Tomás Apipilhuasco, que no consideramos en este estudio por ocupar otras áreas territoriales y contar con rasgos culturales diferentes de los de la Sierra. Este ramal se nutría también del manantial Atexca o Atejaque, que en 1935-1937 fue entubado para abastecer de agua potable a la ciudad de Texcoco; el hecho “acarreó consecuencias penosas para el área y creó desconfianza para tratar con extraños cualquier tema referente al agua y a los manantiales” (Pérez Lizaur, 1975; 1975: 38). Tras la iglesia del pueblo todos desembocan en los ríos Tlantecactli y Magdalena, que confluyen después entre los pueblos de Tlaixpan y Tlaminca formando el río Palmilla.

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este caso. Una caja recolectora descubierta encauza el agua hasta un caño y un depósito profundo. De allí parten dos canales que surcan el pueblo en dirección EsteOeste irradiando acequias secundarias que alcanzan los campos de cultivo. Las acequias terciarias distribuyen el agua entre las parcelas. Los depósitos se llenan de noche y desaguan de día; las acequias secundarias y terciarias funcionan sólo en la época de lluvias, al principio de la cual se “desazolvan” para facilitar el libre flujo del agua (González Rodrigo, 1993: 61-63). Como Santa María y Santa Catarina tienen sus propios regadíos no toman agua del ramal suroeste que, se recordará, venía fluyendo directo desde Amanalco y ahora, tras haber recorrido los pueblos, abandona la Sierra en un giro brusco: el ramal desciende hacia el somontano y las lejanas tierras de la llanura (Palerm Viqueira, 1993: 38; Palerm y Wolf, 1972: 133-134). 3)Finalmente, el sistema sur o del Tezcutzingo nace en el manantial Texapo del monte Quetzaltepec y riega a San Pablo Ixayoc (el último pueblo serrano). Dos acueductos pasaban en la época prehispánica sobre el pueblo: el “Caño quebrado”, que regaba otras regiones, y el “Caño corto”, que enlazaba el cerro Metecatl con el Tezcutzingo abasteciendo del agua necesaria a sus jardines palaciegos (Palerm y Wolf, 1972: 124; Palerm Viqueira, 1993: 39). Una visión panorámica resume la situación en la Sierra. El sistema norte riega a Totolapan. El sistema central —su ramal suroeste— riega a San Jerónimo y Guadalupe Amanalco, tangencialmente a este último por contar con manantiales propios. Santa María y Santa Catarina quedan al margen del sistema regional por tener regadíos independientes. Y a San Pablo Ixayoc lo abastece el sistema sur o del Tezcutzingo. El paisaje comunitario conforma una auténtica geografía del agua.

El gobierno del agua Pero no sólo el cauce de los regadíos sino también su control revela una continuidad histórica sorprendente. Nezahualcóyotl dictó leyes para el gobierno del agua que incluían su distribución y el acceso a los manantiales. Los denominados Títulos de Tetzcutzingo son un documento valiosísimo para determinar cuán poco han cambiado las cosas desde entonces. En ellos Xochipantzin o Xochiquelzalzin, hijo natural del rey y uno de los presidentes de los consejos, le pide al monarca: “Concédenos agua, para que beban los niños [sus hijos de V.]”.30 Siendo el representante de los chichimecas 30

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Reproduzco en notas al pie el original en náhuatl: “10. ma tepitzin xitechmonemactili in atzintli, 11. in conizque in mopilhuantzitzin” (McAfee y Barlow, 1946: 112).

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acude a Nezahualcóyotl buscando los recursos necesarios para su pueblo. Él lo conduce al lugar y, en un verdadero acto fundacional del regadío, proclama: “Hijo mío. Aquín está todo enterrado, llebese lagua que ya es de V. […] que los cerros se los doy enteros”.31 A continuación cita una serie de cerros y pueblos haciendo el reparto hasta llegar a la Sierra: “y es llamada la gente de Tecuanolco, súbditos de Nezahualcóyotl: el primero se llama Xochitonal, y el segundo Coacos; y la gente de Amanalco, mis servidores fuertes”.32 Por fin anuncia dirigiéndose a todos sus súbditos: “Y esta agua nadie se la va a quitar porque es propiedad real; esta agua servirá a todos mis hijos que están en mi pueblo Texcoco” (1946: 113).33 Existía, se aprecia, una total dependencia del rey. La gente elevaba ruegos y solicitudes para obtener el agua y Nezahualcóyotl, erigido en protector paternal que infundía tranquilidad, concedía o denegaba las peticiones. Tenía aguadores reputados que actuaban como reguladores o “jueces de aguas”, pautaban los turnos y resolvían los pleitos entre vecinos.34 En una situación que no deja de resultar paradójica, con la conquista y la Colonia las cosas no cambiaron en exceso. Los virreyes españoles respetaron las ordenanzas de Nezahualcóyotl y los nahuas tuvieron que seguir reclamando el agua al Estado —aunque ahora se trataba de la Corona española— desde unas comunidades cada vez más constreñidas por las haciendas (Pérez Lizaur, 1975: 38; Palerm y Wolf, 1972: 145). Cuatro siglos más se mantuvo la continuidad sin detenerse. En 1930 la Reforma Agraria dictó nuevos reglamentos de reparto que no eran sino una prolongación de los creados por el monarca: indicaban el volumen de agua al que tenían derecho los pobladores, el origen y el carácter permanente o torrencial de las fuentes (Palerm Viqueira, 1995: 176). Sin embargo, en 1950 el regadío se descentralizó por primera vez y pasó a grupos locales de comisionados, pero esto no afectó sustancialmente a la regulación del sistema (Palerm y Wolf, 1972: 123, 145). 31

32

33 34

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“31. Nopiltzine, ca ye nican in toctoc, 32. ma xicma [sic] xicmohuiquilli in atl, ca ye motlatquitzin [...], 34. ca yehuantinin in tepeme in nimitznemactia” (McAfee y Barlow, 1946: 112-113, énfasis añadido). “121. Auh in Tecuanalcotlaca imacehualhuan in Nezahualcoyotzin, 122. inic ce itoca Xochitonal, 123. inic ome itoca quacoz, 124. Auh in Amanalcotlaca notequipanocahuan, 125. ichcac chiuhque [sic]” (McAfee y Barlow, 1946: 118). “47. ca nel oncan anmechtequipanozque inixquichtin nopilhuantzintzin, 48. inompa cate in tlatoca altepetl Tetzcoco” (McAfee y Barlow, 1946: 113). Los aguadores aparecían representados en los códices con un pie introducido en el agua indicando la estrecha relación con este elemento (comunicación personal de Andrés Medina, iia-unam, 31 de enero de 2008). Éstos fueron designados por Nezahualcóyotl y aparecen nombrados en los Títulos de Tetzcutzingo.

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En 1970 la Secretaría de Recursos Hidráulicos del Departamento Agrario dictó nuevas disposiciones que establecían la creación de una “junta regional del río” en Amanalco en la que participaban las comunidades usuarias y cuyo fin principal era el reparto conjunto —un intento por recobrar la centralización perdida, aunque a menor escala— (Pérez Lizaur, 1975: 39). La junta continúa vigente y reúne a representantes de los pueblos del área. Hoy asistimos a dos hechos paralelos. Pese a la existencia de la “junta regional del río” la falta de una centralización tan eficaz como la de Nezahualcóyotl y la colonial ha debilitado la gestión regional. Gracias a ello los nahuas han acaparado progresivamente pequeños manantiales y escurrimientos cercanos a sus comunidades que antes alimentaban al sistema general.35 La Sierra se ha visto favorecida en detrimento de otras regiones, y esto ocasiona continuos pleitos con los pueblos del somontano en los que se recurre con frecuencia a la intercesión del Estado (Rodríguez Rojo, 1995; Gómez Sahagún, 1992).36 En suma, la situación actual no revela “un sistema moribundo” pero sí un panorama “más fracturado, con intervención de menos comunidades — aunque quizá no de menor cantidad de agua y área total regada—, donde cada pueblo controla su [propia] fuente de agua” (Palerm Viqueira, 1995: 177). Contrastando con el debilitamiento exterior, en el interior de la Sierra la organización es muy cohesiva; existe el deber de asumir cargos, participar en faenas y pagar cuotas. Amanalco tiene una junta de agua con un representante, nombrado por el presidente municipal, con cargo trienal. Lo ayudan seis aguadores que abren y cierran los caños de las parcelas vigilando que nadie riegue cuando no le corresponde ni más de lo dispuesto —si ocurre avisan al delegado que envía al vigilante y multa al infractor—. La junta organiza también las faenas para el “desazolve” de canales y atiende el depósito de distribución. Todos los regantes del pueblo deben participar en ellas (Pérez Lizaur, 1975: 39). Santa María controla sus regadíos independientes. Cada mitad tiene un aguador o juez de aguas con cargo trienal que indica el día de riego para cada parcela. El acceso al agua depende de cooperar en las mayordomías que organizan la vida religiosa (Palerm Viqueira, 1993: 56, 95, 96). 35

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Éstos no aparecían en los reglamentos de 1920, dictados tras el Reparto, donde casi exclusivamente se citan los manantiales de San Francisco que dan origen al macrosistema, lo que creaba un vacío legal sobre su propiedad verdadera (Palerm Viqueira, 1995). Una excepción interesante al entramado de conflictos regionales es el caso del pueblo somontano de Santa Inés, que coopera en la fiesta patronal de Amanalco donde nacen los manantiales que abastecen su subsistema (Palerm Viqueira, 1995: 176).

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También Santa Catarina controla sus arroyos y regadíos y no depende de la organización intercomunitaria (González Rodrigo, 1993: 61). Su junta de aguas dirige el arreglo de caños y depósitos, cada manantial tiene su comité y los hogares pagan 50 pesos por el mantenimiento. Sólo quienes participan en mayordomías y faenas pueden acceder al riego. En marzo, el lunes anterior al miércoles de ceniza, los nahuas celebran el agua. La fiesta se llama Apantla (canales) y su es finalidad “celebrar la limpia de caños” y “darle gracias a Dios por el agua que nos está socorriendo”. Primero las comunidades asisten a misa y después sus delegados dirigen un recorrido por los manantiales; tras ellos van, en orden, las comitivas de los arroyos, los vecinos que limpian los canales y acequias y finalmente una banda de músicos que alegra las veredas. Entonces todos comparten una comida en casa del aguador y ofrendan flores en los arroyos y cisternas. Como cierre, a medio día el pueblo entero concurre en la delegación donde se celebra un banquete colectivo.37 La limpieza de canales sintetiza la importancia del agua: el sistema en la Sierra, su organización cohesiva y la agricultura intensiva. También elementos muy antiguos como el uso del mes mesoamericano de veinte días al repartir las tandas38 y la figura del juez-aguador encargado de presidir las faenas y resolver los pleitos. La fiesta condensa, por tanto, una profunda memoria colectiva vinculada con el agua.

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En el ritual de Santa Catarina, que pude documentar con mayor minuciosidad, los grupos integran comitivas relacionadas con todos los manantiales. Palerm y Wolf (1972: 123, 145) registraron este hecho en 1960; en la actualidad el empleo del mes de veinte días sigue vigente en muchos pueblos.

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Capítulo 3 Los ahuaques, “dueños del agua”

Las concepciones anímicas: corazón, alma, espíritus-espíritu1 En el sistema de regadío serrano habitan los ahuaques o espíritus “dueños del agua”. Para comprender el concepto local de ahuaque es importante referirse primero a las concepciones que los habitantes de la Sierra tienen acerca de la composición espiritual del ser humano, debido a la estrecha relación que existe entre dichas deidades y ciertas entidades anímicas que integran a la persona. Aunque existe gran variabilidad en las concepciones, no sólo entre legos y ritualistas sino incluso entre individuos, hay ciertos puntos comunes que se pueden destacar. No obstante, debe considerarse que lo que propongo en este apartado no deja de ser una abstracción heurística basada en una heterogeneidad de datos etnográficos —obtenidos en entrevistas con numerosos informantes profanos, dos curanderas y un granicero—, es decir: un indicio de sistematización y no un conocimiento difundido homogéneamente y sin matices entre el conjunto de la población. De acuerdo con esto, la mayoría de los habitantes de la Sierra considera que los seres humanos poseen, además del cuerpo físico formado por carne, órganos y huesos, dos entidades anímicas que forman un complejo articulado. La primera es el “alma” que reside en el “corazón” (yolotl), con el que se identifica estrechamente (“alma-corazón”).2 Esta entidad, llamada en náhuatl anmancon, ianimancn, animancon o animanconco por diversos informantes profanos, dota de vida al individuo y, al morir, experimenta una transformación que la convierte en “almita” o “animita”, entidad que vive en el cielo y 1

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Los términos “alma”, “espíritus”, “espíritu”, “esencia” y “aroma” aparecerán señalados entre comillas para destacar que, a pesar de que se trata de términos castellanos, los serranos les confieren un significado autóctono propio; desde una perspectiva lingüística podríamos decir que se trata de significantes castellanos dotados de un significado endémico nahua. Es decir, que el léxico castellano encubre concepciones nativas. Sin embargo, con objeto de no recargar de excasivas comillas el resto del libro, estos términos sólo aparecerán destacados así cuando sean presentados en este capítulo. El alma es la entidad principal. Es la entidad que produce e insufla la vida en el cuerpo: “ye on yoltoc, ‘está vivo’: yoltoc”, me dijo una curandera, gracias al alma vivimos. Es, pues, el principio vital. El concepto de alma aparece asociado siempre con el corazón, del que se considera a menudo sinónimo —las personas se señalan significativamente el pecho al pronunciar esta palabra—, a pesar de que existe un sustantivo específico, yolotl, para denominar a este órgano. El alma se manifiesta en el corazón a través del “latido”. 95

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regresa a la tierra el Día de Muertos. Una curandera de Santa Catarina refirió la existencia de personas de corazón “débil” (amoquixicoa ianimancn) y “fuerte” (resistiroa ianimancn). Las emociones se gestan en el corazón y las de corazón “fuerte” poseen “latido fuerte” y mirada intensa, y son “muy berrinchudas, muy corajientas, muy alteradas”; otra curandera hermana de la anterior me dijo que estos corazones a veces están recubiertos de pelo y que caracterizan a los curanderos más poderosos, así como a los graniceros. Las personas de corazón “débil” tienen tendencia a la preocupación y a sufrir de enfermedad de “espanto” (maughtia), que produce la alteración de los pulsos. Ligado al corazón existe, como segunda entidad, un conjunto indeterminado de “espíritus” ubicados en las coyunturas o zonas anatómicas donde late el pulso. En esta idea coincidieron todos mis informantes: los “espíritus” constituyen extremidades o prolongaciones del alma, irradiaciones de ésta en el cuerpo. La primera curandera a la que me referí me dijo en una entrevista: “es la misma ‘cadenita’ que tenemos del corazón y el pulso, porque si ya no trabaja el corazón, ya no trabajan los pulsos”. Y añadió aludiendo al complejo: “es lo mismo el corazón, los pulsos, los espíritus”. Ilustra este hecho que los términos nahuas para “alma” y “espíritus” son idénticos. En una charla informal sostenida con una mujer de Tecuanulco ésta me explicó que, debido a que la cabeza, el corazón, la sangre y las articulaciones donde late el pulso, principalmente la muñeca y el interior del codo, son regiones calientes, al igual que todos los lugares donde puede tomarse la temperatura —axilas, paladar, bajo la lengua y entre las piernas—, los espíritus constituyen asimismo entidades anímicas de naturaleza “caliente”. Lo corroboró don Cruz, el granicero con el que trabajé extensamente, diciendo que los espíritus eran como “un resuellito calientito”, como una emanación gaseosa que podía detectarse por su calor. El “grupo de espíritus” conforma una entidad antropomorfa que reproduce el aspecto físico de la persona que lo contiene; alberga también su conciencia, su voluntad y sus sentimientos. Fuera del organismo es un ente en miniatura que sólo pueden percibir los especialistas rituales, como los graniceros. Aunque los espíritus pueden ausentarse del cuerpo de forma individual debido a un “espanto” —fuerte impresión emocional—, puede ocurrir que “todos” se pierdan simultáneamente. Estos casos patógenos son graves debido a que el cuerpo subsiste sólo durante un periodo limitado de tiempo mantenido por el “alma-corazón”. Si el grupo de espíritus —llamado en ocasiones “espíritu” en singular— no es recuperado, el cuerpo muere. Un aspecto problemático para el pensamiento científico es que suele ocurrir, debido a una atribución metonímica, que un sólo espíritu se conciba como el grupo de espíritus, es decir, que en un sólo elemento esté contenida la totalidad. La ausencia de espíritus se manifiesta en la falta de pulsos, debido a que la sangre (iatl) es concebida como su vehículo.

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El espíritu puede abandonar el cuerpo por enfermedad o en sueños y vagar por el terreno circundante, o puede ser proyectado fuera del cuerpo por los brujos y graniceros. Esto ocurre porque el grupo de espíritus o espíritu representa el principio que confiere la dimensión social al individuo. El espíritu conforma el “operador social” que hace de los seres humanos comunes “personas” dotadas de conductas culturalmente apropiadas. Una vez desencarnado, el espíritu es tan humano como su propietario: puede entablar con otros seres vínculos de intercambio recíproco, que es el principio central nahua que sirve para definir a la “persona”.3 Y esto nos introduce directamente en el tema de los ahuaques. Un ahuaque no es sino, stricto sensu, un espíritu humano apresado en los manantiales o en los arroyos que fue separado del cuerpo. Privado de él, el organismo de la víctima queda reducido en el pueblo a un estado de “locura”, de enajenación social —como un semihumano autómata—, en espera de una muerte cercana. Pero lo verdaderamente “humano” pasa al mundo del agua. Al recopilar numerosos relatos sobre agresiones producidas por los ahuaques reparé en que la “locura” del cuerpo del enfermo implicaba una suspensión terrenal de sus relaciones sociales. Un organismo sin espíritu actuaba sin principios. Una mujer me explicó que el espíritu de su hijo había sido apresado por los ahuaques en un arroyo y que desde entonces su hijo “les había perdido el respeto” a ella y a su marido, que “no aceptaba comida” y “rompía cosas” —su cuerpo había enloquecido—. Pero la sociabilidad estaba allí donde se encontraba el espíritu, pues en el interior del manantial el hijo mantenía relaciones legítimas con los ahuaques, recibía de ellos el alimento y convivía. Entonces la diferencia sustancial entre los ahuaques y los serranos la constituye la presencia o la ausencia de un “cuerpo”—tonacayo—,4 es decir, de un envoltorio configurado por 3

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Sobre el concepto nahua de persona pueden consultarse, entre otros, los estudios de Good (2005a; 2005b), Taggart (1983; 2007), Chamoux (1996) y Magazine y Ramírez (2007). En su dimensión social y relacional, el concepto nahua de persona parece estar cercano a la definición que Marilyn Strathern propuso para la persona en Melanesia: un “dividuo” que concentra en sí mismo un conjunto de relaciones sociales similares a las que componen la sociedad; la persona sería así un ser productor de relaciones que continuamente objetiva y da a conocer (Strathern, 1988; véase también la sección “El parentesco” del capítulo 2). El concepto occidental de persona, proveniente de la tradición romana —un sujeto indivisible, integrado y limitado; un individuo, en suma—, en el sentido que le confiere Mauss (1979a), dista radicalmente de la concepción nahua. En la Sierra la noción de cuerpo humano es problemática. ¿Qué es un cuerpo? En un primer momento tonacayo, “nuestra carne”, podría referir la masa corporal de músculos, órganos y huesos que los humanos poseemos. Tonacayo aparece traducido en el Vocabulario en lengua castellana y mexicana y mexicana y castellana de Alonso de Molina como “cuerpo humano, o nuestra carne” (Molina, 2004: 149). Pero la noción, en Texcoco, parece ir más allá. Surrallés ofrece una interesante crítica de la traducción que hace Molina: llama “opción materialista” a la estrategia seguida por este clérigo, y continuada después en el léxico náhuatl, que consiste “en evitar el concepto ‘cuerpo’ sin más consideraciones, traduciendo el

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carne, huesos y órganos. El motivo central por el que se afirma que los ahuaques son “humanos” es porque son, verdaderamente, seres humanos desencarnados. La identificación entre personalidad y espíritu es explícita en los ritos curativos cuando éste es invocado con el nombre del paciente. Vimos que la constitución anímica de los serranos estaba compuesta por un alma y un espíritu.5 Veamos ahora su escatología. Al morir un nahua su “alma-corazón” irá

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concepto de “cuerpo humano” por un término que significa “carne” o, en todo caso, estrechamente emparentado con éste, de manera que prevalece un sentido de cuerpo asociado al soporte material de tejidos y substancias orgánicas que lo conforman como entidad fisiológica del ser vivo” (2010: 69-70, énfasis añadido). El “cuerpo” en general, y el cuerpo humano en particular, sugiere Surrallés, es una realidad que para los nahuas va seguramente más allá del limitado concepto de “carne”. En efecto, esto es lo que sucede en Texcoco. Para los serranos el cuerpo o tonacayo tiene, se podría decir, dos dimensiones: es cobertura del binomio anímico (del alma y de los espíritus), y es un complejo circuito interno con su morfología y fisiología. Es continente y es contenido, es forma y es substancia, es carcasa y es materia. El cuerpo como contenido y sustancia, como interioridad orgánica, carnal, existe y la concepción se emplea sobre todo en contextos asociados con la alimentación y con ciertas dolencias que afectan prioritariamente a los órganos —como la diarrea o el coraje, por ejemplo—. Los nahuas pueden señalar entonces el nombre y ubicación de los órganos, sus funciones, morfología, etc. Pero en lo que concierne a la relación del ser humano con los ahuaques —que es lo que nos compete aquí—, el cuerpo es entendido en su dimensión de “envoltorio”. El cuerpo humano aparece más, en este contexto, como carcasa o receptáculo que como interioridad orgánica. El cuerpo es el envoltorio del alma y los espíritus o, en definitiva, del espíritu. En este sentido, una curandera me explicó que el organismo, “lleno por el espíritu”, es “como un globito, es como un vestido. Una ropa”. El comentario no es trivial ni metafórico. El cuerpo es “la ropa” o “el vestido” del espíritu, que lo llena “como el aire a un globo”. Pero no es cualquier envoltorio; es un envoltorio antropomorfo e impregnado de la esencia de los espíritusespíritu de su poseedor. Esta dimensión del cuerpo nahua como “vestido” parece corresponderse con la concepción general de los otomíes, para quienes, según indica Galinier, “lo importante es la esencia y la forma del cuerpo, no su substancia. Es más fácil entender[lo] si guardamos en la mente el hecho de que los otomíes piensan en términos de ‘pieles’ o de ‘envolturas’, cargadas de energía y no de carne y de órganos vitales. Curiosamente, los otomíes no se interesan mucho en la interioridad del cuerpo, quiero decir en los órganos que lo componen. Focalizan su atención sobre un punto crucial: cómo actuar sobre la piel” (2008: 101). Entre los nahuas de Texcoco las dos dimensiones o concepciones del cuerpo —complejo orgánico o vestido— dependen de los contextos. Al contrario de lo que sucede en otras regiones nahuas de México, en la Sierra el término “sombra” es desconocido y no se emplea; tampoco se hace referencia a un alter ego o animal compañero que habite en el exterior de la persona. El fenómeno del tonal zoomorfo con el que un sujeto mantiene relaciones de coesencia no me fue referido por nadie, ni personas legas ni ritualistas. Si existió en el pasado y se perdió en el presente no pude saberlo, pero a juzgar por lo coherente y profundo de las otras concepciones se podría pensar que la ausencia o inexistencia es antigua. Tampoco escuché de personas que compartieran una identidad anímica con plantas, rocas o cuerpos celestes. Sobre el término “sombra”, y simplemente en forma de apunte, se pueden citar diferentes interpretaciones. Según Aguirre Beltrán, “este concepto negro de la sombra persiste hoy día en el país, no sólo entre la población mestiza, sino

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a residir al cielo y regresará anualmente a la tierra para ser alimentada por sus parientes, pero el espíritu se desintegrará. No obstante, si le fue sustraído en vida a su dueño irá a habitar algún dominio sobrenatural, envejecerá y concluirá su existencia vital en una comunidad extraterrena. El espíritu no es una entidad tan duradera como el alma.6 Una vez disociados del organismo, ambos llevan destinos independientes.

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aun en comunidades indígenas que, tal vez por haber estado en íntima relación con núcleos negros, la usan en sustitución del antiguo y propio concepto de tonalli” (1973: 110). Signorini y Lupo asocian, en la Sierra Norte de Puebla, la entidad anímica oscura, fría y antropomorfa que habita dentro del hombre, el ecahuil, con el concepto de “sombra” (1989: 78). En el pueblo de Tecoxpa, Milpa Alta, Madsen registra que, dependiendo del resultado de la lucha entablada por Dios y el diablo al nacer un niño, el infante puede tener “sombra buena” (si gana el primero) o “sombra pesada” (si gana el segundo) (Madsen, 1960: 78-79). También los nahuas de Mixela y de las comunidades aledañas, en Guerrero, emplean el término “sombra” para designar a la entidad anímica que puede salir del organismo y “perderse” ocasionando enfermedades (Weitlaner, 1961). Los nahuas de Veracruz asimilan la “sombra” con el principio vital transportado por la sangre (García de León, 1969: 228). Las nociones de la Sierra de Texcoco concuerdan con las de otras regiones nahuas. Veamos algunos ejemplos. En la Sierra Norte de Puebla, Signorini y Lupo registran, junto a una tercera, dos congruentes: el yolo o alma ubicada en el corazón y asociada a la vida, la conciencia y la racionalidad; y el ecahuil que es frío, fraccionable, antropomorfo, mortal y está distribuido por todo el cuerpo (1989: 46-79). La presencia de un alma identificada con el corazón parece estar sumamente extendida y ser general entre los nahuas. La entidad anímica separable y asociada al alma-corazón recibe distintos nombres según las áreas: espíritu en Tepoztlán (Lewis, 1960: 278) y Hueyapan (Álvarez Heydenreich, 1987: 99-100); tonal (Knab, 1991: 34; Aramoni, 1990: 50-51; Báez Cubero, 2008: 60) e itonal (Montoya Briones, 1964: 165) en la Sierra Norte de Puebla; espíritus o tlamachiliz en Acuexcomac, Puebla (Faguetti, 2002: 98); tomayolojmej o corazones del espíritu en el pueblo veracruzado de Mecayapan (Münch Galindo, 1983: 201) y tonalli en áreas como el norte de Veracruz (Sansdtrom, 1991: 258), el municipio de Chicontepec (Gómez, 2003: 105) y la comunidad de Huauchinango, en Puebla (Chamoux, 1989). Para una revisión general de estas concepciones, véase la síntesis de Martínez González (2007). Significativamente, el estudio sistemático de McKeever Furst asocia los conceptos prehispánicos de yolía y tonalli con las nociones coloniales y contemporáneas de “alma” y “espíritu” tomadas del castellano (véase Furst, 1995). En cuanto a las concepciones prehispánicas, López Austin distingue en su célebre estudio tres: 1) El teyolía alojado en el corazón e identificado con el impulso vital, el conocimiento, la volición, la afectividad, la memoria y las emociones, que al morir la persona emprendía el viaje a uno de los cuatro destinos ultraterrenos (1996, I: 252-257). 2) El tonalli, que ligaba al hombre con el cosmos y definía el valor, el temperamento, el destino, la personalidad y el nombre; caliente y luminoso, regulaba el calor corporal. Podía tener la forma del cuerpo humano pero era invisible y se concentraba en la cabeza y el cerebro; también se separaba por voluntad propia o enfermedad pero la pérdida prolongada llevaba a la muerte y debía ser recuperado. Su destino final no estaba claro y en ciertos casos vagaba por la tierra (1996, I: 223-252). 3) El ihiyotl, por último, era gaseoso, se ubicaba en el hígado y regía el equilibrio emocional; salía con fines benéficos o dañinos en forma de emanación luminosa enviada por los nahualli y tras la muerte se metamorfoseaba en fantasmas (1996, I: 257-262). El teyolía y el tonalli parecen corresponderse bastante bien con las nociones texcocanas de “alma” y “espíritu”.

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¿Pero qué sucede, desde el punto de vista ontológico, con el resto de los seres y objetos? En la Sierra de Texcoco sólo los seres humanos se conciben dotados de “almacorazón”. Plantas, animales, rocas y objetos poseen únicamente una entidad anímica que los habita muy similar al espíritu de los humanos. Como ocurre con el espíritu humano, también es una entidad fraccionable, separable del cuerpo, mortal, asume en el exterior un aspecto reducido y es invisible en condiciones normales. Conserva además las mismas cualidades y propiedades constitutivas del soporte material que los contiene, lo que hace que los nahuas designen con el mismo nombre al vegetal, al animal o al objeto, y a la entidad anímica que lo habita: así llaman “cedro” a la entidad del árbol de cedro y “barda” a la sustancia espiritual de este objeto. El granicero don Cruz se refirió a las entidades de humanos, plantas, animales y objetos con el término de “resuello”, indicando su naturaleza gaseosa y el sonido tenue que podían emitir. Pero los serranos profanos recurren a un término genérico bastante explícito y las designan “esencias”. Los animales y especialmente el ganado doméstico tienen igualmente una esencia llamada “espíritu” como en el caso de los humanos. Ésta se vincula con la sangre que vivifica el cuerpo, activa el movimiento y el crecimiento y desaparece con la muerte indicando la ausencia de la entidad espiritual. Que los animales cuentan con “espíritu” y “espíritus” lo atestigua la creencia de que pueden sufrir “espanto” y manifestar ataques de “locura” si varios espíritus les son retirados —como sucede, se vio, con los humanos—. El espíritu separado es como “un animalito chiquito”, como “caballos, vacas, burros pequeñitos” que pueden ser devueltos por el ritualista a su organismo original. En el caso de las plantas, frutas y semillas la “esencia” se asocia e identifica con el “aroma” —una curandera me dijo que era ahuiyaquiliztli, “unidad de aroma”, y agregó que “el aroma es un conjunto de aromas diferentes”; y cabe preguntarse: ¿así como el espíritu humano es un conjunto de espíritus diferentes?—. Como la mayoría de las “esencias”, el “aroma” puede abandonar el vegetal de manera natural sin afectar su constitución física —“no se ve a simple vista”—, pero sin él la planta morirá y la semilla perderá su facultad de germinación.7 En el exterior es perecedero y tiene una duración limitada. La mayoría de la gente común sabe esto y está familiarizada con las prácticas que lo involucran: hombres y mujeres, niños y ancianos así me lo explicaron mientras preparaban sus altares de Día de Muertos —las “almas-animitas” retiran y consumen estos aromas—. En el caso de los árboles la esencia se identifica con la sabia,

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Al igual que sucedía con los animales y los seres humanos, las plantas pueden sufrir “espanto” y perder su entidad espiritual.

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que les infunde vida y desaparece al secarse, como me dijeron abiertamente muchos campesinos al preguntarles sobre ello, y como sucedía con la sangre del animal. Los objetos naturales y los hechos por el hombre presentan también una “esencia” en miniatura que reproduce sus rasgos. Puede separarse o ser retirada por seres sobrenaturales, que prefieren objetos nuevos en los que la esencia se mantiene inalterada o menos afectada que si hubieran sido usados e impregnados del espíritu de la persona propietaria. Esto explica que los objetos de la ofrenda —ayates de fibras de maguey para cargar comida, ropa, platos o cubiertos— del día de Muertos sean “nuevos”; sólo así los seres receptores podrán apropiarse de la entidad. Por otro lado, a menudo rocas, cerros y montes principales se creen habitados por entidades o “esencias” que se identifican estrechamente con ellos; y en ciertos casos —se verá luego— representan deidades. Las rocas y montes “existen y tienen vitalidad”. Su esencia se desdobla en réplicas coesenciales, se antropomorfiza y, en última instancia, adquiere el carácter de divinidad ancestral.8 Las esencias pétreas se distinguen del espíritu humano y de las otras esencias en que son inmortales y susceptibles de afectar la vida de los demás. Resumiendo. Las esencias son réplicas con la forma y propiedades del cuerpo contenedor; poseen la misma textura, cualidades y atributos que las identifican con el objeto o el ser viviente. Son separables, vaporosas, fluidas e inasibles, pero corpóreas —aunque no tanto como sus cuerpos— y todas se consideran “calientes”.9 Una curandera recurrió al espíritu humano como ejemplo paradigmático para explicarme lo que eran las esencias. Dijo: [El espíritu humano] es un doble cuerpo pero que está adentro, que es el que nos está dando vida. Y si esto lo perdemos o se llega a perder en parte, pues decaemos. Igual es con los animales, las plantas y todas las cosas.

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Los nahuas de Atla, Puebla, creen igualmente que en los cerros viven “señores aires” que constituían las “almas” de los cerros o tonaltepetl (Montoya Briones, 1964: 160). Muchas de estas concepciones encuentran similitudes en otras regiones nahuas actuales. En Guerrero, por ejemplo, los “olores” y los “sabores” de la comida se consideran tlazohtic, su “esencia” o “espíritu” (Good, 2004b: 163). En la Sierra Norte de Puebla los humanos, las plantas y los objetos poseen tonal, energía caliente que se identifica con el “aroma”, el “sabor”, el “espíritu” o la “esencia” (Lupo, 1995a: 120-121, 166). En la época prehispánica estas “esencias” parecían estar representadas por el tonalli, del que ya se habló en la nota 6: la energía caliente asociada al sol que, como fuerza vital, habitaba humanos, animales, plantas y objetos confiriéndoles sus propiedades últimas y haciéndolas deseables para los dioses y los seres sobrenaturales (López Austin, 1996, I: 251, 82-83).

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Los ahuaques como deidades del agua humanizadas Cuando comencé mis investigaciones a menudo preguntaba a la gente de los pueblos qué eran exactamente los ahuaques, dónde radicaba su naturaleza, qué dominios les pertenecían y con qué procesos de la naturaleza estaban asociados. Naturalmente, no lo hacía directamente: creaba situaciones conversacionales en las que pudieran emerger con libertad estos temas aludiendo a la época de lluvias y los manantiales. Así pude reunir una serie de definiciones relativamente espontáneas que sirvieron como punto de partida sobre el que profundizar y delinear un dominio semántico más amplio. Muchas mujeres y hombres de alrededor de 40 años que encontré en la calle o en la puerta de sus casas y los ancianos que acudían a la mía me dijeron: “son personas como nosotros”, “son humanos”, “así como personas pero en chiquito”, “son una generación viva”, “es gente pero quién sabe de dónde, se encuentran simplemente en el manantial”. Al ahondar en el aspecto humano de estos seres me explicaron que había mujeres y hombres de todas las edades —“hay grandes y mujeres y hombres, pero todo chiquito”— viviendo en el agua. Añadieron que los adultos se casaban, tenían hijos que nacían, crecían y finalmente morían por agresiones humanas o muerte natural. Un granicero de Santa Catarina les había contado a sus vecinos que se inició precisamente por comer la fruta de una “ofrenda de Muertos” en miniatura que halló de niño cerca de un manantial. Así el mundo de los ahuaques con su ciclo de vida era un reflejo del mundo humano terrenal o tlalticpac que existía en la Sierra. Pero el término “humano” tenía un sentido más trascendente y profundo que el que sugería esta comparación inicial. Cuando la mayoría de los nahuas afirmaba que los ahuaques eran humanos se refería exactamente a que eran los espíritus deificados de ciertos seres humanos. Esto me llevó a investigar las nociones anímicas que expuse arriba. Los ahuaques se concebían como el conjunto de espíritus o espíritu de individuos muertos o a veces vivos. Entre los individuos muertos que se convertían en ahuaques se incluian los niños de pecho, llamados piltziquitl, que morían sin bautizar. Ser “criaturas sin pecado”10 recién nacidas a la vida —como “elotes tiernitos, inconclusos”—11 los hacía una presa deseada de los ahuaques existentes. Una vez obtenidos por diversos medios, iban a residir al arroyo. 10

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De forma similar, los nahuas de Guerrero consideran que los niños difuntos traen la lluvia y dan fertilidad a las milpas porque son seres “ligeros” y “sin pecado” dado que, al no haber comido maíz, nunca contrajeron una “deuda” (pecado) con la tierra (Good, 2001a: 274). Recuérdese la concepción mexica de los tlaloques como mazorcas o dueños del maíz, que se vio en el capítulo 1.

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También las personas que habían sido fulminadas por rayos. A los que morían con la descarga les era retirado el espíritu con el rayo y transportado al manantial, donde se desenvolvía como ahuaque. Y entre los vivos se tornaba ahuaque el espíritu de las personas que habían sido “agarradas” —privadas de esta entidad— en el agua. Se las llamaba “enduendadas” o “encantadas” y se consideraba que su espíritu vivía como ahuaque mientras el granicero no lo recuperara, y que permanecía allí como tal en caso de morir el cuerpo. Su curación suponía una rica fuente de información para los vecinos debido a que en sueños las víctimas experimentaban las vivencias de su entidad en aquél lugar y podían describirlas más tarde al regresar-despertar en su pueblo.12 También se convertía en ahuaque el espíritu del granicero durante el proceso de iniciación, cuando era proyectado temporalmente fuera del cuerpo. Durante toda su vida estos viajes se repetían asiduamente. Al morir el ritualista, la entidad pasaba a integrar definitivamente el mundo del agua. En suma, la descorporeización que hace de un serrano un ahuaque puede venir marcada por la muerte del organismo, como en los casos de los bebés y los fulminados, pero también puede ser transitoria, como sucede con los enfermos del agua y el granicero si sus cuerpos subsisten en la tierra. Retomemos la cuestión inicial. La humanidad de los ahuaques —ser “personas”, ser “gente”— se debía a dos factores: seguían un ciclo de vida y poseían un origen humano. Pero un tercer aspecto, señalado por los informantes comunes y que humaniza a los ahuaques, es que debido a que el espíritu alberga la conciencia y personalidad del individuo, mantiene su identidad específica tras la muerte y esto redunda en la conceptualización de un inframundo poblado por entidades individuadas y definidas, distintivas, personalizadas. Incluso los ahuaques “nacidos” en el agua, hijos de aquellos espíritus humanos vivos o muertos que fueron trasladados allí y que carecen de ascendencia humana directa, responden a esta característica.

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Véase más adelante el capítulo 4, sección “Los episodios terapéuticos”.

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FIGURA 3.1 “El loquito Enrique”. Un individuo cuyo espíritu fue apresado por los ahuaques

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El interior del manantial: morfología del inframundo Los ahuaques se conciben como “aire de adentro del agua” por su naturaleza física, según explicó una curandera de Santa Catarina en una entrevista, pues los espíritus son “como una nubecita”, pero se diferencian de la entidad patógena denominada “aire” o yeyecatl que en la Sierra de Texcoco se vincula al diablo, del cual se cree una emanación directa.13 El término ahuaque significa “dueño del agua”, según todos los serranos pudieron decirme, y refiere el poder que ostentan estos seres sobre dicho elemento. Aunque existe también el término tiochi (“dios de la lluvia”, de tiohuitl, lluvia) en Santa Catarina, el de ahuaque está más ampliamente difundido en la región.14 Otros términos son los de “niños”, “duendes”, “chaparritos” o “muñequitos” con los que los nahuas indican el pequeño tamaño distintivo que les atribuyen (de unos 8 a 20 cm). Se afirma que estos seres habitan toda clase de cursos y masas de agua: los jagüeyes dejados por la lluvia en las concavidades del terreno, los charcos, las piletas, los pozos, los tanques domésticos, el complejo sistema de canales que surca la Sierra y sobre todo los manantiales, que representan el ámbito paradigmático al que todos mis informantes —legos y especialistas— se refirieron como lugar principal del que los otros sólo constituían “réplicas”. Cuando la gente nombraba a los ahuaques citaba los manantiales, aunque después consideraba que poblaban también otros ámbitos y dominios del agua.

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Sobre el concepto de “aire” en otras regiones nahuas, véanse, entre otros, Montoya Briones (1964: 158165 y 1981), Signorini y Lupo (1989: 136-157) y Lupo (1999) para el caso de Puebla; Álvarez Heydenreich (1987: 121-134), Huicochea (1997), Maldonado (2001) y Morayta (1997), para el de Morelos; Weitlaner (1961) para el de Guerrero; y Sandstrom (1978) y Guido Münch (1983: 202) para el de Veracruz. Sobre el consepto de “aire” en la época prehispánica, véase López Austin (1970). Es significativo constatar que se trata del mismo término que en la época prehispánica designaba a uno de los auxiliares de Tláloc (véase el capítulo 1, sección “Los auxiliares de Tláloc”).

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FIGURA 3.2 Cerca de “El Partidor”. Los manantiales de San Francisco, hábitat de los ahuaques

El interior del manantial constituye un espacio al que sólo se accede oníricamente. Los informantes profanos lo conocían por las descripciones de los vecinos enfermos que en sueños habían arribado a este lugar; las descripciones eran nítidas y recurrentes. Los graniceros tenían una experiencia más directa debido a que viajaban a él a menudo con distintos fines: recibir instrucciones de los ahuaques, obtener predicciones climáticas, realizar intercambios nutricios y recuperar los espíritus de sus pacientes. Los arroyos albergan “un gran jardín”. Don Cruz me explicó en una charla que seguía la dinámica de la instrucción al neófito: “tú ya conoces el Partidor, por aquí el manantial ya has venido, ése lo sueñas, todo es puro jardín, todo. Sí, todo, todo: nopales... ¡Jardín!”. Una anciana de Tecuanulco oyó de un granicero fallecido que bajo el pantano del manantial de Atitla “había ¡puro calabacita, todo verdura!: arvejones verdes, habas verdes y todo verde”. Otras personas citaron la abundancia de flores, como la variedad de botones blancos llamada huihuilan que es “la flor de los ahuaques”.

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También existía —según pude inferir de los episodios curativos descritos por parientes de enfermos y especialistas, que grabé y transcribí con detalle— todo un mundo de abundancia poblado de milpas, viviendas, varias especies de ganado, ovejas, vacas, borregos; coches, carreteras, tractores, tendidos de luz eléctrica, joyas y oro, kioscos, edificios municipales, pirámides e incluso una línea de tren que, según había visto una señora centellada de Santa Catarina, “daba servicio” de manera muy similar a la del metro de la ciudad de México —la aparición de nuevos objetos en la Sierra era paralela a su inserción en el manantial—.15 Dentro del agua los ahuaques siguen una estructura jerárquica en cuya cima se halla la Reina Xochitl, entidad femenina de cabello largo y oscuro peinado en trenzas. Es muy hermosa y vive en un palacio rodeada de sirvientes. Algunos habitantes de Amanalco la describieron como “inventora del pulque” —bajo el agua hay plantaciones de magueyes—. Bajo ella se encuentran los científicos, la policía y el ejército, autoridades civiles y religiosas como mayordomos, fiscales y delegados —imagen del sistema de cargos de la Sierra—, herreros, músicos y vendedores y, en el escalafón último, los sirvientes del palacio. Como se desprende de los episodios terapéuticos, los ahuaques pueden transitar parcialmente por esta jerarquía, ascender o sufrir degradaciones. Por lo común en el interior del agua conforman parejas —como en la vida cotidiana de la Sierra, el ideal social es el matrimonio y resulta extraña la soltería—, y en caso de carecer de cónyuge recurren a los rayos para obtenerlo entre los vivos. Debe explicarse aquí —como me explicaron a mí algunos informantes comunes, hombres y mujeres, a los que expuse mis dudas— que la misma conceptualización se reproduce autónomamente en cada cuerpo de agua, e incluso en cada recodo del manantial, a manera de innumerables réplicas: sociedades ahuaques con Reinas vecinas unas de otras. Además de seres que atraviesan el ciclo de vida y poseen pequeño tamaño, los ahuaques son entidades de aspecto atractivo, “todos bien guapos, bien elegantes”, a menudo güeros como extranjeros, pero también nativos morenos. Se dice que “andan bien vestidos”, y los nahuas adultos y los niños me dijeron que con traje de charro. Los ahuaques varones usan sombrero, camisa, pantalón y botas, además de gabán; las mujeres blusa, falda y rebozo, y en Amanalco escuché que semejaban “chinas poblanas”. Su atuendo manifiesta el concepto local de riqueza —el charro asociado a la ganadería y a las haciendas, presente en la Sierra desde la Colonia—,16 de poder y hasta de resplandor, de brillo metálico, que gobierna la noción del inframundo. Por otro lado, y esto sólo lo refirió don Cruz, los ahuaques hablan en náhuatl o en otomí —quizá un 15 16

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Autores como Aramoni Burguete (1990), Good (2001b), Knab (1991) y Neff (2001), entre otros, han registrado distintas versiones contemporáneas del inframundo en diversas regiones nahuas. Véase el capítulo 2, sección “De la Colonia al siglo xix”.

