La racionalidad y la tradición frente a la posibilidad de una moral universal vinculante

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Descripción

La racionalidad y la tradición frente a la posibilidad de una moral universal vinculante Juan F. Franck (Texto modificado a partir de la presentación hecha en el Círculo de Filosofía de Buenos Aires, 10 de abril de 2010, con el título “Tradición y racionalidad”.)

En una publicación todavía reciente, que reúne conferencias y artículos posteriores al cambio de siglo, Ernst Tugendhat propone reemplazar la antigua metafísica por la antropología como «filosofía primera», en caso de que debiera haber una. En sintonía con buena parte de la filosofía contemporánea, entiende que tanto el discurso sobre el ser como sobre el deber ser remiten a la estructura de la comprensión humana, razón por la cual la ciencia del hombre y del lenguaje ocuparían el lugar que antes ocupaba la filosofía del ser. La pregunta fundamental de la antropología sería entonces: “¿Cuál es la estructura del comprender humano?”.1 La ciencia resultante adquiriría valor universal mediante la confrontación entre distintas culturas: de la propia, que es considerada en primera persona, se pasa a la ajena, tomada en segunda persona. Así nace la tendencia a la generalización y el discurso se establece en tercera persona, de modo que la pretensión de objetividad correspondería a una intersubjetividad cada vez más abarcadora. De ahí que la etnología enriquezca a la antropología filosófica.2 Tugendhat no contesta in extenso la pregunta planteada, que equivaldría a desarrollar una hermenéutica filosófica, pero ilustra su posición tomando como punto de partida el intento platónico de determinar aquello en lo que consiste el «vivir bien». Para Tugendhat, la pregunta de Platón busca una fundamentación que no sea sólo la tradición, ya que se dirige al hombre como tal,3 es decir que su respuesta ha de obtenerse a partir del mismo hombre. Aunque parece identificar la metafísica con la fundamentación por la tradición (vehículo de lo suprasensible, lo sobrenatural, etc.),4 Tugendhat ve el adversario del que filosofa menos en la metafísica misma que en la tradición, tomada inicialmente como lo históricamente dado.5 Considera que el poder vinculante de la tradición se explica porque se remite en última instancia a una revelación divina. Sin embargo, en su opinión, creer en Dios es “contrario a la honestidad intelectual”, ya que, aunque “los hombres necesitan la relación con Dios… [ésta] es irrealizable”.6 De manera bastante simplista, afirma que la desorientación en la moral se debería a que antes “estaba siempre fundada, en nuestra cultura como en otras, religiosamente o en la tradición [Herkommen] y esta fundamentación hoy ya no convence. Las morales de antes estaban fundadas en una autoridad en la que había que creer, la autoridad de un Dios o de la tradición o en ambas. Por lo tanto, eran heterónomas, no autónomas, se fundaban en una fe o en la obediencia a lo creído, no en la intuición y en el querer propios”.7 El malestar que puede sentirse en el mundo contemporáneo en cuanto a las 1

Ernst Tugendhat, Anthropologie statt Metaphysik, C. H. Beck, München 2007 (AsM), p. 40. AsM, p. 46. 3 AsM, p. 47. 4 Cfr. AsM, p. 49. 5 Cfr. AsM, p. 47. 6 AsM, pp. 192s. 7 AsM, p. 114. Hablando de Jesucristo dice que “para él la tradición no tenía ningún valor; piénsese sólo en su «pero yo os digo»” (p. 188). Es obvio que pasa por alto tantísimos otros pasajes y además la divinidad reclamada por Jesucristo. Para la relación de Jesucristo con la tradición ver Joseph Ratzinger, Theologische Prinzipienlehre, Erich Wewel, München 1982, pp. 98-104. 2

