La Política del Espacio

September 13, 2017 | Autor: J. Vasquez Marquez | Categoría: Ética y Política - Democracia y Ciudadanía
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Descripción

LA POLITICA DEL ESPACIO

UNIVERSIDAD DE VALPARAISO FACULTAD DE HUMANIDADES INSTITUTO DE FILOSOFIA PROGRAMA DE POSTGRADO EN FILOSOFIA

LA POLITICA DEL ESPACIO Una aproximación ético-política al espacio de la cotidianeidad ciudadana

Tesis para optar al grado de Magister en Filosofía con mención en Pensamiento Contemporáneo

Autor Tesis: José Agustín Vásquez Márquez Profesor Guía: Profesor Dr. Humberto Giannini Íñiguez Valparaíso, Diciembre 2012

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Y la ciudad ahora es como un plano De mis humillaciones y fracasos; Desde esta puerta he visto los ocasos Y ante este mármol he aguardado en vano.

Aquí el incierto ayer y el hoy distinto Me han deparado los comunes casos De toda suerte humana, aquí mis pasos Urden su incalculable laberinto.

Aquí la tarde cenicienta espera El fruto que le debe la mañana; Aquí mi sombra en la no menos vana

Sombra final se perderá, ligera. No nos une el amor sino el espanto; Será por eso que la quiero tanto.

Jorge Luis Borges, “Buenos Aires”.

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A Francisco, allá, tan lejos.

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INDICE Informe del Profesor Guía Sr. Humberto Giannini………………………………………….7 Introducción: …………………………………………………………………………………...8 Capítulo 1: 1.1¿Por qué una Política del Espacio?.....................................................................................11 1.2 Política, familia, demos……………………………………………………………………12 1.3 La plaza del mercado……………………………………………………………………..18 1.4 ¿Una política del habitar?...................................................................................................26 Capítulo 2: La Ciudad Contemporánea 2.1 Memoria individual y memoria colectiva………………………………………………..28 2.2 El lugar de la memoria……………………………………………………………………30 2.3 El cuidado de la memoria y el simulacro………………………………………………...35 2.4 El espacio público en la ciudad posmoderna……………………………………………41 2.5 De la “reflexión” cotidiana a la alienación cotidiana…………………………………...49 2.6 La muerte del espacio público en la sociedad de consumo……………………………..55 2.7 La ciudad privada…………………………………………………………………………63 2.8 La arquitectura del miedo………………………………………………………………..67

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Capítulo 3: Ciudad y Política 3.1 Ideas, visiones, imaginarios de ciudad…………………………………………………...72 3.2 Ideología…………………………………………………………………………………...74 3.3 Utopía………………………………………………………………………………………83 3.4 Política………………………………………………………………………………..……88 3.5 Ética………………………………………………………………………………………..98 A manera de conclusión……………………………………………………………………..108 BIBLIOGRAFIA…………………………………………………………………………….114

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Sr. Profesor Dr. Osvaldo Fernández Facultad de Humanidades UNIVERSIDAD DE VALPARAISO Distinguido Profesor, Me permito presentar a Ud. el informe final de la Tesis “La Política del Espacio”, realizada por el profesor JOSÉ AGUSTÍN VÁSQUEZ MÁRQUEZ. De esta tesis soy Profesor Guía y he estado en relación permanente con su autor desde hace algo menos de dos años, con ocasión de un Seminario que dirigí en la UNIVERSIDAD DE VALPARAÍSO. El Magistrando realiza en esta Tesis una investigación que, a mi juicio, posee tres cualidades que merecen ser subrayadas: en primer término, aborda un tema que siendo por su naturaleza interdisciplinario, la filosofía no podía estar ausente de él, por tratarse del habitar humano. En segundo lugar, porque el habitar humano, a causa del desarrollo técnico de la vida, se ha vuelto uno de los temas más espinudos e insolubles de la sociedad post moderna, (“una masa de informes soledades asociadas”, se ha dicho). Por último, cómo enfrentar en Chile la concentración, el hacinamiento humano en ciudades como Santiago, que a corto plazo se volverán “invivibles” a causa de un desarrollo, ligado a “la muerte del espacio público”. Justamente, es digna de profunda reflexión las páginas dedicadas al tema de la ciudadanía ligada a la existencia abierta de un espacio público (páginas 38-39). Y a propósito de Valparaíso, hay una crítica enérgica a lo que el Autor llama “la ideología restauradora”, mera simulación de memoria (Pág. 24). El Profesor Vásquez aborda cada uno de los problemas que trata con la solvencia que le otorga su otra actividad, la arquitectura; y luego, el pathos filosófico, innegable en este trabajo; apoyado, además, por la presencia en su reflexión de connotados filósofos de nuestro tiempo, preocupados también del habitar del ser humano en este mundo que el mismo ser humano se ha construido. En resumen: una investigación que tiene por escenario teórico contemplativo, el mismo espacio concreto en el que el filósofo habita como ciudadano, es ya un hecho original y poco común en nuestro medio. Por todas estas razones, pero además, por el adecuado apoyo bibliográfico, por la llaneza y propiedad del estilo, propongo se califique la Tesis del Prof. José Agustín Vásquez con la nota máxima (Siete). Aprovecho la oportunidad para saludar a Ud. afectuosamente

Humberto Giannini Iñiguez Santiago, 17 de diciembre 2012.

Valparaíso, rápidamente va perdiendo el encanto de un tiempo menos acelerado y de un rostro ciudadano.

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Introducción

El origen de esta tesis se encuentra en los intereses y áreas de estudio y reflexión desarrollados en el ejercicio de las cátedras de Teoría de la Arquitectura y Taller de Arquitectura, que hemos desempeñado durante dieciocho años. Desde estas cátedras se han originado preguntas sobre la ciudad, el espacio público y la política, preguntas cuya respuesta supera ampliamente el campo teórico propio de la arquitectura y el urbanismo, necesariamente restringido, y buscan instalarse y buscar respuestas en el ámbito del pensamiento. En pos de ello hemos buscado sustento para nuestra indagación cursando el postgrado de Magister en Filosofía, con mención en Pensamiento Contemporáneo, en cuyo desarrollo se nos han abierto nuevas perspectivas, que han permitido ampliar y, al mismo tiempo, afinar nuestra visión y nuestra reflexión sobre los temas ya señalados, entendiendo que ellos son propios de la filosofía y pertinentes a la investigación filosófica que se desarrolla en esta tesis.

Sucintamente, el plan de esta investigación se plantea a través de una primera pregunta: ¿por qué una Política del Espacio?, cuya respuesta se encuentra en la noción, esbozada por Hannah Arendt, de que la Política la encontramos en un estar juntos, instalando una concepción espacial de ella. Se continúa esta primera parte preguntándonos acerca de las esferas de acción de la Política, separando, con Arendt, las esferas de lo privado y de lo público, del domicilio, siguiendo a Humberto Giannini, espacio de la disposición para el si mismo, del espacio público,

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espacio de la disposición para el Otro. Nos referimos a la condición contemporánea del espacio de la Política, considerando que, a lo largo de la historia, ese espacio ha sido, y sigue siendo, el espacio de la Ciudad, el cual, por otra parte, se ha vuelto un espacio problemático, a partir de los fenómenos de la globalización, la masificación y la segregación urbana, poniendo en cuestión la condición pública del espacio ciudadano.

Continuando con el desarrollo de nuestra investigación, en el Capítulo 2 nos preocupamos particularmente de la Ciudad contemporánea, de su condición histórica de lugar de la memoria, de los fenómenos modernos de la alienación urbana, del simulacro patrimonial, de la segregación y de la desaparición del espacio público, ergo del espacio político, estableciendo el marco descriptor de la condición contemporánea de la Ciudad.

En el Capítulo 3 intentamos indagar

en la forma de los imaginarios que a lo largo de la historia se han preguntado o han reflexionado sobre la Ciudad, enfocando esta indagación desde las perspectivas de la ideología y del pensamiento utópico, a través de un cuestionamiento de los supuestos y consensos ideológicos sobre los que se sustenta la imagen de la ciudad contemporánea y reivindicando el concepto de Utopía como exigencia ética. En esta confrontación de las perspectivas ideológicas y utópicas, la Política, atravesada por la mirada ética, sólo puede entender a la Ciudad como un espacio de emancipación, de igualdad y de encuentro con el Otro. En definitiva, transitamos desde una ontología de la Ciudad hacia una ética del habitar ciudadano, ética entendida no desde la construcción de una moral institucionalizada, sino desde un cambio de nivel reflexivo, cuyo fundamento no lo encontraremos más que en la aceptación de la alteridad, de la existencia interpelante del Otro.

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Por último, se concluye retornando al punto de partida, a la visión de arquitectos y teóricos de la Ciudad moderna, buscando el encuentro entre la práctica del hacer ciudad con el pensamiento contemporáneo, preguntándonos si, frente a la realidad de las ciudades actuales, aún es posible seguir pensándolas como el lugar de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad humana. La respuesta está abierta, pero, por otra parte, la Ciudad, como espacio del estar juntos los hombres los unos con los otros, no ha cesado de ser el lugar donde habita el hombre social e histórico, el lugar desde el cual el hombre ha construido su ser histórico y social, y el lugar físico que no ha dejado de crecer y multiplicarse en toda la extensión del planeta y donde los valores y virtudes de las que el hombre en sociedad se precia se hacen realidad o son puestos en cuestión. La necesidad de que la Ciudad sea el soporte material y el espejo en el que la convivencia de los hombres da cuenta de si misma constituye una exigencia permanente para las sociedades que buscan, legítimamente, la justicia.

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Capítulo 1 1.1 ¿Por qué una política del espacio? “La política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos”1, nos dice Hannah Arendt en su obra “¿Qué es la política”. Esta breve explicación sobre el sentido de la política podría servir para introducirnos, sin más, en la respuesta a la interrogante con la que encabezamos esta presentación. “Estar juntos”, como tema central de la política, conlleva explícitamente una concepción espacial de la política, la idea de que la política tiene algo que ver con la ocupación de un espacio, en el que “se está juntos”.

Pero también los animales, eventualmente, pueden estar juntos. Así, en los rebaños, manadas, cardúmenes y bandadas, los irracionales procuran la continuidad de la especie, la seguridad, la conservación de un territorio, la protección de los ejemplares más débiles, la eficiencia en las incursiones en procura de presas, etc. Existen, evidentemente, especies en las que los ejemplares llevan una vida solitaria, juntándose sólo para el apareo, pero son las menos, y, en general, entendemos y sabemos que los seres vivos tienen una natural tendencia a estar

1Hannah Arendt, ¿Qué es la política?, Editorial Paidós Ibérica S.A., Buenos Aires, 2009, pág.45.

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juntos. Por otra parte, los granos de arena en un desierto, las moléculas de agua en un vaso, los árboles en un bosque, los libros en mi biblioteca, también están juntos, compartiendo un mismo espacio. ¿Qué diferencia al hombre de las demás especies animales y de los demás entes que conforman el mundo en este “estar juntos”?.

A partir del estudio de los modos del “estar juntos” en la cotidianeidad de la ciudad contemporánea, más allá de las ilusiones ideológicamente sustentadas, trataremos de entender de qué modo el habitante de estas ciudades es aún, efectivamente, un ciudadano, en el sentido más propiamente político del concepto y no sólo en el más superficial, o sólo estadístico, de mero habitante, y en qué medida hoy nuestras ciudades cumplen o no su función de ser el espacio para el ser-con-los-otros. Además, intentaremos aventurar algunas preguntas sobre las posibilidades de alcanzar la utopía de la ciudad democrática.

1.2 Política, familia, demos. “Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos,…”2. Desde muy temprano en su corta trayectoria sobre la tierra, la especie humana, los hombres, han presentado una natural inclinación a compartir el espacio con sus semejantes. En primer lugar, con aquellos más cercanos: la familia. Atendiendo a la etimología

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Hannah Arendt. La condición humana. Editorial Paidós Ibérica S.A. Barcelona, 2003, pág.37.

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de esta palabra, podemos derivar hacia dos ámbitos de significación que dan cuenta de dos modos distintos del “estar juntos”: por un lado, sabemos que en latín la palabra familia deriva de famulus (siervo, esclavo) y designa “al grupo de siervos y esclavos patrimonio del jefe de la gens”3. Esta sola acepción nos suscita ecos de relaciones fundadas sobre el dominio, la autoridad, la jerarquía y la desigualdad, como son las que, por naturaleza y necesidad, se producen al interior de la estructura familiar humana.

Por otra parte, la palabra famulus se vincula con la raíz fames (hambre) de manera que el vocablo se refiere al conjunto de personas que se alimentan, juntas en la misma casa, y a las que un pater familias tiene la obligación de alimentar. Hannah Arendt rechaza la identificación de la política con el modelo de la familia, ya tempranamente insinuada en la traducción latina que Séneca hace del zoon politikon aristotélico por el animal socialis, porque en esa identificación “tanto se disuelve la variedad originaria, como se destruye la igualdad esencial de todos los hombres”4. Por nuestra parte, creemos que hay que escuchar este rechazo de Arendt, en el que insiste, diciendo que “la ruina de la política resulta del desarrollo de cuerpos políticos a partir de la familia”, prefiriendo para la política, frente al modelo intrínsecamente jerárquico y desigual propuesto por la familia, el modelo voluntariosamente igualitario del demos, sustento de la idea democrática, primer reclamo de igualdad de toda sociedad que aspire a la recta justicia.

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http://es.wikipedia.org/wiki/Familia#Etimolog.C3.ADa Arendt, ¿Qué es…..?, pág.45.

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El demos designa al pueblo 5, y en el demos contemporáneo deberíamos reconocernos, sin exclusiones, todos como iguales, y el espacio que deviniera de tal concepto habría de ser, necesariamente, un espacio de igualdad y, por ello, de libertad. Para reforzar este punto, esencial en la necesaria distinción entre lo social y lo político, hay que hacer notar que, como señala nuevamente Arendt, de acuerdo con el pensamiento griego la capacidad del hombre para la organización política no sólo es diferente, sino opuesta a la asociación natural en el hogar (oikia) y la familia. El hombre tiene, además de su vida privada, una vida política. Más aún, la fundación de la polis fue precedida por la destrucción de las unidades basadas en el parentesco, como la phratria y la phylé6. De allí la temprana distinción entre la esfera privada y pública de la vida, que corresponde al campo familiar y político, en tanto que la llamada esfera social, ni pública ni privada, constituye un fenómeno relativamente nuevo, cuyo origen coincide con la llegada de la Edad Moderna y cuya forma política es la de la nación-estado.7

La familia, por otra parte, adquiere su significado por el hecho de que el mundo no ofrece refugio para el individuo, para el diverso, siendo característico de este ámbito el vivir juntos debido a las necesidades y las exigencias. La comunidad natural de la familia nace de la necesidad, que rige las actividades que se suceden dentro de ella. El concepto de parentesco hace perder a lo político la cualidad esencial de la pluralidad. El ámbito espacial propio de la

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http://es.wikipedia.org/wiki/Pueblo: “Cuidan algunos hombres que pueblo se llama a la gente menuda, así como menestrales y labradores, mas esto no

es así, y antiguamente en Babilonia y en Troya, que fueron lugares muy señalados y ordenaron todas las cosas con razón y pusieron nombre a cada una según convenía, pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los hombres comunalmente: de los mayores y de los menores y de los medianos, pues todos estos son menester y no se pueden excusar, porque se han de ayudar unos a otros para poder bien vivir y ser guardados y mantenidos.”. Siete Partidas, Partida Segunda, Título 10, Ley 1.Alfonso X el Sabio, Corona de Castilla, 1265. 6 7

Arendt. La condición….., pág.39. Arendt. Ibid., pág.41.

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familia es el del domus, lugar de la privacidad por excelencia, domicilio, el lugar privilegiado del “regreso a sí mismo” 8, del “recogimiento cotidiano”9, es decir, el lugar en el que damos cuenta de nuestra singularidad, y desde el cual nos situamos en relación con el mundo.

El domicilio, por otra parte, en la perspectiva desde la que lo aborda el filósofo Humberto Giannini, es una categoría que no debe asociarse a imágenes de familia o afectos, ni tampoco suponerla como privativa del ser humano, puesto que es detentada por la animalidad más humilde tanto como por seres humanos tales como el anacoreta, el mendigo que se guarece bajo un puente o el nómade con su tienda. Más allá de esta necesaria precisión, que ayuda a situar esta categoría en un ámbito no necesariamente ligado a la idea tradicional de “familia”, podemos decir, siguiendo al mismo autor, que el domicilio representa el lugar de la disponibilidad para mí, el espacio que está allí para mis requerimientos, donde guardo aquellos objetos de mi propiedad que están allí para mi uso y goce personales. Y esta última precisión nos lleva, por contraposición, a enfocarnos hacia el objeto de nuestra atención, aquel espacio en pos del cual se abandona el domicilio, el espacio que, por esencia, es el lugar de la disponibilidad para el Otro: el espacio de lo público, el espacio donde el hombre ha intentado, a lo largo de la historia, sentir que es parte de algo más que el Ser, entendido en el sentido de la ontología heideggeriana del Dasein, o bien, que es sólo si es capaz de salir del Ser, y más aún, si entiende ese Ser como donación hacia el Otro, en que este Otro no es algo dado, sino que aparece como un encuentro, como la figura de un tiempo nuevo, de una inauguración, de un acontecimiento, situado en la radical exterioridad. 8 9

Humberto Giannini, La “reflexión” cotidiana, Hacia una arqueología de la experiencia, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2004, pág.32. Giannini (op.cit),pág.32.

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Por otra parte, Heidegger nos habla de mundaneidad, como “aquel concepto ontológico que se refiere a la estructura de un momento constitutivo del estar-en-el-mundo”10. Este estaren-el-mundo es una determinación existencial del Dasein, y la mundaneidad misma es un existencial. El “mundo” es un carácter del Dasein mismo, y también puede significar “el mundo “público” del nosotros11 o el mundo circundante “propio” y más cercano (doméstico)”12. Hemos destacado intencionadamente el “nosotros”, pues, al enfrentar esta noción a la que Lévinas nos plantea en “Totalidad e Infinito” podemos apreciar con total claridad la contienda irreconciliable que opone la ética levinasiana a la ontología heideggeriana. Lévinas, en esta obra, expresa con toda nitidez su rechazo a la idea “totalizadora” del “nosotros”: “L’absolument Autre (Otro) c’est Autrui (Ajeno). Il ne fait pas nombre avec moi. La collectivité où je dis “tu” ou “nous” n’est pas un pluriel de “je”. Moi, toi, ce ne sont pas là individus d’un concept commun” 13. El Otro es el Extranjero, el Extraño, el Desconocido, pero también quiere decir “el libre”, aquel sobre el cual “yo no puedo poder”. En la definición de Heidegger vemos aquel “nosotros” rechazado por Lévinas, y también un punto diverso al expresado por Arendt y Giannini, quienes hacen una clara distinción entre lo privado y lo público. En particular, Giannini separa el “ser para sí mismo”, es decir, el recogimiento cotidiano “en un domicilio personal conformado por espacios, tiempos y cosas familiares que me son disponibles”14, del espacio público, que comienza “más allá del domicilio”, y que es el lugar en pos del cual se abandona ese domicilio, con el fin de internarse, o externarse, en aquel espacio externo en el que se busca “el alimento, la leña, la compañera”.

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Martin Heidegger. Ser y Tiempo. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2002, pág.92. (Las negritas son nuestras. N.del A.) Heidegger, op.cit.,pág. 93. 13 Emmanuel Lévinas, Totalité et infini, Essai sur l’exteriorité, Kluwer Academic, París, 2009, pág. 28 14 Giannini (op.cit),pág.32. 11 12

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En este espacio externo, en el que nos desenvolvemos cotidianamente, se encuentra el lugar por antonomasia en el que el ser-para-sí se vuelve disponible para el Otro: el trabajo, en el que estamos disponibles para el patrón, para el jefe, para el cliente, para el consumidor. En este ser-para-el-Otro, en el que se puede dar desde la ignominia del trabajo como mercancía15 hasta aquel ser en el que el trabajo implica “esencial y concretamente un ser para nosotros, esto es, una efectiva comunidad en la inteligencia y en el destino de la obra”, radica, para Giannini, “el primer signo de un tiempo democrático, común.”16

Por su parte, Hannah Arendt sostiene, contrariando a Aristóteles, que el hombre no es, por esencia, un zoon politikon, no es político por esencia, es a-político, y que la política nace en el Entre-los-hombres, fuera de los hombres. Nuevamente Arendt hace alusión a una condición espacial de la política, que nos interesa destacar: la política sería una relación de los hombres entre sí, y este particular territorio de los hombres entre sí es el único ámbito en el que hay libertad, o puede haberla, agregamos nosotros, entendiendo que la libertad es una capacidad, o una facultad del ser humano, que sólo se hace comprensible en la relación entre los hombres, es decir, en la política.

Las relaciones y actividades necesarias que se producen entre los hombres son de muy variadas categorías, pero aquellas que los griegos consideraron propiamente políticas fueron sólo dos: la acción (praxis) y el discurso (lexis), excluyendo todo “lo meramente 15 16

Giannini (op.cit),pág.35. Giannini (op.cit),pág.35.

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necesario o útil”17. Esta precisión inicial nos ayuda a hacer esa necesaria distinción entre lo social y lo político, cuya confusión, desarrollada ya desde los romanos, ha llevado al contemporáneo predominio de las consideraciones económicas y sociales por sobre las propiamente políticas, subsumiendo a la política en la economía.

