La política del muro

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Descripción

La política del muro1 Aura Arcos

I. Las ciudades comenzaron como arquitectura militar, con la construcción de murallas que durante mucho tiempo protegieron el territorio. Los castillos, las fosas, los puentes levadizos y las torres medievales son los pesados parientes de las líneas Maginot y Siegfried de la gran guerra y el nazi Muro Atlántico y el Muro de Berlín. Este espacio es espejo de la historia de la guerra, muros alzados para la defensa y las batallas. Y cuando la guerra dejó de entenderse linealmente, parecieron condenados a ser el recuerdo de una gigantomaquia inservible, monumentos a su pesadez. No es fortuito que la historia del espacio pueda contarse como correlato de la guerra. La narración aquí propuesta comienza con las ciudades y los muros, es decir, con la inauguración del espacio humano. Según las dos grandes teorías sobre el inicio de las ciudades, las urbes comenzaron ya sea como centros mercantiles, o como sitios de defensa, pero la vocación nómada del comercio no se compara con las necesidades materiales de la guerra. Surgen en una etapa donde se desarrolló una obsesión por el control del territorio, época de expansión y de grandes imperios. El espacio era donde estaban arraigados el poder y la riqueza, conquistarlo era la meta para marcarlo bajo cualquier señal visible, signo de apropiación. La diferencia entre fuertes y débiles se reflejaba en un territorio conformado en un mapa vigilado y controlado. Los muros fueron necesarios para trazar estas fronteras, en ellos está la potencia del mundo sensible para consolidar el poder como presencia, aunado a la escala

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Es necesario mencionar que el presente ensayo es producto de una investigación desarrollada en colaboración con Eduardo Limón.

monumental, manifestación de la voluntad de un poder ausente. Así surgen las ciudades, con fronteras que proteger, líneas que crean el espacio de la polis, el espacio de las leyes, del nomós. El significado de nomós —la palabra griega para ley— originalmente está ligado al muro, esto queda de manifiesto —como bien lo señala Hannah Arendt— en el fragmento de Heráclito “el pueblo ha de luchar tanto por la ley como por la valla”. 2 La relación entre ley y muro es constitutiva de la ciudad. Las leyes, se hacen patentes, sensibles y sólidas con la pesadez de la muralla que anuncia la frontera entre la polis y lo demás, el caos bárbaro que se extiende más allá. Sólo dentro de esos límites, el hombre deviene humano, no solamente porque la polis es un espacio donde habita el hombre, sino justamente porque es el espacio humano, el único sitio donde ya no es meramente zoe, sino bios, donde el animal se ve superado por el político. Y todo esto, según Platón, gracias a las leyes, es decir, a la separación, a los muros que marcan una diferencia que facultan al hombre ser individuo. Gracias a esa primera exclusión el hombre puede conformarse como tal. Los límites de la ciudad van más allá de la mera materialidad, son fronteras que dejan fuera algo más que los cuerpos, se impide el paso a la indiferenciada otredad, aquella masa amorfa que estremece el instinto básico de individualización, bajo la intuición de que aquello que se conforma como lo otro no es tan distinto de nosotros. Lo que se deja fuera no son sólo las diferencias, sino aquella igualdad que hace de la indiferencia poder. No es lo otro lo que aterra, sino las igualdades que posibilitan el caos que Nietzsche nombra Dionisos en El nacimiento de la tragedia: delirio que transgrede todos los límites y supera la individuación, el caos uniforme, indiferenciado, cruel que no es más humano, sino masa indiferente y originaria. Lo que hace temblar es la verdad silénica: esa masa indiferenciada 2

Hannah Arendt, La condición humana, pág. 92.

