La prohibición de conductas dañosas para bienes jurídicos y los principios de justicia

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Descripción

LA PROHIBICIÓN DE CONDUCTAS DAÑOSAS PARA BIENES JURÍDICOS Y LOS PRINCIPIOS DE JUSTICIA

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José Manuel Paredes Castañón Universidad de Oviedo

1) El problema de la distribución de los costes de protección del bien jurídico A la hora de discutir acerca de la justificación de las leyes penales, la argumentación político-criminal más habitual suele concentrarse exclusivamente sobre las cuestiones de (en terminología tomista) “justicia legal”: sobre la pregunta por los supuestos en los que resulta justificado, en términos absolutos, que el Estado intervenga para prohibir una determinada clase de acciones1. Sin embargo, no son estos los únicos problemas de justicia –y, por ende, morales- que es preciso considerar, si, como se debe, se trata de justificar plenamente las prohibiciones jurídicas desde el punto de vista moral. Pues, al lado de las cuestiones de justicia legal (que atienden a la relación del individuo con la comunidad política –fuente de la norma jurídica), existen también, al menos, otras que son de justicia distributiva (que se refieren a la acción del sistema político sobre los distintos individuos). Y, en fin, otras más, de justicia conmutativa (atinentes a la relación entre las dos partes del conflicto de interacción que la norma prohibitiva pretende regular). En efecto, aun en el mejor de los casos, cuando podamos decir que una acción es dañosa para un estado de cosas moralmente valioso (y que, por consiguiente, existe un bien jurídico merecedor de protección), todavía resta por justificar en realidad la razón (*)

Publicado en GIMBERNAT ORDEIG, Enrique/ GRACIA MARTÍN, Luis/ PEÑARANDA RAMOS, Enrique/ RUEDA MARTÍN, Mª Ángeles/ SUÁREZ GONZÁLEZ, Carlos/ URQUIZO OLAECHEA, José (eds.): Dogmática del Derecho Penal material y procesal y política criminal contemporáneas. Homenaje a Bernd Schünemann por su 70º aniversario, I, Gaceta Penal & Procesal Penal, Lima, 2014, pp. 53-78. 1

Justamente, sobre dichos problemas versa la mayor parte de PAREDES CASTAÑÓN, José Manuel: La justificación de las leyes penales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2013.

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por la que la mejor forma de combatir el daño haya de ser prohibir la conducta en cuestión, con toda la afectación que la prohibición produce necesariamente sobre la libertad negativa de los destinatarios de la norma. “Mejor”, aquí, quiere decir moralmente preferible. La pregunta es, pues, por qué resulta justo prohibir al sujeto hacer algo (y, con ello, privarle de parte de su libertad de acción). Por qué, en definitiva, es justo imputar al destinatario de la norma prohibitiva el coste (en términos de libertad negativa) de la preservación de la incolumidad del estado de cosas valioso. Y no, por contra, a otros sujetos (a los que en principio cabría imaginar también que se les pudiese imputar). Hay que observar, a este respecto, que no debería caerse, tampoco aquí, en una suerte de falacia naturalista, en virtud de la cual del hecho de que una acción pueda ser descrita (valorada) como dañosa se deduzca directamente –sin mediación alguna- la justificación de su prohibición. Antes al contrario, esta conclusión exige, a mi entender, un paso intermedio en el razonamiento moral: que se pueda argumentar convincentemente que no hay otras alternativas más justas. Una primera justificación para tal conclusión podría ser que la acción dañosa resultase, en sí misma considerada, siempre inmoral. Ello puede resultar plausible, en algunos casos: hay veces, en efecto, en las que parece evidente que el carácter dañoso de una conducta (para un estado de cosas valioso) implica de suyo un quebrantamiento de reglas morales por parte de quien la lleva a cabo. Sin embargo, creo que dicha inmoralidad no es una característica necesaria de las acciones dañosas, sino meramente contingente. Pues puede haber otras ocasiones en las que, al contrario, la acción dañosa sea realizada por un sujeto dentro del ámbito de lo que en principio debería ser considerada como su esfera de libre acción (su esfera de libertad negativa, en la que no caben interferencias legítimas de terceros). Por lo que, si en tales casos se opta por considerar la acción dañosa como digna de ser prohibida, ello deberá obedecer a razones distintas de la valoración moral que la misma nos merezca por sí misma. Por explicar con ejemplos simples lo que quiero decir (aun cuando, por supuesto, en la práctica los casos relevantes suelan ser más complejos): es claro que lanzar una piedra contra una persona que pasa por la calle, golpearla y herirla resulta ser una acción inmoral (por violar, entre otros, los principios morales de autonomía y de violencia mínima). Sin embargo, no lo es tanto que haya que considerar inmoral a quien lanza piedras al aire en el parque y no toma en consideración suficientemente la posibilidad (previsible o, incluso, efectivamente prevista –no existe, pues, un problema de imputación) de que los niños del vecindario se hallen escondidos entre los matorrales y puedan, por lo tanto, ser golpeados y heridos por las piedras. Si, en este último caso, se quiere argumentar que es moralmente legítimo prohibir la conducta del sujeto, no podrá aducirse sin más que la acción resulta esencialmente inmoral (¿por qué, qué

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principio moral estaría infringiendo?), sino que habrá que buscar argumentos de otra clase: habrá que argumentar que la prohibición es –aun si la acción no resulta en sí misma inmoral- la más justa de las alternativas de actuación estatal posible.

No parece, por lo tanto, que la valoración moral que merezca la acción misma por sí misma sea un punto de partida suficiente para la justificación de la prohibición jurídica, desde los puntos de vista de la justicia distributiva y conmutativa. Precisamente, es ésta la razón (moral) que permite defender, desde el punto de vista normativo, la preeminencia de las justificaciones consecuencialistas de las prohibiciones jurídicas. En efecto, si no es posible reconducir todas las acciones que parece razonable prohibir a una única categoría desde la perspectiva de la valoración moral de la acción misma, entonces cabe intentar unificarlas desde otro punto de vista: el de sus consecuencias. Se trataría, pues, de que las acciones dañosas, aunque por sí mismas (esto es, aisladas conceptualmente de los resultados a los que causalmente suelen dar lugar) merezcan valoraciones morales diversas, sin embargo, pese a ello, podrían ser vistas en todos los casos como medios aptos para producir eventos indeseables: precisamente, por provocar alteraciones en la incolumidad de estados de cosas moralmente valiosos. Debe observarse, no obstante, que la argumentación –consecuencialista- que se acaba de exponer de forma sintética, con ser correcta en esencia, resulta notoriamente insuficiente. Pues todavía no justifica de forma adecuada la razón por la que debería cargar el agente con los costes (en términos de libertad negativa) de la preservación del estado de cosas valioso. Ya que, en efecto, es perfectamente posible (y, de hecho, muchas veces no se trata sólo de una posibilidad, sino de una realidad social efectiva) imaginar soluciones alternativas a la prohibición jurídica, que protejan de forma igualmente eficaz el estado de cosas que se pretende preservar (consideremos este caso límite: en el que no hay diferencias en el plano de la racionalidad instrumental) y que, sin embargo, repartan los costes de dicha preservación de manera diferente. Es decir, no cargando todo el coste sobre las espaldas del agente. Frente a una acción dañosa que provoque un daño no irreversible (en el medio ambiente, por ejemplo), además de prohibir la conducta dañosa (la acción contaminante), cabe también buscar otras soluciones: cargar todo el coste sobre el beneficiario del estado de cosas (éste paga un tributo especial que recauda los fondos destinados a reparar el daño medioambiental), repartir el coste entre agente y beneficiario del estado de cosas (quien disfruta del medio ambiente paga un impuesto y el agente una tasa por contaminar), imputar parte del coste a terceros (a través del conjunto del sistema tributario, a través de costes –impuestos- que se repercuten en el precio del producto que fabrica el agente contaminante), o cargar todo el coste sobre el agente (a través de un seguro), pero sin prohibirle la conducta,… Prohibir la conducta

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contaminante (y, por consiguiente, cargar todo el coste sobre el agente –que, si quiere producir, tiene que garantizar que no se va a superar un cierto nivel de emisión de sustancias contaminantes) no es más que una de las alternativas posibles. Que ha de ser justificada, frente a las demás, como la más justa.