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rasgo relativo a la antigüedad del sistema, pues el Códice Xólotl informa que poblaban la zona grupos otomíes que fueron asimilados posteriormente por chichimecas llegados del norte (1980: 33-34, 41, 80)—. Sin embargo, el común de los nahuas y los enfermos afirman que se expresan en castellano.17 El manantial se considera un lugar inverso a la superficie terrestre en dos sentidos: es un lugar donde abunda el dinero, que se nombra en millones y no en pesos —por lo que, al curar, el granicero debe convertir el precio que los ahuaques fijan por el espíritu apresado en millones y cobrarlo efectivamente en pesos a la familia del enfermo—, y es un lugar oscuro a pesar de la abundancia vegetal —don Cruz me contó que llevaba una luz en sus viajes oníricos para poder orientarse. Y que se trate de un lugar oscuro, y por tanto “frío”, es relevante pues los ahuaques —cuya naturaleza térmica es otra ya que al recuperar el espíritu del enfermo el granicero lo percibe como “un resuellito calientito”— necesitan recibir la luz y el calor del sol. A las doce del día, “cuando el sol llega siempre a la cabeza”, momento “caliente” por excelencia, emergen cerca de la superficie en sitios donde mana el agua, donde fluye, en cascaditas para asolearse y “alimentarse” de los rayos solares. Una mujer a la que habían enfermado y pudo ver a los ahuaques realizando una gran fiesta y “bailando en el agua” me dijo que era “el momento de su felicidad”. Además del sol, todos saben que a las doce del mediodía los ahuaques se nutren de aromas de frutas y semillas en pequeños trastes de barro —“ollitas, platitos, cazuelitas”— dispuestos sobre “mesitas” bajo la superficie del agua. La gente escucha música en las cercanías, pues los ahuaques tocan chirimía, guitarras y tambores, según don Cruz: “a las doce del día está tocando la tamborazo; se escucha, cuando están comiendo está tocando”. El momento en que los ahuaques se alimentan se considera una hora en la que la gente no debe ir al manantial. Las mujeres evitan lavar trastes y ropa y los niños recoger agua. La mayoría de los episodios terapéuticos tienen como desencadenante el acceso de alguien que, inadvertidamente —el mundo del agua resulta invisible— aplasta a los ahuaques, pisa los trastes, voltea las mesas, destruye las propiedades de estos seres —coches, casas, delegaciones, kioscos, postes de la luz; la emergencia de los ahuaques implica simultáneamente la de todo el inframundo, que más que “abrirse” a las doce parece subir literalmente a la superficie— y es “castigado” con la captura de uno o varios espíritus que quedan confinados en el agua. En otros casos, según me advirtió una mujer de Amanalco con la que visité un arroyo, las personas que tiran o revuelven las piedras del cauce pueden recibir como castigo la descarga de rayos o un

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Quizá la noción de un idioma distinto, ininteligible para la mayoría de los serranos, manifiesta la cualidad de otredad radical de estos seres.

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chorro de granizo arrojado por los ahuaques. De una u otra forma, la agresión implica la intervención terapéutica del granicero. Sin embargo, un aspecto que conviene destacar aquí es que el mundo del interior del manantial se considera compuesto de “esencias”. Constituye un mundo espiritual en el que no sólo los ahuaques representan “espíritus”, sino que todos los objetos del agua son en realidad “esencias” procedentes de objetos reales, de los que mantienen su forma física en miniatura, sus propiedades y cualidades. Aunque resultan invisibles para la mayoría de los humanos, las “esencias” del interior del manantial tienen una dimensión material en el sentido de que son perecederas y pueden destruirse. Lo mismo ocurre con los “aromas” de las plantas de los que se alimentan los ahuaques, y con el “espíritu” de los animales que habitan en el inframundo. El aspecto corpóreo y contingente se manifiesta en los episodios terapéuticos y revela —esto es clave— un mundo cuyos elementos deben renovarse con asiduidad. Al preguntar sobre ello a hombres y mujeres de varios pueblos no me respondieron directamente, pero sugirieron que los elementos del mundo de los ahuaques procedían de “otro lugar”. Nadie aceptó mi idea de que pudieran originarse en el agua. El manantial era un punto de destino y no de origen, por lo menos no de origen de seres, dijeron. Aunque los ahuaques y sus animales se reproducían en el manantial, siempre era necesaria la introducción de seres foráneos. Cuando pregunté más, terminaron señalando a tlalticpac, la superficie terrestre, el mundo del hombre, como lugar de origen posible. Y este aspecto resulta clave. La naturaleza carencial del inframundo, en apariencia un mero dato etnográfico, se reveló central al vincularse causalmente con la concepción de los procesos climáticos y con la significación profunda de los meteoros, al grado de constituir la pieza angular que relaciona estos elementos con el funcionamiento general del cosmos. Para los nahuas de la Sierra existe un gran proceso atmosférico regido por dos principios: el complejo rayos-granizo, del cual los ahuaques se sirven para surtir al inframundo de esencias (animales, vegetales y humanas) tomadas violentamente del mundo terrestre; y las donaciones de lluvia que envían como retribución necesaria para el desarrollo de la vida en tlalticpac. Ambos principios forman un ciclo de reciprocidad regido por los ahuaques y las deidades mayores que los gobiernan, que impulsa el discurrir y la regeneración periódica del cosmos.

El granizo y el rayo o el gran proceso atmosférico de extracción de las esencias Aunque la época de lluvias o xopanistli suele considerarse como un tiempo de abundancia ligado a la fertilidad —se abordará la lluvia benéfica en el apartado siguiente—, también es concebido como un periodo gobernado por la enfermedad y el infortunio.

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Cuando en mi trabajo de campo recorría las calles antes de una tormenta vi muchas veces a los vecinos interrumpir sus conversaciones y ocultarse en sus casas. El pueblo quedaba vacío en pocos minutos. Tardé tiempo en entender su actitud temerosa. Después, revisando las entrevistas realizadas con informantes comunes, reparé en que se debía a los rayos. Cuando pude plantearle el tema a don Cruz, me dijo que los ahuaques sólo “trabajaban” en la época de lluvias; en la de secas “no estaban en chamba”. Con el término “trabajar” se refería a que enviaban los rayos y el granizo para obtener las esencias necesarias con las que abastecerse y subsistir todo el año. No expresó la idea en estos términos, sino que habló extensamente de la acción de los rayos y el granizo, y de cómo retirarlos. Su conceptualización, como la de numerosos campesinos y mujeres con los que hablé después, era que los meteoros rapiñaban las esencias de los seres y objetos destruyendo el continente que las albergaba. La gente consideraba obvio que la caída del granizo (tesihuitl) coincidiera con el periodo de maduración de las cosechas. El granizo era el “arvejón” que recibían los ahuaques de las deidades mayores que los regían en concepto de “comida”. Las granizadas se debían a dos motivos: 1) a que se les caía sin advertirlo cuando lo estaban consumiendo en las nubes en su “charola”, o 2) a que lo “aventaban cuando ya no tenían semillas”. Es decir, que por falta de comida tiraban su “arvejón” a la tierra. Mientras don Cruz me explicó ambas versiones, la segunda era la que el resto de mis informantes manejaba. Al preguntarle a don Cruz por qué tiraban el “arvejón” si precisamente les quedaba poco, me dijo: “Tiran su comida de ellos porque quieren venir a comer la semilla del que está en la Tierra Humanidad”, del ser humano. Un campesino de Santa Catarina coincidió en ello al decir: “Como son espíritus, yo pienso que ellos cosechan, ellos lo llevan, se lo llevan el aroma de la planta, pero aquí a nosotros pues la planta nos la destruye, y a nosotros nos hace falta”. Los ahuaques arrojaban cascadas de semillas sobre los cultivos, pero lo que los nahuas veían eran tormentas de granizo que arrasaban sus sembradíos. Con sus propias “semillas” los ahuaques cosechaban las semillas de los serranos.

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FIGURA 3.3 Una tormenta de granizo amenaza los sembradíos de Santa Catarina del Monte

La metáfora de la “cosecha” (cacocui) resulta muy aclaratoria. Según don Cruz y el campesino, lo que los ahuaques se llevaban era el “aroma”, es decir, la esencia de las semillas o plantas destruidas por el granizo. Sin tener que preguntarle más, don Cruz completó su explicación diciendo: “cuando tiran su arvejón de ellos es su olor de la semilla lo que llevan, su olor lo llevan porque de eso viene el aire con granizos con aire cuando caen”. Es decir, que lo colectan y transportan, dos acciones que definen la “cosecha”. Y también lo almacenan, otra acción comprendida en el ciclo de la cosecha; el consumo de los aromas no es inmediato. Una curandera de Santa Catarina me explicó: “se lo llevan para que tengan ellos para su temporada, para que tengan provisión, para embodegarlo”. Sin embargo, la imagen de la cosecha implica también un hurto. Los ahuaques no sólo roban las semillas cultivadas por los serranos; también se apropian del trabajo humano continuado gracias al cual han crecido las plantas. Surge así una competencia explícita entre los serranos y los ahuaques por el sustento. Decía el campesino: “aquí a nosotros pues la planta nos la destruyen, y a nosotros nos hace falta”. Para explicar este robo la gente recurría con frecuencia a una analogía con otro tipo de seres, las “almas” de los difuntos ordinarios que también se alimentan de aromas: “Haga cuenta es como el Día de Muertos que en los pueblos ponen una ofrenda, entonces van a venir las ánimas

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o las animitas que según todo el olor se lo llevan”. Pero introducían una diferencia sustancial. El proceso de recogida era igual, dijo una mujer, “pero al destruir las milpas, ellos son más directos que los difuntos”. Es decir, el Día de Muertos se ofrecía a las “animitas” una ofrenda nutricia con productos de la milpa. Sin embargo, los ahuaques no esperaban ofrenda, eran directos, rapiñaban violentamente los productos de los campos, destruyéndolos. El ser los espíritus “más directos” —explicó la mujer— radicaba en que no aguardaban el ofrecimiento humano: “no esperan que se lo des, te lo quitan”.18 Pero la noción del aroma tomado por los ahuaques “rompiendo” las plantas no se limita a las semillas, sino que abarca todos los vegetales: manzanas, peras, aguacates, ciruelas, duraznos, calabazas, hortalizas en general y flores que se cultivan en la Sierra, como las de agapando y cempasúchil. En realidad, existe una asociación común entre el granizo y los vegetales que a menudo está implícita en los comentarios. Esta asociación llevó a la curandera de Santa Catarina a considerar a los ahuaques como “dueños de los sembradíos” —en el sentido de que tenían poder sobre ellos, al igual que sobre el agua de la que son “dueños”— y concluir diciendo que los humanos estaban a su merced: “en tiempo de aguas vienen y sueltan el granizazo, con eso ya se llevan la semilla. Ellos se despachan”. Junto al granizo concebido como comida de los ahuaques con la que a su vez éstos obtienen el sustento, mucha gente mencionó el poder del rayo. Un anciano de Amanalco que limpiaba su milpa me dijo que era el “arma” de los ahuaques, con él tomaban sustancias y “castigaban”. La curandera de Santa Catarina, explicando lo que había oído a un granicero fallecido, lo comparó con “el látigo de un charro con el que sustrae las cosas” y lo asoció al atuendo de estos seres. El rayo eran los “flecos de los gabanes” en el caso de los ahuaques hombres, y de los “rebozos” en el de las mujeres, que bajaban zigzagueando a la tierra al echarlos a su espalda; el azote era el trueno (tlacocomoca). Don Cruz, por su parte, dijo que los rayos eran “pelotas con las que jugaban los ahuaques; que caían y botaban”.19 Existen numerosos relatos que ilustran el empleo de los rayos por estos seres, algunos míticos y otros basados en vivencias concretas. Las funciones que pude inferir son seis. La primera función de los rayos es obtener espíritus humanos y llevarlos al manantial como “trabajadores”.20 Una idea extendida en la Sierra es que los ahuaques fulminan a personas virtuosas o con oficios valorados, cuyos espíritus conservan los 18 19 20

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Veremos esto en detalle en el capítulo 4 al describir las ofrendas sustitutorias que entregan los graniceros. “Van tirando, van tirando, y dice que la pelota va botando”. Es interesante el vínculo de esta creencia con las nociones mexicas de los tlaloques que mataban a los hombres muy buenos para llevarlos al Tlalocan (véase el capítulo 1, sección “Los auxiliares de Tláloc”).

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rasgos y van a habitar el inframundo. “Si una persona se la llevan —dijo un anciano aludiendo a un vecino muerto por rayo— para algo les va a servir”. En junio de 2004, durante mi trabajo de campo, fallecieron en Santa Catarina dos hombres: uno era herrero, fabricante de ventanas, el otro era músico guitarrista. Los ancianos con los que hablé lo vieron lógico. “Yo pienso —dijo uno— que ellos se dieron cuenta: éste está bueno pa’nosotros para esto, como músico” (recuérdese que los ahuaques tocan música cuando se nutren en el agua). Don Cruz habló de un fulminado al que le trajeron para que lo reviviera: “lo llevaron, pues lo quieren allá para un jardinero, para un chalán”. Cuando los ahuaques requerían numerosos trabajadores, dijo después, “pasaban los huracanes en el pueblo, para que se desaparezca el pueblo; apenas se mueren, para ellos” —aquí asimiló la acción del huracán con el rayo—. Y concluyó: “de toda la República los tienen que agarrar al menos unos diez cada año”. En este mismo sentido escuché que en ocasiones los ahuaques fulminaban a mujeres embarazadas para que sus hijos espíritus nacieran en el interior del agua. La segunda función del rayo es capturar el espíritu de ciertos individuos que se convertirán en graniceros. Con el rayo el espíritu viaja como ahuaque al arroyo y retorna nuevamente al cuerpo en otro rayo. El trabajo del ritualista se desplegará en la tierra y no en el interior del inframundo. La tercera es una función matrimonial. Con el rayo los ahuaques solteros capturan espíritus humanos para “casarse” con ellos. En la colonia Guadalupe Amanalco registré un relato ilustrativo. Fidencio Peralta, un joven de 32 años fulminado, cuyo espíritu vivía como ahuaque en el manantial San Francisco, era soltero y buscaba mujer. Un día, dos vecinos del pueblo, Trinidad y su esposa, subieron al cerro a apacentar sus borregos. Trinidad encendió el fuego y se sentó a esperar. Fidencio, que había ascendido al cielo, los espiaba desde una nube. Pensando que junto al fuego debía hallarse la mujer —a la que vio antes y le resultó atractiva—, envió un rayo y mató por equivocación a Trinidad, cuyo espíritu llevó consigo al manantial. Pero una vez allí, al descubrir su error, lo regresó inmediatamente al cuerpo en otro rayo. Así revivió Trinidad y pudo contar en el pueblo el episodio. Estas ideas explican bastante bien el temor de las mujeres serranas a peinarse en las tormentas: el cabello largo y negro caracteriza a la Reina Xochitl y, al evocarla peinándose, las mujeres podrían despertar el interés de los ahuaques —la Reina es el ideal de belleza femenina en el inframundo—. Cuando los ahuaques capturan un espíritu con el rayo, la acción en sí se equipara al “matrimonio” (mo tenamicti) y se cree que va seguido de grandes descargas de truenos y relámpagos en una gran fiesta sobrenatural. La cuarta función consiste en robar violentamente las esencias animales. Los espíritus animales apresados con el rayo se incorporan al inframundo para reproducirse y formar el ganado y los animales domésticos de los ahuaques. Los campesinos saben

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que sus mejores animales corren peligro en las tormentas; desde las nubes son vigilados y evaluados. Pero los ahuaques matan también animales con fines nutricios. Un hombre de Santa Catarina lo expresó claramente: “Cuando los duendes o el rayo caen, se dirigen digamos a algún animalito, y, al matar ese animalito para ellos es su alimento, porque no la carne sino que el espíritu del animal se lo llevan”. Es decir, que consumen el espíritu en el arroyo. En el verano de 2004 un anciano de Santa Catarina exclamó: “¡Aquí apenas se chingaron un rebaño de borregos, 30 ó 40 borregos, na’ más con un rayo!” El rayo había “chupado toda la sangre” y quedaron “secos”. La quinta función es obtener esencias de árboles. Mientras las plantas menores son destruidas por el granizo, los árboles reciben rayos. Nadie pudo aclararme esto, quizá la distinción radique en la mayor o menor resistencia de la cobertura vegetal que recubre en cada caso a las esencias. Los árboles preferidos son los huejotes, que crecen cerca del agua y entre cuyas raíces se dice que viven los ahuaques; oyameles, pinos y ocotes —árboles resinosos—, y encinos. Con el rayo son trasplantados al inframundo o se usan como leña. Un hombre explicó: “cuando los ahuaques quieren un árbol, pues nomás ven cuál es, ¡sobre ése!” Otro que escuchaba añadió: “cayó un rayo encima del árbol y se lo llevaron, el cedro se secó; los esos chaparritos le dieron con el rayo y se lo llevaron” —nótese que, al decir que se secó, el anciano identificaba la sabia del árbol con su “esencia”—. También oí a menudo que los ahuaques fulminaban nopales y magueyes; su esencia era llevada al manantial. Según la curandera de Santa Catarina “entonces ellos ya son dueños de ese maguey y nosotros como seres vivientes ya no podemos usarlo”. También refirió que mediante el rayo “podían fermentar el pulque” y llevarlo a su mundo, donde era consumido en las fiestas —la Reina Xochitl, se vio, es considerada la inventora del pulque—. La sexta y última función del rayo es la destrucción de objetos. Las esencias de los objetos robados de la superficie terrestre conforman los objetos que poseen los ahuaques; sus ciudades, viviendas y vehículos tienen un referente en la Sierra. En julio de 2004 un hombre de Santa Catarina dijo de un pueblo cercano: “cayó un rayo en el pavimento y lo abrieron, como barranca lo hicieron, ¡les gustó su carretera!”. Otro añadió que meses antes había caído un rayo en la delegación de Santa Catarina: “Un cacho de la barda también se lo llevaron, lo partieron”. Ambos creían firmemente que la carretera y la barda se hallaban actualmente en el interior de un manantial. Finalmente, en una intensa tormenta, el anciano con quien vivía en el pueblo dijo espontáneamente que los ahuaques eran “amigos de la luz”. Hacía un año habían caído rayos en un transformador y en un tractor de un vecino, los ahuaques querían “chupar su energía” pues; “también hacían su luz ahí”, en el interior del arroyo.

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Los espíritus atrapados en el agua: semejanza con la acción del rayo Resumamos. Los ahuaques recurren al rayo con seis propósitos: 1) obtener trabajadores, 2) reclutar graniceros, 3) apresar cónyuges adecuados, 4) capturar animales, 5) transplantar árboles y 6) apropiarse de objetos y energía. Pero en ciertos casos también se procuran lo que precisan directamente en el agua. La diferencia es ésta: los árboles, los objetos y la energía deben ir a buscarlos donde se encuentren, pero a los animales y a los humanos pueden atraparlos en el arroyo si éstos se aproximan a él. Dicho más concretamente: los trabajadores, los graniceros, los cónyuges y el ganado pueden obtenerlos sin moverse del manantial. Veamos a continuación lo que ocurre con ellos. Si los ahuaques ven aproximarse al agua a un serrano, hombre o mujer, que por sus características personales, edad o aspecto físico, representa un cónyuge potencial, capturan su espíritu con rapidez a través del “espanto”. Significativamente, en estos casos se establece una relación entre lo que ocurre en el manantial y lo que acontece en el cielo. Los truenos y relámpagos preceden o suceden a la agresión en la que los ahuaques retienen el espíritu de su agrado. En la orilla del agua la reacción de la víctima es inmediata: empieza a oír música y a bailar, a “enchuecarse”, e indefectiblemente dice que “se va a casar”. En el cielo los truenos anuncian la boda; en el interior del arroyo el espíritu asiste a la ceremonia; donde quiera que se encuentre, el cuerpo de la víctima, postrado, verbaliza y describe lo que ocurre. Por lo común, el tesiftero busca el espíritu atrapado, “casado”, en el mismo lugar de la agresión, pero también puede ocurrir que un rayo lo haya trasladado a otro arroyo cercano. La homología entre ambos fenómenos, rayo y ataque en el agua, surge así explícita. De la multitud de relatos que recogí hay uno que ilustra muy bien estos “matrimonios”. Trata sobre un niño al que por su belleza deseaba una mujer ahuaque, lo que supone el caso inverso al de Fidencio Peralta citado antes. Allí era un varón ahuaque el que buscaba a una mujer; aquí es una mujer ahuaque la que trata de capturar el espíritu de un hombre, un niño, que es de su agrado. Me narró la historia una mujer de 40 años de Tecuanulco el 24 de abril de 2004: Tengo un hermano que era así de chiquito [de seis años], que de por sí es güerito mi hermano, chaparrito, delgadito. Y viera que allá donde el terreno de mi papá hay un caño que pasa así y mi hermano se iba mucho por allá… Y el granicero que había allá le decía a mi mamá: ¡Cuida a tu hijo, porque hay una güera que se lo quiere llevar, no le dejes que baje porque se lo quiere llevar! Y viera que mi hermano de chiquito no era muy enfermizo, pero después ya que estaba un poquito más grande seguido se enfermaba, seguido se enfermaba.... Luego pasaba caminando cuando caía el aguacero así, ¡las barrancas casi se derramaban de tanta agua! se bajaba e iba a ver, va viendo, va viendo,

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todo el agua lo seguía [en su recorrido]. Y o sea, hasta ya teníamos miedo porque siempre decía [mi mamá]: ¡Cuando vean la nube metan a su hermano y no lo dejen salir! Porque ese señor siempre decía que lo cuidáramos, porque la güera se lo quería llevar.

Nótese que, aunque se trata de un niño de seis años, la mujer ahuaque lo percibe como a un igual, es decir, como a un adulto —ahuaques y espíritus se conciben como niños por su tamaño, aunque comprenden distintas edades—, y por ello el matrimonio entre ambos resulta posible. En cuanto a la obtención de trabajadores, los ahuaques precisan herreros, músicos y jardineros, como se vio arriba, pero también jóvenes atractivas para sustituir a las Reinas Xochitl fallecidas. Veamos la descripción autobiográfica de una mujer de 40 años de Santa Catarina que fue “agarrada” por los ahuaques en el manantial de Atlacolihuian, al norte del pueblo. La grabé la noche del 31 de mayo de 2004: Tenía yo el pelo hasta acá [indica su cintura], la trenza, de niña. Para lavarme el pelo me lo tenían que lavar así parada, porque ni me podía hincar ni nada, no alcanzaba la trenza a que me la lavaran. Mis tías me bañaban. Y cuando ya estaba yo un poco más grande, pues iba a bañarme solita. Aquí ahorita, donde están los lavaderos, esa agüita que está corriendo allí era puro caño, donde venía toda la gente a lavar. Y ese día fui, y eran las 12 del día. A las 12 del día no puede estar na’más una sola persona porque le agarran los duendes, dicen que es para ellos la hora de su felicidad. A mí me tocó a esas horas... Yo fui, y me lavé el pelo, y cuando ya me estoy lavando bien enjuagada y agarro el agua y me echo y no, pues no cae nada —entonces eran los sartenes [latas] de la sardina, con eso ocupábamos para nuestras bandejas—. Y otra vez vuelvo a agarrar y no, no me cae nada de agua. ¡No me caía! Y ahora ¿por qué? Me limpio los ojos, me quito el jabón... ¡Y cuando los veo! No pues eran como... ¡Vi así, están todos ahí en el agua! ¡Todos bien guapos, bien elegantes! Todos los niños ahí bailando en el agua; otros ya me dan unos jarritos chiquitos, sus platitos. Unos niñitos así, vestidos de charro, elegantes, bien elegantes y... ¡Cómo! Ya me ofrecen la comida, me ofrecen todo lo que tienen. Yo cuando vi eso... ¡No hombre, agarré y me fui con el jabón en el pelo! Porque les gustaba la trenza, por eso me querían agarrar. Lo que querían era mi trenza. Querían que fuera yo la Reina para ellos.

La ausencia de una Reina en un caño o arroyo implica la necesidad de obtener una del mundo humano, sea mediante el rayo o capturando a la mujer en el agua.21 En no21

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Un aspecto de los relatos quizá no fortuito es que en ambos casos se trata de niños; el primero, de seis años de edad, y el último, de ocho —la narradora se comparó con su hijo presente—. Los textos muestran que los ahuaques los percibían no como tales, sino como adultos —puede asumirse que la mujer “güera” quería casarse con el niño—, cuyos espíritus serían en cierto modo análogos. Los

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viembre de 2004 me dijeron en Santa Catarina que hacía poco que había muerto una jóven “que estaba muy bonita” en el mismo lugar cuando había ido a recoger agua. Pero, además de cónyuges y trabajadores, los ahuaques apresan también en el agua espíritus animales para engrosar su ganado. En San Juan Totolapan escuché que a mediodía los pastores alejaban a sus ovejas de los manantiales, y que los graniceros realizaban antiguamente una ceremonia con las vacas para que, cuando fueran a beber al arroyo, no las “agarraran” los ahuaques. Sabían que podían perder sus espíritus y que entonces “se volvían locas” como sucedía con las personas. Dijo don Cruz tras consultarle: “cuando están caminando los duendes, por decir a las doce, cuando están la nubes, si se descuida un animal y va corriendo a tomar agua, lo agarran aunque sea un corderito, y ya con eso se lo llevan”. Es decir, que en los tres casos el espíritu se incorporaba al manantial como sucedía con la acción del rayo.22

Las donaciones de lluvia: los ahuaques como “hijos” del dios Tláloc Para los nahuas el granizo, el rayo y el manantial están asociados con la depredación de los ahuaques. Además, cuando los relacionan con estos tres ámbitos, los serranos consideran a los ahuaques de dos formas: 1) como entes sumamente diferenciados, individuados y heterogéneos, dotados de edades distintas según su posición en el ciclo vital, y 2) como habitantes de multitud de sociedades diferentes, réplicas unas de otras, regidas por sus respectivas Reinas Xochitl. Desde esta dimensión lo que más claramente enfatizan los serranos es su carácter “caprichoso y poderoso”, que se manifiesta en su rapacidad destructiva. Pero existe una dimensión complementaria que identifica a los ahuaques como proveedores de lluvia y fertilidad. Desde esta perspectiva no son seres depredadores ni agresivos sino que se dedican a entregar los dones necesarios para que la vida se desarrolle en la tierra, tlalticpac. Los ahuaques no son entonces definidos por su heterogeneidad o diversidad internas ni por formar infinitas sociedades. Son considerados genéricamente como una única comunidad. Integran un gran conjunto. Esta macro-comunidad unificada de ahuaques obedece a las divinidades mayores asociadas a los cerros, seres

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ahuaques, como se vio y revelan los testimonios, son considerados “niños” aunque comprenden distintas edades. Al preguntarle si podía él curarlos, me dijo que procedía de manera semejante a cuando se trataba de un enfermo humano.

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masculinos cuyo origen se remonta a tiempos antiguos, algunos a periodos históricos concretos.23 Un dato revelador al respecto es el término “niño” que se asigna a los ahuaques. Mientras en otras regiones de tradición nahua varios autores —Álvarez Heydenreich, 1987: 125; Glockner, 2000: 143; Huicochea, 1997; Ingham, 1990: 171; Morayta, 1997; Maldonado, 2001; etcétera.— 24 han notado que los seres pluviales recibían esta denominación, que atribuían a su pequeño tamaño y al hecho de que probablemente constituían reminiscencias de los niños sacrificados y convertidos en tlaloques entre los mexica, en la Sierra de Texcoco el término “niño” parece implicar otros aspectos. Obviamente los ahuaques son “niños” por su pequeño tamaño. Sin enbargo, en el contexto de la producción de lluvia es necesario explorar localmente este término para saber a qué se refieren exactamente los informantes al emplear el concepto. Como se vio en el apartado “El parentesco” del capítulo 2, en la Sierra los niños se conciben como seres sociales que deben ayudar al grupo doméstico aportando trabajo y cumpliendo ciertas tareas —sacar a pastar los borregos los varones, y lavar la ropa, los trastes o recoger agua en los manantiales las niñas—. La ayuda infantil integra parte de los intercambios recíprocos establecidos con los padres; a cambio los niños reciben comida, ropa, los gastos de la boda y una herencia. La interacción paterno-filial se crea y se define según esta interdependencia y se apoya en el concepto de “respeto” que implica trabajar juntos, responder correctamente, obedecer y cooperar . Los términos que se usan en la Sierra para los niños son pitziquitl para los de pecho; conetl para los bebés; pipiltonton para los de ocho o diez años, y piltontli para los de entre quince y veinte. Se dice que, de una manera u otra, todos son “niños” porque sus acciones responden a la relación de colaboración recíproca que establecen con los padres. En lo que respecta a los ahuaques, se los llama ahuaquicocome, “niños del agua”, lo cual remite a los bebés (conetl), aunque como se vio en testimonios previos, parecen más bien representar niños de seis u ocho años. Lo importante de esta idea es que, según mis datos etnográficos, con ella muchos habitantes serranos quieren referir un aspecto social más que físico: los ahuaques, en su dimensión benéfica y portadora de lluvia fecundante, 23

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Señalemos un aspecto relevante: mientras la primera dimensión -la del granizo y los rayos- es dominio común entre la población serrana, la segunda conforma un ámbito privativo del especialista en sus matices concretos, aunque en su sentido global es sabido o asumido a grandes rasgos e implícitamente por todos. Estos autores se han centrado principalmente en la región de Morelos. Tenemos también el caso de espíritus pluviales-“niños” en Puebla (véase Lupo, 1995a: 249-250, 1999, 2001, por ejemplo), y en otras muchas regiones nahuas. Sin embargo, los autores referidos le han atribuido al concepto “niño” un significado meramente morfológico, físico, alusivo a su pequeño tamaño, y no han solido considerar la posibilidad de que el término pudiera remitir a otros aspectos, como a la conceptualización local del sistema de parentesco, etc.

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se identifican con “hijos” que “ayudan” o “trabajan” para su padre. Esta asociación implícita surgió en varias ocasiones durante mis entrevistas. Pero ¿quiénes fungen al respecto como “padres”? Muchas personas me dijeron, al explorar las ideas sobre el origen de la lluvia, que ésta escaseaba en la Sierra tras el traslado de la estatua de Tláloc a la ciudad de México. Se trataba en realidad de la estatua del pueblo de San Miguel Coatlinchán llevada en 1964 al Museo Nacional de Antropología, pero en la memoria colectiva se “confundía” con la que se erigía sobre la cima del Monte Tláloc. La “confusión” resulta sumamente interesante ya que, como se vio antes, el ídolo del Monte se ligaba a las lluvias regionales y era el lugar ritual de la importante fiesta pluvial de Huey Tozoztli donde se realizaban sacrificios de niños.25 En la memoria histórica del área la estatua había sido reubicada míticamente allí donde, de acuerdo a las concepciones serranas, debía estar. ¿Pero a qué puede deberse esta confusión? ¿Por qué confundir una estatua con otra? La respuesta es sencilla. Debido a que existe una experiencia local de continuos robos o destrucciones y reposiciones de la estatua del Monte, que puede contribuir a reforzar esta concepción. Citaré dos fuentes. En el Proceso inquisitorial del Cacique de Texcoco Don Carlos Ometochtzin se dice: tuvieron noticia que antiguamente, en dicha sierra, solía estar el dicho Tlaloc, que era dios del agoa, adonde toda la tierra solía acudir por agoa […]; y que en tiempo de las guerras antiguas entre Guaxocingo, y México y Tlascala y Texcuco, los de Guaxocingo, por hacer enojo a los de México, habían quebrado el dicho ídolo Tlaloc en la dicha sierra; y que después su tío de Montezuma, que se decia Auizoca […] lo hizo adobar y poner […]; y después lo tornaron a tener mucha reverencia y veneración, porque era muy antiquisimo. (agn, 1910: 22, énfasis añadido)

En las Relaciones de Pomar se indica que Nezahualpitzintli […] por mejorar al ídolo de piedra que estaba en el monte, mandó hacer otro mayor, de piedra negra y más dura y pesada, de la grandeza y estatura de un cuerpo humano, y […] poner éste en su lugar. Y que andando el tiempo fue hecho pedazos por un rayo que dio en él, y atribuyéndolo á milagro, tornaron á poner el otro antiguo, desenterrándolo de donde lo tenían enterrado cerca de allí. (1891: 15, énfasis añadido)

Es decir, que fueron comunes las restituciones de la estatua y su ausencia del Cerro por ciertos periodos. Según Morante, quien describe fotografías del alpinista Guiller25

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Véase la sección “El culto a los cerros y al agua en el paisaje” del capítulo 1.

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mo Ortiz, “restos de dicha imagen todavía se encontraban en la cúspide en 1928” (1997: 125-126). Retornando a los testimonios de mis informantes, un comentario se repetía: “Desde que se llevaron la piedra pues ya no lleve igual, y sin en cambio, en la capital, ¡cómo llueve!”. Don Cruz exclamó quejándose: “El Tláloc no es del arte, no para Chapultepec, no para digamos el Museo, eso es para el agua. Por eso a cada rato, cuando quiere llover [en la Sierra], primero tiene que llover en México”. En una conversación con un anciano de Santa Catarina surgió la conexión: Tláloc, “el dios del agua” —me dijo— era “el mero papá de los duendes”. Con la idea retomé mis entrevistas; la curandera del pueblo indicó que, en efecto, Tláloc era “el padre de familia que lleva el dominio”, el control sobre sus “hijos” ahuaques. FIGURA 3.4 “El molcajete”. Una dimensión de Tláloc “padre” trasladada a la ciudad de México

Pero la noción de Tláloc resulta polisémica y reúne diferentes acepciones en la Sierra. En una ocasión don Cruz indicó que la estatua trasladada al museo era el “molcajete” de

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Tláloc, mientras que en la cima del Cerro continuaba existiendo otra menor —una roca natural de un metro de alto— que era su “tejolote”.26 Tláloc era ambas y el Cerro. Pero en el “tejolote” moraba Nezahualcóyotl, advocación de Tláloc con quien se identificaba estrechamente. Esta complejidad de asociaciones y proyecciones muestra la naturaleza flexible y reconciliable de la creencia. Como en la tradición prehispánica, la deidad poseía numerosos desdoblamientos coesenciales o “réplicas”;27 esto explicaba que continuara lloviendo en la zona a pesar de que la estatua se encontraba en la capital, que lloviera menos o que primero tuviera que llover allí. Según don Cruz, Tláloc-Nezahualcóyotl era un Rey del Mar, una deidad que moraba en el interior del Cerro desde la creación del mundo. Al explicarme la construcción del santuario —el antiguo templo de Tláloc formado por una calzada y un muro rectangular en torno al patio, bien conservado en la actualidad—, al que él había subido hacia 1990, dijo: “Está como callejones de pura piedra, pero eso nadie [ningún ser humano] lo hizo esos callejones, sino eso lo hizo el Nezahualcóyotl en aquel tiempo […], pues el Rey Nezahualcóyotl era dios [léase, un dios]”. Explicó que el “tejolote” donde vivía Nezahualcóyotl se encontraba cerca de “un agujero como de tres metros de hondo con un charquito de unos veinte litros de agua —era la estación húmeda— al fondo”. En la piedra podía verse “retratada la imagen de Nezahualcóyotl”, aunque no había sido tallada por el hombre. La presencia del dios-monarca continuaba desde que éste, en las primeras eras de la creación, cuando el mundo estaba aún sumergido en la “noche”, había creado el templo y había lanzado grandes piedras desde el Monte para crear el Templo Mayor de Tenochtitlán: “dicen que una piedra nomás con un fondazo la llevaba hasta México llegaba, ¡mira! Las piedras que hay allá en México por el centro, Nezahualcóyotl lo hizo”. En la conversación matizó: “dicen que más antes el tejolote, el molcajete, estaban aquí cuando comía, aquí comía él, aquí en Tláloc”. El pozo o sumidero del recinto constituía el acceso a un mundo subterráneo poblado de vegetación y sumergido en el agua. Broda, que visitó el lugar en 1984, dice: “dentro del recinto se percibe aún una grieta artificialmente trabajada que se llena de agua durante la mayor parte del año y evoca la impresión de conducir al interior del cerro” (1989: 41). Un granicero de otra región explicó: “cuando viene el tiempo bueno, sube el agua, y cuando no viene bueno, baja”. Para don Cruz existía una conexión subterránea del Monte Tláloc con los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl, hacia el sur, y con el Tláloc Cónetl —un pequeño cerro próximo a Amanalco llamado Tláloc 26 27

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“Molcajete” significa mortero y “tejolote”, mazo de almirez o majadero. Véanse las secciones “Tláloc-Chalchiuhtlicue: las divinidades acuáticas” y “Los auxiliares de Tláloc” del capítulo 1.

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Chico o Tláloc Niño, lo cual no deja de ser significativo, respecto al cerro mayor— hacia el norte.28 Todos los cerros estaban a su vez “comunicados” con el mar, que él creía llenaba el interior de Tláloc y dejaba escapar su sonido a través del agujero: “Ése está haciendo como resuello con aire, este nomás está haciendo ‘huuuuuhhh’, está como resonando”. El Monte Tláloc como fuente o reserva de agua desde la cual ésta se distribuía a través de manantiales, arroyos y ríos por la Sierra, y de las lluvias que regaban la zona, era un motivo recurrente e implícito en las conversaciones. La gente común no sabía decir más, pero concebía al Monte Tláloc como un lugar de origen de las aguas, como una suerte de eje o referente central en el paisaje ritual serrano. Don Cruz sabía de la participación de los ahuaques en la producción de lluvia, y dijo: “viven adentro, son los cuidadores allí, allí cuidan, porque ahorita, como es tiempo de lluvia, ahorita Tláloc está pura nube, nublina”. FIGURA 3.5 El Monte Tláloc envuelto en nubes, visto desde el cerro Tezcutzingo

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El Tláloc Conetl es un cerro próximo a Amanalco llamado también Tláloc Chico o Tláloc Niño respecto al cerro mayor, lo que es significativo pues parece reproducir la idea de Tláloc-padre asociado a sus hijosahuaques.

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Según explicó, el padre Tláloc dependía de sus hijos ahuaques para hacer la lluvia. Éstos emergían del interior del cerro por el agujero o por las cuevas de su cima y sus laderas y ascendían al cielo cargados del agua del mar que llenaba el Monte. Desde allí, dijo, “ellos comienzan a gurgujear con su boca, lo soplan también el agua, está lloviendo ya. No más uno o dos, ya todos los que están”. Los ahuaques creaban las nubes y las desplazaban “para todas las entidades”. Cuando terminaba de llover aparecía el arcoíris (cosamaloc), creado por los ahuaques “como un resuello de ellos pero nomás pintado de colores, de verde con azul y rojo, ése nomás pues lo soplan ellos cuando ya se despiden, es como el aliento de nosotros”. Aunque Tláloc-Nezahualcóyotl era el Rey del Mar que regía a los ahuaques de la región serrana, existían también otros Reyes que interactuaban con él en la zona. Cada uno tenía a su cargo un grupo de “chalanes”, es decir, de “hijos” o ayudantes que producían la lluvia. En el Popocatépetl, dijo don Cruz —y ningún informante profano me habló jamás de estos seres— habita el Rey del Trueno que “se comunica” subterráneamente con Tláloc, “por eso cada año hay agua”. En la Volcana Iztaccíhuatl mora una Reina considerada “la mamá”, quizá la contraparte femenina de Tláloc como “padre”, aunque esto no pude explorarlo. En el cerro Tlamacas, por último, habita también un Rey del Mar que hace que se arremolinen las nubes en su cumbre cuando iba a llover, aunque cabe pensar que su influencia esté subordinada al inmenso poder de Tláloc-Nezahualcóyotl. De cualquier forma, estos Reyes se concebían como “padres” de los ahuaques, que debían “trabajar” para ellos produciendo la lluvia. En este sentido eran “niños”. Pero en la Sierra dominaba Tláloc-Nezahualcóyotl. A cambio del trabajo o como retribución, don Cruz me dijo que el Rey del Mar Tláloc-Nezahualcóyotl le proporcionaba a los ahuaques su alimento, el “granizo” al que llamaba “arvejón”, para que lo prepararan o “cocinaran”. “El Rey del Mar les manda pa’ que hagan la comida”, dijo. Esta retribución alimenticia definía la relación de paternidad de Tláloc con los ahuaques y establecía un vínculo recíproco basado en la interdependencia. Permitía entender los conceptos de “padre-Tláloc” “hijos-ahuaques” en términos de intercambios.29 Vemos así que desde la perspectiva pluvial los ahuaques se conciben como seres benéficos, lo que explica su ambivalencia respecto al tipo de meteoros producidos. Son entidades que dan la lluvia y hacen crecer las milpas. La lluvia se considera el más 29

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Cabe destacar que también en la Sierra Norte de Puebla los nahuas conceptualizan la relación entre Nánáhuatzin, héroe cultural y relámpago antropomorfo asociado a San Juan Bautista, y sus rayos auxiliares o quiyahtéomeh en términos de “padre” e “hijos”. Nánáhuatzin se considera “el padre o el capitán” de los quiyahtéomeh “con cuya ayuda trae agua del mar para hacer crecer las plantas” (Taggart, 1997: 48). También en Tlaxcala los muertos por rayo que ayudan a la Malinche en sus funciones atmosféricas son concebidos como “hijos” que deben trabajar a su servicio (Robichaux, 1997: 16; 2008: 405).

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preciado don que los espíritus otorgan a los seres de tlalticpac, pues activa la regeneración periódica del mundo y su continuidad. Como principio fecundante impulsa la multiplicación de todos los seres y los bienes terrenales del hombre —árboles, magueyes, animales domésticos, ganado, cultivos de temporal, etcétera.—. A su vez, se asocia con el agua de manantial contenida en los cerros que fluye por los canales y permite el desarrollo de los cultivos de regadío. Las lluvias y las aguas que fluyen sobre la tierra se asociaron en la mente de un campesino cuando me refirió expresivamente: “donde hay agua hay vida” resumiendo el concepto. Por último hay que indicar que el Monte Tláloc no supone únicamente el eje central del paisaje ritual serrano por constituir el lugar de origen de la lluvia. Como inferí de las observaciones de don Cruz, muchos espíritus humanos capturados en los arroyos no permanecen en los lugares de la agresión. Por medio de la corriente o de los rayos los ahuaques los conducen al interior del Monte, donde se acumulan como si se tratara de una inmensa bodega. ¿Pero a qué se debe este hecho, por qué se acumulan los espíritus en el Monte? Según explicó don Cruz, al inicio de cada época de lluvias Tláloc-Nezahualcóyotl cambia, siguiendo un orden muy similar al de un sistema de cargos, a los trabajadores ahuaques que han ocupado durante ese año los arroyos por los nuevos espíritus humanos almacenados dentro del Monte. Dijo don Cruz al respecto: “ésos no todo el tiempo están aquí dentro de las venas de agua, los cambia cada año [Tláloc] cuando comienza a tronar”. Le pregunté que cómo lo hacía y explicó: “los vienen a dejar los duendes adonde hay charcos de agua, los deja la nube cuando truena, los reparten cuando cae el rayo”. Y añadió sintéticamente: “los ahuaques llevan a los espíritus humanos en las nubes, y entonces andan jugando con la pelota [una forma de denominar al rayo] en el cielo, y cuando le dan una patada, el rayo ya cae abajo [con el espíritu]: na’más truena y ahí queda [en un cauce de agua].”30 De esta manera los nuevos espíritus repartidos trabajan como “aguadores” regando la lluvia, pero también se transforman en “policías” y “presidentes municipales” que regulan la distribución del agua en los arroyos y controlan el acceso de los extraños infligiendo castigos. “Cuando ya llueve, en un charquito de agua, en las piletas de agua siempre hay soldados y policías ahí”, dijo don Cruz, “tiene que haber vigilantes que lo cuidan el agua”. La renovación del sistema espiritual de los manantiales precisa así, en última instancia, de los espíritus humanos apresados cada año en la Sierra por los ahuaques. La depredación anual genera las condiciones necesarias para la reproducción integral de la vida. 30

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También la Reina de la Volcana Iztaccíhuatl, dijo, “tiene sus chalanes allí [dentro], sus espíritu [humanos], y cuando ya trabajan [los ahuaques] ya los reparte, porque allí viven”.

