La Piel de las Cosas: Mutaciones Epidérmicas en la Pintura de Roser Bru

June 30, 2017 | Autor: Sophie Halart | Categoría: Latin American Art, Skin and the Body, Escena de la Avanzada, Chilean art production, Roser Bru
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Descripción

La piel de las cosas: mutaciones epidérmicas en la pintura de Roser Bru sophie halart

Resumen Este ensayo investiga la producción pictórica de Roser Bru en los años 70 y 80 a través de tres obras claves, con el propósito de comprender su pintura como una forma de expresión valiosa y políticamente comprometida, lo cual es especialmente evidente en sus representaciones del cuerpo de la mujer. Se investiga el modo en que la piel se presenta en sus figuras femeninas como una frontera ambivalente que, por una parte, sirve para reforzar una visión patriarcal de un cuerpo femenino orientado naturalmente a la domesticidad y la maternidad y, por otra parte, ofrece un terreno de inscripción del trauma de los desaparecidos a través de su expresión pictórica. Así, en la obra de Bru, la piel se desempeña como una prisión asfixiante y, al mismo tiempo, como una zona crucial de liminalidad. El motivo artístico de la piel permite articular el gesto del tacto como una alternativa estética a la mirada patriarcal. Por tanto, permite reconsiderar la posición de Roser Bru como una cronista perspicaz de su época y la pintura como un medio cuya versatilidad plástica le permite acercarse a temas cruciales, tales como la represión política y la cuestión de los desaparecidos. El uso de la piel en la obra de Bru le devuelve a la pintura todo su peso crítico.

Introducción En junio de 1981, el artista Carlos Altamirano inauguró en Santiago la performance Tránsito Suspendido frente a la Galería Sur, espacio independiente que acogía su intervención1. Altamirano cubrió la calle con un largo lienzo 1

Aunque existe poca información sobre Galería Sur, María Inés Solimano dirigió la galería durante los primeros años (1980-1981) en el segundo piso de la tienda Muebles Sur, cuyo dueño era el marido de Roser Bru, Cristián Aguadé. La galería era inicialmente dirigida por un pequeño consejo integrado entre otros por Roser Bru, Gloria Camiruaga

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blanco sobre el cual se proyectaban imágenes canónicas de la pintura chilena recolectadas de los archivos del Museo Nacional de Bellas Artes. Completamente vestido de negro, con una lata de spray en la mano, Altamirano se desplazó sobre esta pantalla horizontal improvisada, escribiendo palabras sobre la superficie con pintura negra aerosol. Altamirano pertenece a una generación de artistas cuya madurez creativa coincide con «una nueva visualidad» en dictadura (Richard, Una Mirada sobre el Arte en Chile, 8). Irrumpiendo hacia fines de los años 70, esta generación de artistas surgió en medio de un despertar cultural que funcionó como una reacción retrasada al shock que provocó el golpe militar y que atestiguó la creación de una nueva escena artística de vanguardia2. Incorporado y partícipe de la vanguardista Escena de Avanzada, Altamirano defendía prácticas artísticas profundamente ancladas en la conciencia política de la época y cuyo lexicón manifestaba una fuerte dimensión crítica contra el lenguaje plástico del régimen militar, que, en su preferencia propagandista por la pintura de caballete, los retratos históricos y, sobre todo, los paisajes, intentaba esconder y "azucarar" la realidad diaria de precariedad, represión y violencia sistemática implementada por el mismo gobierno3. Previo al golpe militar, en los 60, los protagonistas del movimiento informalista ya habían empezado a desafiar los límites del cuadro, trabajando una pintura que ponía «en cuestión el concepto de la representación y lo sustitu[ía] por la imagen rescatada de los medios de comunicación» (Galaz en Galende, Filtraciones I, 26). El cuadro deshacía los códigos estéticos establecidos y defendía una aproximación ideológica al medio pictórico4. A pesar de esto, y provistos de una conciencia ante los abusos de la dictadura, los artistas de la generación de Altamirano quisieron ir más allá, emancipándose de los medios

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y María Inés Solimano. Nelly Richard y Francisco Zegers participaron como editores de los catálogos y folletines. Información proporcionada por María Inés Solimano, octubre, 2013. Osvaldo Aguiló identifica distintas etapas de las artes visuales a partir de la relación de estas con el régimen militar en Chile. Mientras que los primeros años de la dictadura se caracterizan como “un tiempo de silencios”, caracterizado por la censura, la expulsión de profesores y alumnos de escuelas de arte y el exilio de varios artistas (Balmes, Barrios, Israel…), Aguiló nota que a partir de 1977 emerge un segundo momento en el campo cultural, provocado por «el surgimiento de un movimiento alternativo que va creando sus propias formas de organización, así como canales de difusión y comunicación» (Aguiló,14). Para leer más en este tema, véase el ensayo «Reconstruir e itinerar. Hacia una escena institucional del arte en dictadura militar» de Katherine Ávalos y Lucy Quezada en este volumen. Pienso, por ejemplo, en la colaboración de José Balmes con la Brigada Ramona Parra, el brazo muralista de las Juventudes Comunistas, simpatizantes de Salvador Allende.

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tradicionales. Osvaldo Aguiló resume esto con claridad en sus Propuestas neovanguardistas cuando escribe que el fin de los años 70 supuso una ruptura entre dos tendencias en el campo de las artes en Chile: por un lado, un grupo de artistas persistió en una estética «formalista»; un uso de técnicas tradicionales y la circulación de obras en un circuito bastante oficial. Un segundo grupo de artistas, en cambio, articuló «un trabajo desarrollado al margen de las instituciones, en una búsqueda por fundar teóricamente un ansia de inscripción cultural, acompañada por un uso experimental de técnicas mixtas y en su no comparecencia a un trabajo sobre los subsistemas (pintura, escultura, etc.), realizando una transgresión directa de sus medios» (Aguiló, 15). En concreto, las prácticas de este grupo de artistas suponían un rechazo radical a las formas tradicionales de arte. La pintura, por su aparente apoliticismo y sus preocupaciones estéticas basadas en ideas de subjetividad e intimidad, fue considerada por algunos como obsoleta, si no cómplice del solipsismo del orden militar. Por eso, este medio se convirtió en un vector expresivo que había que parodiar o rechazar. Mientras artistas como Altamirano, Eugenio Dittborn y posteriormente, Gonzalo Díaz revisaban críticamente la historia de la pintura en Chile como un medio reaccionario y aliado de los valores de las clases dominantes, otros miembros de la Avanzada, como Carlos Leppe, se volvían directamente contra la joven generación de pintores chilenos por la frivolidad de su medio frente a la gravedad de la situación política de esos años5. Nelly Richard, la voz teórica dominante de esta constelación vanguardista, también expresa sus reservas acerca de la pintura cuando escribe: Temo por mi parte que la reivindicación de un arte vivido como pura interioridad subjetiva en ausencia de correlatos sociales que pongan de manifiesto –en el interior de la obra– la historicidad de sus condiciones de producción, que la formulación de un imaginario no sociabilizado y la postulación de una visualidad cuyas imágenes escapan al control de todo dispositivo social de producción de signos; temo que el aflojamiento de toda tensión discursiva susceptible de articular la obra de una dinámica de pensamiento social; satisfagan el propósito de otorgarle a la creatividad un valor simplemente ornamental y contribuyan a desactivar el arte en cuanto instrumento crítico de transformación de nuestro campo de conciencia social e histórica (Richard, Inversión de Escena, 55). 5