¿En qué supuestos, entonces, es la prohibición jurídica de la acción dañosa la solución más justa (para la preservación del estado de cosas valioso)? Una respuesta prototípica a esta pregunta ha sido la utilitarista: según ella, sería justa aquella prohibición que, atendidos los intereses hedonistas de todos los individuos relevantes (pongamos: de todos los individuos integrados en una comunidad política dada), produce mayor utilidad –mayor satisfacción de intereses- que cualquier otra alternativa existente2. Así, en nuestro ejemplo de la preservación del medio ambiente, la respuesta utilitarista diría: debe recurrirse a la prohibición de la acción contaminante (y no a otras técnicas de regulación del conflicto de interacción) cuando, atendidos los intereses de todos los individuos relevantes (vamos a suponer que, en el caso del medio ambiente, son todos los miembros de la comunidad política), los costes de la prohibición sean (colectivamente) menores que los de cualquier otra alternativa (impuestos, tasas, etc.).

Ocurre, sin embargo, que la ética utilitarista ha sido sometida a tan intensas críticas que, en mi opinión, no constituye hoy una teoría ética lo suficientemente sólida como para dar cobertura a los discursos de justificación de las prohibiciones jurídicas. Y, desde luego, no resulta compatible con la teoría moral que aquí se sostiene. En concreto, y dejando ahora a un lado las objeciones –en absoluto menores, no obstanteque se han opuesto al método utilitarista de valoración de intereses, de costes y de beneficios, lo cierto es que es difícil descargar al utilitarismo del reproche central de que resulta incapaz de atender adecuadamente (o, cuando menos, le cuesta mucho hacerlo) a la separabilidad de las personas3: al hecho de que, aun cuando desde el punto de vista colectivo a veces –aunque no siempre- pueda resultar indiferente quién corre con el coste de una actuación estatal, ello, sin embargo, es extraordinariamente importante desde el punto de vista moral. Y, por supuesto, lo es, aún en mayor medida, cuando, como ahora mismo, nos estamos ocupando de cuestiones de justicia distributiva: desde este punto de vista, en efecto, parece que la conclusión de que está moralmente justificada cualquier prohibición jurídica justificable desde la perspectiva utilitaria

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GUISÁN, Esperanza: El utilitarismo, en CAMPS, Victoria (ed.): Historia de la Ética, II, 2ª ed., Crítica, Barcelona, 2002, pp. 457-499. 3 NOZICK, Robert: Anarquía, Estado y utopía, trad. R. Tamayo, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, pp. 50-53; RAWLS, John: Teoría de la justicia, trad. M. D. González, 2ª ed., Fondo de Cultura Economica, Madrid, 1995, pp. 34-44.

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carece de cualquier fundamento sólido, puesto que parece atender más a razones de racionalidad instrumental que a las propiamente morales. Si esto es así, entonces es preciso recurrir a algunos principios de justicia (dotados de un contenido material claro), para poder justificar adecuadamente la completa atribución (al agente) de los costes de la preservación de la incolumidad del objeto de protección, que la prohibición jurídica de una acción necesariamente conlleva.

2) Los costes de las prohibiciones jurídicas Prohibir una acción (dañosa, en contra de un estado de cosas valioso) significa, en definitiva, atribuir un deber de conducta al destinatario de la norma. Deber que consistirá (según los casos) en el de abstenerse de realizar la clase de acción prohibida; o bien, alternativamente, algunas veces, también en el de realizarla tan sólo si, al tiempo, se llevan a cabo otras acciones, dirigidas a mantener por debajo de ciertos límites el riesgo inherente a la acción principal4. En ocasiones, en efecto, el deber de conducta impuesto por la norma prohibitiva tiene por contenido exclusivamente una abstención de acción: por ejemplo, a tenor de la prohibición jurídica deducible a partir de la tipificación del delito de hurto, está prohibido trasladar, sin consentimiento, objetos materiales del ámbito de poder de un sujeto al de otro. En otros casos, sin embargo, el deber resulta ser más dúctil: así, cuando se trata de proteger el patrimonio frente a conductas de administración inadecuada del mismo por parte de un tercero no propietario, el deber de conducta consiste, alternativamente, en abstenerse de realizar ciertas acciones (enajenar bienes, por ejemplo), o bien en realizarlas de un determinado modo. Es decir, realizarlas (la enajenación) a la vez que se realizan otras acciones adicionales (por ejemplo: de información sobre las situación patrimonial del adquirente, o de constitución de garantías que refuercen la expectativa de cobrar efectivamente el precio acordado de la enajenación) que pretenden garantizar que la principal no dé lugar a un riesgo excesivo (aquí, para el patrimonio).

La prohibición, pues, impone deberes de actuar y/o de abstenerse de hacerlo; y, a veces, una combinación de ambos. Por supuesto, el cumplimiento de tales deberes, por parte del sujeto destinatario de la norma, conlleva siempre costes (cuando menos) para él. Y, muy frecuentemente, también conlleva costes adicionales para terceros sujetos: para aquellos que, a pesar de no ser destinatarios de la norma prohibitiva, se vean indirectamente afectados por el coste asumido directamente por quien sí que lo es. Así, es obvio que la prohibición de enajenar un bien ajeno sometido a administración afecta, en primer lugar, al destinatario de la norma: el administrador. Pero, claro está, también provoca costes, siquiera sea de modo indirecto, para otros 4

PAREDES CASTAÑÓN, José Manuel: El riesgo permitido en Derecho Penal, Ministerio de Justicia e Interior, Madrid, 1995, pp. 138-150.

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sujetos, que se hallen implicados en procesos de interacción con el destinatario de la norma y que, por ello, verán alteradas sus posibilidades de interacción, al serlo –debido a la prohibición jurídica- los recursos y el poder de los que el administrador dispone. De manera que, por ejemplo, aquél que desee contratar, o sea socio, o co-propietario, o heredero, etc. junto con el administrador destinatario de la norma prohibitiva, deberá racionalmente tomar en consideración la forma en que ésta afecta a la situación patrimonial del administrador. Lo que en ocasiones significará que ciertos negocios dejan de ser posibles, o rentables, para ellos, en tales condiciones. Y esto, obviamente, es un coste, indirecto, de la prohibición, que recae sobre los mismos.

Los costes que el destinatario de la norma prohibitiva ha de afrontar, y asumir (y que, a veces, también deberán afrontar y asumir terceros sujetos, afectados de forma indirecta por la prohibición), son de tres tipos: — Una primera parte del coste que conlleva el cumplimiento de (alguna de las alternativas posibles, dentro de) el deber de conducta consiste necesariamente en la frustración de deseos. Tal es, desde luego, el sentido último de la prohibición. Pero ello, desde la perspectiva del sujeto destinatario de la norma, es visto siempre como un coste (psíquico): como frustración y, por consiguiente, como pérdida de goce (y, en el límite, como sufrimiento). Tal es el sustrato psíquico de la interferencia –aquí, de la prohibición- en la libertad negativa. — Pero, además, la interferencia en la libertad negativa inherente a la imposición del deber de conducta no sólo ocasiona frustración, sino que también posee un componente social: da lugar, en efecto, a una pérdida de poder social del destinatario de la norma. Dicha pérdida de poder se traduce en la reducción de la capacidad del sujeto para, a través de sus propias acciones, enmarcar, condicionar y dirigir las conductas de terceros. Y ello ocurre, primero, porque, de cara a él mismo (a sus propios procesos de motivación y de toma de decisiones), la existencia del deber de conducta introduce en el proceso –cuando la motivación pretendida por la norma tiene éxito- un motivo adicional, que reduce el autocontrol del propio individuo; esto es, la autonomía de su proceso de toma de decisiones. En segundo lugar, porque, de cara los demás sujetos con quienes habitualmente interactúa, la coerción inherente a la imposición del deber de conducta (bajo amenaza de sanción) da lugar a una situación en la que el sujeto destinatario de la norma ve reducidas significativamente sus alternativas de acción todavía suficientemente racionales. Y, en tercer lugar, porque, más allá de la reducción efectiva de poder que se produce (en los términos que acabo de explicar), además, el hecho de convertirse en destinatario de una prohibición jurídica lanza a la generalidad de los individuos y grupos sociales el mensaje –genérico- de que dicho sujeto se halla bajo la vigilancia del Estado y de su capacidad coactiva. Mensaje que, no poseyendo por 6