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Resumamos ahora panorámicamente la concepción atmosférica nahua. Las tormentas se presentan para los serranos como procesos cósmicos complejos en los que ocurren dos acciones simultáneas: por un lado, los ahuaques reparten la lluvia fecundante concebida como un don de vida, y por otro rapiñan con los rayos y el granizo esencias y espíritus para permitir el funcionamiento del inframundo. Ambas acciones son simultáneas y contribuyen a explicar el carácter ambiguo de los ahuaques, a la vez benéfico y dañino. Don Cruz lo expresó con precisión en dos testimonios reveladores. Primero me explicó que, en las tormentas, hay maestros [que] los llevan [a ciertos ahuaques] para que ellos trabajen, lo tiren el agua; y los demás andan jugando para que truene, para que a ver a dónde le van a [enviar el rayo] a uno, lo llegan a atrapar su espíritu para que lo lleven para esos chalanes [es decir, para que se convierta en ahuaque].

Y a finales de enero de 2005, en plena estación seca, corroboró: Entonces ahorita están calladitos. Ahorita hasta cuando ya va a comenzar […] a llover, pues va a comenzar a tronar; eso ya revive. Ya lo reviven [los ahuaques] el tiempo”.

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Capítulo 4 Los tesifteros, “conocedores del tiempo”

El concepto de tesiftero El complejo climático que se acaba de describir y al que los serranos denominan “el tiempo” es conocido por ciertos especialistas rituales llamados tesifteros. Durante mi trabajo de campo en la Sierra tardé aproximadamente un año en averiguar la existencia de uno de estos ritualistas, a pesar de que todo el mundo afirmaba que habían muerto. Se decía que antiguamente —calculé que hacia la década de 1970— los pueblos contaban con un total de tres a cinco, pero que hoy día habían desaparecido. Sin embargo, al narrar episodios terapéuticos los habitantes aludían veladamente a tesifteros vivos. En mis investigaciones entrevisté a la hija de Juan Velázquez, conocido granicero fallecido de Santa Catarina; a una anciana hermana de otro en Tecuanulco; a don Antonio, granicero de Santa Catarina anciano y privado de memoria, y finalmente a don Cruz, que tenía 63 años y ejercía activamente su trabajo. Gran parte de la información que presento en este apartado se debe a él. Por otro lado, muchos vecinos conservaban en el recuerdo acciones de tesifteros de sus comunidades que habían escuchado a sus padres o vivido de niños. Supe de la existencia de dos ritualistas más, uno en Amanalco y otro en Santa Catarina —lo cual elevaba a tres su número en la Sierra—, pero nunca me fue posible acceder a ellos ni conocer sus nombres. El término tesiftero parece derivar del náhuatl tesihuitl (granizo) y del sufijo español -ero, y podría proceder del vocablo clásico teciuhtlazqui reportado por Sahagún (1999, lib. VII, cap. vii: 436-437) que Garibay “asocia al aztequismo ‘tecihuero’, es decir, granicero” (en Espinosa Pineda, 1997: 94), y López Austin traduce como “el que arroja el granizo” (1967: 100). En la Sierra designa a individuos dotados del poder para conjurar —“atajar”, retirar, alejar— este elemento, aunque poseen otras atribuciones que ahora trataré. Los tesifteros son hombres o mujeres de “corazón fuerte” que reciben de los ahuaques el don para conjurar el granizo, retirar los rayos, los fuertes vientos, los aguaceros y las diferentes clases de nubes que originan las tormentas: las “víboras” o “culebras de agua” (mexcoatl), oscuras y semejantes a tornados o remolinos descendentes que arrasan las milpas; las de granizo propiamente dichas, grisáceas y con el vientre ennegrecido, y las “bolas de nubes” (mextolontli) generadoras de tempestades eléctricas. También se los considera capacitados para curar “enfermedades de lluvia” producidas por los ahuaques (a los “agarrados” en el agua o fulminados), por lo que se los designa 127

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“graniceros-curanderos”, y por último poseen atributos para pedir la lluvia. A su vez participan en la organización comunitaria ocupando cargos civiles pero que constituyen posiciones de mediación entre el ámbito de los ahuaques y el mundo ordinario. Por ejemplo, don Cruz cumplía en 2005 el cargo de aguador y distribuía el agua de riego; además, dirigía la construcción de un depósito para su comunidad surtido por un manantial y presidía las cuadrillas encargadas de la limpieza de los otros existentes (podía persuadir a los ahuaques para que permitieran la entrada de los vecinos en sus dominios). En realidad, todas estas funciones pueden subsumirse en la capacidad de “conocer el tiempo” que los vecinos les atribuyen. Los tesifteros son “personas que lo entienden el tiempo”, que “saben del tiempo”. Desde una perspectiva etnográfica puede decirse que son ritualistas que ejercen una función comunicativa: frente a la lógica depredadora de los rayos y del granizo enviado por los ahuaques, los tesifteros constituyen el medio o canal a través del cual a la sociedad humana le es dado controlar u ordenar el flujo de sustancias y esencias entre regiones del cosmos. Los tesifteros pueden establecer acuerdos con los ahuaques para preservar los bienes de los vivos y defender sus intereses, o pueden librar al hombre de la dependencia ciega de sus requerimientos y caprichos. A menudo los tesifteros gozan de invisibilidad social en sus pueblos. La primera ocasión que visité a don Cruz consulté a una partera local sobre su paradero. Ella me previno: “Pero no vaya preguntando a la gente por el granicero; diga que busca a don Cruz porque le han dicho que sabe curar, y que usted lo busca porque quiere que le cure”. Me sorprendió su advertencia. Más tarde entendí ciertas cosas. En primer lugar, don Cruz acababa de ser “agarrado” por los ahuaques en una curación complicada y se estaba recuperando de la enfermedad, lo cual lo convertía en una persona “peligrosa” o “contaminante” en el pueblo. En segundo lugar, don Cruz no era sólo granicero. Durante la conversación referida, el marido de la partera había dicho: “don Cruz, que cura y sabe el tiempo, también de huesos sabe”. Días después bajó la voz cuando hablaba de él: “martes y viernes ellos oyen —dijo—, porque es el día de los brujos”. La idea me fue confirmada por el propio don Cruz un año después, cuando en una de mis primeras visitas me ofreció: “te puedo enseñar a echar y te puedo enseñar a curar”. Es decir que, además de tesiftero, curandero y huesero, sabía “echar brujerías”. La hija de Juan Velázquez, el reputado tesiftero de Santa Catarina muerto hacia 1980, contó del fallecimiento de su padre y de su trabajo: Había tres [graniceros] aquí en el pueblo, pero la verdad ya no viven… Pero el que así sabía más, mi papá. Sí, porque luego así se enfermaban y ya venían, ¡fue hasta el Distrito! O sea que era naturista, con hierbas los curaba. De aigre, de las enfermedades que antes decían de mala enfermedad, como brujería, pues curaba de eso. Él sabía, o sea que yo ya fui creciendo y ya lo fui viendo, pues él ya sabía. Él tenía su don, por eso

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le digo que él ya de nacimiento, de nacimiento así ya él sabía hacer [las cosas]. […] Pues la verdad cuando murió quién sabe qué es lo que tuvo, porque él ahora sí que les jalaba la enfermedad con la boca, toda sí los chupaba [a los enfermos]. No sabíamos si en verdad nada lo pasaba o a lo mejor sí se pasaba algo de materias, porque sacaba materias así feo haga de cuenta que salía pues así como pus, que lo que le sacaba pues lo escupía, pero para saber si algo no se le pasaba.

Esta actividad corría paralela a su trabajo de “atajar” el tiempo y recuperar espíritus de personas que habían sido atrapadas por los ahuaques en el arroyo. Los dos ejemplos son suficientes para mostrar que la de tesiftero no es una categoría “pura”, sino que incluye diversas actividades que lo convierten en un personaje de carácter ambivalente en su comunidad. La exposición a poderes ambiguos lo inviste en un manipulador del bien y del mal, de las fuerzas benéficas y dañinas. Mucha gente con la que hablé me dijo: “los tesifteros son malos, son peligrosos”. Pregunté a una mujer por qué lo decía: “porque no hablan [distendidamente] así como ahorita nosotros estamos platicando”. Un hombre de Tecuanulco contó de un tesiftero al que conoció de niño: “es un señor que nomás con la pura mirada dicen que lo dejaba a uno quieto ahí, o sea daba miedo verlo, vaya; no es una persona normal como uno de nosotros”. Este miedo se acrecentaba ante las competencias o luchas locales que entablaban los tesifteros de diferentes pueblos, en las que se enviaban mutuamente las nubes de granizo hasta que éste caía en la comunidad del adversario y destruía la cosecha. Sin embargo, también el aspecto benéfico era comúnmente reconocido. El mismo hombre de Tecuanulco refirió sobre el tesiftero: “Cuando murió ese señor de aquí pues lógicamente se juntó mucha gente, porque para ellos, a pesar de que era peligroso el señor, era bueno porque les cuidaba sus siembras, provocaba que lloviera”. Esta idea del “cuidado” está muy extendida entre la gente de la Sierra (“aquí lo querían bastante a ese señor porque cuidaba”). El propio don Cruz me explicó: “yo me responsabilizo de las semillas, te responsabilizas de atajar cada año para que no caiga recio el granizo”. También concebía la cura de enfermos como una obligación que le exigían los ahuaques y a la que no podía resistirse. Dicho sucintamente, preservar las semillas de su pueblo y velar por la integridad física de los vecinos constituía el centro de su trabajo.

Reclutamiento y disociación anímica: el espíritu-ahuaque Aunque existen diferentes modos de llamado o reclutamiento entre los tesifteros, todos tienen en común que, a través de ellos, el espíritu del individuo es sustraído del cuerpo y, durante un estado de muerte simbólica, trasladado al interior del manantial.

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Las formas más comunes de vocación son dos: el golpe de rayo y la enfermedad. Revisando distintos relatos reparé en que, aunque en ocasiones la primera origina “atajadores” y la segunda “curanderos” —pero se vio que los tesifteros aúnan ambas funciones—, las dos suelen articularse y considerarse equivalentes en el mismo proceso personal. El golpe de rayo constituye el más común. Don Cruz me dijo que el rayo debe pegar en cuatro ocasiones al elegido, como muestra su propia historia individual —la veremos después—. El golpe puede ser espontáneo o provocado por el neófito que desea recibir el don. Para propiciarlo basta su decisión personal. “Si tienes el deseo —dijo don Cruz— se te va a caer después, no se sabe cuándo y no se sabe en qué parte —y añadió—, no se sabe en qué parte pero para que te registres tienes que tener, cuatro rayazos, cuatro rayos, ésa es la verdad”. Es posible que la imagen de los cuatro rayos se encuentre asociada a los rumbos cardinales, así el reclutamiento inscribiría al ritualista en el espacio convirtiéndolo en un centro permanente capaz de instaurar, donde quiera que se encuentre, una comunicación entre los planos del cosmos. La función comunicativa antes referida hallaría una expresión en esta imagen del tesiftero como axis mundi —como abertura o canal entre tlalticpac, cielo e inframundo— que permite regular el flujo cósmico de sustancias entre los ahuaques y los seres humanos (esencias, aromas, ofrendas). Pero además, según los nahuas, cada impacto implica en realidad dos descargas. Dijo un anciano: “les cae el rayo, truena y está allí el cuerpo, luego vuelve a tronar y revive”. Se cree que la primera roba el espíritu y la segunda lo regresa. En el intermedio permanece como ahuaque en el manantial. Es decir, que no se trata de la intrusión de una fuerza divina del rayo en la víctima, sino del establecimiento de un “puente” a través del cual el espíritu elegido viaja al mundo espiritual. A partir de la primera experiencia el viaje puede repetirse, y en eso consistirá la iniciación. Cuando la persona permanece inconsciente sólo un tesiftero puede moverla; si lo hiciera un profano, su organismo, su cuerpo, moriría y el espíritu-ahuaque quedaría confinado en el agua. En cuanto al reclutamiento por enfermedad, éste puede asumir la forma de diversas dolencias consideradas todas como “enfermedades de lluvia”. Lo más común es que el elegido sea “agarrado” en el manantial a las doce del mediodía. Los enfermos “enduendados” o “encantados” en el agua son tratados por un tesiftero que en sueños descubre los motivos de su captura y ayuda en la iniciación del paciente, o le advierte del peligro de ésta si posee un “corazón débil” (“si son de corazón blandito pues hasta él se puede encantar”). El perder de manera recurrente el espíritu en las proximidades del agua representa una clara evidencia de que un sujeto posee el don y un signo de que la iniciación resulta inevitable (lo veremos después al describir la vocación de don Cruz).1 1

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Otro tipo de dolencia es la resultante de comer el granizo caído del cielo, motivo por el cual la persona es susceptible de ser elegida —así le ocurrió a un muchacho curado por don Cruz—.

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Un caso de enfermedad interesante fue el de un granicero de Santa Catarina al que aludí anteriormente al tratar el ciclo vital de los ahuaques. Lo narró una curandera del pueblo, quien lo había conocido bien. Siendo él un niño chiquito lo mandó su mama a traer leña por el monte, y fue a encontrar, por acá por las peñas, una mesa de Día de Muertos [en miniatura, propiedad de los ahuaques,] con toda la ofrenda, y había plátano, pan, naranja, mole, dulce de calabaza, todos sus manjares, y llegó y ‘¡ay, está hasta humeante, está calientito!’ y se lo jincó, se lo comió. Y que ‘¡no, pues ya me llené; no, pues aquí hay pan...! ’[…]; ‘ay, pues aquí hay plátanos...’ Agarra, se los echa en el seno [de la camisa; y] la naranja. Y ya se vino pa’ su casa; busca la leña y ya se vino. Llegó a la casa de sus papás y ya le dio sueño; al instante luego luego se durmió. Que le dice su mamá: ‘¡Juan, Juan, ven acá! —dice—, ¡ven a comer, hijo! ¿Ya te cansastes?’ ‘Sí; no tengo hambre, mamá’. ‘¡Ay!, [recuerda el niño entusiasmado] ¿y mis plátanos?’, que los va buscando sus plátanos y sus naranjas que traía dentro de su camisita... ¡Que ya se hizo nube, y granizo! El plátano se convirtió en nube y la naranja se hizo en granizo. Ya lo traía aquí dentro de su ropa, pero ya [derretido]. Ah, que en eso de que se durmió [...] que le gritan [los ahuaques]: ‘¡Tatajuan, tatajuan, gualan, gualan!’, ‘¡Juan, Juan, vente!’ Pero le hablan en náhuatl, así como hablaban ellos, pues del otro mundo igual le hablaban así al chamaquito, que le dicen: ‘¡Tatajuan, gualan, gualan, tatajuan!’ Que se están burlando de él, en la azotea se asoman para donde está durmiendo el niño; sí, que le gritan, le dicen, se están burlando de él, se ríen de él, del chiquillo. De allí ya no pudo hablar, que empezó a hablar gangoso como si le apretaran la garganta... Cuando se levanta, le habla a su mamá y ya le contesta como si tuviera anginas, como si estuviera mal de las amígdalas y que bien ronco, pues allí se le iba a morir con esa ronquera. Nunca más se compuso, por los duendes. Y ya se entregó, se dio para granicero. Y que veía que se pone la nube muy fea ya se vestía y, ¿qué es lo que hacía?, sus rituales para contestarles y correrlos que se vayan para otro lado.2

Sucede que tanto el golpe de rayo como la enfermedad —que además de constituir el llamado se vinculan estrechamente con la iniciación—, producen la disociación del 2

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Este episodio muestra la estrecha asociación entre la enfermedad y la iniciación, y entre la iniciación y el alimento. La enfermedad sobreviene al ingerir la persona sustancias que no pertenecen a su mundo —los plátanos y las naranjas son en realidad nubes y granizo— y cuya asimilación implica adscribirse a otros dominios. Comer la comida de los ahuaques convierte al niño en ahuaque; la enfermedad pone de manifiesto este proceso de metamorfosis: “Desde allí ya no pudo hablar, que empezó a hablar gangoso como si le apretaran la garganta […]. Nunca más se compuso, por los duendes”. Después veremos que el uso de comidas especiales es una de las prerrogativas de los tesifteros (véase el apartado “Iniciación onírica y compadrazgo con los ahuaques” de este capítulo).

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espíritu del elegido. Por medios que nadie supo explicarme se transmuta en ahuaque y confiere al ritualista una naturaleza dual: parte de él se asimila al mundo humano y la otra al espiritual. A diferencia de los seres humanos y de los espíritus, su existencia transcurre simultáneamente en ambos mundos, es a la vez hombre y ahuaque, habita tlalticpac y el manantial. Precisamente este rasgo lo erige en mediador. Además del llamado, existen ciertas señales que indican que un individuo posee el don, que de esta forma se considera innato, según diferentes personas pudieron decirme. La hija de un hombre que había muerto sin concluir su iniciación me confesó que temía mirar las nubes de tormenta: “¡Qué tal si los veo —exclamó—, qué tal si tengo el don!”. Ver a los ahuaques implica haber recibido el don de nacimiento. Don Cruz me dijo una vez que efectivamente “ellos se enseñan cuando tiene uno su destino” y que no era posible verlos de otro modo.3 Por otro lado, añadió que la persona podía mostrar en la palma de la mano derecha “las Estrellas del Mar”, configuración de líneas asociada al poder de los ahuaques. Don Cruz podía averiguarlo escrutando la mano, como sucedió en una ocasión en que lo visité acompañado de una joven de Tecuanulco. Tener estas Estrellas del Mar en la palma revelaba igualmente haber nacido en posesión del don (las Estrellas del Mar remitían a los Reyes del Mar, es decir, a los “padres” que rigen a los ahuaques, en especial a Tláloc-Nezahualcóyotl, y figuran en la oración contra el granizo que veremos después). También registré tres casos en los que se concebía la transmisión bilateral. Junto a la mujer referida, que temía mirar a las nubes de tormenta, y a la hija de Juan Velázquez, que me reveló que en ciertas ocasiones conjuraba las nubes con un crucifijo, entrevisté a la hija ya anciana del tesiftero Cruz Alonso de Tecuanulco. Tanto Cruz Alonso como uno de su hijos habían recibido el don y trabajaban juntos. En casos semejantes la gente no aceptaba la acción del rayo ni la enfermedad el don era innato y heredado: “su don lo trajo, trajo un don para eso”, se decía. Así pues, el don puede obtenerse a través del llamado por rayo o enfermedad, venir de nacimiento o recibirse por transmisión hereditaria indistinta entre hombres y mujeres. A continuación presento el relato iniciático de don Cruz, el tesiftero con el que trabajé estrechamente, que muestra interrelacionadas algunas de las nociones expuestas aquí.

3

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En una ocasión don Cruz lo expresó en negativo: “Aquí un hombre al que estaba yo enseñando de granicero [y que no tenía el don de nacimiento] pensaba: ‘Voy a ver si de veras los veo a estos duendecitos’. Le digo: ‘No, nunca los vas a ver. Los vas a ver en sueños. Pero así en natural por decir tú vas a hablar con ellos, no. Vas a hablar al agua…’”

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La vocación de don Cruz: un ejemplo de iniciación por rayo y enfermedad Grabé el testimonio de don Cruz en dos sesiones los días 30 de enero y 12 de julio de 2005; él lo narró espontáneamente en un momento de nuestras conversaciones. Lo que presento a continuación es una versión que aúna ambas, pues constituyen relatos complementarios. Contó don Cruz: Yo nací en San Jerónimo. Con este año llevo 38 años [viviendo en la Colonia, a donde me me mudé]. Pues exactamente hace 38 años se me cayó el rayó allá donde están las últimas casitas. Cuando primerito no quería yo enseñarme, iba yo por allá en el río y muchas veces me enfermé, me agarraron. Me agarraron mi[s] espíritus. Me dolía mi cabeza, mis manos ya se hincharon por aquí [las muñecas y los brazos], me quitaron mis espíritus, ya no tenía yo. Tuve una suegra, su mamá de mi esposa sabía curar, entonces me curó. Entonces a las ocho veces [que] me enfermé, ya me dice: “Tú mejor te vas a enseñar, porque si no te vas a seguir enfermando, y después pues te vas a morir”. Le digo: “¿Cómo? ¡Pero pues yo no sé nada!”. Dice: “Sí, tú tienes tu don. Nomás que te pones abusado. Es que ahorita te enfermas, pero tienes [debes tener] cuidado por dónde vas: si te vas al monte, cuando comienza ya la lluvia, por decir vas a leñar o vas a cuidar, cuando llevas tus animales ya los echas rápido, echas carga y ya te vienes, y te vienes rezando pa’ que no te caiga el rayo”. Pues ¡cuándo me acordaba yo! ¡Hacía así al rato y, después, ni madres! Siempre. En esos años, pues como no tenemos terrenos, más hectáreas de momento no hemos sacado, dice mi mujer: “Ya no hay maíz, ya trae para echarle al ascón para martajar”. ¡Cuál! Ahora sí lo fui a traer a Santo Tomás Apipilhuasco en una tienda, fui como a las cuatro, me fui corriendo para cuando oscureció pues ya verme subiendo adonde están las últimas casitas, en la veredita. ¡Ya está tronando, ya va tronando! Hasta cuando truena parece hasta que alumbra en el cerro de allí [el Tlamacas]. Digo: ¡Híjoles, me va a agarrar! Y aquí ya chispea el agua. Así que agarro once kilitos de mi maíz, con un costal y con un ayate de plástico, entonces ya vengo caminando [con la carga a la espalda]… ¡Híjole! Así lo paso un montoncito de magueicitos chiquititos asina… Qué cosa, ¡cuando aparece alguna nube y me dio un pinche rayo por acá asina [en el hombro y el brazo izquierdos] y que me tumba encima de los magueyes! ¡Y que se me cae el pinche rayo encima de mí! Así que voy yo cargando mi muletita del maíz, ¡se me fue a caer encima de los magueyes! No, cuando me levanté… ¡pues el chingadazo que me dieron pero así en la cabeza…! Pero no me fui a caer así boca abajo, sino que me fui a caer asina, boca arriba, me botaron… Cuando me levanté ya está saliendo sangre de la nariz. Fui a llegar, voy sangrando… De nada me piqué de los magueyes,

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nada. Me botaron nomás, ahí me botaron. Digo, pues a lo mejor así me va a donar, me voy a morir. Nomás como que me escamé y ya; me levanté y ya me fui. ¿Qué sería? Ponle 80 metros, 100 metros para llegar a la casita hasta acá arriba. Y aquí ya está comenzando a llover. Ahí llego, pues ya, aquí está mi señora —ya era noche, pues ya se acostaron—, me humeó con unos pelos de gallina, les quitó las plumas y lo quemó tantito con lumbre, me humearon y ya con esto para que no me espante; y tomé agua rápido, y ya con eso ya. Ni enfermé; nada. Ni siquiera por decir alguna parte me rasguñaron del rayo, nada. Nomás así me hicieron como un escarmiento para que yo... como un toquecito en realidad. Después fui a traer [el espíritu de] una persona hasta el bosque, hasta el monte; estaba en el manantial. En aquella reforestación de allá me fueron a dejar, allá me dieron otro. Me lo querían quitar, me dieron un chingadazo, un toque, hasta me fui a caer aquí, hasta allí me fue a botar dentro del tepetate, por eso me rasguñé todo, me rasguñé, ¡pero no lo solté!, así lo llevé y ya lo fui a dejar [el espíritu] hasta San Jerónimo. Les dije a los chalanes, dos chalanes [se llevan] —que uno tiene que ir adelante y uno atrás—, cuando ya me caí, que me levanten. Dos veces [me pegó el rayo] y otra vez allí, por cerca del río [el Partidor] fue donde me tocó otro. Fui de viaje y ya me agarró por allí la lluvia, por allí me tocó otro. Y otro [más] en el monte, me iba a tocar encima de un árbol, pero como me quité del árbol no me tocó en el arce. El árbol ese sí lo sonrrojaron bien. Sí, pero ya nomás medio me tocó, ya no [me pegó directamente]… Ya después mejor ya me enseñé todo bien [aceptó el don].

Cada párrafo del testimonio corresponde a una etapa distinta de la iniciación. En un primer momento don Cruz se enferma cada vez que va al manantial, los ahuaques capturan sus espíritus. Su suegra, conocedora del tema, le advierte con sobresalto sobre la necesidad de iniciarse: “tienes tu don”. Pero él ignora el consejo y es alcanzado por un rayo, “un toquecito en realidad”. Entonces lo cura su esposa, que también había aprendido de su madre, la suegra, sahumándolo para evitar el espanto. Después recibe un segundo rayo de los ahuaques, cuando ya curaba y recuperaba espíritus de enfermos. Un tercer rayo lo alcanza en el Partidor, y el cuarto y último en el monte; así cumplió los cuatro rayos necesarios. “Después mejor ya me enseñé todo bien”, dijo. Asumió su destino y se entregó a los ahuaques. Un aspecto sumamente interesante de la historia de don Cruz es que, al narrarla, asociara el episodio del impacto del primer rayo con una crisis familiar que en ese momento estaba atravesando, y que determinó su traslado desde San Jerónimo Amanalco a la colonia Guadalupe, donde estableció su vivienda. Esta asociación temporal es reveladora por lo que explica sobre el contexto y las condiciones sociales que influ-

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yen en la iniciación. Crisis vital e iniciación mística van de la mano en el testimonio de don Cruz. Retomemos la narración: ¡No, pues yo tuve problemas con mis jefes y con mi mamá! Un hermano mío, era mayor, me odió mucho, por eso nos peleamos allá en San Jerónimo en la casa de mis jefes, de noche, y al amanecer a estas horas ya me corretearon con todo y mi señora, y apenas el chamaco tenía… ¡quince días hacía que se alivió mi esposa del parto! Casi ya me sacaron a mí denuncia. Y ya nomás se le encargué a la señora en una parte con unas hermanas, y ya pues dime dónde pedir mi herencia que me la dieron que sea de ejido. Allá tenía su solar mi papá, tenía su lotecito pa’que me lo hubiera dado allí de herencia, pero como ya lo tenemos mi denunciada, pues tienes este pedacito hasta acá arriba, ¡pues hasta acá arriba! ¡Ahorita ya se ve pueblo, pero esos años hágase de cuenta… ¡como por aquí en el bosque ya! Y había árboles, de estos árboles de encina: siete árboles. Dice [su padre]: ‘Pues aquí va a hacer un ranchito, abajo en este árbol lo hace un ranchito para vivir’. Digo: ‘Sí. Pues ya me dio usted hasta acá, pues ni modo. Si usted tiene por ahí, hasta el bosque, hasta el monte me va usted a dar y no tiene, pues tengo que vivir allá, porque qué cosa no tengo…’ [Ríe] Pues oye, me conformé. ¡Pues ahí me lo dieron! Ya me vine. Hice tres tres días para formar un jacalito y ya. Ya acarreé unos palitos, así con hierba lo hice para un lado, fui a comprar los cartones y ya vine a tapar. Tenía dos burritos y los pasé a traer; teníamos allá unos pollitos, allá tenía mi señora unos pípilos, ya los echo en unas cajas, y mis cobijas y mis petates, ya traigo y nos venimos, a estas horas [temprano] nos venimos. Allá por allá en la desviación voy, descargo otra vuelta y le digo a mi señora que allá me espere y voy a traer cartón allá en Apipilhuasco. Ya lo pasé a traer, llego como a las tres de la tarde, desde aquí ya va a chispear el agua, salimos en el mes de agosto, en tiempos de lluvia… Ya está lloviznando, y luego ella todavía no aguanta a agarrar las cosas pa’que me ayude; ya el chamaquito ya lo acostó así, con unos costalitos de jarcia, de hilo de maguey. Así lo tendemos y las cobijas échale y ya subió mi mujer arriba para lavar la casa, el tejado y ya se vio na’más un lado y ya la cocina, y ya pasamos la vida así.

He querido citar este extenso testimonio porque contextualiza el llamado y presenta la posición marginal en que don Cruz comenzó su vida una vez abandonó la residencia paterna. Esta situación subalterna coincide con el primer golpe del rayo, cuando contaba 23 años (actualmente tiene 63). La coincidencia de ambas situaciones, su relación causal quizás, lleva a preguntarse si el papel de granicero le ofreció a don Cruz una suerte de recurso catártico para resolver o manejar su crisis personal y reconducir su estatus dañado, haciéndose, gracias a la iniciación, con una posición de poder en el seno de su nueva comunidad.

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Iniciación onírica y compadrazgo con los ahuaque Una vez recibido el llamado y aceptado el don, la iniciación del tesiftero sucede a través de los sueños. El proceso de aprendizaje es solitario y en él no participan otros tesifteros, a diferencia de lo que sucede en Tlaxcala y Morelos.4 Muchas veces el neófito recibe instrucciones del ritualista que lo trató, como remedios usados en curaciones, implementos rituales, oraciones y diversos elementos ligados a su experiencia particular, pero el resto del aprendizaje es un proceso individual. Una vez le pregunté a don Cruz quién le había enseñado: “Nadie, nomás en sueños —contestó—. Yo sueño”. Me explicó que tras los impactos del rayo estaba platicando con los ahuaques cuando su mujer, asustada, lo despertó: “si me hubiera dejado, cuando hubiera llovido no me hubiera yo mojado”. Contó de un tesiftero de Amanalco que atajaba el granizo sin mojarse y concluyó: “Y yo siempre me cobijo porque me mojo. Por eso todavía me faltó otro cachito. ¡Me despertaron, pues ya no!” En los sueños sucede que el espíritu del tesiftero deja el cuerpo y, en forma de ahuaque, viaja al interior del manantial, donde recibe instrucciones. “Vas a soñar —dijo don Cruz— que estás jugando dentro del agua y lo vas a ver el muñequito, por ahí está. Está yendo dentro del agua. Ya se pasó a meter un muñequito. Y si no te pasa a hacer asina [saluda con la mano], y si no, nomás te pasa, pa’que lo veas tú”. Los muñequitos son espíritus-ahuaques que le instruyen en el control atmosférico y la curación. Los ahuaques establecen con él una relación particular: alimentan al ritualista como demostración de “amistad”. Lo vimos en el caso de la mujer elegida como Reina Xochitl: “ya me dan unos jarritos chiquitos, sus platitos […], me ofrecen la comida, me ofrecen todo lo que tienen”. El vínculo creado con el alimento persigue convertir al tesiftero en su pariente ritual. Muchos informantes profanos señalaron esto, y utilizaron el término “compadrito” para definir la relación. Ésta se sustenta en una serie de deberes condensados en el concepto “respeto” (icatlasotla), principalmente el uso de términos parentales —“usted”, “compadre”, “hermano”, etc.—, la ayuda mutua y, quizá clave, la retribución del alimento —el “agradecimiento” o tlasocamachiliztli—, aspectos análogos a los que rigen el compadrazgo en la Sierra. Una anciana de Tecuanulco narró el testimonio de un tesiftero fallecido, revelador a este respecto:

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Véanse los apartados “Tlaxcala rural” y “Morelos” del capítulo 1.

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Telésforo le platicaba a mi difunto esposo que iba por allá en Atitla [un manantial], y nomás se paraba en una piedra así, nomás tosía y cuando siente ya se metió en una casa. Pero pues cuál casa si allá no hay casas mas que sólo pantano, que había así harta agua. Dice que nomás saludaba: ‘¡Compadritós!’ Que dice: ‘¿Ande están, compadritós?’ Y ya le responden, ya se metió… quién sabe cómo. Ya se mete en el pantano, ya está abajo. Pero yo creo que no siente o quién sabe cómo le hace. Y allá cuando llega es que dice: ‘¡Gayeyeloc, compadritos!’ Y ya le responden, ya lo llaman, que les dice de compadritos a los duendes, que son compadritos los duendes del granicero. Luego ve que hay puro calabacita, ¡todo verdura, todo verdura hay! Y luego ya lo llaman allá hartas muchachas bonitas —que hay grandes y muchachas y hombres, pero todo chiquito— y le dan de comer habas verdes, arvejones verdes y todo verde, nada más que de su comida, la comida le dan. Todo eso desabrido, nada de sal, no tienen, puro desabrido. Hasta le decía [Telésforo a mi esposo]: ‘Ya tengo hambre, ahora sí yo ya me voy, voy a comer allí con mis gentes’. ‘¿Adónde?’ ‘Pues allá en Atitla. Yo voy a comer allá con mis compadritos. Llego y me dan de comer. Lo que no me gusta es [que la comida no tiene] nada de sal, puro desabrido me dan los arvejones verdes y las habas verdes a comer’. Luego para salir también nomás tose, nomás hace ‘Jrm, jrm’, y dice: ‘Inoj, compadritos’. ¡Cómo está eso, que les hablaba en mexicano y le hablaban en mexicano, todo en mexicano le hablaban como le hablábamos aquí! Luego dice que ya le dieron de comer y ya se viene. Nomás tose otra vez y les dice: ‘¡Tlasocamate [gracias] compadritos!’ Y luego ya se pierde él, y ya cuando... yo creo que se duerme o quién sabe... cuando despierta ya está otra vez por aquí en el terreno, ya para en la orilla del pantano.

Diferentes aspectos destacan en el relato. El intercambio y el consumo conjunto de alimentos constituyen y definen la relación entre el tesiftero y los ahuaques, que se concibe como un proceso que debe ser reactualizado periódicamente.5 Los tesifteros, que en sueños son con frecuencia alimentados por los ahuaques, retribuyen en estos intercambios nutricios en determinadas ocasiones rituales. Las 5

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Nociones nahuas de otras áreas complementan estas ideas. En Guerrero, por ejemplo, “la comida y el consumo de la comida […] representan la dependencia mutua”, y “el compromiso de nutrirse mutuamente implica un endeudamiento permanente” (Good, 2001a: 278-279). En los mitos de la Sierra Norte de Puebla los seres humanos y los “rayos” (quiyahtéomeh) entablan vínculos a través de compartir e intercambiar alimentos, actos que denotan “respeto” y “amistad”. Según Taggart, en la vida ordinaria de la Sierra Norte de Puebla las relaciones se establecen predominantemente en “banquetes rituales” donde compadres y parientes intercambian la comida de sus platos para crear vínculos ceremoniales, que renuevan después durante el Día de Muertos y en otros momentos clave del ciclo vital (nacimientos, bautizos, matrimonios, defunciones). Rechazar el alimento ofrecido implica, por tanto, abandonar la intimidad (Taggart, 1997: 146 y ss.), etc.

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principales son dos: durante las curaciones, cuando don Cruz dijo no poder comer “frutas” debido a que debía compartir en las ofrendas terapéuticas su “aroma” con los ahuaques. Él depositaba las frutas sobre una charola dentro el agua, ámbito donde su espíritu también podía acceder: “entonces —me explicó aclarando el motivo—, haga de cuenta comemos juntos con ese mismo olor”. Otra ocasión para estas retribuciones es en los ritos para “atajar” el granizo —como se verá extensamente más adelante—, donde la promesa de una ofrenda nutricia es usada por el ritualista para persuadir a los espíritus de que alejen las nubes destructoras de los campos cultivados: “Ahora no — exclama el tesiftero en su oración advirtiendo a los ahuaques—: más después tenemos que comer”. Estos intercambios recíprocos que permiten establecer no sólo un contacto con los ahuaques sino lograr su colaboración radican en la naturaleza del tesiftero como ser dual. Al poseer atributos humanos y espirituales, el tesiftero puede establecer vínculos con entidades ontológicamente otras. En su dimensión de ahuaque o espíritu separable puede nutrirse de aromas, sean de plantas terrestres o de los que se hallan en el interior del manantial (los vegetales del relato son en realidad esencias inasibles), que representan olores de frutas y semillas extraídas del mundo humano. A su vez, el tesiftero constituye un ser humano que se alimenta en la tierra con sus semejantes. El estatus ambiguo y la capacidad de proyectar al exterior su espíritu-ahuaque, adquiridos en la iniciación, confieren al tesiftero el carácter específico de mediador o de intermediario que lo define como ritualista.6 6

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Sin embargo, en ocasiones este compadrazgo sostenido colectivamente con los ahuaques —todos los ahuaques son sus compadres— es reforzado por medio de una relación contraída espefícamente con uno de ellos. Entonces, en el interior del manantial el granicero recibe una “esposa espiritual”. De modo similar al descrito al referir los episodios de enfermedad, el granicero se “casa” con una mujer ahuaque. La diferencia sustancial entre ambos casos es que, mientras en el primero la víctima apresada se asimila definitivamente al mundo del agua suspendiendo sus lazos terrenales, en el segundo el ritualista conserva simultáneamente a sus esposas serrana y espiritual. El dualismo ontológico del granicero se ve así redoblado: al igual que consume aromas en el arroyo y semillas sobre la tierra, posee una familia y una esposa terrestres, e hijos y cónyuge ahuaque en interior del manantial. Según se desprende lógicamente, con la mujer ahuaque deberá mantener intercambios de comida y relaciones sexuales —categorías conceptuales que pueden llegar a asimilarse u homologarse frecuentemente entre los nahuas— y lo mismo sucederá con su esposa humana. La poliginia del granicero es, pues, una segunda cualidad que lo acredita como intercesor. Ningún serrano ordinario puede mantener dos esposas, con sus respectivas familias, en distintos planos del cosmos ni frecuentarlas continuamente realizando visitas alternas. Al respecto puede decirse sin reparos que el tesiftero lleva una doble vida, pues sus dos mujeres ocupan puestos legítimos semejantes —no se trata de un amancebamiento que coloque, mediante un tratamiento privilegiado, a una mujer “primera” por encima de la “segunda”; es una poligamia simétrica—. No obstante, al igual que sucedía con el compadrazgo y el alimento, cuando el granicero realice ceremonias

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Aunado a la comida recibida de los ahuaques en los sueños el tesiftero es iniciado en un segundo sentido: es “registrado”. Dijo don Cruz del tesiftero que atajaba el granizo sin mojarse: “está bien registrado el señor, lo ayudan sus compañeros”. Registrarse implica adquirir una serie de conocimientos prácticos asociados a la profesión. Uno de ellos lo conforma la asignación del territorio en el que actuará. Al parecer, hay áreas concretas a las que cada uno es adscrito. En San Jerónimo existía una “organización” de pedidores de lluvia cuyos miembros se hallaban “registrados” en el Monte Tláloc, al contrario de lo que le sucedía a don Cruz quien, cuando tenía que recuperar enfermos en este lugar, debía recurrir a ellos y solicitar su permiso —se verá luego—. Otro aspecto de “registrarse” es la obtención de un implemento ritual específico con el que se desempeña el trabajo. A menudo se trata de una palma bendita de Domingo de Ramos pero también puede ser una vara de membrillo, un machete, un crucifijo o los propios dedos de la mano derecha (el pulgar sobre el índice) formando una “cruz” —ambas en el caso de don Cruz—. Los implementos rituales son entregados en sueños y el ritualista los consigue en la vigilia. A su lado figura una serie de oraciones, súplicas, recetas médicas, movimientos rituales, avisos, sanciones, predicciones climáticas, etc., que el tesiftero recibe oportunamente.7

“Atajar el tiempo”: retirar los meteoros dañinos La práctica que identifica y define a los tesifteros es “atajar el tiempo”, que designa el acto de “retirar” meteoros nocivos —granizo, rayos, lluvias torrenciales— a espacios donde no perjudiquen a los humanos. En sus sueños los ahuaques les proporcionan información atmosférica (“los sueñas, por eso ya lo atajas el agua”) a modo de pronós-

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con el objeto de recuperar espíritus de enfermos, o rituales para expulsar el granizo de las comunidades, deberá reforzar sus lazos con el mundo del agua y establecer una separación respecto al mundo serrano terrenal. Tendrá, en suma, que respetar proscripciones maritales equivalentes a las prohibiciones nutricias. Estará obligado a atenerse a la abstinencia sexual con su mujer terrenal y mantener relaciones carnales únicamente con su mujer ahuaque. Sobre los sueños de los “tiemperos” de Morelos ha escrito Glockner: “Agarrar el sueño no sólo implica permanecer dormido hasta captar el mensaje completo, no sólo cumple un papel pasivo, se refiere también a introducir y ejercer la voluntad dentro del sueño, a tomar decisiones que permitan lograr cierto control de la circunstancia onírica” (2000: 134). Un aspecto clave en este sentido es que parte importante de la iniciación consiste en aprender a soñar: “Yo sueño”, dio como respuesta don Cruz a mi pregunta, vinculando el acto de “soñar” con un viaje extracorpóreo. También los antiguos nahuas creían que “el hombre podía salir de los estrictos límites de su mundo para visitar las moradas de los sobrenaturales. El viaje más común era el del tonalli del durmiente. El tonalli podía comunicarse con dioses y muertos en la nebulosa vida de los sueños” (López Austin, 1996, I: 411).

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ticos. En febrero, al caer los primeros rayos, don Cruz comenzaba a soñar que atajaba el granizo, “aunque no es cierto” —no lo atajaba en la realidad, sólo era sueño, quería decir—, pero aquello indicaba el comienzo de la estación de lluvias y de su trabajo. Ésta era una “obligación”, según contó: “por decir las once o las diez de la noche o la una de la mañana si oyes que ya truena demasiado te tienes que levantar porque eso te va a arrastrar”. Hace unos 17 años, dijo: “estaba yo durmiendo adentro y como a las once y media vino tronando, vino el granizo, y ¡pas!, pues me levantaron adentro de la cobija luego la lumbre, hazte cuenta en medio de la cobija se fue a caer. Y me salí para atajarle a ese granizo”.8 Los métodos conjuratorios aúnan la recitación de una oración con la mirada fija en la nube y el uso de algún implemento ritual. Con él se le dirigen ademanes violentos e imperativos (en caso de la palma, la vara de membrillo o el machete) o simplemente se lo esgrime hacia la nube (si se usa el crucifijo o los dedos en cruz). Mientras el tesiftero efectúa su ritual nadie puede mirarlo; me dijeron que los ahuaques castigan al curioso con un rayo. “Cuando los graniceros veían a los chamacos afuera —contó una anciana— pues les pegaban: ¡que se vayan allá adentro [a su casa]!” La oración, recibida en sueños, puede considerarse una formalización espontánea del pensamiento —no inducida entonces por el antropólogo— que, además de expresar la “cosmología vivida” y una exégesis del rito, ofrece información muy valiosa sobre la naturaleza del ritualista y el procedimiento con que se establece la mediación (véase Lupo, 1995a).9 En el caso de don Cruz pude grabar su oración en dos ocasiones diferentes (el 10 de abril de 2004 y el 30 de enero de 2005), cuando me la comunicó directamente con fines de instrucción. Para analizarla correctamente debe situarse en el contexto de su enunciación. Volvamos a la situación en que los ahuaques sobrevuelan los sembradíos dispuestos a arrojar sus “semillas”. En el cielo conforman ejércitos de espíritus hambrientos, huestes ávidas de aromas preparadas para iniciar la “cosecha”. Se alojan en el interior de diferentes clases de nubes —culebras de agua (mexcoatl) descendentes que 8

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Éste podía caer, además de en el campo, en las calles de las ciudades y entonces don Cruz debía retirarlo igualmente y hacerle frente. Sin embargo se cuidaba de ocultar sus ademanes para no resultar descubierto por los extraños. Según dijo: “Yo he ido a México por la Merced y, cuando me toca por allá, cuando estoy por allá, pues a veces lo atajo… Hago mi cruz [con los dedos] en [el bolsillo de] mi chamarra, lo hago y voy paseando y paseando… Y luego se va pasando. En mi chamarra que uso yo, aquí en los bolsillos sumo las manos… ¡Le atajo!... Y, si pegó el rayo, le atajó pero bien, le atajo yo bien.” Lupo ha propuesto llamar a esta categoría de textos rituales “súplicas” considerando los siguientes criterios: sus fines utilitarios, la actitud psicológica que expresan, la falta de forma preestablecida e inmutable y el pronunciarse acompañadas de acciones rituales dirigidas a las potencias divinas para lograr su protección o su ayuda (Lupo, 1995a: 79-93).