Para Leppe, pintores como Samy Benmayor «no entendían o se pre-ocupaban por “el problema entre cultura dominante y cultura dominada”, soñando solamente con “un estudio en New York o Firenze”» (Macchiavello, 89). Aunque esa crítica se dirigía a una generación de pintores posterior a la de Roser Bru, el punto es que para artistas como Leppe, la pintura se había convertido en un modo inadecuado de arte crítico.

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En sintonía con esto, la acción de Altamirano podría entonces leerse como el último rechazo de anticuadas obras chilenas cuya combustión simbólica sobre el pavimento intenta producir un estado de desacralización: la desacralización de la pintura chilena como lenguaje plástico dominante en la Historia de Chile a favor de nuevas sintaxis artísticas como la performance, los happenings y el arte conceptual. Con eso en mente, puede parecer sorprendente la participación activa de la pintora Roser Bru en la creación de un espacio de arte de vanguardia como la Galería Sur. Aunque la colaboración de Nelly Richard en los proyectos de la galería atesta de una cercanía bastante reconocida entre Bru y la Avanzada, la misma Richard fue la que ubicó a Bru como una de las principales defensoras de «la rehabilitación de una práctica pictórica transcendental y humanística» (Richard, Art in Chile since 1973, 22)6, una descripción que, por no ser negativa, subraya su distanciamiento de las prácticas defendidas por la vanguardia de esos entonces. Esta aparente paradoja es bastante ilustrativa de la posición ambivalente que ocupa Roser Bru en la historia del arte contemporáneo chileno, particularmente en el contexto cultural de los años de la dictadura7. Aunque Bru aparece como una artista respetada desde los años 40 en adelante, y es protagonista activa de la escena artística a través de sus actividades en la Galería Sur, su persistencia en el medio pictórico parece haberla relegado a una segunda línea en los documentos y escritos historiográficos recientes sobre el arte de vanguardia en la época de la dictadura8. 6 7

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Si en la bibliografía no se indica lo contrario, todas las traducciones del inglés son mías. Nacida en Cataluña en 1923, Roser Bru huyó de España con su familia durante la Guerra Civil y llegó a Valparaíso en el «Winnipeg» en 1939. Radicada en Santiago, Bru estudió en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile y formó parte del Grupo de Estudiantes Plásticos que, a partir de 1946, rechazó la educación dogmática que se enseñaba en esa universidad a favor de una educación más informal en talleres y salones autoorganizados. Bru se formó también en el arte gráfico, tomando un papel activo en el Taller 99 que Nemesio Antúnez, a su vuelta de Nueva York, había abierto en Santiago. Por ejemplo, en la escasez de referencias en textos como Galaz e Ivelic, Arte Actual (1988); Nelly Richard, Art in Chile since 1973 (1987-88); Federico Galende, Filtraciones I (2007). Además, a nivel internacional, los esfuerzos académicos para dar sentido al arte chileno de los 70 y 80 en un marco de producción conceptual, también se enfocan en la producción de los artistas asociados con la Avanzada en detrimento de otros artistas tal como Roser Bru (Ramírez, 2004; Camnitzer, 2008). Por otra parte, los textos de Adriana Valdés acompañan la producción de Bru desde el inicio, dando cuenta de los cambios y trasfondos de su pintura, así como, posteriormente, las investigaciones de la historiadora del arte Claudia Campaña (véase la bibliografía).

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Mi objetivo en este ensayo es reexaminar el trabajo de Roser Bru para hacer sentido sobre las aparentes tensiones entre el medio pictórico y los temas críticos que la pintora elabora con el fin de revelar lo que Paula Honorato define como una fuerza reactiva inherente a la obra de Bru9. Más específicamente, quiero iluminar desde una perspectiva crítica cómo la función que desempeña la piel en sus retratos de figuras femeninas permite evaluar la complejidad de la reflexión de Bru sobre el género y su experiencia de habitar un cuerpo femenino. Recurro a la piel en una función doble –como un elemento iconográfico y como una herramienta metodológica–, para pensar acerca de los siguientes tres conceptos: límites contenedores, superficies reflectantes y fondos de representación. Sostengo que la representación de sujetos femeninos por parte de Bru articula un discurso crítico y agudo, tanto sobre las visiones patriarcales del orden militar como de las prácticas de desaparición de opositores al régimen. Asimismo, mi argumento propondrá que el tratamiento de las superficies físicas en la representación de mujeres por Bru, dibuja los contornos de una corporalidad femenina cuyo peso crítico se extiende tan lejos como el del discurso activista sobre el cuerpo de la vanguardia. Como corolario, examinaré cómo este enfoque contribuye a una reconsideración de la pintura como un medio relevante de creación artística de cara a la represión política. En sí misma, la posición ambivalente de Bru en la escena artística de esos años se encuentra también en el motivo de la piel en sus pinturas. Como tal, este ensayo se ocupa de las contradicciones y los complementos de sus funciones simbólicas en relación a la figura femenina. Mientras que la primera parte de este ensayo considera la piel como una armadura que mantiene o conserva a la mujer dentro de un molde idealizado de la femineidad, la segunda parte se concentra en la representación de la mujer como un cuerpo ausente y de su piel como una frontera porosa. Una tercera y última parte sugiere la posibilidad de un retorno espectral de los cuerpos de las mujeres de Bru a través de una experiencia de la pintura éticamente compartida por la artista y el público.

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Para Honorato, la pintura de Bru «cobra una fuerza y, en términos pictóricos, reacciona muy rápido a la situación… Cuando uno ve los cuadros posteriores al golpe, inmediatamente notamos el cambio en el lenguaje» (Honorato, párr. 32).