sí mismo ninguna implicación directa en términos de poder, sí que, sin duda alguna, acaba por afectar a la forma en la que cualquier individuo o grupo se plantea su interacción con el sujeto en cuestión. Por una parte, en efecto, la existencia de una prohibición y de una amenaza de sanción condiciona de forma determinante la forma en la que un sujeto racional encara sus procesos de toma de decisiones (con dos condiciones: que, en general, se trate de un individuo normalmente motivable y que, además, la función de motivación de la norma tenga éxito en el caso concreto): sus decisiones serán menos “suyas”, esto es, menos autónomas, que si la prohibición no existiese. Tendrá, pues, menos poder sobre sí mismo: porque se prohibirá a sí mismo adoptar ciertas decisiones. Por otra parte, un sujeto que es destinatario de una prohibición ve reducidas sus alternativas racionales de acción: opciones que antes podían resultar deseables se vuelven, sin embargo, excesivamente costosas cuando pende sobre ellas la amenaza de la sanción derivada de la infracción de la prohibición. Por ello, el poder que el sujeto puede ejercer sobre terceros también disminuye: ciertas conductas de imposición o facilitación del comportamiento de terceros que estarían en principio materialmente a su alcance (obligar a un sujeto a obedecer una determinada orden, por ejemplo) se vuelven demasiado costosas cuando hay que afrontar el riesgo de sanción. Pero es que, además, el mensaje normativo propio de la norma prohibitiva produce un impacto más generalizado sobre las posibilidades de interacción del destinatario de la misma: si todos los individuos y grupos sociales saben (o, al menos, pueden saber, si se interesan en ello) que un cierto sujeto tiene prohibidas determinadas conductas, su reacción racional ante ello será tomarlo en cuenta, a la hora de valorar la si deben o no actuar con él, y de qué forma. Así, por ejemplo, un empresario que sabe que su competidor tiene prohibido entrar en ciertos contratos negociará de forma muy diferente con él que si no lo supiese.

En general, pues, a través de los efectos de la prohibición jurídica sobre los procesos de interacción social (y de la toma de decisiones de individuos y grupos), se produce

un

desapoderamiento

del

destinatario

de

la

norma

prohibitiva.

Desapoderamiento que tiene lugar en beneficio de terceros: desde luego, del sujeto o sujetos que son reconocidos como titulares del bien jurídico; del aparato burocrático y coercitivo del Estado; pero, en general (aunque, dependiendo de los casos, en una medida mayor o menor), también del resto de los individuos y grupos sociales (no afectados por la prohibición). — Por fin, el cumplimiento del deber de conducta provoca también una disminución de los recursos disponibles para el sujeto, para su acción. (Aquí, el término “recursos” hace referencia a todos los elementos materiales que hacen posible la acción humana: no sólo el dinero, sino también las cosas materiales y la información.) Así, por una parte, la abstención de ciertas acciones puede, eventualmente, ocasionar una disminución de sus recursos. O, cuando menos, dará lugar a costes de oportunidad: no realizar la acción prohibida vuelve imposibles ciertos cursos de acción posteriores, lo que, con toda probabilidad, significará una menor disposición de recursos (respecto de los que se habría podido disponer, de haber actuado). Por otra parte, es evidente que, si 7

el sujeto opta –allí donde ello resulte admitido por el contenido de deber de la prohibición- por actuar adoptando las medidas de cuidado (de control de riesgos) exigidas, ello ocasionará siempre un coste directo en recursos, además de costes adicionales de oportunidad. Siguiendo con nuestro ejemplo: un administrador que, por respetar la prohibición, no enajena un bien que administra, sufrirá a causa de ello, como mínimo, un coste de oportunidad: no le será posible seguir con ciertos negocios, con lo que dejará de obtener determinados beneficios ulteriores que parecían estar a su alcance. Pero, más aún, puede que la abstención de la acción de enajenar le ocasione, incluso, daños directos: pérdida de la fianza que había entregado ya, resolución de contratos en vigor, etc. Por otra parte, si el deber de conducta impuesto en virtud de la prohibición contempla la alternativa de llevar a cabo la enajenación adoptando ciertas precauciones, y el administrador opta por dicha alternativa, entonces, cuando menos, soportará el coste derivado de adoptar las medidas de control de riesgos: pues obtener información sobre la solvencia del comprador, constituir garantías que afiancen el contrato, etc., son todas ellas actuaciones que ocasionan costes directos en términos de recursos, además de costes adicionales de oportunidad (por tiempo y por dinero, el número de operaciones en las que un administrador puede implicarse son limitadas, así que si adopta medidas de control de riesgos para asegurar una operación, deberá renunciar a otras que, en otro caso, habrían estado a su alcance).

3) La prohibición como técnica de imputación de costes La pregunta, entonces, que hay que hacerse, desde el punto de vista moral (y que, sin embargo, rara vez se formula explícitamente), es por qué puede estar justificado imponer los costes que hemos visto que conlleva la prohibición a un determinado grupo de miembros de la comunidad política (los destinatarios de la norma). Pregunta que implica no sólo una respuesta en términos globales: por qué es justo prohibir a ciertos individuos ciertas acciones, con los costes que ello conlleva para ellos, para proteger estados de cosas que benefician a terceros. Sino que exige, además, otras – complementarias- que determinen en qué supuestos, y con qué límites puede estar justificado. (Y ello, por cierto, y aunque la distinción no será explorada aquí, tanto por lo que se refiere a la prohibición misma como en lo relativo a los criterios para imputar una infracción del deber de conducta que de la misma se deriva.) Así, ya advertía antes que, en realidad, el recurso a prohibiciones conlleva siempre importantes problemas desde el punto de vista de la justicia (a pesar de que los mismos sean usualmente ignorados). Pues el hecho de que la acción que se pretende prohibir vaya previsiblemente a afectar a la incolumidad de algún estado de cosas valioso (de aquellos cuya preservación puede ser en principio tarea legítima del Estado, tanto da que sea en beneficio de algún individuo o grupo de individuos, o bien de toda

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la sociedad) y de que, además, dicha afectación revista la forma de un auténtico daño5 no son más que condiciones necesarias para que la justificación moral de la prohibición jurídica pueda llegar a existir. Pero no tienen por qué ser condiciones suficientes para ello. Ya que subiste, en efecto, la pregunta de por qué (y en qué casos, y con qué límites) está justificado cargar todo el coste de la preservación de dicho estado de cosas a ciertos sujetos. Planteado con toda crudeza, en un ejemplo que creo suficientemente demostrativo: ¿por qué se puede llegar a justificar la obligación impuesta al administrador de un patrimonio ajeno (a través de –tal es la hipótesis que se considerauna prohibición jurídica de la conducta de administración desleal culposa) de asumir los costes de información, aseguramiento, etc. que conlleva una actividad de administración lo suficientemente diligente como para garantizar de forma óptima los intereses patrimoniales del propietario? Desde luego, la argumentación no podrá consistir únicamente en alegar que el patrimonio es un estado de cosas valioso (cierto), que el Estado puede legítimamente actuar para protegerlo (también cierto) y que la conducta de administración desleal es dañosa para el patrimonio (cierto igualmente). Pues, pese a todo, seguirá subsistiendo la cuestión de por qué hay que dar tanta preponderancia a los intereses del propietario (al que se otorgan la mayor parte de los beneficios), frente a los del administrador (al que se le adjudican todos los costes). Es decir, seguirá pendiente la cuestión del efecto de la prohibición jurídica sobre la justicia distributiva y conmutativa de la situación social a la que la misma ha de ser aplicada. (Y, sin embargo, la abrumadora mayoría de los debates político-criminales sobre problemas como el que acabo de exponer se quedan –si es que llegan- en aquel primer estadio de argumentación, tan insuficiente…)

En este sentido, es importante observar que, desde la perspectiva de la justicia distributiva, la técnica de la prohibición jurídica resulta particularmente rígida, en dos sentidos. Primero, en el aspecto subjetivo, ya que en principio parece imputar siempre todo el coste de la preservación del estado de cosas valioso a algún grupo de individuos: el de los destinatarios de la norma prohibitiva. Es decir, no parece admitir un reparto de dichos costes dividido entre varios sujetos. Ello se percibe con mayor evidencia en el caso de las infracciones especiales, en los que ya el propio tenor literal del tipo que sustenta la prohibición explicita que sólo ciertos sujetos (el administrador de nuestro ejemplo) tienen un deber de conducta, en virtud de la prohibición, por lo que sólo ellos corren con el coste de preservar el bien jurídico. Pero ocurre también en las infracciones comunes: si no en el papel, sí en la realidad social, en la medida en que, de hecho, la mayor parte de las prohibiciones son vistas como relevantes –por identificarse como potenciales infractores o como potenciales víctimas- solamente por ciertos sectores de la sociedad (ni los banqueros cometen robos con intimidación ni las personas pertenecientes grupos sociales marginales realizan abusos de información privilegiada).

