\"La política debe prometer; la adoración no promete, afirma y acoge\". Entrevista con Jean-Luc Nancy

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Religiosidad y Secularización

“LA POLÍTICA DEBE PROMETER; LA ADORACIÓN NO PROMETE, AFIRMA Y ACOGE” Entrevista con Jean-Luc Nancy* Marx escribió en El Capital que las mercancías “son objetos muy intrinca-

dos, llenos de sutilezas metafísicas y resabios teológicos” [1]. ¿Diría usted que el capitalismo es intrínsicamente religioso?

En primer lugar, no estoy seguro de que su cita de Marx sea correcta; me pa-

rece más bien una suerte de compendio de su pensamiento de las mercancías.

Y este resumen no es muy preciso. Dejo a un lado el término “sutilezas metafí-

sicas”, que requeriría una aclaración. En cuanto a los “resabios teológicos”, no creo que la palabra “resabios” sea conveniente, incluso si en Marx encontramos

esta palabra u otras equivalentes en el contexto de las mercancías. Porque es

posible que Marx se haya expresado a veces en términos de “resabios” o de residuos de la religión ligados a las mercancías. Pero esta forma historicista de presentar las cosas no expresa integralmente lo que él quiere decir. Para Marx

la mercancía está constituida por una ilusión que puede ser descripta como

puede serlo la ilusión religiosa, y no se trata en este sentido de un “resabio” sino de otra forma de ilusión religiosa o de un sustituto de la ilusión religiosa.

Marx llamó a esto el “fetichismo” de la mercancía: el fetiche es una pa-

labra acuñada por los conquistadores portugueses del Nuevo Mundo para describir las imágenes de los dioses nativos como ilusiones (ficciones, mentiras –paso por alto la historia de la palabra portuguesa que debe tenerse en

cuenta aquí). Para Occidente, un “fetiche” ha designado desde entonces una representación relevante de una creencia simplista y obsesiva, un objeto insignificante (una muñeca de trapo en un rito de brujería o el zapato de

la mujer en un ritual sexual) dotado de poderes mágicos o sobrenaturales. Marx entiende que el valor mercantil –o valor de cambio– que es la mercancía

en sí misma es una ilusión adherida sobre el valor de uso, con el que es incon-

mensurable. La creencia inducida por el mercado –que es el órgano central del capitalismo, e incluso su cuerpo entero– es la creencia en el valor real, intrínse-

co del precio de mercado, es decir de la moneda que es el “equivalente general” en el que se expresa y se convierte cualquier valor mercantil.

Para Marx, detrás del valor de uso existe aún, más profundamente, el valor

a secas, que es de hecho el valor o el sentido otorgado a una producción por el

trabajo humano. Un tejido o un arado son los productos de un trabajo humano en el que se ha expresado el poder humano de transformación de la materia (o

de la naturaleza). El hombre es aquel que, transformando la naturaleza, se crea

a sí mismo a través de sus producciones. En cierto sentido –es decir, haciendo una extrapolación a partir de los textos de Marx–, podemos decir que este valor

es absoluto o infinito, inconmensurable. Y en el trabajo asalariado, este valor se reduce a un precio calculable como precio del trabajo, mensurable por el tiempo de trabajo.

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Muchas de las dificultades están ligadas a esa visión de las cosas que es

tributaria de un cierto estado de la técnica (aquel de la época de Marx) y a la

confianza que tiene Marx en la idea de un valor absoluto, puro, que sería disimulado y olvidado detrás del valor ilusorio del dinero. No es menos cierto que la

mercancía propone su valor como un valor –es decir también, repito, un “senti-

do”– medido por el mercado, así pues por el dinero, y que esa medida no tiene

relación efectiva ni con el trabajo de la producción, ni con el sentido verdadero de los usos que pueden hacerse del producto.

La analogía con la religión es que para ésta como para el capitalismo todo

se convierte en un valor único: todas las vidas humanas tienen el mismo valor para Dios ya que las mide en términos de “virtud” o de “fe” y todos los productos valen según su lugar en la escala de precios.

