La pregunta por el arte. El arte como pasado.

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Descripción

Rafael Aritmendi López, 50333832B, Corrientes actuales I (grupo B)

La pregunta por el arte: el arte como pasado. Comentario comparativo de los textos La obra de arte en la época de su reproducción mecánica (W. Benjamin), El origen de la obra de arte (M. Heidegger) y La deshumanización del arte (J. Ortega y Gasset) Actualmente la pregunta por el arte se entiende como superada. A quien que se le ocurra preguntar qué es el arte quizá será respondido con una serie de vaguedades tales como “la vida misma”, “todo puede ser arte” o, más probablemente, con una negativa a la posibilidad de responder tal interrogación. En las propias carreras de historia del arte se formula esta pregunta curso tras curso, sólo para acabar inculcando que no se puede solventar, al menos de una manera unívoca y definitiva. No es difícil imaginar a Heidegger devolviendo el enigma a los profesores de estas enseñanzas, poniendo en cuestión el hecho de que, a pesar de éstos consideren que tal pregunta no tiene respuesta (al menos una sola, universalmente válida), enseñar la historia del arte presupone que el arte sea una categoría con un sentido determinado y preciso, pues de lo contrario sería imposible establecer un saber que conjugase todas las manifestaciones artísticas a través de un trazo histórico. Más claramente: ¿cómo se puede enseñar la historia del arte, si se supone que no se sabe qué es el arte mismo? Se podría intentar responder que tal hazaña es posible porque el propio arte se ha vuelto una categoría histórica, lo cual daría sentido a las palabras que Heidegger, al final de su escrito en cuestión, cita de Hegel: “En todos sus aspectos, en lo tocante a su supremo destino, el arte es y permanece para nosotros un pasado”1. En los tres textos que aquí traemos a colación puede sentirse la palpitación de la presencia del arte como pasado. En efecto, si todavía nos proponemos entender el arte como una esfera con relativa autonomía con respecto a otros ámbitos (sociales, políticos, económicos…), no nos resulta posible concebirlo de otra manera que con conceptos tradicionales, de los cuales la “belleza” resulta uno de los máximos estandartes. Sin embargo, “belleza” es una palabra que, en cuanto se la intenta captar como tal, nos acaba pareciendo igual de polivalente, y si nos resistimos a considerarla en dependencia con algún contexto, nos devuelve a la vaguedad de la que partíamos.

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Heidegger, M., Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 2015, “El origen de la obra de arte”, pg. 57

Ante esta situación, se entiende que Benjamin diga que “aquella [función de la obra de arte] de la que tenemos más conciencia -la función artística- acabe con el tiempo resultando accesoria”2. Si el arte no alude a ninguna realidad definible y cerrada, las funciones meramente artísticas pasan a ser absorbidas y progresivamente suplantadas por el afán de distracción de las masas, por la demanda de disfrute de una muchedumbre de individuos. Así, el arte pasa a ser mercancía. La pregunta por el arte “en sí” resuena a la búsqueda de ese mundo ideal que ha perdido pie, escindiéndose de lo real para flotar como nebulosa de mundos pasados e irrecuperables. Sin embargo, está claro que las palabras “obra de arte” y “artista” todavía tienen un sentido actual, esto es, que no sólo denominamos con esos nombres a lo que en el pasado se han considerado tales, sino que todavía designan realidades que nos son contemporáneas. Por lo tanto, nadie sabe qué es el arte, pero éste se presupone para distinguir lo que es un artista o una obra de arte de lo que no lo es. Por otra parte, oímos hablar frecuentemente sobre artistas actualmente reconocidos, a los cuales se les atribuyen tales o cuales obras de arte. Ciertamente, un artista es tal porque hace obras de arte. Quizá podamos encaminarnos a la solución del enigma del arte por el lado de estos fenómenos que nos salen al encuentro todos los días. Al fin y al cabo, como dice Heidegger, “el cuadro cuelga de la pared como un arma de caza o un sombrero”3. Parece entonces que para saber qué es el arte habrá que preguntarse primero por sus manifestaciones reales: las obras de arte. Esto supone una cierta petición de principio: si no sabemos qué es el arte, tampoco podemos asegurar que una obra de arte lo sea, ni por lo tanto que el artista que la haya creado sea tal. A pesar de este razonamiento circular, del que sería demasiado fácil salir respondiendo las vaguedades que hemos citado al comienzo de este escrito, resulta que el fenómeno de la obra de arte acontece, y que, por lo tanto, si queremos recorrer todo el círculo, habrá que partir de esa entidad que es la obra de arte. ¿Qué es lo que define a la obra de arte como tal? Parece que si nos detenemos ante una, nos invade una cierta lejanía, por muy cerca que podamos estar de ella. Esta lejanía no es ella misma espaciotemporal, aunque se manifieste en un espacio y tiempo determinados. Es la misma lejanía que experimentamos cuando nos detenemos ante un 2