Esta carencia de flexibilidad del impacto distributivo de las prohibiciones jurídicas en el aspecto subjetivo puede ser, ciertamente, matizado de algún modo, por

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En el sentido que he definido en PAREDES CASTAÑÓN, Justificación, 2013, pp. 186 ss.

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cuanto que, luego, los criterios de imputación de la infracción introducen algunos límites al coste que el destinatario de la prohibición ha de asumir (e, implícitamente, con ello ciertos costes de preservación del bien jurídico acaban pasando a terceros). Pese a ello, sigue siendo cierto que, en comparación con otras técnicas de regulación de conflictos y de protección de intereses, la de la prohibición resulta particularmente rígida a este respecto. Por otra parte, la técnica de la prohibición resulta también extremadamente rígida en relación con el aspecto material del reparto de costes. Pues, en general (con algunos matices, en atención –como acabo de señalar- al efecto que los criterios de imputación producen en la limitación de la responsabilidad), en ella prácticamente todos los costes (esto es, como vimos: frustración del deseo, reducción de poder social y disminución de recursos disponibles) de la preservación del estado de cosas valioso son imputados a los destinatarios de la norma prohibitiva. De nuevo, no existe un reparto diversificado de los mismos. Para ser más precisos: como ya señalé más arriba, de hecho, hay muchas ocasiones en las que los costes derivados de la prohibición no son asumidos únicamente (aunque también) por el destinatario de la norma, sino también por terceros. Así, si un administrador de bienes ajenos asume costes (en virtud de –siguiendo con el ejemplo anterior- una prohibición de la administración desleal culposa), parte de los mismos acabarán por ser transferidos a terceros: empleados suyos, familiares, socios, etc. De cualquier forma, puede observarse que se trata en todos los casos de un reparto de costes que es fruto de la dinámica “natural” (esto es, social) de la interacción, no de un efecto predeterminado por la norma. Y, en tal medida, dicho reparto “natural” resulta tan problemático, o más, desde el punto de vista de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa, que la imputación global al destinatario de la prohibición (¿por qué, en efecto, debe un empleado de una institución de inversión colectiva soportar parte de los costes –en la forma, por ejemplo, de una reducción de salario- derivados de la prohibición que afecta a su empleador?).

En mi opinión, la característica rigidez del impacto distributivo de las prohibiciones jurídicas (todos los costes se imputan a un mismo sujeto –hasta el límite que alcanza su deber de conducta) da lugar a la posibilidad obvia de que dicho impacto resulte, además, injusto. Esto es, de que, en términos de justicia distributiva y de justicia conmutativa, se produzca un empeoramiento de la situación preexistente a la prohibición.

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4) Daños irreparables y daños reparables A mi entender, la existencia de tal riesgo debe tener consecuencias en términos de justificación moral. En concreto, creo que hay que distinguir tres situaciones completamente diferentes: — La primera situación es aquella en la que el daño que previsiblemente se derivaría de la acción cuya prohibición se estudia sea en todo caso irreparable. (O lo que es lo mismo: sólo reparable a un coste exorbitante, que no resulta socialmente viable asumir, ni siquiera de forma colectiva.) En este supuesto, y por definición, la única alternativa racional –y, por ende, moral- consiste en intentar, hasta el límite de lo posible (físicamente, aunque con limitaciones morales), evitar el daño. Y, para ello, puede estar justificado cargar todo el coste sobre el agente, a través de la prohibición de su conducta. Lo estará, de hecho, siempre que no exista una alternativa (instrumentalmente) más adecuada. Así, parece claro que en el caso del homicidio, o en el del daño medioambiental catastrófico, basta con la naturaleza esencialmente irreparable de tales eventos para que pueda estar justificada cargar al agente (que pone en peligro la vida humana, o el medio ambiente de un modo muy sustancial) con todo el coste de la preservación de los respectivos estados de cosas valiosos, prohibiendo su conducta. Para ello, será suficiente con que la prohibición sea la solución más eficaz –o menos ineficaz- para lograr tal preservación: si esto ocurre, la prohibición (de una conducta dañosa) estará ya suficientemente justificada en términos morales, resultará justa.

— La segunda situación se da cuando, aun no tratándose de daños irreparables, sin embargo, no exista tampoco ninguna otra actuación estatal posible que revista el mínimo de eficacia imprescindible para garantizar la preservación (dentro de unos límites que no sean ya francamente indeseables desde el punto de vista moral) del estado de cosas valioso. En esta segunda hipótesis, y puesto que los daños que amenazan no son irreparables, la necesidad de actuar de forma contundente para preservar el estado de cosas valioso resulta ser menor que en el caso anterior. Pese a ello, dado que –por definición- estamos ante estados de cosas que son moralmente valiosos y que pueden y deben ser protegidos a través de la actuación estatal, el hecho de que no exista ningún otro medio de protección eficaz, distinto de la prohibición jurídica, conduce, en mi opinión, a la necesaria conclusión de que dicha prohibición habrá de ser considerada como moralmente justificada siempre (siempre, claro está, que se mantenga la condición de que no existan –no resulten efectivamente accesibles- otros instrumentos

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de protección eficaces, menos lesivos para la libertad negativa de los destinatarios de la norma y, además, más flexibles desde un punto de vista distributivo). Así, puede suceder que frente ciertas conductas de individuos completamente insolventes y que, además, hayan soportado un proceso de socialización que les ha ubicado en un grupo marginado, ninguna otra técnica de protección de bienes jurídicos (ni la propaganda, ni la educación, ni los seguros, ni los precios, ni…) resulte eficaz. En tal caso, podrá estar justificado el recurso a la prohibición de sus acciones dañosas, como último recurso disponible de protección. Tal podría ser la justificación de la prohibición de comportamientos dañosos leves (como el hurto), cuando los mismos son cometidos por individuos frente a los que otras técnicas de protección no resultan en absoluto eficaces: ciertos casos de hurto, por ejemplo. (Por supuesto, ello todavía nada dice –volveré sobre ello luego- acerca de que tal prohibición deba ser de índole penal, ni de la sanción que merecerían.)

— Por fin, la tercera situación posible es aquella en la que no se den ninguna de las condiciones acabadas de exponer: que se trate, pues, de un daño no irreparable para el estado de cosas valioso y que, además, existan varias posibilidades distintas, razonablemente eficaces, para la preservación de dicho estado de cosas. En este último caso, por supuesto, en el que se van a plantear con mayor crudeza las cuestiones de justicia distributiva y de justicia conmutativa antes señaladas 6. En efecto, la pregunta que es necesario plantearse es: en tales condiciones (daño no irreparable, varias alternativas eficaces para proteger el bien jurídico), ¿por qué puede estar justificado recurrir a la técnica de la prohibición jurídica, con todo lo que la misma conlleva, en términos de interferencia en la libertad negativa de los destinatarios de la norma y –consiguientemente- de imputación de todos los costes de la preservación del bien jurídico a los mismos? ¿En qué casos, entonces, puede ser ello justo (y en qué casos no)? Como ya he venido apuntando, dos son, en realidad, los problemas de justicia que hay que examinar, por separado: de una parte, el de la justicia distributiva, que tiene que ver con el reparto global de cargas y beneficios, entre todos los individuos y grupos de la sociedad; y, de otra, el de la justicia conmutativa, referido también a dicho reparto de cargas y beneficios, pero ahora entre las partes que han interactuado en el caso concreto.

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Por lo demás, son los de esta clase la abrumadora mayoría de los casos que se dan en la realidad, por lo que cobra particular relevancia ser capaces de responder adecuadamente a tales preguntas.

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5) Justicia distributiva Así, en el primero de los aspectos, el de la justicia distributiva, creo que hay que distinguir dos impactos diferentes que las prohibiciones jurídicas pueden tener.