Pero hay una diferencia que Marx no ve. La religión como una medida de

equivalencia por la “virtud” o por la “fe” no es otra cosa que una caricatura de

lo que se puede discernir en el fondo de su inspiración más bien “espiritual”

(piensen en las grandes místicas de todas las religiones) y que es el sentido de un valor infinito y verdaderamente inconmensurable del hombre y del mundo (“Dios”, entonces, ya no es más necesario, pero ese es otro asunto).

Ahora bien, aquello que Marx busca es un valor infinito. En este sentido,

Marx está muy cerca de los grandes espíritus religiosos como Agustín, Lutero

o Maître Eckhart: es una paradoja que en verdad no es tan sorprendente como puede parecer al principio.

En cualquier caso, esto significa que nuestra tarea hoy en día es precisa-

mente ésta: preocuparnos por un valor infinito que no sea ni el de un Dios, ni

el del Hombre “total” del que hablaba Marx, sino un valor no-humanista del hombre y del mundo. Una trascendencia de y en nuestra inmanencia.

Quizá juzgué demasiado rápido esas pocas palabras de la cita de Marx, pero

de cualquier modo creo que deben ser contextualizadas y comentadas. Solas, no dicen gran cosa. La metafísica y la teología existen para Marx en la cabeza

de quienes hacen del valor monetario el valor real. ¡Pero no observa que en toda

presentación de valor hay –es decir en todo gesto que da importancia, sentido,

calidad, etc...– algo que ha siempre-ya [toujours-déjà] transformado el supuesto “valor real” en signo, símbolo, o sea en “valor” justamente!

Es cierto que no sorprende que Marx creyera en una «naturaleza» del hom-

bre, en “la Humanidad”. Ahora bien, negado ese valor de referencia, ¿cuál es

el criterio a partir del cual usted establecería una crítica del capitalismo? ¿Qué entiende por “un valor no-humanista del hombre y del mundo, una trascendencia de y en nuestra inmanencia”?

El capitalismo es la idea del valor creado, controlado y capaz de aumentar

por sí mismo –opuesto al valor que sería divino. La teología verdadera es aquella que capta el valor en nombre de Dios. El valor monetario es una teología al revés. Después de la “muerte de Dios” no tenemos ya ninguno de los dos

valores, debido a que es el capitalismo el que ha realizado la muerte de Dios –y al mismo tiempo, ha puesto de manifiesto la naturaleza inconsistente de su propio valor, de la equivalencia general.

[1] La cita de Marx sobre las mercancías que tradujimos como objetos intrincados “llenos de sutilezas metafísicas y resabios teológicos” es el resultado del siguiente extracto: “voll metaphysischer Spitzfindigkeit und theologischer Mucken”. Este fragmento se encuentra en Marx, Karl, Das Kapital, in Marx, Karl – Engels, Friedrich - Werke, Band 23, Das Kapital , Bd. I, Erster Abschnitt, Dietz Verlag, Berlin/DDR, 1968, p. 85. * Traducción: Mariano Dagatti

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De hecho, el capitalismo no es un sistema económico, es una civilización

entera: la técnica, el humanismo del individuo y el Estado moderno acompa-

ñan el sistema del “capital” en un sentido estricto. Por lo tanto, no hay crítica al

capitalismo sin crítica a esta civilización. Y esto requiere una energía espiritual, no sólo una simple crítica socio-económica.

Estamos de acuerdo en que la crítica del capital no puede restringirse a la di-

mensión económica. Pero insistimos con el criterio al cual se ajusta esta crítica de la civilización. La renuncia al ideal regulativo del “Humanismo” del materialismo histórico nos sitúa ante una dificultad. Si partimos del hecho de que el problema

en el capitalismo (y quizá no sólo en él) es el desconocimiento de la igualdad racionalmente postulada y no el desconocimiento de la diferencia empírica sensible-

mente evidente, ¿bajo qué parámetros se proyecta ese “valor infinito” definido negativamente (“no-humanista”) que orientaría dicha crítica de la civilización?