Benjamin, W., La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, Madrid, Casimiro, 2016, V, pg. 25 3 Heidegger, M., Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 2015, “El origen de la obra de arte”, pg. 12

paisaje natural: ambas entidades cuentan una autosuficiencia que les hacen ser lo que son. Esta espontaneidad, este carácter de autosubsistencia, no es material, desde luego, pero tampoco es formal. El entramado conceptual de la materia y la forma no explican el carácter autosuficiente de la obra de arte. De hecho, esta pareja conceptual se puede usar y ha sido usada a lo largo de toda la historia de occidente como base de la explicación teórica de cualquier ente. La materia puede concebirse como el aspecto intuitivo, dado, impuesto, sensible, e incluso irracional de la cosa; la forma, por su parte, puede entenderse como el lado intelectivo, lógico, categorial o racional. Este entramado materia-forma vale para cualquier objeto de nuestras consideraciones, incluyendo a la obra de arte, y este hecho es el que hace que no sea útil para encauzar nuestra pregunta por la especificidad de la obra de arte: someter la reflexión sobre la autosuficiencia de la obra a una dicotomía conceptual que ha valido y vale para todo ente parece atentar contra la propia autonomía de la obra. Tenemos que dejar que las determinaciones de la obra se desprendan de ella misma para así no atentar contra su espontaneidad subsumiéndola a una escisión teórica que nos aleje de su esencia. Teniendo esto en cuenta, veamos qué pasa cuando, abandonando esa dicotomía conceptual que nos es dada como una carga heredada y que ha sido la históricamente fundamental, atendemos a una “obra de arte tradicional”. Por este último sintagma nos referimos a lo que Heidegger llama el “gran arte”, o lo que todo el mundo acepta convencionalmente como arte, dejando aparte, de momento, lo que constituye el conjunto de la creación artística del siglo XX, el cual constituye la culminación de un misterio que todavía nos hace falta vislumbrar. Tomemos en consideración el ejemplo que nos propone Heidegger: un cuadro de Van Gogh en el que aparecen un par de botas de campesino. Reconocemos tal objeto de inmediato, pero la experiencia del cuadro no se acaba ahí; eso supondría que de lo que aquí se trata es de la representación de un objeto para un sujeto, de la conformación de una imagen en un amalgama de colores, es decir, de volver a la pareja de términos de materia y forma que ya habíamos desechado en tanto que su extensión deja de lado lo característicamente artístico de la obra de arte. Sin embargo, es innegable que allí se dan una cierta disposición de los colores, los cuales constituyen el elemento material, así como el concepto “botas” se imprime en nuestra experiencia del cuadro de manera irreprimible, pudiéndose esto último designarse (en apariencia, con pleno derecho) la forma que se nos hace patente en el cuadro. Escapar de esta dualidad homogeneizadora