5.1) Destinatarios de la prohibición Por un lado, por lo que hace a los destinatarios de la norma prohibitiva, las prohibiciones pueden, eventualmente, dar lugar a una disminución tal del poder social y de los recursos disponibles para los mismos que se pueda decir que ha habido un verdadero empeoramiento de su posición social (un cambio de ubicación en la estructura social, hacia una peor). Dicho empeoramiento no puede justificarse únicamente en razón de la necesidad de proteger el estado de cosas valioso (frente a las acciones dañosas del destinatario de la norma). Pues, como ya señalé, la deseabilidad de la protección no es, por sí solo, un argumento suficiente para justificar un impacto tan intenso sobre la vida de los individuos y grupos. Más bien al contrario: si la preservación del bien jurídico mediante el recurso a prohibiciones jurídicas solamente resulta posible al precio de mover a un individuo o grupo de individuos de su posición social previa, hacia una peor, entonces hay razones (morales) relevantes para pensar que el coste de la preservación debería distribuirse de un modo más equitativo. De manera que, si no hubiese razones adicionales que justificasen el cambio de estatus (y la prohibición que lo causa), nos hallaríamos ante una actuación estatal (la prohibición) injusta, e inaceptable desde el punto de vista moral. Así pues, desde este punto de vista, podremos encontrarnos con dos situaciones diferentes: 1ª) En algunos casos, efectivamente, no existirán razones (distintas de la necesidad de proteger el bien jurídico) de justicia distributiva que justifiquen una actuación estatal que produzca un empeoramiento del estatus social de los individuos y/o grupos destinatarios de la norma prohibitiva. Entonces, la prohibición no resultará moralmente aceptable, por ser notoriamente injusta desde el punto de vista de la justicia distributiva. Así, por ejemplo, en ciertos contextos sociales, cargar la mayor parte del coste de la protección del medio ambiente sobre el campesinado, a través de la prohibición de la conducta de cazar sin autorización de especies no protegidas, puede constituir (en los casos en los que el daño no resulte irreparable) una carga excesiva para dicho grupo social, ya que la prohibición va a producir una transferencia de poder y de recursos desde los campesinos hacia el resto de la sociedad (o, más bien, hacia otros sectores de

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la misma: turistas, urbanitas que cazan los fines de semana, empresas turísticas, etc.), que empeora una situación socioeconómica ya de suyo precaria de un modo que no puede ser justificada desde principios de justicia.

2ª) En otras ocasiones, por el contrario, sí que existirán tales razones adicionales. Se tratará de supuestos en los que los principios de justicia distributiva indican que lo deseable es que un determinado individuo o grupo de individuos empeore su estatus social (para favorecer a otros). En tales casos, no obstante, provocar dicho cambio de estatus no podría ser nunca, en mi opinión, el objetivo principal de ninguna prohibición, que la justificase. Y ello, porque, como ya vimos, la interferencia masiva en la libertad negativa de los destinatarios de la norma prohibitiva sólo puede llegar a estar moralmente justificada si contribuye a la preservación de un estado de cosas valioso (frente a acciones dañosas). Y en ningún otro caso. No, por consiguiente, para crear (mediante la transformación de estatus sociales) nuevas pautas de interacción social, anteriormente inexistentes: esto es, no cuando posee objetivos exclusivamente promocionales. De este modo, no resultaría justificable, por ejemplo, una prohibición de realizar inversiones dirigida a empresarios, con el fin de hacerles perder oportunidades de negocio y con ello hacer disminuir su riqueza e igualar algo más su posición social con la de otros sectores sociales. Pues (dejando ahora a un lado la posible colisión de una prohibición de tal índole con derechos fundamentales, y concentrándonos tan sólo en las cuestiones de justificación moral) ello, que podría ser justo en cuanto al resultado finalmente obtenido, desde el punto de vista de la justicia distributiva, sin embargo, constituiría un uso abusivo de la técnica de la prohibición jurídica, en la medida en que con ello no se estuviese protegiendo un estado de cosas valioso preexistente. Porque, como se ha visto en otro momento, los objetivos puramente promocionales deberían quedar excluidos en el empleo de esta técnica de actuación estatal.

Por lo tanto, los casos que nos interesan aquí son más bien aquellos en los que el objetivo principal de la prohibición continúa siendo la preservación del estado de cosas valioso, pero ello bien resulta neutro desde el punto de vista de la justicia distributiva, o bien tiene la consecuencia colateral de que se produzca una pérdida de estatus por parte de los destinatarios de la norma prohibitiva (debido a la carga sobre ellos de todos los costes de la protección del bien jurídico). En tal supuesto, si dicha pérdida de estatus resulta justificable conforme a los principios de justicia distributiva, entonces la prohibición estará justificada (cuando menos, en este aspecto, a salvo de lo que luego diré en relación con la justicia conmutativa): porque se preserva un estado de cosas valioso (protegible por el Estado) frente a accione dañosas y porque, además, ello produce, desde el punto de vista de la justicia distributiva, efectos moralmente deseables, o al menos neutros.

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Así, una norma que resulte neutra desde el punto de vista distributivo (la que prohíbe las lesiones dolosas, por ejemplo, puesto que no parece que vaya dirigida de forma selectiva a ningún grupo social en particular, a la vista de que este fenómeno criminal se reparte de forma bastante equilibrada a lo largo de toda la sociedad) resultará siempre aceptable desde el punto de vista de la justicia distributiva, pues es suficiente con que no ocasione un efecto distributivamente indeseable (no es preciso, pues, que cause uno favorable). Pero también será aceptable, desde este punto de vista, una prohibición que produzca efectos distributivos de empeoramiento de estatus, siempre que la misma vaya dirigida a proteger un bien jurídico y, además, el empeoramiento de estatus resulte justificable en términos de justicia: así, por ejemplo, una prohibición que impida ciertas prácticas empresariales rentables (la subcontratación de personal, por ejemplo) en pro de la protección de los derechos de los trabajadores sería un caso paradigmático de esta segunda hipótesis.

Por supuesto, el análisis carece de sentido si no se explicitan previamente los criterios de justicia distributiva que se quieren emplear para realizar las valoraciones indicadas. A este respecto, no es posible aquí, desde luego, entrar a fondo en el problema, largamente debatido en el ámbito de la teoría de la justicia, de cuál es el principio de justicia distributiva que moralmente resulta más satisfactorio. Me conformaré, por mi parte, con explicitar mi punto de partida: creo –por razones que aquí no explicaré en detalle- que el principio de justicia distributiva más idóneo es el de igualdad de capacidades (de creación de bienestar), desarrollado por Amartya Sen 7 y Martha C. Nussbaum8 (y, de un modo algo distinto, por Ronald Dworkin9 y Gerald A. Cohen)10. De acuerdo con el mismo, el objetivo de justicia distributiva debería materializarse en la obtención de una situación en la que todos los individuos vean igualadas aquellas capacidades imprescindibles para poder desarrollar libremente la combinación de ser y de hacer que cada sujeto prefiera11. Y sobre esa base debería examinarse si el impacto distributivo de una prohibición resulta o no moralmente justificable.

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HAWTHORN, Geoffrey (ed.): The Standard of Living, Cambridge University Press, Cambridge, 1987; SEN, Amartya: Commodities and Capabilities, Oxford University Press, Oxford, 1987; el mismo: Development as Freedom, Anchorbooks, New York, 1999; el mismo: La idea de la justicia, trad. H. Valencia Villa, Taurus, Madrid, 2011. 8

NUSSBAUM, Martha C./ SEN, Amartya (eds.): The Quality of Life, Oxford University Press, Oxford, 1993; NUSSBAUM, Martha C.: Crear capacidades, trad. A. Santos Mosquera, Paidós, Barcelona, 2012. 9

DWORKIN, Ronald: Virtud soberana, trad. F. Aguiar/ M. J. Bertomeu, Paidós, Barcelona, 2003.

10 COHEN, Gerald A.: Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?, trad. L. Arenas Llopis/ O. Arenas Llopis, Paidós, Barcelona, 2001; el mismo: Rescuing Justice and Equality, Harvard University Press, Cambridge, 2008. 11 ROEMER, John E.: Theories of Distributive Justice, Harvard University Press, Cambridge, 1996; el mismo: Equality of Opportunity, Harvard University Press, Cambridge, 1998. Cfr. también las interesantes reflexiones de DE LORA, Pablo/ ZÚÑIGA FAJURI, Alejandra: El derecho a la asistencia sanitaria. Un análisis desde las teorías de la justicia distributiva, Iustel, Madrid, 2009.