1.3 La plaza del mercado Es un hecho que la política, en nuestra época, es vista a través del filtro de los numerosos prejuicios que la historia del hombre ha contribuido a gestar en torno a ella. Prejuicios que no son juicios, agrega Hannah Arendt, y que, sin embargo, confunden con la política aquello que, precisamente, podría acabar con ella. Emmanuel Lévinas, por citar a un eminente pensador contemporáneo, define a la política como “l’art de prévoir et de gagner par tous les moyens la guerre” y agrega que “la politique s’oppose à la morale, comme la philosophie à la naïveté”18, asimilando, de alguna manera, la Política a la Totalidad y, así, al totalitarismo moderno. Este punto de vista extremo (y extremadamente prejuicioso respecto de la política, agregaríamos) responde, a nuestro juicio, a la contingencia de la Segunda Guerra Mundial y al crimen atrox del Holocausto sufrido por los judíos europeos bajo el régimen

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Arendt. La condición……., pág.39. Lévinas, Totalité et ……….. Hay que acotar, para obrar con justicia, que Lévinas define, más allá de la totalidad objetiva o de la historia, una exterioridad, una trascendencia en relación con la totalidad, no englobable en ella, a la que denomina “visión escatológica”. En dicha visión, la idea de infinito aparece como el horizonte desde el cual el Otro (l’Autre) nos interpela, y que está en la base de la formulación de su ética. 18

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hitleriano. Las experiencias totalitarias del siglo XX, su extrema politicidad, y la voluntad de estos regímenes de politizar la vida humana, totalizándola en el Estado, abonan el campo de quienes piensan que la política es, esencialmente, una relación de guerra y dominio, y abogan, entonces, por algún tipo de gobierno mundial que resuelva los conflictos burocráticamente, eliminando los ejércitos y reemplazándolos por algún tipo de policía.

Pero esta abolición de la política se nos muestra como una nueva forma de dominación, llevada a escala planetaria e inapelable, aún más temible: “Desde hace siglos, el apetito de poder se ha dispersado en múltiples tiranías pequeñas y grandes que han hecho estragos aquí y allá, y parecería que ha llegado el momento en que el apetito de poder deba por fin concentrarse para culminar en una sola tiranía, expresión de esta sed que ha devorado y devora el globo, término de todos nuestros sueños de poder, coronación de todas nuestras esperas y de nuestras aberraciones. El rebaño humano disperso será reunido bajo el cuidado de un pastor despiadado, especie de monstruo planetario ante el cual las naciones se postrarán en un estupor cercano al éxtasis19”.

Eliminado el espacio entre los hombres, y reemplazado por alguna forma de gobierno sobre los hombres, los fenómenos de masificación, los procesos de transformación de la sociedad desde una condición política a una de masas impotentes ante un poder gigantesco, despersonalizado y burocrático, sometidas al simulacro del consumo, de la información

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Emil Cioran: Historia y Utopía (documento en pdf).

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mediatizada y de la decisión conducida por esa misma información, la sociedad se transforma, sutil pero eficazmente, en un remedo atroz de las formas familiares rechazadas acertadamente, a nuestro juicio, por Arendt, en que un anónimo o personalizado y divinizado Padre, o un Hermano Mayor, cuida, vigila y castiga a una prole que debe comportarse de acuerdo a sus mandatos, encerrada en los corrales de ciudades organizadas para el transporte, la producción y el comercio, sin espacio entre los hombres, que viven una vida modelada para el consumo, la obediencia y el acriticismo. Poco tendría que ver este remedo de ciudad con aquella polis, en la que la palabra, “las grandes palabras” (megaloi logoi), son valoradas intrínsecamente. La mayor parte de la acción política es realizada con palabras, al margen de la violencia. La violencia es muda, y, por ello, nunca puede ser grande. “Ser político (…) significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia”.20.

La distinción entre el gobierno de la familia y la esfera política reside en que el primero es absoluto e irrebatido, en tanto que la política se caracteriza, precisamente, por la capacidad que tienen los hombres (zoon logon ekhon: “ser vivo capaz de discurso”21) de contestar, sopesar y replicar, en definitiva, de juzgar lo que ocurre y lo que se hace.

Los prejuicios que el curso de la historia ha desarrollado contra la política llevan al hombre a perder su capacidad de juzgar, base y sustento de la actividad política. No obstante lo anterior, también la historia nos dice que siempre que existan hombres que se reúnen, ya sea en 20 21

Arendt. La condición………, pág.40. Arendt, ibid., pág.40.

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forma privada o pública, surge entre ellos un espacio que los une al mismo tiempo que los separa. Este espacio conforma un mundo, el mundo de los hombres, el mundo humano, donde encuentran lugar los asuntos propios de los hombres, espacio que se ha denominado como la polis, la ciudad. No hay Totalidad (en los términos en los que la define Lévinas) que pueda abolir o hacer desaparecer este espacio, en el que los hombres producen algo distinto de ellos mismos. Y este espacio conforma un territorio, una topografía, y una cronología, en los términos ocupados por Humberto Giannini22. Un espacio en el que se desenvuelve la cotidianeidad del hombre, en particular del ciudadano, su “reflexión” cotidiana que, no obstante esa cotidianeidad, tiene también una condición metafísica, como un movimiento “partant d’un monde qui nous est familier -quelles que soient les terres encore inconnues qui le bordent ou qu’il cache- d’un “chez soi" que nous habitons, vers un hors-de-soi étranger, vers un la bas”23.

El espacio de la polis es el espacio de la libertad, y la política no constituye sólo un medio para proteger la sociedad. La libertad se localiza exclusivamente en la esfera política, en tanto que la necesidad es un fenómeno prepolítico, propio de la esfera doméstica privada. Por otra parte, la polis se diferencia de la familia en que sólo conoce “iguales” (homoioi), en tanto que la familia es “el centro de la más estricta desigualdad”24 Se trata de ser libre para “dejar la casa”, para dedicar la vida a los asuntos de la ciudad, y para ello se requiere estar liberado de la necesidad. En el mundo antiguo, un hombre que viviera sólo una vida privada no era

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Giannini (op.cit),pág.26. Lévinas, op.cit.pág.21. 24 Arendt. La condición………, pág.45. 23

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plenamente humano, tal como el esclavo o el bárbaro. Ser “privado” significaba, literalmente, estar desprovisto de algo, especialmente de las más altas capacidades humanas.

Enfrentados a la pregunta ¿por qué una política del espacio? debemos primero interrogar a la realidad contemporánea, a la realidad de la política y a la realidad del espacio, de ese espacio entre los hombres en el que, creemos, se da lugar a la relación política. Pues el espacio entre los hombres de la contemporaneidad no es el mismo que el espacio de la democracia ateniense, ni el del foro romano, y ni siquiera se asemeja mucho al espacio de las democracias liberales surgidas de la Revolución francesa y que se desarrollaron durante los siglos XIX y XX. Queremos entender, sin embargo, como principio, que el espacio de la política, el espacio de lo público, es, tanto en la Antigüedad como en nuestros días, necesariamente el espacio de la polis, el espacio ciudadano: ”Este espacio público sólo llega a ser político cuando se establece en una ciudad, cuando se liga a un sitio concreto que sobreviva tanto a las gestas memorables como a los nombres de sus autores, y los transmita a la posteridad en la sucesión de las generaciones. Esta ciudad, que ofrece un lugar permanente a los mortales y a sus actos y palabras fugaces, es la polis, políticamente distinta de otros asentamientos (para los que los griegos también tenían una palabra) en que sólo ella se

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construye en torno al espacio público, la plaza del mercado, donde en adelante los libres e iguales pueden siempre encontrarse” 25. Y la palabra “público” alude a aquello que puede ser visto y oído por todo el mundo, con la más amplia publicidad posible. La realidad, como señala Hannah Arendt, depende por entero de la apariencia 26, por lo tanto, de una esfera pública en la que las cosas surgen de la oscura privacidad e intimidad. Humberto Giannini, en el prólogo que escribe al libro Morada y Memoria, de Rossana Cassigoli27, nos dice que “el regreso al refugio contra la contingencia mundi es el impulso conservador, opuesto y complementario a otro impulso del que ya hemos hablado, y que es tan fuerte como aquel: el impulso centrífugo – el pro-yecto- que, incluso antes de ser conscientemente proyecto, nos lleva incontenible fuera del espacio domiciliario. Es en virtud del proyecto de ser que estoy saliendo de mi ser domiciliado, en pos de un mí mismo renovado, aunque no se renueva más que en “la aventura de la calle”.

Lo público, por otra parte, también significa el propio mundo, que “une y separa a los hombres al mismo tiempo, distinto de nuestro lugar privado. Pero la ciudad contemporánea ya no es la misma que la Atenas de Pericles, la Roma de Cayo Mario o el París de Robespierre. De allí que, para responder a la pregunta que nos planteamos, debamos indagar en las condiciones y características que hoy muestra la ciudad, para intentar aproximarnos, desde un ángulo ético y político, como nos lo hemos propuesto, a verificar si ese espacio del entre los hombres hoy es capaz de ser habitado por la política. Si sólo nos atuviéramos a lo que nos dice Hannah Arendt en la anterior cita, el panorama de nuestra interrogación se vuelve problemático. ¿Dónde ha quedado esa plaza del mercado, ese espacio público donde “los libres e iguales pueden siempre 25

Arendt. ¿Qué es……? , pág.74. Arendt. La condición………., pág.60. 27 Rossana Cassigoli. Morada y Memoria. Antropología y poética del habitar humano. Editorial Gedisa. Barcelona. 2010. 26

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encontrarse”?, ¿en qué lugar de nuestras ciudades podemos reconocer un lugar como lugar de libertad e igualdad, en nuestras ciudades condicionadas, no para el ejercicio de la libertad, sino, ya desde antaño, pero especialmente desde los tiempos del barón Haussmann, diseñadas para impedir la colocación de barricadas y para facilitar la labor de las fuerzas del orden; ni para la igualdad, en nuestras ciudades que no son otra cosa que adiciones de múltiples guetos que separan a los hombres, en vez de unirlos?.

Por otra parte ¿qué entendemos por relación política? ¿qué podría ser algo así como “una relación política en el espacio”? ¿cómo se han dado estas relaciones en la historia y cómo se dan hoy, si es que ello efectivamente sucede?. La pregunta por la ciudad de la democracia moderna aún no tiene respuesta. La sociedad contemporánea, la sociedad del capitalismo avanzado, no deja lugar para lo público. La visión imperante de mundo consiste en masas consumistas que no establecen vínculos políticos entre sí, seres enfocados al consumo de ese “inmenso arsenal de mercancías” que es el modo en el que se nos aparece la riqueza de las sociedades y del que nos habla Carlos Marx en el capítulo I de “El Capital”, y a la satisfacción de necesidades artificiales generadas y fomentadas desde un mercado impersonal y totalizador, en el que los hombres están alienados, han perdido su autonomía y su libertad, como consecuencia de la explotación a la que está sometido en esta sociedad capitalista neoliberal en la que vivimos.

Esta visión de mundo ha conducido a que el pensamiento correspondiente a ella sea, ya no “ciencia política”, sino “economía política” (contradicción en los términos, según Arendt,

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puesto que “cualquier cosa que fuera “económica”…..era no política”28), “economía social” o “economía nacional”, como parte de una idea de “administración doméstica colectiva”, en que el pueblo se transforma en el conjunto de las familias organizadas en el facsímil de una “familia superhumana” a la que llamamos “sociedad”, y cuya organización política es la “nación”29. En esta sociedad, proliferan los “no lugares”, espacios en que el hombre puede encontrarse incluso multitudinariamente, como los estadios deportivos, los grandes centros comerciales, los aeropuertos, las estaciones del ferrocarril metropolitano, etc., pero en los cuales no “está junto” a los otros hombres, en los cuales “no ha lugar” para el estar juntos, sino que en los cuales constituye un átomo desagregado de una totalidad que se apropia de su ser y que lo sumerge en el anonimato y en un modo de vida caracterizado por el individualismo, la insolidaridad, la competencia por el éxito económico, la noción ideológica del “emprendimiento” como ideal de una vida enfocada a escalar por sobre las cabezas de sus semejantes.

El “no lugar”, como postula Marc Augé 30, es lo contrario de la utopía: “existe y no postula ninguna sociedad orgánica”. ¿Qué vida ciudadana, qué vida verdaderamente política puede desarrollarse en un medio como éste?. Por otra parte, la sociedad y la cultura del neoliberalismo privilegian lo privado frente a lo público, la libertad del “emprendimiento” individual frente a la justicia como manifestación, no de un derecho individual, sino como condición ética de una sociedad para la que el bien común se sitúa por sobre esa libertad individual.

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Arendt. La condición………, pág.37. Arendt. ibid, pág.42. 30 Marc Augé. Los no lugares.Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Editorial Gedisa, Barcelona, 2004, pág. 114 29

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A diferencia de la esfera doméstica y familiar, en que los hombres viven juntos por sus necesidades y exigencias, la esfera de la polis es la de la libertad, y es esta libertad la que exige y justifica la restricción de la autoridad pública. Los griegos dieron por sentado que la libertad se localiza exclusivamente en la esfera política, en cambio la necesidad es un fenómeno prepolítico, propio de la organización doméstica, y en esta esfera se justifican la fuerza y la violencia, porque son los únicos medios para dominar la necesidad. La polis reconoce “iguales”, en tanto que la familia se caracteriza por la desigualdad radical. La igualdad es la esencia de la libertad, pues ser libre significa ser libre de la desigualdad que impera en la gobernación (ámbito familiar) y moverse en el ámbito de los libres e iguales (la polis). 1.4 ¿Una política del habitar? Interrogarse sobre la propiedad de la pregunta por la política del espacio hoy, cuando los parámetros de la experiencia histórica ya no son lo que eran, adquiere una fuerza renovada, porque busca pensar a partir de lo nuevo. El espacio de la política hoy es un campo problemático e indeterminado, como lo es la ciudad contemporánea, porque la ciudad es, por excelencia, el espacio de la política. Esta ciudad de la contemporaneidad ya no constituye una unidad articulada de vida en común, sino que se descompone en múltiples situaciones urbanas.

La indagación sobre la ciudad, comenzada desde la filosofía, para este trabajo debe considerar, necesariamente, debido a nuestra condición disciplinar, la reflexión sobre la arquitectura, sobre el espacio construido y habitable donde la vida política y humana sea posible, en la medida en que la arquitectura interviene centralmente en la construcción del

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mundo que habitamos, y en la construcción del sentido de ese mundo. Nos movemos, siguiendo a Foucault, en la tensión entre las palabras y las cosas. Las palabras y los discursos sobre el espacio, sobre el habitar, exceden lo concreto del habitar. Este exceso significa que el habitar no se remite a lo neutro, a lo funcional o a lo técnico, y que la ocupación material o simbólica del espacio público también puede ser entendida como la empresa de asignar sentido (palabra y discurso) a las cosas y objetos materiales, a los elementos que conforman ese espacio, y, en esa tensión entre las palabras y los discursos, en disputa por el sentido de las cosas, se encuentra la dimensión política del habitar.

Ocupar un espacio, habitarlo, constituye un proceso permanente de dar sentido al estaren-el-mundo. En este sentido, la política del espacio, la política de la ciudad por ende, en tanto, como lo hemos dicho, la ciudad es el espacio privilegiado de la política, no se reduce a una política social, ni a una política económica. Hoy más que nunca, la política de la ciudad debe ser la política del habitar, en tanto este habitar significa nada menos que la construcción del mundo en el que vivimos, en el que existimos, en el que somos, en el que tienen lugar nuestros relatos, nuestra memoria y, por lo tanto, nuestra historia.

Del mismo modo que la Palabra, siendo verdadera o falsa, nos hace libres o esclavos, igualmente la Ciudad tiene el poder, de acuerdo a su adecuación a la verdad del habitar de los hombres, de hacernos libres. En esta indagación que intentaremos estructurar trataremos de aproximarnos a configurar la pregunta por esa Ciudad verdadera.

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Capítulo 2 La Ciudad contemporánea “La alusión al pasado complejiza el presente”31

2.1 Memoria individual y memoria colectiva La memoria, en el ser humano, es una facultad cerebral y, al mismo tiempo, un fenómeno mental que nos permite almacenar, codificar y recuperar la información que acumulamos a lo largo de nuestra vida. La memoria nos permite construir y conservar la unidad y la comprensión de nuestro ser, con lo que resulta fundamental para la constitución de la naturaleza humana, entendida ésta en su dimensión propiamente ontológica. La memoria, podríamos decir, es la columna vertebral de la naturaleza humana individual y colectiva, es la facultad que permite la existencia de la humanidad en cuanto tal, en cuanto conciencia histórica de su existencia y su transcurso temporal sobre la tierra.

Ahora bien, ¿de qué está constituida la memoria?. Podríamos decir que la memoria, tanto en el nivel de la conciencia individual de los seres como en el de la conciencia colectiva, está constituida por los recuerdos, datos e imágenes que se acumulan en nuestra mente, y en las mentes de los miembros de una comunidad a lo largo de las generaciones, y que se pueden traer a presencia en la reflexión consciente o en la evocación espontánea. Rossana Cassigoli nos dice que “para los filósofos de la memoria del siglo XX, como es el caso de Paul de Man y Jacques Derrida, la memoria se aloja en el alma bajo la forma de presencia, que es siempre presencia 31

Marc Augé, op.cit., pág.74.

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de otro. De modo que es siempre memoria de un vínculo, sin importar su forma real o imaginaria”32.

Pero la memoria no constituye un acervo de información imperecedero, sino que está sujeta a ese otro fenómeno que llamamos olvido, o pérdida de la memoria, y que se produce ya sea por la falta de uso que le damos al recuerdo como por la destrucción voluntaria, consciente o inconsciente, de los recuerdos. En los seres humanos, la pérdida de la memoria constituye un factor importante en la destrucción de la personalidad y de la unidad del ser, a través de enfermedades como la amnesia, temporal o permanente, o el mal de Alzheimer.

Un ser sin recuerdos, un ser sin una memoria, no tiene, o ha perdido, esa herramienta esencial para la existencia que es la experiencia, que le permite saber en cada momento cómo estar-en-el-mundo. Pero la memoria no sólo le permite al hombre desenvolverse mecánicamente en el mundo, sino que, también, le provee de un soporte ético, una suma de preceptos, aprendida en el curso de la vida, y que le permite al hombre desenvolverse social y políticamente en el seno de la sociedad en la que habita. La memoria, por lo tanto, es el soporte fundamental de la inteligencia humana, pero, así como lo es de la inteligencia humana, lo es también de la inteligencia colectiva.

32

Rossana Cassigoli, op.cit. Pág. 29.

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Se dice corrientemente que “un pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla”, y ello significa que, cuando una sociedad olvida, destruye u oculta, consciente o inconscientemente, su historia, sepultándola total o parcialmente en el olvido, o bien la deforma, pierde el aprendizaje que le ha dado la experiencia histórica y, por tanto, se convierte en una sociedad in-experta, es decir, una sociedad que no ha adquirido conocimiento y capacidad de desenvolvimiento en el tiempo a partir de los hechos y las cosas. “Memoria y olvido ensamblan el binomio fundante de una subjetividad histórica” 33

2.2 El lugar de la memoria Mas, así como la memoria individual se almacena en la mente, en los circuitos neuronales dentro de las distintas áreas del cerebro humano ¿dónde se almacena la memoria colectiva?. Así como una persona, para recordar algo o para evocar a alguien, lo puede imaginar o puede recurrir a objetos, escritos, documentos o fotografías, para aproximarse a eso que se quiere recordar, ¿cuál es el medio donde una sociedad deposita su memoria?. Desde luego, ya desde la Antigüedad existe la historia escrita, que permite recurrir a los testimonios y al relato de los acontecimientos, gestas y períodos, en los que convencionalmente se radica la historia humana, o se radican las distintas historias que configuran una memoria colectiva, de acuerdo a la visión contemporánea que ya no ve la historia como un discurso unitario, sino como una diversidad de relatos no necesariamente convergentes.

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Rossana Cassigoli, op.cit. Pág. 28.

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De igual modo, el mito ha operado para los diversos grupos humanos como una especie de reservorio de memoria, que preserva ciertas convicciones de las comunidades humanas sobre su origen, sobre sus hechos fundacionales, sobre sus virtudes, en el modo de la narración y de la metáfora. Citando a Rossana Cassigoli, anotemos al respecto que también “...la memoria colectiva se transmite más activamente mediante el ritual que mediante la crónica”34.

Pero, más allá de la palabra, escrita o hablada, la memoria colectiva de la humanidad, entendida ésta en su sentido más amplio, o en el más restringido que se refiere a comunidades humanas específicas, con una identidad peculiar histórico-temporal-territorial, también tiende a encontrar una radicación material, a través de las obras que el hombre ejecuta para transformar el mundo: “La memoria no es recuerdo sistemático de hechos, sino historicidad cotidiana. Una memoria que es praxis no se limita al pasado. Su trabajo no es “cultivar la recordación” sino habitar el pasado aquí, en la responsabilidad presente” 35. Así, desde las herramientas más elementales que el hombre primitivo talló en la piedra, hasta los objetos de la más sofisticada tecnología que el progreso técnico y la permanente ampliación del conocimiento humano han concebido, todos ellos forman parte de una memoria que le recuerda al hombre su largo caminar sobre la tierra, en constante lucha con una Naturaleza que de victimaria terminó por volverse víctima de las acciones que el hombre ha ejercido sobre ella para dominarla en su provecho.