está condenada a la aniquilación, su mayor debilidad no es estar expuesta a los otros, sino a lo que todos tienen en común “a su ser nada-más-que-comunidad”,3 comunidad desnuda, despojada de toda forma, sin límites internos gracias a lo cual la violencia fluye libremente entre ellos. Ese es el mayor temor: a lo que tenemos en común, al estado de naturaleza de Hobbes, donde lo amenazante es que no hay ninguna diferencia significativa entre los hombres que asegure la vida de ninguno. Lo amenazante son las coincidencias. Los mitos fundacionales son el reflejo de esta intuición, del terror a la igualdad, y es por ello que abundan los fratricidios: Caín y Abel, Rómulo y Remo, por ejemplo. La frontera tiene una función fundamental de orden. La otredad o la creación de otredad es un instinto primitivo, la respuesta a la amenaza de recaer en la confusión. Darnos cuenta que fuimos tocado por un desconocido –dice Roberto Espósito− hace que nos contraigamos con espasmos de miedo, pues en ello existe una amenaza que se remonta al lejano origen y se cierne sobre los límites que circunscriben nuestro cuerpo.4 Las fronteras protegen del caos que se arremolina al pie de los muros de la ciudad. Nomós, tiene significados que no alcanzamos a ver con la definición que actualmente le damos. Nomós primordialmente significa separación, frontera. Es, en un primer momento, la inauguración del espacio: del orden frente al caos que permite la diferenciación y la individualización, es decir, el paso necesario, del que habla Nietzsche, de Dionisos a Apolo. Y posteriormente, la distribución de lo común que define aún más a los individuos. Los muros son entonces la materialización de aquella lógica, la densificación del nomós que deviene sensible. Así, el espacio construido no son solamente rocas apiladas, son la corporeización de la ley en todos sus significados.

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Roberto Espósito, Comunidad y violencia, pág. 5. Cf. Ibídem.

El problema es que, dentro de la constitución del derecho, la lógica que posibilita la separación es violenta. La primera línea que se eleva para demarcar es, necesariamente, violencia debido a que toda delimitación es exclusión. El orden jurídico se funda de esta misma forma, por un acto violento que pretende excluir cualquier otra forma de violencia. El derecho no es otra cosa que violencia a la violencia por el control de la violencia. 5 En teoría el hombre se encuentra “seguro”, si cede su derecho a un poder mayor, el soberano, que promete protegerlo en tanto se le conozca como aquel que tiene el uso legítimo de la fuerza. Así para Hobbes, el hombre está lejos del riesgo de extinción que el estado de naturaleza supone. No obstante, queda a merced de aquel otro, de la ‘ley’ –en el mejor de los casos– que tiene arraigada muy en el fondo la violencia. No suena extraño, entonces, que la forma de proteger a la sociedad sea con pequeñas dosis de aquello de lo que se pretende proteger, “el poder soberano desempeña su papel inmunitario de conservación de la vida manteniéndola al borde de la muerte”,6 la sociedad está, así, siempre sometida a una violencia interna.

II. Un muro implica siempre violencia, una especie de exilio, es una fragmentación del habitar que deja fuera y permiten un adentro. Se conforman con la naturaleza violenta del nomós, al erigir un muro se evita violentamente el tránsito dentro de ese espacio abierto. Es cierto que las cosas inauguran sitios, pero un muro es siempre un erigir que separa, negativo en sentido que limita y resulta en otredad, de la cual se pretende proteger. La lógica de las leyes está en el corazón de los muros, es decir, la imposibilidad de 5

Esta es una idea de Walter Benjamin que no obstante, tomé del texto Comunidad y violencia de Marcelo Espósito. 6 Ibíd., pág. 9.

