La política y nosotros

September 14, 2017 | Autor: Hector Ghiretti | Categoría: Political Science, Policy, Citizenship
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Por Héctor Ghiretti | Licenciado en Historia.

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Córdoba, Argentina, Martes 27 de enero de 2004 Encuestas

La participación en manifestaciones públicas, una forma de hacer política.

Si a la pregunta ¿qué es la política? respondiésemos: “lo que hacen los políticos”, a pesar de que no contribuiríamos demasiado a la comprensión del problema, no andaríamos descaminados. Si en cambio dijésemos: “lo que hacen los partidos” quizá daríamos una idea más sugestiva, pero nos estaríamos equivocando irremediablemente. Existen dos modos fundamentales de comprender la política. El primero se lo debemos a Aristóteles: se trata del conjunto de cuestiones que se refieren a la polis. La polis, en la Grecia del siglo IV a.C., era la unidad política de referencia: una especie de ciudad-Estado, algo parecido a lo que es Singapur en la actualidad. Hoy, la unidad política de referencia (con todas las salvedades del caso y teniendo en cuenta las actuales transformaciones en curso) es el Estado-nación. Las cuestiones que se refieren a la polis interesan principalmente a quien debe velar por ella: a los gobernantes, a la gente que se preocupa por la buena marcha de la cosa pública. El político es el encargado del gobierno de la comunidad política. El segundo es el que propuso Carl Schmitt allá por la década de 1920. La política, para este brillante pensador alemán, se encuentra donde está el conflicto. Todo conflicto es político. La tesis, así formulada, parece un poco traída de los pelos. Sin embargo, está mucho más difundida de lo que se pudiera pensar. Cuando decimos que la política es lo que hacen los partidos, estamos asumiendo una concepción conflictiva de la política: la política es lucha. Los partidos son básicamente estructuras diseñadas para enfrentarse entre sí y obtener el poder político. Está claro que la tesis de Schmitt, con ser altamente sugerente y revelar aspectos fundamentales de la política, no es la correcta. Puede decirse que un partido de fútbol, un pleito judicial, una partida de naipes o una carrera de embolsados son, a su modo, conflictos, pero no son –al menos esencialmente– políticos. El ámbito de lo político Es preciso definir el ámbito concreto en que el conflicto se revela como político: ese ámbito es el del gobierno de la comunidad política. Conflicto político es conflicto por el gobierno, entendido como fin o razón de la lucha. Con lo que se comprueba que Aristóteles tenía razón. Pero además, el filósofo griego dijo otra cosa muy importante. El hombre es un “animal político”: un zoon politikon. La afirmación nacía de la simple observación de la vida humana: el hombre no puede desarrollarse plenamente si no es en sociedad. El hombre no puede vivir su vida del modo en que lo hacen las medusas, las babosas o los zorros. Pero, además, las sociedades que forma el hombre están dotadas de un orden dado, una jerarquía, un conjunto de símbolos y creencias, una división elemental de tareas y un gobierno: esto se verifica en todas las instituciones, desde la familia hasta el Estado.

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Apolíticos y apartidarios Si lo que dice Aristóteles es cierto –y a mí no me cabe duda alguna– definirse como apolítico es decir una solemne tontería. Tanto como decir ser caballo o gavilán pollero. Todo hombre es político, puesto que vive en una comunidad política y forma parte de ella. Pero además, en la medida en que el hombre se cree ajeno a toda realidad política, lo que está

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hombre se cree ajeno a toda realidad política, lo que está haciendo es someterse a las decisiones de los que sí creen que son hombres políticos, los que asumen tareas de gobierno y responsabilidades públicas. Quien se define como apolítico en realidad está negando su propia e irrenunciable naturaleza política, y por tanto su politicidad –que no desaparece porque él la niegue– adopta una forma subordinada e imperfecta: es un súbdito, alguien que no se interesa por su comunidad política ni actúa en ella, y por tanto deja que otros –los príncipes– decidan. El “apolítico” reduce su participación en la comunidad política a la pura obligación de acatar las órdenes y disposiciones que otros estiman necesarias o convenientes. Aristóteles hubiera ido aún más lejos. Quien –por voluntad propia o ajena– no toma decisiones, no se gobierna a sí mismo, es un instrumento de otros: un esclavo. Otra cosa muy diferente es ser apartidario: no adherir a ningún partido político ni enmarcar la actuación política a través de tales organizaciones. La definición en esos términos no solamente es muy razonable, sino que hasta me causa cierta simpatía. No es que yo esté en contra de los partidos – de hecho me parecen necesarios en el régimen liberal democrático que actualmente poseemos– pero se trata de una distinción elemental entre lo sustancial y lo accidental. Quien sin renunciar a su politicidad afirma no identificarse con ningún partido, en realidad concibe otras formas de hacer política. Formas que no tienen por qué ser conspirativas o antidemocráticas, sino perfectamente lícitas y complementarias. Para que haya comunidad política es preciso que entre sus miembros haya dos hábitos elementales: mando y obediencia. Los que mandan también deben obedecer: a sus consejeros, a los principios del bien común, a las leyes y tradiciones del país, a los ciudadanos a los que intentan servir con su acción directiva. Los que no mandan, esencialmente obedecen. La cuestión, entonces, es saber de qué lado se está, y también, de qué lado habría que estar.

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