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arrasan las milpas; nubes de granizo con el vientre oscurecido, y bolas de nubes (mextolontli) generadoras de tempestades eléctricas— todas llenas de “arvejón”. FIGURA 4.1 Una tormenta de granizo se cierne sobre Santa Catarina del Monte

El granicero acude entonces sin demora a las milpas y, esgrimiendo su palma bendita de Domingo de Ramos o un crucifijo de madera, trata de entablar un diálogo simultáneo con los ahuaques y los humanos con el propósito de alcanzar un acuerdo y evitar el desastre. Este diálogo, que siempre recita en castellano, es en sí el texto de la oración. En ella el granicero adopta alternativamente las voces y los discursos de los ahuaques y de los seres humanos en un entramado que resulta, a primera vista, difícil de comprender. La complejidad radica precisamente en su polifonía, es decir, en el hecho de no saberse a ciencia cierta, en cada momento, quién está hablando y con quién.10 Los enunciadores y los destinatarios fluctúan sin que existan apenas marcado10

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Este carácter dialógico y polifónico del texto resulta sumamente interesante. Refiriéndose a las oraciones tzeltales, escribe Pitarch: “la polifonía se halla hasta tal punto desarrollada […] que el rezador no sólo entra en relación de diálogo con sus personajes en un plano de igualdad, sino que por momentos resulta prácticamente imposible identificar qué personaje está hablando. En líneas muy generales, no es fácil reconocer en la narrativa tzeltal a quien pertenece la voz de lo que acaba de ser dicho, y aún en la conversación cotidiana parafrasear es un recurso muy común. Pero en el caso de los ensalmos se convierte en un problema mayor. En mi experiencia, ésta es una de las mayores dificultades que

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res textuales que permitan identificar la transición. En la oración el granicero puede expresarse, por ejemplo, en forma de ahuaque y dirigirse a los espíritus, o como ahuaque y dirigirse a los seres humanos; o ser un enunciador humano que se comunica con los espíritus o, por último, conversar como serrano con los propios seres humanos. Es decir, que en la oración existen dos enunciadores —el granicero-ahuaque y el granicero-humano— y dos destinatarios —los ahuaques y los humanos— que se combinan de cuatro formas: Enunciadores [E] Granicero-ahuaque Granicero-ahuaque Granicero-humano Granicero-humano

Destinatarios [D] habla con los humanos habla con los ahuaques habla con los humanos habla con los ahuaques

Estas cuatro posibilidades son constitutivas y necesarias para efectuar la intercesión. Tratando de proporcionar una suerte de clave de lectura, en el análisis que desarrollaré a continuación utilizaré distintas tipografías con el fin de distinguir claramente a cada enunciador. Recurriré a las negritas cuando el granicero hable en forma de ahuaque y a las cursivas cuando lo haga como humano (véase arriba [E]). El problema de los interlocutores-destinatarios ahuaques o humanos a los que éste se dirige respectivamente como ahuaque o humano (véase arriba [D]) lo abordaré en el análisis. Una breve indicación es necesaria: debido a que la oración no constituye en absoluto un texto dogmático ni estereotipado recitado de memoria, permite infinitas variantes producidas in situ a partir del mismo esquema ordenador (Lupo, 1995a: 97). Por ello, el análisis comprenderá simultáneamente las dos versiones que me proporcionó don Cruz, que varían levemente en algunos aspectos.11

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enfrentan la transcripción y traducción de un texto de curación. En ciertas oraciones, los rezadores hablan con seis o siete personajes a la vez; ni siquiera los cancunqueros […] podían distinguir siempre quien era el autor de que se había dicho” (1996: 246-247). El problema en el caso de don Cruz es que él mismo es varios personajes al mismo tiempo —es ahuaque y es un nahua serrano— es decir, que en su cuerpo confluyen varios enunciadores y diferentes identidades, que se muestran de manera sucesiva. En la transcripción considero los tiempos y ritmos de ejecución a la vez que el sentido del discurso, ambos ligados a la expresividad y la efectividad ritual. Sobre los aspectos métricos y rítmicos de las oraciones mesoamericanas, véanse Lupo (1995a: 110) y Montemayor (1999: 53).

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Versión A [1a]

[5a]

[10a]

[15a]

[20a]

[25a]

Virgen de Santa Bárbara, ayúdame, protégeme, ayúdame para retirar a mis hermanos duendes, que los duendes quieren [comer con el granizo las semillas], [y son] muy fuertes para [que por medio d]el hermano bendito se va[ya]n a ir; ese espíritu [es muy fuerte] pa’ que lo lleve yo, trato de retirar a los hermanos que trabajan para otro lado. Y hago un esfuerzo, mi destino viene por mí, tengo que hablar con ellos, mis hermanos duendes: ¡Retírense, retírense ustedes por allí a un lugar con más trabajo! En estas semillas, cuando coman, comamos, tantitos arvejones, comida de arvejones, tenemos que pedir permiso para comer y para sacar en donde hay, aquí tenemos poquitos; no podemos dar a los hermanos que viven en la Tierra Humanidad. Yo, como hermanos, yo tengo mi espíritu con ustedes, hago un esfuerzo para ustedes, vamos a sacar sacrificio por allá, sacar [qué] comer, qué comer para nosotros, porque también tenemos hambre como ustedes; también [nosotros] comemos juntos. Yo y ustedes les voy a convidar después, ahora no, más después tenemos que comer. Versión B

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[5b]

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La Virgen Santa Bárbara, ayúdame. Señora Virgen Santa Bárbara, ayúdame, protégeme, ayúdame [para] que se retiren estos hermanos duendes, porque aquí no queremos que caiga su arvejón de ellos, porque es su comida,

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que puede perjudicar en éstas nuestras semillas. Nosotros no queremos que se caiga, retírelo, que se vayan a otro lado nuestros hermanos duendes. [10b] Ayúdame Señora Virgen Santa Bárbara, protégeme, ayúdame con la Estrella del Mar [para] que se retiren los hermanos duendes, porque no podemos regañarles, que se vayan retirando poco a poco. En las dos versiones don Cruz comienza hablando como humano: se dirige a Santa Bárbara, patrona del rayo y de su oficio, para que le ayude y le proteja en la tarea de retirar a los ahuaques, que son “muy fuertes” para él.12 A continuación explica —dirigiéndose a la santa y a la vez a los seres humanos en la versión B— el motivo de su petición: “porque aquí no queremos que caiga su arvejón de ellos / porque es su comida / que puede perjudicar en estas nuestras semillas” (5-7b). El granicero es un humano que vela por los cultivos. Continúa: “Nosotros no queremos que se caiga, retírelo que se vayan a otro lado nuestros hermanos duendes” (8-9b). Entonces añade, en la versión A, una explicación dirigida a los serranos: “Y hago un esfuerzo, mi destino viene por mí, tengo que hablar con ellos, mis hermanos duendes” (8-9a). El esfuerzo y el destino no son otra cosa que su obligación insoslayable de interceder. A partir de ese momento el ritualista se torna ahuaque y habla con los espíritus como tal, de igual a igual: ¡Retírense, retírense ustedes por allí a un lugar con más trabajo! En estas semillas, cuando coman, comamos, tantitos arvejones, comida de arvejones, tenemos que pedir permiso para comer y para sacar en donde hay (10-14a)

Se reconoce ahuaque necesitado de alimento adoptando la posición de los espíritus: “cuando coman, comamos […], comida de arvejones…”. Sin embargo, su punto de vista ahuaque responde a un propósito estrictamente humano: proteger las semillas de los serranos —también él, recuérdese, participa de esa comunidad. Por eso añade: “tenemos 12

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Las Estrellas del Mar, a las que el granicero solicita ayuda en la versión B, hacen referencia al Rey del Mar Tláloc-Nezahualcóyotl y, como se vio, aparecen trazadas en la palma de la mano derecha de ciertas personas indicando que nacieron en posesión del don.

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que pedir permiso para comer y para sacar en donde hay”. No es correcto enviar el arvejón devastadoramente sobre las milpas ya maduras; existe una forma respetuosa de proceder. Adopta entonces el discurso de los serranos y se erige en su representante ante los ahuaques, esgrimiendo una educada disculpa: “aquí tenemos poquitos [arvejones cultivados]; no [les] podemos dar a los hermanos [ahuaques] que viven en la Tierra Humanidad” (15-16a). Nótese que, en su voz, los serranos no tratan de rechazar simplemente a los espíritus, sino de persuadirlos con humildad: “tenemos poquitos” para compartir. Nuevamente recobra su dimensión ahuaque y habla con los ahuaques: Yo, como hermanos, yo tengo mi espíritu con ustedes, hago un esfuerzo para ustedes, vamos a sacar sacrificio por allá, sacar [qué] comer, qué comer para nosotros (17-21a)

Siendo él mismo un ahuaque necesitado de alimento, hará “un esfuerzo” para sus semejantes destinado a conseguir el sustento en otro lugar, “por allá” (no en los cultivos). Entonces, todavía expresándose como ahuaque, se erige en representante de los ahuaques y se dirige a los seres humanos para lograr obtener su comprensión: les traduce el punto de vista de los espíritus y los define en los mismos términos sociales que hacen de los serranos seres humanos. Recurre a dos principios de identificación: porque también [nosotros] tenemos hambre como ustedes; también [nosotros] comemos juntos. (22-23a)

En efecto, los ahuaques son seres humanos necesitados de alimento y, al igual que los serranos de las comunidades terrestres, viven de acuerdo a claros principios de organización social: “como ustedes”, “tenemos hambre” y “comemos juntos”. Es decir: necesitan sustento y consumirlo colectivamente los convierte en un agregado social unificado, una comunidad espiritual de humanos muy semejante a las de los serranos (Good, 2004a: 136-138; 2005b). Traducida la percepción de los seres humanos a los ahuaques —tenemos pocas semillas cultivadas para compartir—, y de los ahuaques a los humanos —somos sujetos sociales con necesidad de alimentación—, léase, efectuada la intercesión a través de la recíproca comprensión, el ritualista procede a resolver definitivamente el conflicto: entregará a los ahuaques una ofrenda sustitutoria, una dotación de susten-

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to que evitará que se lo procuren ellos mismos expoliando las milpas. El granicero anuncia: Yo y ustedes les voy a convidar después, ahora no, más después tenemos que comer (24-26a).

“Ahora no”, les convidará “después”. Con anterioridad ya les había ofrecido su ayuda para obtener el alimento en otro lugar; ahora se lo proporcionará, y comerá en comunión con ellos —reactualizando su relación de compadrazgo—, gracias a la ofrenda de aromas que colocará en el interior del manantial. Además realizará un doble trabajo: les donará sustento a los espíritus y lo depositará, ahorrándoles el traslado, directamente en el interior del manantial. El conflicto intergrupal por el alimento queda resuelto. Los humanos preservan sus semillas y los ahuaques son abastecidos en el arroyo. El granicero es un experto en el arte de la política cósmica. Con su actuación de abogado polifónico representa a las partes en litigio y alcanza finalmente un estado general de convivencia pacífica entre comunidades de seres que son estrictamente humanos. Pero volvamos brevemente a la versión B, abandonada hasta ahora, donde encontramos una alternativa real pero poco recomendable —más bien nefasta— a la intercesión del ritualista. En las últimas líneas, el granicero les advierte como humano a los serranos: porque no podemos regañarles [a los ahuaques], que se vayan retirando poco a poco (13-14b).

¿Qué quiere decir el ritualista con el término “regañar”? Cuando exploré el concepto en la Sierra muchos informantes asociaron “regañar” con “pegar” o “reprender”, acciones que persiguen dirigir las conductas por la fuerza y no mediante la colaboración respetuosa. “Regañar” supone para los nahuas imponerse y someter.13 En el contexto de la oración, el término alude a una práctica común en la Sierra destinada a ahuyen13

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Es decir, acciones que persiguen dirigir las conductas por la fuerza y no mediante el principio de reciprocidad, y que en ocasiones implican la ausencia de “respeto”. La curandera de Santa Catarina, usando esta expresión en un contexto semejante, contó acerca de un rito terapéutico en el que, utilizando una vara de membrillo, conducía el espíritu perdido del enfermo hasta el muñeco-recipiente que le permitiría después retornarlo al paciente (se verá luego en detalle). Comparó el espíritu con “una criatura que se regaña” debido a que había que “asustarla y pegarla” para que accediera a obedecer.

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tar el granizo. Opuesta a la acción del tesiftero, o por lo menos de signo contrario, se me explicó la costumbre de “espantar” el granizo, la tempestad y la “víbora de agua” con la quema de plantas de tepopozitli,14 venas y colitas de chile pasilla; pelo, uñas y cuernos de borrego y de res o, si se carece de ello, plásticos y neumáticos de vehículos. A ello se le suma el lanzamiento de cohetes llamados “graniceros”, llenos de pólvora y potentes, hacia las nubes por los fiscales en las iglesias. El propósito es que el humo acre y maloliente de todas estas sustancias, al elevarse hacia el cielo, repela a los ahuaques que se nutren de aromas (“¡no les gusta el olor!”). Pero esta acción defensiva, esta guerra declarada a los espíritus no busca en ningún momento comprender el punto de vista de los ahuaques, reparar en que se trata de espíritus humanos con necesidad de alimentarse, sino que antepone los intereses de los serranos y su propia percepción del fenómeno: el granizo como un ente hostil que destruye sus milpas. En lugar de buscar conciliarlos a través del respeto y la reciprocidad, es decir, de la lógica de intercesión basada en el compadrazgo que el granicero sostiene con los ahuaques y que se traduce en la entrega de una ofrenda sustitutoria, los nahuas los enfrentan directamente y los rechazan, combatiendo agresión con agresión. Los nahuas se defienden. Entonces los ahuaques huyen efectivamente y se logra el objetivo, pero se anula la posibilidad de su intervención necesaria en ocasiones futuras —como, por ejemplo, cuando se precise de sus donaciones de lluvia—. ¿Cómo contar entonces con la colaboración de una comunidad de espíritus contrariados y embravecidos? No brindarán apoyo. Así la intervención polifónica del tesiftero no logra únicamente solucionar un conflicto inmediato —retirar el granizo—. Manteniendo las buenas relaciones mediante el conocimiento generalizado y la comprensión y aceptación recíproca de intereses, abre las puertas a una relación estable y controlada con los espíritus que propicie su participación voluntaria en cualquier empresa. Antes que quebrar los vínculos, los fortalece y salvaguarda. Advirtiendo a los serranos sobre los inmensos peligros que podría desatar el “regaño”, el tesiftero evita una situación potencial de “violencia colectiva” (Galinier, 1990a: 157) y les enseña un principio ético nahua: la redistribución de recursos a todas las escalas. No es extraño entonces que los serranos le paguen sus servicios precisamente con semillas —“medio cuartillo de maíz o habita o arvejón, lo que halla de alimento”—, las mismas que, en forma de ofrenda, el tesiftero entregará a los ahuaques en el arroyo cerrando el ciclo. El pago y la ofrenda reciben el nombre náhuatl de tlaxtlahuilli (“la deuda pagada”) e indican la gratitud duplicada. Es preciso reconciliar, y no dividir, si se persigue regular las relaciones para que todos los habitantes humanos del cosmos salgan beneficiados. 14

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El arbusto de flores amarillas Haplopappus venetus [Gray.] Blacke, también llamado “pegajosa”.

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Los serranos me dijeron que el estipendio del granicero tenía la función de “agradecerle el haber cuidado las milpas”. Hacia 1970 en Santa María era de 5 a 10 pesos o de “medio cuartillo de maíz o habita o arvejón”. En Santa Catarina “la gente cooperaba de a 5 centavos, de a 10 centavos, o lo que sea su voluntad” en esa época. Cuando le pregunté a don Cruz exclamó: “¡No, ¡nada!”, él no cobraba pero los tesifteros de Amanalco recibían hacia 1960 unos 5 pesos, “y si no tienes dinero nada más un poquito de trigo”. Al respecto un hombre de Tecuanulco narró un episodio significativo. Cuando él era niño había un granicero que cuando ya había elotes, era libre de ir a donde él quisiera y juntar sin que nadie le pudiera decir nada. Cosechaba él pa’ comer. Y dicen que un día un señor lo regañó; le dice: “¡Oye, por qué estás juntando mis elotes!” […] Y éste no le respondió, más que le aventó sus elotes y se fue. Según dicen que en la tarde pegó una granizada nada más en el puro terreno ése, donde le acabó completamente lo que tenía sembrado. ¡Eh, na’más en su puritito lugar, no cayó otro lado, nada más ahí en su terreno dél, allí le acabó toda la siembra el granizo!

Es decir, que el granicero empleaba su poder como coerción. Y éste no es un caso aislado. En ocasiones los tesifteros, según ilustrán los testimonios etnográficos, empleaban este poder en “competencias regionales” para manifestar públicamente quién era el más hábil y enérgico. Estas competencias muestran a la vez el carácter ambiguo de los ritualistas, que cuidan las milpas pero también pueden destruirlas, y el control comunitario al que están sometidos. Contó don Cruz: En una ocasión aquí en San Jerónimo estaban cuatro graniceros y se contrapuntearon [compitieron], se emborracharon, tomaron pulque… Querían saber quién es más hábil… Entonces, ¡pa’ que quieres!... todo lo arrasó el granizo. Y los delegados, todos los principales los mandaron a llamar, los llevaron así amarrados por detrás con el lazo [las manos a la espalda] y los pusieron a cargar piedra. De la iglesia hasta el río. Agarraban dos piedras cada quien y las amarraban con lazo para que no se caiga. Y la gente los veía… Mi mamá iba a llevar la tortilla para darles. ¡Cuál! ¡Les quitaban la tortilla de la boca cuando estaban masticando!

La hija de Juan Velázquez me contó sobre su padre: Esos tres graniceros que había aquí y el de Tierra Blanca, y otro de por ahí arriba, creo dicen que apostaron a que si le echaban el granizo a mi papá. Dicen: ‘Pues apostamos’. Y esa vez no, pues venía bien duro. Echaban pa’cá y él pa’llá, para el pueblo de ese

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lado, al centro. Y entonces él, pues ya se avisa que era de los chingones; no, que agarra y que se los manda pa’llá, y había trigales, cebadales... ¡Pues todo se lo fregó el granizo, y por acá no granizó! Entonces cuando lo vimos ya lo vienen a traer, lo van a encerrar. Sí, lo iban a meter a la cárcel, que porque hizo eso. Y él les decía: ‘Si ustedes dijeron que apostáramos. ¡No hay que rajarse!’. ¡No! Creo que un rato nomás lo habían metido a la cárcel y lo sacaron. Dice mi papá: ‘¿No me van a sacar? ¡No me salgo de acá pero verán al rato!’ Sí los amenazaba.

El orgullo de la hija por su padre expresa bien el efecto de esta “competición”; es probable que el estatus del tesiftero creciera una vez superada la cárcel o la ira de sus vecinos por la cosecha perdida. Al fin y al cabo, se había mostrado en el pueblo como uno de los “fregones” y proclamado a la gente su poder personal. Cuando mis informantes aludían a los casos terapéuticos siempre indicaban si se trataba de un tesiftero “de los buenos”. No obstante, en Amanalco supe de varios que habían sido asesinados públicamente a manos de sus vecinos.

Las peticiones de lluvia en el Monte Tláloc Una segunda función del tesiftero consiste en pedir la lluvia. En la actualidad no supe de ninguno que lo hiciera, pero grabé testimonios de tesifteros que realizaron peticiones hacia 1970. El lugar indicado era la cima del Monte Tláloc, en el interior de las ruinas del santuario prehispánico consagrado a Tláloc. Broda (1991, 1989), Morante (1997: 109-111), Wicke y Horcasitas (1957), Iwaniszewski (1994), Townsed y Solís (1991) y Rickards (1929), entre otros, han descrito el lugar, que posee una calzada de unos 50 metros y un espacio rectangular limitado por los restos de un muro. En la descripción de don Cruz, presentada en el apartado “Las donaciones de lluvia: los ahuaques como ‘hijos’ del dios Tláloc”, se vio que destacan allí el sumidero que se llena de agua con las lluvias y la piedra “tejolote” donde habita Nezahualcóyotl. Aunque don Cruz no se hallaba capacitado para pedir la lluvia, contó que había acompañado en una ocasión a una “organización” de pedidores de lluvia que ejercía su función en el Monte. Este grupo, hoy disuelto, lo integraban tres o cuatro individuos y estaba presidido por una anciana. Los miembros del grupo “estaban registrados como los dueños” en el “tejolote” de Tláloc. “Los hermanos espirituales —dijo— lo aclaman la imagen de Nezahualcóyotl, tienen su estatua”, “allí adoran ellos”. Para solicitar la lluvia “más antes iban a hacer su oración allá” y depositaban al pie de la piedra “una ofrenda de flores”. La organización entonaba alabanzas al dios-monarca y la anciana disponía al pie de la estatua los ramos de flores, que eran principalmente de la

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especie denominada “nube”, cuyos diminutos y blancos capullos se identifican con las gotas de lluvia. Don Cruz insistió en que la ofrenda era para el Rey del Mar TlálocNezahualcóyotl, que moraba en el Cerro, pero que repartía el olor de las flores entre sus hijos ahuaques. Por otro lado, en Santa Catarina oí a menudo de un tesiftero (una mujer citó a Juan Velázquez) fallecido hacia 1980, que también “solicitaba” la lluvia. Empleaba el pozo del recinto en sus peticiones. Varias personas me dijeron que venían a buscarlo de los pueblos circundantes. Él pedía una cooperación comunitaria en dinero y compraba una ofrenda compuesta de pan, plátanos, naranjas, guayabas y mole, sahumerio y una cera. Acompañado por varios vecinos voluntarios, aparejaba la carga sobre un burro y emprendía el ascenso al Cerro. Después de seis horas de viaje, ya cerca de la cumbre, se distanciaba de sus acompañantes —“aquí me esperan”— antes de alcanzar el santuario. Llevando en solitario un chiquihuite,15 atravesaba el recinto y alcanzaba el sumidero. “En ese hoyo —me indicó un informante del pueblo— se bajaba y dejaba la ofrenda”. Cuando aparecía de nuevo con el canasto “ya traía habas verdes, calabaza, toda clase de hortaliza, nuevecito, verde, como si lo fuera a cambiar”; añadió “era en tiempo de agua, y ahí en el cerro estaba todo bien seco alrededor. No sé qué pacto tenía [con los ahuaques], pero llegaba abajo y lo entregaba y se platicaba, dicen que eran grandes compadres del señor”. Decía luego el granicero a los vecinos: “No querían los compadres, pero ya les insistí. Como ya les dejé la canasta no dijeron que no”. “Y añadía: ‘¡Vámonos!’ Que no había nada de nubes. ‘¡Vámonos, porque ya me respondieron que sí va a llover! ¡Vámonos!’ Que llegaban al medio camino y ya se están poniendo las nubes, para [que el momento en] que llegaran por aquí [por el pueblo ya caía] un aguacerazo...” El relato es revelador, entre otras cosas, porque ilustra el interior del Monte como un ámbito semejante al manantial y explicita la lógica de la ofrenda. El aspecto iluminador del relato es la frase: “No querían los compadres, pero ya les insistí. Como ya les dejé la canasta no dijeron que no”.16 Es decir, que mediante el principio de intercambio y reciprocidad se obligaba a los ahuaques a donar la lluvia como retribución a la ofrenda de alimento. La ofrenda se designa tlaxtlahuis. Los nahuas me tradujeron el término como “pagar una deuda” y “mo tlaxtlahuis”, la primera persona del presente de indicativo, como “voy a pagar”.17 15 16

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Cesto o canasta de mimbre sin asas; el término procede del náhuatl chiquihuitl. La entrega del chiquihuite o canasta con alimento, se vio, evoca el rito de intercambio entre compadres celebrado en la Sierra en Todos Santos. Rituales análogos han sido registrados por Morayta (1997: 227), Barrios (1949: 67-69), Good (2001b) y Reyes y Christensen (1990: 55-59) en otras regiones de tradición nahua. En la época prehispánica los sacrificios mexicas de niños se denominaban nextlahualli, “la deuda pagada”, pues eran concebidos como un contrato entre los hombres y los tlaloques destinados a traer la lluvia

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El compadrazgo ahuaques-tesiftero y la entrega de alimentos nos traslada rápidamente a la relación paterno-filial que sostienen Tláloc y los ahuaques. Dos relaciones de parentesco operan en el mismo contexto. Tláloc obtenía la lluvia entregando comida a sus hijos, el “arvejón” que éstos tiraban como “granizo”. Pero no era sólo el alimento lo que hacía enviar la lluvia a los ahuaques, sino el enmarcarse esta donación en el vínculo paterno-filial del que resultaba constitutivo. Y el compadrazgo entre tesiftero y ahuaques funciona de igual manera: existen intercambios recíprocos y donación de alimentos. El tesiftero se identifica con Tláloc al pedir la lluvia, aunque parece invertir de algún modo el procedimiento nutricio del dios. Dicho sucintamente, si Tláloc entregaba alimento a los ahuaques una vez que éstos habían repartido la lluvia, el tesiftero les proporciona el sustento antes de que envíen el agua. Tláloc lo entrega a posteriori, y el tesiftero se lo adelanta. La lógica es la misma, el orden es el inverso. Al igual que los ahuaques son “hijos” de Tláloc y deben obedecerlo, son los “compadres” del granicero y deben corresponderlo. Las relaciones de parentesco se basan en un principio semejante: ambas producen las acciones de los otros en un contexto predefinido de colaboración recíproca. “Eran grandes compadres del señor”, decía el vecino. “Como ya les dejé la canasta no dijeron que no”, decía el granicero. No es entonces propiamente la comida o los bienes sino la deuda, lo que desencadena la concesión. La ofrenda genera una actitud de retribución. Sólo actuando el tesiftero como compadre, con una lógica no demasiado diferente de la utilizada por el padre Tláloc-Nezahualcóyotl, puede lograr que los ahuaques envíen la lluvia. Volviendo a la ceremonia. Cuando el granicero descendía por las laderas del cerro se envolvía en una capa de lluvia, en un petate pluvial. Los vecinos lo alcanzaban temerosos, aguardando el resultado. “Vámonos”, les urgía él apresurando su paso…. Las nubes se arremolinaban en torno al cerro. “¡Vámonos!”, les gritaba entonces sobre el rumor creciente del agua… “¡Vámonos, porque ya me respondieron que sí va a llover!” En ese momento descargaba un fuerte aguacero en el que las ráfagas de gotas de lluvia golpeaban el suelo. La vida comenzaba a fluir.

(Broda, 1971: 276; 2001: 297-300). En Topilejo, Estado de México, el término para ofrenda es igualmente ixtlahuis, “voy a pagar” (Robles, 1997: 162). El diccionario de Molina registra significativamente la entrada tlaxtlaualiztli como “el acto de pagar o restituir algo” (2004: 146).

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Los episodios terapéuticos La curación del golpe de rayo La función terapéutica del tesiftero se orienta en varios sentidos. El primero es curar “rayados”, personas a las que les pegó el rayo. Don Cruz me explicó que para mitigar el impacto del rayo en el neófito que lo invoca voluntariamente —es decir, en la persona que desea recibir el don de los ahuaques— le suministra “agua temperante” comprada en las vinaterías:18 “ésa es para el organismo, se puede ir tomando pa’ que no te espantes”. El agua actúa fortaleciendo el sistema integrado por el alma-corazón y los espíritus, lo va reconfortando y endureciendo. Actúa, pues, como profilaxis. Cuando le cae el rayo a una persona ésta es levantada por el tesiftero en el lugar del impacto, limpiada con ruda y con huevo y “pulsada” para averiguar el número de espíritus faltantes. Se la sahúma quemando plumas de gallina, como se vio en la iniciación de don Cruz, para que el hedor aplicado al cuerpo del enfermo se transmita a su espíritu que está retenido en las nubes o en el interior de agua. El tesiftero inicia entonces un viaje para localizar el espíritu, trocarlo por una ofrenda y llevarlo de regreso al cuerpo del paciente en un viaje psicopompo. El caso de María Guillermina es paradigmático al respecto. Fue fulminada por un rayo a comienzos de 2006 y curada por don Cruz. Aunque la mujer estaba predestinada a convertirse en granicera, no terminó de iniciarse por completo y, una vez curada, acabó desempeñando únicamente algunas funciones conjuratorias. Las cosas sucedieron así. Guillermina “estaba lavando los trastes en su casa junto a la puerta de fierro y le dieron su toque porque tenía su don [de nacimiento], su crucecita aquí [en la muñeca]”. Don Cruz fue a buscarla al lugar, la llevó hasta su casa y procedió a aplicarle el tratamiento: “Fui a ver a la paciente cómo se encontraba. La limpié. Y su espíritu le busqué si tiene o no tiene”. Guillermina no tenía ninguno; todos habían sido sustraídos por los ahuaques. Entonces don Cruz emprendió un viaje místico a la región celeste para rescatarlo de las nubes en las que los ahuaques lo conducían hacia un arroyo, donde lo iban a confinar. Había que interceptar la nube. El asunto requería tranquilidad y pericia onírica: Pa’ que regrese voy a preguntar adónde se encuentra, en sueños voy a buscar. Entonces está arriba [en el cielo] con los duendes, lo tienen allí. Y les fui a avisar [a sus parientes 18

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“También se consigue allá en San Miguel de los Milagros, por San Martín, cuando va uno a la feria; dan adentro del templo, antes daban afuera. Agua, agua santa. Ahí cerca nace el agüita; con ese le das nomás asinito con un vasito…”

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que], cuando ya trabaje yo, que no se espante la señora, porque se llegan a espantar. Cuando llueve van a decir que cuando truena se va a espantar… Cuando truene no te espantes María Guillermina, voy a regresar pero no voy a venir solito, nomás voy a regresar [con tu espíritu] en mi espíritu va a regresar.

El espíritu-ahuaque de Don Cruz alcanzó la nube y encontró al espíritu de Guillermina, pero no pudo obtenerlo fácilmente. Les pertenecía a los ahuaques y él tuvo que entregar una ofrenda sustitutoria pues no querían devolverlo “así nomás” gratuitamente. Dedicó cierto tiempo a averiguar cuál era la adecuada. Me explicó que en estas situaciones la ofrenda puede consistir en dos cosas: en objetos materiales y alimentos, o en ciertas actuaciones o imitaciones que debe interpretar el tesiftero. El rescate de María Guillermina requirió una puesta en escena especial; los ahuaques le pidieron a don Cruz “un trabajo”: Estoy soñando que ya me platicaron los duendes que, si antes de las 20 pa’ las 12 me baño, me lo dejan el espíritu… ¡Ah, caramba! Me levanto y así pues me desnudo y rápido me saco el recipiente de agua al patio y ya… ¡A bañarse! Así con agua. Entonces aquí cuando salí está lloviendo… Tuve yo que bañarme para después otra vuelta irme a acostar.

Bañarse en el agua e imitar así la vida acuática de los ahuaques —desenvolverse en líquido como éstos en el manantial— implica convertirse en ahuaque.19 La actuación de don Cruz va más allá de una simple representación simbólica. Dado que una parte del tesiftero es en sí misma ahuaque, el acto de sumergirse en el agua potencia la dimensión ahuaque del ritualista. El tesiftero se vuelve en ese momento ahuaque. Este reproducir las actitudes o los atributos de los espíritus para identificarse es una ofrenda en sí misma. Además, el baño tiene lugar en una situación especial: los ahuaques descargan una tormenta cuando don Cruz sale al patio para bañarse (“entonces aquí cuando salí está lloviendo”). El tesiftero se baña en una tormenta, pareciendo así imitar a los ahuaques produciendo la lluvia o alojados en el arroyo. Reforzando su condición de ahuaque, regresa a la cama donde procede a efectuar el viaje onírico de rescate. Entonces reza una oración particular. En esta oración don Cruz encomienda el espíritu de 19

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Más adelante veremos otro ejemplo de esta ofrenda-identificación o “trabajo” en la que el tesiftero lleva a cabo acciones que lo identifican metonímicamente con los ahuaques. En el apartado “Ceremonias en el Monte Tláloc: el remolino actuado y las botellas con semillas” el tesiftero, para recuperar el espíritu de un enfermo, hace girar un palo sobre su cabeza y se convierte, visual y auditivamente, en un “remolino”.

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Guillermina a su auxiliar, el señor Jesús Médico,20 para que lo cuide y lo proteja mientras don Cruz conduce a la entidad liberada hasta el cuerpo de la enferma: [1]

[5]

[10]

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Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga [el espíritu de la enferma a] nuestro reino, mi señor Jesús Médico, acompáñame, en mis manos encomiendo mi espíritu [el de la enferma], va a regresar. María Guillermina, con su espíritu, Guillermina no te espantes, porque se va a regresar tu espíritu santo [retenido en el cielo] que no te espantes que los hermanos duendes ya me lo dieron tu espíritu que yo cumplo con los mandamientos, con lo que me mandan, ya va a llegar, estará sana, pero no te espantes; ahorita se va a regresar tu espíritu así en tu sueño.21

La oración constituye una interesante versión sui generis del Padrenuestro. Como se observa, don Cruz ha realizado una reinterpretación temática mediante el cual una oración de origen católico ha sido adaptada y reconvertida en la narración de un viaje psicopompo, en la descripción del regreso de un espíritu apresado por los ahuaques al cuerpo del paciente afectado. La resignificación de la oración es una operación de ingeniería cosmológica que nos revela cómo los nahuas pueden hacer suyos elementos que podrían resultar en un primer momento ajenos a su mundo. Esto en cuanto al género de la oración. Por otro lado, es sencillo descubrir que este texto presenta algunas características temáticas y estructurales semejantes a las de la oración para conjurar el granizo analizada más arriba. Al desglosar el argumento del texto en secuencias resulta más claro. Resumamos el orden de las acciones. En primer lugar, don Cruz le pide ayuda y asistencia a Jesús Médico, un protector, para tener más fuerza y lograr la 20 21

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Jesús Médico es una de las figuras a las que don Cruz convoca y apela en sus curaciones; no solo en las que competen a los ahuaques, sino en la mayoría de las terapias (susto, mal de ojo, etc.) que realiza. Grabé esta oración en castellano el 19 de marzo de 2006. Don Cruz añadió al terminar: “ya sueño que se regresa su espíritu para sí misma; ya regresó”.

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colaboración eficaz de los ahuaques, y también para que le acompañe en su regreso con el espíritu22 (líneas 3-4). Después anticipa lo que va a suceder: el retorno deseado del espíritu, retenido en el cielo, al cuerpo de la paciente, evitando así su apropiación definitiva por los ahuaques y su pérdida irremediable para la enferma (“Guillermina no te espantes, porque se va a regresar tu espíritu santo”) (8-9). Añade don Cruz que ya obtuvo efectivamente el espíritu apresado del mundo de los ahuaques (“que los hermanos duendes ya me lo dieron tu espíritu”), y explica que esto se debió a la realización de la ofrenda (“que yo cumplo con los mandamientos / con lo que me mandan”) (12-13). La expresión “cumplo con lo que me mandan” indica que obtuvo el espíritu respetando la lógica ritual de intercambio-reciprocidad que rige su relación con los ahuaques. Al final de la oración, y para tranquilizar a la paciente, don Cruz le explica cómo va a tener lugar el retorno: “ahorita se va a regresar tu espíritu así en tu sueño” (línea 17). Gracias a la actuación de don Cruz y al efecto preformativo de la oración, el espíritu custodiado desciende del cielo y se instala adecuadamente en el cuerpo de Guillermina.23

Los enfermos capturados en el manantial Ciertos individuos son atrapados en el arroyo bien por cometer una transgresión, bien por ser requeridos como trabajadores, cónyuges o Reinas Xochitl. Sucede que, tras acudir al arroyo, la víctima recibe un “jalón”, un tirón, y en ocasiones trastabillea y cae o simplemente siente un malestar o mareo. Por la violenta succión los ahuaques han extraído un fragmento o la totalidad de su espíritu. Entonces la víctima sufre fiebre, pérdida de conciencia, conductas antisociales, y comienza a describir lo que su espíritu observa en el agua. Persuadidos, los parientes visitan rápidamente a un tesiftero. Éste realizará una limpia con huevo: recorre sus extremidades y frota en cruz las coyunturas, a veces a distancia. Luego rompe el huevo en un vaso de agua. Si en la clara se forma un “remolino de nubes” es señal de que se trata de un “enfermo de lluvia”, es decir, que al paciente lo 22 23

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En este sentido las posiciones de Jesús Médico y Santa Bárbara son simétricas en ambos textos: se trata de figuras intercesoras entre el especialista y los ahuaques. Los días siguientes Guillermina, recuperada, dio al fin visos de ejercer su vocación. Contó don Cruz reconfortado: “le dije que nomás cuando vea la lluvia, por decir, en esos cerros, si ya lo ve que se están arrimando las nubes pa’lla, le haga así en cruz [hacia el cielo, con su mano,] y ya se va a ir retirando el granizo, se va a ir en los cerros… Dice pues que así ya lo hizo, ¡y dice que sí le obedeció!”

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agredieron los ahuaques. Entonces el tesiftero pulsa al paciente en muñecas, codos, sienes, nuca, rodillas y tobillos; la ausencia de un pulso revela la falta del espíritu correspondiente. El tesiftero le suministra al enfermo remedios de plantas calientes, tés y limpias de ruda, tlacopacle y hierba de bastón, pues la ausencia del espíritu, también caliente, produce el enfriamiento repentino del cuerpo. Luego ofrece un diagnóstico a la familia del enfermo. Puede ocurrir, por un lado, que la víctima haya sufrido únicamente un golpe de los ahuaques en cierta parte del cuerpo y entonces recibirá algunas limpias con plantas calientes como se vio arriba. Éste es un caso sencillo. Pero puede también suceder, por otro, que el enfermo haya tardado demasiado en ser llevado por sus parientes al tesiftero y que su estado resulte irreversible (pues su espíritu se habrá perdido en el agua). Entonces el ritualista evaluará si tratarlo o no por miedo a que su muerte lo involucre, y si fallece será enterrado en un ataúd con una penca de maguey, emblema de los ahuaques, y granizará en el lugar donde enfermó, “ya como despedida”. Por último, lo más común es que un enfermo pueda recobrarse por completo si el tesiftero recupera su espíritu del mundo del agua, y es aquí donde intervienen las ofrendas. En este caso, los días siguientes a la consulta el tesiftero dormirá solo, sin su mujer, para soñar la ubicación del espíritu sin que nadie lo perturbe. En un viaje onírico alcanzará el manantial, rastreará su paradero y buscará a un espíritu que tiene el mismo rostro del enfermo: Vas a soñar la muchacha —dijo don Cruz—, te está viendo adentro del agua. Vas a soñar dónde está, en qué paraje estás, porque tienes el paciente, entonces ya responsable vas a estar.

Después acude físicamente al lugar para preguntarle a los ahuaques el sitio exacto donde lo tienen confinado, así como los daños que causó el enfermo o los objetos que desean por su liberación. Don Cruz remonta el arroyo con la ropa remangada. En cada una de las piedras del cauce que actúan como “puertas” se detiene a indagar, tocando con los nudillos. Tienes que agacharte y vas a preguntar en esa cuevita, tienes que agacharte adentro del agua, quién sabe si hay unas piedras, si no despacito buscas piedras pa’que te acomodes a escuchar. Cuando le platicas al agua va a burbujear, va a tener un resuello, está yendo el agua. Cuando ya le platicas al agua si por allí hay un hermano castigado se toca [con los nudillos en la piedra]: ¿Estéesté huanetzés? Entonces, ya cuando el agua ya más grita, como agarra más resuello, entonces está saliendo aquí el agua, se pregunta: ¿Disqui disquic chacuasc disteses, edauct nahuacteses, one mactin si cacsistn? Él va a

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decir, el agua, estás dentro del agua, se oye. Él va a decir: sic huilcroz siconactitiz, él lo va a decir eso: “Aquí no hay nada”. Entonces yo ya digo: “Conoc caneis. Con canesia”. Eso se dice: “con permiso”, ése es otomí. Entonces ya voy a otro lado andando en el agua [buscando el espíritu]. Hay que ir despacito…

El tesiftero continúa su búsqueda revisando otros lugares: Eso te tardas unas dos horas, tres horas adentro del agua tienes que buscar, vas a encontrar. Y, cuando vas a ver dónde está, va a salir un gurgujito de agua. Entonces ya despacito te fijas en qué dirección. Eso ya está, el espíritu ahí estará. Por decir ya gurgujeó. Va a salir como un globito, como un gurgujito va a subir, y donde está el gurgujito ya vas a ver un animalito por allí, se sube y se baja… un animalito como tipo capulincito, y si no como tipos arañas24 allí están, allá te van a dar señas allí. Cuando va asina, brinca asina, brinca asina, otra vuelta así va [girando en la superficie del agua] ellos lo están cuidando el espíritu. Los animalitos son sus trabajadores, los animalitos te van a dar señas…

A través de los insectos denominados “arañas” o “gallinas”, los ahuaques custodian los espíritus cautivos que residen en el interior del arroyo. Y, cuando se busca, [en] varios [lugares] burbujea el agua donde están espíritus castigados y no va nadie por ellos. Pero cuando uno [los] busca, busca los que estoy responsabilizado… los otros enfermos [es decir: los cuerpos de aquellos espíritus perdidos] ya se murieron. Nadie pregunta por ellos…

Al hallar el espíritu, don Cruz revisa el lugar y busca un enclave apropiado para instalar la ofrenda. Luego regresa a su casa para soñar el contenido, que responde a los daños producidos por la víctima en el mundo del agua —si fue ésta la causa de la agresión—, o a los objetos que los ahuaques quieren como rescate por el espíritu —si lo robaron para convertirlo en trabajador, cónyuge o Reina Xochitl—. El sueño es equiparado con el trabajo de un abogado que intercede entre el enfermo y los ahuaques. Tienes que soñar todo y que se te grabe en la cabeza qué es lo que soñaste. Cuando tienes el enfermo tienes que dormir aparte, no con la señora. Con mi señora yo duermo aparte para ver qué cosa voy a soñar; entonces ya lo vas a soñar, ya lo estás soñando, ya te acuerdas qué cosas les vas a llevar: una monjita, una torre [de la luz] con los 24

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Seguramente don Cruz se está refiriendo a una variedad de insectos acuáticos que se asemejan a la araña denominada “capulina”.