2 posibilidades de fundar una moral universal se explicaría porque no nos decidimos por una moral autónoma. El intento kantiano “de liberarse de una moral religiosa-heterónoma se habría detenido a mitad camino”,8 por cuanto es un intento de secularizar la noción de un deber universal, válido para todos los seres racionales. Pero un «deber» incondicionado no tendría sentido y sólo se explicaría como derivado de un mandamiento divino. La conclusión que saca Tugendhat es que ocuparse del comprender humano es un resultado de lo insuficiente de la fundamentación del bien por la tradición.9 Tugendhat considera que la búsqueda de una moral común debería partir de la base de que conformamos una sociedad no fundada metafísica, sino contractualmente: “Se trata de una temática que se nos impone con independencia de toda tradición, simplemente como hombres, que quieren poder vivir juntos”.10 Propone distinguir entre «moral» y «ética» para recalcar la diferencia entre una moral fundada tradicional y metafísicamente, y la nueva, fundada sobre el consejo, la prudencia, la intersubjetividad. Buscar ejemplos en la historia para la propia acción no podría tener el significado de remitirse a una autoridad, sino el mismo que tiene la etnología para la ampliación del discurso sobre el hombre y la vida buena, es decir ofrecer una mayor variedad de posibilidades de comportamiento. En una moral autónoma convincente, “los padres, en diálogo con su hijo, no tienen que recurrir a una tal identificación con un núcleo esencial metafísico”,11 con un mandamiento divino, con la razón. Insiste en la necesidad de una fundamentación intersubjetiva de la moral, cuya noción más básica sería el recíproco “estar obligado”.12 Propone una moral que parta de la visión contractualista pero que haga lugar a la compasión. La compasión sola, a su vez, no reemplaza al interés propio, ya que puede engañar o ser vencida por otro sentimiento más fuerte y no puede fundar una norma general. Los sentimientos morales serían el resultado del cumplimiento o la violación de las normas que uno ha aceptado como miembro de una comunidad. La indignación y la culpa, por ejemplo, surgen si no se cumple la norma. El altruismo, por su parte, se fundamenta en el sentimiento de simpatía, que permite “obrar en virtud de un sentimiento por el otro”.13 La conciencia se formaría en ese juego intersubjetivo, de modo que en última instancia es el sentimiento lo que explica o revela el deber moral. Este no es algo universal y absoluto, sino que significa “que uno considera bueno obrar así, es decir que uno se entiende como miembro de una comunidad”.14 Se puede ser inmoral por no tener los sentimientos morales correspondientes o por no determinarse de acuerdo a ellos. A quien pregunte por la noción de «bueno», Tugendhat responde con la definición de bondad moral de John Rawls: “Es bueno 8

AsM, p. 117. Tugendhat toca un punto álgido cuando se trata de fundamentar la bondad de las cosas y de las acciones al cuestionarse lo siguiente: “si alguien dice que se debería vivir así y asá, porque Dios lo quiere, nos tenemos que plantear la pregunta: ¿es bueno porque Dios lo quiere o Dios lo quiere porque es bueno? De modo que siempre vuelve la pregunta: ¿por qué es bueno?” (AsM, p. 48). Sin embargo, no es necesario adoptar una posición voluntarista ni tener una concepción de Dios como un ser que actúa de manera puramente arbitraria para afirmar que la bondad de una cosa depende de la voluntad divina, no en el sentido de que Dios pudiera ordenar cualquier cosa, sino en el de que la bondad de algo tiene su fuente y su origen en una decisión creadora. Cuando se trata de una fundamentación última, no hay verdadera contraposición entre la afirmación de que las cosas son buenas porque Dios las quiere y que Dios las quiere porque son buenas. 10 AsM, p. 50. 11 AsM, p. 118. 12 AsM, p. 121. 13 AsM, p. 131. 14 AsM, pp. 124s. 9