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Mujeres clausuradas: efusiones y pieles carcelarias Efusiones En 1976, en el medio de lo que la artista denomina como su fase «Velázquez», Roser Bru pinta La Desproporción (ima. 1), una gran pintura dominada por tonalidades carnosas. La omnipresencia de rosados, definidos por la artista como el color «de ficción» (Campaña, 51), contribuye a crear una atmósfera extraña, donde es difícil distinguir entre el interior y el exterior del personaje femenino, entre la realidad y su presencia fantasmagórica. La pintura consiste en el retrato de una mujer, a quien conocemos como Mariana de Austria, la joven esposa del rey español Felipe VI de España, cuya dramática vida fascinaba a Bru en esos años (Campaña, 2008)10. En su verticalidad y en la inserción del pañuelo blanco y de la enagua, la obra de Bru es reminiscente del retrato Mariana de Austria: Reina de España, producido por Diego de Velázquez en 1652-1653. Aunque Bru realizó numerosos retratos de Mariana, otorgándole especial atención al rostro de la reina, en esta obra recurre a un estilo casi infantil en su tratamiento de los rasgos faciales. El foco está puesto en el cuerpo de Mariana, cuya monumentalidad ocupa la mayor parte del espacio de la pintura. La parte inferior del cuerpo se representa como si estuviese tras un lente de aumento, un efecto óptico que subraya la anchura del cuerpo.

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Hija del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Mariana se casó a los 14 años con su tío el rey Felipe IV de España, 30 años mayor. Nacida en Austria, la joven reina tuvo que habituarse a la etiqueta estricta y las conspiraciones de la corte española. De esto, y del hecho que de sus cincos hijos solamente dos sobrevivieron hasta la edad adulta, proviene la imagen de Mariana como una persona destruida por los dramas personales y el determinismo social. Mariana representa el epítome de lo que Bru llamara «mujeres clausuradas» (Campaña, 56).

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Ima. 1: Roser Bru, La Desproporción, 1976. Acrílico sobre lino. 155 x 98 cm. Colección Paz Terán. Fotografía de Sara Rodriguez.

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La atmósfera de La Desproporción refleja una inquietud difusa. Mariana se ve apretada dentro del marco y la falta de armonía entre las distintas partes del cuerpo la hace lucir como una muñeca rusa quebrada. La parte superior del cuerpo aparece al borde del colapso, achatada por el límite del cuadro. Su torso vibra con cada pulsación, replicando y multiplicando los contornos de su pecho como sacudido por un temblor o un sollozo. Mientras tanto, la parte inferior de su cuerpo, que inicialmente parecía anclada más firmemente, también carece de base. Los pies como elementos de anclaje se quedan fuera del marco y los muslos aparecen dislocados. Estos elementos transmiten una sensación disonante que resulta de la falta de contornos firmes. Mariana parece oscilar permanentemente entre una amenaza de disolución hacia el exterior y el peligro de una implosión provocada por una hinchazón de las partes inferiores del cuerpo dentro de la atmósfera abultada de la tela. Las ideas de disolución e implosión representan los lados opuestos de una misma moneda. Por una parte, sugiere la desaparición inminente del cuerpo en aquellos momentos en que la piel no juega su papel de límite contenedor que protege la integridad de sí mismo, y por otra parte, su reverso expresa la sofocación del cuerpo como una masa de carne sin límite. Los escritos de los psicólogos Esther Bick (1986) y Didier Anizeu (1998) definen la piel como aquello que, mediante la separación del interior del cuerpo de su ambiente exterior, permite la formación de un sentido coherente del ser corporal. A medida que el Ego se proyecta sobre la capa exterior del cuerpo, la piel funciona como un modelo para el Yo, quien integra las nociones de límite, contención y autonomía. Para Didier Anzieu, el Yo-Piel tiene un papel fundamental que «asegura una función de individuación del Sí-mismo, que le aporta el sentimiento de ser un ser único» (Anzieu, 126). En su defecto, un Yo-Piel deficiente o insuficiente desencadena la formación de una envoltura psíquica «perforada» que amenaza el sentido de integridad física. Como lo demuestra Anzieu, «[l]a angustia que describe Freud de la “inquietante extrañeza” está unida a una amenaza hacia la individualidad del Sí-mismo por debilitamiento del sentimiento de sus fronteras» (Anzieu, 126). En el caso presente, la pintura de Bru parece expresar este mismo tipo de amenaza. Los contornos de la figura de Mariana aparecen a punto de disolverse en un exterior espacial y cromáticamente similar. En la parte inferior de la tela, mientras la línea roja de los muslos parece inicialmente dar algún sentido de cierre, la línea superior no sincroniza con la capa inferior. Además, la línea roja interna que se extiende desde la ingle, recuerda un flujo de sangre menstrual y sugiere la imagen de un cuerpo delicuescente. En esta imagen, si la piel existe como límite, es una superficie porosa que no protege la figura de su vaciado hacia el exterior ni tampoco de una

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invasión del exterior hacia el interior de ella. En ambos casos, Bru representa a Mariana como un cuerpo que Julia Kristeva cualificaría de «abyecto», algo que «perturba la identidad, el sistema, el orden. Aquello que no respeta las fronteras, las posiciones, los roles» (Kristeva, 12). Lo abyecto implica una extrañeza que amenaza la integridad de la figura y que, extendido en el cuadro de Bru, se transforma en un cuerpo de flujos, un cuerpo que se fuga de sí mismo. Las preocupaciones pictóricas de Roser Bru por la vida de una reina española muerta hace siglos pueden conectarse con las imposiciones físicas y discursivas que emitía el régimen militar en Chile en esos años. Más precisamente, el interés de Bru en el motivo velazqueño de Mariana arroja luz sobre la experiencia de la artista; una mujer viviendo en un momento en que la retórica patriarcal del régimen provocó efectos destructivos en la corporalidad femenina11. De hecho, el golpe del 1973 justificó su accionar con el fin de restaurar el orden y la moralidad; dos valores que los militares consideraban perdidos en el Chile del presidente Salvador Allende. Esta lógica de orden militar encuentra una voz especialmente enfática en las opiniones que anuncia la Junta sobre el carácter del género femenino. Al mismo tiempo que la idea de una auténtica «chilenidad» adquiría una importancia central en los discursos de los militares, se articulaba un modelo diferenciador de roles de géneros en la sociedad: los hombres ocupaban el espacio público mientras que las mujeres se abocaban a la esfera doméstica. Esta preeminencia política de los hombres dio lugar a una representación de las mujeres como figuras moralmente puras y sacrificiales, completamente dedicadas a sus maridos y a sus hijos12. Como lo escribe Geoffrey Kantaris, a propósito de la posición de las mujeres en las sociedades dictatoriales del Cono Sur, la afirmación violenta de una autoridad patriarcal simbolizada por la figura del militar está «ligada a un complejo de poder y de identidad masculino en el cual la “mujer” se convierte al mismo tiempo en el término central pero excluido o negado» (Kantaris, 3). 11