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cables, una pirámide, un quiosco con jardín, un jacal [una cabaña] asina [pequeñito] y la Reina, todo lo que sueñas así, todo tienes que hacer…

También sueña el dinero que cobra a la familia del paciente por la ofrenda, un precio fijado por los ahuaques en “millones” que él debe convertir en pesos: Tienes que soñar en cuánto te lo van a dejar llevarte [el espíritu]: 5 000 o 6 000. A los pesos les nombran [los ahuaques en] millones [es decir, por miles], no [en simples] pesos. Por eso se lleva la lista cuando se compra el regalo: cuánto gastamos de fruta y naranjas, nísperos, sísperos, unos carritos de cerámica, unos muñecos de cerámica, todas las cosas…

Con la lista va a los mercados de Texcoco o México, D.F., entre ellos el de Sonora, para adquirir los productos, que deben corresponder exactamente al referente onírico. Suele invertir días enteros en encontrarlos. Los objetos son de dos clases: objetos acabados y materiales para fabricar objetos complejos. Los objetos acabados incluyen muñequitos humanos y animales, carritos y trastecitos. Los muñequitos son representaciones de autoridades y personajes del mundo ahuaque: policías, soldados, monjitas y reinas. Los carritos, vehículos que se les atribuyen, coches-patrulla o camiones principalmente. Las figuras de animales remiten al ganado doméstico: chivitos, ovejas o caballos. Los trastecitos son ollitas, cazuelitas, jarritas y vacinitos. El tamaño de todos ellos es un aspecto central: se trata de miniaturas acordes a un mundo de seres pequeños identificados con niños. El material depende de los objetos: las figuras antropomorfas y zoomorfas deben ser de cerámica o de vidrio, brillantes, delicadas y con buen acabado; los vehículos pueden ser de metal o de plástico y siempre juguetes armados con esmero; las vajillas serán de barro. Existen dos criterios clave: deben ser objetos nuevos y de calidad superior. Los ahuaques son seres exigentes que sólo aceptan objetos sofisticados, lujosos, caros a un mundo de riqueza y suntuosidad: Si sueñas una charola con unos muñequitos de cerámica brillosos —hay hasta de 30 pesos cada muñequito en Texcoco—, a veces tienes que ir a buscarlos hasta México. No se encuentran pronto… ¡No! Hace dos años me reveló una monjita, así está haciendo [las manos juntas, rezando] y con su vestido blanquito con una manta negra en su cabeza, así la tenemos que buscar adonde sea… ¡Pero cómo padece uno! ¡Pasea, pasea…! En Texcoco no hay; vamos a México, no hay. Se busca por decir a donde venden cosas de cerámicas, pero donde venden cosas para boda (Figura 15). Ya hasta anochece, vamos a una parte Texcoco… ¡y allá qué lo vemos! ¡Pinche, es éste el que ya encontramos! Ya fuimos hasta México y no lo encontramos. Costó 60 pesos y hasta México anduvimos…

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FIGURA 4.2 Objetos expuestos en una tienda de miniaturas para boda que podrían ser utilizados para una ofrenda

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Los muñequitos y carritos se compran por unidades y cuestan de 30, 35, 50, 60 a 150 pesos. La charola donde se instalan los objetos, elemento central de la ofrenda, es una bandeja de cerámica, plástico o vidrio que sirve de base sobre la que se asienta lo ofrecido. Debe ser también de la mejor calidad: Yo he venido a dejar en los manantiales unas charolas de cristal, si no de esas de plástico. Pero que esté limpiecito, que esté nuevecito y bonito, ¡sí! Charolas de fierro no, de plástico o de cerámica. ¡Pero charolas que cuesten de 200 pesos pa’rriba, no chingaderas! Ahora sí, pa’que sirva de medicina. Si te vale una charola por decir 10 pesos, 15 pesos, ¡eso no va a servir! Se va a seguir enfermando el enfermo y no se alivia…

Los últimos elementos de los objetos acabados son las frutas y semillas. Don Cruz busca piezas pequeñas y olorosas, maduras, a escala de las mayores, que valen de 10 a 30 pesos. Las semillas son habas, lentejas, arvejones, maíz, y deben ser frescas y susceptibles de liberar su aroma: Compro las semillas, dos duraznos, dos manzanas pero bien recientes, bien duritas, ¡ahora sí, especiales!, y dos peras, dos ciruelas, dos mangos, dos naranjas, dos guayabas, cosas de fruta… y luego, si me lo piden también, níspero [pero éste se da] hasta por el mes de octubre, noviembre. Eso, si [es que] hay, [también compro] un cuarto de sísperos…

Tras comprar los objetos acabados, busca los materiales para fabricar objetos complejos. Ciertos elementos soñados no están a la venta y don Cruz debe ser creativo e innovador para afrontar el problema. La ofrenda es dinámica y se modifica paralelamente a la vida material serrana, exigiendo miniaturas desconocidas en el pasado. Una vez don Cruz tuvo que confeccionar un kiosco con “palillos de paleta tipo casita”. Otra vez había afrontado el pedido de una cama y un colchón, y en una tercera el de una torre de la luz. Estas creaciones ilustran bien el diseño original y personalista de los objetos: Me pidieron una cama y un colchón. ¿Con su colchón cómo se va a hacer, a ver? Tienes que hacerle de unos 50 cm o de 1 metro. ¿Y cómo va a ser la cama, eh? [riendo] ¡Híjole! No, está difícil. Tuve que buscarle la manera: compré 25 metros de piula y unas varas pero asinitas, derechitas, allá en San Jerónimo las venden y lo consiguieron los parientes del enfermo. Compraron creo 6. Les dije: pero derechitos y blanquitos, bien. Lo vamos a hacer, y lo hice. Hice sus patitas, los clavé encima y lo hice así el cuadrito, y luego lo paré. Entonces ya lo fui tejiendo la piula para que tenga como resorte. Y compré la manta de color –también me lo pidieron-, con cuadros así bien

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rosita y con floreado. Entonces compré estopa a 20 pesos, 1 kilo y medio, ¡es un chingo! Ya nomás la tendí encima y otra vuelta la tela encima. Un metro y medio pedí, lo que sobró lo traje. Allá lo hice en su casa de la mujer [enferma], no vine ese día [a la mía], no vine, sí. Porque eso se hace en casa del paciente, aunque sea detrás de la casa o, si no, adentro… En una ocasión también me pidieron una torre de la luz con el cable, y le digo: ¿cómo voy a hacer? Entonces compre triplay [una base de madera] y así clavé el palito encima, y compré 10 metros de chaquira, puro especial la chaquira, y luego ya aquí a los lados se vino a poner pero puro listón de charney25 pero [de] ése brilloso; no compré seda sino charney brilloso…

La meticulosidad al elaborar los objetos es equivalente a la alta calidad de las miniaturas. “Pero hechecito bien, porque nomás al chingadazo no te reciben —dijo don Cruz—. Luego se regresa el espíritu, otra vuelta sigue enfermo el paciente”. Al confeccionar la ofrenda la familia del enfermo interviene sólo comprando objetos; su elaboración es tarea exclusiva del tesiftero. Únicamente un neófito iniciándose le ayudará en ciertos detalles, y cobrará 100 pesos diarios. La familia del enfermo contratará también a un “chalán”, que cuidará la ofrenda y ayudará a traer del manantial el muñecorecipiente con el espíritu —se verá luego—, y cobrará 100 pesos por día de trabajo. El uso del dinero en el proceso terapéutico es decisivo e interviene activamente en la eficacia de la curación. Veamoslo por etapas: 1) en sueños los ahuaques fijan el precio exigido por la liberación del enfermo; 2) el granicero se lo pide a la familia; 3) en sueños los ahuaques le revelan también los objetos de la ofrenda; 4) la familia hace una lista; 5) el granicero compra los objetos; 6) luego resta el dinero gastado en ellos del precio de liberación del espíritu fijado por los ahuaques, y lo que sobró se lo entrega al enfermo como medicina que contribuye a su curación. 7) Finalmente el granicero fija sus honorarios atendiendo a la gravedad del paciente, a la peligrosidad del caso y al tiempo invertido en la curación. Don Cruz lo ejemplificó con un episodio sucedido en 2005: Los duendes me pidieron 1 000 pesos [por el espíritu]. Esos 1 000 pesos les toca a la familia del paciente. Después, los objetos para la ofrenda que en sueños se van pidiendo, que lo vayan anotando los parientes para que, cuando ya está sano el paciente y me van a preguntar cuánto, les digo: “Pues la lista, ¿cuánto es?” Si se gastaron 700 u 800 pesos [en la ofrenda], allá en el manantial con 7 millones sacamos a ese enfermo. Es allá millones, no pesos. “¿Saben qué? 7 millones se gastó en esto; ése [el dinero 25

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Un tipo de tejido sintético.

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sobrante] es del enfermo”. Si sobraron 200 ó 300 [pesos del precio inicial pedido por los ahuaques], eso haga de cuenta no se debe de agarrar para otra persona. Mejor, si ya come, que le compren sus golosinas de él, eso ya es solamente para el paciente. Si no, no se le va a quitar la enfermedad…26

Y sobre sus honorarios añadió: Hasta 2 000 se puede pedir, o 1 500. Aquí un muchacho me lo trajeron con el coche, ya está loco, le amarraron sus manos con un lazo y sus pies pa’que no patee… Y así, aunque sea loco, yo lo atendí. ¡Pues a ése sí le cobré! Me ocuparon durante dos meses… Pero sí les cobré 2 000 pesos ¡Es que estaba pesado ese caso!

Disposición y estructuración de la ofrenda Una comitiva de vecinos acompaña al tesiftero al lugar. Llevan las miniaturas de los ahuaques clandestinamente, a menudo por la noche para evitar ser vistos. Pocos pueden presenciar el ritual, pues todo lo referente a los ahuaques debe mantenerse en secreto. Caminan en hilera y hacen poco ruido. Alcanzan el manantial. Don Cruz, con respeto, pide permiso a los ahuaques por la ofrenda que va a colocar. Los vecinos permanecen a distancia prudencial con los objetos. Entonces don Cruz elige el sitio para instalarla. La ofrenda tiene una dimensión variable que afecta su disposición. Como o bien busca la restitución del daño causado por un enfermo específico, o bien constituye un rescate concreto, uno de sus principios es la personalización. La ofrenda es contextual, individualiza o personaliza un caso singular, y responde ya sea a los objetos que pisó el paciente, ya sea al rescate exigido, y su configuración se ajusta a menudo al sitio del inframundo al que accedió. El tipo, cantidad y colocación de las figuras es precisa y se ciñe al sueño del tesiftero, que es inducido por los ahuaques. Pero asociado con este aspecto variable existen ciertas constantes en su instalación. Hay dos formas principales de emplazamiento: si el manantial lo permite, lo ideal es introducir la ofrenda en el agua y fijarla en el fondo, en el lugar exacto donde está el espíritu, generalmente un sitio de fuerte corriente; pero si el fondo tiene mucho relieve y no lo permite, la ofrenda se puede colocar fuera del agua, sobre piedras redondas y planas en medio del cauce. Don Cruz dijo que el agua debía rodearlas como a una “mesita” en la corriente, a cuyo turbulento alrededor emergían los ahuaques.

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Es decir, los ahuaques pidieron 1 000 pesos por el espíritu apresado, la ofrenda le costó a don Cruz entre 700 y 800 pesos, y los 200 o 300 restantes se los dio al enfermo.

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Eso se busca donde está escondido, así para que nadie entre. Cuando no puede uno dejar [la ofrenda sumergida] donde está pasando harto agua, entonces se buscan unas piedras grandes y se hace como una mesita así formaditos, y se pone [encima] una charola [una losa horizontal sobre las otras]: el agua así está pasando [alrededor]… FIGURA 4.3 “Mesitas” de piedra en la corriente para la disposición de la ofrenda

La ofrenda contiene dos clases de ingredientes o componentes principales. Unos son las miniaturas antropomorfas y zoomorfas, los cochecitos y las construcciones; otros son las flores, las frutas y las semillas. Los primeros sirven para restituir las propiedades de los ahuaques que fueron dañadas por el enfermo o para integrar el rescate, y el tesiftero las coloca actuando como un abogado que representa al cliente. Las flores, las frutas y las semillas, es decir, sus aromas, son el banquete que vincula al tesiftero con los ahuaques permitiendo la mediación, y constituyen dones de su autoría; son un instrumento del tesiftero. El orden de las miniaturas es el siguiente: si la ofrenda se sumerge en el agua, la disposición deriva del sueño del tesiftero. Policías y soldaditos, monjitas, reinas, chivitos y ovejitas, arbolitos, carritos, camioncitos, candeleros, petatitos, ollitas, cazuelitas,

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platitos y cubiertitos se instalan junto a chaquiras entre viviendas, postes de luz, casas de gobierno y estancias del palacio. En medio del manantial el tesiftero las mete en el agua mientras se las pasa un vecino solícito, y las dispone sobre una o varias charolas o patenas que constituyen la base. Vista desde la orilla, dijo un vecino, la ofrenda se asemeja a una de las imágenes del inframundo soñadas por el ritualista, y que los serranos conocen por tradición oral. Pero si la ofrenda se prepara en las “mesitas” de piedra sobre el agua, primero se instala una o varias charolas a modo de base y en esta superficie se colocan los objetos. En la parte superior, de espaldas a la corriente, van los camiones, cochecitos, trastecitos, candeleros, soldados, la reina y la monjita, animales de cristal, chaquiras y, alternados entre ellos, las construcciones: el kiosco con jardín, la torre de la luz, la pirámide, la cama y el colchón o secciones del palacio. Su diseño y distribución se basan igualmente en sueños del tesiftero. Las flores y las frutas presentan mayor regularidad. La fruta se pone siempre contada y por parejas: dos duraznos, dos manzanas, dos peras, dos ciruelas, dos mangos, dos naranjas, dos guayabas, dos nísperos, dos sísperos. Esto no ocurre con los objetos y puede indicar el dualismo masculino-femenino de los ahuaques, que siempre forman parejas.27 Junto a la fruta se ponen pequeños montones de semillas —lentejas, arroz, maíz, habas, frijoles y hojas de nopal— y flores blancas como nubes, margaritas, gladiolos y también ramilletes de huihuilan, que es la flor de los ahuaques.28 El propósito es que todas ellas liberen en el agua sus aromas. El tesiftero convoca entonces a los ahuaques a comer: avisa que ya entregó el don del paciente y los llama a compartir el banquete. Dado que las sustancias olorosas y los aromas adscriben al tesiftero al mundo del agua, logrando su identificación con los ahuaques, los días en que el tesiftero realice curaciones los “dueños del agua” le prohibirán consumir frutas olorosas en su vida ordinaria.29 Si pretende interceder ante ellos, deberá reforzar su pertenencia a esa comunidad. En esos días la naturaleza del tesiftero se acercará más al mundo ahuaque.30 Dijo don Cruz: 27 28

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Llama la atención que las frutas sean los únicos ingredientes contados (emparejados) de las ofrendas. Cuando la ofrenda se entrega dentro del agua, las frutas, flores y semillas flanquean las miniaturas. Si se pone sobre las piedras, van en la zona inferior de la charola o fuera de ella directamente sobre las piedras, trazando así un límite espacial entre objetos y productos vegetales. En ciertos lugares, los graniceros están sometidos a restricciones alimenticias y no deben comer vegetales durante la estación húmeda (véanse Schumann Gálvez, 1997: 308 y González Montes, 1997: 323), aunque la costumbre se explica porque no pueden consumir aquellos productos que están destinados a cuidar. El aroma es propiamente un “don” de su autoría: se asocia al “respeto” que rige su “compadrazgo” con los ahuaques y constituye el eje lógico que rige la mediación, pues alude a los principios de intercambio y reciprocidad que subyacen al proceder ceremonial.

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Cuando ya comiences a curar no debes de comer, te van a prohibir comer, cosas de frutas. Yo no como casi guayaba, naranja casi, plátano, no, no me gusta. Aunque no cure, pero de todas maneras ya me acostumbré.

Fruta, flores y semillas logran la unificación entre el tesiftero y los ahuaques a través de una comida-comunión. Ya se vio al analizar la oración contra el granizo que la comensalidad define a los grupos sociales, y que la comunidad humana y el mundo ahuaque se constituyen y oponen a un tiempo por consumir productos vegetales, semillas o aromas. Nutrirse de aromas permite al tesiftero interceder ante los ahuaques. Sólo quien come lo que ellos comen pertenece a su mundo y puede cerrar el pacto de entrega del espíritu. Sucede así: Cuando llego, entonces haga de cuenta comemos juntos con ese mismo olor. Cuando les platico [a los ahuaques], cuando ya entrego [la ofrenda], ya na’ más les platico que aquí ya está [colocada], que ya lo pusieron adentro [del agua]. [Entonces] yo no como así por decir voy a comer; así nomás puro resuello, así resuello [dijo llevándose la mano hacia la nariz].

Y ligado a la entrega de la ofrenda está su permanencia en el agua. Para ser ritualmente eficaz, la ofrenda no debe alterarse o modificarse en un plazo definido, de una a dos semanas.31 Durante este tiempo la asimilan los ahuaques y preparan la liberación del espíritu. Para impedir que el ganado o los vecinos pisen o roben la ofrenda, la familia del enfermo contrata a un chalán vigilante. Don Cruz explicó:

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La espera hace que la esencia sea aceptada por los ahuaques, algo clave en la curación. Sólo si la ofrenda se efectúa correctamente podrá ir el tesiftero con el muñeco-recipiente a obtener el espíritu. En la misma región fray Diego Durán describe la fiesta de Huey tozoztli celebrada en la cumbre del Monte Tláloc, y señala algo significativo: [los reyes asistentes] constituían una compañía de cien soldados, de los más valientes y valerosos que hallaban, con un capitán, y dejábanlos en guarda de toda aquella rica ofrenda y abundante comida que allí se había ofrecido, a causa de que los enemigos, que eran los de Huextzingo y Tlaxcala no viniesen a robar y saltear. […] Esta guardia duraba hasta que toda aquella comida y cestillos y jícaras se podrían y las plumas se podrían con la humedad […] la cual [guardia] remudaban casa seis días, para lo cual había señalados pueblos de los más cercanos, para que proveyesen de soldados […] (Durán 1984, I: 85, énfasis añadido) Esta necesidad de que la ofrenda permanezca cierto tiempo en el lugar podría revelar una continuidad histórica en el área, y encontrarse asociada con la eficacia ritual de la misma y su adecuada recepción por la divinidad.

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Hay que espiarle pa’ que no lo peguen, pa’ que no le vayan a dar de jarrazos al obsequio que se va a dejar. Si no se enferma más [el paciente]. Hay que decir a la familia: ¿Saben qué?, van a ocupar un chalán para que, en una semana, quien la esté rondando no se acerque por allí, porque está ahí delicado. Ni reses ni borregos, nada de nada donde se deja. Allí que lo cuide. ¿Saben qué?, allí hay un regalo. Que [vigile] unos cuatro o cinco días mientras la persona reacciona y ya no está loca ya…

El divorcio terapéutico y el muñeco-recipiente: la recuperación del espíritu Pero la entrega de la ofrenda no logra por sí misma la liberación del espíritu. La causa es que, al ser atrapado, el espíritu traslada sus relaciones sociales del mundo terrenal al manantial. El espíritu humano es asimilado a una comunidad ahuaque. Pese a que existen múltiples lazos subacuáticos, el que mejor revela lo que sucede es el vínculo del matrimonio. Véase un ejemplo. Un hombre apresado trasladará sus relaciones de intercambio recíproco de su esposa o su familia humana a su compañera y su familia espiritual: no recibirá el alimento que aquélla le prepare en su casa terrestre y explicará que no tiene hambre porque fue alimentado por el espíritu ahuaque del agua, con el que ahora está casado. Dijo un serrano sobre un pariente afectado: “Él ya no tenía oficio para su familia, ahora tendría que ser para la güera [el ahuaque femenino del agua], así como su mujer; y dice que hasta tiene hijos allí”. Cuando su mujer serrana iba a darle de comer, decía con desagrado: “apenas me vas a dar, si mi mujer ya me dio”. Y se pasaba hasta tres días sin comer porque era su mujer ahuaque y no la humana quien le daba “todo lo necesario”.

Una mujer contó de su hijo: Eso me dijo el [granicero] don Enrique, me dice: ‘¿sabe qué, señora? No va a tener remedio su hijo, porque, ¿sabe qué?, su hijo ya se va a casar con la Reina Xochitl’. Le digo: ‘¿cómo se va a casar?’ Dice: ‘ya no lo dejan. Y a él ya le gustó la Reina’. Yo le digo: ‘¡Híjole!’; y yo le lloraba. Y ahí lo tengo tirado [al espíritu de mi hijo en el manantial]; ya es tirado.

En los episodios de enfermedad la consumación de la alianza está estrechamente ligada al consumo del alimento, al hecho de ser alimentado, nutrido, por la pareja. También en la vida serrana ambas resultan inseparables: en el pedimento matrimonial, y posteriormente en las demostraciones de afecto y la construcción del amor conyugal, el hecho de alimentar y de intercambiar alimentos entre los cónyuges, o de consumirlos

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conjuntamente a través de la comensalidad, resultan de por sí constitutivos y contribuyen al establecimiento y a la definición social de la relación.32 Lo mismo sucede en el manantial. Por eso en la curación el granicero debe romper de algún modo estos lazos para recuperar al enfermo. Se sirve de un procedimiento contundente: suministra al espíritu atrapado olores apestosos para generar desavenencias en sus relaciones conyugales, con el fin de que su consorte espiritual lo repudie y se disuelva el matrimonio. Entonces el espíritu-ahuaque, rechazado, será degradado en la jerarquía del agua y colocado en una situación de marginación social que facilita su regreso. ¿Pero cómo consigue el tesiftero suministrarle los olores apestosos al espíritu? Principalmente de dos maneras. Por un lado, dándole de beber al enfermo hierbas consideradas como “calientes” y apestosas revueltas en atole de maseca —ruda, toronjil blanco y morado; flores de Joncón, manita y plátano; pionilla, copacle, hierba de bastón, valeriana, espinosilla, contrahierba e ingochina—.33 Por otro lado, sahumando el cuerpo del paciente con cuernos de borrego o de chivo o plumas de gallina quemadas en un brasero bajo su cama. La idea es que el olor apestoso aplicado al cuerpo se transmite al espíritu confinado en el agua. Dijo la madre referida: Como se le dieron [a mi hijo] las cosas olorosas, lo soltaron, allí ya no lo quisieron. Allí ya no lo quiso la Reina Xochitl, porque ya estaba apestoso. Le dice, ‘hueles a cochino’. […] Y dicen que cuando ya lo fueron a traer [su espíritu] ya no estaba con la Reina, que ya andaba de barrendero, que lo mandaban que barra en [el corral de] los animales. Ya no lo tenían allí adentro [del palacio], porque primero lo tenían adentro con la Reina.

La curación y la recuperación del espíritu consisten pues, finalmente —y más allá de la ofrenda—, en generar un “divorcio”. El tesiftero tratará de llevar a cabo la ruptura del vínculo conyugal que, concebido como “enfermedad” por los serranos, ligaba al espíritu apresado al mundo del agua. En el contexto de la agresión, no se trata sólo de intercambiar al espíritu por una ofrenda, sino de desarraigarlo, de sustraerlo de una comunidad a la que ha sido asimilado para devolverlo al cuerpo y a la comunidad serrana original a la que pertenecía. La curación es una disputa por la adscripción final 32

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Véanse al respecto Taggart (1975, 2007: 95-112), Chamoux (1987: 120-121) y Good (2003), así como el apartado titulado “El parentesco” del capítulo 2. En los casos de agresión en el manantial, el consumo del alimento y la alianza matrimonial surgen con frecuencia aunados y constituyen metáforas equivalentes que pueden intercambiarse o sustituirse entre sí. Sustancia que se adquiere en las hierberías y se cree elaborada de sesos humanos.

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de la persona; superando los límites corporales, un serrano puede cambiar de grupo social; los ahuaques apresan nahuas en un intento desaforado por generar parientes o incorporar sujetos a sus redes comunitarias. Los olores apestosos son una estrategia para forzar el retorno. Estrictamente hablando, lo que está en juego es a qué comunidad termina perteneciendo el espíritu. En los casos en que el cautivo no se haya casado en el agua y las relaciones sociales comunitarias que mantenga allí sean otras, el procedimiento de los olores apestosos servirá igualmente para romperlas y propiciar la expulsión. ¿Qué sucede a continuación? Pasadas las dos semanas, puesta la ofrenda y sahumado el enfermo, el tesiftero acude a la orilla del agua. Sabe que el acto de deificación producido por la agresión sobrenatural, que transformó al espíritu de un serrano ordinario en una divinidad del agua, puede ser revertido y entonces el ahuaque devuelto a su cuerpo humano se convierte nuevamente en un nahua. El granicero ordenará gritando en la orilla: “¡Vente Juan —el espíritu recibe el nombre de la víctima, pues alberga su conciencia y personalidad—, porque tú no eres de acá! ¡Tú no eres de acá! ¡Salte, salte!” Precisamente, en el traslado desde el manantial hasta su casa el espíritu recobrado debe ser ya corporeizado, y para ello el granicero confecciona un “muñecorecipiente” antropomorfo —es decir, un “cuerpo”— con la ropa del enfermo, en el que la entidad salida del agua se introduce.34 No puede dejar de pensarse, entonces, en la homología explícita que se establece entre el “cuerpo” del ser humano (nuestra carne, tonacayo) y la “ropa” (timatli) —configurada además en forma de muñeco— con la que éste se ha vestido: albergado en su ropa humana, el espíritu ya no es tanto un ahuaque como un serrano. Dijo una ritualista: Vamos a hacer un muñeco con la ropa de la misma persona, porque es la ropa con que el espíritu se ha vestido; le hacemos las manguitas, los brazos, las manos, la cabeza, las piernas, los pies. […] Entonces [durante el camino de regreso] es cuando el espíritu pienso yo que es cuando se impregna a la ropa. Dice: ‘Ay, ¡pues esto es mío!’ [reconoce su ropa humana y, a través de ella, su cuerpo perdido]. Pues, cuando el espíritu viene, [el muñeco] pesa lo de veinte kilos, mínimo quince kilos, el peso prácticamente de la 34

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Es interesante que el uso del muñeco traza una conexión explícita entre el espíritu de la persona como entidad antropomorfa y reducida (el muñeco mide unos 50 cm) y el concepto de los ahuaques como seres pequeños o niños. También ilustra la conexión física entre espíritu y cuerpo: los golpes del muñeco los siente a la vez el enfermo. Por otro lado, el procedimiento parece evocar cierta parte del rito funerario mexica llamado quitonaltía, en la que, de acuerdo con López Austin (1996, I: 367), se ponía una efigie de madera del muerto sobre la caja con los restos incinerados. Su función era atraer “las dispersas fracciones del tonalli, que así pasarían al interior […] para ser conservadas”. Significativamente también se hacía esta efigie “cuando no se recuperaba el cuerpo hundido entre las aguas” (López Austin, 1996, I: 367-368).

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persona o de la criatura que uno llega a traer, porque luego llegan a adelgazarse… A la hora de ya traerlo aquí así [a la casa del enfermo] ya en el lapso del tiempo ya es donde se viene sintiendo cómo pesa, se viene impregnando [es decir, el espíritu se calza su ropa y se va convirtiendo, a través de la posesión de un cuerpo, parcialmente en un humano, en un serrano].

Don Cruz explicó algunos pormenores de este traslado: Dos chalanes se llevan, que uno tiene que ir adelante y uno atrás. Y el que va delante, si alguna persona está por ahí y me va a preguntar [alguna cosa mientras voy cargando el muñeco], que le diga que no me platique porque no se puede. Eso, hágase de cuenta, es malo. De que lo agarres el espíritu no debes de saludar ni una persona, tú eres mudo y ya. Hasta cuando ya le entregaste el espíritu pues le puedes contestar al paciente…

Este proceso se completa posteriormente cuando el muñeco-recipiente es depositado en la cama junto al enfermo, y entonces el espíritu allí alojado transita y se instala definitivamente en el (verdadero) cuerpo físico de la persona. Terminada la ceremonia, el tesiftero limpia al enfermo los días siguientes con huevo y plantas “calientes” hasta que se recupera por completo. Los casos terapéuticos muestran así que la conversión de un serrano en ahuaque y de un ahuaque en serrano —ambos esencialmente humanos— es reversible. Pero existe una condición insoslayable: que el espíritu apresado proceda de un cuerpo terrestre al que poder regresar. Un ahuaque nacido en el agua será por completo ahuaque y pertenecerá para siempre a esta comunidad. Por ejemplo, en el caso de que el espíritu de la víctima procrease hijos con un ahuaque cuando estuvo cautivo en el manantial —es decir, que el enfermo dejase descendencia en el agua—, una vez rescatado por el granicero deberá resignarse a su pérdida. El ritualista podrá liberar al enfermo, pero no a su descendencia. Los hijos quedarán en el manantial. Dijo la madre antes referida: Y dicen que [el espíritu de mi hijo] se recargó sobre de la Reina, por eso creo que mi hijo su retoño fue a dejar allá, allá en el agua. Algún retoño suyo quedó allá, cuando lo fueron a sacar.

Un ejemplo de caso de curación: Juan de Amanalco Para ilustrar todo lo expuesto anteriormente transcribo a continuación el caso de Juan, un joven de Amanalco agarrado por los ahuaques y curado por don Cruz con la ayuda del granicero don Enrique. Se trató de un episodio complejo que tuvo lugar en las proximidades del manantial San Francisco. Lo narró la madre de Juan, en su

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casa, el 9 de abril de 2004, cuando tuve oportunidad de grabarlo. También estaba presente su marido. Comienza la narración la mujer mencionando a los ahuaques: Allí estaban comiendo todos a la hora de la merienda, policías y patrulleros, y Juan fue a llegar y fue a voltearlo todo: la mesa, carritos, un coche de los patrulleros, la Reina dicen que la apachurró, quedó quebrada o no sé qué... Todo el desastre que vino a hacer allí, todo se pagó; nos costó harto [dinero] el chavo para que se aliviara… Esos señoritos [los ahuaques] pidieron un quiosco, hizo don Cruz el quiosco, y pidieron los chivitos de cristal, los fueron a comprar a Texcoco mi hijo Zaca y don Cruz, y hartas cosas de semillas. Pidieron semillas de lenteja, arroz, ¡harto, harto, harto!, fruta —pero de a poquitos—, pidieron carritos igual, se entregaron dos de plástico, pidieron una Reina de cristal, ¡una Reina bonita!... Dice el don Enrique: ‘¡Uhhhh, ya los fueron a enriquecer a ésos! ¡Harto les fueron a enriquecer! ¡Los fue a enriquecer el Juan!’ Y ya lo fueron a dejar todo, ni modo; los entregaron allá con los duendes. Adentro del agua los llevaron, y lo fueron a sacar por espiritual a mi hijo. Después me dijo el don Enrique: ‘¿Sabe qué, señora? No va a tener remedio su hijo. Porque, ¿sabe qué? Su hijo ya se va a casar con la Reina Xochitl’. Le digo: ‘¿Cómo que se va a casar?’ Dice: ‘Ya no lo dejan. Y a él ya le gustó la Reina’. Yo le digo: ‘¡Híjole!’, y yo le lloraba. Y ahí lo tengo tirado a mi hijo; ya es tirado. Y ahora, ¿cómo le hago? Y que le digo a su hermano: ‘¿Sabes qué, hijo? —es el mayor el chamaco, y es casado ya—, ¿sabes qué, mi hijo? Dice: ‘¿Qué mamá?’. Le digo: ‘Ya se va a oscurecer, ¡y tu hermano mira cómo está! Ya no responde, ya no va a tener remedio, que porque ya se va a casar con la Reina de allá del agua’. Y que a mi hijo lo iban a agarrar para científico. Y para esa mañana se concentró el señor, y habló en el señor. Hablaba el señor pero era la Reina, le prestó su cuerpo el señor don Enrique. Entonces habló la Reina Xochitl. Ya no sabía yo cómo recibirlo, cómo atenderlo; le ayuda nomás su propia esposa. Rápido eché por el suelo perfume de Siete Machos y amoniaco así preparado, lo eché así y luego ya habló. Eran las siete de la mañana. Dijo que ya no lo iban a dejar, ya estaba comprometido con ella; le dio dos besos y ya están amarrados ahí, pues ya no lo deja. Dice: ‘¡Viera señora, pero qué de riqueza hay!’ Ya le gustó a Juan estar. Dice: ‘¡Viera cómo brilla, y qué riqueza tienen!’ [Y ella]: ¡Pero cómo va a estar allí en el agua el Juan! Y que dicen: ‘Ya no tiene remedio’. Agarraron don Cruz y don Enrique y se vinieron por su lado, y aquí llueve y llueve y llueve, y hasta relampagueaba, hasta como que chicoteaba por allá, y que le digo a mi Zaca: ‘¿Sabes qué, hijo? Ve a traer —¡apúntalo!—: toronjil blanco, toronjil morado, flor de Joncón, flor de manita, flor de plátano, pionilla, copacle, hierba de bastón, valeriana, espinosilla, contrahierba y el ingochina’ (ése dicen que es de los sesos de personas, se compra en las hierberías, ya viene preparado; ése es para el senti-

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do porque es muy apestoso). Todo eso le di a mi hijo, puras hierbas calientes, y son fuertes de olorosas; eso le ayudó bastante a mi Juan que estaba abajo del agua, pues ese ya es airoso, es cosa de aire de adentro del agua. Revolvía yo en el atole de maseca y le daba así como medicamento. ¡Y eso sí se lo comía pero comía! ¡Comía retebien mi chamaco! Aunque sea así perdido, pero comía bien. Como se le dieron las cosas olorosas, lo soltaron, allí ya no lo quisieron. Allí ya no lo quiso la Reina, porque ya estaba apestoso. Le dice: ‘¡Hueles a cochino!’ Y luego después, cuando llegaron a otro día... ‘¿Qué pasó?’, dijeron el señor don Enrique y el don Cruz, ‘¿pero cómo le hizo, señora? ¿Qué le hizo?’ Le digo: ‘Ustedes lo vinieron a limpiar y ustedes me dijeron que ya no había remedio. ¿Seguro lo entregaron, verdad? ¿Lo entregaron?’ Dicen: ‘No, él nomás se entregó’. ‘La señora sabe’, ahí ellos me dijeron, ‘¡sí sabe la señora!’. Y entonces les digo: ‘No, don Cruz, no, don Enrique, yo no sé curar, pues es de curiosidad que nomás lo agarré, y como dicen que ya no lo van a dejar, yo ya metí mano, señor’. Dicen: ‘¡Estuvo bien, estuvo bien, señora! ¡Estuvo bien! ¿Qué le dio?’ Digo: ‘Nomás la hierba de bastón, el copacle, la pionilla y el ingochina, la contrahierba y la valeriana’ (porque también la valeriana es apestosa). Pero pues se alivió, gracias a Dios. Y dicen que cuando ya lo fueron a traer mi hijo ya no estaba con la Reina, que ya andaba de barrendero; que lo mandaban que barra en [el corral de] los animales. Ya no lo tenían allí adentro [del palacio], porque primero lo tenían adentro con la Reina. Y dicen que se recargó sobre de la Reina, por eso creo que mi hijo su retoño fue a dejar allá en el agua. Algún retoño [un hijo suyo] quedó allá, cuando lo fueron a sacar. Habló el don Enrique [a su espíritu en el manantial, pegándole con una vara] y le dice: ‘¡Ven, Juan!’ Na’ más cuatro varazos le da... ‘¡Vente, Juan, porque tú no eres de acá! ¡Salte, salte!’ Y dice mi señor que estaba refeo adonde se metió el don Enrique y lo sacó al Juan. Lo fue cargando [el espíritu] uno de mis primos, dicen que nomás lo agarró [con sus manos], quién sabe cómo le hizo. No llevaron muñeco, puro espíritu lo llevaron; dicen que así fuerte lo llevó en las manos el que se encargó de cargarlo. Ocuparon como quince personas, alrededor estuvieron. Los dos graniceros iban atrás de él con sus varas, y que nadie va a estar [detrás de ellos]. Y lo vienen trayendo como un animalito. Nosotros, yo y su hermano, pues nos quedamos en la casa a cuidarlo. Y allá en casa lo estaba viendo el Juan [todo lo que sucedía en el manantial], porque yo nomás me fijaba que le decía a su tío [que también estaba en el manantial]: ‘Me agarras recio, tío Miguel, me agarras recio y me aguantas así chingón, ¡o te doy un cacahuatazo!’ Así estaba hablando. Y le digo a su hermano: ‘¡Ya lo están agarrando!’ Los veía; hablaba su boca, su cuerpo, y por eso ya me di cuenta que sí lo tenían allí, porque dice: ‘¡Me agarras recio, tío Miguel, o te doy un pinche cacahuatazo!’ Y se movía, se movía [el cuerpo de Juan en la casa], y su hermano pues lo apachurraba y yo también.

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Le digo: ‘¡Estate, estate, Juan! ¿Pa’ qué le vas a pegar a tu tío? ¡Déjalo que te agarre tu tío, déjalo!’

Cuando llegaron a la casa, don Cruz y don Enrique devolvieron el espíritu al cuerpo abriendo con cuidado las manos sobre él; le dieron a beber agua bendita y lo acostaron a dormir. Días después, cuando se repuso por completo, Juan acomodaba con gran elegancia las cosas de la casa como si todavía estuviera bajo el agua en el palacio con la Reina Xochitl, y miraba a su alrededor alzando el cuello altivamente, con orgullo. Sin embargo, el joven había quedado impedido intelectualmente y no quiso estudiar más, sólo quería trabajar: “Los duendes le quitaron la sabiduría —dijo su padre—, media memoria, porque no quiso cumplir con ellos”. Pero todo eso le dimos —continuó su madre—: espinas de nopal, espinas de bolitas, de varias espinas... Todo lo corté y lo quemé y lo molí, y le di todo eso de tomar; es para que se ponga fuerte el espíritu. Por eso digo que ahorita es como valiente, es broncudo, es malo el chavo. Que digamos no es malo, sino que es fuerte el carácter. Cuando le cae alguien platica bien, y cuando no, mejor nomás pasa... Porque él ahorita trabaja, es muy aparte; hasta se enoja con sus hermanos. Y por eso yo lo veo que es decidido. Le digo: ‘¿No aprendiste algo del agua, hijo?’ Dice: ‘¿Para qué cabrón...?’ —es grosero, eh— ‘¡Pa’ qué chingaos voy a querer esas chingaderas!’ Le digo: ‘¡Ahoriiita!, pero antes te gustaba [la vida del agua], ¿verdad?’ No sé si recuerda lo que vivió allí, pero no platica. Es como que así... Cambió bastante mi hijo, cambió bastante. ¡Bastante, bastante de que se enfermó!

Ceremonias en el Monte Tláloc: el remolino actuado y las botellas con semillas Pero las curaciones no terminan aquí. En el caso de que los parientes tarden en hallar al tesiftero o éste en liberar al espíritu del enfermo, el ente convertido en ahuaque es trasladado por los cursos de agua o por los rayos al interior del Monte Tláloc. La curación tendrá lugar entonces allí.35 Como sabemos, el motivo de este traslado es que Tláloc-Nezahualcóyotl reúne en el Monte a los espíritus humanos apresados cada año para sustituir con ellos, como en un sistema de cargos, a los ahuaques que cuidaban los

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Recuérdese que, una vez almacenados en el Monte, los espíritus son repartidos mediante rayos, al comienzo de cada año, en los manantiales y canales del sistema de regadío.

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manantiales. Esto es precisamente lo que trata de evitar el tesiftero. El Monte es el último lugar donde puede interceptarlos y rescatarlos. Se vio al describir los ritos de lluvia que en la cima del Monte hay un monolito o tejolote ligado a la imagen de Nezahualcóyotl y un pozo-sumidero que se abre su cima, dentro del cual habitan los ahuaques cuidadores. En las curaciones el tesiftero trata de recuperar el espíritu atrapado precisamente en ese lugar, que constituye la vía privilegiada de acceso al interior poblado de vegetales y de agua. En 2005 pude grabar la narración de un ritual ilustrativo que me contó don Cruz y que presento aquí. Fijémonos en el mapa de la figura 4.4. Lo dibujó el granicero y recoge las diferentes secuencias del episodio y la topografía de la cima del Monte. Explicó: Una sobrina mía le agarraron su espíritu aquí en la joya en el manantial; entonces, cuando vino por Texcoco el trueno y pasó por allá, la pasaron a traer, se lo llevaron porque lo querían ya ganar, lo llevaron hasta allá a Tláloc —ya está prisionero—, y como no estoy registrado yo allá, entonces hay unas personas que están registradas allá, pues entonces les rogué. FIGURA 4.4 Mapa de la cima del Monte Tláloc con las secuencias de la ceremonia terapéutica

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1. Ubicación del tesiftero durante la ceremonia. 2. El ‘tejolote’, donde los hermanos hacen oración. 3. El pozo-sumidero donde se encuentra el espíritu cautivo. 4. Cruces sobre la cerca de piedra. 5. Lugar de entrega del espíritu al tesiftero. 6. Recinto del santuario del Monte Tláloc. 7. Calzada de acceso al recinto.

Fuente: Plano elaborado por el tesiftero don Cruz el 19 de marzo de 2006.

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Don Cruz pidió permiso a la organización de pedidores de lluvia de Amanalco —llamada los hermanos espirituales y registrada en la cima— para acceder al lugar. Por su carácter foráneo tuvo que retirarse cerca del muro [detalle 1] para no desencadenar la lluvia en el santuario. Continuó: Aquí está la piedra donde hacen oración [el tejolote: detalle 2], y allí estaba un agujero como de tres metros [el pozo-sumidero: detalle 3]. Cuando fuimos, tiene como diez años [fue hacia 1995], para recuperar el espíritu me bajé allá abajo, despacito bajé los tres metros para agarrar cruces el agua, pues ahí está el agüita en el agujero, hasta allí ves el resuello del mar. Entonces tuve yo que entrar a platicar con el agua para que me lo entreguen el espíritu. Mientras, ellos [los hermanos espirituales, cinco vecinos encabezados por una anciana] rezaban [propiciando a los ahuaques]. Y después —así está como pelado 300 metros alrededor, y harto aire, y hartas cruces de palos, palitos en cruz [25 habían dispuesto los hermanos espirituales] arriba de la cerca de piedra [detalle 4]—, después me dieron una vara de membrillo delgada [de 1.50 metros] y tuve que hacer el trabajo: ando [girándola sobre la cabeza] para que haga el resuello como helicóptero, anda haciendo resuello la vara, y a cada crucecita tengo que pedirle gracias con la vara. Tengo que abrazarla... Y ya otra vuelta me mandan, otra vuelta... Y [luego ya me mandan también] arriba por la carretera [la calzada] para seguir corriendo, haga de cuenta como un helicóptero, vas haciendo así [girando el palo sobre su cabeza], pero así [más fuerte], corriendo, y llegas a donde está la cruz [dice abriendo los brazos]: así lo abrazas...

Concluída su acción, don Cruz fue ante el tejolote donde los hermanos le entregaron el espíritu [detalle 5] para llevarlo —alojado en sus manos, sin usar el muñeco— hasta el paciente. Explicó: Lo traje desde allá para acá, pero nomás aguanté como tres kilómetros caminando, nomás haga de cuenta tres kilómetros por aquí en el puro cerro y ya me cansé demasiado, y comenzaron a hablar las señoras, señores —fueron, creo, veinticinco [acompañándome]—. Después ya me trajeron donde está la camioneta y ya [llegué hasta la casa de la enferma]. Porque eso [el espíritu] se trae así, aquí [en la palma cerrada de la mano] se trae el espíritu; hay que amarrar bien, apachurrar pa’ que no se te... cuando se abren tus manos, ya se regresó el espíritu [al Monte], ya no [se puede recuperar]. Y donde estaba la enferma, mi sobrina, se lo fui desparramando con oraciones, por decir en su cabeza o en sus pies, despacito se lo va despejando [soltando, liberando] así.