3 moralmente un miembro de una comunidad moral si se comporta como los miembros de esa comunidad moral lo exigen unos de otros”.15 Estas y otras afirmaciones de Tugendhat merecerían mayor discusión, pero mi interés es subrayar un determinado concepto de la tradición, que para el autor parece de importancia a fin de justificar su postura. Confrontarlo con el pensamiento de Josef Pieper al respecto resultará sumamente ilustrativo, por cuanto de él se derivan conclusiones opuestas en torno a problemáticas semejantes. Se vería así que la única alternativa a la propuesta de Tugendhat no es un intento de fundación tradicionalista. La cuestión se torna mucho más compleja de lo que puede parecer a primera vista y el desafío que la tradición representa para la racionalidad revela que la contraposición entre ambas es a fin de cuentas una opción poco crítica. La posición de Tugendhat, además de representar una opinión muy difundida, confirma la vigencia de lo anticipado por Nietzsche en el siglo XIX sobre el rechazo cada vez mayor que el hombre experimenta ante lo tradicional. Pero, con independencia de que se sienta o no el carácter vinculante de la tradición, cabe reflexionar sobre las implicancias de la pérdida de dicho carácter. Pieper recoge una frase de Adorno, en la que constata que “la tradición se contrapone hoy a la racionalidad”.16 Es oportuno preguntarse para qué tipo de racionalidad esa oposición es necesaria de un modo general. Por tradición suele entenderse la transmisión de conocimientos, costumbres, etc., acumulados o generados por un grupo humano determinado. Pero hay también un sentido más hondo de tradición, según el cual lo transmitido no es un resultado de la experiencia ni de la actuación del hombre en la historia, sino un mensaje cuyo origen está más allá de la humanidad en su conjunto y que es en sentido propio supra-histórico e inverificable empíricamente. Es en esta segunda acepción que se tratará de ella en estas páginas, y así es como la entienden tanto Tugendhat como Pieper, aunque su valoración, lógicamente, sea opuesta. Si empleamos el criterio de que se considera «verdadero» lo que es comúnmente aceptado por la ciencia en un momento determinado, la información contenida en la tradición debería ciertamente desecharse porque no puede ser comprobada. La forma de aceptar la tradición sería un acto de fe, pero cabe preguntarse si esto implicaría negar carácter racional a dicho acto. De hecho, la razón por la que se acepta lo traditum no es simplemente «porque ha sido transmitido», sino, como dice Pieper, “porque estoy convencido de que es verdadero y válido”.17 La participación en una tradición no está garantizada por el mero hecho de pertenecer a un pueblo o a una sociedad determinados, sino que exige un esfuerzo de apropiación del mensaje transmitido. La diferencia con la aceptación de un conocimiento fruto del esfuerzo humano está en que quien se sabe partícipe de la tradición en su sentido más profundo acepta como verdad algo que no considera resultado de la búsqueda intelectual de la humanidad. Está claro que “quien es de la opinión de que no puede en absoluto haber algo así como una «revelación» y una «palabra de Dios» … debe tenerla [a la tradición] como algo que no puede comprometer seriamente a nadie”.18 Igualmente claro debería ser que para 15

John Rawls, A Theory of Justice, § 66, cit. en AsM, p. 122. Th. W. Adorno, Ohne Leitbild. Parva Aesthetica, Frankfurt a.M. 1967, p. 29; cit. en Josef Pieper, Überlieferung. Begriff und Anspruch (ÜBA), en Werke in acht Bänden, ed. Berthold Wald, vol. 3 (1995), pp. 236-299; 258s. 17 ÜBA, p. 253. 18 ÜBA, p. 267. 16

4 quien cree en la existencia de un Dios trascendente que se ha revelado, nada más racional que prestar oídos a un mensaje que se presenta como la transmisión de esa revelación. Es cierto que lo que ha podido comprobarse ya no pertenece a la tradición en este sentido, pues quien transmite y quien recibe lo traditum no tienen experiencia inmediata de lo transmitido, sino que lo reciben ambos de la misma manera, como depositarios de un mensaje recibido como revelación divina y transmitido de generación en generación. Por otra parte, oponer la filosofía, como una empresa puramente racional, al pensamiento que acepta un tal mensaje no implica solamente un abandono de la filosofía tal como se ha practicado en la Europa cristiana durante siglos, sino un volver la espalda al modo de filosofar de los fundadores mismos de la filosofía. Tampoco los grandes filósofos griegos –Sócrates, Platón y Aristóteles– entendieron la filosofía como una ruptura con la tradición,19 de modo que, si no ha de transformarse en un criterio hermenéutico distorsivo, el tan mentando despertar de la filosofía como paso del mito al logos no hay que entenderlo como el abandono de la visión teológica, sino como el despliegue de la razón, tanto en su esfuerzo por comprender el sentido del mundo a la luz de la experiencia como por desentrañar la racionalidad presente en los relatos míticos. Por su propia naturaleza, no todo puede ser objeto de tradición. Por su propio método, la ciencia no pregunta por el conjunto de lo que existe ni por su sentido último. No sólo se restringe a un ámbito particular de lo que es, sino que se ocupa de aspectos parciales e inmediatos de esa misma realidad recortada, según resulta accesible a su propio método. Por eso mismo, su contenido es variable y no se apoya en la tradición,20 cuyo propósito no es transmitir a las generaciones posteriores el estado de las ciencias, sino un mensaje recibido desde antiguo y que atañe al sentido último del mundo y de la propia existencia. Casi se diría que la ciencia y la tradición tienen estructuras opuestas en cuanto a la transmisión de su contenido se refiere. Por razones similares, la tradición concierne usos y costumbres sólo en la medida en que éstos sean la decantación y reflejen aspectos del mensaje de esa tradición, no como su elemento principal. Pieper alude a las dificultades que encierra interpretar sin más la pérdida de estas tradiciones con la pérdida de la Tradición,21 alejándose de esa forma de toda reacción tradicionalista. Los temas de la gran tradición son entonces los que tienen significación última para la vida humana: la muerte, el eros, Dios, el juicio, etc. Son aquellas cuestiones que atañen a “la 19