34 35

Rossana Cassigoli, op.cit. Pág. 48. Rossana Cassigoli, op.cit. Pág. 29.

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La arqueología nos revela y nos devuelve estos objetos y estas obras e intenta interpretar su significado relativo, de manera de lograr la reconstrucción de la memoria de esos hombres que habitaron ese rincón de la tierra en un período de su historia. De todas las obras del hombre ninguna es capaz de dar cuenta y al mismo tiempo de guardar la memoria de la colectividad, como los emplazamientos que el hombre habita o habitó en comunidad en el presente o en el pasado, próximo o remoto. Desde los primeros asentamientos humanos, aldeas, pueblos, castillos, hasta la megalópolis contemporánea, ha sido la Ciudad, por excelencia, el lugar por antonomasia en el que se ha depositado y en el que se ha asentado la memoria de la humanidad. La oposición entre naturaleza y hombre encuentra su concreción en esta particular creación humana que es la ciudad. De allí que podamos decir que la naturaleza es radicalmente no humana, entendiendo por ello no sólo que no es fruto del hacer humano, sino también que el hombre se asienta en ciudades para establecer un dominio propio al amparo de la naturaleza. Expresiones como “el conflicto ciudad-campo” o “el conflicto entre la civilización y la barbarie” expresan y dan cuenta de esta primordial y radical dicotomía a la que el hombre tempranamente se vio enfrentado, entre vivir en la naturaleza o apartarse de ella para procurarse un refugio civilizado, frente a la hostilidad del mundo natural.

En particular, el concepto de civilización en su mismo origen etimológico da cuenta de la idea de ciudad, es decir, el hombre civilizado, el no-bárbaro, es el que vive en ciudades, el que, a través de sus obras, perdura y deja memoria de su ser histórico. Ejemplos de ello hay numerosos a lo largo de la historia: los pueblos “bárbaros” que, en los primeros siglos de la era cristiana, provenientes de regiones situadas al norte y al este de Europa, convergieron sobre el

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territorio del imperio romano, sólo lograron “civilizarse” en la medida en que se fueron asentando en las ciudades existentes o en aldeas que se fueron fundando en estos territorios. De este modo, pueblos como los visigodos, los francos, los lombardos, los ostrogodos y los burgundios se transformaron, de pueblos nómades, en ciudadanos, en los territorios que hoy constituyen países como España, Francia e Italia, habiendo contribuido, con su cultura, su lengua, su derecho y su genética a la formación de las respectivas nacionalidades. Otros pueblos, como los alanos, suevos y vándalos, no alcanzaron ese estado y permanecieron nómades y errantes, desapareciendo de la historia sin dejar más rastros que las crónicas que dieron cuenta de su paso por territorios que siempre les fueron extranjeros, sin tener suelo ni memoria.

Las ciudades, cual verdaderos palimpsestos, guardan y acumulan en sucesivas capas la historia y la memoria de las comunidades que las han habitado a lo largo del tiempo. La conciencia que el hombre ha adquirido sobre esta condición de reservorio de la memoria que la ciudad tiene le ha llevado a la creación de obras monumentales, de manera de “dejar memoria” de sus hechos, generación tras generación: obeliscos, estatuas, mausoleos, etc. Pero la capacidad de conservar la memoria de la comunidad no sólo la encontramos en las grandes obras destinadas explícitamente a crear esta memoria, sino también en el soporte construido que el hombre traza para crear un orden habitable: calles, avenidas, plazas, viviendas, lugares de trabajo, edificios destinados a albergar instituciones y servicios, e incluso en aquellos lugares con ciertos secretos y privados propósitos, como los prostíbulos o venusterios que por doquier se han encontrado en las ruinas de Pompeya.

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En todas estas obras humanas va quedando plasmada la memoria humana, privada y pública, el modo en que se ordenó la vida de estas comunidades, en el pasado y en el presente, las transformaciones que esa comunidad experimenta a lo largo de la historia 36. Incluso en las ruinas deshabitadas podemos imaginar una vida pretérita, y su configuración, antigüedad y características materiales nos pueden entregar antecedentes que permitan reconstruir, aún parcialmente, una historia o, por lo menos, comunicarnos algún significado en relación con las vidas que allí habitaron. Las pirámides de Egipto, por poner un ejemplo, nos transmiten una noción casi abstracta de eternidad, de gran antigüedad, de un pasado tan remoto que sólo podemos conocer parcialmente gracias al trabajo de los arqueólogos. Cuando se visita la ciudad del Cuzco, en el Perú, y admiramos sus antiguas edificaciones, podemos leer en ellas, como en un libro abierto, la historia de la conquista de América: los antiguos muros incaicos de piedra que hoy sirven como cimentación de los muros blancos encalados de las construcciones coloniales nos hablan de dos momentos distintos y sucesivos en la historia de América, y aún podemos evocar, gracias a ellos, a Atahualpa y Huáscar en lucha por el imperio, a Pizarro y

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“El exceso de historicidad le impidió poseer un estilo propio, forzándolo a buscar las formas de su arte, su arquitectura y su moda en el gran depósito de trajes teatrales que acaba por representar el pasado para él. Un instinto vigoroso debe advertirle cuando es preciso ver las cosas desde la historia y cuando es necesario verlas desde fuera de ella. Ambas perspectivas son igualmente necesarias para la salud de una nación, una civilización y del propio individuo”. Rossana Cassigoli, op.cit. Pág.56.

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Almagro enfrentados por el gobierno colonial. Como lo señala Marc Augé “Histórico, por fin, el lugar lo es necesariamente a contar del momento en que, conjugando identidad y relación, se define por una estabilidad mínima”.37

No obstante, no podemos considerar la memoria sólo como representación del pasado, objetivación de los hechos históricos acaecidos en ese pasado o como una construcción sólida, redonda y acabada. Si así fuera, la memoria sería una especie de propiedad de las instituciones, que la administrarían a través de los archivos, los documentos, los monumentos. Pero la memoria tiene una condición dinámica y heterogénea, formada por fuerzas a veces contrapuestas, afectando a los objetos y a los espacios, a los que transforma en lugares. De esta forma, podemos considerar que la memoria colectiva viene a confundirse con la ciudad misma.

2.3 El cuidado de la memoria y el simulacro Del rigor en la ciencia ... En aquel imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese

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Marc Augé, op.cit. Pág.60.

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dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas. SUÁREZ MIRANDA: Viajes de Varones prudentes, libro cuarto, cap. XIV, Lérida, 1658.38

Jean Baudrillard, tomando como base el texto de Borges que encabeza esta sección, se refiere al simulacro, dando cuenta de la condición en la que se desenvuelve la cultura contemporánea, en la que “son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real”39. Con ello quiere significar que nos encontramos en una era en que el simulacro liquida los referentes, no como una imitación o una reiteración, ni siquiera como una parodia, sino como una suplantación de lo real por los signos de lo real. Si el disimulo consiste en fingir no tener lo que se tiene, el simulacro, por su parte, es fingir tener lo que no se tiene. Desde la vieja querella de los iconoclastas y los iconólatras, en que los primeros se oponían a las imágenes porque ellas representaban a la divinidad, la que no puede ser representada, los iconoclastas, por su parte, sospechaban el poder todopoderoso de los simulacros, su facultad de borrar a Dios de la conciencia humana. Los iconólatras, a quienes Baudrillard califica como los espíritus más modernos y aventureros, tuvieron la conciencia anticipada de la desaparición de Dios, del poder mortífero de las imágenes, opuesto al poder de las representaciones como poder dialéctico, “mediación visible e inteligible de lo Real”40.

38

En Jorge Luis Borges, “El Hacedor”, Alianza Editorial, Madrid, 1998, pág.40. Jean Baudrillard, “Cultura y Simulacro”, Editorial Kairós, Barcelona, 1984, pág.10. 40 Jean Baudrillard, ibid, pág.17. 39

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Esta nota introductoria tiene por objeto situarnos en una condición de la cultura contemporánea vinculada directamente con la memoria colectiva. El cuidado que el hombre ha ejercido sobre esta memoria que es la ciudad ha variado con el tiempo. Por una parte, en la historia de las ciudades podemos advertir una cierta tendencia a borrar la memoria en ciertos momentos y por diversas circunstancias, desde la destrucción por el mismo Jehová de las bíblicas Sodoma y Gomorra, para borrar para siempre el pecado y la memoria de estos lugares, desde la formulación de la sentencia “Carthago delenda est”, atribuida a Catón el Viejo, con el explícito propósito de sepultar en el olvido a una nación enemiga, o la destrucción del templo de Jerusalén por el emperador romano Tito, en el año 70 de nuestra era, provocando con ello la diáspora del pueblo judío, pasando por Hiroshima, Nagasaki, Berlín, Dresden y Hamburgo durante la II Guerra Mundial, ciudades sistemáticamente bombardeadas con el objeto de “hacerlas desaparecer del mapa”, incluso mediante artefactos nucleares en el caso de las dos ciudades japonesas, o la corriente y cotidiana demolición de áreas edificadas de nuestras ciudades con propósitos inmobiliarios41. Ello nos hablaría de una falta de cuidado de la memoria histórica de las comunidades humanas y de la pérdida de memoria consiguiente, con o sin conciencia del significado de estas acciones.

Pero, por otra parte, en la actualidad vemos el auge de una cierta ideología recuperatoria: declaratorias de la condición patrimonial de sectores de alguna ciudad o de toda una ciudad, estatutos normativos apuntando a conservar lo existente, deseos manifiestos de reconstrucción de una ideal ciudad histórica, pretensión, por otra parte, evidentemente 41

“Un pueblo “olvida” cuando la generación poseedora del pasado rechaza lo que recibió y cesa de transmitirlo a sus descendientes”. Rossana Cassigoli, op.cit. Pág. 50.

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imaginaria e ilusoria, desde el momento que la ideología que diseña el espacio de la ciudad contemporánea reside en unos principios de naturaleza económica, técnica y utilitaria, indiferentes a cualquier postulado de respeto hacia la historia. En el fondo, creación de una suerte de tranquilidad de conciencia mediante la construcción de escenarios maquillados, simulacros de “ciudad histórica”, que fingen recuperar la memoria de la historia. Mensaje ambiguo aceptado sin reservas por una sociedad a la que se le otorgan ciertas dádivas, y que tiene la memoria entumecida de sus hábitos, y enajenadas sus relaciones colectivas intersubjetivas.

En estos museos imaginarios en los que se transforman las ciudades ya no cabe la utopía ni la política, pues los intentos de restaurar y de reconstruir anestesian esa utopía y erradican la política, sumergiendo a la sociedad en esos “desiertos de trivialidad y desconcierto” de los que habla Habermas, cuando “los oasis utópicos se secan”. De ahí entonces esas cursis nostalgias por la arquitectura del pasado, un pasado sin memoria, sólo un simulacro, en el que la esperanza se refugia en la restitución de los modelos de la historia 42. “ Espectadores de sí mismos, turistas de lo íntimo, no podrían imputar a la nostalgia o a las fantasías de la memoria los cambios de los que da testimonio objetivamente el espacio en el cual continúan viviendo y que no es más que el espacio en el que vivían”.43

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“Los espíritus de la memoria y el olvido resurgen como una constante en la historia humana. (…)retornan perennemente a una actualidad dotados de pulsión creadora”. Rossana Cassigoli, op.cit. Pág. 61. 43 Marc Augé,op.cit. pág. 61.

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Desde los supuestos de esta “ideología restauradora” el espacio ya no se recupera como lugar, sino sólo como simulación, en una ambigüedad de significados que desplaza toda autenticidad, en un culto a los objetos que tienden a perder su condición de motores de la memoria para tender a una abstracción y autonomía respecto de su historia. En esta objetualidad se excluye la espacialidad de los edificios y, por ende, el concepto de lugar. Valga como buen ejemplo de lo que aquí se afirma lo ocurrido en los últimos quince años en los cerros Alegre y Concepción, en Valparaíso, en los que una bien montada operación “restauradora” ha favorecido los intereses de los operadores inmobiliarios, con la complicidad, culposa o culpable, de las autoridades edilicias, convirtiendo a estos dos cerros vecinos, en un pasado próximo asiento de una rica vida comunitaria de barrio, en una verdadera ciudadela hollywoodense que se recrea, y al mismo tiempo se niega, a sí misma y a un ideal e inexistente Valparaíso, mediante una cosmética atractiva de faroles y pavimentos adoquinados, coloridas fachadas y sofisticados equipamientos comerciales, habitado y recorrido por un “vecindario” igualmente sofisticado, consistente en turistas extranjeros y habitantes ocasionales de fin de semana de los modernos departamentos o “lofts” que se esconden tras las fachadas “tradicionales”. De este modo, estos tradicionales barrios de la ciudad se transforman en una tarjeta postal de la misma ciudad, más que suficiente para llenar las expectativas de sus visitantes, quienes creen haber conocido el “verdadero Valparaíso” al recorrerlos, operación de simulacro que oculta el, ahora sin comillas, verdadero Valparaíso, pobre y en ruinas, en sus otros cuarenta y tantos cerros restantes. El gesto es parangonable a querer sustituir la realidad y la vida de una persona por una fotografía retocada y falsamente coloreada.

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El subterfugio de la recuperación, llevada a cabo por fabuladores de la historia, carentes de criterio y de cultura, aventureros del inmediatismo, que acuden sin escrúpulos a falsificar el espacio y el tiempo, contribuye a consolidar esta ideología restauradora que mutila y caricaturiza la historia, al mismo tiempo que sepulta la memoria, no sólo de la porción de ciudad sobre la que se interviene, sino de toda la ciudad y la de la comunidad que la habita.

El simulacro de la ciudad patrimonial o histórica opera al modo opuesto del pensamiento utópico sobre la ciudad del futuro, dado que la utopía moviliza y despierta ideales, promoviendo el pensamiento crítico, otorgándole un valor referencial y paradigmático a los signos de la tradición y de la historia, en tanto que el simulacro parte de la negación radical del signo como valor, y, a su vez, parte del signo “como reversión y eliminación de toda referencia”44, en un mundo al que se le ha resucitado artificialmente “disfrazándolo de realidad”, mundo del simulacro, de sustitución de la realidad, de asesinato del sentido simbólico de los objetos y de su capacidad retrospectiva histórica. De este modo, se realizan actos iconólatras como, por ejemplo, el cierre de las visitas a las grutas de Lascaux, con el fin de preservar “el original”, construyendo una réplica exacta a 500 metros del lugar para que

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Jean Baudrillard, op.cit., pág.17.

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todos puedan verla. Se puede parangonar este ejemplo, citado por Baudrillard en la obra que aquí se ha citado, con la reconstrucción de la corbeta Esmeralda en Iquique, o con las operaciones de rescate de la momia de Ramsés II, igualmente citadas por Baudrillard, en las que ya “Ramsés no significa nada para nosotros, sólo la momia tiene un valor incalculable”45.

Las operaciones de “restauración patrimonial”, bajo la aparente conservación de la memoria histórica, en lo que ésta tiene de valor como imagen y paisaje, en realidad opera de forma totalmente opuesta, borrando la memoria para congelar los objetos en un presente perpetuo, en el que ni siquiera la imagen y el paisaje conservan su condición evocativa y nostálgica, sino que asumen una radical autonomía, como la adquirida por la momia de Ramsés II, asesinando definitivamente, de este modo, el sentido que podría tener el conocimiento histórico sobre el faraón.

2.4 El espacio público en la ciudad posmoderna El pensamiento posmoderno ha formulado en más de una ocasión el adiós a cualquier intento de darle algún sentido a la historia, postulando el abandono de las metahistorias o las grandes narraciones de la teología y de la filosofía de la historia. Walter Benjamin decía, ya en 1938, que la historia, concebida como un decurso unitario, “es una 45

Jean Baudrillard, op.cit., pág.25.

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representación del pasado construida por los grupos y las clases sociales dominantes” 46. Desde esta perspectiva la noción de memoria igualmente se vuelve problemática. Si la noción de historia se disuelve en una multitud de relatos ¿cuál será el lugar de la memoria colectiva? ¿o es que tal supuesta memoria colectiva no es más que otro metarrelato que busca encubrir bajo un manto ideológico intereses de grupos o clases?.

Pero, aún haciéndonos cargo de esa perspectiva, sigue siendo la ciudad la única fuente posible de una memoria viva de los múltiples relatos en los que se disuelve la historia, y es el único espejo en el que esos múltiples relatos se pueden reflejar, fijarse, o transformarse permanentemente. Fenómenos como la inequidad, la discriminación o la segregación territorial encuentran su mejor retrato en la configuración de nuestras ciudades, como escenarios en los que estos fenómenos encuentran su origen. Pues debemos aceptar que, cualquiera que sea la estructura que adopten las distintas sociedades, es en las urbes donde se manifiestan sus virtudes y sus defectos, no sólo porque en ellas se manifiestan estas virtudes y defectos material y territorialmente, sino porque ellas constituyen el soporte comunicativo de las verdades descarnadas de las que una sociedad se puede enorgullecer o avergonzar.

Las ciudades no sólo son asentamientos económicos destinados a la producción y al intercambio, sino que también actúan como eficientes medios de comunicación, como pantallas encendidas día y noche dando cuenta de la vida de los grupos que conforman nuestras 46

Citado en “Posmodernidad: ¿una sociedad transparente”. Gianni Vattimo en “En torno a la posmodernidad”. Gianni Vattimo y otros, Editorial Anthropos, Barcelona, 1994, pág.11.

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sociedades, así como de los procesos históricos que las van creando, construyendo y transformando, de las rupturas, discontinuidades, fragmentaciones y exclusiones que configuran su condición deficitaria, como albergue del “ser domiciliado” del hombre y como el lugar de su condición política. Es en la ciudad, y sólo en la ciudad, donde la conversación, el diálogo, o su degradación, la discusión, la polémica , que encuentra su origen en los múltiples conflictos que la misma condición deficitaria ya señalada de la ciudad provoca, encuentran su lugar, al que llamamos espacio público.

Pero ¿dónde encontramos hoy ese espacio público, escenario presunto de la conversación, el diálogo o la polémica?. En su obra “La “reflexión” cotidiana”, Humberto Giannini nos habla de una rutina constituida por el diario trayecto que nos lleva del domicilio a la calle, al trabajo, y luego de vuelta a la calle y al domicilio. En esta estructura de la rutina cotidiana, “más allá del domicilio empieza el espacio público que ya se asoma en el vecindario, en el barrio, en la población, hasta perderse en el torrente anónimo de las arterias de la gran urbe”47. Esta estructura, a su vez, está sujeta a transgresiones y degradaciones, y en ella también puede estar la Plaza y el Bar, como ejemplos posibles de realidades a través de las cuales se “quiebra” el mero transitar cotidiano. Resulta problemático reconocer hoy esa estructura, y esa ciudad, en nuestra contemporaneidad. Hoy pareciera no haber lugar para ese espacio público que asoma, en la estructura propuesta por Humberto Giannini, tan cerca como “más allá del domicilio……en el vecindario, en el barrio, en la población,…”. Palabras como “vecindario”, o “barrio”, cargadas de contenido aún, hoy parecieran estar engrosando una lista 47

Giannini, op.cit., pág.34.

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de palabras que empiezan a connotar un mundo para el cual hoy no hay lugar, una ciudad anterior, y que, cada vez más aceleradamente, se va integrando a la memoria de un pasado. Y en esa pérdida de significado, en esa obsolescencia del lenguaje, también la memoria va perdiendo consistencia.

En una especie de caricatura atroz del mal de Alzheimer, la ciudad va perdiendo zonas enteras de su memoria. Sus habitantes originales, erradicados de sus barrios y vecindarios natales por la presión inmobiliaria, se reparten por la siempre creciente periferia de las ciudades, en inmensos arrabales residenciales, cada vez más lejos de sus lugares de trabajo, transformando a la ciudad en una red de flujos de circulación, de redes de transporte público, de “no lugares”: autopistas urbanas, paraderos y terminales del ferrocarril metropolitano y del transporte público, espacios de la masificación y la insolidaridad, dominados por la competencia por encontrar lugar en esos transportes, por la urgencia por llegar a tiempo al trabajo o por volver a una hora temprana al domicilio, el que, también, resulta transformado, de ese lugar que en la estructura “reflexiva” planteada por Humberto Giannini es el lugar y el símbolo del regressus ad uterum, en el que “parece ocurrir una suerte de reencuentro con uno mismo”48, en simplemente el lugar para el descanso corporal, en el que “lo social” va quedando enterrado bajo la simulación de lo social, en el que la “disponibilidad para sí” desaparece, puesto que “el tiempo para sí” le es enajenado al hombre por el tiempo para el movimiento, para el traslado, quedándole sólo el tiempo preciso para la alimentación y el descanso.

48

Giannini, op.cit., pág.59..

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Un insoportable malestar urbano se opone a las ilusiones y representaciones idealizadas de los urbanistas modernos, que manifestaban los beneficios que el progreso y el uso de la razón traerían a la vida ciudadana, en esa “Ciudad Radiante” que proponía Le Corbusier, en que las funciones estaban acotadas y separadas, en la que la base del plan estaba reservada a la industria, el “cuerpo” a la zona residencial y la “cabeza” a los negocios.