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Como he señalado, para resultar moralmente justificables, las prohibiciones deben ser, cuando menos, neutras desde un punto de vista distributivo, si no favorables a los objetivos de justicia distributiva. Así, si tales objetivos han de venir marcados – según hemos visto- por el principio de igualdad de capacidades para la creación de bienestar, entonces sólo las prohibiciones que no produzcan disminuciones injustificadas de tal capacidad en los individuos o grupos peor situados en este aspecto estarán justificadas. Veámoslo al hilo de un ejemplo: la prohibición de ciertas conductas de adquisición de patrimonio (por ejemplo, de la de invertir en negocios altamente especulativos), porque las mismas crean riesgos relevantes para el patrimonio de terceros, sólo podría justificarse, desde el punto de vista de la justicia distributiva (a tenor del principio de justicia distributiva que aquí se asume), cuando no afecte de forma particular a los individuos peor situados en la escala de riqueza de la sociedad, impidiéndoles ascender en la misma. De este modo, una prohibición de inversión en negocios especulativos que fuese dirigida específicamente a negocios que habitualmente son objeto de inversiones principalmente por parte de tal grupo social (pongamos, a título de ejemplo hipotético: la práctica del juego), resultaría, a mi entender, moralmente injustificable, por más que protegiese efectivamente el patrimonio ajeno, pues dicha protección no podría ser justificada con las exigencias de la justicia distributiva, también moralmente relevantes. Y ello, porque privaría a los individuos más marginados de la sociedad de sus posibilidades materiales de salir de la pobreza.

5.2) Terceros Por otra parte, las prohibiciones jurídicas pueden producir también un segundo efecto desde el punto de vista distributivo: éste, no referido a los destinatarios de la norma prohibitiva, sino a terceros. En concreto, la prohibición de ciertas conductas (y la consiguiente atribución de los costes de preservación del bien jurídico al destinatario de la misma) puede producir, correlativamente, efectos distributivos relevantes en contra de terceros o en favor de terceros. Tales efectos sobre terceros no son (a diferencia de lo que ocurre con los efectos sobre los destinatarios de la norma) necesarios, sino que solamente tendrán lugar cuando las prohibiciones afecten a un elenco tan amplio de conductas de ciertos individuos y/o grupos como para producir un resultado estable y relevante de cambio de estatus. Como decía, los efectos distributivos para terceros pueden ser favorables o desfavorables: — Puede producir efectos distributivos en contra, cuando se trata de terceros que han unido su suerte (en términos de poder y de recursos) a la de los destinatarios de la norma prohibitiva. Así, el que comparte costes y beneficios con el destinatario de una

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prohibición, aun cuando el mismo no lo sea por su parte, de hecho se verá afectado por el incremento de costes que aquél ha de soportar. Y, con ello, verá rebajado su estatus, a veces en una medida importante. Piénsese, por ejemplo, en los costes indirectos que ha de soportar el accionista o el socio de una empresa afectada por una prohibición de realizar una serie amplia de ciertos contratos o ciertas actividades productivas. Si la prohibición es lo suficientemente amplia, tales costes podrían llegar a producir verdaderos cambios de estatus social en dicho accionista o socio: podría llegar, incluso, a arruinarle.

De nuevo, para que la norma prohibitiva resulte moralmente justificable, desde este punto de vista, será necesario que el efecto distributivo de la norma en relación con terceros sea bien neutro; bien desfavorable, pero en muy escasa medida (sin provocar una verdadera pérdida de estatus social por parte de los afectados); o bien radicalmente desfavorable (produciendo un efectivo empeoramiento de estatus social), pero se justifique conforme a los principios de justicia distributiva. — Producirá, en cambio, efectos distributivos favorables a terceros cuando, al provocar costes relevantes a los destinatarios de la norma (principalmente), ello ocasiona una pérdida de estatus social de los mismos que favorece la mejora de estatus de otro grupo, que adquiere –en todo o en parte- los recursos y/o el poder social perdidos por aquellos. Desde luego, tal cambio de estatus favorable contribuirá a justificar la norma si el mismo resulta valorado positivamente, desde el punto de vista de los principios de justicia distributiva. Por el contrario, si fuese valorado negativamente, la prohibición jurídica debería ser considerada poco aceptable desde el punto de vista moral. Así, como antes señalaba, desde el punto de vista distributivo, puede estar justificado prohibir ciertas formas de gestionar el negocio (peligrosas para los derechos de los trabajadores, por ejemplo) y cargar así todo el coste de la preservación del estado de cosas valioso sobre los empresarios. Con ello, si la prohibición es lo suficientemente amplia, puede llegar a producirse una verdadera mejora en el estatus social (en el poder social y en los recursos disponibles) de los trabajadores. Lo que estaría justificado. Por el contrario, una prohibición muy amplia de comportamientos en el marco de los conflictos laborales colectivos (huelgas, encierros, bloqueos de centros productivos, etc.), aun cuando pudiera estar protegiendo estados de cosas valiosos (la libertad individual de los empresarios y gestores), sin embargo, si es lo suficientemente amplia, tendría indudablemente efectos distributivos, al limitar enormemente las posibilidades de actuación de los trabajadores y, correlativamente, elevar el estatus (cuando menos, en términos de poder social) de los empresarios. Ello resultaría harto cuestionable desde el punto de vista de los principios de justicia distributiva.

Hay que recordar, no obstante, que el objetivo último de las prohibiciones jurídicas no debería ser nunca el de producir una transformación radical en la estructura social. Y ello, porque en realidad la técnica de la prohibición solamente resulta idónea 17

para enfrentarse a clases específicas de acciones, intentando evitarlas. De manera que, si se intenta llegar a transformar la completa estructura social a través de prohibiciones (a través, pues, de la evitación de acciones), no cabe otra alternativa que instrumentalizar las prohibiciones (esto es: la interferencia en la libertad negativa): prohibir acciones sin ninguna justificación autónoma para ello, más allá del hecho de con ello se esté contribuyendo a una completa transformación social. Es decir, en tal caso, ocurría que, aun –en el mejor de los casos- estando justificada (desde el punto de vista de la justicia distributiva) la transformación social obtenida, no lo estarían, sin embargo, las prohibiciones empleadas para lograrlas. Lo estarían, pues, los fines, pero no los medios. Considérese, por ejemplo, la siguiente hipótesis: un gobierno decide –por cualquier razón- emplear exclusivamente el código penal para obtener la igualdad de género. Para ello, opta por convertir en delito cualquier conducta que revele actitudes o ideas sexistas: bien a través de un amplísimo elenco de tipos penales suficientemente específicos (no compartir las tareas del hogar, hacer comentarios sexistas, no favorecer la promoción de la mujer, etc.), o bien –más plausiblemente- a través de algunos menos tipos penales extremadamente vagos, aplicados luego por los jueces de modo acorde con los objetivos político-criminales efectivamente perseguidos. En tal situación hipotética, y aun cuando se llegase a lograr la igualdad de género, habría habido que convertir en delictivas un gran número de conductas que por sí mismas (por su gravedad y relevancia) no lo merecían. Ello, en mi opinión, no puede considerarse moralmente justificado.