Sí, la dificultad de renunciar a un humanismo es muy grande, tan grande como

un cambio de civilización. No se trata, sin embargo, de rechazar la igualdad “racionalmente postulada”, como ustedes dicen, sino de pensar que esa igualdad: 1°) debe ser una y otra vez afirmada y exigida a la política;

2°) debe, al mismo tiempo, no cesar de abrir una interrogación en cuanto a

aquello que desborda [dépasse] infinitamente la igualdad sin ser, no obstante, una desigualdad ni material ni social.

En relación con el arte, el amor, el pensamiento, ¿existe igualdad o

cualquier otra cosa? Igualdad de las desigualdades, es decir en cierto modo,

los inconmensurables. No podemos medir con la misma vara el amor de unos y de otros, ni una canción y una sinfonía. Y, no obstante, se trata cada vez de un mismo desbordamiento infinito [dépassement infini].

Todo esto supone que nosotros lleguemos a pensar y a expresar la

dimensión o las dimensiones infinitas del hombre –y también del conjunto

de los seres, vivientes y no vivientes. Uno se siente tentado a pensar que sería necesario dar, crear una figura de ese infinito o de esos infinitos. ¿Una figura, un mito? Esto es al mismo tiempo imposible, puesto que no puede ser decidido de manera artificial y resulta peligroso como todas las figuras y todos los

mitos. Sin embargo, debemos reflexionar acerca de las creaciones artísticas y espirituales que enviarían señales hacia ese infinito...

En la actualidad, la crítica a esta civilización parece exigir una crítica

de la democracia, que se presenta como el sistema político ideal para ges-

tionar el capitalismo, entendido como aspecto sustancial de la condición humana. Como si dijéramos, la esencia del ser humano se juega en la

coexistencia pacífica entre capitalismo y democracia. ¿Qué opina al respec-

to? ¿Puede una verdadera democracia integrarse al capitalismo? ¿Vivimos actualmente en democracia?

La democracia no tiene quizás “verdaderamente” lugar más que en los mo-

mentos en que un pueblo se subleva y rechaza las opresiones, las mentiras, las sofocaciones que le infligen los poderes facultados y ocupados en enriquecerse

y dominar. Es lo que sucede en este momento en un cierto número de países

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mediterráneos y del Golfo Pérsico. Es lo que sucedió, de manera diferente, en

los países que la Unión Soviética tenía bajo su control cuando este control se

agotó. Esto significa que siempre ocurre una revuelta, y que esa revuelta da testimonio de una exigencia irreducible.

Pero hasta ahora no sabemos cómo gobernar por nosotros mismos, para

todos por igual, una sociedad. La representación parlamentaria es a menudo un último recurso, incluso una comedia. Pero la proclamación por uno

o por algunos de algo que sería la “voluntad general” o el “bien común”

es también muy peligrosa. A pesar de eso, sabemos cuál es el mínimo del

bien común: comer, tener una casa, tener abrigo, recibir educación. Pero, por ejemplo, ¿ser educado en qué, y para qué? He ahí una cuestión que no

se plantea. Educamos a la población para aquello que precisa el sistema técnico-capitalista. ¿Y si dejamos esa instrucción a las empresas, a las profesiones, y que la política tenga por función permitir el acceso de todos a la educación intelectual y artística?

Pero aquí, como para la pregunta anterior, no es necesario insistir en prever

o proyectar modelos. Es preciso que la civilización cambie, sin modelos, para que invente ella misma sus formas nuevas. Ese cambio está en vías de realización, invisiblemente... Lo importante es saberlo y decirlo, incluso si es invisible e indecible. Nosotros debemos ya decir aquello que todavía no ha sucedido.