Estas ilusiones urbanísticas, surgidas de la mentalidad moderna, proclive a la tabula rasa, respecto de la ciudad histórica, no cumplieron con su promesa prometeica, y hoy los arquitectos y urbanistas prometen devolvernos esa ciudad histórica, en su discurso plagado de conceptos tales como “reciclaje”, “restauración”, “patrimonio”, “historia” (ahora reivindicada), pero todo este discurso sólo apunta a la conservación de una imagen formal, como si de una fotografía se tratara, que sólo conserva el recuerdo de una vida hoy desaparecida e imposible de reconstruir. Falsos cascarones, fragmentos que sólo se representan a sí mismos, incapaces ya de dar cuenta de una ciudad que sólo existe en el relato escrito y en la figuratividad de los edificios, y que rinde tributo a una mitología inventada, como ideología de una falsa conciencia.

Cada vez con mayor fuerza y con menor sutileza la ciudad se ha ido transformando, del “lugar de todos y de nadie”, en una configuración que, por la dinámica de los mercados inmobiliarios tanto como por la necesidad de la sociedad capitalista de mantener un control sutil pero efectivo sobre la población, que se desarrolla en un espacio cada vez menos

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“natural”, en el sentido de dado, para constituir, quizá en el peor sentido que se le pudiera aplicar al concepto, un espacio “político”, es decir, socialmente construido que, en la configuración de ciudad resultante, genera estructuras creadas por la acción humana que expresan los intereses sociales y económicos dominantes y las relaciones de poder que se establecen en las sociedades específicas, como expresión espacial de una dominación institucionalizada que, sin embargo, se encubre bajo discursos tecnificados, aparentemente desprovistos de ideología.

La configuración urbana representa cada vez más el orden político, social y económico de la sociedad y, de este modo, la ciudad se va constituyendo en la más perfecta maquinaria de dominio que se ha inventado. Construcciones ideológicas afirmadas en conceptos tales como “racionalidad”, “transparencia”, “control del entorno urbano”, etc., se ponen al servicio de esta maquinaria, utilizando tecnologías de control que se basan en la visibilidad permanente de los miembros de la sociedad por parte de un poder que nos observa sin que lo veamos (“sonría, le estamos filmando”) y actúa sobre nosotros para que interioricemos la coerción y nos convirtamos en nuestros propios vigilantes y en los vigilantes de nuestros conciudadanos. Las creaciones literarias del tipo 1984, de George Orwell, o Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, nos comienzan a parecer preocupantemente familiares.

De las sociedades disciplinarias de la que nos habla Michel Foucault hemos evolucionado con gran rapidez a las sociedades de control, de Gilles Deleuze, aún cuando,

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aparentemente, la vigilancia y el control han perdido sus características terribles. Vivimos en una sociedad y en una ciudad mediatizada que se observa y nos observa permanentemente. Las calles van perdiendo aceleradamente su función de espacio público para convertirse en simples lugares de paso para las nuevas estructuras arquitectónicas que surgen en torno al consumo. Éste funciona mediante mecanismos de seducción que nos llevan hacia la homogeneización y la regulación en todos los órdenes de la vida cotidiana. Y tal como el espacio público se transforma, lo mismo acontece con el espacio doméstico: hoy no podemos hablar de la escena doméstica promedio, como si fuera posible establecer “promedios” en nuestras sociedades de la inequidad. Un cesante no vive del mismo modo su espacio doméstico que un acaudalado empresario, un hombre que una mujer, un homosexual o una lesbiana, un nacional del país que un inmigrante. La suma de estas infinitas y posibles “ciudades” conforman la ciudad en la que vivimos, a la que deberemos desconstruir en tanto idea de espacio neutro y sin historia, idea a la que subyace una concepción atemporal y deslocalizada con pretensiones de crear categorías universales de validación. Por otra parte, los espacios, por si mismos, no contienen significados, sino que éstos les son dados por los actos que en ellos se llevan a cabo por los diferentes actores sociales. Si la conquista de un espacio urbano propio ha sido siempre una dimensión fundamental para la consolidación de las identidades comunitarias, en la ciudad contemporánea esta necesidad, debido a la extrema desigualdad y diferencias existentes entre sus miembros, lleva irremediablemente a la consolidación de guetos de todo tipo, que establecen múltiples fronteras al interior de la ciudad, como tribus que marcan su territorio con tal fuerza que la transgresión

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de dichas fronteras, en muchos casos, puede derivar en fenómenos de violencia y agresión que consolidan e identifican los diversos territorios urbanos.

La ciudad construida tiene un muy destacado rol en la formación de la imagen del orden social e, incluso, en su configuración e imposición. Se conforma, así, una ciudad jerárquicamente articulada y ampliamente vigilada. La visibilidad se convierte de este modo en una trampa en que la multitud es reemplazada por una serie de individualidades separadas, bajo un poder que, aparentemente, ya no basa su fuerza en la represión exterior, sino en la propia coerción, en la propia sumisión, un poder que se dispersa a través del cuerpo de la sociedad, y que está presente por doquier, aunque de manera disimulada.

La arquitectura crea los lugares de nuestra cotidianeidad, establece un orden y origina las fronteras que construyen un mundo determinado y el modo como lo vemos, construyendo y reproduciendo, de este modo, relaciones de poder, reflejando identidades, diferencias y conflictos de clase, raza, sexo, edad y cultura. El espacio, en tanto concepto, no se trata de relaciones abstractas ni homogéneas, sino que nuestro entendimiento de tal espacio emerge de las acciones que los hombres concretos ejercen en él, cuando toman posesión del mundo a través del cuerpo. El cuerpo y el entorno, entendidos culturalmente, transforman el paisaje urbano en función de necesidades demográficas, económicas, psicológicas, etc., de donde las explicaciones esencialistas o autonomistas del espacio o de la arquitectura no encuentran asidero.

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2.5 De la “reflexión” cotidiana a la alienación cotidiana La ciudad hoy refleja los modos de vida de sociedades que funcionan y perviven gracias al conformismo universal de masas que, con sus necesidades básicas aparentemente satisfechas (percepción creada gracias a la poderosa acción de los medios de comunicación funcionales al orden establecido), se convierten en el instrumento más eficaz para su propio dominio, transformadas en espontáneos y voluntarios perseguidores que se vigilan entre sí, obsesionados por descubrir cualquier atisbo de disidencia para erradicarlo. El extraño, el diferente, se transforma por su sola diferencia en un peligro para la conservación de un orden que se percibe como el único posible y el único que puede garantizar ese mismo “orden”, la “seguridad”, siempre aparentemente amenazada por nuevos peligros. Se sueña así con una sociedad transparente, visible en cada uno de sus rincones, en la que no existan lugares oscuros, lugares del desorden o del caos.

La preocupación moderna e ilustrada por la homogeneización radical de la ciudad lleva a los urbanistas a definir la convivencia ideal en las ciudades en términos de la creación de ambientes sanos, higiénicos, ventilados, fluidos, separando radicalmente el mundo público del privado, abriendo grandes ejes de circulación, espacios abiertos en los que nada quede oculto a la visibilidad permanente, eliminando los núcleos considerados insanos o peligrosos,

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erradicando sus habitantes a sectores periféricos, iluminando las zonas anteriormente a oscuras. De alguna manera, en este despeje de los espacios públicos se busca evitar el encuentro íntimo, la conspiración, la amenaza de cualquier tipo.

Los lugares son así concebidos no para albergar las relaciones entre los individuos, sino sólo para su circulación o para su aglomeración impersonal y visibilizada. Igualmente, la apertura de grandes ejes de circulación destinados exclusivamente al vehículo crean, naturalmente, divisiones y fronteras físicas entre sectores de la ciudad, separando barrios de pobres y ricos, generando profundos abismos, en muchos casos de forma literal, cooperando así a la conservación del orden. La arquitectura y el urbanismo se transforman de este modo en auxiliares privilegiados del orden socioeconómico, construyendo mapas cognitivos a través de los cuales orientamos nuestras vidas, definiendo las fronteras de lo público y lo privado, segmentando el espacio de modo que ciertos lugares y ciertas personas permanecen bajo vigilancia, segregando de diversas maneras las posibilidades de acceso a través de la creación de espacios privilegiados y lugares segregados por razones de orden económico, político, social, cultural, de sexo o de raza, entre otras, estableciendo identidades de variados orígenes, simbolizando, etc.

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El entorno construido actúa como el principal medio para establecer, legitimar y reproducir la ideología dominante en todos los niveles, desde los domésticos hasta la ciudad entera, aunque no exprese inherentemente valores de opresión o liberación, pero mediatizando las diferentes formas de práctica social y enmarcando la vida cotidiana. Su mayor poder reside precisamente en su aparente silencio, en su pretendida neutralidad, en su poder de convencer sin estridencias, sin discusión, diálogo ni debate. Por ello resulta importante conocer, reconocer, entender, analizar y criticar el contenido ideológico oculto en la construcción del espacio habitado.

En la actualidad se vive un proceso en el que la ciudad es concebida como el producto de una compleja relación entre su forma física y las fuerzas que atraviesan su vida interior, una red compleja de interacción enlazando actividades, procesos y relaciones sociales que conjugan flujos económicos, informáticos, redes de poder, gestión y organización política, relaciones interpersonales, familiares y extrafamiliares, originando una organización del espacio y de los lugares de carácter estético-económica y comunicacional que marca el espacio urbano, reforzando las relaciones de dominio. Este proceso ha llevado a una aceleración de la concentración de grandes masas en espacios de carácter urbano que ya no pueden ser consideradas como ciudades, al menos en el sentido tradicional en que se entendía tal concepto.

En la actualidad casi la mitad de la población mundial vive en ciudades, algunas de ellas que albergan a decenas de millones de habitantes, enormes aglomeraciones de personas en

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espacios físicos que ya no poseen estructuras centralizadas ni concentradas, verdaderas selvas descentradas, sin puntos centrales e históricos de poder, en las que los edificios no son otra cosa que simples yuxtaposiciones de servicios alojados en construcciones amontonadas unas junto a las otras sin más orden que el dictado por la necesidad y el mercado inmobiliario. Estos meganúcleos urbanos se articulan a lo largo de vías de transporte y servicios como aeropuertos, grandes centros comerciales, zonas deportivas, parques, zonas industriales, centros de negocios, etc. Grandes aglomeraciones desigualmente repartidas y difusamente organizadas en torno a una infraestructura discontinua, en las que la experiencia ya no es la de la percepción estática de edificios, sino la del tránsito permanente. En estas estructuras, el espacio público ha pasado de ser un lugar de encuentro, el centro de la vida en sociedad, a ser un ámbito de estricta regulación donde todo está vigilado y controlado, en el que el individuo se siente seguro y siente garantizada esa seguridad, solo en medio de la multitud, en los “no-lugares” de los que nos habla Marc Augé, tales como aeropuertos, hoteles, supermercados, grandes centros comerciales, etc., en los que la discreta presencia de los “hombres de negro” nos asegura frente a la multitud de los otros, lugares que se extienden uniformemente a lo largo de diferentes zonas del mundo, adoptando ciertas formas homogéneas y reconocibles, que le otorgan un cierto grado de familiaridad.

Las ciudades han dejado de ser lugares estables o formas claramente determinadas para convertirse en espacios de estructuras complejas caracterizados por la movilidad y la mutación, adscritos ya no tanto a un territorio o a un paisaje como a un complejo conjunto de relaciones económicas y sociales. En estas megaestructuras urbanas se encuentra la mayor concentración

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de poder social al lado de los más profundos procesos de exclusión. El proceso acelerado de urbanificación no construye ciudad o, al menos, no construye ciudad para todos. En muchas de estas aglomeraciones urbanas, las mayorías no son ciudadanas, sino que están sometidas al desempleo o al empleo precario e informal, marginadas casi por completo del Estado de derecho y de toda cultura cívica, localizadas en áreas carentes de todo equipamiento, invisibles desde la ciudad formal y legal, perdidas en medio de un sistema basado en la competencia, en el que el derroche de recursos públicos de forma inequitativa y la renuncia a la idea de bien común, a favor del bien individual o de los grupos más poderosos, se ha transformado en el modo de pensar las formas de la convivencia social, en las que la idea de lo público se va perdiendo detrás de las múltiples formas en que lo privado se va apoderando de la ciudad.

La relación entre estas esferas es, sin embargo, una de las articulaciones básicas de la sociedad que conforma el tejido de la vida cotidiana, como nos lo describe Humberto Giannini. Los dos aspectos de esta relación se deben entender más como una acción que se lleva a cabo que como un estado que se posee, e implican un importante contenido de carácter espacial, como territorios en constante fricción, en que la transformación de uno involucra necesariamente al otro. Su oposición no debería entenderse en términos del enfrentamiento de términos antagónicos, sino como la institución de una jerarquía de valores que estableciera un orden de subordinación entre aspectos complementarios.

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El ámbito de lo privado y lo público ha ido evolucionando con la historia en el mundo occidental, en un proceso en el que la esfera de lo privado ha ido extendiendo sus límites, a partir de la separación de los lugares del trabajo y de la vivienda. Con la irrupción de la burguesía como clase dominante conceptos como el “derecho a la intimidad” o el “hogar” toman predominancia y las familias acentúan su separación como núcleos de privacidad y separación unas de las otras, apareciendo el concepto de espacio privado, cuyo elemento más significativo es el ya mencionado derecho a la intimidad, es decir, la neta separación de los habitantes de una casa de los habitantes de otras casas y del espacio público.

Surge así un urbanismo como adosamiento de privacidades, una casa junto a la otra que no crean comunidad, conformando extensas áreas de uniformización, con una total separación del espacio público respecto del espacio privado, enfatizando los conceptos dialécticamente opuestos de adentro-afuera, hogar-calle, familiar-extraño, seguridad-peligro, orden-caos, privado-público, etc. De este modo, la vivienda familiar asume la función de un dispositivo de conservación del orden social, realidad política, garantizadora del control ideológico y moral de sus ocupantes.

No obstante lo anterior, la sociedad contemporánea ha experimentado importantes cambios en relación con lo anterior, a partir del desarrollo de la computación, volviendo a unir en el espacio privado el trabajo y el reposo, privilegiando de este modo el espacio privado de la vivienda a expensas del espacio público del trabajo, aquel espacio de “disponibilidad para el

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otro” como lo caracteriza Humberto Giannini, pero que, debido a la privatización del trabajo, lleva a los individuos a transformarlo en otra actividad privada más, en la que el contacto humano es reemplazado por la comunicación digital.

2.6 La muerte del espacio público en la sociedad de consumo Guy Debord ha dicho que la organización de la ciudad moderna tiene la tarea ininterrumpida de salvaguardar el poder de la clase dominante, y que, para ello “el esfuerzo de todos los poderes establecidos (….) para aumentar los medios de mantener el orden en las calles, ha culminado finalmente en la supresión de la calle”49. Desde esta perspectiva se puede entender mejor una de las últimas formas de actividad pública que las personas realizan hoy: el “ir de compras”, convertido en un rito de carácter universal que día a día realizan millones de personas. Esta actividad se ha ido concentrando en grandes centros comerciales o “malls”, los que van reemplazando a la ciudad, ocupando el lugar de sus símbolos espaciales, como la plaza o la calle comercial. La plaza pública, como lugar de reunión y encuentro de la cultura ciudadana, se bate en retirada, y todos los actos que en ella se congregaban, como lugar abierto de comunicación y compartir experiencias entre los habitantes de una ciudad, se van inscribiendo en los centros comerciales, inscribiéndose en el circuito del consumo comercial, imponiendo nuevos modos de relación vital y espacial.

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Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Pre-Textos, Valencia, 2003, págs..145-146

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El mall ha sido capaz de colonizar o, derechamente, reemplazar, casi todos los aspectos de la vida urbana, relacionando categorías consideradas hasta hace poco tiempo como divergentes o no coincidentes: entretención y consumo, convirtiéndose en lugares de una identidad fluida, en las que el tiempo se hace otro, rotos todos los contactos con la ciudad exterior. Estos centros comerciales se han multiplicado en las grandes ciudades e, incluso, las ciudades medianas y pequeñas proclaman su “derecho a tener mall”50. En general, la estructura de estos centros comerciales obedece a un patrón arquitectónico único: se trata de edificios de total hermetismo frente al espacio público abierto, negándose a cualquier relación con la calle, con excepción de las puertas de acceso, potenciando con ello un urbanismo fragmentador y segregador de partes de la ciudad, de la que a menudo se separa mediante grandes áreas de estacionamientos abiertos. Se trata de “lugares” en los que se puede tener acceso a una gran variedad de experiencias, desde el tradicional café, las compras de supermercado, el “vitrineo” como actividad anteriormente propia de las calles comerciales y de las galerías comerciales peatonales ubicadas en el centro de las ciudades, que vinculaban las calles entre sí, asistir al cine, hacer trámites bancarios, organizar una cena con la pareja, la familia o los amigos, comprar un libro o una prenda de ropa, visitar al médico o hacerse exámenes, etc. Como dice Michel Houellebecq, vivimos “en una sociedad de mercado, es decir, en un espacio de civilización donde el conjunto de las relaciones humanas, así como el conjunto de las relaciones del hombre con el mundo, está mediatizado por un cálculo numérico simple donde intervienen el atractivo, la novedad y la relación calidad-precio”51.

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Es emblemático de ello el reciente caso de la construcción de un “mall” en la ciudad de Castro, en Chiloé, hecho que desató una gran polémica en la prensa y en las redes sociales, dando cuenta de una fuerte oposición a esta obra, polémica que se detuvo cuando la ciudad realizó un plebiscito ciudadano en el que el “mall” obtuvo un mayoritario apoyo, alegando los habitantes de habitantes de Castro que ellos, así como los habitantes de las grandes ciudades, también tenían derecho a contar con un “mall”. 51 Michel Houellebecq, El mundo como supermercado, Anagrama, Barcelona, 2000, pág.56.

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Es en estos lugares, donde la mayoría de la población utiliza el tiempo ocioso, en los que, de manera ordenada, segura, sin ninguna forma visible de coerción, atractiva y perfecta, aparecen los mayores niveles de control social, penetrante, disimulado, sutil y aceptado, en el que intervienen, de manera inconsciente pero activa, los mismos afectados, arrastrados por la seducción de los “placeres” del comercio, en la mercantilización de la experiencia de la vida a través del entretenimiento y el consumo. De este modo, la gente es socialmente seducida e integrada mediante la dependencia del mercado. Los lugares en los que se canaliza el consumo se transforman en estructuras que organizan el comportamiento y la conducta de las masas, que se consideran a sí mismas como fundamentales en el mantenimiento del orden de la sociedad. De este modo, se puede decir que las formas arquitectónicas y urbanísticas nunca son azarosas ni inocentes.

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Los significantes de un lugar, así como sus significados, se construyen y reconstruyen constantemente a través de los actos de la vida diaria, y las formas urbanas son un espejo social que constituye y transforma la realidad. Cada obra construye significado, y ninguna de tal modo como lo hacen estos centros comerciales, verdaderas pantallas gigantes en las que la sociedad de consumo se retrata a sí misma y se representa de un modo vistoso, colorido, elocuente y seductor, haciendo aparecer a los ciudadanos como actores privilegiados, protagonistas de este gigantesco espejismo, creándole una experiencia cotidiana que reemplaza la experiencia de la ciudad. Lo que se pretende es crear la sensación de que se puede vivir en esta especie de ilusión, o sueño, en el que todo el mundo puede consumir, jugar y divertirse sin peligro alguno, olvidando, en el “allá afuera” de la ciudad, los conflictos sociales, culturales, étnicos, de género, etc. En ese afuera está todo aquello de lo que no queremos participar: pobreza, violencia, desorden, basura, climas extremos. De todo ello nos aislamos en la alienación del consumo y del placer, en la que nos encontramos con nuestros iguales, es decir, con aquellos que tienen la misma capacidad de consumo que nosotros. Ese afuera, ese más allá, no es otra cosa que la calle, la plaza, el espacio público, la mesa del café en la vereda, la barra del bar, donde nos encontramos con los otros, con aquellos que no son iguales a nosotros, último refugio de la verdadera diversidad, el lugar del cara a cara con el Otro, allí donde éste puede interpelarnos en nuestro egoísmo, allí donde no podemos totalizarlo, como sí lo hacemos en la homogeneidad del “mall”, en la reducción de los diversos a masa uniforme de consumidores satisfechos.

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No está de más referirse brevemente a las características propias de estos centros comerciales. En primer lugar, en estos lugares se establecen condiciones interiores completamente diferentes de las exteriores, tales como una climatización que mantiene una temperatura media constante, música ambiental, aseo permanente, un paisaje interior independiente del entorno urbano, dispensadores de dinero automáticos convenientemente distribuidos, una arquitectura interior atractiva, plantas artificiales y bancas que pretenden imitar un espacio público, grata iluminación artificial y también natural por medio de aberturas cenitales que no nos relacionan más que con la luz del cielo, recorridos complejos en los que se cruzan pasillos, puentes, escaleras mecánicas, favoreciendo un permanente deambular a través de los distintos locales comerciales, “patios de comida” con abundante variedad de comida “chatarra”, matizados con algunos locales de gastronomía más sofisticada, etc. El arquitecto Rem Koolhaas los describe del siguiente modo: “Es un enmarañado imperio de confusión que funde lo público y lo privado, lo derecho y lo torcido, lo atiborrado y lo famélico, lo elevado y lo mezquino, para ofrecer un mosaico sin suturas de lo permanentemente inconexo. Aparentemente apoteósico y espacialmente grandioso, el efecto de su riqueza es una vacuidad terminal, una depravada parodia que sistemáticamente erosiona la credibilidad de la arquitectura, posiblemente para siempre” 52. De este modo, el capitalismo occidental coloniza el territorio con un espacio descualificado.