6) Justicia conmutativa A pesar de todo lo anterior, es claro que, como he apuntado, en realidad las prohibiciones jurídicas no están diseñadas principalmente para atender a cuestiones de justicia distributiva. Antes al contrario, parece que sus funciones primordiales tienen más que ver con –ya lo hemos visto- la justicia legal (la relación del individuo con la comunidad política); y también con la justicia conmutativa. Esto es, con la justicia en la relación entre las partes que participan en el conflicto social que la prohibición pretende regular. En efecto, a lo largo de la historia del Derecho prohibitivo, se ha olvidado con demasiada frecuencia el hecho de que una de las funciones indiscutibles que ha de cumplir la prohibición es regular un conflicto entre partes (en el que el Estado se interpone, a través de la prohibición, y de la sanción). Ello, hoy, parece más evidente, a la vista del creciente auge de los enfoques y preocupaciones victimológicas en el ámbito –sobre todo- del Derecho Penal. No obstante, reconocer el hecho (social) de la innegable inserción del objeto de la regulación por parte de normas prohibitivas (la acción –que, según mi tesis, debería ser una acción dañosa para ciertos estados de cosas 18

valiosos) en un contexto de conflicto social (entre quienes el Derecho etiqueta como perpetrador(es) de la infracción y como víctima(s)), no significa todavía afrontar la cuestión –que es la que aquí ha de ocuparnos- de en qué casos la solución que se da al conflicto de interacción resulta moralmente justificable; es justa, pues, desde la perspectiva de la justicia conmutativa. En este sentido, hay que recordar la particularidad de la solución que las prohibiciones jurídicas proporcionan a los conflictos de interacción: consiste, en esencia, en cargar prácticamente todo el coste de la preservación del estado de cosas valioso a una de las partes de la interacción, a saber, al agente que con su acción va a afectar (previsiblemente) a la incolumidad de dicho estado de cosas; es decir, va a cambiarlo (para empeorarlo). Y hay que recordar igualmente que, sin embargo, no es ésta la única alternativa existente, por lo que se refiere al reparto de los costes de la protección del bien jurídico. Antes al contrario, hay otras muchas. El Estado, en efecto, puede emplear: — Impuestos: repartiendo el coste de la preservación del bien jurídico entre toda la comunidad política. — Tasas específicas a los beneficiarios principales del estado de cosas valioso. — Precios al agente que quiere afectar a la incolumidad de dicho estado de cosas. (Nótese que el coste inherente al pago de un precio puede ser repercutido a terceros.) — Seguros, a constituir por el agente, por los beneficiarios y/o por ambos. (De nuevo, los seguros difunden el coste, dado que los aseguradores asumen parte del mismo.) — Estipulación de compensaciones (responsabilidad civil extracontractual) en ciertos supuestos especificados, del agente al beneficiario y/o viceversa. (Sólo, pues, en ciertos supuestos, no en cualquiera.) — Constitución de una sociedad entre todas las partes implicadas, repartiendo entre ellos (del modo que se especifique) el coste de la protección del bien jurídico. — Etc. Debe observarse que, aun cuando aquí se emplee la terminología económica convencional para designar a los diferentes arreglos institucionales posibles a la hora de repartir los costes de preservación del estado de cosas valioso, no es necesario que el reparto lo sean tan sólo –o principalmente- de costes traducibles en dinero. Por el contrario, es perfectamente posible que parte, o todos, los costes que se asignen se 19

materialicen también en prestaciones personales; esto es, en pérdida de libertad. Y debe advertirse también que cada una de estas técnicas de protección carga los costes de la preservación del estado de cosas valioso sobre las espaldas de sujetos distintos: sobre el agente, sobre el beneficiario, sobre ciertos grupos sociales, sobre la ciudadanía en general, o bien sobre una combinación, variable, de algunos o de todos dichos sujetos. Así, por ejemplo, para preservar un determinado estado de cosas (valioso) en un ecosistema, es posible optar por distintas soluciones, a la hora de distribuir los costes de la preservación. Se puede optar por repartir los costes entre toda la ciudadanía, a través de un impuesto (o su equivalente en prestaciones personales: la prestación de un servicio cívico de protección medioambiental). Es posible también, en segundo lugar, atribuir la mayor parte del coste a los beneficiarios directos del estado de cosas: imponer, por ejemplo, una tasa específica (o una prestación personal equivalente) a los vecinos de la zona. En tercer lugar, también se puede repartir el coste entre los beneficiarios y el agente: imponiendo un consorcio entre ellos y fijando ciertas reglas de reparto de costes –más o menos equitativas- dentro del mismo. En fin, es posible igualmente atribuir la mayor parte del coste al agente. Pero ello, a su vez, se puede hacer de distintas maneras (con consecuencias diferentes, desde el punto de vista de la justicia conmutativa): a través de un precio (que pague –en dinero o en servicios- cada vez que lleve a cabo una actividad contaminante), a través de un seguro obligatorio (que es, en realidad, un precio, aunque con la posibilidad de desviar parte del coste a terceros –al asegurador), a través de reglas de responsabilidad civil extracontractual (que determinen qué compensaciones justas debe pagar el agente por el daño causado, y a quién -¿a los beneficiarios, a toda la colectividad?-, aunque ello sólo ocurrirá en algunos casos, cuando se den condiciones predeterminadas de imputación, no siempre). O puede imponerse una prohibición jurídica a la conducta del agente, bajo amenaza de sanción.

En este último supuesto, a diferencia de cuando simplemente se establecen reglas de responsabilidad civil extracontractual, el objetivo es imponer todo el coste de la preservación del estado de cosas valioso al agente: con muchas menos limitaciones por lo que hace al supuesto de hecho (aunque sí algunas, como veremos: a causa de los criterios de imputación de la infracción); y, sobre todo, sin limitación alguna en razón de consideraciones de equidad respecto de las otras partes del conflicto de interacción subyacente. Así, en el caso de las prohibiciones jurídicas, el Estado se pone por completo “en el lado opuesto” –si se me permite la expresión- al del agente, relevando de cualquier coste a las demás partes de la interacción y cargándoselos todos a aquél. Así, una prohibición jurídica no refleja matices como, por ejemplo, si la conducta de los beneficiarios directos de la protección ha sido, a su vez, justa. ¿Cuidaron los vecinos del río? No importa: si la acción de contaminar está prohibida, basta con saber que el agente contaminó (y, por supuesto, con determinar adecuadamente qué parte del resultado dañoso para el medio ambiente puede ser imputado a su conducta). Es decir, al agente le es impuesto un deber (no absoluto, pero sí bastante intenso –y bajo amenaza de sanción, además) de abstenerse de realizar cualquier acción contaminante (o suficientemente contaminante) del río, con independencia de que los vecinos o la colectividad entera se merezcan en verdad, a la vista de su comportamiento, seguir disfrutando del grado de calidad medioambiental

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que se intenta preservar. Él corre, pues, con costes, en beneficio de terceros, sin que esté garantizado que dichos terceros se merezcan tal beneficio.

Precisamente, esta particular significación de las prohibiciones jurídicas desde el punto de vista de la justicia conmutativa es lo que obliga a considerar de forma especialmente atenta la cuestión de la determinación de los límites infranqueables, en términos morales, a dicha imposición de costes en exclusiva. Debe tenerse en cuenta, a este respecto, que lo que pretende dilucidarse, cuando se examinan –como aquí se está haciendo ahora- cuestiones de justicia conmutativa, es la medida en que, en la interacción entre las partes, cada una de ellas ha actuado de forma moralmente óptima, en atención a las razones morales específicas que tenía para tomar en consideración los intereses de la otra parte. En nuestro caso, la interacción de que se trata es la que se da entre el agente (que realiza la acción dañosa) y los beneficiarios del estado de cosas valioso que el Estado pretende proteger (beneficiarios que, como hemos visto, pueden ser individuos concretos, o bien grupos más o menos determinables de individuos, o bien toda la sociedad). Es decir, se trata de determinar si la acción dañosa del agente resulta moralmente incorrecta (no sólo por la inmoralidad intrínseca de la acción misma, y por su desatención a los intereses moralmente estimables del conjunto de la sociedad, sino también) en atención, específicamente, a las razones morales relativas a la consideración que merecen los beneficiarios (el titular o titulares del bien jurídico). O si, por el contrario, cualquiera que sea la valoración moral que la conducta merezca en sí misma, lo cierto es que no constituye ninguna suerte de desconsideración hacia dichos beneficiarios. Y, por supuesto, la cuestión no se plantea únicamente en términos absolutos, sino que también implica un problema de graduación: se trata, en efecto, de establecer además, en el caso de que la respuesta a la primera pregunta sea que sí, que la conducta del agente es incorrecta, a la vista de las razones morales que tenía para tomar en consideración los intereses del titular del bien jurídico, si dicha inmoralidad es tal que justifica la imposición total –en los términos ya expuestos- al agente de los costes de la preservación del bien jurídico. O si, al contrario, resultaría más justo, desde el punto de vista de la justicia conmutativa (de la atención que merecen, desde el punto de vista moral, los intereses del titular del bien jurídico), emplear otra técnica de protección – distinta de la prohibición- que diese lugar a un reparto más equilibrado de los costes. Para ello, es preciso concretar el criterio de justicia conmutativa que se ha de emplear para realizar tal valoración. En este sentido, y recogiendo –nuevamente- y 21