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Pero volvamos a la ceremonia. El tesiftero la interpretó como sigue: su acción de rotar el palo sobre la cabeza remitía a la representación auditiva y visual de un remolino que gira sobre sí mismo y alrededor de las cruces. Este acto, en sí, era el obsequio. “Es para convencerlos a los espíritus de los ahuaques —dijo—; es como una ofrenda. ¿Va a hacer un trabajo el tesiftero? El espíritu ya lo vamos a entregar, que lo lleve”. En el ritual el remolino actúa como una metonimia de los ahuaques: la acción los caracteriza, y remedarla produce la identificación directa. El granicero reproduce el símbolo característico de los dueños del agua y, haciéndolo, se convierte en uno de ellos. Ésta es una acepción de la ofrenda: el tesiftero-ahuaque-remolino. Pero el remolino es polisémico. Existe una segunda acepción: como agregó el ritualista, girando el palo sobre su cabeza también imitaba “el látigo de un charro”, y los flecos de los gabanes o rebozos de los ahuaques proyectados hacia la tierra son precisamente los rayos, “como el látigo de un charro que sustrae las cosas”. Así, el remolino es también el rayo. Y aún surgió una tercera: antes ya había hablado de los resuellos que se oyen tanto donde hay espíritus cautivos en el arroyo como en el pozo-sumidero del recinto, sugiriendo la presencia velada de los ahuaques dentro del agua. En el ritual, el sonido surgido al girar el palo, perseguido deliberadamente en la acción, remitía al campo semántico del manantial y del agua. Era el remolino-agua-manantial. El remolino representaba una imagen polisémica que reunía a los ahuaques, al rayo y al agua en la misma figura simbólica. Sin duda, una ofrenda muy compleja. ¿Y las cruces sobre la cerca de piedra? Éstas parecen remitir o representar a los ahuaques, pues también se mencionan vinculadas al agua del sumidero con la que conversa el granicero. Las cruces —como los tepictoton prehispánicos (Durán, 1984, I: 82)— están dispuestas en círculo alrededor de la roca central o tejolote que encarna al Rey del Mar Nezahualcóyotl [véanse los detalles 2 y 4 del mapa]. Esto podría expresar la idea ya referida de hijos o chalanes al servicio de aquél. Los ahuaques son, se dijo, los cuidadores o custodios del cerro, como lo son de los manantiales, y por eso el tesiftero debe abrazar estas cruces —crucecitas hechas en miniatura— y “pedirles gracias con la vara” en su ofrenda-imitación del remolino-ahuaque-manantial-látigo-rayo para recuperar el espíritu. Pero en las curaciones se entregan también otro tipo de ofrendas. Los tesifteros registrados suben a la cima del Monte en solitario y ofrecen principalmente botellas con semillas. Dejan las botellas llenas hasta la mitad, destapadas y cada una con un contenido específico —maíz, trigo, cebada, arvejón—. Estas ofrendas, halladas en la cima por varios autores,36 no remiten a ritos de petición de lluvia ni de fertilidad como se ha creído a menudo. La idea fue rechazada rotundamente por don Cruz cuando le sugerí 36

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Véanse Broda (1991: 476-477), Glockner (1996: 77), Morante (1997: 128-129) y Townsend y Solís (1991: 27).

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tal posibilidad. Las semillas, son, dijo, “para curación”. “Como te digo —añadió—, eso lo van a dejar [para curar a] los que se enferman los [tesifteros] que están registrados allá. Si [los ahuaques] piden semillas lo van a dejar, su resuello que lo coman, su olor de la semilla”. El hecho de que las botellas estén destapadas y ubicadas en el patio del recinto, cerca del pozo-tejolote donde viven los ahuaques, tiene una razón: entregarles el alimento a los ahuaques directamente en su morada, casi en el mismo lugar en que se introducía el tesiftero con la canasta en las peticiones de lluvia. Un hombre que las vio hacia 1999 dijo evocadoramente: Allá, en esa parte de Tláloc, estaban unas botellas llenas de cebada, de trigo y de maíz y arvejón. Cada frasco era como una marca de semillas. [Las semillas] están secas, así nada más están en los frascos, no crea que ya se bajó o ya se lo comieron, no no, no se ve nada… haga de cuenta yo pienso que es como el día de Muertos que en los pueblos ponen una ofrenda, entonces van a venir las ánimas o las animitas que según todo el olor se lo llevan…

Es interesante notar que estas botellas se instalan precisamente sobre rocas o lajas de piedra, soportes horizontales como “charolas” que parecen asociarse estrechamente con las piedras redondas del manantial donde se despliegan las ofrendas, o con las “piedras-puertas” del cauce donde el tesiftero buscaba el espíritu y bajo las que, se vio, habitan los ahuaques. Al indagar sobre este aspecto en el Cerro, don Cruz anunció enigmáticamente: “allí pura piedra hay, pura piedra, arriba del Cerro, pura piedra”. Esta relevancia simbólica de las piedras podría vincularse también, aunque quizá de una manera indirecta, con los términos que designan a las rocas asociadas con Tláloc (el tejolote y el molcajete) que constituyen un instrumento culinario. En este sentido, don Cruz trató de explicarme que, antes de que el molcajete fuese llevado al Museo, cuando ambas piedras estaban aún juntas en la cima, Nezahualcóyotl “comía” en este lugar —se entiende que obtenía el aroma de las semillas al triturarlas—. En la descripción clásica de Bautista Pomar sobre el ídolo de Tlaloc de la cima del Cerro se dice que éste tenía un recipiente con hule en la cabeza lleno “de todas las semillas de las que usan y se mantienen los naturales, como era maíz blanco, negro, colorado y amarillo, y frijoles de muchos géneros y colores, y chía, huautli y michhuautli, y ají de todas las suertes que podían haber los que lo tenía á cargo, renovándole cada año á cierto tiempo” (Pomar, 1891: 15). También en el Proceso inquisitorial del Cacique de Texcoco se indica de “dicho ídolo, que se dice Tlaloc, que era de piedra, y por el cuerpo estaba revuelto y embadurnado con ole, y chía, y maíz, é cyetl, é cuautle, y otras semillas, y parescía ser de muchos días puesto aquel embadurnamiento porque estaba podrido” (agn, 1910: 25). Llama la atención este hecho. ¿Se alimentaba el Tláloc prehispánico de semillas

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como hace algunos años parecía hacerlo Nezahualcóyotl empleando el molcajete y el tejolote? No podemos saberlo. Lo que sí sabemos es que hoy los hijos de Nezahualcóyotl, los ahuaques, subsisten de semillas, que no son sino estrictamente recipientes de aromas. Pero lo relevante es que el Monte sigue siendo el lugar de alimentación por excelencia. Antiguamente Nezahualcóyotl molía sus semillas en la cima. Actualmente les da a los ahuaques su comida-arvejón por ayudarle en la producción de lluvia. Y hoy el tesiftero les entrega a los ahuaques semillas en el mismo lugar en que lo hace el poderoso Rey del Mar. El tesiftero asume el papel de Tláloc y les proporciona comida a los ahuaques para hacerlos “trabajar”. Pero el fin no es ahora que dispensen la lluvia, sino que liberen a su cautivo. El tesiftero instala las botellas con semillas. Los ahuaques devuelven el espíritu apresado y obtienen de él los aromas que llevarán, sirviéndose de las corrientes de aire, al interior del Monte por el pozo-sumidero y hasta los manantiales y arroyos de la Sierra que irradian de sus laderas y estribaciones. El espíritu del enfermo, recuperado, volverá a su cuerpo físico y se salvará de ser repartido en los canales y manantiales del sistema de irrigación texcocano para incorporarse al destacamento de cuidadores.

Hacia una interpretación contextual de las ofrendas En el sistema de meteorología nahua serrano las tres categorías de ofrendas —conjuratorias, petitorias y terapéuticas— tienen un propósito clave: suplantar el proceso atmosférico de extracción de las esencias. Las nociones de granizo-rayos, por un lado, y de ofrenda, por otro, son opuestas. La diferencia estriba en si existe o no destrucción en la apropiación. Mientras los ahuaques rapiñan las esencias de los seres y objetos de la superficie terrestre destruyendo sus cuerpos —devastando una milpa, fulminando un animal o una casa—, la entrega de esencias mediante ofrendas no implica una destrucción. Y si el granizo y el rayo roban además el “trabajo” humano invertido en producir los objetos o contribuir al crecimiento del ganado y las plantas, las ofrendas conllevan la entrega voluntaria del mismo. De esta forma, a través de las ofrendas, conjura el tesiftero la rapiña de los ahuaques, convierte una situación potencial de depredación en una relación de colaboración recíproca en la que los contradones no son agonísticos. Revierte el expolio en intercambio pacífico.37 Se puede establecer la equivalencia: 37

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La concepción de los nahuas de Texcoco se encuentra en parte en sintonía con la noción de ofreda de otras regiones nahuas. Para los nahuas de Río Balsas, en Guerrero, la ofrenda es “la forma más directa en que los vivos dan su trabajo a los muertos”, que dependen directamente de aquéllos para subsistir (Good, 2004b: 159); los objetos y la comida expresan el trabajo y la fuerza y demuestran “amor y respeto” por

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granizo-rayo = agresión = robo del trabajo humano ofrenda = no agresión = don de los seres humanos Las ofrendas les permiten a los serranos, por medio del tesiftero, entregarles esencias a los ahuaques; pero no sólo eso, también suministrárselas dentro del agua, en su mundo. Las ofrendas les brindan a los ahuaques las esencias que necesitan sin perjudicar a los humanos, y les ahorran el trabajo de obtenerlas sobre la tierra y de trasladarlas al manantial. Centrémonos en su pequeño tamaño: las ofrendas son miniaturas. La noción de esencia robada por los ahuaques con los rayos y el granizo involucra la creencia en una dimensión separable, invisible y material común a animales, plantas y objetos, que reproduce sus cualidades y atributos. Y es de acuerdo con esta lógica que el tesiftero recurre a un procedimiento ritual adecuado para brindárselas a los ahuaques: ofrecer objetos pequeños. Como explicó don Cruz, es al dejarlos bajo el agua o en las inmediaciones del manantial cuando ocurre la transformación ritual y se libera una esencia tan reducida como la que procedería del objeto original (de un palacio de gobierno o un borreguito, por ejemplo). Existen, como es lógico, ciertas condiciones: que se trate de objetos nuevos, que estén hechos del material adecuado y que los ofrezca él. Veámoslo. Que se trate de objetos nuevos se debe a que aquellos que han sido usados retienen la esencia del poseedor. Lo ejemplifica perfectamente el uso del muñeco-recipiente, cuya ropa, impregnada del espíritu de su dueño, sigue perteneciéndole en parte. Pero con las ofrendas el efecto buscado es el inverso: que sean objetos vírgenes para que los ahuaques puedan apropiarse de sus esencias inalteradas. En cuanto a los materiales adecuados, la cerámica y el cristal predominan y se emplean por ser “brillosos”. Las figurillas que despiden destellos de luz en el arroyo se identifican fácilmente con sus esencias interiores que son de naturaleza “caliente”. Las figurillas brillantes son potencialmente esencias. Pero también hay otro motivo para esta intención en que las miniaturas sean reflectantes: que refracten los rayos del sol. Don Cruz llamó a las charolas que usaba como base de las ofrendas “patenas”. Colocados sobre ellas todos los objetos brillaban. Así las ofrendas son en sí mismas un banquete de rayos de sol del que se alimentan los ahuaques. Al mismo tiempo que se apoderan de las esencias de los objetos consumen los rayos solares (recuérdese que el quien las recibe (2004a: 140). Para los nahuas de la Sierra Norte de Puebla, según Lupo, las ofrendas constituyen un “vehículo de fuerza” (1995a: 166). Otros trabajos sugerentes sobre el tema son los de Dehouve (2007), que plantea una metodología precisa para analizar las ofrendas, y el de Graulich y Olivier (2004), que trata el tema de la comensalidad y de la naturaleza problemática de las esencias, con los que la etnoteoría serrana aquí analizada, que replantea en varios sentido el tema del “pago de la deuda” y el sistema de intercambios recíprocos (Mauss, 1979b), puede ser contrastada.

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interior del agua es un ámbito frío y oscuro). La ofrenda es, desde esta perspectiva, algo polisémico y complejo: se inscribe en el campo semántico calórico-lumínico y nutricio, persigue entregar esencias calientes pero también iluminar y alimentar. Se ofrendan miniaturas-esencias y se entrega sol. La misma lógica se aplica a las construcciones a escala, que se envuelven con fibras brillantes o se decoran con chaquira. Decía don Cruz de la torre de la luz: “compré diez metros de chaquira, puro especial la chaquira, y […] a los lados ya se vino a poner puro listón de charney pero [de] ése brilloso; no compré seda sino charney brilloso”. El brillo no atañe entonces únicamente a las figurillas de cristal o de vidrio. Figurillas, construcciones y la propia charola brillan, destellan. En suma, los objetos deben ser pequeños, brillantes, y deben ser entregados por el tesiftero —que es el único conocedor de estos secretos— para que liberen sus esencias. En cuanto a sus funciones, la mayoría de los objetos ofrendados son instrumentos de uso de los ahuaques. Esto sucede con algunas miniaturas, como los trastecitos de barro, por ejemplo.38 Pero donde mejor se aprecia este hecho es con las construcciones a escala. Las torres de la luz, pirámides, quioscos y jardines en miniatura que el tesiftero confecciona hoy, y con las que abastece de mobiliario el mundo del agua, parecen mantener una curiosa relación con las maquetas prehispánicas halladas en el Altiplano Central. Las maquetas son “modelos en miniatura esculpidos en piedra”, en general de escaleras, estructuras piramidales, pocitas, canales e incluso juegos de pelota que estaban asociadas al culto a los dioses pluviales como deidades de los cerros y de la fertilidad agrícola (Broda, 1997b: 149, 142-143). Se encontraban en sitios de culto tallados en roca. Algunas maquetas reproducían cerritos terraceados con pocitas en la cima en las que el agua vertida escurría simulando la lluvia o las aguas de irrigación fluyendo por canales. Se cree que servían para ritos propiciatorios de carácter ambiental y cosmológico realizados en lugares estratégicos (1997b: 143, 148). Para los tesifteros serranos actuales, las ofrendas en miniatura son utensilios, edificios y viviendas para el inframundo, es decir, son objetos “de uso” de los ahuaques; su función principal es abastecer el inframundo entregando utensilios y residencias. Quizá las antiguas maquetas, de las que existen algunas en el cercano Cerro de Tezcutzingo,39 tuvieran un propósito ritual semejante, y así asistimos a una continuidad. 38

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Cabe señalar que el uso de “vajillas en miniatura” está ampliamente documentado en la época prehispánica. Al celebrar a los hombres fulminados y ahogados en Tepeilhuitl, “la fiesta de los cerros”, la gente les ofrecía a los tlaloque vajillas en miniatura “cual los dioses eran, porque eran tan bajas que no subían de una jicarilla para que bebiesen los dioses, unas escudillejas y platillos y ollillas y contizuelas” (Durán, 1984, I: 167; véase Broda, 2001: 300). Una maqueta provista de escaleras, cercana al Tezcutzingo, fue registrada por Cook de Leonhard y reproducida por Broda (1997a: 64 y comunicación personal de 2007). Sobre las construcciones en miniatura existentes en este cerro, véase el apartado “El complejo del Cerro Tezcutzingo” del capítulo 2.

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Sigamos con los materiales y los objetos. Otro ingrediente sumamente importante son las flores, frutas y semillas. Éstas son liberadoras de aromas por excelencia, el sustento ahuaque junto a los rayos solares. Flores, frutas y semillas se identifican con las miniaturas porque también constituyen recipientes, contenedores o cápsulas de las esencias ofrendadas. Pero los vegetales tienen además otra función. Son “instrumentos de relaciones sociales”. Son la herramienta con la cual el tesiftero logra adscribirse a la comunidad ahuaque, es decir, asimilarse a la sociedad del agua para llegar a un acuerdo o negociar con los espíritus “de igual a igual”. Esta función sociológica de las ofrendas como adscriptores o como un medio para poder formar parte de otras comunidades “humanas” pondría resultar extraña. Pero no lo es en un doble sentido: por un lado, explica por qué únicamente el tesiftero puede entregar ofrendas a los ahuaques; por otro, clarifica el motivo de que las flores, frutas y semillas sean dones de su autoría (es decir, que su cantidad y disposición acepte cierto margen de libertad, al contrario de lo que ocurre con los objetos que aparecen en los sueños, que deben ofrecerse con exactitud). Los aromas son el instrumento que el tesiftero utiliza para crear una alianza intercomunitaria. El banquete unificador permite al tesiftero salvar la barrera ontológica, pactar y entregarles a los ahuaques los bienes que necesitan. Los aromas vegetales son, pues, dones y mediadores al mismo tiempo. El propósito de las ofrendas es evitar la rapacidad. Pero unas veces lo hacen directa y otras indirectamente. Las ofrendas para conjurar el granizo y las ofrendas que se emplean en los episodios terapéuticos lo hacen directamente: entregan dones para evitar que los ahuaques los arrebaten violentamente. La diferencia es que las ofrendas conjuratorias tratan de evitar la agresión y las terapéuticas actúan a posteriori. Es decir, las conjuratorias previenen la depredación y las terapéuticas revierten una agresión consumada: entregan objetos para recuperar el espíritu del enfermo. Las ofrendas que conjuran la agresión indirectamente son las que persiguen pedir la lluvia. Estas ofrendas donan a los ahuaques bienes alimenticios a cambio del agua, pero en última instancia se trata de bienes que los espíritus precisan y acabarían rapiñando por sí mismos (aromas vegetales). Sin embargo, las ofrendas terapéuticas conjuran también la depredación de manera indirecta. Siempre buscan liberar el espíritu apresado; no obstante, los bienes que entregan a cambio del mismo abastecen de objetos y de comida el inframundo atenuando los expolios posteriores. Al perder los ahuaques un espíritu humano —un cónyuge, un trabajador, una Reina Xochitl potenciales—, ganan sin embargo multitud de riquezas: viviendas, palacios, ganados, vehículos y semillas. El tesiftero surte de bienes el manantial y evita destructoras depredaciones con rayos y con granizo. Los objetos que reciben los ahuaques para que devuelvan el espíritu habrían terminado apropiándoselos ellos mismos por sus medios.

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En los casos en que el enfermo pisó una parcela del inframundo, la ofrenda no implica un pago estereotipado a priori sino la reparación de un daño concreto. En las ocasiones en que el enfermo fue apresado para convertirse en un trabajador o en un cónyuge, la ofrenda-rescate que entrega el tesiftero tampoco es algo estandarizado. En ambos casos la ofrenda refleja la configuración local del inframundo y, junto a representarlo con los objetos, ciertamente lo recrea. La ofrenda es un microcosmos que renueva el lugar específico donde se deposita. Su misma instalación es un proceso demiúrgico-performativo. El tesiftero reconstruye fragmentos concretos del inframundo que ha visto previamente en sus sueños. Para los vecinos y ayudantes que le acompañan la ofrenda es una suerte de diorama en el que aparecen las miniaturas ahuaques formando escenas. Es una imagen visual y física del ámbito onírico, exclusivo del tesiftero, que mediante las miniaturas y modelos la gente puede observar. La ofrenda representa visualmente un mundo oculto y esotérico y hace accesible a los no iniciados lo que éstos no alcanzarían a ver. Por eso actúa como un eficaz mecanismo que reproduce socialmente y legitima la cosmovisión. Asistiendo a la disposición de una ofrenda, los nahuas aprenden acerca del mundo del agua en la Sierra. Finalmente, al renovar el inframundo —dañado por la víctima, gastado en su devenir cotidiano—, la ofrenda sostiene el equilibrio y el orden del cosmos. El tesiftero posibilita la reproducción del universo en su papel mediador: proporciona a los ahuaques, representando a la comunidad, los bienes que necesitan para vivir. Su actuación logra revertir un sistema rapaz y asimétrico de obtención de recursos para convertirlo en una dinámica en la que los dones no sean agonísticos, consigue establecer un mercado en el que la transacción ponderada sustituye a la guerra. Mitigando la necesidad de agresiones, se erige en una suerte de controlador o de gestor de una peligrosa situación potencial de “violencia colectiva”.40

El tesiftero, aguador Pero existe una última función del tesiftero. Además de retirar el granizo, pedir la lluvia y curar enfermos, el tesiftero posee atribuciones vinculadas con la organización comunitaria, participa activamente en la gestión civil del pueblo. En ocasiones desempeña 40

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Hablando acerca de los rituales otomíes nos dice Galinier: “el chamán es un gestor de la violencia y, como tal, su margen de acción es considerable. Su actividad se sitúa en el corazón de una dialéctica del orden y el desorden, orden por establecer, desorden por dominar”. Los chamanes están “atrapados entre diferentes flujos de energía que debe[n] canalizar, y que constituyen la condición primera tanto para el resurgimiento de la vida como para su destrucción” (Galinier, 1990a: 157).

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el cargo de aguador, y entonces se le confiere la potestad de dirigir todo lo relacionado con los manantiales, los canales y la distribución local del agua. En tiempos de Nezahualcóyotl los aguadores eran representados en los códices con un pie introducido en el agua, indicando así la estrecha relación;41 fungían como reguladores o jueces de aguas que controlaban el riego y resolvían los pleitos vecinales. Los Títulos de Tetzcutzingo los presentan como personajes destacados e investidos de poder por Nezahualcóyotl (MacAffee y Barlow, 1946).42 En este sentido, una atribución de don Cruz en 2005 era precisamente su cargo de aguador. La colonia Guadalupe había emprendido la construcción de un depósito de agua y don Cruz había sido designado para dirigir el trabajo y coordinar las faenas colectivas. Una mañana tuve la oportunidad de acompañarlo al depósito, localizado en el bosque, una especie de fosa excavada bajo su dirección hacía algunos meses. Caminando a lo largo de la orilla don Cruz me explicó: Aquí estamos sacando el agua… —señaló una especie de acequias, de unos 2 metros de ancho por 1,30 de profundidad, cavadas en forma de caminos, que dejaban en su centro un círculo; probablemente serían unidas entre sí y vaciada la tierra interior. En algunas partes se había juntado el agua del subsuelo. Caminando delante de mí, don Cruz recorría la orilla mirando complacido al interior—: Lo estuve revisando ayer… Ahorita soy aguador, por eso ya se hizo esto. Aquí con 33 voluntarios estamos sacando este trabajo. Estamos trabajando cada ocho días… entonces el agua pues va hasta adentro. Tenemos que rascar otro metro más, pero para el lunes aquí va a llegar… —señaló la altura con la mano y añadió—: Y entraron aquí los duendes, esos mis hermanos, porque se dice hermano, así así se llama: hermanos duendes, se habla de hermanos duendes o ahuaques. Pa’ proteger. Ahora sí pa’ que nos quede bien el pozo de agua para beber. Y todo eso tiene que ser de los duendes, mis hermanos… y ya me dijeron si quiero sacar el depósito que saque yo el radio así, en sueños me dijeron. Tengo que sacar tres metros… y aquí una estaca y un hilo para sacar el radio. Hay que sacar un centro, un radio va a salir, así está… —lo dibuja con un palito sobre el suelo de tierra—.Y precisamente por eso me hablaron [en sueños los ahuaques], pa’ que haga yo esto…

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Comunicación personal de Andrés Medina (iia-unam, 31-1-2008). No olvidemos que la “junta del río” creada en 1970 en Amanalco era una renovación de instituciones prehispánicas: reconocía la necesidad de una gestión colectiva y relativamente centralizada del complejo de regadío.

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Y es que aquí, si la tienen que agarrar [a una persona], pues es cosa mía. Porque si una persona se cae mientras está rascando, pues entonces yo me responsabilizo para sacarla. Ahora sí para que no se enferme. Vinieron hartas gentes, ¡toda, toda la comunidad! Ahorita si ya estuviera limpiecita el agua pues entonces se entuba y ya está saliendo donde tiene que salir… haga de cuenta una vena, de aquí sale… Porque para tomarla del Partidor se requiere bomba, y no hay lana. Pero gracias a Dios hay vena, lo vamos a dejar el agua un tiempecito para que se asiente, pa’que se saque el betún [el limo], sí.43

El relato es sumamente revelador. Don Cruz preside la construcción del depósito siguiendo las instrucciones oníricas de los ahuaques: traza el radio y la circunferencia del depósito sirviéndose de una estaca y un hilo, según las indicaciones dadas por los “dueños del agua” en sueños. El proyecto es pues, nótese, en última instancia una obra que les pertenece a los ahuaques: “todo eso tiene que ser de los duendes, mis hermanos”. Don Cruz solo actúa como intercesor —“y precisamente por eso me hablaron, pa’ que haga yo esto”—, interviniendo ante la comunidad y coordinando las faenas para que, bajo su supervisión, todos los hombres participen por grupos cavando y extrayendo la tierra. Es decir, su tarea es ocuparse de la planificación de la obra y de orquestar el trabajo colectivo. Es algo así como un ingeniero. Pero no cualquier ingeniero: es un experto que cuenta con el apoyo y con el respaldo de los ahuaques a la hora de manipular lo que tiene que ver con el agua. Al mismo tiempo, y como contraparte, es capaz de reducir las agresiones de estos seres o de proteger o incluso curar a los vecinos si es necesario. “Y es que aquí, si la tienen que agarrar [a una persona], pues es cosa mía. Porque si una persona se cae mientras está rascando, pues entonces yo me responsabilizo para sacarla. Ahora sí para que no se enferme”. Son entonces cuatro aspectos relacionados los que engloba su función de aguador. Los tres primeros se vinculan con la ingeniería civil: recibir las instrucciones de los ahuaques; dirigir la construcción de la obra y coordinar el trabajo colectivo. El último aspecto se vincula con su dimensión de terapeuta: velar por la protección y la integridad de los vecinos para que no sean agredidos por los ahuaques mientras realizan la obra, y rescatar sus espíritus en caso de resultar necesario. Pero como aguador don Cruz se ocupaba también de otras cosas. Conversaba y pedía permiso a los ahuaques antes de que los vecinos del pueblo hicieran la limpieza de depósitos y cisternas, y se encargaba de regular el reparto del agua. Todas estas funciones complementan las tareas cosmológicas del tesiftero. Si atajar el granizo, pedir la lluvia y curar enfermos son las actividades más metafísicas del 43

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Grabé el testimonio de don Cruz el 12 de julio de 2005.

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tesiftero, gestionar los aspectos materiales y cotidianos de la existencia, como el acceso a los depósitos, la organización del trabajo y el reparto del agua, dependen de su función civil. Pero no pueden disociarse. Sus dos series de ocupaciones revelan bien que el cosmos nahua es una realidad indisoluble en la que la dimensión simbólica y la vida social se hallan regidas por una misma lógica.

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Capítulo 5 ¿Puede pensarse en la continuidad del complejo? Una perspectiva desde la recreación simbólica y la infancia

Cuando reflexionamos sobre todo lo expuesto surge una pregunta inevitable: ¿son los ahuaques y el tesiftero instancias en extinción o un sistema dotado de larga vida?, ¿estamos ante una cosmovisión vigorosa y activa o ante un complejo decadente? En sus discursos los nahuas parecen defender su desaparición inminente y su anacronía. Pero procedamos con cuidado. El paradigma de la aculturación y de la secularización, del que parecen hacer eco los serranos de manera tan convincente, es hoy sistemáticamente revisado y refutado por las teorías antropológicas. Preguntarse acerca de lo que sucederá en el futuro no es arbitrario, es consustancial al propio sistema. Plantearse la pregunta obliga a afrontar la definición de un concepto de cultura, de cambio, y en suma a investigar con detalle los procesos de reproducción cultural y de transmisión y renovación social de los saberes cosmológicos.1 Para alcanzar una respuesta adecuada seguiré a continuación dos vías de análisis. Estudiaré las recreaciones internas de contenido a las que se ha visto sometido históricamente el sistema, y examinaré la manera en que se reproduce en el seno de los grupos domésticos del área. Mostraré, en suma, cómo el complejo ahuaques-tesiftero constituye un mecanismo indígena de registro de la memoria histórica colectiva. Pero también revelaré cómo este mecanismo de registro permite efectuar recreaciones y cómo asimila dinámicamente los cambios, al tiempo que incorpora y hace suyos ciertos valores no-indígenas del mundo moderno. Por otro lado, analizaré cómo los niños de la generación actual son depositarios de un saber mítico-ritual que les es transmitido informalmente a través del sistema de parentesco y de la narrativa oral. En síntesis, la recreación interna, por un lado, y la reproducción intergeneracional, por otro, sugieren que se trata de una cosmología resistente, adaptante y flexible que mira sin reparos hacia el futuro.

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Sobre estos planeamientos aplicados a diferentes grupos mesoamericanos véanse, entre otros, Good (2004a: 149; 2001a), Neurath (1998; 2002) y Galinier (1990a: 47-104). 185

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Recreaciones internas Nezahualcóyotl es Tláloc en la Sierra de Texcoco. La cosmovisión como memoria histórica Nada mejor para mostrar el dinamismo histórico del complejo que recurrir a un mito. En cierta ocasión, don Cruz trató de explicarme quién era Nezahualcóyotl. Para ello relató un mito que tenía un valor explicativo suplementario, pues ponía en evidencia el mecanismo por el cual se incorporan, o se modifican simbólicamente, ciertos elementos en el sistema. Lo transcribo literalmente: Arriba del Cerro [Tláloc] —comenzó— están unos carriles como caminos y una cerca de lado; están como callejones de pura piedra [se refería a los vestigios del santuario prehispánico consagrado a Tláloc de la cima del cerro] pero eso nadie lo hizo esos callejones sino el Nezahualcóyotl en aquel tiempo. Es su trabajo ahí. Pues el rey Nezahualcóyotl era [un] dios. Según [dicen] quería ganarle al [otro] dios, pero [el otro] dios dijo que ya no, por eso ya no sucedió… —¿Y cómo quería ganarle, qué iba a suceder? —le pregunté. Pues él hacía sus trabajos. Porque el [otro] dios y el Nezahualcóyotl hicieron su competencia: quién es el primero, quién primero gana. Ganó el Nezahualcóyotl porque hasta allá en México cómo hizo su trabajo, y el [otro] dios [perdió], porque en Puebla está éste… Cholula le decimos; en Cholula hay unas iglesias, están muchas, porque [ese] dios no le apuró para hacer las obras. Y [él y] Nezahualcóyotl hicieron su competencia, quién primero lo acaba. Si la obra lo acaba rápido [Nezahualcóyotl] y al amanecer ya está, [a] él le toca México y, si no, si hubiera acabado primero [el otro dios que hizo las iglesias] de Puebla, ahorita [en] Puebla hubiera estado México y en México pues hubiera estado Puebla. Entonces fueron competenciados… Y por eso nosotros nunca trabajamos así de noche. Pero [como] pues [ellos] eran como dios [como dioses], ellos pudieron trabajar a esas horas, de noche… Porque ése [Nezahualcóyotl] —continuó—, aquí derecho está el [Monte] Tláloc —señalando hacia el cerro con el dedo—, […] dicen que una piedra nomás con un fondazo lo llevaba hasta México llegaba, ¡mira! Las piedras que hay allá en México por el centro [se refería a las ruinas del Templo Mayor de Tenochtitlán]… ¿Qué? Vemos tantito las piedras pero eso nadie lo hizo. Solamente Nezahualcóyotl lo hizo, ¡sí! Así nosotros [las personas comunes] no lo hicimos. Bueno, quién sabe quiénes son los que hicieron pero las piedras [de allí son] grandisísimas y dicen que nomás grandes [que] el hombro [suyo], dicen que nomás con un mano ya las tiraba hasta allá, de noche [lo] hacía…

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—¿Era de noche? —le pregunté. Era de noche. Por decir ya está la tierra [creada] allí.

La estructura y el argumento de este mito moderno resultan sumamente interesantes. A simple vista posee todos los ingredientes de un relato indígena de creación. Dos deidades tutelares compiten entre sí tratando de imponerse la una a la otra: el premio es el territorio ya sea de la ciudad o del Valle de México —la región es difusa—. El resultado es que Nezahualcóyotl, más rápido que el otro dios, concluye la confección de sus construcciones y puede instalarlas allí, mientras que su adversario tiene que asentarlas en Cholula —esto aclara la conclusión de don Cruz: de haber ocurrido al revés, “[en] Puebla hubiera estado México y en México hubiera estado Puebla”—. Ambos dioses trabajaban en una era cosmogónica primigenia y nocturna en la que la superficie terrestre ya había sido creada; el amanecer estaba próximo. Pero el aspecto central de la historia es la fusión, la estrecha identificación, de la figura del tlatoani Nezahualcóyotl con la del dios Tláloc. ¿Por qué asociar estrechamente al monarca con una divinidad regional vinculada con la lluvia? ¿Qué ha llevado a los nahuas a establecer semejante correspondencia? Lo que a primera vista podría parecer un contrasentido supone un enigma etnográfico en el que vale la pena detenerse. Si en la Sierra Nezahualcóyotl es Tláloc deben existir razones profundas que lo atestigüen: transferencias y analogías coherentes, reveladoras, que articulen dos campos semánticos relativamente diferentes en un heterogéneo, autóctono y original personaje mítico. El relato de don Cruz aporta las claves. Concebido sin duda como un gigante por el tamaño desmesurado de sus hombros, Nezahualcóyotl actúa como un rey fundador erigiendo dos enclaves rituales atribuidos al dios Tláloc: el santuario prehispánico de la cima del Monte Tláloc —los “callejones de pura piedra” a los que se refiere el tesiftero— y las “piedras grandisísimas” del centro de la ciudad de México que son el Templo Mayor de Tenochtitlán. No es preciso describir aquí con detalle ambos lugares ni las estatuas sagradas que albergaban y a las que se rendía culto (Durán 1984, I: 84), quizá las más importantes vinculadas con dicha deidad. Una estatua de Tláloc era venerada en el Monte durante el rito de petición de lluvias celebrado en Huey tozoztli y otra estatua de Tláloc acompañaba, sobre una pirámide, a Huitzilopochtli en el Templo Mayor de Tenochtitlán (López Austin y López Luján, 2009; Broda, 1991). Pero el mito es sutil, afinado: el alineamiento visual entre el Monte Tláloc y el Templo Mayor lo ejemplifica la trayectoria de las piedras lanzadas por el monarca desde su cima. Gracias a estudios recientes sabemos de las líneas visuales y astronómicas signi-

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ficativas, probablemente rituales, que existían entre ambos emplazamientos en los que se realizaban festividades correlativas,2 que ya aparecen esbozadas en el relato. Pero ¿por qué Nezahualcóyotl ocupa el lugar de Tláloc y se fusiona con él? Podemos señalar cuatro aspectos que en la memoria histórica serrana han permitido tal amalgama: la historia personal del tlatoani; su estrecha relación con el agua; el vincularse su figura con piedras y el constituir un “dador de vida”. Vayamos por partes. En cuanto a la historia personal de Nezahualcóyotl, un episodio biográfico infantil nos lo presenta jugando en la orilla del lago de Texcoco; despistado, cae en el agua y, a punto de ahogarse, es rescatado y llevado surcando el cielo por los tlaloque hasta la cima del Monte Tláloc. Allí es limpiado con ceniza y agua divina, y se le anuncia el éxito en sus empresas futuras. El rey tendrá en sus manos la ciudad de Texcoco. La anécdota, referida en los Anales de Cuauhtitlán, atestigua que el monte mítico no era sólo el lugar donde los gobernantes acudían a rendir culto a la divinidad, sino el enclave donde algunos de ellos recibían el poder, el don del gobierno legítimo. Entonces la elección o intervención sobrenatural de los ministros de Tláloc parece atribuir un carácter extraordinario y semidivino a Nezahualcóyotl, que es presentado biográficamente como un individuo bendecido por los dioses del agua, “escogido”. Estamos ante una conexión mitológica, precursora, del actual Tláloc-Nezahualcóyotl. Existen deslizamientos semánticos entre los dominios referidos: los atributos pluviales de Tláloc-cerro y Nezahualcóyotl-tlatoani pueden traslaparse. Así se entretenía jugando Nezahualcóyotl, pero, una vez, se cayó en el agua. Y dicen que de allí lo sacaron los hombres-búhos, los magos; vinieron a tomarlo, lo llevaron allá, al Poyauhtécatl [el Monte Tláloc], al Monte del Señor de la niebla. Allí fue él a hacer penitencia y merecimiento. Estando allí, según se dice, lo ungieron con agua divina, con el calor del fuego. Y así le ordenaron, le dijeron: 2

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Véase el estudio de López Austin y López Luján (2009) que asocia el monte sagrado como imagen arquetípica de la cosmovisión mesoamericana con la configuración arquitectónica del Templo Mayor de Tenochtitlán. También los trabajo de Broda (1991; 2001a) y los capítulos del volumen compilado por Broda, Iwaniszewski y Montero (2001).

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tú, tú serás, a ti te ordenamos, éste es tu encargo, así, para ti, en tu mano, habrá de quedar la ciudad [de Texcoco]. Enseguida los magos lo regresaron al lugar de donde lo habían traído (Anales de Cuauhtitlán, 1992: fol. 36; 1945: 40). La relación del rey con el agua, de la que ya se habló anteriormente, es otro factor que contribuyó sin duda a propiciar esta fusión. Nezahualcóyotl presidió la construcción del sistema de regadío texcocano que permitió afrontar las sequías e intensificar la agricultura, y dictó los Títulos de Tetzcutzingo para regularlo. Les dio a sus súbditos los cerros de los que brotaba el agua —“Aquín está todo enterrado […] que los cerros se los doy enteros” (McAfee y Barlow, 1946: 112-113)—, y controló qué pueblos la recibían, en qué orden y de qué modo. Constructor y gestor del sistema, en el mito ha pasado a edificar los templos consagrados al dios Tláloc. Respecto a su relación con las piedras, Nezahualcóyotl era representado en efigies al igual que Tláloc. Los serranos que conocían el ídolo de Tláloc de la cima del Monte también sabían de la existencia de retratos líticos del monarca en el cerro de Tezcutzingo. De hecho, muchas de las piedras de los jardines de recreo del rey se asociaban con sus gestas y sus hazañas, con deidades, y también con peñas sobre las que caía y saltaba el agua semejando la lluvia (véase el capítulo 2). La que coronaba el lugar simplemente lo retrataba, y otras representaban estatuas del Rey y de la Reina (agn, 1910: 29). La destrucción de estas instalaciones por el Inquisidor Fray Juan de Zumárraga al considerarlas idólatras no deja de ser significativa. Durante la campaña de extirpación de idolatrías suscitada en 1539 por el culto a los ídolos que practicaba el nieto de Nezahualcóyotl, don Carlos Ometochtzin, que vivía en una casa de su abuelo, Zumárraga terminó descubriendo la vigencia del culto serrano a Tláloc en la cima del Monte. Recorrió con sus ayudantes la región y, en la sierra que se dice Tlaloc, hallaron un ídolo de piedra que se dice Tlaloc, y lo quebraron, que era el ídolo, el dios del agua, que cuando no llovía é había necesidad de agua, iban á la dicha sierra á ofrecerle al dicho Tlaloc, así de México como de Tezcuco, Chalco y Guaxocingo, Chilula, y Tascala, é de toda la comarca […] al cual dicho ídolo hallaron enterrado debaxo de tierra, y lo quebraron […] y que los días pasados, cuando había falta de agua, algunos indios de Tezcuco que iban á tratar á Guaxocingo y Tascala decían que lo desenterraban, diciendo que por los de Tezcuco no llovía porque habían quebrado al dios Tlaloc, dios del agua, y que por su causa morían todos

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de hambre […] y porque supieron que en la sierra donde solía estar el ídolo Tlaloc salía humo, enviaron allá indios á ver lo que era, y hallaron muchos papeles con sangre, y copal, y una codorniz, é otras cosas de sacrificio […] y no pudieron veer quien lo hacía […] é lo sacaron y estaba adobado con hilo de alambre y con hilo de oro y de cobre, y juntadas las piezas por donde se parescía que había sido quebrado y tornado á adobar […] E otro si, exsibieron una piedra verde chalchuy con una figura por la una parte, que dicen es cuenta de seis días, que el dicho ídolo tenía en la frente […] y allí hacia Guaxocingo en una parte hallaron mucha sangre fresca, que parescía haberse sacrificado alguno muchacho de poco acá, según la sangre. (agn, 1910: 21-23)

El proceso inquisitorial revela, entre líneas y soterrado, un hecho contundente: que tanto el tribunal como los propios nahuas consideraban el culto a las piedras de la casa de Nezahualcóyotl y de la cima del Monte asociados al monarca y pertenecientes al mismo complejo: el culto serrano a Tláloc. La destrucción de las instalaciones del Tezcutzingo y del ídolo del Monte fue coetánea. Finalmente está el hecho de que Nezahualcóyotl, al igual que Tláloc, constituía un “dador de vida”. De manera semejante a cómo los serranos trataban al dios para obtener sus dones pluviales, se dirigían al rey para rogarle la concesión del agua. En el Himno a Tláloc registrado por Sahagún escuchamos a los macehuales, la gente del pueblo, suplicándole al dios: ¡Oh señor nuestro, dolor de nosotros que vivimos, que las cosas de nuestro mantenimiento por tierra se van, todo se pierde y todo se seca, parece que está empolvorizado y revuelto con telas de arañas por la falta de agua! ¡Oh dolor de los tristes maceguales y gente baja!, ya se pierden de hambre, todos andan desemejados y desfigurados! […] Y la gente toda pierde el seso, y se mueren por la falta de agua; todos perecen sin quedar nadie. Es también, señor, gran dolor ver toda la haz de la tierra seca, ni puede criar ni producir las yerbas ni los árboles, ni cosa ninguna que pueda servir de mantenimiento;solía como padre y madre criarnos, y darnos leche con los mantenimientos y yerbas y frutos que en ella se criaban, y ahora todo está seco, todo está perdido […] (Sahagún, lib. vi, cap. viii, 1999: 316).

En los Títulos de Tetzcutzingo Nezahualcóyotl, en una actitud paternal que debió infundir sin duda tranquilidad, y de manera similar a la del propio Tláloc, proclamaba atendiendo a los ruegos y peticiones de regadío de los serranos: “Y esta agua nadie se la va a quitar, porque es propiedad real; esta agua servirá a todos mis hijos que están

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en mi pueblo Texcoco” (McAfee y Barlow, 1946: 113). La vida de los nahuas, de sus animales y sus cosechas, dependía en última instancia de los dones de Nezahualcóyotl: el agua era “propiedad real” y la dispensaba él3. Esta relación con el agua, el ser un dador de vida, es fundamental. La deificación de Nezahualcóyotl, por sí sola, no es un gran problema. El rey ya se nos presenta históricamente divinizado. Según López Austin, “hay suficientes indicios para asegurar su naturaleza de hombre-dios” (1998: 131). Nezahualcóyotl cumple todos los requisitos: es guía de peregrinación, fundador de pueblos, gobernante, se le atribuyen actos milagrosos, posee poder de transformación, tiene una vida polifacética caracterizada por funciones múltiples —poeta, guerrero, estratega, ingeniero, juez y gestor—,4 constituye un representante de los dioses y, en su propia biografía, encontramos una elección divina, casi una iniciación. Había sido deificado por su prestigio y sus obras; además, “a los personajes señalados y de valor se les pedía agua y larga vida” (López Austin, 1998: 109-116, 131). Pero que Nezahualcóyotl fuera un hombre-dios no significa que fuera Tláloc. Aunque el tránsito de Nezahualcóyotl-rey a Nezahualcóyotl-Tláloc era un proceso lógico. Toda la vida en la Sierra gira en torno al agua que permite la subsistencia. Su amalgama con Tláloc puede ser resuelto por la dimensión simbólica y las relaciones sociales: ¿cuál ha sido históricamente la relación de los nahuas con el agua, y cómo se lograba el acceso? Social y cosmológicamente, mediante peticiones e instancias. Se pedía a personajes únicos, poderosos, paternales, que la concedían o no a su antojo: un monarca y un dios. Como afirma Danièle Dehouve, hay que tener en cuenta “que las autoridades políticas, ayer y hoy […], y las deidades […], son vistas y tratadas del mismo modo” (2007: 61-62). La dependencia nahua de los dadores de vida regionales —antes dos, ahora únicamente uno­— continúa siendo muy estrecha. Son imprescindibles para la existencia. Entonces es lógico “el deseo de confusión que tienen los mismos relatores. Se quiere creer, se necesita que los perfiles de distinción de ciertos personajes se desdibujen, se prolonguen en el tiempo, se unan ya no simplemente a los primeros caudillos, sino a los dioses creadores” (López Austin, 1998: 113). La memoria nahua es antigua: los antecesores de los serranos custodiaron seguramente las ofrendas de la cima del Monte Tláloc tras los sacrificios de niños, y también se ocuparon de limpiar, adornar y servir en los palacios del Tezcutzingo (Ixtlilxóchitl, 1952, II: 209-210). Conociendo todos los referentes empíricos, sabían que la vida y 3 4

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Además, mientras Tláloc otorgaba poder divino a sacerdotes y magos locales para que intercedieran ante los hombres, el rey contaba con un destacamento de aguadores que regulaban el regadío. Sobre Nezahualcóyotl poeta, véanse Garibay (2000) y León Portilla (1956, 1967), y sobre su vida polifacética, la biografía de Martínez (2006).