Teniendo en cuenta este triángulo aparentemente vinculante entre capita-

lismo, cristianismo y democracia, ¿cuándo estamos, respecto de la confianza o el

compromiso con la democracia como forma de gobierno virtuosa, en el dominio de la representación política y cuándo en el dominio de una fe política?

No entiendo bien la pregunta. La representación política no se opone a

la fe, si entienden por “fe” la creencia en la posibilidad de representación. Si creo que el diputado de mi circunscripción me representa, a mí y a mis conciudadanos de la circunscripción, soy parte de una ilusión. Por supuesto que no es tan simple, y mi diputado bien podría ocuparse realmente de problemas, necesidades y expectativas vividos efectivamente por sus electores.

Pero la cuestión es saber, por un lado, cómo nosotros, como votantes, concebimos nuestras necesidades, deseos y exigencias, si estamos ya atrapados

en un cierto número de presuposiciones y de precondiciones producidas en todo el sistema económico e ideológico en el que nos formamos, y por otro

lado, cómo sería posible superar o eludir el obstáculo que deriva del hecho de que el representante se aparta desde un principio de los representados por la

lógica misma de la “campaña” que debe hacer para ser electo, de la seducción que debe ejercer, etc...

No podemos creer en la representación política. Solamente nos podemos

servir de ella como de un último recurso y nunca dejar de desafiarla, es decir, de

recordar a los representantes que representan mal, o no representan en absoluto, porque incluso si son íntegros y de buena voluntad no saben –ni sabemos nosotros– lo que debería ser “representado”...

La “fe”, por el contrario, puede significar la adhesión confiada a una pro-

puesta política que no pretende “representar” los intereses efectivos de la

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gente, sino proyectar un interés nuevo, una posibilidad de vida nueva –a la que damos nombres como “justicia”, “igualdad”, etc. Así pues, la fe política sería lo contrario

de la representación. Pero no creo que una fe semejante

–la confianza y el compromiso en la confianza, digamos de manera análoga al compromiso en el amor– pueda

ser inmediatamente política. Depende primero de una fe –¿cómo decirlo?– espiritual, metafísica, como quieran.

Una fe en ese valor infinito del mundo que mencionaba

en mi primera respuesta. La política no debe configurar una visión del mundo –porque entonces cae en la “representación”, en los dos sentidos de la palabra (imagen y

gestión), de los deseos y del sentido mismo de la vida de las personas. La política debe, en cambio, ser responsable

de darle a las personas –a todos nosotros– la posibilidad de crear y de desplegar todas las vías de acceso a la fe en

el infinito del que les hablaba –muy torpemente, lo sé (y me permito remitirlos a mi libro L’Adoration).

En L’Adoration, usted afirma que el hombre “no en-

cuentra en él mismo su confianza”. ¿Cuáles son los mo-

tivos o determinaciones de esta frustrada búsqueda? Asimismo, esta confianza no encontrada, ¿supone el des-

pertar del “sueño antropológico” que describía Foucault en su analítica de la finitud?

Sí, tal vez. En cualquier caso, el hombre que se creía una

esencia o un sujeto se descubre como una existencia y un

juguete... Pierde la confianza en sí mismo como en Dios. Pero también puede aprender a moverse sobre el abismo... el abismo que él es para sí mismo, y que cava cuando está solo consigo mismo. ¿Cómo encontrar una confianza que no sea ni en Dios ni en el hombre ni en la historia?

Dice usted: “Pero no creo que una fe semejante [la fe políti-

ca] –la confianza y el compromiso en la confianza, digamos de

manera análoga al compromiso en el amor– pueda ser inme-

diatamente política”. Dos preguntas a este respecto: ¿cómo entender el amor en el orden de lo político? Específicamente,

¿cómo podemos distinguir el amor en la política del pathos político, a la luz de los procesos de identificación que suelen producirse entre los dirigentes y las masas, que, por otra parte, Freud trabajó en “Psicología de las masas y análisis del Yo”?