Los centros comerciales han ido creciendo cada vez más e incluyendo un mayor número y variedad de tiendas y servicios, de modo que la vida pública ha sido recreada en un espacio 52

Rem Koolhaas, “El espacio basura”, revista Arquitectura Viva n°74,septiembre-octubre 2000, págs.23,24.

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privado, encerrada y puesta bajo llave. Esto ha dislocado la trama urbana, volcando la convivencia que en ella se producía en espacios herméticos que reemplazan las plazas y las calles, siendo estas últimas sólo el medio de acceso rápido al estacionamiento, abierto o subterráneo, del centro comercial.

Los espacios de estas nuevas megaestructuras y grandes centros comerciales se concentran en el interior, mientras las fachadas se hallan desnudas. La actividad pública se reparte en compartimientos estrictamente funcionales y la circulación es interna, a través de corredores, galerías y escaleras mecánicas, bajo el discreto pero total escrutinio de las cámaras de vigilancia y los guardias privados. Estos centros comerciales constituyen un predecible y seguro lugar en un mundo que se nos presenta como cada vez más peligroso. Son lugares “limpios”, física, social y climatológicamente hablando, ambientes sanitizados y estetizados donde no existe pobreza ni fealdad. A medida que la ciudad de afuera se va empobreciendo y deteriorando, a medida que la atmósfera se va haciendo cada vez más contaminada, a medida que los abismos socio económicos se van haciendo más profundos, la ilusión de una vida placentera y opulenta, y la seudo armonía social se va haciendo más seductora en estos espacios de fantasía que estimulan la imaginación, el consumo y el autoengaño. Son lugares donde nada fuera de la norma puede acontecer, donde la excentricidad y la agitación quedan excluidas: todo está dirigido a un consumo feliz mediante una atmósfera festiva en un lugar ideal, una aparente comunidad utópica donde los conflictos están excluidos, reproduciendo una dócil vida urbana en un espacio privado sofisticadamente controlado, que consigue interiorizar las normas

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y hábitos de comportamiento y que excluye sutilmente las diferencias, generando una amplia y difusa ilusión de libertad y seguridad frente a la incertidumbre de la trama urbana exterior.

Los “malls” entregan aquello que la ciudad ha dejado de poseer: entornos limpios, seguros y a escala humana, donde ver y ser visto, sin encarnar visiones de lo ideal, sino simplemente colmando las fantasías pedestres. La seducción y manipulación de estos centros permiten creer en un mundo de sueños, donde el orden prevalece. Estos lugares expropian a la ciudad de sus significados, contribuyendo en esencial medida a su desertización. La sociedad de consumo está transformando radicalmente la estructuración de las sociedades urbanas del siglo XXI. Entender esto resulta fundamental para entender los caminos de la construcción de los nuevos espacios urbanos, de las nuevas ciudades. Como acertadamente lo percibe el arquitecto Rem Koolhaas “la calle se ha convertido en residuo, en artificio organizativo, un mero segmento del plano metropolitano continuo, donde los restos del pasado se enfrentan a los equipamientos de lo nuevo en un difícil pulso […] Lo grande ya no necesita a la ciudad: compite con ella, representa, se anticipa a la ciudad; o, mejor dicho, es la ciudad”53.

El consumo ha reemplazado a la producción en el paisaje contemporáneo, se ha introducido profundamente en los hábitos de la vida cotidiana y ha alterado radicalmente el modo como habitamos y percibimos el mundo. La ciudad del siglo XXI está inconscientemente determinada por el consumo y esta época, indudablemente, será recordada como el momento en

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Rem Koolhaas, S, M, L, XL (Small, Medium, Large, Extra-Large)

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el que la ciudad no podrá más ser entendida sin tener en cuenta este fenómeno. El consumo de masas es un proceso que funciona por la seducción y que se dirige hacia la homogeneización de los seres y hacia la regulación subliminal de las necesidades, impidiéndonos personalizar nuestras decisiones e instaurando nuevas formas de socialización basadas en el imperativo seductor que somete la vida propia a la experiencia del consumo masivo y constante, en un universo de objetos, de información excesiva y vacía y de hedonismo, que neutraliza o disimula los conflictos que continúan subyaciendo y desarrollándose bajo la superficie vistosa, brillante y cegadora del consumo de mercancías, exacerbando el individualismo, el narcisismo, la trivialidad, la banalidad, el olvido de la historia o su distorsión mediática, arrasando con los puntos de referencia y de valoración, en un presente continuo y acrítico.

La ciudad, como sistema de servicios públicos, se debilita y tiende a privatizarse, rompiendo el entramado social y negando la ciudadanía. Los centros comerciales sustituyen a las calles y plazas y los condominios horizontales o verticales se convierten en feudos cerrados donde los distintos sectores sociales se protegen del “público”, es decir, del Otro, mediante sistemas de vigilancia y exclusión. Los flujos predominan sobre la lugaridad y el vehículo por sobre el peatón, dando lugar a una ciudad segregada, compartimentada, compuesta de guetos discriminatorios y excluyentes, sin capacidad de llegar a formar una comunidad urbana.

Nos enfrentamos hoy a una mutación del espacio urbano, en el que encontramos dos elementos en torno a los que se polariza el tejido de la ciudad: el consumo y el ocio, por un

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lado, y la circulación humana, favoreciendo la creación de un hábitat en el que todo es escenografía construida, simulación de una realidad soñada en la que olvidamos las experiencias de la vida cotidiana, fomentando la ilusión de la felicidad en universos cerrados y protegidos, en los que, en el espacio de algunas horas, los conflictos, la violencia y la agitación del mundo exterior se olvidan, en un entorno aséptico y neutro, en que las normas de comportamiento social son escrupulosamente respetadas, llegándose a definir la apariencia que los empleados que trabajan en estos lugares deben ofrecer: ninguna disonancia ni extravagancia es aceptada, sugiriendo una idea de confianza y orden sin estridencias de ningún tipo.

2.7 La ciudad privada Pero, tal como podemos describir desde la idea del simulacro a estos centros comerciales, no es menor la mise en scène que se monta en los suburbios residenciales: comunidades cerradas llamadas condominios, en los que se escenifica una bucólica vida de vecindario, con pasajes peatonales, pequeños jardines, arquitectura “de estilo” a elección del comprador, colegios privados con nombres religiosos o étnicos al gusto de una pequeña burguesía emergente y snob, colores pastel en las fachadas, en tres o cuatro tonos a elección. Nada es “feo”, todo está limpio, nada desentona o irrita, cada cosa está allí puesta para evocar un urbanismo nostálgico que traiga a la memoria la pacífica vida de los antiguos barrios de las ciudades de otras épocas. Es la reconstrucción de un pasado mitificado, un mundo de fantasía, un simulacro de ciudad aislada del mundo y protegida dentro de una burbuja de cristal, encerrada entre altos muros y resguardada por sistemas privados de seguridad. Cajas vacías,

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que resguardan del mundo a sus habitantes, sin conciencia de la sociedad a la que pertenecen, puesta en pie de simulacros de valores culturales que ya hace tiempo han sido arrasados y negados por la misma cultura que los construye, en aras de una cultura de la simulación y la fascinación, una cultura de la manipulación en la que las masas están, más que convidadas a participar, convidadas a simular que participan, en una verdadera parodia de esa otra cultura que tiene como función principal la creación de discursos que permitan analizar y cuestionar la realidad.

Paralelamente a la edificación de estas escenografías urbanas o simulacros arquitectónicos se comprueba cómo la destrucción de la trama urbana de las ciudades avanza rápidamente. Como lo describíamos en el párrafo anterior, a la degradación del centro histórico, a la aparición de grandes bolsas de deterioro en los núcleos centrales de las ciudades - en los que se encuentra una desconcertante vecindad entre la riqueza opulenta de las instituciones, los bancos y las corporaciones y la más absoluta pobreza de los sin casa, de los ocupantes ilegales de viejos y abandonados inmuebles, de los desposeídos de todo bien material, de toda protección-, y a la creación de una nueva relación urbana dicotómica entre centro y periferia, se une el hecho de una crisis social y el estallido de resentimientos por décadas sumergidos, que genera temor en los antiguos residentes, forzando su migración hacia otras áreas. Las ciudades,

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de este modo, se extienden al infinito, creando un desbordamiento en extensos suburbios, provocando la destrucción del tejido urbano y social, a consecuencia de la cual la ciudad va desapareciendo como unidad cívica y territorial. Los centros históricos, como núcleos de representación sociales, culturales y políticos, dejan paso a un nuevo organismo en constante y anómalo crecimiento que desarticula la ciudad, rompe su unidad y la estructura en pequeñas o grandes parcelas privadas en las que ya no hay ningún sentimiento de colectividad. El territorio de cada uno empieza y acaba en su propia casa, fuera de ella está la oscuridad, el silencio y la inseguridad. En este contexto aparecen esos proyectos de ciudades privadas en las que el espacio urbano y todas las actividades que en él se desarrollan están completamente organizadas y vigiladas las veinticuatro horas del día. El control arquitectónico y urbanístico de las fronteras sociales se convierte en el verdadero espíritu de la estructuración urbana. La “vida” de estos nuevos barrios se organiza en torno a una red vial que por un lado conecta a las autopistas urbanas y por el otro se convierte en un callejón sin salida, sólo accesible a los que conocen la urbanización. La seguridad residencial y comercial han conseguido reemplazar a las esperanzas de cualquier reforma encaminada a la integración social, llevando a vivir a estos lugares a quienes desean huir de cualquier posible amenaza, ya sea física (ruidos, suciedad, contaminación) o personal (contacto con los pobres, los extranjeros inmigrantes, personas “diferentes”), en una obsesión por la perpetua seguridad que se verifica mediante la creación de una distancia con un entorno no deseado, la implantación de la máxima visibilidad en las urbanizaciones y el uso de tecnología (cámaras de vigilancia, guardias privados intercomunicados, etc.). Aunque la importancia de esta distancia que se quiere crear sea producto más de un estado mental que de

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una realidad física, todo, en definitiva, es la consecuencia de una actitud que mantiene, perfecciona y profundiza incesamente el mito de la ciudad como ente peligroso y decadente, frente al cual se inventa un nuevo entorno homogeneizado, en el que no hay lugar para los “extraños y diferentes”54. “Hay un temor al espacio público. No es un espacio protector ni protegido. En unos casos no ha sido pensado para dar seguridad sino para ciertas funciones como circular o estacionar, o es sencillamente un espacio residual entre edificios y vías. En otros casos ha sido ocupado por las clases peligrosas de la sociedad: inmigrados, pobres o marginados. Porque la agorafobia es una enfermedad de clase de la que parecen exentos aquellos que viven la ciudad como una oportunidad de supervivencia. Aunque muchas veces sean las principales víctimas, no pueden permitirse prescindir del espacio público”. 55

En este nuevo entorno en que lo público y lo privado cobran nuevas dimensiones, enlazándose de manera confusa, se exorcizan los demonios de la ciudad, gracias a los medios de control y a las sofisticadas medidas de vigilancia, que, al mismo tiempo, se pagan con la falta de intimidad y de libertad en el libre desplazamiento de las personas y en sus actitudes, pues, de modo sutil pero eficiente, las formas de vida y los comportamientos personales son llevados a las normas que la mayoría considera pertinentes y adecuados. La consecuencia más inmediata de este sistema de apartheid urbano es la destrucción del espacio público accesible y la desaparición de la ciudad como tejido social y territorial, no constituyendo más que simulacros de sociedad, compuestos por una arquitectura al gusto de una pequeña burguesía

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Cabe mencionar, como una anécdota que retrata con curiosa sinceridad esta aversión al Otro, el lugar común en nuestra sociedad chilena, de referirse humorísticamente a “la gente como uno”. 55 Jordi Borja, Ciudadanía y espacio público, (Publicado en VVAA, Ciutat real, ciutat ideal. Significat i funció a l’espai urbà modern, “Urbanitats” núm. 7, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, Barcelona 1998)

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“ascendente”, organizados a través de rígidos controles de las áreas públicas y de unas personas sobre las otras.

En su plasmación, estas políticas del espacio acentúan las desigualdades y la marginación social, anulando las capacidades de integración y de manifestación cultural de los diferentes sectores de la población, acabando no sólo con la calle como lugar de encuentro y de relación de los ciudadanos, sino también con la “multitud”, entendida como la mezcla heterogénea y diversa de colectividades sociales, culturales, étnicas y de género distintas, presentes en la composición del cuerpo social. 2.8 La arquitectura del miedo ¿Y la “ciudad pública”?. Tanto como en la anterior descripción de lo que hemos llamado la “ciudad privada”, en la “ciudad pública” también encontramos muchos ejemplos de una estructura urbana sustentada en la búsqueda de los mayores niveles de control de la población, en la que triunfan los principios panópticos de vigilancia absoluta de la vida ciudadana. Se muestran como grandes realizaciones edilicias la instalación del mayor número posible de cámaras de vigilancia, generalizándose las zonas de vigilancia con video, en estacionamientos públicos, paseos, plazas y parques, extendiendo por todo el espacio público una visibilidad “protectora”, una vigilancia de tiempo completo. Por otra parte, los llamados edificios “inteligentes”, dotados de características panópticas, detectan no sólo cambios de temperatura, humedad u olores, sino también controlan los movimientos de sus ocupantes, en oficinas, pasillos, escaleras, ascensores y estacionamientos.

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Una ciudad en la que los interiores y los exteriores hacen visible toda actividad humana se vuelve calculable, segura y predecible, al precio de la construcción de una arquitectura del miedo que disimula la vulnerabilidad de la sociedad mediante sofisticadas tecnologías de vigilancia. Por otra parte, se ha desarrollado una creciente y marcada tendencia a la construcción de plazas “duras”, o a la transformación de plazas tradicionales en “duras”, haciendo que una aparente condición estética sirva de medio de control y mejor vigilancia, evitando las posibilidades de ocultamiento o invisibilidad. Se reivindica, nuevamente, la seguridad como el fin fundamental para la convivencia, entendiendo ésta como sinónimo de homogeneidad.

Si entendemos la ciudad como sinónimo de espacio público, lugar de cohesión e integración social, lugar privilegiado para el intercambio multicultural, concentración de las diferencias de origen, de actividades, de sensibilidades, lugar de representación y expresión de la sociedad heterogénea, lugar de los símbolos colectivos, estos espacios vacíos, en los que no se puede estar, en los que no se puede hacer nada, espacios (que no lugares) agresivos, secos, desnudos, poco dados al intercambio y a la comunicación, resultan ser los mejores auxiliares de

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una sociedad del control, la vigilancia, la dispersión social, siguiendo las enseñanzas que nos dejara el barón Haussmann, en la búsqueda del espacio abierto y vacío, donde todo es transparente y nada queda oculto. La mirada invisible y la vigilancia constante, nuevamente, pilares fundamentales del orden social y político instaurado.

Pareciera que, cada día más, las esferas de lo público y de lo privado, antes considerados como dos mundos diferenciados, comienzan a derribar sus fronteras, puesto que la vigilancia, por el miedo al “otro”, por el control de los “diferentes”, va invadiéndolo todo, unificando lo público y lo privado bajo una misma mirada escrutadora y legitimizadora, en una ciudad de cristal transparente. La diferencia va quedando abolida en aras de la visibilidad total y permanente de los procesos más íntimos. Ahora, el universo privado, espacio simbólico de soberanía del sujeto, se despliega arbitraria y universalmente a través de los medios de comunicación. Como dice Baudrillard “todo se vuelve transparente y visible inmediatamente, cuando todo queda expuesto a la luz áspera e inexorable de la información y la comunicación”56. Pero esta información no es más que saturación superficial sobre la que ningún discurso verdadero se puede construir. Es “la extroversión forzada de toda interioridad” de la que nos habla el mismo Baudrillard, caracterizada por la proximidad, la espontaneidad y la confusión, que producen la pérdida de la memoria y del sentido de la historia. En este éxtasis de la comunicación lo público y lo privado se mezclan permanentemente. La masiva extensión y amplia popularidad de los realitys dan cuenta de esta esquizofrenia en que lo privado se hace público, en la hora en que lo público pierde su cualidad. 56

Jean Baudrillard, “El éxtasis de la comunicación”, en Hal Foster (ed.), La posmodernidad, Akal, Madrid, 1998, pág. 193.

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La cámara, real o simbólica, que nos acompaña en nuestro deambular por la calle, en el tránsito vehicular, en las grandes tiendas, en las áreas peatonales, en aeropuertos y estaciones de pasajeros, en la información bancaria, en las escuchas telefónicas autorizadas o no por la autoridad, en los correos electrónicos, en las redes sociales, es el medio por el cual la sospecha se generaliza, la delación se favorece, se transforma al Otro en enemigo, se estigmatiza a este o a aquel grupo social, minoría étnica o de género, alentando y potenciando una desmedida obsesión por la seguridad, que puede llegar a significar el sacrificio de las libertades políticas y de las conquistas sociales.

Frente a esta situación, cabe formular la pregunta ¿es hoy la Ciudad posible?. Y antes de ella, aún hay que preguntarse ¿es realista hoy formular la pregunta por la Ciudad?. Pocos días antes de hacer esta reflexión fuimos protagonistas de un debate universitario sobre la pertinencia de la reflexión arquitectónica sobre el espacio público. Ante la declaración de un académico en relación con que, si hoy el espacio público es una utopía inexistente o una realidad que ha sido superada, resulta inútil seguir pensando en él, nuestra respuesta fue que nosotros apostábamos por restablecer la utopía de la Ciudad como el espacio de la disponibilidad para el Otro, y que nuestro papel como formadores de futuros arquitectos es, precisamente, la conformación de espíritus críticos y no de mentalidades conformadas y conformistas, que sean capaces, aún, frente a los que piensan que debemos integrarnos a la “realidad”, ser los apocalípticos que aún buscamos la Ciudad de todos, la Ciudad de los libres, los iguales y los justos.

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Capítulo 3 Ciudad y Política

3.1 Ideas, visiones, imaginarios de ciudad

La pregunta por la Ciudad tiene una larga historia, seguramente tan larga como la historia de la Ciudad misma. Y tan largo como esa historia es el listado de las respuestas que la historia de las ideas, el pensamiento en general y la cultura han intentado dar a esa pregunta. Desde la filosofía clásica, desde la teología, desde la política, desde la economía, desde la arquitectura y el urbanismo, desde la geografía y la sociología, desde la literatura y la poesía, son innumerables los intentos de bosquejar una ciudad que resulte ser el lugar en el que el hombre, viviendo en sociedad, encuentre la felicidad personal y la felicidad colectiva, la Buena Vida, que logre responder a las expectativas que una sociedad humana particular comparta, a lo largo de su particular historia, como el lugar adecuado para su desarrollo en el tiempo y en el espacio.

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En el marco de esta pregunta, las respuestas asumen diversos caracteres, relacionando, como dice Paul Ricoeur “nuestras expectativas orientadas hacia el futuro, nuestras tradiciones heredadas del pasado y nuestras iniciativas en el presente”57. Las respuestas se dan en el marco de un determinado imaginario, que, en general, y de acuerdo a lo que autores como Ricoeur o Karl Mannheim58 han estudiado, se expresan en las formas generales de la ideología o de la utopía.

El pensamiento contemporáneo, en particular, ha indagado en estos conceptos que, desde la perspectiva de Karl Mannheim, comentado por Hannah Arendt 59, son “trascendentes al ser”, y surgen de una conciencia que no estaría en sintonía con el ser “que la rodea”. Para Arendt, la perspectiva de Mannheim revela una desconfianza hacia el espíritu, evidente en la sociología y que surge de la condición apátrida a la que está condenado el espíritu en nuestra sociedad. El ser al que las manifestaciones espirituales se liga está determinado como “el ser social de la coexistencia”, en el “entramado económico de poder”. El hecho que el mundo histórico se manifieste con más claridad en lo económico hace que este mundo sea donde más extraño resulta al sentido y al espíritu. Y, pese a que el espíritu es trascendente con relación a este mundo, igualmente es pensado en referencia a él, volviéndose entonces ideología y utopía. El espíritu empieza a ser allí donde la realidad se vuelve problemática para la conciencia, y donde la pregunta por la realidad se plantea como pregunta por la “verdadera y auténtica realidad”, siendo entonces tal conciencia una “falsa conciencia”, de la que surge toda ideología,

57

Paul Ricoeur, “La ideología y la utopía”, en Educación y Política: de la historia personal a la comunión de libertades, Editorial Docencia, B. Aires, 1984. 58 Karl Mannheim, “Ideología y Utopía, introducción a la sociología del conocimiento”, Fondo de Cultura Económica, México, 1987. 59 Hannah Arendt, “Filosofía y Sociología. Con motivo de Karl Mannheim, Ideología y utopía”, en “Ensayos de comprensión 1930-1954”, Caparrós Editores, Madrid, 2005, pág.46.

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absolutizando en el pensamiento “un estado de ser ya pasado” al que el individuo particular permanece ligado, con el fin de combatir una nueva situación del mundo en la que está desorientado.