conformarse sin excluir a los otros. La ciudad surge bajo ese principio. Y aunque lo muros se volvieron inútiles con el fin de la época donde las guerras se peleaban en el campo de batalla o al pie de las murallas de la ciudad, los muros han proliferado de forma extraordinaria. Otra vez en respuesta a aquel miedo originario llamado ahora globalización que se mueve bajo la bandera blanca de utopía. Son el intento de dar una dimensión física a los conflictos, inútilmente claro, pues los ‘enemigos’ son extraterritoriales y cuando fallan, a pesar de que se reafirma la certeza de que todo muro está condenado al fracaso, la obsesión por ellos crece. La otredad reina en la frontera, es un sitio violento porque agudiza la contradicción del espacio actual: los muros funcionan con la lógica del adentro y afuera, y la domesticación del tiempo, con la pesadez del cemento y la dependencia del mapa y las líneas para cuidar y vigilar el territorio. Esto se contrapone a la condición posmoderna – ligera– en la que el mundo ha perdido tamaño, se ha vuelto pequeño o irrelevantemente grande gracias a la ‘conquista’ del espacio, disfrazada como la aniquilación del tiempo, es decir, no sólo es que puedan recorrerse grandes distancias en poco tiempo, sino que la instantaneidad domina y el instante no es ya un movimiento muy rápido o a un lapso muy breve “en realidad denota la ausencia de tiempo como factor del acontecimiento […]”7 y por ello no otorga ya valor al espacio. La diferencia entre ‘aquí’ y ‘allá’ se ha desvanecido y todo simula ser un ‘ahí’, en una especie de exceso de presente. Esto implica que, contra la instantaneidad está un muro que no permite dejar el lugar a voluntad y atenta contra la flexibilidad de la vida. Un muro que inaugura un lugar prohibido y mantiene a una población dominada al despojarla de su capacidad de decidir estar en otra parte y la velocidad con la cual hacerlo, los condena a un destino de muros que 7

Zygmunt Bauman, Modernidad Líquida, pág. 127.

fue pactado por los menos ante una política del miedo, mientras que, el privilegio de un mundo cosmopolita que tiene el capital o los productos, se limita a un muy pequeño grupo de personas. Un muro implica siempre violencia. Los muros ya no operan linealmente, son una declaración de intenciones que ahora no sólo se multiplica hacia el ‘exterior’ es decir, en las fronteras como son el caso de Israel y Palestina, México y EUA o España y Marruecos; sino, en la confusión de adentro y afuera, se erigen en el interior. Esto no es extraño, anteriormente, los muros miraban hacia el exterior, reflejo de las leyes que funcionaban como aquello indispensable para el espacio humano. Los muros eran la sensibilización de eso, delimitaban a la vez que protegían y, en consecuencia, creaban un espacio físico, espejo de aquel otro espacio ininteligible que las leyes tejían. La creciente obsesión por los muros refleja el cambio de paradigma político. No es raro que, cuando la política mutó en biopolítica ─y luego en necropolítica─ el espacio deviniera dispositivo de control y la lógica violenta de los muros se agudizara. Entre más grande es el mundo, más muros se levantan, más nos retraemos hacia lo local y los muros se fijan en el interior de la vida humana misma, en el corazón de las ciudades, para marcar diferencias entre vidas que se declaran superiores sobre otras que no merece ser vividas, geodistrubución que pretende aislar a ciertas poblaciones y lograr un estado de excepción sin activar ninguna alarma. Los muros son ahora fronteras que se trazan para controlar, no para proteger el derecho y a la comunidad de las amenazas externas, sino, en un exceso de presencia, pretenden generar determinados comportamientos de los cuerpos al interior de las ciudades. La lógica de las fronteras no sólo es una condición que se reproduce en el límite entre países, en especial entre países ricos y pobres. Ella, se ha trasladado al interior de la vida cotidiana. Se aprovecha la potencia del muro para general ruptura y en general, para