Es también un mérito de Pieper haberlo puesto de relieve, en particular con respecto a Platón. Cfr. Josef Pieper, Über die platonischen Mythen, en Werke in acht Bänden, ed. Berthold Wald, vol. 1 (2002), pp. 332-374 [Sobre los mitos platónicos, Herder, Barcelona 19982]. Lo más sorprendente es que los relatos míticos que Platón aceptaba como verdaderos son los referidos a la creación del mundo por un Dios bueno, a la culpa original de los primeros hombres y al juicio después de la muerte. 20 Cfr. ÜBA, p. 291. 21 Cfr. ÜBA, p. 271, donde hace una referencia a Gadamer. En sus conferencias sobre el concepto de tradición, Jorge Gracia la aborda como una acción (costumbres, etc.), antes que como una creencia, a fin de evitar el círculo hermenéutico que resulta de la dificultad de garantizar la transmisión de un mismo contenido en un lenguaje históricamente signado. Incluso, según él, sería más apropiado entender las creencias como una especie de acción. Así, más que la conversación, la comunión sería lo que caracteriza a los miembros de una misma tradición, y de esa manera se resolverían los problemas de la comunicación, el conocimiento y la identidad grupal, tres aspectos involucrados en el fenómeno de la tradición. Su concepto de tradición queda entonces fuera de nuestro interés, ya que no tiene en cuenta la posibilidad de una revelación de origen divino y que haría de la tradición algo que a toda costa merece ser conservado y trasmitido. Tampoco atiende a este aspecto en sus referencias a la identidad de una confesión religiosa. Cfr. Jorge J. E. Gracia, Old Wine in New Skins, Marquette University Press, Milwaukee (Wisconsin) 2003.

5 totalidad del mundo y de la existencia”,22 precisamente las que distinguen a la filosofía de cualquier otro saber. Es por eso que, lejos de poder ignorar su mensaje, la tradición es objeto de especial interés para la filosofía, aun cuando su manera de interrogarse sea diferente. En efecto, el filósofo no es intérprete de la tradición; eso corresponde a la Teología. Pero en su intento de alcanzar la mayor claridad posible, a la filosofía no es indiferente el mensaje de la revelación, porque concierne justamente a su propio objeto.23 Por otra parte, sin negar este aspecto suyo insoslayable, una filosofía que se concibe exclusivamente en relación con el saber alcanzado por las ciencias, es decir la autodenominada scientific philosophy, se vuelve algo reservado a especialistas y pierde su interés para el hombre en general.24 No sólo en la interpretación, sino también en el acto mismo de transmisión, interviene un sentido crítico, de discernimiento. Al contrario de lo que podría pensarse, el hecho de que no haya progreso en la tradición, sino que consista en que alguien transmite a otro lo que ha recibido, para que a su vez lo siga transmitiendo, no hace de ella algo estático, sino sumamente dinámico y provisto de una altísima tensión. Es mucho más sencillo transmitir correctamente un conocimiento científico que transmitir inalteradamente el contenido de la tradición, el mismo que hemos recibido, de manera que siga mostrando su vigencia. En el fondo, no se trata principalmente de conservar un mensaje debido únicamente a su antigüedad, sino que están en juego dos visiones antagónicas del hombre y del mundo. En una de ellas el hombre se tiene a sí mismo por un ser cuya finalidad última es construir su morada en la tierra en compañía de otros como él de manera autónoma, ya sea como individuo o como comunidad. En la otra se concibe al hombre no como una tabula rasa, sin pasado y totalmente dirigido hacia el futuro, abandonado a una razón inicialmente vacía, que ha de construir valores, códigos y «verdades» a partir de sí misma, sino como un ser que tiene un pasado y que ha recibido algo, por lo que debe estar agradecido. Además, entiende que lo recibido por tradición no puede ser objeto de tergiversación o manipulación, según intereses del momento, tampoco bajo la excusa de mantener unida a una comunidad, de conservar la paz, etc. Una actitud así implicaría la negación lisa y llana de la tradición, bajo la apariencia de conservarla. Es por eso que el sentido de la tradición está “en que a través de la sucesión de las generaciones se conserve y se siga conservando lo que en verdad merece ser conservado”.25 Y esto no vale únicamente para el hombre individual, sino también y en primer lugar para la humanidad en su conjunto. Hay una suerte de desarraigo espiritual que no se mide por el desapego a un suelo determinado, ni tampoco por el apartamiento de determinados usos, sino por esa incapacidad de dejarse decir algo. Pieper cita en más de una ocasión una afirmación de Gerhard Krüger: “Vivimos de la inconsecuencia de no haber realmente silenciado aun toda la tradición”.26 Lo que impresiona en este pensamiento no es tanto que constata lo pronosticado por Nietzsche, cuanto que puede leerse él mismo como un pronóstico, a saber como la advertencia de que la unidad del mundo no se puede alcanzar por la vía política, económica o meramente cultural, porque esos aspectos de la vida humana, por más importantes que sean, no alcanzan a tocar las raíces de la humanidad. La idea de que una comprensión profunda entre los hombres es vana sin la referencia a una verdad acerca de la historia humana, de su origen y de su destino 22