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Como lo escribe Claudia Campaña: «Indirectamente, la pintora hace referencia a otros cuerpos femeninos que viven el encierro y, peor, que desaparecen en el Chile de esa época» (Campaña, 75). Más adelante, en este ensayo, volveré a la presencia de la desaparición en la pintura de Bru. Las expresiones más claras de este tipo de desigualdad se pueden encontrar en los propios discursos de Augusto Pinochet: «Se deben unir los conceptos de Hogar y Patria, identificando a la mujer dentro del hogar en su servicio a Chile, y de esa manera dignificar las funciones femeninas … La espiritualidad de esta misión está en el hecho de servir; en la humilde función de la cocina, de la mujer que muda los pañales del niño» (Pinochet en Rajevic 27). Para leer más acerca del estatus de las mujeres en los años de la dictadura, véase M. Montecino, Madres y Huachos. Alegorías del mestizaje chileno (2007) y J. Pieper Mooney, The Politics of Motherhood. Maternity and Women’s Rights in Twentieth Century Chile (2009).

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Además, la «re-moralización» de lo femenino desarrollada por los militares tiene como correlato el castigo que esperaba a las mujeres reacias a someterse a esa imagen de ama de casa autosacrificial: la detención y, para muchas, la violencia física, psíquica y sexual por parte de sus guardianes13. En un marco de recepción típicamente marianista, la mujer fue dividida en dos polos: de cuasi-santidad por un lado, y de última bajeza corporal y espiritual por el otro. Además, como lo escribe la antropóloga Ximena Bunster, pasar arbitrariamente de una posición a otra contemplaba parte del proceso mismo de tortura: «[l]a combinación de degradación moral culturalmente definida y el maltrato físico constituyen un escenario demencial en el cual la prisionera es sometida a una rápida metamorfosis de Madame (mujer respetable y/o madre) a prostituta» (Bunster, 152). Con todo lo anterior en el horizonte, el interés de Bru por el destino de Mariana adquiere un tenor más contemporáneo y su representación del cuerpo de la reina como una entidad delicuescente viene a hacer eco de una aniquilación equivalente a la experiencia de la corporalidad femenina en el contexto de la dictadura chilena. Es lo que señala Bru cuando explica: «Velázquez es un cronista de su época, aunque hay que señalar que a diferencia de Goya, lo consigue desde el silencio: sin color ni una sola palabra sobre la tela, él lo dice todo» (Campaña, 48). Similarmente, uno podría proponer una lectura del trabajo pictórico de Roser Bru como la obra de una cronista de la época de la dictadura, apuntando en su tela todo aquello que no podía expresarse en voz alta.

Pieles carcelarias Mientras que el cuerpo de Mariana parece vaciarse de su sustancia vital, la ropa de la reina interviene, funcionando como una envoltura, una piel externa. El determinismo social que enmarca la vida de Mariana encontró una resonancia profunda en la percepción de la artista sobre el papel simbólico otorgado a las mujeres en Chile. Para ella, tanto Mariana como sus propias contemporáneas son mujeres clausuradas, cerradas y encarceladas en y por su propio género, privadas de un cuerpo que había sido instrumentalizado por los intereses nacionales. Como Bru misma declara: «[p]or lo tanto, mi problema es la mujer clausurada, porque el hombre clausurado no existe» (Campaña, 56). Esta preocupación es especialmente evidente en la atención que pone en reproducir la ropa de la reina, en particular la enagua cuyos contornos están sugeridos en color naranja en la sección superior de la tela. Aquí, la enagua 13

Véase Javier Maravall Yáguez, Las prisioneras políticas bajo la dictadura militar (2009).

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se transforma en un dispositivo social que sirve tanto para mejorar las caderas femeninas –y, por tanto, su función reproductiva–, como para ocultar las formas femeninas en una armadura que funciona simbólicamente, en la negación de su identidad sexual. Esta negación se hace aún más explícita en otro retrato de Mariana que pinta Bru en 1976, llamado Las Frustraciones de Mariana, donde una gran x cruza la parte inferior del cuerpo de la reina. Por otra parte, mientras la sangre menstrual en La Desproporción puede sugerir la existencia de flujos como el signo de una resistencia del cuerpo de la mujer contra una política exterior de encierre, en esta segunda pintura el cuerpo aparece simultáneamente cerrado y negado a sí mismo. Roser Bru recuerda este período de su vida como uno en que «[e]ra muy difícil llegar a ser uno mismo» (Valdés, Memorias Visuales, 11). En efecto, la moralización contemporánea del cuerpo de las mujeres encuentra en la vestimenta de Mariana la expresión transhistórica del encorsetamiento, el secuestro físico y simbólico de Bru y sus contemporáneas en una cárcel de carne, como la teoría de Anzieu lo sugiere. Así, las mujeres aparecen como necesitando del cuerpo de Mariana y de las telas de Bru para expresar su sentido de corporalidad que, hasta este momento, se encuentra encarcelado en una rígida piel social. Esta ambivalencia, encarnada en la piel como recipiente poroso y como pantalla para reflejar expectativas externas, se expresa posterior, y aún más claramente, en una serie de obras presentadas por Bru en 1989 en su exposición Presencias/Ausencias en la Galería Carmen Waugh. En esa ocasión, la artista dio a conocer su serie Kariatides; obras basadas en el antiguo modelo arquitectónico de mujeres-columnas. En estas pinturas, y en particular en la obra Mujeres que aguantan (1988), Bru introduce la arquitectura en su representación del cuerpo femenino como un motivo pictórico que refuerza el aspecto encarcelado de estas figuras (ima. 2). El motivo de las cariátides puede interpretarse como símbolo de las tareas domésticas colocadas sobre la cabeza de la mujer y que la obligan a permanecer inmóvil (Valdés, Memorias Visuales, 353). Esta pasividad se ve reforzada por la mutilación de los brazos de los sujetos, que subraya su incapacidad de resistir, luchar e incluso abrazar. La duplicación de la figura femenina, una en tonos rosados, otra en colores sangrientos, multiplica esa sensación de incomodidad, dolor e impotencia, ya que estas dos mujeres pueden solo observar y aceptar la lenta encarcelación de sus cuerpos. Esta imagen, entonces, parece confirmar la interpretación de la piel como una armadura que secuestra a las mujeres y las condena a la sumisión y la pasividad. Además, la representación en estado de embarazo de esas dos mujeres no es un detalle menor para la condición de las figuras clausuradas en la pintura de Bru. En la preeminencia del modelo marianista

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defendido por el pinochetismo, la maternidad se vio como el último logro de la mujer, cuyo cuerpo se transforma en lo que Adriana Valdés describe como un «lugar transpersonal» (Valdés, Memorias Visuales, 339), compartido por el niño, la familia y, en este contexto pro-natalista, el Estado.