La identificación es sin dudas lo contrario del amor, por-

que el amor distingue fuertemente las identidades de los

amantes. O bien es otro “amor”, una partición –real o ilusoria– de la sensación de poder, de protección y de gestión. Y es

necesario que semejante partición tenga lugar, que el ciuda-

dano reconozca alguna cosa en la pasión del poder –porque esta pasión, que puede tornarse dominación, es también un

suministrador de energía, de élan. Pero esta partición de la

pasión del poder debe servir para equilibrar el ejercicio del poder, o para oponer al poder establecido un contra-poder.

En el amor de los amantes no hay poder: podemos discernir los efectos del poder,

es cierto, pero es el poder del amor, no el de uno sobre el otro, incluso cuando uno

parece someterse al otro. En cambio, el poder político debe hacer posible, más allá de la esfera política, este amor de los amantes.

Quiero hacer notar, por lo demás, que Hannah Arendt mantiene al amor

completamente por fuera de la política y la entiendo, aunque me parece que

debería tener en cuenta algunas interferencias (el poder debe ejercerse de modo que el amor sea posible, o antes bien debería no cerrarle el acceso –y el amor, querámoslo o no, produce efectos en la esfera pública). Derrida también,

optando por el término “amistad” para hablar de política, marca una distancia con relación al “amor”. Incluso si por “amistad” pretende otra cosa que lo que se admite bajo este nombre, Derrida no introduce el amor.

Todo esto para decir que el amor por sí mismo es suficiente para dejar

en claro que “no todo es política”, pero ocurre lo mismo con el “arte”, el “pensamiento”, la “ciencia” o la “religión”. E incluso con la “amistad” tal como la conocemos.

Cuando usted afirma que “la fe puede significar la adhesión confiada a una

propuesta política que no pretende ‘representar’ los intereses efectivos de la

gente, sino proyectar un interés nuevo, una posibilidad de vida nueva –a la que damos nombres como ‘justicia’, ‘igualdad’–”, ¿en qué o en quién se encuentra “la posibilidad de vida nueva”? Es decir, ¿cómo se construye esta posibilidad?

Sin duda, no se puede construirla. Sólo podemos saber que nuestras opcio-

nes se agotan, que nuestra civilización tiene un impulso autodestructivo y que es preciso, pues, esperar, tener esperanza y estar al acecho de otro pensamien-

to (idea, impulso...) que no podemos conocer, por principio, ya que debe ser nuevo y por eso debe venir de otra parte, de una otra parte que está en nosotros pero fuera de nosotros, que nos precede.

Por último, ¿cómo entender lo político en el gesto de la adoración, entendida

como “fe en el infinito”? ¿Qué diferencia esta prosternación (“la razón se proster-

na en frente de lo de ella misma se supera infinitamente” [“la raison se prosterne devant ce qui d’elle-même se dépasse infiniment”]) de la resignación o del conformismo? Después de todo, ¿estaría de acuerdo en que un compromiso democrático no puede darse más que en el marco de una cierta fe (o confianza), entendida

menos como adhesión que como resignación o delegación; o como una adhesión, quizás incluso amorosa o apasionada, que no obstante supone invariablemente (y necesariamente) una delegación de los individuos en el gobierno? 

La adoración no puede ser política. La adoración se dirige absolutamente,

aquí y ahora, a un infinito (el amor, la belleza, el pensamiento, el ritmo, el sentido), mientras que la política se dirige siempre a un futuro que ella debe representarse, que ella debe asimismo prometer. La política debe prometer; la adoración no promete, afirma y acoge.

La prosternación no es una postración. La prosternación –palabra que, por

otra parte, dudé mucho en utilizar– se inclina profundamente ante aquello que

reconoce como infinitamente alto. Se abandona, no renuncia ni se conforma con nada: aquello que reconoce no existe ante ella como un trono o como una

autoridad, existe en ella, existe en su gesto. Es prosternándose que crea aquello ante lo cual se prosterna –con humildad pero sin humillación porque es “ante mí” que yo me prosterno.

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