ÜBA, p. 291. Cfr. ÜBA, pp. 294s. 24 Cfr. ÜBA, p. 297. 25 ÜBA, p. 270. 26 ÜBA, p. 298. 23

6 final, que resulte vinculante para todos los hombres, es digna de consideración. Pero sólo puede afirmarse con sentido la existencia de esa verdad, si se acepta al mismo tiempo que la humanidad es depositaria de un mensaje divino. Esta aceptación no es algo irracional, salvo que se entienda de manera apriorística la negación de la trascendencia como una condición para el ejercicio de la razón. A su vez, la apelación a un Dios, Padre de todos los hombres, no podría aceptarse como algo funcional, «útil» a fin de lograr esa unidad, salvo a condición de quitarle toda seriedad. Por eso cabe sospechar con Pieper que “[p]robablemente es una de las desgracias más grandes que suceden en este planeta, que una civilización mundial secularizada, que parece resuelta a abandonar y traicionar definitivamente el suelo de su gran tradición, empuja a todas las culturas a entregar sus propios tradita, es decir a cortar sus propias raíces, con la consecuencia de que incluso los esfuerzos más heroicos de alcanzar un «entendimiento» más hondo se muestran casi necesariamente vanos”.27 Vale la pena citar también aquí, en apoyo de esta reflexión, al escritor y pensador italiano Elémire Zolla, quien en su provocadora serie de escritos reunidos en Che cos’è la tradizione, tras denunciar la inversión de valores que supone el ideal humanitario despojado de su enraizamiento en el culto divino (la piedad de la Magdalena versus la «caridad» de Judas con los pobres), se refiere al problema del pluralismo, y por consiguiente de la posibilidad de la convivencia de todos los hombres, con las siguientes frases: “Para resolver el problema de las morales contrastantes hay que remontarse a la fuente de la vida moral, que no es la sociedad”; “multiplíquese el yo todo lo que se quiera, hasta incluir una nación o la humanidad entera: no eleva hasta la vida moral”; “el fin de la moral, superior a la moral, es la bienaventuranza (…) y las normas morales nos son proporcionadas por la Revelación para hacernos saber en qué medida nos estamos acercando a esa meta”.28 Cualquiera puede comprender la tensión inherente al concepto y a la realidad de la tradición, tensión ante la que Pieper no retrocede y que hace de la transmisión de la sabiduría recibida una tarea nada fácil y llena tanto de responsabilidad como de riesgos. El fenómeno y la realidad de la tradición no son algo estático; no consiste en una simple repetición ni en abandonar el sentido crítico, sino que implica dejarse interpelar por un mensaje que atañe al mundo en su conjunto y que no es el resultado de la propia especulación, ni individual ni colectiva. Al comentar su experiencia en la India, donde a su pregunta por el sentido de un ritual familiar recibió por toda explicación que “así se ha hecho durante mil años”, y tras constatar la desazón de la nueva generación ante semejantes respuestas, Pieper comenta: “Apenas se puede hacer algo más desesperante, por ejemplo, que responder a una persona joven que pregunta críticamente por qué y en razón de qué seguiría teniendo valor algo 27