Frente a ello, la utopía es conciencia que “salta por encima […..]del orden de ser que existe en concreto”60. Debido a que de antemano se ha situado al espíritu como apátrida en el mundo, en la visión de Mannheim, sólo puede ubicarse fuera de la coexistencia histórica entre los hombres, dándose entonces la aparentemente paradójica conclusión que el espíritu existe propiamente en su pleno retraimiento y ahistoricidad, y sólo sus efectos pertenecen a la Historia. 3.2 Ideología Karl Mannheim, en relación con el concepto de ideología, distingue dos sentidos distintos para el término, uno particular y el otro total. El concepto particular implica nuestro escepticismo respecto de las ideas contrarias a las nuestras, consideradas como disfraces, mentiras conscientes, semiconscientes o involuntarios disimulos, que ocultan la verdadera naturaleza de una situación. Por otra parte, Mannheim define el concepto de ideología total como “la ideología de una época o de un grupo históricosocial concreto, por ejemplo, de una clase, cuando estudiamos las características y la composición de la total estructura del espíritu de nuestra época o de este grupo”61 . Ambas acepciones del término, para Mannheim, tienen en común la desconfianza en relación con lo que dice el adversario, apartándose del sujeto, individual o grupal, para tratar de comprender lo que se dice por el método indirecto del 60 61

Arendt,Filosofía y….; pág. 55. Karl Mannheim, op.cit., pág.49.

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análisis de las condiciones sociales del individuo o del grupo, haciendo de las ideas una función de las personas y de su posición en el medio social.

Por otra parte, la diferencia entre ambas acepciones radica en que, en el concepto particular, sólo se designa como ideología una parte de las afirmaciones del adversario, y en el concepto total se pone en tela de juicio toda la concepción del mundo del mismo, comprendiéndola como producto de la vida colectiva en que participa. Igualmente, el concepto particular de ideología analiza las ideas sólo desde un punto de vista psicológico, suponiendo en ambas partes criterios comunes de validez, por lo tanto no excluyentes, basados en un marco común de referencias, en tanto que en el concepto total de ideología nos referimos a sistemas de pensamiento divergentes y a modalidades de experiencia e interpretación profundamente diferentes.

Para efectos del desarrollo de nuestro estudio de la ciudad utilizaremos el concepto total de ideología descrito por Mannheim, tratando de reconstruir o de describir, como lo hemos hecho en la primera parte, toda la visión que un sector ideológico (aquellos que adhieren a la visión neoliberal de la sociedad, la política y la economía) ha elaborado sobre la ciudad contemporánea. Otorgar un matiz ideológico a las opiniones de quienes poseen visiones divergentes significa no hacer responsables a los individuos particulares de los errores que advertimos en sus ideas y no atribuir el mal que ellas causan a una perversidad individual, sino descubrir el origen de su falta de veracidad en un factor social. De cualquier manera, se trataría de obstáculos en el camino del conocimiento verdadero de la realidad.

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No muy distinta es la definición de ideología que nos da Paul Ricoeur: “….proceso de distorsión y de disimulo mediante los cuales nos ocultamos a nosotros mismos, por ejemplo, nuestra pertenencia de clase y, en términos más generales, nuestra forma de pertenencia a las distintas comunidades en las cuales participamos. De manera que se identifica pura y simplemente la ideología con la mentira social o, lo que es más grave, con la ilusión protectora de nuestro estatuto social junto con todos los privilegios y las injusticias que ello supone” 62. Ricoeur examina tres usos del concepto de ideología, de acuerdo a tres niveles de profundidad: la ideología como distorsión o disimulo, concepto popularizado por el joven Marx en los Manuscritos económico-políticos, de 1843-44 y, especialmente, en la Ideología alemana. En este uso del concepto, la primera función que se atribuye a la ideología es la de producir una imagen invertida de la realidad. Marx establece una relación entre las representaciones y la realidad de la vida, que él llama praxis. La vida real de los hombres es su praxis, y el reflejo de esa vida en su imaginación es la ideología, que se convierte en el procedimiento por el cual la vida real se falsifica a través de la representación imaginaria que los hombres se hacen de ella. La tarea revolucionaria, entonces, desde la perspectiva de Marx, se relaciona con la teoría de la ideología, frente a la cual lo que hay que hacer es “hacer descender a las ideas desde el cielo de lo imaginario hacia la tierra de la praxis”63. Más adelante, Marx sostendrá que la ideología no se opone solamente a la praxis, sino, sobre todo, a la ciencia.

El segundo uso examinado por Ricoeur está referido a la ideología como justificación o legitimación. Haciendo referencia nuevamente al mismo Marx, quien declaró que las ideas de

62 63

Paul Ricoeur, “La ideología y……”, pág.82. Paul Ricoeur, ibid., pág.83.

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la clase dominante se convierten en ideas dominantes, haciéndose pasar por ideas universales, Ricoeur señala que Marx toca, más allá de la mera inversión y disimulo, el fenómeno de la tentativa de justificación que acompaña al fenómeno de la dominación. Toda dominación trata de justificarse, recurriendo a nociones que se busca hacer aparecer como universales, a través de la retórica. Dice Ricoeur, recordando a Platón, “no existe la tiranía sin la ayuda de un sofista”, es decir, sin recurrir a la retórica del discurso público, sus figuras y sus tropos, la que se convierte en ideología al momento de ponerse al servicio del proceso de legitimación de la autoridad, cuando se transforma en una retórica de persuasión, aunque sólo sea para limitar el uso de la fuerza en la imposición del orden, en “una especie de plusvalía de creencia que toda autoridad necesita extraer de sus subordinados” 64.

Por último, el tercer uso se refiere a la ideología como integración, entendiendo por ello usos tales como las ceremonias de conmemoración, los modos como una comunidad cualquiera reactualiza los acontecimientos considerados como fundantes de su propia identidad: fenómenos como la Declaración de la Independencia de los EEUU de Norteamérica, la toma de la Bastilla, la Revolución de Octubre, en los que la comunidad mantiene una relación con sus raíces, y en los que el papel de la ideología es el de difundir la convicción que esos acontecimientos son constitutivos de la memoria social y de la identidad de la comunidad. La función de la ideología es servir de enlace para la memoria colectiva, a fin de que el valor de los acontecimientos fundacionales sea objeto de la creencia de todo el grupo, a través de interpretaciones y reinterpretaciones que lo remodelan retroactivamente y se represente ideológicamente a la conciencia de un grupo, una clase o un pueblo, que se sostienen gracias a 64

Paul Ricoeur, “La ideología y……”, pág.85.

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la imagen estable que se dan de sí mismos, constituyendo esta imagen el nivel más profundo del fenómeno ideológico, según Ricoeur.

Por su parte, Hannah Arendt, en sus comentarios a la obra de Mannheim

65

ya citada,

aproxima la sociología de este autor a la ontología heideggeriana de “Ser y tiempo”, que “parte justamente de la cotidianidad del existir humano” 66, en tanto que Mannheim lo hace desde la cotidianeidad del “ser-con” de los hombres, es decir, el mundo histórico, aquel que está dado con anterioridad “a todo “ser uno mismo”, la existencia humana comprendida siempre como existencia que ya vive en un mundo. El sociólogo no se pregunta por el ser-en-el-mundo como estructura formal del “ser-ahí”, sino por el mundo determinado históricamente en cada caso, en el cual viven los hombres en cada caso. Mannheim, según Arendt, delimita la sociología e impugna la posibilidad de la comprensión del ser como ontología, remitiéndonos a lo óntico, siempre cambiante, y que representaría la verdadera realidad, frente a las “teorías” de los filósofos”, de donde no se reconoce al espíritu ninguna realidad, considerando todo lo espiritual como ideología o utopía, como expresiones de una conciencia que no está en sintonía con el ser que la rodea.

En nuestra sociedad, el espíritu está condenado a una condición apátrida. Ahora, “el ser al que el espíritu está atado,…., es el reino de lo público”67. En esta confrontación llega a ser cada individuo humano un ser histórico. Pero, como ya hemos visto con Hannah Arendt, lo histórico se manifiesta con su mayor nitidez en lo económico, ajeno al sentido y al espíritu, y si 65

Arendt, “Filosofía y……”, pág.48 Arendt, ibid, pág. 49. 67 Arendt, ibid., pág. 54. 66

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este último se piensa en relación con el mundo, se vuelve ideológico o utópico. Este curso de pensamiento se asienta en la convicción que sólo hay “espíritu” cuando la conciencia no concuerda con el ser en el que está emplazada. El espíritu empieza a ser allí donde la realidad se vuelve problemática para la conciencia y donde la pregunta por la realidad se plantea como la pregunta por la verdadera y auténtica realidad.

De este modo, toda ideología surge de una “falsa conciencia” que absolutiza un estado de ser al que el individuo permanece ligado, a fin de combatir una situación en la que él se encuentra desorientado. Por el contrario, una conciencia utópica es aquella que salta por encima del orden existente en pro de un mundo venidero. En el primer caso, se le otorga trascendencia al mundo “que es”, sacralizándolo, en tanto que, en la utopía, la trascendencia del espíritu sobre el ser revierte sobre la realidad y se hace superior a ella, poniendo en valor, por sobre el orden “que es”, un deber ser”. Pero, como el espíritu, para Mannheim, es apátrida en el mundo, sólo puede ubicarse fuera de la coexistencia histórica entre los hombres, sólo puede existir en su pleno retraimiento y ahistoricidad.

Cuando el individuo no está en sintonía con la sociedad a la que pertenece, el mundo históricamente dado se le aparece como algo que está ahí para ser cambiado. A esta libertad respecto de lo público que hace aparecer el mundo como algo por cambiar, Mannheim la llama “conciencia utópica”. Respecto del ethos de la ideología, Hannah Arendt se refiere a Max Weber y su ensayo “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, afirmando que una realidad pública determinada (en la especie, el capitalismo), surge del protestantismo, como un primer vínculo religioso, para el que el mundo no es patria, y en el que no hay sitio para el

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individuo en su peculiaridad singular, y esto ocurre como expresión de un “no-ser-en-elmundo” y, al mismo tiempo, de un tener que avenirse con el mundo” 68. El mundo se concibe, entonces, como mundo en el que no cabe hacer otra cosa que cumplir con el propio deber. Arendt reflexiona al respecto que ha sido necesario que el “entramado económico de poder” contemporáneo haya llegado a ser tan sobrepoderoso para que “el espíritu que lo creó ya no encuentre en él su hogar ni su patria”, y en el que sólo es posible concebir lo espiritual en las formas de la ideología o de la utopía, convirtiéndose por necesidad en superestructura ideológica.

No obstante que Arendt se limita a comentar la obra de Mannheim desde la pregunta por el lugar social e histórico de la indagación sociológica, hacia el final de su ensayo establece una suerte de juicio respecto de la condición ideológica que merece ser citado a modo de valoración de la misma: “Sólo cuando la existencia en la comunidad ha dejado de ser algo que va de suyo, sólo cuando el individuo, acaso por su ascenso económico69, puede encontrarse perteneciendo de repente a una comunidad de vida que es enteramente distinta, sólo entonces existe algo así como la ideología en el sentido de una justificación de la propia posición frente a la posición de los otros”70

68

Arendt, Filosofía y….., pág. 61.

69

El destacado es nuestro (N.del A.)

70

Arendt, op.cit., pág. 62.

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Abundando sobre el concepto de ideología en el pensamiento contemporáneo, Slavoj Žižek

71

afirma que no se debe entender la ideología como “ilusión” o representación errónea o

distorsionada del contenido social. Una ideología, para este autor, no es necesariamente “falsa” en relación con su contenido, puesto que lo que importa no es el contenido como tal, sino el modo como se relaciona con la posición subjetiva supuesta por su propio proceso de enunciación72. Estamos dentro del espacio ideológico cuando el contenido es funcional respecto de alguna relación de dominación, social, política, económica, cultural, etc., la que, para ser efectiva debe permanecer oculta. En la óptica de Žižek, ya no se trata de una forma de “falsa conciencia”, en la que quien utiliza argumentos ideológicos no sabe que lo está haciendo, sino, en cambio, quien los utiliza sabe muy bien lo que está haciendo y por qué lo está haciendo.

Žižek propone tres ejes de disposición de las nociones asociadas al término “ideología”, asociados a los tres momentos que Hegel distinguía en relación con la religión (doctrina, creencia y ritual). Žižek habla de la ideología como complejo de ideas (teorías, convicciones, creencias, procedimientos argumentativos), destinado a convencernos de su “verdad” y al servicio de algún interés de poder; la ideología en su apariencia externa (la materialidad de la ideología, los aparatos ideológicos de Estado), mecanismos que, para ser operativos, para “apropiarse” del individuo, suponen la presencia masiva del Estado, la relación del individuo con el Poder y con “el gran Otro ideológico en el que se origina la interpelación”; y la ideología “espontánea” que opera en el centro de la realidad social: “la elusiva red de actitudes 71

Slavoj Žižek, “El espectro de la ideología”, en Slavoj Žižek (comp.) “Ideología, un mapa de la cuestión”. Fondo de Cultura Económica de Argentina,

Buenos Aires, 2005. 72 Žižek, ibid, pág. 15.

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y presupuestos implícitos, cuasi “espontáneos”, que constituyen un momento irreductible de la reproducción de las prácticas “no ideológicas” (económicas, legales, políticas, sexuales….)73, la “sociedad del espectáculo” en la que los medios estructuran nuestra percepción de la realidad y la hacen indistinguible de su imagen estetizada.

En la ciudad contemporánea, la ideología la encontramos disimulada en la “espontaneidad” de los consensos creados en la sociedad de consumo: desde las ideas en torno al urbanismo (liberación de restricciones a los límites urbanos y a la inversión inmobiliaria, erradicación del espacio público en favor del espacio privado o restringido, desaparición de las disciplinas, prácticas y normativas vinculadas a la planificación del territorio), hasta las convicciones en torno al orden, la seguridad, la necesidad de vigilancia, las restricciones a la libertad, al libre desplazamiento, la insistencia de los medios para poner en relieve los delitos, el “terrorismo”, el vandalismo, etc. Todos estos consensos “naturales” configuran el modo como la sociedad urbana se representa y se piensa a sí misma, y, a partir de la cual, elabora las herramientas para ser gobernada y para otorgar una cierta estabilidad a los imaginarios que de sí misma se construye, tendiendo a la preservación y reproducción de sí misma. La ideología de la sociedad de consumo no constituye un adjetivo de la misma, que pudiera ser separado o extraído del problema económico como un aspecto superestructural o epifenoménico. Por el contrario, esta ideología es generada por la cosa en sí, como imagen derivada y objetivamente necesaria. La dimensión ideológica está intrínsecamente adherida a la realidad que la oculta o disimula, como una característica necesaria de su propia estructura. De allí que el neoliberalismo no pueda subsistir como sistema político, económico, social y cultural, y como 73

Žižek, op.cit., pág. 24.

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ideal de vida, profundamente arraigado en la cultura de nuestra sociedad contemporánea, sin un aparato extraordinario de recursos mediáticos, sistemas de propaganda, argumentos ideológicos, lugares comunes, “verdades” consensuadas, internalizadas y universalizadas por la masa de consumidores, además de los aparatos de poder, vigilancia y represión, etc.

La ciudad contemporánea constituye, en sí misma, un aparato de control ideológico que configura y representa, al mismo tiempo, la mayor parte de sus supuestos, imponiendo su modelo de preservación y reproducción de las diferencias sociales, de profundización de las desigualdades, de conservación de un “orden” que se impone como el orden único, ideal y posible. Más aún, se puede afirmar que este orden sólo es posible de afirmar merced al instrumento privilegiado constituido por la ciudad contemporánea, que se construye a imagen, semejanza y a la medida de los intereses del poder.

La imagen y la realidad de la ciudad contemporánea no sólo resultan imposibles de separar de la cultura y el sistema económico del capitalismo neoliberal de mercado, sino que constituyen el cuerpo mismo de este orden económico-político, y los supuestos a partir de los que se configuran son la ideología misma en su manifestación más desnuda.

2.3 Utopía Frente a la ideología, como representación reproductiva y, en el fondo, conservadora, de una realidad que, a través de sus mecanismos, se intenta preservar, proteger del cambio o, aún, revivir, cuando sus supuestos históricos han perdido vigencia o legitimidad, la utopía se alza o

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se enfrenta como otro modo de trascendencia, respecto de la realidad misma, de modo reivindicativo, alternativo, reformista o revolucionario, ofreciendo una nueva visión del “espacio de la felicidad”. El utopismo, desde diversos horizontes, ha sido considerado como heterodoxo, herético, “desviado” o esquizofrénico. Marx llamó “socialistas utópicos” a aquellos pensadores que le antecedieron en la formulación de un nuevo orden social, marcando el concepto con el sello de lo ingenuo e imposible. No obstante esta caracterización, que ha ido sellando al concepto de utopía y al utopismo de manera más bien negativa, no es posible eludir el hecho que la utopía representa, por otra parte, el ideal humano de la conquista de la felicidad, permanente en la existencia del hombre individual y de la humanidad. Una felicidad que no sólo quiere manifestarse como estado de ánimo, sino como espacio y lugar. No es la mera felicidad personal la que ofrece la utopía, sino el topos donde es posible la felicidad de los hombres. Es el sin lugar que quiere ser lugar, de allí que en muchas de sus formulaciones aparezca en la forma de la ciudad: Jauja, Cucaña, Eldorado, la Ciudad de los Césares.

Utopía es también Eutopía, buen lugar, en el que se mezclan, de manera heterogénea, las creencias paradisíacas del judeocristianismo con las ideas provenientes del helenismo, en torno

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a una ciudad ideal en la tierra. La utopía, o gran parte de las construcciones utópicas, contienen ideales y anhelos de cambio social, de búsqueda de la sociedad perfecta, de la realización de las personas. La utopía surge allí donde la institucionalidad, el orden social y político, las condiciones de vida, se perciben como insoportables o injustas, y, desde luego, desde la perspectiva de quienes la formulan, la alternativa a este orden es posible, legítima, necesaria y justa.

Desde la ideología, y tal como la hemos caracterizado, todo pensamiento alternativo al orden existente será estigmatizado como utópico, argumentando, entre otras consideraciones, que la utopía sólo sería posible sobre la base de una condición humana perfecta (los justos, los elegidos, etc.), pero la realidad del hombre es su imperfección, de donde se presupone que los anhelos de crear una sociedad ideal sin que el hombre alcance esa condición de perfección necesaria terminará siempre por desembocar en una sociedad injusta. Pero no todo modelo de sociedad ideal trae consigo la formulación o la exigencia de la perfección humana. No es la perfección humana la premisa de la utopía o de los modelos de la sociedad ideal, sino la búsqueda de la felicidad humana en una sociedad justa que encuentra su lugar en la Ciudad, ciudad aún inexistente, pero posible de ser construida. La utopía, de este modo, constituye una proyección y una anticipación espacial y temporal de un futuro mejor, imaginada, proyectada y desarrollada por el hombre.

La utopía, por definición, no es la “Jerusalén Celeste” del Apocalipsis de San Juan, no quiere situarse en la eternidad ni en el más allá, sino en la Historia y en el mundo. Hablamos, entonces, de la utopía que quiere ser eutópica, en la permanente proyección del hombre hacia la

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felicidad y la buena vida en el mundo, las que, por otra parte, desde una perspectiva del deber ser, no pueden darse sino en un mundo que, por esencia, es compartido con los otros. La utopía es un radical del hombre histórico, y tiene dimensiones espaciales y temporales. Es un illo tempore que no está en el pasado, pero también un illo locus, aquel lugar que proviene del futuro, y viene cargado de un contenido ético, pues, mientras que la ideología representa el ser, es decir, lo que es, la ontología de un orden establecido, la utopía quiere ser el deber ser, es decir, una posición ética, pensada a partir de una definición valórica, de un cuestionamiento moral respecto de todos aquellos aspectos que en lo establecido, en lo existente, se consideran, básicamente, injustos. En palabras de E. Bloch “la utopía es el futuro que enjuicia al presente”. La utopía debe ser el sueño de la polis que, paradójicamente, no quiere ser utópica, es decir, sin lugar.

La utopía contemporánea, en relación a la ciudad, niega las concepciones u-tópicas, aisladas, amuralladas, insulares, clausuradas, excluyentes, perfectas, fuera del mundo real, aunque, por otra parte, es posible que se haya limitado a la dimensión urbanística o a la moralina ecologista, sin profundizar en la dimensión ética y política, y en la perspectiva humana que tendría que estar en el lugar central del pensamiento sobre el espacio público y la ciudad.

Por otra parte, la utopía contemporánea no puede ser u-cronía: debe situarse en el tiempo histórico y someterse a sus avatares, pues su condición es, precisamente, la de una política que no se entiende como voluntad de poder, sino como condición crítica, revolucionaria, creativa, como lucha permanente de los hombres contra la injusticia de lo establecido, contra la

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sacralización de cualquier orden como ideología. La utopía es el debido reconocimiento de la alteridad, de aquello que no es uniforme ni homogéneo, del Otro en su más amplia acepción.

Frente a una concepción ideológica de la polis, que intenta ocultar la alteridad y la heterogeneidad en función de la conservación de un determinado orden político, social, económico y cultural, la utopía se levanta como el descubrimiento y el reconocimiento del Otro, siempre distinto a mí, incomprensible, exterior a mí, exterior a la Totalidad, aquel que me interpela permanentemente en mi egoísmo (Lévinas).