de todo lo real no parece resultar tan fácil como cabía prever. La exhaustiva polivalencia de esta pareja conceptual parece que va de suyo en toda teorización e, incluso, en toda experiencia. Éste es el efecto “automático”, “causal” del cuadro, diría Ortega, en el que el sentido artístico brilla por su ausencia. Aun así, la obra se resiste a tal reducción: los colores del cuadro destacan más allá de su simple representar algo otro, se alzan en la tela como soporte de una serie de determinaciones que desbordan el concepto de lo representado. El cuadro no se agota en su labor representativa. Las líneas y sombras no sostienen una mera labor de reconocimiento de algo ya familiar. La esencia de lo acontecido en la tela no quiere dejarse reducir a una mera caracterización de un objeto para un sujeto. De alguna manera nos exige algo más, nos pide abandonar la seguridad de que están dotados los marcos de sentido que legislan nuestro mundo y adentrarnos en la inseguridad de la obra, para dar cuenta de un acontecimiento originario: las botas sólo valen como tales cuando, en su utilización, nos olvidamos de ellas. La esencia las botas, como la de todo utensilio, está determinada por la fiabilidad, de la cual nos olvidamos en tanto que damos cuenta de su utilidad. La utilidad, esto es, el que el utensilio sirva para tal o cual cosa, no es, como presuponemos habitualmente, la esencia del utensilio, sino un carácter derivado de ésta. Sin embargo, a raíz de usar el utensilio, nos olvidamos de la fuente de su utilidad, que es que éste sea fiable, es decir, que podamos confiar en su perdurabilidad mientras lo usamos. La esencia del utensilio se encubre a sí misma en tanto que, cuando se ejerce la utilidad del utensilio, siendo éste usado como aquello para lo que sirve, su fiabilidad acaba siendo velada, y uno se olvida de que se confía en ella. Así pues, la esencia del utensilio, su fiabilidad, sólo se ha hecho patente gracias a la obra de arte. Sólo gracias a la obra se desvela ante nosotros la esencia de lo ente, en tanto que verdad que se encubre a sí misma. Ahora podemos entender que Heidegger diga que la esencia de la obra de arte es el acontecimiento de la verdad de lo ente. La verdad acontece en la obra como el desvelamiento de la esencia de lo ente, y no como la representación más o menos exacta de un objeto por parte de un sujeto, la cual no es más que el eco de la conformación de una materia, es decir, del entramado conceptual materia-forma que rige nuestro mundo como ley naturalizada. No es que este entramado no valga en sí mismo, sino que nos impide ver lo que hace que una obra de arte sea tal. La verdad no es la adecuación de conocimiento y objeto, de la proposición y la cosa, del juicio y lo enjuiciado. La verdad

es el ser, que consiste precisamente en la relación originaria que subyace a toda adecuación. Ahora bien, el ser es la cópula de todo juicio, puesto que ya se encuentra presupuesto en todo “a es b”. En tanto condición de posibilidad de todo enjuiciamiento, el ser mismo no es enjuiciable: el ser es opaco a sí mismo, de la misma manera que la esencia del utensilio comporta su propio olvido. Lo que acontece en la obra de arte no es la formalización de tal o cual materia (o lo que es lo mismo, la materialización de tal o cual forma), ni la representación de un ente, sino la esencia de lo ente: la verdad, el ser. ¿Qué ha pasado para que dejemos de ver las obras de arte como el desvelamiento de la esencia de las cosas? ¿Por qué la representación naturalizada del arte es la de un objeto del que un sujeto disfruta, la de un producto disponible para la fruición de las masas? Se podría decir que la obra de arte ha pasado a ser un artículo de consumo para masas. Sin embargo, hemos visto que la obra de arte tiene que ver con la comparecencia de la verdad, la cual, en tanto que acontecimiento, tiene un carácter originario y, por lo tanto, comporta una lejanía con respecto al entramado conceptual que rige todas nuestras representaciones habituales. El arte es este enigma por el cual la verdad se revela velándose, se descubre cubriéndose, como hemos visto con el ejemplo de la esencia del utensilio. Adentrarse en lo inseguro de la obra supone cierto recogimiento. Si lo específico de la obra es reapropiarse del origen de lo corriente en la inseguridad que proporciona lejanía de la obra, quizá la razón de que ésta se haya convertido en mero objeto de consumo tenga que ver con que la reproducción técnica nos la haya acercado demasiado. Al fin y al cabo, podemos acceder a la galería del museo del Prado desde nuestro cuarto, a través de internet. “La catedral abandona su emplazamiento para encontrar acogida en el estudio del aficionado al arte”4. La fotografía y el cine son manifestaciones artísticas que señalan al hecho de que la tecnología comporta una de las maneras predominantes de hacer arte hoy en día. En ellas, la reproducción técnica ocupa un papel esencial: las películas están concebidas para ser lo más difundidas posibles, siendo su reproducibilidad la condición de su rentabilidad; asimismo, la distinción entre una u otra copia de una fotografía ya no se rige por la distinción cualitativa entre el original y los duplicados, sino, en todo caso, por criterios cuantitativos (tamaño, cronología, etc). 4

Benjamin, W., La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, Madrid, Casimiro, 2016, V, pg. 15