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la obra del rey eran integramente trasladables al mundo de los dioses del agua: estatuas, vergeles y hasta turnos de reparto. Los atributos acuáticos y los campos semánticos podían fusionarse. Pero Nezahualcóyotl no constituye un caso aislado para mostrar cómo la cosmovisión se reelabora recurriendo a la memoria histórica. Existe otro: la Reina Xochitl. Nezahualcóyotl es el padre que gobierna regionalmente a los ahuaques, y la Reina Xochitl preside las sociedades de ahuaques de los arroyos. No son pareja, pero se dividen espacios y funciones. ¿Cómo surge el personaje? Por un proceso que integra elementos míticos e históricos atendiendo a una “complementariedad acuática”. Que la Reina constituye una advocación sui generis de la divinidad prehispánica Chalchiuhtlicue en su versión Xochiquetzal parece quedar fuera de duda por su descripción y funciones. En la mitología nahua Xochiquetzal, divinidad de las flores, la belleza y el amor, pero también del pulque, fue la primera esposa de Tláloc hasta que Tezcatlipoca se la robó. Entonces Tláloc contrajo nupcias con Chalchiuhtlicue, “la diosa del agua de las fuentes, los ríos y los lagos” (Broda, 1971: 308-309, 260). Xochiquetzal era próxima a Chalchiuhtlicue, pues ambas se vinculaban con las deidades tlaloque.5 En cuanto a “la pareja de Tláloc y Chalchiuhtlicue”, con frecuencia se la concebía como una forma de expresar el desdoblamiento de la misma deidad, que incluía la “separación del elemento masculino del femenino”: Tláloc representaba al masculino, al “agua celeste”, mientras que Chalchiuhtlicue encarnaba al femenino, “los arroyos, ríos y lagos” (López Austin, 2000: 178), algo que resulta muy adecuado a la pareja Nezahualcóyotl-Reina Xochitl. Su complemetación es evidente. Asociada a las aguas horizontales, al maguey y al pulque, la Reina Xochitl transmite un eco mítico distinguible. Pero, al igual que Nezahualcóyotl, posee un referente empírico comprobable; existió una Reina Xochitl histórica. Veámoslo. El cronista Alva Ixtlilxóchitl describe en su Relación de los reyes tultecas y de su destrucción que un caballero que inventó “la miel prieta del maguey”, conocido como Papantzin, fue con su hija llamada Xóchitl al palacio del rey tolteca Tecpancaltzin a llevarle de regalo el pulque. Entonces el monarca tuvo en mucho este regalo [el pulque] y se aficionó mucho de esta doncella que se decía Xochitl por su belleza, que quiere decir rosa y flor, y les mandó que le hicieran placer de hacerle otra vez este regalo, y que su hija lo trajera ella sola con alguna criada; y los padres no cayendo en lo que podía suceder, se holgaron mucho y le dieron

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De hecho, en ciertos mitos Chalchiuhtlicue era considerada también la “hermana mayor” de los tlaloque (Broda, 1971: 260).

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la palabra de que así lo harían; y pasando algunos días vino al palacio la doncella con una criada. (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 43)

Pero Tecpancaltzin ya no la dejó escapar y trató con ella cómo él había días que estaba aficionado de ella, rogándole le cumpliera sus deseos, que él le daba su palabra de hacer muchas mercedes á sus padres y á ella: por consiguiente, en estas demandas y respuestas estuvieron un buen rato, hasta que la doncella, visto que no tenía remedio, hubo de hacer lo que el rey le mandaba; y cumplidos sus torpes deseos, la hizo llevar á un lugarcito pequeño fuera de la ciudad, poniéndole muchas guardias; y envió á decir á sus padres cómo la había dado á ciertas señoras para que la adoctrinaran, porque la quería casar con un rey vecino suyo en recompensa del regalo que le había traído, y que no tuvieran pena, que hicieran cuenta que la tenían en su casa; y con esto les hizo muchas mercedes y les dio ciertos pueblos y vasallos para que fueran señores de ellos y sus descendientes; y sus padres, aunque lo sintieron mucho, disimularon, que como dicen, donde hay fuerza, derecho se pierde: y el rey iba á menudo á ver á la señora Xuchitl su dama, que estaba en un lugarcito muy fuerte, sobre un cerro que se decía Palpan, servida y regalada, al fin como cosa del rey monarca Tulteca, la cual en muy poco tiempo se empreñó y parió un hijo que le puso su padre por nombre Meconetzin, que quiere decir niño del maguey, á significación de la invención y virtudes del maguey. (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 44)

Tras años sin verla, preocupado y ansioso, el padre decidió allanar la fortaleza donde su hija estaba “encastillada”, logró entrar y se encontró con el niño; furioso por el ultraje á otro día fue a ver al rey, quejándose de la afrenta que le había hecho. El rey lo consoló y le dijo que no tuviese pena, que en haber sido cosa del rey no incurría en ninguna afrenta, además de que el niño sería su heredero, porque no tenía voluntad de tomar estado con ninguna señora […] y mandó que cada y cuando quisiesen él y su mujer y deudos, pudiesen ir á ver á la Xuchitl su hija, con tal que no había de salir de aquel lugar ni lo había de saber persona ninguna (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 45).

Como el padre era “de sangre noble” y del mismo linaje que el rey Tecpancaltzin, el hijo de Xochitl, Meconetzin, llamado también Topiltzin, heredó el trono de los toltecas y fue su último rey hasta que sobrevino la destrucción de esta nación (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 46-75). Topitzin sobrevivió al ataque de tres reyes enemigos, en los que murieron asesinados Xóchil y Tecpancaltzin, y logró escapar hacia Xico “diciendo á

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sus vasallos […], que de allí á quinientos doce años volvería de nuevo á esta tierra en el año de Ce Acatl, y castigaría á los descendientes de los reyes sus competidores”. De Xico huyó de noche a Tlalpan donde vivió después casi treinta años, servido y regalado de los Tlalpaltecas, y murió de edad de ciento y cuatro años, dejando constituídas muchas leyes que después su descendiente Netzahualcoyotzin [Nezahualcóyotl] las confirmó. (1952, I: 55)

El relato termina enfatizando el mensaje significativo, la profecía mesiánica: Este rey [hijo de Xochitl] dicen muchos indios que está todavía [vivo] en Xico, y no se fue á Tlapalla, [al igual que sucedió] con Netzahualcoyotzin y Netzahualpiltzintli [hijo de Nezahualcóyotl], reyes de Tescuco, sus descendientes […] porque fueron los más valerosos y de grandes hazañas que cuantos reyes han tenido los Tultecas y Chichimecas […], que todavía creen que han de salir de allí en algún tiempo […] que ha de volver el rey [los reyes], […] y que está[n] vivo[s], lo cual se ha de creer que es mentira y fábula. (Ixtlilxóchitl, 1952, I: 55-56)

Así pues, la relación de la Reina Xóchitl aporta elementos no sólo para entender por qué su figura acabó asimilada a la cosmovisión serrana, sino para comprender un hecho fundamental: la existencia actual de Nezahualcóyotl y de sí misma. Procedamos por partes. ¿Por qué Xochitl se amalgamó con una divinidad prehispánica de las aguas? Cuatro elementos del relato parecen hacerla corresponder con la Reina de los ahuaques: la inmensa belleza de la doncella, su relación con el pulque, su condición de encastillada y el pertenecer al linaje real que heredaría Nezahualcóyotl. Veámoslo. La belleza legendaria de Xóchitl, “que quiere decir rosa y flor”, asociada también con Xochiquetzal, la plasman los mitos serranos donde la Reina del agua es una joven de largas y hermosas trenzas que representa el ideal femenino en el inframundo. La Reina se define por su belleza. La mujer que de pequeña se salvó de ser convertida en Reina Xochitl mezclaba, en su relato anteriormente expuesto, el temor que experimentó ante la perspectiva de ser apresada por los ahuaques con cierta coquetería orgullosa: la habían elegido por su hermosura — “querían que fuera yo la Reina para ellos”, dijo. El vínculo entre la Reina serrana y el maguey surge de forma esplícita: la Xochitl del agua es “la inventora del pulque”, según afirman los nahuas, y fulminando los magueyes con los rayos los ahuaques hacen el pulque para animar sus fiestas del manantial. El consumo del pulque es general entre los ahuaques, y con frecuencia se identifican con el símbolo del maguey. Por ejemplo, cuando un enfermo muere debi-

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do a que fue a trapado en el agua y el tesiftero no lorgó curarlo, “es enterrado en el ataúd acompañado de una penca de maguey” para indicar que les pertenece a estos seres.6 La condición real que hoy Xóchitl tiene en los mitos y el habitar y gobernar súbditos desde un palacio encuentra su referente en la historia. La hija de Papantzin fue “encastillada” en una fortaleza a la que sus padres podían irla a visitar “con tal que no había de salir de aquel lugar”; sin embargo, no vivía allí pobremente sino “servida y regalada”. La Xochitl actual no es prisionera de un palacio sino que parece haberse convertido en dueña y señora. La multitud de ahuaques vasallos es coherente: Tecpancaltzin hizo a sus padres “muchas mercedes y les dio ciertos pueblos y vasallos para que fueran señores de ellos y sus descendientes”. En consecuencia Xóchitl y sus padres se transformaron en señores con feudo. Además, al reconocer el monarca a Meconetzin, el hijo del maguey, como heredero legítimo confería también a su Xóchitl el estatus de reina. Finalmente Meconetzin o Topiltzin, el hijo de Xóchitl, fue el último monarca tolteca y dejó “constituídas muchas leyes que después su descendiente Netzahualcoyotzin [Nezahualcóyotl] las confirmó”. Un linaje común unía a ambos personajes que “fueron los más valerosos y de grandes hazañas que cuantos reyes han tenido los Tultecas y Chichimecas”. Xóchitl, a través de su hijo, estaba vinculada con el propio Nezahualcóyotl. Se impone, pues, una conclusión: las dos principales figuras de la cosmovisión tienen una ascendencia histórica, y esto lleva a pensar que el recuerdo de un pasado prehispánico muy remoto parece sin duda alimentar las creencias serranas actuales. Nezahualcóyotl y Xóchitl son los únicos personajes que tienen un nombre propio, y poseen un sustrato constatable de protagonistas de la vida y de las gestas texcocanas. Las fuentes documentales permiten rastrear el referente empírico, que los nahuas mantienen con bastante fidelidad en su memoria. ¿Pero por qué retenerlos, por qué utilizarlos como materia prima de futuras recreaciones? Ixtlilxóchitl nos da la clave: un mito mesiánico, una esperanza sostenida en su retorno que, negando su muerte terrena, afirmó su inmortalidad. “Dicen muchos indios —anota el cronista— que está[n] todavía [vivos] […] que todavía creen que han de salir de allí en algún tiempo […] que ha de volver el rey [los reyes], […] y que está[n] vivo[s], lo cual se ha de creer que es mentira y fábula”. Pero los indios no lo tenían por tal; era verdad. En la sierra la vitalidad de Nezahualcóyotl resulta hoy obvia. 6

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Curiosamente, también en el pueblo texcocano de Tepetlaoxtoc, asentado en la región de la llanura, el personaje de la Reina Xochitl continúa en la memoria colectiva y aparece actualmente en la celebración teatralizada de la mayordomía de los tlachiqueros asociada con el pulque (Ramírez Cortés, 2010).

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Su obra revela la presencia del pasado en el presente o, más precisamente aún, una concepción que liga la actualidad temporal con los orígenes y hace actuar hoy día a una divinidad ancestral. Los nahuas, señalando el Tezcutzingo, cuentan cómo se bañaba el rey en las albercas; y al hablar de los manantiales explican que la Reina Xochitl vive en este lugar. El deseo mesiánico se ha cumplido íntegramente por una vía inesperada: un sincretismo endógeno que ha trabajado con materiales autóctonos; los elementos que participan en esta recreación son serranos; se trata de una elaboración cultural interna. La memoria nahua, se aprecia, es un refinado mecanismo capaz de consignar, significar y recrear simbólicamente acontecimientos, espacios y figuras históricas en el seno de la cosmovisión, logrando delinear, coherentemente, su continuidad. Este proceso continuará seguramente en el futuro incorporando otros aspectos congruentes de la historia local.

La modernidad asimilada: mercancías e individualismo en el inframundo Otra forma en que el sistema ha lidiado dinámicamente con los cambios tiene que ver con ciertos valores y presiones introducidos por la modernidad. La Sierra, se vió, ha sufrido transformaciones drásticas desde las décadas de 1960 y 1970 como la electrificación, el trazado de carreteras y la introducción progresiva de vehículos y mercancías. Lo sorprendente es que, antes incluso de que muchos de estos elementos se incorporaran a la vida cotidiana, ya habían sido asimilados al manantial. Los ahuaques se “adelantaban” en la adopción de las novedades. En 2004, un hombre de 64 años me contó que, mientras limpiaba de niño un depósito en el terreno de su padre, allá por 1950 —calculé—, había hallado un cochecito de caucho que un tesiftero avezado había entregado como ofrenda a los ahuaques. ¡En 1950, cuando en la Sierra se desplazaban tovavía descalzos y a pie! El tesiftero de entonces había empleado los materiales disponibles en esos años —láminas de caucho— para fabricar el vehículo. Hoy existen miniaturas de juguete que don Cruz compra en las tiendas, pero debe recurrir a su ingenio para confeccionar objetos insospechados: torres de la luz con mástiles, kioscos y hasta las vías de un metro subterráneo. Como ya sugerí anteriormente, es muy posible que estos objetos constituyan recreaciones de las “maquetas” prehispánicas que incluían juegos de pelota, pocitas, terrazas y escaleras. Un registro minucioso de las ofrendas permite, desde la etnografía, tomarle el pulso y evaluar históricamente en la Sierra la incorporación material de los cambios. Las miniaturas constituyen un espejo o una fotografía que posibilita documentar las sucesivas transformaciones del inframundo.

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Las mercancías y los objetos introducidos por la sociedad de consumo exigen hoy a los nahuas disponer de cuantiosos ingresos para adquirirlos, y son bienes deseados en sí mismos —en ocasiones, inútiles— por el prestigio que confieren al propietario. Una vivienda de cemento —no de adobe— rebosante de objetos modernos expresa riqueza y prosperidad. En consecuencia, los ahuaques son, por extensión, el paradigma de esta invasión mercantil en su mayor esplendor. No hay cosa nueva por extraña que sea ni por absurda que parezca que no encuentre cabida en el inframundo. Cualquier innovación material será apresada y adoptada allí, lo que revela una asunción explícita de lo inexorables y “naturales” que son los cambios. Ninguna invención es marginada de la vida serrana ni desentona con la naturaleza de un inframundo que evoluciona al compás del “progreso”. Por ejemplo, en cierta ocasión pregunté a un nahua si, además de robar con rayos la energía eléctrica de los transformadores, los ahuaques podían producirla en el manantial. Sorprendido de que alguien desconociese el proceso tan elemental y evidente de producción de la electricidad, me explicó: La corriente [eléctrica] también es de agua. Porque ¿de dónde está saliendo, a ver? ¿No está enterrado hasta adentro lo que mantiene la luz? [indicaba los postes con cables que recorren los pueblos] ¡Ahá! Porque hace contacto contra la tierra. La tierra y el agua. ¿Cómo? ¿Cómo va a haber luz? Es una parte de corriente y una parte de agua. ¡Sí! ¡Porque no crea que nomás pura tierra, no! Es tierra y agua.

Los ahuaques —concluyó el vecino— no la producían pero podían robarla fulminando los postes. La electricidad era afín a los elementos que constituían el mundo de los ahuaques y resultaba absolutamente coherente con su esquema; no era algo ajeno y perturbador. ¿Qué había de extraño en una fuerza que surgía de la combinación subterránea de la tierra y del agua? Era un elemento telúrico que lógicamente encajaba con la composición del inframundo. La teoría nahua de la electricidad que ofrecía este ejemplo es muy significativa: revela la manera espontánea en que el pensamiento indígena pone en juego principios explicativos existentes y actúa sobre un caso concreto para dar sentido a la novedad. No hay contradicción, sino un sencillo ejercicio mental, bastante espontáneo, que explica y reconcilia con lo existente el elemento, para nosotros, ajeno. Varios ejemplos de este tipo pueden encontrarse en la etnografía. Por otro lado, y unido a esta introducción de elementos y mercancías foráneos, está la exposición de los serranos a los valores “modernos”. La sociedad capitalista y globalizada tiende a propiciar el individualismo como principio ético necesario para su funcionamiento y desarrollo. Y algo que desconcierta a un serrano de un citadino desde el comienzo es precisamente esto, su sorprendente autonomía, su iniciativa radical, su desenvoltura al pretender hacer las cosas “solo”. Este modo de proceder es

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esencialmente opuesto a la manera serrana de conducirse, que implica colaborar con otros y constituir personas relacionales.7 Pero este individualismo foráneo que resulta tan estridente con la lógica nahua, tan distanciado de su noción de persona, no les es ajeno por completo. Desplazado de la vida social, halla un lugar para prosperar en el inframundo. Porque cabe destacar que, en este sentido, los ahuaques son sólo parcialmente nahuas. Crean vínculos recíprocos, sí, generan intercambios, responden a consignas paternas o trazan lazos de compadrazgo, pero su depredación y su rapacidad insaciables son moralmente no-serranas. Los ahuaques son más proclives que los nahuas a satisfacer sus deseos ignorando las convenciones sociales e incurriendo en acciones extrañas —que una mujer ahuaque despose a su marido y no viceversa, por ejemplo—. Por eso los nahuas los consideran “caprichosos” y los dotan de una capacidad de agencia y de iniciativa individual mayor que la suya, dispuesta siempre a ignorar los preceptos de convivencia estipulados. Una mujer lo explicó del siguiente modo. Opuso la conducta de los ahuaques a la de los difuntos humanos ordinarios, llamados “almitas”, diciendo que los primeros eran “más directos”. Así quería destacar una diferencia radical: si con las “almitas” era sencillo relacionarse, pues venían cada año a su casa en Día de Muertos para ser alimentadas por los vivos, los ahuaques eran rapaces y agresivos —“no esperan que se lo des, te lo quitan”, agregó—. “Almitas” y ahuaques eran para ella humanos —ambos derivan de distintos componentes anímicos de la persona: las almitas son el “alma-corazón” o animancon que sobrevive al morir un nahua y los ahuaques espíritus desencarnados en vida de la persona—. Pero su humanidad difería: las “almitas” eran más humanas que los ahuaques, al menos moralmente. Los ahuaques eran “individualistas”, algo que resta grados de humanidad para los nahuas. Que el modelo étnico del espíritu ahuaque sea el del “mestizo” —vestido de charro, armado con un látigo, rodeado de riquezas—, que actúa de modo egoísta y se procura sin contemplaciones lo que precisa, sugiere esta idea. Si los muertos ordinarios son estrictamente humanos, los ahuaques son humanos mestizos, “serranos güeros”. Los muertos son humanos recíprocos, y los ahuaques, depredadores agresivos. Las formas de actuar no-nahuas encuentran un eco en el inframundo; no se trata de comportamientos inventados. Así pues, los valores del mundo moderno y del manantial parecen corresponderse, y es allí donde los nahuas sitúan la ética capitalista y le dan sentido. Lo ajeno se asemeja considerablemente al mundo acuático de la Sierra. La independencia, la acción individual orientada a fines más que a personas, el trato “agresivo” que los nahuas censuran de los modales de la ciudad de México, forman parte del inframundo. Al fin 7

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Véase el estudio de Roger Magazine, que muestra cómo esta forma relacional de concebir a las personas domina también en las comunidades consideradas como más “mestizas” de Texcoco (Magazine, 2011).

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y al cabo las víctimas de los dueños del agua, durante el proceso en que son tratadas, se conducen en su vida ordinaria de igual manera —“quieren y exigen”, “gritan”, “son irrespetuosas”, “rompen cosas” o caminan impetuosas y altaneras, “soberbias”—. Las personas curadas lo hacen también algunos días hasta que recobran el modo normal de conducirse en la tierra (véase el ejemplo de Juan). El protocolo seguido por el tesiftero con los ahuaques ofrece pautas de cómo es posible afrontar y manejar o conjurar dichas conductas. Si el individualismo foráneo es agresivo, existen formas locales de revertirlo, maneras nahuas de manejar el egoísmo y la rapacidad para transformarlos en situaciones inocuas. Volvamos ahora a las preguntas con las que comienza el capítulo para ofrecer una respuesta. ¿Estamos ante una cosmovisión vigorosa y activa o ante un complejo decadente? ¿Son los ahuaques y el tesiftero instancias en extinción o un sistema dotado de larga vida? Parece obvio que la cosmovisión serrana constituye un sistema dinámico y adaptante, pues se transforma y se recrea internamente. Construida esta cosmovisión sobre una tradición de larga duración, está provista de una lógica interna que le permite repensar lo propio y adoptar lo fornáneo, incorporar nuevos elementos o recrear los antiguos, pero sólo si resultan coherentes con la conceptualización general cósmica de los nahuas.8 No obstante, para completar esta respuesta es preciso estudiar a continuación la reproducción social del sistema, es decir, su transmisión cotidiana.

Infancia y transmisión cultural9 ¿Se reproduce el complejo en la actualidad? Y si es así ¿cómo pasa, cómo se vierte socialmente de una generación a la siguiente? ¿Cuál es el proceso por el cuál los saberes míticos se transmiten y se difunden? La respuesta a estas preguntas vino por una vía indirecta, es decir, siguiendo un procedimiento que en un principio trataba de afrontar otro problema. Al comenzar mi investigación muchos adultos afirmaban que con la introducción de la luz eléctrica y el 8

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Esta plasticidad de la lógica local está en sintonía con el concepto de “núcleo duro” que López Austin (2001: 58-64) propone como motor de transformación y continuidad de la cosmovisión mesoamericana Muchas de las ideas presentadas en los apartados sobre transmisión y educación infantil fueron discutidas con Barbara Rogoff y Ruth Paradise en el marco de las reuniones del University of California Presidential Workshop on Intent Community Participation, celebradas en 2006, 2007, 2009 y 2010. Agradezco a ambas investigadoras sus finas observaciones y comentarios. Agradezco también a Barbara Rogoff las facilidades brindadas para obtener la beca núm. 0837898 de la National Science Foundation de Estados Unidos que me permitió analizar, y redactar con detalle, parte de los materiales recogidos en campo.

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agua potable la pretérita noción de “espíritus del agua” resultaba obsoleta. En un discurso que parecía reflejar el planteamiento teórico de los propios antropólogos, los nahuas sugerían que el proceso de transformación económica había implicado una eficaz secularización. Pero ciertos indicios apuntaban en otro sentido. Así fue como acudí a los niños que, según había comprobado, tenían un exahustivo conocimiento de la vida comunitaria. Comencé a realizar cuestionarios en una escuela de Santa María a los alumnos de entre 10 y 13 años basándome en la etnografía previa reunida sobre el terreno. Estos cuestionarios poseían cuatro secciones temáticas y progresivas: la primera trataba sobre los familiares con los que el niño se relacionaba cotidianamente y con los que compartía el espacio doméstico. Considerando que el sistema de parentesco nahua acentúa la residencia virilocal, así como la vecindad de los parientes patrilineales en terrenos heredados por el abuelo (véase el capítulo 2), este hecho resultaba relevante para las pautas de transmisión, y por ello, de generalización del conocimiento. El niño recibía un saber que se encontraba ampliamente extendido entre los adultos. La segunda parte del cuestionario indagaba si los niños conocían historias sobre los ahuaques y podían reproducirlas por escrito. El resultado fue una compilación de alrededor de un centenar de relatos, llenos de datos interesantes y novedosos. La tercera parte abordaba, en consecuencia, la relación entre categoría de parientes y momento del día en que les narraban las historias, lo que derivó en el inventario de una serie de circunstancias comunicativas adecuadas para la transmisión. La cuarta parte, por último, exploraba la existencia de tesifteros conocidos por los niños, pero ésta resultó infructuosa. Sin embargo, la información general contradecía significativamente los remisos y disuasorios comentarios de los adultos. El sistema no estaba desapareciendo, y los niños recibían un saber sorpresivamente amplio y preciso sobre el mundo de los ahuaques y el granicero. Como decía, este procedimiento tuvo un carácter preliminar y fue una forma de salvar el silencio inicial por otras vías. Aplicar los cuestionarios me ofreció las claves del sistema cosmológico y me permitió continuar con mi trabajo. Posteriormente, cuando reconduje la investigación hacia el mundo de los adultos, la cuestión de la reproducción del conocimiento descubierta empleando los cuestionarios pasó a un primer término. Sin buscarlo, resultó que las encuestas infantiles iluminaban dos aspectos fundamentales: el papel que desempeñaban las narrativas orales como transmisoras privilegiadas del conocimiento, y la participación integral de los niños en la vida comunitaria. Basándome en ambos afiné los cuestionarios y los apliqué a una muestra de niños bastante más amplia. Pensé que este método permitiría delinear un panorama objetivo y sincrónico de la situación en que el complejo ahuaques-tesiftero era comunicado a la generación actual. No obstante, para ello tuve que indagar primero en ambos aspectos: la tradición oral y el estatus del niño en la comunidad.

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La tradición oral Aunque existen estudios en la etnología mesoamericanista sobre la transmisión y la reproducción de la cultura, sea a través de la vida ceremonial y las expresiones artísticas (Good, 2001a; 2004a), sea de las denominadas “pedagogías indígenas” y el “saber hacer” (Chamoux, 1992), el tema no ha sido muy desarrollado y sabemos relativamente poco sobre lo que concierne al ámbito de la transmisión de los valores y las ideas. Esto puede deberse en parte a que existe una tendencia a abordar la transmisión de la cosmovisión y de los complejos míticos principalmente desde el punto de vista de la práctica ritual. Así, una vigorosa corriente teórica ha considerado los procesos ceremoniales como medios de enculturación privilegiados con los que los actores introyectan amplios conglomerados de concepciones mediante la asunción de un “modelo cognoscitivo” (Galinier, 1990a: 32-33). Desde esta concepción el ritual es considerado como “el punto de cristalización y de activación de la visión indígena del mundo” (Galinier, 2001: 456). Aunque no existen elementos contundentes que nos lleven a pensar que esto no sea así en la mayoría de los casos, sobre todo cuando se trata de comunidades indígenas donde el ritual involucra la participación colectiva de amplios sectores de la población, el postulado atestigua la escasa atención concedida al papel que, como medio de transmisión de la cultura, desempeña la tradición oral.10 No obstante lo anterior, en el caso del sistema atmosférico de la Sierra de Texcoco hay aspectos de la cosmovisión que resultan difíciles de asimilar en el contexto ritual, ya que éste se limita a las ceremonias de curación y a la manipulación ritual de la meteorología, operaciones dirigidas por ritualistas que poseen un carácter fuertemente privado y se encuentran restringidas socialmente. Exceptuando los escasos individuos que participan en estos rituales —aunque los hay efectivamente, como hemos visto en testimonios previos—, el aprendizaje sobre los ahuaques suele tener lugar por otros medios. De mis informantes serranos sólo cinco habían participado en una ceremonia de curación, seis habían hallado ofrendas en los manantiales y cuatro habían experimentado un encuentro con los ahuaques. No conseguí hablar con nadie que hubiese logrado ver a don Cruz retirar el granizo —“¡es peligroso!”, me dijeron—. ¿Cómo aprendían entonces los nahuas sobre los ahuaques? “Nos cuentan”, “se dice”, “a un vecino mío le pasó” —eran las respuestas. En este sentido, el problema central involucrado en la transmisión de los saberes míticos, como es el saber sobre los ahuaques, es precisamente el carácter “contraintui10

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Dos excepciones son los trabajos de James Taggart The Bear and His Sons: Masculinity in Spanish and Mexican Folktales (1997) y Nahuat Myth and Social Structure (1983), así como el de William Merrill Almas Rarámuris (1992), al que me referiré más adelante.

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tivo” de estos conocimientos, según el término de los antropólogos cognitivistas. El hecho de que sean creencias “contraintuitivas” implica que no pueden aprenderse por observación directa o empírica ni por inferencia de la realidad cotidiana. Pero no sólo eso; a menudo contradicen también la realidad perceptible, por eso son “contra-intuitivas”. No obstante, estos saberes contraintuitivos “pueden ser aprendidos sin ser enseñados” cuando se transmiten en contextos cotidianos y se inscriben en situaciones y representaciones ordinarias y verídicas.11 En el caso de los ahuaques, su carácter contraintuitivo se plasma fundamentalmente en el hecho de que son “invisibles” para las personas comunes. La creencia no se deriva de la observación. Y esto coloca la comunicación oral en un lugar central. La mayoría de los serranos aprende sobre los ahuaques escuchando los relatos que otras personas les refieren acerca de estos seres, es decir, oyendo anécdotas, fragmentos, historias completas, episodios terapéuticos, relatos del tesiftero, sueños, recetas médicas, etcétera, en fin, testimonios verbalizados. Así, la comunicación verbal es la manera más común por la que los habitantes de la zona son instruidos en un proceso irregular, implícito e informal que se prolonga a lo largo de su vida de manera permanente. Lo escuchado por un serrano en la infancia puede tener sentido muchos años después, al completar información fragmentaria acumulada para sacar a la luz un complejo mucho mayor, configurado más afinadamente y articulado. Un ejemplo significativo puede servir para explicar este proceso. La noche del 9 de abril de 2004 me encontraba escuchando a la madre de Juan, el protagonista del episodio terapéutico transcrito en el apartado “Un caso de curación: Juan de Amanalco” del capítulo 4. La madre narraba la historia de su hijo, que como se recordará había sido apresado por los ahuaques y había contraído nupcias con la Reina Xochitl. Absorta en su historia, alcanzó un punto en que reflexionaba en voz alta sobre cómo había logrado usar los remedios correctos cuando los dos graniceros que curaban a su hijo, don Cruz y don Enrique, se daban por vencidos. En este momento de crisis la mujer había sabido los remedios y había sorprendido incluso a los ritualistas con su conocimiento: “La señora sabe”, ahí ellos me dijeron, “¡sí sabe la señora!”, le habían dicho. Emocionada, en este punto de la narración la mujer se detuvo y, vuelta hacia su marido presente, exclamó: “¡Se me hace que ahí aprendí, viejo; ahí aprendí!” Dijo que acababa de recordar cómo cuando era niña, un granicero del pueblo había curado a su hermana del mismo modo, usando las mismas plantas, y que ante el trance de perder definitivamente a su hijo, habia “sabido” el remedio. Reflexionando en voz alta, la mujer se explicaba a sí misma, y me explicaba a mí, el proceso indirecto de transmisión-aprendizaje del conocimiento a través de enunciados sobre 11

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Para más información sobre esta forma de aprendizaje de las creencias, véanse Atran y Sperber (1991) y Sperber (2005).

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los ahuaques oídos, y en apariencia olvidados, alguna vez. “¡No me di cuenta hasta ahora!”, exclamó. Y no era la única: muchos serranos recordaban con detalle episodios insignificantes sobre los ahuaques, algunos de los cuales habían escuchado de niños. Ahora bien, este proceso pedagógico comienza, según pude registrar, en las primeras etapas de la infancia, cuando los niños se incorporan a la vida familiar y comunitaria. Por ello, para explicar detalladamente más adelante cómo tiene lugar la transmisión de las creencias a la generación actual, es necesario aclarar primero cómo transcurre la existencia cotidiana de los niños de la Sierra.

Los niños en la familia y en la comunidad: el contexto de la educación formal e informal Durante mi investigación residí con varias familias. Dos de ellas tenían niños. Una era de Santa María y la otra de Santa Catarina. Además viví de cerca la crianza de los hijos de los vecinos. Documenté la vida cotidiana de un pequeño de nueve y de una joven de doce, y la de un infante de cinco. Fue sólo una pequeña muestra de la sociedad serrana, pues las parejas de cuarenta años cuentan con un promedio de tres a cuatro hijos, y la población infantil en la zona es considerable. Los tres niños con los que viví realizaban tareas según su edad. El de cinco años acompañaba a su padre en las labores agrícolas cargando una bolsita de semillas y caminando torpemente tras él por los surcos. El pequeño de nueve pastoreaba un exiguo rebaño de borregos y la niña de doce hacía tortillas y se encargaba de traer agua del manantial. Muchas veces fui con ellos y pude comprobar la resolución y seriedad con la que se entregaban a sus labores. En el área los niños se encuentran en estrecho contacto con el medio geográfico y, desde una edad temprana, comienzan a interactuar con el paisaje, y dentro de él con los manantiales. Como se vio en el capítulo 2 al hablar sobre el concepto de infancia, los niños deben realizar toda una serie de tareas concebidas como “ayuda” prestada al grupo doméstico. Casi desde el nacimiento cooperan con su trabajo y es a la edad de seis a doce años cuando los niños empiezan a acompañar a su padre en las labores agrícolas, a sacar a pastar el ganado —ovejas, cabras, borregos— y a obtener productos forestales. En sus recorridos se relacionan con los aspectos distinguidos del paisaje y aprenden el nombre y la ubicación de los cerros y manantiales, las diferentes especies de plantas y la denominación de las viviendas y los terrenos de sus vecinos (con frecuencia en náhuatl). También reconocen los lugares sagrados del paisaje donde son depositadas ofrendas en ocasiones rituales: las cruces azules que indican los lugares de agua, los montículos de piedras blancas en cuya limpieza y arreglo participan la víspera

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del 3 de mayo (día de la Santa Cruz), etcétera. Las niñas, por su parte, tienen circuitos más restringidos y suelen participar en las tareas domésticas y recoger agua o lavar la ropa y en ocasiones los trastes en los manantiales. Son grandes conocedoras del relieve de estos lugares y distinguen con precisión los afloramientos de agua y los distintos accidentes de sus cursos. Pero niños y niñas conocen también importantes aspectos de la vida comunitaria. En el caso de los santos que se hospedan temporalmente en las viviendas, presiden las urnas en los traslados y tocan las campanillas por los caminos. Participan en las fiestas asistiendo a sus padres en la organización, y en las mayordomías vigilan la recaudación del dinero o contribuyen directamente en la elaboración de los arreglos. Un niño me explicó: He visto cómo se ayudan todos los que vivimos aquí. Haciendo juntas en la delegación organizan a los mayordomos para adornar la iglesia con frutas y flores y hacer una portada en la entrada con flores y dulces.

Otro agregó: Decomisan a varias personas o mayordomos que se encargan de la iglesia y pasan a cobrar [por las casas] para comprar las cosas necesarias; con los mayordomos se organiza también la gente para asear la iglesia.

Participar en la vida comunitaria es un requisito para la educación moral de la persona. El niño crece en una trama de deberes y obligaciones que le instan a convertirse en un nahua. El discurso pedagógico del “respeto” cumple un importante papel al respecto. Todos los miembros de la comunidad están encargados de incidir en su formación, aunque es la familia cercana la que ejerce una influencia mayor. En el seno de la familia el respeto se vuelve una actitud constitutiva. Padres e hijos sostienen un vínculo de interdependencia. En este sentido son “respetuosos” los hijos que responden con corrección a sus padres —“devuelven” las palabras recibidas—, aceptan el alimento preparado por éstos y “ayudan” en la vida doméstica cumpliendo las actividades prescritas que ya se indicaron. En pocas palabras —escribe Taggart refiriéndose a los nahuas de la Sierra Norte de Puebla—, inculcar el respeto (icnoliz) es engendrar al niño para formarle como un ser humano (tacatiliya) para que tenga misericordia (teicneliliz) gracias a la cual el niño o la niña responden con consideración y son obedientes. Inculcar el icnoliz es un acto de amor (tazohtaliz). (Taggart, 2003: 4)

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Según este mismo autor, ser respetuoso tiene que ver con el verbo icnelia, que es “hacer bien a sí mismo, hacer bien a otro”, y específicamente se relaciona con “el beneficio hecho a otros” (Taggart, 2003: 2).12 No en vano Molina traduce el verbo ixtilia como “respetar a otro” (2004: 47). El “respeto” tiene que ver con la cualidad relacional del individuo en su dimensión incluyente y constructiva.13 Pero este beneficio no implica únicamente al otro al que la persona se dirige, sino también las repercusiones que emanan de sus actos y cómo éstas pueden afectar a terceros, sea para bien o para mal. Ser respetuoso es cuidar las consecuencias de las obras a diferentes niveles, y esto hace que inculcar respeto en los niños sea tan decisivo para adecuarlos a la vida comunitaria. El niño debe comprender que sólo es “persona” si pertenece —es decir, si contribuye y entrega el valor de sus relaciones— al grupo, y el grupo puede incluir tanto a la familia nuclear como a la extensa, a los muertos, al pueblo o al grupo de las comunidades que integran la región. El respeto permite crear lazos a todos los niveles pues, emanando del individuo, involucra a su familia, a sus parientes lejanos, a la propia comunidad y finalmente a los difuntos y a las deidades. Para inculcar “respeto” los nahuas emplean sentencias morales en sus conversaciones cotidianas, que pueden adoptar la forma de breves comentarios circunstanciales o de historias más elaboradas. En ambos casos no constituyen exhortaciones formalizadas dotadas de una estructura fija. Son contextuales y surgen flexibles en los instantes apropiados. Puede recurrirse a ellas en cualquier situación siempre y cuando la intención edificante y el público se correspondan, y esto beneficia a los niños que participan en la vida serrana sin restricciones.14 Naturalmente, éste es el marco donde tiene lugar buena parte de la transmisión del complejo ahuaques-tesiftero, conocimiento de por sí relacionado con el respeto. Pero los niños tienen una educación paralela y asisten al colegio desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde. Las clases reúnen a unos veinte alumnos, separados en primaria y secundaria, que son instruidos por dos o tres maestros del pueblo o foráneos. El conjunto de las asignaturas responde sucintamente, en su didáctica y con12 13

14

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Taggart se basa en el diccionario de Frances Karttunen (1985: 220) para establecer esta correspondencia. “El respeto (mauetzotl) —nos dice Chamoux— es una calidad positiva de las personas, que un individuo tiene o no. Lo tiene si cumple escrupulosamente con sus obligaciones familiares, comunales y religiosas con cortesía y generosidad. Es un cualli tlacatl, o buena gente” (1987: 348). Indica Fortes sobre los africanos tallensi: “el proceso de educación [...] resulta inteligible cuando se reconoce que la esfera social de los adultos y los niños es unitaria e indivisible [...]. Nada del universo del comportamiento adulto se esconde a los niños o les está prohibido. Son parte activa y responsable de la estructura social, del sistema económico, del sistema ritual e ideológico [...] el niño es orientado desde el principio hacia la misma realidad de sus padres y tiene los mismos materiales físicos y sociales para su desarrollo instintivo y cognitivo” (Fortes, 1970: 205).

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FIGURA 5.1 Participación Infantil en una procesión en honor a Santa Cecilia, patrona de los músicos, San Jerónimo Amanalco

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tenido, a los parámetros de instrucción formal establecidos por el Estado y dirigidos a formarlos como buenos ciudadanos adoptando una cultura de carácter “mestizo”. Según el proceso de cambio forzado de identidad que caracterizó la política educativa mexicana desde el siglo xx,15 los maestros tienen muy claro que pretenden hacerlos “evolucionar”, alejándolos en lo posible de su condición subalterna, es decir, del mundo indígena campesino de tradición nahua. Los niños deben expresarse en español y vestir uniforme y, entre los valores que reciben en las escuelas, destaca un concepto de “respeto” muy diferente del que gobierna su existencia cotidiana. El respeto cobra en la escuela otro sentido: se impregna del contenido mestizo de tradición española.16 El maestro lo enseña a través de la disposición de las aulas y las intervenciones por turnos que deben mantener un orden basado en la jerarquía. Se impone un esquema de preguntas y respuestas, de observancia de las categorías de grado y edad, de maneras de conducirse y desplazarse que poco tienen que ver con las nociones sociales nahuas. Esta formación afecta todas las facetas del contexto escolar, desde la dinámica de enseñanza hasta el comportamiento en los recreos. Sin embargo, destacaremos dos situaciones que resultan especialmente ilustrativas. Cada lunes, a las ocho en punto de la mañana, antes de entrar en el aula, los alumnos se distribuyen formando filas frente al edificio. Éstas separan a los alumnos de primaria de los de secundaria y, en una segunda división, a los niños de las niñas. Tiene lugar entonces la ceremonia de “rendir los honores a la bandera”. El maestro ha seleccionado para la ocasión, dentro del grupo al que le toque, al niño más destacado por su comportamiento y calificaciones para que sea el abanderado. Este reconocimiento es un privilegio que se ostenta con orgullo. Enarbolando la bandera mexicana el niño recorre el patio. Suenan las marchas militares interpretadas por otros alumnos mientras todos los asistentes saludan marcialmente con la mano cruzada sobre el pecho. 15

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Escribe Robichaux acerca del “proceso de cambio forzado de identidad”: “Parecería que la idea de Manuel Gamio de que el español debía ser la vía de acceso a la civilización occidental en México se impuso de tal modo que, en el sistema escolar de la última mitad del siglo xx y en la mentalidad de los profesores, ya no había lugar para el náhuatl, ni siquiera para el recreo y mucho menos en el salón para dar explicaciones en esa lengua a aquellos chicos que tenían dificultades de comprensión de la materia. Si agregamos la presencia de la televisión que, desde fines de los setenta, se generalizó […], podemos considerar como lógicas la aceptación y la profundización en la comunidad de un sistema de valores identificado con la modernidad en el cual se confirmaba cada vez más la superioridad de la cultura mestiza nacional y la ventaja de suprimir ‘lo indio’. En el contexto de la creciente desvalorización de las actividades rurales con la imperante política nacional de la industrialización —en paralelo con el contexto local de una rápida proliferación del trabajo asalariado—, la nueva pauta quedó muy clara para todos” (Robichaux, 2005: 80, véase también la p. 95). Véase un contraste entre los valores morales nahuas y mestizos en los relatos analizados por Taggart (1983 y 1997).

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FIGURA 5.2 i os en el patio de una escuela ensayando para la fiesta de fin de curso

No es difícil descubrir en esta representación estereotipada de carácter militar los signos del respeto mestizo. Reina la jerarquía en todos los niveles: las filas atienden a las divisiones por grado escolar y sexo, cada semana preside el acto una clase, en ella un niño es ensalzado por su comportamiento adecuado y sus méritos para que cargue la bandera y recorra el recreo. Las marchas militares ritman el paso. La bandera, el emblema de la identidad nacional, es reverenciada como símbolo máximo de respeto. El acto tiene evidentes repercusiones para los niños: una noción muy estereotipada y precisa de conducta es aplicable a todas las situaciones en el seno de las escuelas. El respeto mestizo rige el colegio.

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Otro ejemplo. Todo el año los niños han estado sometidos a diversas manifestaciones del mismo principio. En junio llega el fin de curso. La ceremonia de clausura es un acto importante. Los alumnos ensayan coreografías para representar un “bailable” ante sus padres. Una de estas escenificaciones, registrada en Santa María, ofreció material muy interesante. Los niños lucían camisa y calzón blancos y las niñas trenzas y faldas, calzando todos huaraches (sandalias). Se habían convertido en “inditos”. Habían asumido en un disfraz los rasgos identitarios que el pensamiento mestizo confiere unilateralmente a los indígenas, proyectaban la mirada del “otro” sobre sí mismos. El maestro aparecía muy orgulloso y los padres encantados. “Mira mi hija qué linda —dijo una madre—: me costó bastante hacerle las trenzas”. Observé sorprendido. No lograba entender lo que ocurría. ¿Los nahuas serranos disfrazados de nahuas? ¿Vestidos de indígenas como si fueran mestizos? Sin duda era un acto moderno: sólo un no-indígena podía adoptar ese disfraz caricaturesco para jugar a ser, durante un rato, “indio”. Actuando así representaban a los indígenas de otras áreas, ellos ya no lo eran. Desconcertado, acudí a los adultos con mis dudas. Y aprendí lo siguiente: la escolarización se ajusta al deseo de la mayoría de los padres de que sus hijos estudien e ingresen en la universidad o en los conservatorios de música de la capital. El de músico es un trabajo bien pagado y confiere un estatus social considerable. Asistir a la escuela, por tanto, también. Pero además, la educación formal se considera muy útil: proporciona formas de conducta para valerse en el medio urbano, palía la discriminación étnica y separa al niño de la imagen del “indio”, tan estigmatizante para los serranos que han aprendido a ocultar el uso del náhuatl desde hace tiempo y avanzan ahora decididos, al menos exteriormente, a convertirse en “mexicanos” modernos. Su actitud revela en gran parte el deseo de no ser censurados socialmente dentro y fuera de sus comunidades con términos despectivos. Quizá un foráneo podría ver en esta “doble educación” una contradicción evidente, pero en realidad no lo es. No existe oposición insalvable entre la educación indígena del respeto y la formación escolar desindianizadora. Ambas son usadas con distintos propósitos. La escuela brinda pautas que permiten actuar hacia fuera, mientras que los valores indígenas se exigen en la existencia serrana interna. Además, a un nivel profundo el respeto nahua no puede cuestionarse porque es algo “natural”, “dado”, constitutivo de la persona y no fácilmente objetivable. La educación del respeto ejercida a través de los hechos y los relatos constituye la vida del niño, es en sí su infancia. Fuera de la escuela, el niño “pertenece” a distintos parientes que ejercen sobre él una presión moralizadora.