ÜBA, p. 287. El tradicionalismo resulta una posición débil ante la tentación de instrumentalizar la religión. En efecto, si se exalta la religión por su potencial civilizador, se coloca como meta final el orden social. Pero entonces la tradición religiosa no se conserva ya por transmitir una verdad, sino por sus resultados. Esta dialéctica, en la que se confunden los intentos restauradores de las «derechas» y las fantasías revolucionarias de las «izquierdas», se encuentra ya latente en quien es considerado el padre de la moderna sociología, el Vizconde Louis de Bonald. Cfr. Robert Spaemann, Der Ursprung der Soziologie aus dem Geist der Restauration, KlettCotta, Sttutgart 19982. 28 Y unas páginas antes se lee esta lapidaria sentencia: “Ninguno vive sin la Tradición, así como es verdad que ninguno se ha creado a sí mismo. Sólo se tiene la libertad de elegir entre la Tradición revelada y la Tradición que niega al Revelador”. Elémire Zolla, Che cos’è la tradizione, Adelphi, Milán 2003, pp. 170s. y 147. Como es fácil de comprender, Zolla estaría también de acuerdo con Spaemann, citado en la nota anterior: “Saint-Simon y Fourier están ya in nuce en el discurso de Judas Iscariote” (p. 165).

7 transmitido [Überkommenes]: «es la tradición»”. Y agrega: “Quien quiere transmitir algo no debe hablar de «tradición», sino que debe preocuparse de que los contenidos que han de transmitirse, las «antiguas verdades», si realmente son verdaderas, se mantengan efectivamente presentes, por ejemplo y sobre todo mediante un lenguaje vivo”.29 Una nueva experiencia, esta vez en Japón, le confirma que donde la tradición mantiene su carácter vinculante, es decir donde se verifica el contrapunto entre filosofía y revelación, la razón se ve exigida de una manera completamente diferente y el filosofar adquiere una seriedad existencial no alcanzable de otro modo. Relata Pieper el contraste entre la erudición y exactitud con que colegas japoneses trataban a filósofos europeos, como Hegel, Heidegger y Sartre, y la encendidísima discusión que provocó su pregunta por la existencia de una tradición sagrada pre-filosófica con la que la filosofía japonesa pudiera confrontarse.30 A Tugendhat no escapa que no es simplemente la antigüedad lo que confiere autoridad a la tradición, sino su origen divino. Y tiene razón en rechazarla como algo vinculante si no acepta tampoco la racionalidad de la religión. Lo que no advierte es que la tradición, cuando es genuina, no suprime la racionalidad, sino que puede desafiarla en un sentido inimaginable. Piénsese en la exigencia a la que se ve confrontado el pensamiento de quien quiere pensar a fondo qué significa ser creatura, cómo entender una acción racional contraria a la misma racionalidad del sujeto que la realiza, cómo es posible y qué consecuencias tiene que la divinidad se haya encarnado en un ser humano sin perder nada de su infinito poder, qué sentido dar a la esperanza en una plenitud alcanzable a pesar de la ominosa presencia del mal en el mundo, qué idea hacerse de la resurrección de los cuerpos, y un interminable etcétera. Esto debería ser para la razón «autónoma» un llamado de atención y un indicio de su verdadera situación en el mundo. Es muy simplista hablar de un retroceso de la tradición en directa proporción con un avance de la racionalidad; más probable es que ambas retrocedan o avancen a la par: ni la tradición suplanta el uso de la razón ni la razón permite ignorar la tradición. Tampoco deja de ser algo apresurado, casi desesperado, identificar fundamentación metafísica y fundamentación en la tradición. Curiosamente, un tenaz defensor del concepto de tradición en la filosofía, como es Gadamer, compartiría la equiparación de la pregunta metafísica con la pregunta antropológica, más precisamente con la pregunta por el lenguaje. Lo curioso está en que el modo en que Gadamer entiende la tradición y la naturaleza del lenguaje quita todo valor a una tradición que se presente como portadora de un mensaje que ha de conservarse. La concepción hermenéutica de la tradición es un tema que no puede abordarse aquí, pero una serie de afirmaciones es suficiente para darse cuenta de lo problemático que resultaría para algunos representantes de esta corriente filosófica aceptar que en la tradición se hable de algo idéntico que pueda, y deba, ser transmitido. ¿Cómo podría hacerlo quien sostiene que “en cuanto que la tradición [Überlieferung] viene otra vez a la palabra, surge y continúa siendo algo que antes no era”?31 ¿O también lo siguiente: “la apropiación no es una mera reproducción o una mera repetición del texto transmitido, sino como una nueva creación del comprender”?32 Y esto prescindiendo de que lo transmitido no tiene por qué ser un texto. Que 29