adaptando una construcción ajena (en este caso, de Jules L. Coleman) 12, pienso que el principio básico de la justicia conmutativa consiste en la evitación, o compensación, de cualquier transferencia forzosa e injusta de poder social y/o de recursos entre las partes de una interacción por parte de aquellos agentes que puedan ser hechos responsables de la misma (conforme a criterios de imputación justos). Por transferencia injusta de poder social y/o de recursos, entiendo, en este contexto, aquella que reúne tres condiciones: 1ª) que no existan razones morales concluyentes, relativas a la interacción, que justifiquen que tenga lugar (es decir, que no pueda justificarse, conforme a las reglas moralmente justificables acerca de los derechos de propiedad y de la responsabilidad); 2ª) que, además, no contribuya de un modo extremadamente significativo a mejorar la situación global desde el punto de vista de la justicia distributiva (conforme al principio de justicia distributiva más arriba expuesto); y 3ª) que si, pese a lo anterior, resulta justa desde un punto de vista distributivo, existan razones morales relevantes contrarias a que la mejora distributiva sea realizada por cualquier agente (y no por el Estado). Así, por ejemplo, constituye una transferencia injusta (y, por consiguiente, contraria al principio de justicia conmutativa) la acción de apoderarse de una cosa ajena si: a) no existen razones morales, atinentes a la relación entre el perpetrador y el propietario, que justifiquen tal acto de apoderamiento (por ejemplo, que este último tenía una deuda con aquél); b) el acto de apoderamiento no es de tal calibre y naturaleza (por ejemplo: la incautación colectiva de latifundios improductivos por parte de un movimiento de campesinos sin tierras) que altere de forma sustancial, en el sentido requerido por el principio de justicia distributiva, la distribución de la riqueza; y c) aun siendo un acto justo desde el punto de vista de la justicia distributiva, pese a todo, hay razones para pensar que el apoderamiento individual de bienes ajenos poseídos injustamente no es una conducta moralmente correcta (por ejemplo, porque da lugar a situaciones de inseguridad colectiva, o bien a otras de extrema vulnerabilidad en las víctimas de los apoderamientos –una oleada de miedo, justificado, al hurto, o bien una situación de precariedad económica provocada a las víctimas).

Sobre la base de este principio de justicia conmutativa, es posible, en mi opinión, distinguir varias situaciones diferentes en los conflictos de interacción: — En primer lugar, hay ocasiones en las que no existe ninguna transferencia forzada e injusta en el marco de la interacción. Obviamente, en tal caso no habrá ningún estado de cosas que deba ser evitado, o compensado. Por lo que de ningún modo podría justificarse una prohibición jurídica. Pues cualquier atribución de costes al agente sería, desde el punto de vista del principio de justicia conmutativa, moralmente injustificable. 12

COLEMAN, Jules L.: Riesgos y daños, trad. D. M. Papayannis, Marcial Pons, Madrid, 2010. Sobre esta obra, cfr., recientemente, PAPAYANNIS, Diego M. (ed.): Derecho de daños, principios morales y justicia social, Marcial Pons, Madrid, 2013. Otra obra sugestiva sobre el particular (que confieso que aún no he tenido tiempo de asimilar plenamente) es PAPAYANNIS, Diego M.: Comprensión y justificación de la responsabilidad extracontractual, Marcial Pons, Madrid, 2014. (Todas ellas, con ulteriores referencias.)

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Así, cuando el sujeto víctima del apoderamiento es deudor del perpetrador y, además, éste no tiene recurso (institucional) alguno para recuperar su crédito, la transferencia, aun forzada, no resultará injusta, desde el punto de vista de la justicia conmutativa. Por lo que no debería prohibirse en ningún caso 13.

— En segundo lugar, puede haber otros casos en los que, aun existiendo una transferencia forzada e injusta, sin embargo, existan arreglos institucionales que permitan corregirla sin necesidad de ulteriores actuaciones estatales. De nuevo, en tal supuesto no debería recurrirse nunca a las prohibiciones jurídicas, ya que, entonces, existiría una solución más justa desde el punto de vista de la justicia conmutativa. Esto es lo que ocurre, en general, en el caso de los comportamientos de incumplimiento de contrato: dejando a un lado los comportamientos más “patológicos”, en la mayoría de las ocasiones, los arreglos institucionales (esto es, el régimen jurídico del cumplimiento de las obligaciones) son lo suficientemente sólidos como para no ser necesaria una actuación estatal tan contundente y carente de matices –desde el punto de vista de la justicia conmutativa- como la de la prohibición jurídica. De este modo, la mayor parte de los incumplimientos de contratos dan lugar a consecuencias jurídicas mucho más sutiles, atentas a la diversidad situaciones, en términos de justicia conmutativa, entre las partes del contrato.

— En tercer lugar, hay otros supuestos en los que, no existiendo arreglos institucionales que garanticen, con carácter previo, la justicia del resultado final de la interacción, se hace precisa una actuación estatal reactiva, dirigida a garantizarla. De entre ellos, no obstante, hay que separar un grupo (el que aquí más nos interesa), en el se justifica, además, desde el punto de vista moral que dicha actuación estatal lleve a cargar (prácticamente) todo el coste de la preservación del estado de cosas valioso (afectado por la interacción) al(os) agente(s). Son estos los casos en los que, desde el punto de vista de la justicia conmutativa, puede estar justificada la prohibición jurídica de tales acciones. ¿Qué casos pertenecen a este último grupo? A mi entender, son aquellos en los que, habiéndose producido, a resultas de la acción, una transferencia forzada e injusta – en los términos vistos- de poder social y/o de recursos, desde los beneficiarios del estado de cosas valioso protegido por el Estado (bien jurídico) hacia el agente, éste último merece la atribución de (prácticamente) todos los costes de dicho estado de cosas valioso. Y los merece, porque se puede decir que los beneficiarios del estado de cosas valioso han obrado, en su disfrute del mismo, de forma moralmente correcta (por lo que no merecerían correr con ninguno de los costes de preservarlo, frente a acciones dañosas). Y porque, además, la colectividad, el conjunto de la ciudadanía, tampoco

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Por supuesto: si no existe violencia o algún otro elemento adicional que pudiera justificarlo.

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puede ser culpada –desde el punto de vista moral- de que el daño tenga lugar (y, por consiguiente, tampoco estaría justificado atribuir a toda la colectividad parte de los costes). Así, por ejemplo, parece que, desde el punto de vista de la justicia conmutativa, solamente puede ser justa la prohibición jurídica de la conducta de empobrecer patrimonialmente a un tercero allí donde se den dos condiciones (adicionales: partimos de que la conducta de empobrecimiento es dañosa –en los términos vistos- para el patrimonio, de que la preservación de un cierto estado de cosas en la disponibilidad de cosas materiales por parte de los sujetos resulta moralmente valiosa y de que, en fin, el Estado puede legítimamente actuar para proteger dicho estado de cosas): 1ª) que no sea posible reprochar al tercero ningún comportamiento moralmente incorrecto que haya favorecido su empobrecimiento (por ejemplo, si el tercero se embarcó, movido por su afán de lucro, en negocias altamente especulativos y arriesgados, podría no darse esta condición, y no justificarse la atribución al agente de todo el coste de la preservación del patrimonio del sujeto); y 2ª) que tampoco resulte satisfactorio, desde el punto de vista moral, atribuir el origen del daño a la sociedad en su conjunto (de este modo, si la conducta de empobrecer a un tercero se derivase, por ejemplo, de una política económica netamente injusta y discriminatoria hacia ciertos sectores sociales –los trabajadores jóvenes, por ejemplo-, no sería justo cargar sobre el agente, a través de la prohibición de su conducta, todo el coste de la preservación del patrimonio, por lo que debería buscarse una solución más matizada, distinta de la de la prohibición jurídica.

Se observará, pues, que, si esto es así, entonces una prohibición jurídica plenamente justificada desde el punto de vista moral sólo puede existir realmente en condiciones harto restrictivas. En otros casos, en mi opinión, un legislador que pretenda ser justo debería recurrir a técnicas de regulación de conductas y de protección de los bienes jurídicos menos radicales, en el doble sentido –visto-de: que afecten menos intensamente a la libertad negativa de los destinatarios de la norma; y que, además, no carguen todo el coste de la protección del bien jurídica sobre los mismos.

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