La utopía adquiere, de este modo, una condición radicalmente distinta de lo que ha sido tradicionalmente su concepción. Todo intento de encerrarla en una concepción cerrada y conclusa, perfecta, conspira contra su esencia abierta e inconformista. En la contemporaneidad, la utopía es la exigencia ética que debe cuestionar los supuestos ideológicos de la ciudad contemporánea, entendiendo, por otra parte, que la ciudad que se sueña no podrá nunca ser el lugar donde la condición humana alcance la perfección, sino donde se ejercite la libertad, la democracia y la participación, donde la ciudadanía signifique pertenencia y solidaridad, donde el espacio público sea aquel lugar del “estar juntos….los unos con los otros” 74, por lo tanto, el lugar de la inclusión del otro a todo evento, el horizonte concreto desde el cual se nos aparece el rostro de ese Otro, el lugar del diálogo que surge de la confrontación de los diversos, donde soy interpelado y puedo interpelar, el lugar de la Política.

74

Arendt, ¿Qué es….?, pág.45

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Esta es la ciudad que hoy está ausente, pero hacia la cual la sociedad debe caminar, no como utopía utópica, sino como el lugar que se debe alcanzar, allí donde no sólo esté permitido sino donde ser persona sea una exigencia, para la cabal consecución de la democracia, como logro aún no alcanzado en nuestras sociedades. 3.4 Política La política sólo tiene sentido dentro de un espacio público. Sin él, entendido como “espacio común, buscado como tal por los ciudadanos” 75, la sociedad deriva ya sea en totalitarismo, como concentración, o en anarquía, como dispersión. Desaparecido el espacio público, el ámbito de aplicación de la política se hace imperceptible, y su legitimidad se hace problemática. Sin embargo, el papel de la política contemporánea es la búsqueda de la democracia, de donde la desaparición del espacio público, como dador de sentido de la política, pone en cuestión la existencia misma de la democracia, la que puede terminar ahogada por la tecnocracia, cuando es entendida como pura gestión, u oligarquía, cuando es entendida como puro poder.

De lo anterior se puede desprender que la existencia del espacio público y de la democracia está ligada al establecimiento de un espacio de comunicación, de un consenso mínimo sobre la necesidad de edificar una sociedad política

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, en el afán de conducir este

consenso, este vínculo social mínimo, a su grado máximo de densidad. Cuando desaparece la comunicación y los discursos pierden su sentido común, el espacio público y la sociedad misma 75 76

Nicolas Tenzer, La sociedad despolitizada, Ensayo sobre los fundamentos de la política, Editorial Paidós SAICF, Buenos Aires,1991, pág. 14. Tenzer, ibid., pág. 19.

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se disuelven. Por otra parte (y esto resulta esencial para la comprensión de la sociedad y de la ciudad contemporánea), la cuestión política, como lo afirma Rancière 77 “se inicia en toda ciudad con la existencia de la masa de los aporoi, aquellos que no poseen los medios y con el reducido número de los euporoi, que los poseen”. Con esta afirmación el problema de la ciudad contemporánea se remite a aquello que se encuentra en el fondo de la crisis de la sociedad capitalista contemporánea: la inequidad, frente a la cual la libertad resulta un engaño y la fraternidad se desvanece.

En esta ciudad de la inequidad se retratan y se hacen evidentes todos los obstáculos que la democracia encuentra para su despliegue, acorralado el espacio público por la privatización de la ciudad, alejado el Otro, el extraño, el extranjero, el distinto, el aporoi, transformado el ciudadano en consumidor, disuelto el demos en masa de individuos insolidarios. De ahí que Rancière haga consistir el arte político en “utilizar positivamente la contradicción democrática: el demos es la unión entre una fuerza centrípeta y una fuerza centrífuga, la paradoja viviente de una colectividad política formada por individuos a-políticos”78.

El a-politicismo de la colectividad contemporánea marca el regreso de la sociedad a aquellos estadios de la civilización previos a la ciudad, signados por el temor al Otro y en los que la unidad será siempre a partir del entendimiento del Otro como el enemigo. No otra cosa nos dice la extrema segregación de nuestras ciudades, la formación de guetos, clanes y tribus 77 78

Jacques Rancière, En los bordes de lo político (en línea: www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.pág.12) Rancière,ibid, pág. 14.

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urbanas. Cuando la democracia formal, el derecho a voto, se ha extendido a todos los habitantes, eliminando las barreras de tipo económico, entonces “es necesario que los ciudadanos estén lejos del centro de su soberanía. Para que el régimen funcione, se necesita cierta cualidad (poion tina). Más esto no alude a una cualidad de los ciudadanos, sino solamente a una propiedad de su espacio. Es necesario que no existan campos en la inmediatez de los muros de la ciudad; que esté cortado el acceso entre lo social y lo político, como también el acceso entre los ciudadanos y el territorio de su ciudadanía. Es necesario que exista un intervalo, un vacío en el borde de lo político”79. Esta cita de Rancière nos habla con gran lucidez, de una forma metafórica, respecto de aquello que hoy ocurre en nuestras ciudades, en las que el espacio público, el espacio de la ciudadanía, la calle y la plaza, comienzan a ser restringidos para la manifestación de esa misma ciudadanía, precisamente en aquello que toca más profundamente a la polis, la colectividad entendida como demos, actuando políticamente, para ser reemplazados por espacios en los que el demos se transforma en ochlos, populacho, sólo multitud y número: malls, estadios, supermercados, aeropuertos, autopistas.

Esta es la política en la que lo político desaparece, en la que “la masa de los ciudadanos se satisface antes en su preferencia por el lucro que en la actividad ciudadana”, encerrando a los individuos en la mezquindad individualista, en la idiotez del interés privado, en la impotencia de aquellos que ya no pueden actuar colectivamente. El ejemplo de Pisístrato, que nos proporciona Rancière, en el que este tirano daba, de su pecunio, dinero a los pobres para que comprasen tierras, de manera que no pasaran el tiempo deambulando en la ciudad, sino que 79

Rancière, op.cit.,Pág. 15.

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permanecieran dispersos en el campo, disponiendo de una riqueza “a su medida” (euporontes ton metrion), preocupados de sus asuntos privados, y para que no tuvieran ni el deseo ni el tiempo disponibles para ocuparse de las cosas comunes, resulta asombrosamente descriptivo de lo que hoy ocurre en nuestra sociedad, en la que el acceso a los bienes de consumo, a través del crédito universalmente extendido, ha transformado a los ciudadanos en consumidores, indiferentes al interés común, en la que lo privado se ha inflado, las necesidades que lo acompañan se han multiplicado más allá de lo simplemente necesario.

El espacio político se transforma así en vacío político, la utopía de la democracia se transforma en la ideología del fin de la historia, en la que estaremos siempre ad portas de un mundo más igual, más fraterno, más libre, en la que el principio social de división entre pobres y ricos se disolverá en una fantasmal clase media a la que todos se adscriben, en una pasión de unidad excluyente, sostenida por el poder aglutinante de los ídolos del mercado, del orden y de la seguridad “ciudadana”. Frente a esa falsa democracia del ochlos u oclocracia, la verdadera democracia se presenta como aquella en que el demos existe como poder de división del ochlos, realizado a través de “un sistema histórico contingente de acontecimientos, discursos y prácticas,…….Para que haya democracia no es suficiente que la ley declare que los individuos son iguales y que la colectividad es dueña de sí misma. Es necesario, además, ese poder del demos que no es ni la adición de los partenaires sociales ni la colección de las diferencias,

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sino, todo lo contrario, el poder de deshacer los partenariats, las colecciones y ordenaciones”. 80

Rancière se pregunta, no sin razón, si “aquello que llamamos democracia no es otra cosa que el liberalismo,….., una mentira que dirige a sí misma una sociedad de pequeños y grandes capitalistas, cómplices, finalmente, del advenimiento del reino de los individuos posesivos”. Cabe entonces, frente a esta sospecha, nuevamente preguntarse por la viabilidad de la ciudad como el lugar de la política, el lugar de lo público, el lugar de la igualdad, de la libertad, de la acogida de lo diverso, del reconocimiento del Otro.

La idea de libertad, nos dice Rancière, se entiende como unidad entre la idea de lo común y cierta idea de lo propio. El poder del demos sería, entonces, “el de un estilo de vida que da cabida a lo propio y a lo común” 81. La emancipación no es escindirse, apartarse, sino afirmarse como copartícipe de un mundo común. Pero la libertad se inicia allí donde se presume o se busca, como bien primero, la igualdad. Sin igualdad no existe una democracia que pueda considerarse lograda. De donde no es aventurado decir que la democracia no ha dejado de ser una permanente búsqueda en la historia humana, en la medida que la desigualdad sigue siendo una realidad variable en las sociedades que hoy llamamos democráticas.

Para hablar de libertad se debe partir del punto de vista de la igualdad, de su reclamo y afirmación. La idea de la democracia como comunidad de iguales es una deuda que las 80 81

Rancière, op.cit. Pág. 28. Rancière, ibid.,. Pág. 35.

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sociedades que se piensan como democráticas mantienen consigo mismas. El debate sobre la naturaleza de esa igualdad atraviesa el pensamiento filosófico y político desde la antigüedad hasta nuestros días. ¿Se trata de una igualdad en la posesión de bienes materiales, en el conocimiento, en el acceso al poder, o de la constante y socorrida “igualdad de oportunidades” o, irónicamente, la igualdad de la Granja de los Animales orwelliana, en la que “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que los otros”, o de la igualdad en la total ausencia de propiedad privada, en no tener de propio más que lo común?. La desigualdad se debe definir, en principio, en función de la división asocial entre los hombres como causa primera, división que aísla a los individuos los unos de los otros, de donde la idea de comunidad restaura la igualdad en la medida que instaura la fraternidad. Este es el origen de la diferencia entre las concepciones societarias, propias de las diversas visiones liberales, y las concepciones comunitaristas. Para apartar la idea de las diferencias que dividen a los hombres, debe afirmarse la idea de las semejanzas entre los hombres, encarnando esta idea en una nueva identidad social que ponga como principio primero y necesario a la igualdad.

Los comunitaristas, en particular Charles Taylor 82, sostienen que todo régimen libre debe ir acompañado de un fuerte sentimiento de identificación por parte de sus ciudadanos. Pero esta identificación no es posible allí donde las desigualdades constituyen la característica esencial de una sociedad. Si una democracia se funda sobre ese estilo de vida que da cabida a lo propio y a lo común, una sociedad fundada en la hipertrofia de los objetivos individuales, del egoísmo y de la competencia por el éxito no es el lugar de la democracia, puesto que en ella los 82

Charles Taylor, Democracia Republicana, LOM, Santiago, 2012.

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fines comunes no son más que la convergencia de los diferentes objetivos individuales. En una sociedad fundada de este modo la ciudad se transforma en lo que hemos descrito en la primera parte: un conglomerado geográfico que reproduce hasta el infinito la desigualdad y la ausencia de fraternidad social. Desde este punto de vista podemos entender el indudable fenómeno de la alienación ciudadana en las sociedades modernas, en las que las personas definen sus objetivos de manera individual y entienden su relación con la sociedad en forma puramente instrumental, de un modo laxo y distante83.

Desaparece así el espacio público entendido como espacio de comunicación, es decir, el espacio de lo que nos es común, puesto que ya nada nos es común. La ciudad pierde su condición de espacio público, de espacio propiamente político, para transformarse en mero espacio económico, de producción, consumo y transporte. Volviendo al debate entre societarios y comunitaristas, se puede afirmar que, si la igualdad es la ley de la comunidad, la sociedad pertenece a la desigualdad 84. Pero la comunidad de iguales es una invención, una aspiración que exige el consenso sobre una serie de supuestos éticos que remiten a algún polo central de identificación, a ciertas prácticas y a ciertas instituciones de la política, que puedan ser consideradas como depósito y baluarte de la dignidad de todos los ciudadanos 85. La noción de la igual dignidad de todos los miembros de una comunidad está, o debe estar, en el centro mismo de la concepción y de la práctica democrática, entendiendo a la democracia como el depósito común de esa dignidad ciudadana. De donde es posible afirmar, con Taylor, que el

83

Taylor, op.cit., pág. 19. Rancière, op.cit. Pág. 66. 85 Taylor, op.cit.pág.22. 84

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régimen democrático es incompatible con la existencia de relaciones, sean culturales o económicas, que impiden que los hombres se consideren mutuamente como iguales86.

Volviendo al inicio de este ensayo, donde intentábamos, con Hannah Arendt, entender la política desde una noción que la ligara, de alguna manera, con el concepto de espacio, y en el que esta autora nos hablaba “del estar juntos y los unos con los otros de los diversos”, también podemos decir, con Jacques Rancière, que lo político se presenta de dos formas, o, más precisamente, como el encuentro de dos procesos heterogéneos: el del gobierno, consistente en la organización de la reunión de los hombres en comunidad, proceso que descansa en la distribución jerárquica de lugares y funciones, al que llama policía, y el proceso de igualdad, o juego de prácticas guiadas por el presupuesto de la igualdad y la preocupación por verificarla, al que llama emancipación87. Para Rancière, toda policía niega la igualdad, pero, para hacer existir la escena de lo político, es necesario cambiar la fórmula, afirmando que toda policía daña la igualdad, y lo político es la escena donde la verificación de la igualdad debe tomar la forma del tratamiento de un daño.88.

La emancipación es la política, y la igualdad es el único universal político, que debe presuponerse, verificarse y demostrarse en cada caso. El proceso de emancipación siempre está implementado en nombre de una categoría a la que se le niega el principio de esta igualdad (categorías sociales, de género, étnicas, económicas, sociales, etc.). El proceso de la igualdad 86

Taylor,op.cit., Pág.23. Jacques Rancière, Política, policía, democracia, LOM, Santiago de Chile, 2006, pág. 17. 88 Rancière, ibid., pág. 18. 87

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es, para Rancière, al mismo tiempo, el de la diferencia, es decir, implica siempre la identificación de otro, una heterología, en tanto que, para la ideología liberal, este Otro no existe, sino sólo el individuo, el que gozaría naturalmente de los valores universalistas de los derechos del hombre, encarnados en las instituciones democráticas. Esta asimilación elude la figura del Otro, al que se identifica como el enemigo, aquel que está contra el Uno de la policía: el estudiante, el mapuche, el homosexual, el inmigrante, etc., puro objeto de temor y rechazo, al que es conveniente mantener por fuera de la política. De esta concepción antiheterológica se derivan las ideas de ciudad que privilegian la segregación urbana, las políticas de “seguridad ciudadana”, la desaparición del espacio público.

De lo anterior es posible afirmar, entonces, que, en la sociedad contemporánea, al reclamo por la igualdad, como condición del carácter democrático de esa sociedad, es necesario agregar, además, la identificación y el reconocimiento del Otro, del distinto, del diverso, de aquel con el que estamos juntos en el espacio ciudadano, pero al que no podemos totalizar, al que no podemos incorporar al “Uno” de la totalidad, siendo ese “Dos” el que da la medida de un rechazo a la identificación en una triple medida, según Rancière: como rechazo de una identidad fijada por otro, como demostración dirigida a otro que constituye una comunidad “definida por un cierto daño”89, y conteniendo siempre una identificación imposible con otro con el que no puede ser identificado y cuya sola conceptualización constituiría la reducción del Otro al mismo, siguiendo a Emmanuel Lévinas. De esta consideración necesaria por la alteridad se impone, entonces, una ética, como soporte mínimo de una democracia ciudadana 89

Rancière, op.cit., pág. 34.

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que ponga en valor el espacio público como lugar del encuentro de los seres humanos, iguales y, paradójica e insuperablemente, diferentes. Esta ética, por otra parte, no es posible de definir desde la abstracción de un sujeto universal e indiferenciado, precisamente porque sus presupuestos deben ser los del reconocimiento de la heterogeneidad humana, y porque esta heterogeneidad no sólo se verifica entre los sujetos, individualmente considerados, sino también entre las diversas sociedades, culturas y realidades que conforman el mundo contemporáneo. Por ello, y antes de iniciar una reflexión sobre la definición de esa ética, quisiéramos citar al filósofo argentino Enrique Dussel, quien, desde una lectura en clave liberacionista de Lévinas, nos dice “Es por ello que, empuñando (y superando) las críticas a Hegel y Heidegger europeas y escuchando la palabra pro-vocante del otro, que es el oprimido latinoamericano en la totalidad nordatlántica como futuro, puede nacer la filosofía latinoamericana que será, analógicamente, africana y asiática” 90. No es, pues, sólo una inquietud de carácter abstracto, general o universal, lo que guía nuestra reflexión, sino centrada y localizada en la realidad de nuestra América, en su gente, en sus sociedades, en su historia, en su futuro.

90

E. Dussel, Método para una filosofia de la liberación, Salamanca, 1974, 176 (citado en Emmanuel Lévinas, Totalidad e Infinito, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2002, pág. 31.

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3.5 Ética Pasamos así, desde una ontología de la ciudad contemporánea, desde el ser de este organismo creado por los hombres para estar juntos, y que ha pasado, en la modernidad, a transformarse en lo que hemos descrito en la primera parte de este ensayo, al intento de imaginar una ética ciudadana, una ética como filosofía primera (en palabras de Emmanuel Lévinas), una ética de ciudadanos los unos para los otros, “al margen de toda correlación y de toda finalidad”91, en una proximidad que es la medida de la fraternidad humana, gratuita, más allá del interés y de todo sistema preestablecido. El para-el-Otro levinasiano comporta una responsabilidad de origen, una condición, diríamos, de nacimiento. Ninguna teoría o filosofía política que se quisiera humanista podría contradecir este imperativo de fraternidad humana. El intento de imaginar una ética del habitar ciudadano, más allá de la condición contemporánea de la ciudad, tan alejada de esa pre-supuesta fraternidad humana, constituye una reflexión que centra su observación sobre las comunidades y los individuos concretos, sobre las circunstancias en las que se desenvuelven nuestras sociedades hoy, en esta época que ha sido caracterizada como postmoderna¸ pero que, básicamente, y más allá de la multiplicidad de los relatos y discursos, continúa compartiendo, aunque con un gran escepticismo, ciertos relatos primordiales y esenciales de la modernidad y de la universalidad, contestados desde esa misma condición moderna y universal.

91

Emmanuel Lévinas, De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Ediciones Sígueme, Salamanca, 1987, pág.161.

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Adela Cortina nos habla, explícitamente, de “bosquejar los trazos de una moral posible para la ciudad secular” 92. He ahí el enunciado correcto para una tarea que pareciera imposible, a partir de la “secularidad” misma de la ciudad, es decir, a partir de lo que hoy son las ciudades de la modernidad, las ciudades de un tiempo en el que “los dioses nos han abandonado”, en el que las certezas y las verdades universalmente compartidas han cedido el paso a la incertidumbre, a la negación de una sola Verdad. ¿Es que frente a esta evidencia secular se deberá renunciar a cualquier forma de enfrentar filosóficamente el obrar humano en sociedad? ¿Es que acaso pensar en una ética contradice la condición autónoma del individuo?. Y, no obstante, el individuo contemporáneo, más allá de su condición de sujeto, sigue habitando (y cada vez más) en conglomerados urbanos junto a otros individuos, de los cuales depende en cada vez mayor medida. De allí que resulte válido (y cada vez más, nuevamente) hacerse la pregunta por una ética ciudadana, aún en medio de la heterogeneidad postmoderna de los juegos de lenguaje. A las anteriores preguntas también responde Adela Cortina cuando nos dice “….Ninguna pregunta sobre la vida buena, sobre lo correcto o sobre lo legítimo puede serle ajena a la filosofía práctica, porque está entrañada en la estructura moral del hombre”.93

Dice Humberto Giannini “… todo saber riguroso es saber de lo universal”94 y, por lo tanto, sería muy grave para la ética fallar en la universalización de sus preceptos. Pero, al mismo tiempo, es condición ineludible saber quienes somos para llegar a saber lo que somos95. Somos arrojados al mundo por otros, sigue diciendo Giannini, en referencia a Heidegger, y, agregaríamos, somos arrojados al mundo entre otros y con otros. Pero, cuando 92

Adela Cortina, Ética mínima, Introducción a la filosofía práctica. Editorial Tecnos, Madrid, 1994., pág. 17. Cortina, ibid., pág. 22. 94 Humberto Giannini, Ética de la proximidad. Documento en PDF. 95 Giannini, ibid.. 93

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hablamos de mundo, en realidad estamos hablando del lugar particular y diferenciado en que el individuo, como “minúscula partícula de la humanidad”96, habita con otros en un espacio común. De allí que la ética que se vislumbra para ese espacio común entre los hombres tenga, por una parte, una condición, ciertamente necesaria, de universalidad, y, por otra parte, deba perfilarse según las peculiaridades de ese “lugar particular y diferenciado”, en el que se habita “junto a otros en un espacio común”97. Al respecto, Adela Cortina se pregunta ¿quién puede pretender que posee el secreto de la vida feliz y empeñarse en extenderla universalmente, como si a todos los hombres conviniera el mismo modo de vida buena?”98

De un modo que podríamos entender casi como contrapuesto, la ética para una condición de ciudadanía en nuestra época ha de considerar, necesariamente, tanto la benevolencia hacia el prójimo y la compasión por el cercano 99, como un mínimo de ética que proteja la autonomía solidaria del hombre100. Agreguemos, como supuesto básico de una ética ciudadana para una sociedad verdaderamente democrática, que la consideración por el Otro debiera ser entendida radicalmente en la óptica levinasiana de la diferencia que estructura originariamente lo humano y la humanidad, y que está representada por el par mismidad/alteridad, en que el Mismo y el Otro no pueden entrar en un conocimiento, en una comprensión que los abarque en la Totalidad. Hablamos de una dualidad y de una diferencia originarias, que cuestionan la espontaneidad, la mismidad, las posesiones, la arbitrariedad de una libertad que es permanentemente interpelada por la irrupción del Otro.