ÜBA, pp. 249s. Cfr. ÜBA, pp. 295s. 31 H.-G. Gadamer, Wahrheit und Methode (WuM), en Gesammelte Werke, Mohr Siebeck, Tübingen 1990, vol. I, p. 466. 32 WuM, p. 477. 30

8 “toda interpretación debe insertarse en la situación hermenéutica a la que pertenece”33 no hay quien lo discuta, pero esto no es suficiente para que no pueda haber verdadera tradición de un contenido idéntico. O bien el lenguaje es capaz de transmitir inalterado un mensaje, o bien el concepto de «tradición» sencillamente carece de sentido. Tampoco la constatación de que “forma lingüística y contenido transmitido no se pueden separar en la experiencia hermenéutica”34 alcanza para ponerlo en duda, ni que sea “siempre un mundo humano, es decir conformado por el lenguaje, el que se muestra, en cualquier tradición de que se trate”.35 Esto nunca ha sido un obstáculo para quienes participan en la tradición, sino más bien un presupuesto. Que a pesar de ello, y aun conscientes de que eso mismo que ha de transmitirse pueda presentarse de manera distinta en atención a la cultura y a la ciencia de una época determinada, se busque transmitir algo, indica que aquello de lo que se reconocen testigos no es recibido como el resultado de una experiencia, sino de una sabiduría anterior a la humana y que por eso mismo se recibe como un don no merecido. A ciertos modos de entender la hermenéutica pueden aplicarse las palabras de Gerhard Krüger, por otra parte colega de Gadamer, quien afirma que “[s]e ha podido decir con gran seriedad que la moderna «pérdida de la tradición» y el «pensamiento carente de tradición» han de colocarse en el debe de la «conciencia histórica»”.36 Si no fuera porque la hermenéutica se presenta con pretensiones de universalidad, sería fácil decir que sus conclusiones se justifican por atenerse únicamente a la interpretación de textos escritos y de comprensión no evidente, y que sólo para ellos son válidos. Pero aun esto se muestra como discutible. Y queda claro que no se está defendiendo aquí un conocimiento exhaustivo, infinito, del mundo ni de un texto, como gusta oponer la hermenéutica, sino únicamente de ciertos estados de cosas fundamentales, de los cuales ninguna experiencia humana podría alcanzar una certeza suficiente, aun cuando la razón pudiera vislumbrar por momentos que así podría ser. No se trata de proponer ingenuamente un conocimiento de la «cosa en sí», pero sí una objetividad que, a pesar de variar su modo de presentación en el lenguaje realmente hablado por los hombres, se mantiene la misma. En otras palabras: si esto no es posible, si el mundo al que abre el lenguaje es cada vez distinto, entonces sencillamente no es posible una tradición sagrada. Apelar a una tradición determinada sólo podría tener un significado humanístico-retórico, pero en ningún caso tendría carácter vinculante. Un inmenso campo de estudio se abre para la filosofía del lenguaje ante la pregunta por la posibilidad de que en un lenguaje, signado ineludiblemente por la historicidad, pueda estar envuelta y encarnarse una información no sometida a esos mismos condicionamientos. Valga para cerrar estas páginas, y para confirmar al mismo tiempo que este concepto de tradición no es exclusivo de las grandes religiones reveladas de Occidente, el conocido testimonio de Sócrates, quien luego de narrar el mito sobre el juicio del alma, aun cuando la historia no le resulta totalmente evidente, puesto que su conocimiento se apoya en una creencia, no en un argumento racional, afirma que es “tanto una posición razonable como una creencia por la que vale la pena apostar, ya que el riesgo es noble”.37

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WuM, p. 401. WuM, p. 445. 35 WuM, p. 451. 36 Cfr. ÜBA, p. 251. La cita corresponde a Gerhard Krüger, “Geschichte und Tradition”, en Lebendige Wissenschaft, Kreuzverlag, Stuttgart 1948, p. 325. 37 Platón, Fedón 114 d 4-5. 34

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