Como dice Benjamin, “podemos decir, de manera genérica, que la reproducción mecánica saca el objeto reproducido del ámbito de la tradición”5. Es evidente que esa lejanía de la esencia de la obra de arte, por la cual acontece en ella la verdad, queda tanto más reducida cuanto más reproducible se vuelva la obra. La saturada cercanía espacio-temporal de la obra de arte, pareja a su reproducción mecánica, es la que hace que su función artística vaya siendo desplazada cada vez más a favor de otras funciones. La reproducción mecánica es un síntoma de la pérdida de la pregunta por el arte. Así, “cualquiera puede ahora legítimamente pretender que sea filmado”6, de manera análoga a cómo “la distinción entre autor y lector está perdiendo su dimensión fundamental para convertirse en una diferencia funcional ligada a las circunstancias: el lector está siempre dispuesto a ser escritor”7. Cualquiera puede aspirar a ser artista, cualquier cosa es una obra de arte en potencia, y la obra de arte misma se convierte en algo que de lo que la masa se apropia consumiéndola y evaluándola en el mercado. Es importante notar que aquí nos estamos desplazando al concepto de “obra de arte” del siglo XX, frente a las cuales la masa adopta una actitud crítica y ya no meramente contemplativa. La actitud recogida que comporta la contemplación ya solo parece valer para las obras de arte convencionales, aquellas que, por así decir, han pasado la prueba de la historia. “Se disfruta, sin criticar, de lo convencional; y se critica, con aversión, lo nuevo”8, dice Benjamin. El arte que ha llegado hasta nosotros como tal permanece para nosotros un pasado inalcanzable, y la obra de arte actual, al presuponer la pérdida de la pregunta por el arte mismo, tiene que probarse como tal en la medida en que una colección informe e indefinidamente aumentable de sujetos la evalúe. “Lo decisivo aquí, más que en ningún otro caso, es que las reacciones individuales, que en su conjunto constituyen la reacción en masa del público, saben desde el principio que se convertirán de inmediato en un fenómeno de masa y que, al manifestarse, esas reacciones se cotejan mutuamente.”9 Pero la masa solamente se percibe a sí misma a través de ciertos medios tecnológicos, así como la obra de arte actual solamente es tal en la medida en que esté disponible para la evaluación de la masa, lo cual es posible gracias a su reproducción mecánica. Como hemos dicho, la reproducibilidad técnica es

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Ibíd., pg. 16 Ibíd., pg. 37 7 Ibíd. 8 Ibíd., pg. 43 9 Ibíd. 6

ya una condición definitoria de las obras de arte más actualmente vigentes (como las películas), lo cual manifiesta que los aparatos tecnológicos han ocupado un papel central en las obras de arte en tanto que formas de crearlas. Así, vemos que este hecho (el que la disponibilidad de la obra de arte para la masa es una condición para que aquélla sea aceptada como tal) implica la reproducibilidad técnica de las obras de arte actuales como condición fundamental para su producción, lo cual presupone la pérdida de la pregunta por algo así como el arte “en sí”. En efecto, si el arte ha pasado a ser la representación de un objeto para un sujeto, la distinción entre lo que es arte y lo que no lo es se basa en una cuestión del gusto del propio sujeto. Así, la conglomeración de las reacciones de los sujetos ante aquello que se presente con la pretensión de ser una obra de arte es lo que determina que ésta sea finalmente aceptada como obra de arte o no. O lo que es lo mismo, ya da igual que la obra de arte sea verdaderamente tal, ya que tal cuestión se presupone como irresoluble en sí misma, y pasa así a ser reducida a la mera mercantilización de un producto que tiene el rótulo de “arte”. Como dice Benjamin, “ante la cámara, el actor es consciente de que, en última instancia, tiene que habérselas con el público: con el público de consumidores que forman el mercado”10, de la misma manera que el espectador sabe, cuando se sienta en el cine a ver una película, que su reacción será cotejada con una indefinida cantidad de otras, siendo esto lo que determine si la película merece el honor de pertenecer a la categoría “arte”. Aun así, este rótulo se mantiene: ya hemos mencionado el hecho de que las obras de arte, así como los artistas y, por lo tanto, el arte mismo, se dan como fenómenos actuales: estos conceptos siguen teniendo vigencia. El propio desarrollo de la cuestión nos ha devuelto al principio. Sin embargo, a la luz de todo lo anterior, la pregunta que ahora nos sale al paso es la siguiente: ¿qué sostiene tales categorías? ¿Por qué no, en vez de artistas, empezamos a hablar directamente de directores, músicos, fotógrafos? Todos ellos serán mejores o peores según la reacción observada en el mercado de consumidores. Y lo mismo con las obras de arte: ¿por qué no pasamos a hablar directamente de películas, fotografías, piezas musicales, cuyo valor como tales se fijará en la respuesta de la masa? Benjamin nos responde a esto con una cuestión de su contemporaneidad: el fascismo quiere mantener el régimen de propiedad impuesto a la masa, pero le permite a ésta que se exprese (de la manera en que hemos visto) para que no se revuelva contra las barreras asignadas por dicho régimen. El fascismo “estetiza” la 10