Ima. 2: Roser Bru, Mujeres que aguantan, 1988. Acrílico sobre lino. En catálogo Presencias/ Ausencias, Galería Carmen Waugh, Santiago, 1989.

Por otra parte, para las mujeres que viven y trabajan en Chile en los años 70 y 80, la asociación a un cuerpo tectónico adquirió una resonancia particularmente fuerte, especialmente en momentos en que el gobierno militar anunciaba que «[e]n la familia, la mujer se realza en toda la grandeza de su misión, que la convierte en la roca espiritual de la patria» (Rajevic, 27). Desde este punto de vista, la envoltura vital del Yo que es la piel ve su función perversamente manipulada. Se contrae y endurece. Límites vitales se convierten en murallas que se apresan y en superficies que reflejan las expectativas sociales de género. La piel se ve obligada, desde el exterior, a convertirse en lo que la psicóloga Esther Bick llama una «segunda piel» (Bick, 486), un endurecimiento del núcleo externo y su transformación en una estructura rígida. En un modo similar a lo que desarrolla Bick, la piel, en un mecanismo autodefensivo contra un ámbito excesivamente hostil, se vuelve excesivamente

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rígida, como una armadura. Pero, a diferencia de lo que define Bick, en el contexto chileno reproducido en la obra de Bru, es una piel social y exterior que viene a encerrar en una pared adicional utilizada por el gobierno patriarcal para difundir su ideología de género. En estas pinturas, por lo tanto, Roser Bru articula una crítica del destino actual de las mujeres chilenas, a través de un desvío por las antiguas rutas de las cariátides y de una joven reina del Siglo de Oro español. Simultáneamente, presente y pasado ubican el sentido de una corporalidad vaciada y encerrada dentro de una piel rígida. Dentro de esta visión y de las experiencias agobiantes de las mujeres chilenas, la pintura de Bru parece, sin embargo, abrir una puerta de salida. De hecho, Mujeres que aguantan va más allá de la observación crítica y propone una alternativa simbólica al orden especular de vigilancia y control aplicados por la mirada patriarcal de los militares. Mientras que los brazos mutilados de las figuras sugieren una incapacidad absoluta de comunicarse físicamente con el mundo exterior, en la pintura este gesto es contrarrestado por una mano que aparece en el lado derecho de la tela, que se extiende desde el exterior y toca o gesticula hacia el vientre de la segunda mujer. Inicialmente, esta mano parece tener un papel deíctico que subraya las funciones naturales de reproducción y crianza de la mujer. No obstante, esta mano que interviene desde el exterior parece descansar sobre el vientre de la mujer y así pone de relieve un nuevo aspecto de la representación de la piel, a saber, su capacidad de resistencia. La piel no es solamente un lugar corporal, representa también la base del tacto. A través del tocar se desarrolla una comunicación alternativa (no verbal y no visual) con el exterior. El tacto es, por definición, siempre recíproco: uno no puede tocar sin ser tocado. El tocar, por lo tanto, representa un modo particular de ser en el mundo, una experiencia de interconectividad entre las cosas, un enlace de mutua recepción entre las superficies. Mientras que la falta de brazos de estas mujeres les impide iniciar tal gesto, la mano parece intervenir para devolverles la caricia que ellas son incapaces de dar. Esta mano, me gustaría sugerir aquí, es la mano de Bru. A la mutilación física de estas mujeres por la mirada patriarcal, Bru aplica un vendaje pictórico que pretende curar la herida, una caricia de su pincel que funciona como una extensión de la mano. «El tocar», Michel Serres escribe, «se asegura de que lo que está cerrado tiene una abertura» (Serres, 55). Al tocar a estas mujeres, Bru intenta reactivar su intersensorialidad perdida y les permite un retorno a su propia corporalidad.

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Edelmira: pieles abiertas, figuras ausentes Coincidiendo con su interés por Velázquez, la pintura de Roser Bru experimenta un cambio de estilo hacia una paleta de tonos más claros y pinceladas más fluidas. A medida que la densidad textural de sus obras anteriores cede, sus figuras pierden anclaje, sus contornos progresivamente se envuelven en un sfumato que parece mezclar los cuerpos con el fondo pictórico. Las figuras «van transformándose en lo opuesto a lo que eran entonces: de grandes cuerpos sin mirada van haciéndose cuerpos esfumados o ausentes, transparentados por una mirada fija» (Valdés, Cita con la pintura, 12). La pintura Edelmira Azócar, animita (1977) expresa este cambio estilístico (ima. 3).

Ima. 3: Roser Bru. Edelmira Azócar, animita, 1977. Acrílico sobre lino. 100 x 100 cm. Colección Carmen Foxley y Víctor Gubbins. Fotografía Centro de Documentación de las Artes Visuales.

A través del recorrido por los cuerpos de Mariana y las cariátides, he intentado mostrar cómo Bru articula una crítica contra el rapto de los cuerpos femeninos por parte del poder patriarcal. Asimismo, quiero afirmar que el retrato de la pintura Edelmira Azócar, animita (1977) expresa la fuerza reactiva del trabajo de Bru ante la situación sociopolítica del Chile de los