96

Giannini, op.cit. Giannini, op.cit. Cortina, op.cit., pág. 23. 99 Cortina, ibid., pág. 19. 100 Cortina, ibid, pág. 20. 97 98

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Desde este enfoque, la pretendida libertad sobre la que se intenta legitimar la sociedad contemporánea queda puesta en cuestión por lo que constituye la esencia misma de la vida del hombre en esa sociedad: su condición de ser con los otros, junto a los otros, entre los otros, constituyendo, en la óptica levinasiana, un permanente límite de esa libertad. Y, agregamos, en nuestras sociedades de la desigualdad, el Otro no es otro que el pobre, el marginado, el inmigrante, la mujer, el homosexual, el indígena, el cesante, aquel cuyo rostro nos produce temor, aquel cuyo rostro no queremos ver, al que no queremos próximo, al que segregamos dentro de la ciudad, aquel por el cual privatizamos nuestro espacio ciudadano, y del que huimos en nuestros guetos de mismidad, donde todos son “gente como uno”, para huir de la expresión desnuda de su vulnerabilidad, para eludir su interpelación y su exigencia a la soberbia de nuestro Yo y su egoísmo, y hacia cuya interpelación no deberíamos tener otra respuesta que el “heme aquí”, nacida de nuestra responsabilidad infinita para con el otro hombre. He ahí un universal que puede, pero, por sobre todo, que debe guiar la arquitectura de una mínima ética ciudadana y política.

En la ética ciudadana fundada en la alteridad, el actuar de los hombres debiera estar condicionado por el temor por todo lo que nuestro actuar y nuestro existir pueda significar de violencia para con el Otro: la violencia primera, dentro de una sociedad que se quiera democrática, es la inequidad, las diferencias artificiales, más allá de la diversidad natural de los seres humanos, diferencias que se crean a partir del desigual reparto de la riqueza, del poder, del acceso a la educación, a la salud, a los bienes, y que se manifiesta no sólo de un modo estadístico, sino también material y territorial, transformando el espacio común y público en espejo de la sociedad no democrática que es la que hemos desarrollado.

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Ahora bien, “no es tarea de la ética indicar a los hombres de modo inmediato qué deben hacer”101. La ética no constituye una moral institucionalizada, sino un cambio de nivel reflexivo, desde la reflexión que dirige la acción de manera inmediata hacia una reflexión filosófica que orienta el obrar en forma mediata, aunque, en el mundo de la vida práctica, las acciones humanas se mueven por los modelos conocidos, la tradición, los deseos y las preferencias, y sólo excepcionalmente por una reflexión explícitamente argumentada. Pero la reflexión filosófica, el distanciamiento de la cotidianeidad, que construye un fundamento, permite a los hombres ser dueños de sí mismos y, por tanto, hacerse libres.

La razón, el fundamento de una ética para nuestras sociedades de la desigualdad, no puede estar sino en una ética del Otro, del Otro que sufre, construida sobre una conciencia y una vivencia del sufrimiento ajeno, impulsada por un ansia de justicia, “asombrada por el absurdo de la injusticia”102, por el reconocimiento de la dignidad humana y sus derechos: derecho, en primer lugar, a una vida materialmente digna, derecho a ser tan dueño de la ciudad como cualquier ser humano que habite en ella, derecho a participar en la construcción de esa ciudad, derecho a usar el espacio que está ahí para todos. Y, en ello, la ética “mínima” deja de ser mínima, pues comporta una máxima exigencia a los hombres de vivir unos junto a los otros, sacrificando el egoísmo, dejándose interpelar e interpelando a esos otros con los que comparte la ciudad.

101 102

Cortina, op.cit., pág. 29. Cortina, ibid., pág. 34.

101

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Enfrentada al utilitarismo de nuestra sociedad liberal capitalista, cuyo leit motiv es la libre satisfacción individual de las necesidades, la ética de la ciudad debe suponer que la autonomía individual sólo existe como fundamento de deberes individual y universalmente exigibles, y que, entre la felicidad individual y el deber para con el Otro, existe el diálogo que los conjuga y que se sitúa entre el absolutismo de un código moral unilateral y determinado, el relativismo, que disuelve toda fundamentación moral, y el pragmatismo que elimina toda dimensión utópica e idealista en pro del mero utilitarismo.

Sin embargo, el diálogo no tiene sentido ni destino en una sociedad que lo plantea bajo condiciones de desigualdad, como son nuestras sociedades latinoamericanas. Ello exige transformaciones personales y comunitarias y cambios sociopolíticos radicales, desde el utilitarismo dominante, necesariamente productor de injusticias, hacia una concepción ética que considere la justicia como esencial a la construcción de un orden moral, desde el individualismo capitalista a una sociedad comunitaria en la que los hombres se identifiquen a partir de una empresa política común cuya legitimidad se funde en la soberanía popular, y en que la protección a la libertad personal, a la justicia y a la igualdad sean reconocidos como originados en esa misma soberanía popular. Y estas condiciones de libertad, justicia e igualdad deben darse, además, en un espacio de proximidad, que se origina en la fraternidad, en el acortar distancia con aquel “que puede esperarnos o rechazarnos, darnos la mano o herirnos, besarnos o asesinarnos. Aproximarse en la justicia es siempre un riesgo porque es acortar distancia hacia una libertad dis-tinta, “más allá de la esencia”103. De esta proximidad, de este

103

Enrique Dussel, Filosofía de la Liberación, Editorial Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2011, pág. 45.

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cara a cara, físico y metafísico, surge la responsabilidad por el Otro, el anhelo de justicia y de igualdad.

El espacio es donde se manifiesta, en el mundo, nuestra condición ontológica, en el horizonte del tiempo y de la historia. Y, cuando hablamos de mundo, estamos hablando del “horizonte cotidiano dentro del cual vivimos” 104, como totalidad de sentido, como límite dentro del cual todo encuentra sentido. Pero, y precisamente porque mundo es una totalidad de sentido, en el tiempo y en el espacio, no existe mundo sin ser humano. Sin ser humano “no hay mundo; sólo cosmos” 105, sin ser humano no hay sentido. Es en el espacio de este mundo, y no en el vacío, o en el universo, donde somos-ahí, según la terminología heideggeriana. Pero no somos-ahí, nuestro ser no se manifiesta sino cuando somos-ahí con y entre los otros, es decir, nuestra condición ontológica es por mor de nuestra condición social, nuestro com-partir un espacio que se hace social por nuestra presencia y la de los otros, aquellos que forman parte de nuestro mundo de relaciones. Sin la existencia de ese espacio relacional y sin la existencia de aquellos otros con los que nos relacionamos en ese espacio, nuestra existencia difícilmente superaría la mera condición óntica. De allí que el hombre que es animal político y social, lo sea, en primer lugar, porque com-parte un espacio físico con otros hombres, porque construye ese espacio físico para habitar junto a otros hombres. Y ese espacio, presente en la historia desde los inicios de la civilización humana, es la Ciudad (civitas), aquel espacio que permitió que entre los hombres se desarrollaran sus más altas y nobles capacidades. Cuando ese espacio relacional y construido que es la ciudad y que ha llegado, a lo largo de la historia de la 104 105

Enrique Dussel,op.cit., pág. 53. Enrique Dussel,ibid, pág. 54.

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humanidad, a ser el escenario privilegiado del habitar y del actuar del ser humano, se degrada, se corrompe o pierde su condición esencial de ser el espacio “del estar juntos y los unos con los otros de los diversos”, del que nos habla Hannah Arendt, ya sea que se trate de una degradación material o, especialmente, una degradación en su condición esencial de espacio de relaciones entre hombres libres, iguales y, al mismo tiempo, diversos, es la propia condición ontológica del hombre la que se pone en cuestión.

Mundo es espacio y tiempo, es historia (pasado), pero también es pro-yecto (futuro), fundamento de un mundo por-venir, que se gesta desde una espacialidad presente. Y es desde esa espacialidad, desde esa realidad espacio-temporal, que pensamos la Ciudad, desde un deseo de fraternidad, de justicia y de igualdad, que se funda en la conciencia de un daño: daño a la proximidad entre los hombres, daño causado por los hombres contra los hombres, daño que proviene, en primer lugar, de una visión del mundo fundada desde y hacia un Mismo, desde una ontología que hace del sujeto el centro de toda razón, de todo mundo, de toda preocupación, y del Otro un peligro, un enemigo, una amenaza a nuestro egoísmo, olvidando que el mundo no está constituido por entes autónomos, independientes, sino que todo aquello que constituye nuestro mundo actúa como mediación, como posibilidad, y que no somos sin los otros, entes con sentido que dan sentido a nuestro ser-ahí, haciéndonos social e históricamente determinados. Esta visión del mundo y del ser (ontología) hace del Otro un no-ser, lo niega, lo ignora, lo aísla, lo discrimina, lo segrega, no lo hace parte de una “comunidad de comunicación”106, no-ser que aparece como algo distinto y que pone en peligro la unidad de “lo mismo”. Es la lógica del Uno contra el Dos, que compete al arte de la política, paradojalmente 106

Enrique Dussel,op.cit., pág. 86.

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transformado, por mor de la autoridad, en el arte que consiste en “suprimir lo político, una operación de substracción de sí”107.

Mundo, como futuro, es Utopía, en la medida en que, desde el presente, se proyecta y da fundamento a un mundo deseado futuro. La historia lleva a la humanidad, desde las sociedades esclavistas, absolutistas, gobernadas por monarquías fundadas en el derecho divino, o por tiranos sanguinarios, oligarquías, totalitarismos modernos, etc., a formas que se quieren cada vez más democráticas, sustentadas en la soberanía popular, el voto universal, y en conceptos y valores que se han universalizado, tales como los derechos humanos, la igualdad, la libertad, la justicia. Pero el alcanzar un estado verdaderamente democrático es aún un camino por recorrer. La humanidad avanza dos pasos para retroceder uno, y, aunque el discurso democrático se haya universalizado, ello no significa que la humanidad haya alcanzado un estadio de libertad, igualdad y justicia ni siquiera medianamente satisfactorio. En particular, la sumisión de la política por la economía capitalista de mercado ha marcado negativamente la evolución de la sociedad humana en su desenvolvimiento democrático, acentuando, especialmente en los países subdesarrollados o “en vías de desarrollo”, los niveles de inequidad hasta extremos inicuos. Y nuestras ciudades latinoamericanas son el mejor reflejo y el signo indiscutible de que algo no opera en nuestro discurso pretendidamente democrático. Hoy en día, nuestras ciudades, como ya lo hemos afirmado reiteradamente en este ensayo, han abandonado la noción de lo público, de la ciudadanía y, especialmente, la concepción de la ciudad como el lugar en el que somos con el Otro, dando origen a lugares de los que pareciera necesario alejarse, ya sea retirándose a

107 107

Jacques Rancière, En los bordes de lo político (en línea: www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.pág.12) Jacques Rancière,op.cit, pág. 11.

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suburbios cada vez más lejanos y cada vez menos ciudadanos, ya sea a través del ideal pequeño-burgués de la “parcela de agrado”, o bien refugiándose al interior de un mall, huyendo de todo aquello en que la ciudad se ha convertido: aire contaminado, inseguridad, clases peligrosas: pobres, marginados, inmigrantes.

¿Nos enfrentamos al fin de la ciudad tal como históricamente la hemos conocido? ¿ Es acaso esa ciudad de la plaza y la calle, del espacio público, la ciudad de todos, del encuentro y el ser-con-los-otros sólo un objeto de nostalgia y melancolía o, peor aún, sólo un mito literario, una “utopía del pasado” que nunca tuvo lugar?.

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A manera de conclusión

No quisiéramos concluir con interrogantes que difícilmente puedan ser contestadas desde la filosofía o, más específicamente, desde la ética, aunque quisiéramos escuchar a Adela Cortina cuando nos dice aquello de que “no es tarea de la ética indicar a los hombres de modo inmediato qué deben hacer”. Es verdad, pero esta tesis no pretende ser un tratado de ética ciudadana, buscando ser una reflexión desde la filosofía, desde inquietudes propias de nuestro oficio de arquitecto, y, desde él, sentimos el deber de poder decir algo en relación con la condición de crisis de la ciudad contemporánea, aún sabiendo que no es tarea de los arquitectos indicar a los hombres de modo inmediato qué deben hacer para restaurar la Ciudad y la ciudadanía, para recuperar el espacio público, para alcanzar la Vida Buena, parafraseando a Adela Cortina. Pero sí es posible, desde la arquitectura, desde la reflexión que podemos hacer como arquitectos, y desde la perspectiva que nos puede entregar lo que los filósofos han reflexionado sobre los temas que hemos intentado abordar, preguntarnos por el porvenir de la Ciudad. Para ello, escucharemos, por un momento, a quienes, desde el urbanismo, desde la arquitectura y desde la antropología, han hecho ya este camino reflexivo en relación con la Ciudad.

El arquitecto Rem Koolhaas, en un texto titulado “Ciudad genérica” 108 nos dice, en relación con la identidad ciudadana ligada a la historia, como factor de integración urbana, que esta es una propuesta destinada al fracaso, dado que, en realidad, hay muy poco que compartir, y que este tipo de identidades construidas desde el pasado, desde la historia, desde el abuso de 108

Rem Koolhaas, Ciudad genérica, texto en línea.

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la historia exacerbado por el turismo, van disolviendo las verdaderas identidades hasta convertirlas “en polvillo insignificante”109 Por otra parte, Koolhaas advierte contra la fortaleza de las identidades, las que, a medida que aumentan, al mismo tiempo se hacen más cerradas, más resistentes a la renovación y a la contradicción, terminando por ser como un objetivo fijo y sobredeterminado. De este modo, París es cada vez más París, un hiper-París, “una pulida caricatura”. Algo similar podemos decir de una ciudad como Valparaíso, que se ha ido transformando parcialmente en una caricatura o en una postal de sí misma, sobre la base de una imagen construida para beneficio del turismo, sin poner atención a lo que constituye, verdaderamente, su verdadera identidad, la que se va diluyendo bajo la caricatura construida. En esta noción de identidad “toda autenticidad es implacablemente evacuada”. Por otra parte, la construcción de estas seudo identidades, de estos escenarios ideales, se realiza desde la evacuación de la esfera pública, convertida en mero escenario del simulacro identitario.

En esta Ciudad genérica, como llama Koolhaas a la ciudad contemporánea, que viene a reemplazar el vacío que va dejando lo que llama ex – ciudad, la calle ha muerto, y, al mismo tiempo, se intenta desesperadamente resucitarla. Incluso los más radicales intentos de hacerlo, como la peatonalización del espacio público, sólo consiguen canalizar el flujo “de aquellos condenados a destruir con sus pies el objeto de su pretendida reverencia”.

En la Ciudad genérica predomina la verticalidad, los edificios ya no se juntan, están espaciados y no interactúan entre ellos, densificando la ciudad al mismo tiempo que aumentan el aislamiento. La ciudad se construye sobre la tabula rasa, de manera que ya no es 109

Rem Koolhaas, op.cit., pág.1.

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histórica. En ella pueden convivir edificios, vías y naturaleza, pero en una relación del todo irracional, en una diversidad organizacional que parece no estar dictada más que por el mercado, no ya por una entidad que piense la ciudad. Y siempre el paisaje urbano estará constituido por una parafernalia de conexiones: autopistas, pasos bajo y sobre nivel, pasarelas, puentes, túneles, a menudo cubiertos de cuidada jardinería, como si se quisiera rechazar el pecado original.

Por otra parte, decimos que, si bien la ciudad contemporánea es espejo y, al mismo tiempo, el instrumento más poderoso del poder y del dominio, por otra parte aparece como el velo detrás del que este poder y esta dominación se ocultan, haciéndose casi invisibles, dando una falsa e ideológica imagen de libertad. Además de ello, toda ciudad tiene un barrio que preserva, en una elaborada operación mítica, el pasado, como sólo puede hacerlo lo recientemente concebido, como una máquina, en que la historia retorna como servicio al turista. Ejemplos como el ya descrito de los cerros Alegre y Concepción en Valparaíso, La Habana Vieja en Cuba o Caminito en Buenos Aires dan buena cuenta de ello.

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Por su parte, el arquitecto y urbanista francés Paul Virilio se refiere a la “administración del miedo público” 110, en la que, a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, las mentalidades se conforman a la alucinación colectiva de una imagen única, “teatro óptico de un panorama terrorista giratorio”, que lleva a un verdadero acordonamiento del imaginario111. Virilio señala que las ciudades se han transformado en la catástrofe más grande del siglo XX, la metrópolis contemporánea de los desastres del Progreso. En nuestro tiempo, el Estado-nación declina y se repliega sobre las metrópolis, donde millones de habitantes se enclaustran en sus “ciudades privadas”, so pretexto de la inseguridad social. El antiguo “derecho de ciudad” entra en un caos total que refuerza la necesidad de cercos, de barreras, y, en definitiva, de un Estado policíaco en el que se privatiza la seguridad y, algún día, hasta los ejércitos nacionales. Como ejemplo extremo de esta exacerbación de la seguridad, Virilio menciona el ejemplo de Dubai, donde se proyecta construir doscientos cincuenta islas artificiales, semejantes a un mapamundi, y rodeadas de una sofisticada barrera protectora. Denuncia además el hecho que es en la ciudad, y en ninguna otra parte más, donde se ha probado en el siglo XX una guerra contra los civiles, que ha sucedido a la del campo del honor militar, así con Guernica, en la guerra civil española, o los bombardeos contra Dresden y

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Paul Virilio, “Ciudad Pánico”, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2006, pág.90. Paul Virilio, op.cit., pág.90.

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Hamburgo, o contra Londres y Coventry, contra Hiroshima y Nagasaki, en la segunda guerra mundial. Por otra parte, Virilio se refiere al llamado “turismo de la desolación”, en el que los turistas acuden a ciudades, como Río de Janeiro, con el objeto de observar, de modo voyeurista, la miseria de las favelas.

Virilio es así, junto con Koolhaas, un profeta de la muerte de la Ciudad. Ya en 1971, Jane Jacobs nos decía: “Ningún contingente de policía puede llevar una pizca de civilización allí donde se ha quebrado la estructura de base que la hace posible en sus formas más elementales y normales” 112. No parece ser muy optimista el futuro de nuestras ciudades, desde la óptica de estos autores, y no lo es, en general, desde cualquier punto de vista con cierta perspectiva crítica, y desde las diversas disciplinas que reflexionan sobre nuestras sociedades, que encuentran en la ciudad su expresión material y humana más transparente. ¿Existe, entonces, un camino para devolverle a la ciudad su condición de hogar de la fraternidad humana, su carácter de máxima creación y expresión de la cultura?. ¿A quién pertenece la responsabilidad de revertir el camino de degradación que experimentan las metrópolis contemporáneas?.

Parece contradictorio imaginar una Ciudad fraterna, una ciudad justa, una ciudad equitativa, en una sociedad individualista, consumista, hedonista y competitiva. En tal sociedad, ¿es posible imaginar que se respetan los principios elementales de igualdad y solidaridad, fundamentos de una sociedad verdaderamente democrática?, ¿es posible, aún,

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Jane Jacobs, Vida y muerte de las grandes ciudades, citada en Josep Parcerisa Bundó y María Rubert de Ventós, La Ciudad no es una hoja en blanco, Ediciones ARQ, Escuela de Arquitectura, Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago, 2000, pág. 55.

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hacer del respeto al Otro, de la igualdad, una forma de discurso normativo, compartido por esa sociedad?. Pero, aún en medio de este colapso de la vida ciudadana, civil, en el que resulta casi imposible establecer consensos mínimos sobre normas de convivencia, aún así la vida en sociedad sigue resultando más provechosa que el apartarse de ella. De esta ventaja comparativa debieran provenir las virtudes que dieran forma a una moral cívica, tales como la tolerancia, la apertura al diálogo, la aceptación de los consensos y el rechazo de las visiones que pretenden tener el monopolio de la verdad. Este es el discurso de una democracia que se precie de tal, una comunidad en la que sus integrantes aún compartan un sentimiento elemental de identidad.

En definitiva, no es la estructura formal ni organizacional de la ciudad, como lo quisieran los urbanistas, ni las leyes que regulen su crecimiento, como quisieran los legisladores, ni el cuidado del medio natural en el que se emplaza, ni la calidad del aire, ni el clima, ni la latitud en la que se ubica, ni la seguridad de las calles, ni la modernidad ni el confort de su arquitectura y de su infraestructura, lo que la hace ser un buen lugar para el habitar de los hombres. Es el hombre mismo, son los hombres, en la delicada trama de las relaciones sociales, en el precario y relativo sustento de algunos vagos valores supuestamente compartidos: fraternidad, equidad, justicia, libertad, democracia, los que pueden hacer del espacio entre los hombres una ciudad que, así como la ciudad contemporánea opera como espejo de nuestra sociedad actual e instrumento de dominio y poder, sea capaz de ser el soporte físico y el lugar de la Utopía posible de una sociedad verdaderamente democrática, incluyente, sostenible, productiva, educadora, habitable. El lugar en que la Vida Buena se haga posible, el horizonte en el que nos enfrentemos, cara a cara, con el Rostro del Otro.

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