Ibíd., pg. 35

política, de manera que la masa pueda ejercer sus derechos de expresión, su potestad de decisión sobre lo consumible, sin cuestionarse el régimen de propiedad que le ha sido impuesto. Las categorías estéticas valen para movilizar a la masa en direcciones que no infrinjan el control del fascismo; en el tiempo de Benjamin, la dirección más eficaz para encauzar a la masa en una dirección que no suponga un peligro para el régimen fascista es la guerra: gracias a la estetización de la guerra (proclamada a gritos por el futurismo), la masa acude al espectáculo de su propia destrucción como si de una obra artística se tratase, olvidándose de la opresión real que el modelo de propiedad ejerce sobre ella. Por eso dice Benjamin que, frente a esto, el comunismo responde con la “politización del arte”: la revolución conlleva insuflar ideas políticas que lleven a la masa a rebelarse contra su propia opresión, desplazando así el impulso de la masa a expresarse en meras valoraciones estéticas que camuflan determinados intereses de control. Aquí las categorías “arte”, “obra de arte” o “artista” han perdido todo significado intrínseco para volverse dependientes de la dicotomía que Benjamin nos sitúa en primer plano, que es la de dominadores y dominados. Bajo nuestras consideraciones se ha vuelto a deslizar subrepticiamente la presuposición de que el arte trata sobre la representación de un objeto frente a un sujeto. ¿No habíamos dicho que aquello que hace que el arte sea arte es el acontecimiento de la verdad en la obra? Cada vez se torna más dudoso el que la verdad, entendida como esa apertura originaria de lo desconocido en el seno de lo conocido, pueda seguir operándose actualmente en las obras de arte actuales. Heidegger mismo se hace esta pregunta, dudando de si estamos en condiciones de superar la sentencia de Hegel, según la cual el arte está presente sólo como pasado, y sólo es en la medida en que ha sido. Pero, según Heidegger, “es necesaria la pregunta de si la verdad que dicen esas palabras es definitiva y qué puede ocurrir de ser eso así.”11. Para retomar la pregunta por el arte, nos apoyaremos en el texto de Ortega. Quizá no podamos librarnos del entramado materia-forma, naturalizado en el arte bajo la fórmula sujeto-objeto. Quizá tampoco podamos contestar a la interrogación sobre el arte “a secas”. ¿Acaso es posible el arte puro? “Quizá no lo sea; pero las razones que nos conducen a esta negación son un poco largas y difíciles”12, responde Ortega. Parece

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Heidegger, M., Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 2015, “El origen de la obra de arte”, pg. 58

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Ortega y Gasset, J., La deshumanización del arte, Austral, pg. 52