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70 y refleja con claridad su preocupación por la abrupta ausencia física de los opositores políticos de la dictadura, los desaparecidos. La referencia a la animita ubica la obra de Bru en una tradición conmemorativa. Aunque las animitas son recurrentes en el paisaje chileno, el uso del término en los años de la dictadura adquiere una dimensión particular. En sus Cartas de Chile (1984) José Donoso describe las animitas como símbolos de la persistencia de la memoria, «pequeños santuarios» que se transforman en una «metáfora de nuestro obligado silencio» (Donoso, 20)14. Más aún, la animita tiene en el discurso pictórico de Bru una resonancia adicional: «Las [a]nimitas», la pintora explica, «son los que no se olvidan, aquellos a los que se les tiene fe» (Vidal, 248). Sin embargo, lo anterior, puede aparentemente estar en contradicción con los aspectos plásticos de la pintura de Bru, cuyo estilo apenas inteligible frustra la ambición del retrato según la función de las reglas del género conmemorativo. Bajo el pincel de Bru, el cuerpo de Edelmira, su rostro, e incluso la inscripción caligráfica de su nombre en el centro de la tela, se convierten en manchas indescifrables. Este contraste se acentúa por la construcción formal de la pintura. Mientras que el fondo está bien enfocado, atravesado por líneas oblicuas que guían al ojo, una neblina borrosa parece apoderarse de la figura, envolviéndola en humo. En esta pintura, Bru parece cuestionar su responsabilidad y capacidad como artista para expresar visualmente el vacío físico de los desaparecidos, y lo hace de la única manera que le parece adecuada: a través de la realización de un antirretrato, un retrato en creux, cuyo protagonista parece haber desaparecido misteriosamente del plano de vista. De la misma manera que sucede con los desaparecidos en la sociedad, la figura de Edelmira llena el espacio de la tela con su ausencia. Edelmira se erige como el perfecto contrario de las mujeres encarceladas en Mujeres que aguantan. A diferencia de lo que vemos en Mujeres, lo que está ausente en Edelmira Azócar es la piel concebida como envoltura, de la que resulta un tipo distinto de angustia. Mientras que Mujeres provoca una sensación de detención y de claustrofobia donde la piel se convierte en una cárcel, en Edelmira Azócar la angustia emerge de la ausencia misma de los límites. En esta pintura, la piel aparece como una frontera porosa incapaz de detener el Yo contra una disolución que, en términos físicos, equivale a la muerte.

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«En los caminos, en las poblaciones y barriadas», Donoso escribe, «los allanamientos han hecho que manos anónimas las erijan por todas partes, y el desconocido que perdió allí su vida al huir por una esquina oscura que no lo ocultó, o al caer con una bala al borde de una calle, muertes todas estas que los periódicos callaron, tendrán, en algunos casos, su pequeño santuario frágil y pasajero» (Donoso, 20).

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Intentando dar sentido a la cuestión de los desaparecidos, Federico Galende escribe que la terrible angustia que este fenómeno genera, radica en la incertidumbre que provoca la ausencia del cuerpo. Los desaparecidos son seres sin vida ni muerte, «privados hasta la muerte» (Galende, El desaparecido, la desdicha del testigo, 32) y la imposibilidad para sus familiares de representarlos en este estadio de desaparición los transforman en «cosas sin rostro». Es esta última parte, la ausencia de rostro sobre el cual construir y nutrir la memoria del desaparecido, que impide el necesario trabajo de duelo, ya que «[l]a inhumanidad de las cosas consiste en la carencia de un rostro en el que la muerte se inscribe[a]» (Galende, 32). Esta ausencia de un rostro es, entonces, el elemento más perturbador de la pintura de Bru, una ausencia destacada aún más por el modo en que se enmarca el espacio en la tela donde debería aparecer Edelmira. Como afirmé anteriormente, la piel es la fuente del sentido de identidad del sujeto. La piel contiene al cuerpo, pero, además, juega un papel esencial como plataforma de la representación y soporte del dibujo de la cara. Para Steven Connor, la piel es «la cara del cuerpo, la cara de su corporalidad» (Connor, 29). En su inexistencia, basta pensar en las figuras de écorchés para imaginar cómo, sin la piel, los rasgos faciales se borran, se mezclan y transforman la cara en una composición de elementos anónimos15. En su condición de soporte de la cara y marco para la mirada, la piel se presenta como la puerta de entrada hacia la identificación y el reconocimiento. En sus pinturas, Roser Bru intenta expresar y dar forma a la angustia de la desaparición política y lo único que le queda es sugerir la desaparición de la cara y, con ello, el borrado de la piel. Bru transforma el rostro de Edelmira en una vaga neblina, un simulacro sin soporte. Lo que falta de manera más cruel en esta pintura es la piel como límite contenedor y soporte representativo. El rostro de Edelmira se transforma en un mero agregado de rasgos irreconocibles, una sombra desincorporada que se mezcla lentamente con su fondo, una ausencia sin rostro. Tal como lo expresa en una entrevista registrada en el catálogo de Galería Cromo, Bru expone su interés sobre la realidad a partir de un nuevo referente artístico: Lo que más me altera es una forma de nueva figuración, más brutal e inquietante. Lo que ha hecho con el espacio el hombre, el inglés Bacon –tan descarnado como el trabajo de un carnicero… Crear un mundo imprevisible, sugerido por la realidad, es lo que a mí más me conmueve. Recrear la realidad (Bru, Kafka y nosotros, 10). 15

La figura del écorché, el desollado, corresponde en la historia del arte, desde el Renacimiento en adelante, a una tradición de dibujo anatómico del cuerpo humano sin su piel.

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Evidentemente, Bru parece proceder a la manera de Francis Bacon, desollando su tela como un carnicero, dejando solo una huella como testimonio de lo que fue, de la desaparición del cuerpo y de la cara. Sin embargo, en esta adaptación de su estilo a una nueva realidad, lo que opera no es tanto una nueva figuración como una desfiguración, una supresión radical del personaje pictórico. La referencia a Bacon es interesante, ya que hace pensar en lo que Gilles Deleuze escribe acerca de los esfuerzos de Bacon por producir un nuevo tipo de abstracción. Deleuze da cuenta de cómo Bacon comienza por «aislar la Figura» (Deleuze, 4) con el fin de liberarla en un proceso en el que «todo el cuerpo tiende a escaparse» (Deleuze, 18). Las pinturas de Bacon han alcanzado tal grado de desfiguración que la siguiente etapa debiese naturalmente ser la desaparición completa de la figura, un nivel de abstracción que Deleuze solo pudo imaginar cuando escribió: [s]upongamos que la Figura haya desaparecido efectivamente, no dejando más que un vago trazo de su antigua presencia [...] la zona de interferencia o de limpiado, que hacía surgir la Figura, va, sin embargo, a valer por sí misma, independientemente de toda forma definida, aparece como pura Fuerza sin objeto, ola de tempestad, chorro de agua o de vapor, ojo de ciclón (Deleuze, 20).