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FIGURA 5.3 Saliendo del colegio, San Jerónimo Amanalco

El papel de los parientes en la transmisión del conocimiento ¿Cómo se reproduce entonces el conocimiento sobre los ahuaques? ¿Lo adquieren los niños actuales? Partiendo de la compleja pedagogía serrana diseñé nuevos cuestionarios. En 2004 y 2005 visité tres centros de primaria —dos de Santa María y uno de Santa Catarina— y apliqué una encuesta de 47 preguntas repartidas en tres secciones. La primera sección sondeaba la composición del grupo doméstico —parientes corresidenciales, patrilíneas, actividades económicas—; la segunda preguntaba historias sobre ahuaques y graniceros, y la tercera exploraba las situaciones cotidianas en que los niños socializan con los adultos y escuchan historias. La muestra incluía 167 escolares, niños y niñas de los últimos cursos, de entre 10 y 13 años, pero ofrecía información sobre una población bastante mayor, unos mil parientes. Al sistematizar el resultado surgieron patrones generalizables en toda el área y congruentes con lo que había observado en el trabajo de campo. Veámoslo.

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El 97.3 % de los niños, la casi totalidad, poseía un conocimiento general sobre los ahuaques, conocía su aspecto, su comportamiento y los lugares donde habitan. El 30.6 % sabía que existían especialistas rituales asociados a los “dueños del agua” llamados graniceros —aunque ignoraban el término náhuatl de tesiftero—. Tras esta apreciación inicial, ciertas preguntas iluminaban el proceso de transmisión. Estas preguntas ponían en relación las historias sobre los ahuaques que sabía el niño con los parientes del grupo doméstico y los momentos del día en los que las escuchaba. Las respuestas a estas preguntas asociaban los narradores con los contextos, relacionaban parientes del niño, actividades y horas del día. Ofrecían regularidades en varios aspectos. Reparé en que existía un orden recurrente cuando el niño indicaba los parientes que le contaban historias y las circunstancias comunicativas. Había, en suma, patrones implícitos en la transmisión, que se repetían significativamente. Por orden de importancia, el sujeto que ocupaba el primer lugar en la transmisión de los relatos era comúnmente el padre (92.5%). En estos casos la narración tenía lugar por la noche antes de que el niño se fuera a dormir, durante el desayuno, y en menor medida durante la comida o cuando ambos trabajaban juntos. Al padre le seguía el abuelo paterno (en un 86.8% de los casos), quien refería las historias al niño por la noche, durante la cena o antes de que el niño se fuera a dormir, y durante el desayuno. Después se encontraban el tío y la tía (en un 82%), que narraban los episodios principalmente en el desayuno o, en menor medida, durante un amplio espectro de situaciones que incluían la comida, la noche, las visitas al manantial y los paseos. Los amigos y los hermanos (ambos identificados y en un 79.6%) representaban los cuartos narradores. Los amigos, por un lado, contaban relatos cuando iban al manantial, en el desayuno y en la comida; los hermanos, por otro, lo hacían casi siempre por la noche y durante el desayuno, y en menor medida cuando paseaban o trabajaban juntos. Después se encontraba la madre (en un 68.2%), que transmitía las historias por la noche y en el desayuno. La abuela paterna ocupaba el sexto lugar (un 61%) y las refería en el manantial y durante la comida. Le seguían el abuelo y la abuela materna (en un 52.7%), que relataban en distintos contextos: el abuelo en el desayuno, la comida, cuando paseaban o trabajaban juntos, y la abuela en el desayuno o cuando iba con el niño de paseo o al manantial. Finalmente, los narradores más esporádicos eran los primos (en un 41.9 %), que contaban al niño historias en cualquier momento; los vecinos (en un 26.3 %), que lo hacían por la noche y en el desayuno; otras personas de la comunidad (en un 14.9 % de los casos), para las que no se señalaban los contextos, y por último los cuñados y las sobrinas (en un 7.7 %). Este orden se repetía en los diversos cuestionarios, pese a que, como señalaron los niños, diferentes narradores se combinaran a lo largo del día. Para captar en perspectiva esta situación, véase el cuadro 5.1.

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CUADRO 5.1 Transmisión de relatos sobre ahuaques a los niños de entre 10 y 13 años de edad Cantidad Narrador

Proporción de niños (%) sobre el total

Situación

Muestra: 167 niños 1. Padre

95.2

159

noche, desayuno, comida, trabajando juntos

2. Abuelo paterno 3. Tío y tía paternos 4. Amigos y hermanos

86.8 82 79.6

145 137 133

noche, desayuno noche, desayuno, comida, manantial, paseos noche, desayuno, comida, manantial, paseos,

5. Madre 6. Abuela paterna 7. Abuelo y abuela maternos 8. Primos

62.8 61

105 102

52.7 41.9

88 70

9. Vecinos 10. Otras personas

26.3

44

trabajando juntos noche, desayuno comida, manantial desayuno, comida, paseo, trabajando juntos, desayuno, manantial, paseo noche, desayuno, comida, manantial, trabajando juntos noche, desayuno

de la comunidad 11. Cuñados y sobrinas

14.9 7.7

25 13

trabajando juntos, paseo, manantial

Fuente: David Lorente y Fernández, información de campo, 2004-2005.

De este panorama cuantitativo se desprenden varias conclusiones relevantes. En primer lugar, que no parece existir una correlación entre el sexo del niño y el del pariente que le narra la historia, es decir, que no existe una transmisión por grupos o líneas de género (del tipo las mujeres educan a las niñas y los hombres a los niños, por ejemplo). Esto se debe al papel preponderante que ejerce el sistema de parentesco nahua en la transmisión. El aspecto que domina es la corresidencia —los parientes que viven juntos— y la patrilínea —los parientes agnáticos o masculinos distribuidos en viviendas y terrenos alrededor de la casa del niño, como se vió en el capítulo 2—. El hecho de que los principales narradores sean parientes patrilineales se explica claramente: son aquellos con los que el niño convive habitualmente. La familia materna queda en otro “rumbo”, quizá en un pueblo vecino. Padre, abuelos paternos y tíos viven muy frecuentemente bajo el mismo techo o, si no, en las inmediaciones. Como el niño se desplaza a diario entre las casas haciendo mandados y como los parientes paternos acuden a la suya, está

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muy expuesto a las narraciones de aquéllos. La patrilinealidad y la corresidencia o residencia cercana condicionan entonces fuertemente la transmisión de los relatos. Los parientes y vecinos que no pertenecen al grupo doméstico cumplen una función auxiliar. En segundo lugar, la corresidencia y la convivencia con la patrilínea explica que los contextos domésticos privilegiados de transmisión sean principalmente tres: durante el desayuno, en la comida, y a lo largo de la cena o en conversaciones nocturnas. Los niños reciben las historias por la noche o durante el desayuno debido a que, o bien pasan estos momentos en otras unidades residenciales cercanas a la suya por su continuo trasiego entre ellas, o bien los parientes patrilineales vecinos acuden a desayunar, comer o cenar a la casa del niño. Esto se vincula estrechamente con el continuo movimiento de niños y parientes entre unidades residenciales que se observa en la Sierra. Algo semejante escribe William Merrill sobre los rarámuri o tarahumaras: “los temas más teóricos [...] a menudo se discuten mientras descansan los miembros de la familia, en las noches antes de irse a dormir o muy temprano por las mañanas” (1992: 98). En tercer lugar, y asociado a lo anterior, es coherente que los más importantes contextos de transmisión coincidan también con las actividades cotidianas, en especial con las domésticas, y en particular con el trabajo —en su acepción más amplia—. El niño trabaja a lo largo del día con diferentes tipos de parientes, y estas situaciones compartidas son muy propicias para la narración de las historias: un niño acompaña al abuelo a su casa para realizar ciertas tareas o ayuda a su tío paterno en algún trabajo. Al respecto, gran número de etnografías sobre comunidades nahuas de México coinciden en señalar que el compartir las actividades productivas y/o el consumo, o el vínculo social de “trabajar juntos”, resultan tan o más significativos y relevantes para sus miembros que residir conjuntamente —Good (2005a), Magazine y Ramírez (2007), Regehr (2005), Taggart (1975: 78-79)—, y esto mismo parece ocurrir en la transmisión. En cuarto lugar, es relevante que las historias que los parientes cuentan a los niños no se las cuentan a ellos exclusivamente. Más del 90% de los cuestionarios revelan la presencia activa de otros sujetos cuando el niño escuchó el relato. Las narrativas surgen en contextos domésticos en los que varios parientes participan simultáneamente en el intercambio de conocimientos. Vimos que los periodos temporales más propicios para esto son el momento antes de acostarse a dormir o de salir a trabajar o a la escuela por la mañana. Se trata de situaciones de convivencia familiar caracterizadas por el consumo compartido del alimento, expresión de la unidad y dependencia mutua de los parientes. Y además están las comidas propiamente dichas, que son por definición actos colectivos, ya que comer uno en solitario tiene connotaciones sociales negativas entre los nahuas. Las coyunturas domesticas constituyen, pues, un espacio de socialización compartido intergeneracionalmente que propicia una amplia difusión de los conocimientos verbalizados. En estos contextos, como suele ocurrir en la vida serrana, no se separa lo que se considera apto

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para los niños de las conversaciones con “temas de adultos”; no hay omisiones de ninguna clase ni “adecuaciones infantiles”. Tampoco se hacen concesiones especiales a su presencia y se habla de todo con normalidad y sin censuras. Al respecto Marie-Noëlle Chamoux explica sobre los nahuas de Huauchinango, en Puebla: “Nada, o casi nada, de la actividad de los adultos se oculta voluntariamente a un grupo de edad o a un grupo de género. Por lo que respecta a los niños, este rasgo ha sido frecuentemente señalado […] el acceso a los saberes no está protegido especialmente; se encuentra al alcance de todos bajo una sola condición: la participación en la vida familiar y comunitaria” (1992: 76). Los contextos en los que se consume comida son también momentos cargados de una intensa emotividad. En la privacidad del hogar se discuten aspectos clave de la existencia serrana y también otros relacionados con la enfermedad y con el sentido de la vida en general, como son las historias sobre los ahuaques, aunque estos comentarios adopten con frecuencia el carácter de chismes. Se cuentan anécdotas desordenadas cuya intensidad alerta a los presentes de que hay en juego información de la que deben imperiosamente enterarse. Presenciar estas sesiones me sirvió para entender las respuestas que los niños ofrecían en las encuestas. En quinto lugar, es significativo que, con un porcentaje igual al de los hermanos, los amigos ocupen el cuarto lugar en la transmisión. Esto revela que habitualmente los niños intercambian entre sí las historias que les narran sus parientes. De esta forma actúan activamente como partícipes de un proceso de enseñanza-aprendizaje en el que, al tiempo que confrontan los relatos, negocian y alcanzan acuerdos sobre el contenido y el significado de los mismos. Los amigos son una suerte de “nudos” en los que convergen grandes redes parentales de narrativas.17 A su vez, este tipo de transmisión contribuye a la homogeneización interfamiliar del conocimiento y a la generación de regularidad en el corpus teórico de los individuos. Resumiendo el panorama y dicho con otras palabras, el saber sobre los ahuaques que reciben los niños constituye un conocimiento fragmentado, disperso e irregular que no opera a través de formas institucionalizadas de transmisión. Así, frente al conocimiento teórico que los niños reciben diariamente en la escuela en un contexto de educación formal, las creencias y otros saberes míticos van surgiendo cotidianamente de manera asistemática, sin orden predecible ni regulación. Constituyen, podría decirse, una pedagogía implícita. Esta transmisión fragmentada e informal del saber también ha sido registrada por Merrill entre los tarahumaras:

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Este hecho fue uno de los motivos que me llevó a aplicar los cuestionarios en las escuelas.

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Los rarámuris no mantienen instituciones educativas formales para instruir a sus hijos en ese conocimiento —escribe—. La enseñanza [...] es en extremo informal, por lo general se realiza dentro del contexto familiar, utilizando ejemplos o en breves aseveraciones más que explicaciones detalladas. (1992: 98)

Y otro tanto ha señalado Good entre los nahuas de Río Balsas, en Guerrero, donde, según afirma la autora, muchas de las ideas y los conceptos clave acerca de los lugares sagrados, los rituales y la percepción de la naturaleza se transmiten de manera casual. No hay ninguna instrucción formal; los conocimientos importantes pueden salir en cualquier plática, inclusive en las borracheras. No sólo el investigador sino los nahuas mismos se enteran casi por accidente de ciertos aspectos de la cosmovisión si están presentes cuando se aborda un tema. (2001a: 287)

Y sobre los nahuas de Huauchinango, en Puebla, argumenta Chamoux: el tiempo y el espacio del aprendizaje no están predefinidos: cualquier momento y cualquier lugar son propicios de antemano, y son las circunstancias concretas los que los transforman momentáneamente en tiempos y espacios para la transmisión […] la duración de lo que podríamos denominar los actos elementales de enseñanza […] puede abarcar desde algunos segundos hasta varias horas consecutivas. (1992: 75)

Esta imprevisibilidad es la que explica que la transmisión del conocimiento sobre los ahuaques se encuentre disociada de su aplicación práctica inmediata. Considerando por ejemplo el hecho de que el 76% de los niños frecuenta el manantial al menos un día a la semana para jugar, y que alrededor de una quinta parte, el 16%, acude allí para realizar actividades domésticas —lavar la ropa, los trastes, recoger agua para beber o abrevar los animales—, sorpende que ninguno de ellos señale haber oído las historias, podría decirse que a modo de advertencia, al salir de casa para acudir a este lugar. No se trata de un saber de aplicación inmediata. La conversión de los relatos sobre ahuaques en conocimiento la veremos en breve.

El contenido de las historias y la naturaleza del conocimiento ¿Pero de qué historias se trata exactamente? ¿Qué clase de narraciones se transmiten? Y sobre todo ¿cómo se transforman en conocimiento en la mente del niño?

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Los relatos sobre ahuaques no son mitos ni cuentos populares, no constituyen textos sumamente estandarizados ni fijos.18 Son generalmente relatos terapéuticos, narraciones de episodios de curación. Presentan una estructura argumental recurrente y un conjunto de caracteres formales o retóricos constantes. Podrían definirse como relatos mitológicos pero ofrecen una curiosa mezcla; en ellos no es fácil distinguir lo anecdótico —o lo empírico para los nahuas— de lo maravilloso, establecer límites nítidos entre lo verídico y lo mágico. Estos relatos combinan descripciones topográficas del entorno circundante y referencias a personas nahuas concretas con la irrupción cotidiana de lo inesperado y lo sobrenatural.19 Mezclan lo visible y lo invisible, el mundo terrenal o tlalticpac con las interioridades del manantial. Se trata de testimonios o historias personales. El argumento suele ser el siguiente: el narrador o un vecino del pueblo experimenta un encuentro directo con los ahuaques. Su estructura se repite: 1) alguien de la Sierra acude a un arroyo o a cualquier curso o cuerpo de agua, 2) y pisa inadvertidamente las propiedades en miniatura de los ahuaques o a los propios ahuaques, 3) cuando regresa a su casa acusa los síntomas del “espanto” o robo del espíritu, 4) entonces descubre lo que hizo por boca de un granicero, un pariente o por los propios ahuaques que se lo dicen en sueños, 5) luego restituye los objetos rotos por nuevos y recobra el espíritu y la salud, 6) o no los restituye y muere.

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Sobre las características formales y argumentales del cuento indígena, véase Montemayor (1998). No existe una clasificación nativa específica de estos relatos; los nahuas no los asignan a un género concreto de la narrativa oral. En este sentido es útil recurrir a una observación de Taggart a propósito de lo que los antropólogos denominan “mitos” entre los nahuas de la Sierra Norte de Puebla: “la palabra ‘mito’ alberga una carga que no encaja muy bien con los relatos que circulan en la tradición oral de los nahuat de Huitzilan [...]. El problema es que las narraciones que circulan en la tradición oral de los nahuat mezclan las características que definen las clases de relatos clasificados por los flokloristas [mitos, leyendas y cuentos populares]. Desde el punto de vista de los nahuat —señala Taggart—, todos son lecciones o neixcuitilmeh con las que ‘comprenden el mundo’ tanto visible como invisible. Todos son verídicos, pero la diferencia clave es que unos tratan de personajes conocidos personalmente y otros no. Desde el punto de vista externo a la cultura de los nahuat, unos son variantes de cuentos populares [...]. Otros son testimonios o historias personales que incluyen sueños a través de los cuales un hombre o una mujer puede comprender el mundo invisible. Por lo tanto, sería más exacto introducir la palabra ‘lección’ o neixcuitil en lugar de la de mito, que posee una carga conceptual externa a la cultura nahuat” (Taggart, 2010: 124).

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Los episodios incluyen una serie de constantes: — — — —

el enclave acuático, la corporeidad del mundo de los ahuaques (que puede ser aplastado), la naturaleza hostil de estos seres (roban el espíritu), el procedimiento terapéutico (la restitución de los objetos rotos por nuevos y, en ocasiones, la intervención del tesiftero, a veces desnominado “brujo”), — y la curación o el fallecimiento de la víctima como posibles desenlaces.20

Pero también incluyen elementos variables: — la víctima involucrada (el propio narrador, un pariente, un vecino), — el escenario (un manantial, un pozo, un caño, un jaguey, etc.), — y la descripción física de los ahuaques (que son llamados con diferentes términos: niñitos, muñequitos, hombrecitos, y presentados con distintas vestimentas). CUADRO 5.2 Características estructurales del contenido de los relatos Constantes

Variables

Enclave acuático

Víctimas involucradas: narrador, parientes, vecinos

Inframundo corpóreo y material

Escenario del espisodio: manantial, pozo, caño, barranca

Hostilidad de los ahuaques

Situaciones involucradas en el episodio

Castigo de los ahuaques

Descripción de los ahuaques: denominación tama o fisonom a

Procedimientos terapéuticos: reemplazar objetos rotos por nuevos, intervención del granicero Transgresión vs. restitución Desenlaces posibles: curación o muerte de la víctima Fuente: David Lorente y Fernández, información de campo, 2004-2005.

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Si se comparan los relatos de los adultos con las narraciones que los niños incluyen en los cuestionarios se aprecian interesante diferencias. Los niños omiten ciertas secuencias de los episodios terapéuticos —los pormenores de la intervención del tesiftero, la búsqueda, recuperación y restitución del espíritu cautivo, etc.— y abstraen el contenido del episodio a su mínima expresión.

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Estos elementos constantes y variables se muestran en el cuadro 2. El tema central de los episodios —expresado en las vajillas de barro que la víctima quiebra y debe reponer— es claro y enuncia que los equilibrios alterados deben ser restituidos. Esta moraleja de la restitución está estrechamente relacionada con el concepto de “respeto”. El proceder sin respeto origina castigos, la muerte o la transformación ontológica del transgresor en ahuaque. Según Taggart (1983), entre los nahuat de la Sierra Norte de Puebla el destino de quienes proceden sin respeto no puede ser otro que su aniquilación por las fuerzas de la naturaleza. Algunos ejemplos sirven para entender el tipo de información que reciben los niños. A continuación se muestran algunas narraciones tal y como las reprodujeron los niños en los cuestonarios (la transcripción es literal y mantiene los errores ortográficos del material original): Bueno [,] mi papá me dijo que una ves un señor le conto a mi papá lo que le avia sucedido. Una ves el señor venia por el manantial y que vio como los duendes estaban jugando [;] el no pudo ver los juguetes y piso un juguete [,] no le importo y se fue a su casa, en la noche se sentia mal y tenia mucha calentura el nadie lo podia curar, hasta que lo llevaron con un brujo y el lo curo y le dijo que vaya a dejar juguetes para que le perdonaran y jamas se volvio a enfermar. (Norma Hernández Cornejo, 12 años, sexto de primaria) Una señora que queria sacar su borego del pozo escucho que rompia algo[,] no le tomo importancia y se fue a su casa [;] entonces en la noche soño q’ un duende le decia q’ tenia q’ pagar la puerta q’ les habia roto sino no se iba a curar [,] entonces la señora lo hizo y ya no se sintio mal. (Iván Clavijo Martínez, 12 años, sexto de primaria) Había un señor llamado Juan [que] y ba al monte [,] un dia fue’ al monte y le agarro el agua [,] se atajo en un arbol [,] cuando paso ya se hiba y piso un charco [,] hay eestaban los duendes [;] el señor piso sus trastes y los duendes se enojaron mucho [;] el señor llego a su casa y se puso muy enfermo y murio [,] dicen que los duendes hicieron eso. (Samantha Isabel Soto Velázquez, 10 años, quinto de primaria) Aqui en el pueblo hay una pequeña cascada donde dicen que hay duendes y que una ves una niña fue en la tarde [y] se tardo tanto que la tuvieron que ir a traer [,] la llevaron al doctor y disen que tuvo contacto con los duendes [.] al otro dia llevo fruta y sus juguetes [,] cuando la fueron a buscar estaba sola y estaba como burlandose. (Erica Alejandra Martínez Herrera, 11 años, quinto de primaria)

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La diferencia entre los elementos constantes y variables es clave, pues confiere al relato el estatus de verdad y lo hace pedagógicamente eficaz. Ya se vio que las llamadas creencias “contraintuitivas”, como son las de los ahuaques, no pueden deducirse de la experiencia empírica y, para transmitirse, deben inscribirse en enunciados y en contextos cotidianos. En los relatos que los niños escuchan de los adultos, los principios constantes albergan la carga mítica. Los principios variables les confieren a los primeros verdad. Gracias a ellos los relatos acrecientan su dimensión verídica y se transforman en descripciones y en testimonios de sucesos “reales”, y los relatores se convierten, en consecuencia, en testigos. ¿Pero cómo? Mediante el uso de “marcadores de verdad”, es decir, de ciertos recursos formales tomados de la realidad circundante como pueden ser el nombre personal de las víctimas, ciertos elementos topográficos conocidos, la denominación concreta de un manantial o un paraje, etc. Pero también una categoría de marcas verbales del tipo “dicen”, “se cuenta”, “mi mamá vio”, “aquí en el pueblo hay…”, etc. Con estos marcadores la verdad se desplaza de las circunstancias “reales” y “objetivas” al contenido mítico de los relatos. Se desliza del contexto verídico del episodio a sus entresijos y a los sucesos. Los niños saben que son reales, que son ciertos, pues todo en ellos es conocido y próximo. Aceptada la verdad de los relatos, centrémonos en un punto. Las narraciones actúan metonímicamente y transmiten más información de la que enuncian. Merrill, que estudió la reproducción cultural entre los rarámuris del norte de México, señaló que “el conocimiento tácito y el conocimiento inconsciente incluyen ideas fundamentales que son presupuestas lógicamente por muchas otras ideas. La expresión explícita de cualquiera de estas ideas conlleva la transmisión indirecta del conocimiento tácito e inconsciente” (Merrill, 1992: 97). En otras palabras, que la información transmitida oralmente comunica conocimientos implícitos que no se manifiestan. Otro tanto señala Gossen sobre el lenguaje ritual tzotzil: Unas pocas palabras clave, acomodadas formalmente, […] transmiten más información que una simple exposición en prosa de un concepto. Cuanto mayor es el significado simbólico de un intercambio social, más condensado y redundante es el lenguaje empleado. (Gossen, 1979: 242)

En este sentido, los relatos sobre ahuaques aplican la metonimia y la sinécdoque a “una imagen para representar un universo mucho más amplio de conceptos y relaciones” (Merrill, 1992: 130). Por ejemplo, nombrar las vajillas en miniatura de los ahuaques o su mera aparición en el relato sugiere el complejo moral nahua de transgresión-restitución que rige el contacto con lo sobrenatural y remite a una conceptualización de las ofrendas, pero también revela que los ahuaques son seres pequeños y que su mundo es

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análogo al nuestro; los cursos de agua evocan accesos al inframundo y aluden a complejas concepciones míticas sobre la conformación de la estructura del cosmos; el “robo del espíritu” posee implicaciones ontológicas vinculadas a la constitución espiritual del ser humano, etc. Toda una cosmovisión puede ser así transmitida a partir de un número discreto de imágenes que condensen —a la manera de los símbolos rituales dominantes de Turner (1999)— una multiplicidad de referentes. Además, estas “imágenes colectivas” coinciden con las que los nahuas emplean en el discurso ordinario y el ritual (Taggart, 1983: 1). Los niños pueden así encontrar fácilmente elementos explicativos en otros lugares, y no únicamente en los relatos que los adultos les refieren. No obstante, además de concebir las historias como complejos de elementos míticos o imágenes, debe considerarse —siguiendo a Merrill— que son “las relaciones lógicas entre las ideas [...] las que permiten la creación del conocimiento” (1992: 137). Contemplados desde aquí, los relatos constituyen una suerte de modelos de relaciones lógicas culturalmente establecidos. Dichos modelos sirven para explicarle al niño el motivo de que ciertos elementos culturales (quebrar las vasijas de los ahuaques y perder el espíritu, por ejemplo) “van juntos” —utilizando la expresión de Lévi-Strauss— y aluden a formas específicas de agrupar las cosas y los seres para “introducir un comienzo de orden en el universo” (Lévi-Strauss, 2001: 24). Al escucharlos y asumir su contenido, los niños aprenden a articular asociaciones abstractas y a establecer correspondencias, asimilando la cosmovisión no sólo como cuerpo de conocimientos teóricos sino como un operador cognitivo. De esta forma, y en resumen, más allá de transmitir información sobre los ahuaques es la lógica que subyace a los relatos la que contribuye a generar el conocimiento, pues confiere a los niños una matriz de significados a través de la cual conceptualizar y representar el mundo, percibirlo y orientar su acción en él. Los relatos no enseñan sobre los ahuaques y el complejo por repetición, por exposición reiterada a los mismos enunciados. Forman la materia prima de la que el niño extrae, mediante inferencias, una serie de principios fácilmente utilizables en diversos contextos. Constituyen los rudimentos del esquema que permite al individuo adquirir más conocimientos o profundizar en los propios, logrando un cuadro cosmológico cada vez más englobante y completo. El esquema que el niño elabora por medio de los relatos comienza a forjarse en la infancia, y va ampliándose a lo largo de la vida en un proceso constante de afinación progresiva. Este esquema cognitivo resulta fundamental: por un lado, facilita los futuros aprendizajes concertando los aspectos novedosos con los sabidos y adecuándolos para su ajuste (López Austin, 2001: 61); por otro, conforma un modelo con el que poder ir entendiendo los personajes, complejidades e interconexiones de la cosmovisión nahua.

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Que los niños serranos escuchen relatos sobre ahuaques es una garantía de que el complejo seguirá transmitiéndose y reproduciéndose, es decir, vigente en los años venideros.

Algunas consideraciones sobre los mecanismos de transmisión del complejo La transmisión del complejo a la generación actual puede resumirse como sigue: 1. En la Sierra el conocimiento acerca de los ahuaques se hace accesible al aprendizaje a través de historias, que son testimonios de episodios terapéuticos y no un cuerpo de información teóricamente elaborada. 2. Las historias se transmiten en el interior del grupo doméstico concebido en términos de filiación patrilineal —padre, abuelo paterno, tíos— vinculada a la residencia localizada en el rumbo paterno. En el espacio-tiempo específico de la narración, diferentes generaciones de parientes comparten simultáneamente el mismo conocimiento. 3. La información recibida verticalmente al interior del grupo doméstico se reproduce horizontalmente entre los niños —hermanos y amigos— de la misma generación. 4. Las historias refieren episodios concretos y los niños construyen progresivamente el conocimiento a través de un proceso fragmentado y discontinuo de instrucción. Por medio de la acumulación de elementos y de la inducción, logran abstraer inconscientemente un modelo articulado. 5. Los testimonios contienen formulaciones sobre los principios sociales axiomáticos, como el valor nahua del “respeto” que subyace al concepto de persona y fundamenta el orden cósmico. 6. Dado que los testimonios expresan nociones espacio-temporales de orden cosmológico y diversas representaciones simbólicas socialmente compartidas, pueden comunicar simultáneamente información referida a los ahuaques y una cosmovisión más amplia. 7. Sirviéndose de los ejes argumentales de los relatos, los niños asimilan la cosmovisión como un operador cognitivo, es decir, como una forma de pensamiento específica que se manifiesta en el empleo de la analogía —relaciones lógicas arbitrarias entre elementos culturales—. 8. En este sentido, las historias actúan como modelos culturales estructurantes que configuran o “educan” el pensamiento del niño, proporcionándole una matriz explicativa y cognitiva para representarse una parte del mundo, percibirlo y orientar su acción en él.

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Historias sobre ahuaques reproducidas en los cuestionarios escolares Se incluye a continuación una breve recopilación de relatos obtenidos en los cuestionarios escolares que puede resultar ilustrativa. La información fue recabada en Santa María Tecuanulco y Santa Catarina del Monte en 2004 y 2005. La transcripción es literal y mantiene los errores ortográficos del material original. Considere el lector que “duende” y ahuaque son sinónimos, y “brujo” y granicero o tesiftero equivalentes. Una vez mi abuelita encontro unos trastecitos que eran de los duendes los piso y en la noche tuvo pesadillas. (Gerardo Moreno Miranda, 12 años, sexto de primaria) Una ves un señor yba pasado por la barranca y rompio los objetos de ellos [,] los duendes se enojaron y le mandaron una maldición, el señor a un tiempo después enfermo y por poco moria y una señora que curaba le dijo que era una maldición [,] el señor recordo, la señora le dijo que compusiera lo que abia echo el señor lo hiso y después se curo. (Paola Elicalde Amador, 12 años, sexto de primaria) Un dia una señora andaba lavando la ropa en un de posito y los duendes de jaron sus trastes [,] la señora rompio un plato y la señora escucho unas voces diciendo que le isiera dos platos por que sino a la ivan a matar [;] la señora mando hacer 2 platitos de porcelana y la señora llevo los platitos con los duendes. (Sandra Dulce Espejel Clavijo, 11 años, quinto de primaria) Un dia fuimos con toda mi familia al monte [,] era tiempo de chambusquinas [,] vimos un ardilla y la corretaonos y abia un oyo [,] mi hermana se metio al oyo y disen el que la curo que los duendes es[taban] comiendo y les rompio su platitos [;] tenia que ir a dejar otros nuevos [,] eso es todo. (Agustín Torres Reyes Linares, 11 años, sexto de primaria) Un dia un muchacho fue a un rio y escucho unas boses [,] fue a ver y vio a unos hombrecitos que estaban jugando en un lago [;] el muchacho se aserco y les rompio sus traste, los duendes se enojarón y le empezaron a decir groserias, el muchacho llego a su casa y se empezo a sentir mal, lo llevarón con un curandero y le dijo que los duendes le estaban haciendo mal, al día siguiente le fue a dejar unos trastes a los duendes [,] se contentarón y le quitaron el mal. (Karen Joseline Zepeda Reyes, 11 años, quinto de primaria)

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Dicen que la mama de un señor que vive por mi casa, que todos los días se iva a bañar al rio, que tenía el cabello muy largo, lo extendia en en el agua y un día la agarraron y la mataron [.] cuando su hijo la vio dicen que se volvió loco y ahora cada que se oculta el sol empieza a decir groserías [,] a beces la gente que viene se asusta [,] nosotros ya no [;] a beces pienzan que los duendes le hablan y por eso empieza a maldecir. (Erica Alejandra Martínez Herrera, 12 años, sexto de primaria) Mi mamá me dijo que hay un loquito llamado Enrique [,] dice que fue a bañarse con su mamá [,] a la mamá la jalaron de los cabellos y el niño Enrique la jalo [,] la mamá murio y enrique quedo traumado porque le dijeron que volverían por el [;] hasta orita sigue llendo a bañarse. (Yazmín Buendía Juárez, 11 años, sexto de primaria). [El “loquito llamado Enrique” es el personaje que aparece retratado en la Figura 9 del capítulo 3, y del que se habla también en la introducción]

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Epílogo Rapacidad celeste y lluvia fecundante. a vida los rayos y el uir de las esencias

Plantear una síntesis resumida del argumento de esta investigación no constituiría unas conclusiones adecuadas. Antes bien, resulta más pertinente tratar de enfocar el tema desde un nivel de mayor de abstracción, es decir, desde una conceptualización lo más englobante y totalizadora posible de la cosmología nahua. ¿Qué significa en última instancia el complejo de etnometeorología serrano?, ¿cuáles son las razones por las que ha continuado reproduciéndose hasta la actualidad?, ¿qué factores lo relacionan estrechamente con el concepto local de cultura? Puede considerarse que la concepción atmosférica serrana constituye, en última instancia, una etnoteoría nahua sobre la vida. Los elementos que la conforman, como los ahuaques y el tesiftero, y la serie de creencias y prácticas asociadas a ellos, no agotan el sentido que la noción de “tiempo” reviste para los nahuas. El “tiempo” es sumamente englobante. El sistema de etnometeorología serrano reúne ejes diversos como la noción —humana o no— de persona, los procesos de salud-enfermedad, la circulación global de sustancias, la definición de comunidad-grupo social y una amplia serie de concepciones relativas a la categorización de los seres y a la utilización de las ofrendas; se trata, en suma, de una formulación que remite a los aspectos más determinantes de la memoria histórica nahua y de la identidad colectiva. La relevancia y profundidad de todas estas concepciones locales influye en las capacidades creativas y de adaptación, y en el vigor de que da muestras hoy el sistema. Las páginas precedentes describieron con detalle este sistema; abordemos ahora el entramado de “el tiempo” desde otra perspectiva: como una etnoteoría general sobre la vida o un gran ciclo cósmico de la vida. Esta etnoteoría se encuentra articulada por distintos niveles. Para los nahuas la noción primaria de vida está estrechamente asociada al concepto de “esencias”. Todos los seres vivos y los objetos inertes para nosotros albergan para los nahuas “un doble cuerpo pero que está [alojado] adentro, que es el que les está dando vida”. Las esencias fundamentan la ontología indígena y dotan de vida. Los nahuas consideran las esencias como un “doble cuerpo” por dos motivos: porque tienen cierta consistencia material, y porque ostentan la misma forma física que el receptáculo que las contiene. En este sentido tanto las semillas destruidas por el granizo como los animales y objetos fulminados en las tormentas son buenos ejemplos de lo 225

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que constituye un cuerpo sin vida. Los seres individuales “pierden” la vida si se vacían de esencia y persisten como cápsulas huecas, restos inertes. Pero los nahuas no muestran excesivo interés por este nivel ni formulan teorías metafísicas sobre el origen de las esencias. Aunque se preocupan por el bienestar de sus parientes, sus animales y sus cosechas, en el plano de la especulación filosófica el misterio de la vida individual les resulta intrascendente. Lo que sí constituye una preocupación indígena es la noción secundaria de vida, más englobante y completa. Las esencias son inalienables y están sometidas a una continua circulación. Se caracterizan por su capacidad de cruzar umbrales ontológicos y adecuarse a otros niveles del cosmos. No se adscriben por siempre a sus cuerpos o envoltorios terrenales y pueden viajar, desplazarse generando un entramado vital más complejo. Las esencias son extracorpóreas y por eso el mundo de los ahuaques no es sino una sociedad humana desencarnada. Pero sólo parcialmente desencarnada, pues el hecho de que los espíritus posean cuerpos los hace susceptibles de morir aplastados o por consunción corporal natural (lo mismo sucede con el resto de los seres y objetos). Los nahuas tratan de comprender la interacción entre humanos “vivos” y “muertos” en la reproducción de la vida. En este nivel las esencias se relacionan directamente con la existencia global del cosmos. Conocer la dinámica atmosférica ofrece las claves para incidir ritualmente sobre ella y equilibrarla. La noción secundaria de vida y el fluir de las “esencias” se reflejan en las tormentas. Las tormentas activan dos principios opuestos y complementarios: el robo de esencias terrenas con los rayos y el granizo para restituir periódicamente los elementos perecederos del inframundo y el don de la lluvia que, en un movimiento inverso, es retribuido a la tierra para lograr su fertilidad. En esta dialéctica el desarrollo de la vida serrana posibilita la vida del inframundo y la vida de los ahuaques en el arroyo sustenta la vida terrestre. Los dos planos del cosmos son carenciales y necesitan cada uno del otro para sobrevivir, lo que origina su dependencia mutua. Consideradas con mayor abstracción, las tormentas constituyen un sistema asimétrico de intercambio recíproco de dones. El intercambio asimétrico se basa en dos principios centrales: violencia y obligatoriedad. Se trata de un sistema agonístico pues en él la reciprocidad es activada por el motor de la rapacidad predatoria. La rapacidad activa la reciprocidad de forma directa: el contradón sucede a la predación como acción

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Epílogo. Rapacidad celeste y lluvia fecundante

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que echa a andar el sistema.1 El término “razzia cósmica” adoptado en el libro destaca esta primacía de la agresión: a la rapiña divina sucederá el contradón imprescindible.2 Pero los ejes poseen valores opuestos en la jerarquía cosmológica. La lluvia, por un lado, y los rayos y el granizo, por otro, no son iguales para los nahuas. Difieren moral y cualitativamente. En este sentido no constituyen un caso aislado. Diferentes autores han explorado etnográficamente en México las cosmologías caracterizadas por un “dualismo inarmónico” en las que la interacción de principios opuestos produce jerarquía. Johannes Neurath ha documentado en la cosmología huichola una lógica según la cual “las oposiciones siempre crean una jerarquía tal que la parte de mayor rango incluye a la otra”, lo que implica que una parte “es sistemáticamente devaluada, al tiempo que la otra se enaltece” (2001: 480). Por su parte, Jacques Galinier ha señalado entre los otomíes una situación semejante, a la que denomina “dualismo asimétrico”, y que consiste en “la oposición desigual macho/hembra y la idea de sacrificio, 1

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Esta formulación parece recordar de algún modo —o más bien constituir una variante sui generis, dado que una de las partes involucradas en el intercambio depreda los bienes de la otra, además de donar—, lo que Marcel Mauss llamó prestaciones totales agonísticas o de rivalidades. “Las prestaciones totales desiguales —escribe— corresponden a un sistema de rivalidades entre gentes obligadas a la reciprocidad” (1974: 230). Y añade: “Estas instituciones desembocan en acontecimientos considerables, incluyendo formas relativas de mercado: es decir, desembocan en circuitos complejos” (1974: 230). En su clasificación de los distintos sistemas de intercambios en las sociedades tradicionales, Mauss adopta el término de “prestaciones totales” para destacar la especial naturaleza de estos intercambios, que ni son voluntarios ni puramente económicos, pero sí establecidos entre grandes colectividades. Existen sistemas de prestaciones totales de igualdad relativa y de igualdad completa, que suelen darse en sociedades de mitades complementarias. “Generalmente —escribe—, la prestación total es de valor igual; A debe todo a B, quien a su vez le debe todo a C” (1974: 228). Pero existen también “sistemas de prestaciones totales agonísticas”. Éstos actúan entre personas o grupos que intercambian dones y contradones con un carácter acusado de rivalidad y de competición, en suma, de enfrentamiento (véase Godelier, 1998: 61-64; Mauss, 1979b: 160-163). La rivalidad y el antagonismo activan el sistema agonístico; en su interior el intercambio violento de “dones contractuales” establece relaciones y nexos perpetuos. “Este maximum regular de reciprocidad indirecta puede ir muy lejos, incluso hasta la destrucción de las riquezas” (1974: 228). En el caso de la cosmología atmosférica de la Sierra de Texcoco, encontramos un intercambio de esencias terrenas —rapiñadas obligatoriamente a los hombres— a cambio de agua pluvial y terrestre fecundante —cedida libremente por los ahuaques—. La teoría nahua de Texcoco concilia una ideología del intercambio con el hecho de que la concepción del universo y de las relaciones entre los seres es profundamente agonística. El intercambio convive con la depredación o, más bien, encuentra en la depredación su condición necesaria. En este sentido, Danièle Dehouve ha visto en esta dimensión del sistema atmosférico, concretamente en lo que se refiere a la depredación que realizan los ahuaques de espíritus humanos en los arroyos, una expresión de la lógica venatoria o de cacería que parece ocultarse tras la ideología agrícola mesoamericana. Según Dehouve, la etnografía y la etnohistoria revelan “cómo un ‘modelo cinegético’ fue aplicado […] a la agricultura” en Mesoamérica (2008: 3).

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de disolución necesaria de un elemento masculino al contacto de su complemento femenino, como modo de permitir el surgimiento de la vida y de conjurar la entropía y la muerte” (1990a: 41). Es decir, que existe la primacía de uno de los elementos sobre el otro en el seno de la lógica dualista que impregna la totalidad del cosmos. En el caso de la Sierra de Texcoco es el agua —pluvial o corriente— la que posee connotaciones esencialmente positivas y la que se antepone a la destrucción producida por los ahuaques pese a ser ésta la que —según se acepta— legitima y fundamenta el sistema. El agua es enaltecida y los rayos y el granizo devaluados, aunque asumidos como vitalmente necesarios. Retornando al tema de las esencias, para los nahuas la vida está definida porque el flujo de esencias —dependiente por entero de la distribución colectiva— es finito, limitado, restringido. No parece posible reproducir esencias ad infinitum. Las comunidades de ahuaques y humanos deben compartir los recursos. Los ahuaques precisan sustancias terrenas como los propios seres humanos, y esto convierte la existencia en una lucha sin fin o en un proceso de negociación ajustado. En última instancia el caos podría colapsar un sistema cuya inestabilidad aparente resulta ordenada. Y el granicero surge como el árbitro de la vida: mantiene a las sociedades separadas para que la supervivencia mutua no afecte su vitalidad respectiva. Intercediendo ante los ahuaques, el granicero regula el flujo del clima y distribuye los recursos vitales disponibles. Ambas sociedades se nutren de semillas; aplacar con una ofrenda a los ahuaques resuelve sus necesidades sin dañar a los humanos. Así es posible preservar la vida evitando un grave estado de agresiones colectivas. Pero cierto grado de violencia es inevitable. De la muerte surge la vida. Los ahuaques necesitan en última instancia depredar para sobrevivir y entregar la lluvia a los hombres. Las agresiones pueden mitigarse pero no eliminarse por completo. No obstante, debe apreciarse que el sistema de meteorología nahua serrano no implica un simple dualismo. No nos hallamos en este caso ante un proceso lineal del tipo vidamuerte-vida. Podemos olvidarnos del tópico, tan frecuente en la etnología mesoamericanista, que separa temporalmente la vida de la muerte haciéndolas corresponder con las dos estaciones. En la Sierra de Texcoco no encontramos una suerte de dicotomía en términos de época de lluvias=muerte, época de secas=vida. Las lluvias son la verdadera época viva del año; las secas, un paréntesis de espera. Las lluvias son la vida y la muerte simultaneas, y las secas, letargo. Porque es en las tormentas eléctricas cuando el cosmos se recrea en todos los niveles y los seres viven y mueren en un movimiento alternante que parece bastarse a sí mismo —muriendo y viviendo, viviendo y muriendo—, sin principio ni fin.

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La razzia cósmica. Una concepción nahua sobre el clima. Deidades del agua y graniceros en la Sierra de Texcoco fue editado en el año de 2011 y se terminó de imprimir en el mes de enero de 2012, en los talleres de Gráfica Creatividad y Diseño, S.A., Av. Plutarco Elías Calles, núm. 1321 A., Col. Miravalle, Delegación Benito Juárez, México, D.F., C.P. 03580 El tiraje consta de 1000 ejemplares.

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