que no nos queda más remedio que adentrarnos en ese entramado sujeto-objeto del que el arte permanece preso, para ver qué es lo que permanece como arte bajo las condiciones de ese irremediable esquema conceptual. Ortega presupone ya esta distinción al confirmar esa oposición entre la realidad y la perspectiva que cada sujeto tiene de ella. Según él, nos relacionamos con la realidad a través de las representaciones que tenemos de ella. En este planteamiento, que hoy en día es difícil de rebatir (o cuyo intento de refutación puede llegar a ser contraintuitivo), de lo que se encargaría el arte es de mostrar la representación, no como representación de esto o de aquello, sino en tanto que mera representación. Obviamente, esto sólo se puede hacer a través de una representación de algún objeto, puesto que si no sólo se obtendría un sinsentido (como el percibido en las obras dadaístas). Si no mostramos a la representación como siendo una representación “de algo”, no estaremos mostrando una representación, sino que estaremos haciendo un absurdo: hablar de “perspectiva” lleva de suyo una referencia a algo distinto de la propia perspectiva. Sin embargo, ya hemos visto que lo específico del arte no es la representación de tal o cual cosa, porque esto implica un esquema conceptual que vale para todo y que nos aleja de lo característicamente artístico de una obra de arte. Parece que nos encontramos ante una contradicción. Profundicemos en ella, de la mano de Ortega, para intentar superarla. “Entre la idea y la cosa”, dice Ortega, “siempre hay una absoluta distancia”13. La realidad desborda toda representación que nos podamos hacer de ella, siendo siempre “más y de otra manera que lo pensado en su idea. Queda ésta como un mísero esquema, como un andamiaje con que intentamos llegar a la realidad. Sin embargo, la tendencia natural nos lleva a creer que la realidad es lo que pensamos de ella, por tanto, a confundirla con la idea, tomando ésta de buena fe por la cosa misma. (…) idealización de lo real. Ésta es la propensión nativa, ‘humana’.” De lo que trataría el arte vanguardista, el arte deshumanizador o deshumanizante, es de recorrer el camino contrario, desatendiendo la realidad para mostrar la idea en tanto que tal idea, siendo el objeto representado un mero substrato de su propia desaparición. La representación no dejará ser una representación de un objeto, pero el carácter artístico de la representación será que tal objeto representará lo más posible a la propia representación y lo menos posible a él mismo, mostrando así la falsificación que la idea hace de él. Si las ideas son

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Ibíd., pg. 72

“meros esquemas subjetivos”14, si “tomarlas como realidad es idealizar -falsificar ingenuamente”15, si “ellas son, en efecto, irrealidad”16, entonces “hacerlas vivir en su irrealidad misma es, digámoslo así, realizar lo irreal en cuanto irreal”17. De esta manera, “el cuadro, renunciando a emular la realidad, se convertiría en lo que auténticamente es: un cuadro -una irrealidad.”18 Es en esta tendencia a volver la espalda a la realidad por respeto a la realidad misma donde se manifiesta el arte. Así, la verdad seguiría aconteciendo en el arte, en tanto que acontecimiento que pone de manifiesto los constructos teórico-prácticos mismos que dogmatizamos y tomamos por la realidad misma, haciéndolos temblar. El ser siempre hace estallar cualquier intento de reducirlo a un sentido determinado. Mostrar ese sentido determinado en tanto tal significa exponerlo en su función reductiva para con el ser. La verdad, así, acontecería en la obra en tanto negación de sí misma, en tanto noverdad. Para concluir, cabe hacerse aún una última pregunta: ¿acaso puede la verdad ponerse a la obra de esta manera? ¿Realmente es posible que la esencia del arte sea esta paradójica puesta por obra de la verdad en tanto que no-verdad? De todo lo dicho anteriormente, parece ser que la única conclusión posible ha de ser en forma de esta última pregunta, pero como pregunta necesaria, porque emerge del planteamiento la pregunta por el arte mismo, por la esencia de la obra de arte. Todo olvido de la pregunta acarrea las catastróficas consecuencias que Benjamin nos señala a propósito de la estetización de la política perpetrada por el fascismo, aunque el contraataque comunista que Benjamin plantea presupone el mismo olvido o, mejor dicho, el abandono de la pregunta misma, quizá porque Benjamin la entienda como falta de la operatividad revolucionaria que él parece buscar. Tendremos que decir, con Ortega, que esta “deshumanización del arte”, la cual se ha derivado como el episodio último de la historia del arte y como culminación o acabamiento de dicha historia, se plantea aquí como la única vía que le queda al arte para seguir teniendo sentido como categoría independiente de otros ámbitos; pero lo importante es que esta vía no ha de tenerse como una situación dada,

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Ibíd. Ibíd., pg. 73 16 Ibíd. 17 Ibíd. 18 Ibíd. 15

como un método ya apropiado, ni siquiera como una posibilidad ya alcanzada y conquistada, sino como una tendencia que la propia historia ha cargado sobre nuestros hombros. “Cualesquiera que sean sus errores, hay un punto, a mi juicio, inconmovible en la nueva posición: la imposibilidad de volver hacia atrás. Todas las objeciones que a la inspiración de estos artistas se hagan pueden ser acertadas y, sin embargo, no aportarán razón suficiente para condenarla. A las objeciones habría que añadir otra cosa: la insinuación de otro camino para el arte que no sea éste deshumanizador ni reitere las vías usadas y abusadas.”19

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Ibíd., pg. 85

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