Este nivel supremo en la destrucción de la figura y su transformación en un agregado de materia vaporosa es lo que Bru logra en su antirretrato de Edelmira. Pero al contrario del sueño sublime de energía pura que sugiere Deleuze, Bru ofrece el espectáculo terrible de una destrucción final y, al mismo tiempo, puesto que la liberación de la figura de la tela deja al espectador sin referente que mirar, ofrece la destrucción misma del espectáculo que es la experiencia estética. Los riesgos de este fenómeno visual no son nada despreciables. Mientras Deleuze percibe en el gesto destructivo de Bacon el deseo de liberar la pintura de su dependencia narrativa, para Bru esta ausencia de narración se presenta en sí misma como la consecuencia de la desaparición, un trauma de fuerza transversal y devastadora. En este sentido, la desfiguración de la figura no solo aparece como un reconocimiento de la incapacidad de Bru por mostrar lo irrepresentable. Ella también sugiere que la ausencia de figuras en el contexto chileno de las desapariciones destruye la posibilidad misma de narración. Esta ausencia hace peligrar no solo las fundaciones de la representación artística, sino también del historicismo, entendido como un resumen lineal y coherente de eventos interpretados en relación uno con otro. Willy Thayer se acerca a esta lectura cuando sugiere que el golpe militar en Chile no fue algo que sucedió en la Historia, sino a la Historia, como un evento cuya violencia «disuelve transversalmente el estatuto de la representacionalidad

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[de] la democracia moderna» (Thayer, 54). Considerando esto, el antirretrato de una mujer desaparecida se presenta como la admisión de la impotencia de la pintura de cara al trauma de la desaparición. Sin embargo, la pintura de Bru no se retira a una práctica solipsística tipo pintura de caballete, sino que, por el contrario, se vuelve contra sí misma. Bru comienza así a tallar su propio medio en un ejercicio de desuello macabro que afectará la superficie misma de la tela. En el mismo catálogo, Nelly Richard describe el gesto pictórico de Bru como des-pintura: El pincel, o el lápiz, entran a manifestar formas de descomposición de la imagen. Entran a eliminar. Los instrumentos de la pintura de Roser Bru están en función de des-pintura (Borrar la pintura hasta solo dejar rastros de ella) (Richard, El Trabajo de la memoria en la obra de Roser Bru, 13).

El retrato de Edelmira Azócar de Roser Bru efectivamente aparece como una especie de gesto de autosacrificio (sacrificio del motivo y sacrificio de la textura), y la desaparición del cuerpo de la pintura funciona como un eco de la desaparición física del cuerpo de Edelmira. Además, es la tela misma que en esta pintura se despoja de su epidermis pictórica y parece transformarse en una piel desollada, en los contornos del cuerpo desincorporado de Edelmira. En un último intento para expresar el horror de la desaparición, en un gesto que sacrifica la figura y la superficie a lo abyecto, Bru transforma la superficie pictórica de su tela en la piel de los desaparecidos. De una manera similar a la que realizará en su retrato de un Kafka enfermo (Kafka y la Enfermedad, 1985), la tela se convierte en una piel flotante y sangrienta –una mortaja quizás, pero una sobre cuya superficie no parece ninguna cara–. Y así como la máquina absurda de En la Colonia Penitenciara (1919) de Kafka inscribe el veredicto de la sentencia de muerte en la piel de los condenados, el gesto pictórico de Roser Bru, al mismo tiempo víctima y victimario, escribe la historia de los desaparecidos en un gesto de borradura.

La apertura de marco A la desaparición de los límites corporales de Edelmira le sigue, simultáneamente, otro tipo de desaparición: la desmaterialización del cuadro. La pintura misma parece confundir sus límites materiales y perder el sentido de su marco. Una inspección de la pintura desde su centro hacia el exterior revela la presencia de un cuadro más pequeño contenido adentro de la forma más amplia definida por una línea negra que contiene la mayoría de la tela.

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En la pintura, la función de un marco (material o pictórico) es delinear el cuadro y definir su espacio de acción. El marco limita el espacio de la pintura. Él garantiza, además, la integridad de la pintura y protege el cuerpo de la obra de golpes externos. En este sentido, el marco juega para la pintura un papel similar al que la piel tiene para el cuerpo: ambos limitan, contienen y protegen. En la pintura de Bru, sin embargo, las líneas demarcadoras no están bien definidas y la línea negra del marco exterior contiene solo parcialmente la obra, cuya superficie pintada (incluyendo la firma de Bru) prolifera más allá de esta frontera (ima. 4). El marco en Edelmira Azócar, animita parece una frontera abierta que conduce a una ex-filtración de la pintura de su espacio designado, empujando hacia el exterior incluso la marca autoral de la artista: su firma. Además, en el trabajo de Bru, la multiplicación de marcos al interior mismo de la tela –un gesto recurrente en su cuerpo de obras–, crea una multitud de planos pictóricos encerrados uno con otros, creando una pluralidad de límites, fronteras y umbrales que borran cualquier intento de distinción precisa entre el interior y el exterior de la obra. Si atendemos a lo comentado anteriormente acerca de la borradura de los contornos en la desaparición del motivo pictórico, podemos ya comenzar a entender el modo en que Bru expresa la ansiedad de la desaparición a través de un doble gesto: en la borradura siniestra de los contornos de su figura femenina y en la abertura del dispositivo del marco de su pintura.

Ima. 4: Roser Bru. Edelmira Azócar, animita, 1977. Detalle. Acrílico sobre lino. 100 x 100 cm. Colección Carmen Foxley y Víctor Gubbins. Fotografía Centro de Documentación de las Artes Visuales.

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En su libro La Verdad en la Pintura, Jacques Derrida elabora un discurso acerca de la función del marco en la pintura. Refiriéndose a la palabra griega parergon, lo que está fuera de la obra, el hors-d’oeuvre en francés, Derrida refuta la idea del marco como mero accesorio. Al contrario, define el parergon como un elemento que pertenece, al mismo tiempo, al interior y el exterior de la pintura, «sin formar parte de ella ni siendo absolutamente extrínseca a ella» (Derrida, 55). Derrida desea transformar el marco en una frontera ambigua y porosa, una zona que es simultáneamente interna y externa y, de esta manera, termina por concebir al marco como una superficie de contacto compartida entre obra y espectador16. Volviendo a la pintura de Bru, esta apertura del marco como superficie compartida permite considerar la posición ética que ocupan tanto el artista como el espectador. Si aceptamos la concepción propuesta por Derrida, podemos ver de qué manera Roser Bru transforma su marco en una zona de preocupación y responsabilidad compartida con el espectador. A través de este gesto, en aparencia bastante inocente, lo que hace la artista es eliminar la distancia de seguridad entre la tela y el espectador y, de esta manera, desarrollar una superficie a través de la cual intenta recrear el trauma de las desapariciones. Como lo dice Roger Luckhurst, «el trauma es una perforación o una violación que pone el interior y el exterior en una extraña forma de comunicación» (Luckhurst, 3). Con la abertura del marco, Roser Bru ubica el interior y el exterior en este estado de extraña comunicación: una comunicación liminal que funciona a partir de la no-representación de una imagen. El borrado del cuerpo de la figura y la desaparición de los límites contenedores del marco en la obra de Bru no son, entonces, fénomenos inocentes. Por el contrario, la desfiguración del motivo –que contiene en su núcleo la violencia que supone la desaparición de un cuerpo– solo puede funcionar como una expresión de ruptura. Los procesos múltiples de desfiguración, despintura y demarcación parecen cuestionar la viabilidad de la pintura como forma de producción de imágenes en un contexto político cuyo campo de visión fue tan opacado y tan profundamente marcado por la realidad de las desapariciones. En esta evaluación de la capacidad de la pintura para representar lo irrepresentable, Bru también pide una reconsideración radical de los modos tradicionales de contemplación y nos hace cuestionar nuestra 16

Victor Stoichita señala algo similar sobre la pintura europea del siglo xviii cuando define el marco como un objeto ubicado entre lo pictórico y lo conceptual. «El marco no es imagen todavía y no es, tampoco, un simple objeto del espacio envolvente. Pertenece a la realidad, pero su razón de ser está en su relación con la imagen. Y sin embargo, el marco no pertenece al mundo ideal de aquella, pese a ser el que la posibilita» (Stoichita, 41).