cerrar los espacios antes abiertos: se instauran puntos de control, se levantan muros entre barrios ricos y pobres, y la presencia de seguridad militar o policial se ha vuelto cosa de todos los días. Son huellas, también, del sistema inmunitario bajo el cual el gobierno se rige, es decir, el miedo. La población tiene terror a la violencia que viene del exterior sin darse cuenta que el origen de ella es el interior, otra vez la paradójica con-fusión posmoderna de adentro y afuera. Por miedo a la violencia ejercemos violencia, que se refleja al exterior en forma de muro, volviendo a la ciudad arquitectura violenta. Cuando pensábamos que el mundo era pequeño y nos sentíamos con tanta movilidad y libertad, nos encontramos atrapados en una especie de claustrópolis –como dice Paul Virilio– parece que no hay ya espacios sin muros. Ejemplo de ello son los desarrollos suburbanos cerrados e hipervigilados de México, Brasil, EUA o Sudáfrica, donde, al estilo medieval, o como en el relato de Edgar Allan Poe La máscara de la muerte roja, cierta población pretende aislarse, como si ello fuera posible, del resto que pasa un mal rato más allá de las murallas que encierran el mundo de los privilegiados. Pero al final, estos complejos no son más que cárceles de lujo, segregación y encierro voluntario que atenta contra la ciudad misma y se levanta bajo el emblema de exclusión. Los espacios ‘privados’ se han transformado en una especie de búnkeres que emanan violencia hacia el exterior. El estado de excepción se ha vuelto la regla sin alertar a la población que se ha acostumbrado a ello. Los dispositivos diseñados como sistemas carcelarios son ahora las pautas del urbanismo, el miedo nos llevó a sentimos cómodos en habitar una sofisticación del panóptico de Bentham. Los muros son el reflejo de las políticas de control que inundan el espacio social, en lugar de que se abran espacios para la política, las políticas cierran aquellos espacios de encuentro en pro de la seguridad y en consecuencia, lo social, y la

ciudad misma, retroceden. Cada vez es más fácil ver las políticas de separación y exclusión: el aumento de las fronteras y la seguridad en ellas, los segundos pisos que sobrevuelan los barrios y las vías rápidas, dos forma de invisibilizar la realidad circundante; los rascacielos, emblema citadino, que disminuyen la vida social a un mínimo, se aísla de la ciudad y aniquila los lugares de encuentro, reducidos a elevadores y lobbies que generalmente funcionan como puntos de control, pero eso sí, la vista es inmejorable, en forma de pantalla, claro, es decir, casi mediada y artificial; los suburbios de las ciudades estadounidenses, los complejos de lujos de los que se habla más arriba; los centros comerciales; y a la vez, del otro lado de la dualidad, los guetos, los cinturones de miseria que conforman las periferias de muchas ciudades y los desarrollos miseria, estrategias incluso de algunos gobiernos como es el caso de México, que son construcciones inmensas de casas de interés social más allá de las periferias de las grandes ciudades. Todas ellas son tecnologías de fragmentación propias de tácticas bélicas, el territorio se transforma en redes complejas de fronteras interiores y lugares prohibidos, se han multiplicado los lugares de transición, desde pasillos y lobbies hasta puntos de control con seguridad privada o incluso militar. Pareciera que las estrategias de los Israelís en palestina ocupada, se ha expandido al resto del mundo y “convertir todo movimiento en imposible”8 es la meta de todos los días. La obsesión actual por levantar muros es el delirio que llamamos necropolítica, enfermedad limítrofe que se desborda hacia lo sensible y forma todas las relaciones espaciales anteriormente mencionadas. Reflejo de aquellas políticas invisibles que se sostienen en la idea de soberanía como el derecho a matar y sobre todo, el derecho a decidir qué vidas son valiosas y cuales son dispensables. Es decir, la política de las fronteras, los campos de concentración y el apartheid, la política del muro. 8

Achille Mbembe, Necropolítica, pág. 49.

Trabajos citados Arendt, Hannah. La condición humana. Buenos Aires: Paidós, 2009. Bauman, Zygmunt. «Espacio/tiempo.» En Modernidad líquida, 9-138. Buenos Aires: FCE, 2004. Cano, Juan Carlos. «Las murallas y la guerra.» La Tempestad #84, 2012: 114-117. Esposito, Robert. «Comunidad y violencia.» Revista Minerva #12: Círculo de bellas artes de Madrid. 2009. http://www.circulobellasartes.com/fich_minerva_articulos/Comunidad__y__violencia_(73 92).pdf (último acceso: 07 de Septiembre de 2013). Josep Maria Montaner, Zaida Muxí. Arquitectura y política. Ensayos para mundos alternativos. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2013. Mac Gregor, Helena Chávez (Curadora académica). Estética y violencia: necropolítica, militarización y vidas lloradas. Ciudad de México: MUAC, 2012. Mbembe, Achille. Necropolítica. España: Editorial Melusina, 2011.

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