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propia legitimidad como espectadores. En su análisis de Bacon, Deleuze plantea la desaparición del espectador como el objetivo final de la obra. Las pinturas de Bru parecen articular una desaparición similar, pero una que, en vez de obedecer a un orden de emancipación estética, funciona ipso facto, como la consecuencia de las destructivas políticas de la Junta. Bru nos obliga a cuestionar nuestro papel como espectadores en la contemplación de sus cuadros traumáticos y traumatizantes. En este acto, la artista parece sugerir que la única reacción aceptable nos exigiría abandonar nuestro estatus de espectadores para adoptar la posición de testigos. En este sentido, Federico Galende define el testigo del trauma como «el hombre sin mirada. Al menos si se considera que, lejos de pertenecer al dominio de la visión, la mirada forma parte ya del espacio de lo “decible” de la representación o el reconocimiento... Mirar es devolver la tranquilidad al lenguaje sacrificando el silencio de las cosas en la sonoridad del nombre» (Galende, El desaparecido, la desdicha del testigo, 34). Las palabras de Galende cobran una resonancia en la obstinación pictórica de Bru por no representar lo que se ha ido y nos invita al gesto cuasi oximorónico del presenciar sin mirar. Esta postura que se articula sobre la tela de la pintura como el sustituto epidérmico del cuerpo desaparecido, implica la narración de la historia de los desaparecidos a través de una experiencia común. Esto es lo que Deleuze describió como una experiencia háptica, una manera de tocar el ojo del testigo que es, al mismo tiempo, la mejor forma de involucrarlo. Sara Ahmed y Jackie Stacey comentan algo semejante cuando señalan la experiencia de «pensar a través de la piel» como un ejercicio que implica reflejar «en la inter-corporalidad, en el modo de ser-con y ser-para, cuando uno toca y es tocado por el otro» (Ahmed y Stacey, 1). De la misma manera, Bru articula una práctica de mirar a través de la piel en la que ella toca al testigo de su obra mediante la zona compartida del marco abierto y lo fuerza a reaccionar de manera casi física a la ausencia de representación. Esto significa un deber moral que la artista cree poder cumplir a través del desplazamiento desde lo óptico a lo háptico; a través del acto que toca la piel de la retina de quien presencie su obra y que hace sentir la pintura de Bru como el síntoma de un trauma mucho mayor. Sin embargo, después de la herida viene la cicatriz. Roser Bru no se limita a la reproducción de la violencia del trauma: su trabajo pictórico intenta también re-crear el vínculo destruido por las desapariciones. Antonia García escribe, «el blanco de la desaparición es siempre un individuo y su entorno: es más que un cuerpo, es una relación existente que se busca romper. La desaparición ataca lo que la sociología se complace en llamar las “redes sociales”» (García, 89). El trauma no es nunca una experiencia privada.

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El trauma fractura los vínculos entre individuos y crea un agujero dentro de la tela social. Bru intenta remediar esta dislocación traumática retejiendo la piel social y haciendo de su pintura una superficie compartida con el testigo de su obra. Como Bru misma señala: «Si me aplico a analizarme, encuentro siempre una constante; la fuerza del uno en el otro, y el círculo implacable que nos hace y deshace» (Bru, Kafka y nosotros, 11). El espacio pictórico, gracias a la superficie abierta del cuadro, ofrece un lugar de encuentro que se entiende como una experiencia artística de empatía radical que resiste a la lógica vertical de control y alienación desarrollada por los militares en los años de la dictadura.

Pieles espectrales, pintura habitada Lo que este ensayo ha intentado sostener hasta este punto es que la pintura de Bru ofrece otro tipo de experiencia estética: una que, primero, a través de la superficie pictórica, nos obliga a nosotros y a la artista a encarar a las desapariciones como una forma de herida social. Y, en segundo orden, una experiencia que provoca un desplazamiento que reubica al espectador como testigo, anulando así la idea de un arte puramente visual en favor de una experiencia sensitiva de no-representación. Concluir en este punto, sin embargo, significaría dar cuenta solo parcialmente del gesto artístico de Bru y de su exploración sobre la viabilidad de la pintura como medio artístico relevante para criticar la realidad política. En el caso de Edelmira Azócar, animita, sería además pasar por alto la sección superior de la pintura, en particular la inclusión en la misma tela de un retrato fotográfico de Edelmira (ima. 5) que hace referencia al retrato pintado justo debajo de él. En las pinturas de esta época, Bru retorna frecuentemente a este dispositivo de fotomontaje e introduce en sus retratos pintados un doble fotográfico de su figura. Aunque la fotografía de Edelmira recibe el mismo tratamiento que su contraparte pictórica, casi desapareciendo bajo capas de pintura blanca, uno debe preguntarse qué es lo que agrega esta fotografía al retrato pintado. A continuación examino el significado de esta fotografía. En un intento por hacer sentido sobre el interés de Bru por la fotografía, Enrique Lihn se refiere a la noción barthesiana de «efectos de realidad» (Lihn, 377) en relación a la supuesta objetividad de la fotografía en la reproducción de lo real. En el contexto político chileno de aquellos años, esta interpretación parece muy apropiada, ya que otorga a la fotografía la función de confirmar una realidad. En el Chile de la dictadura, la evidencia visual que entrega la fotografía sirvió para deshacer las «mentiras oficiales» sobre el destino de los “subversivos” y del uso de la desaparición como práctica sistemática de

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represión en el país. Como lo escribe Ronald Kay, «[a]parece el ojo fotográfico como crítica a la mirada física: aquí reside su fuerza revolucionaria» (Kay, 25). En este sentido, el retrato fotográfico funciona como el soporte y la confirmación de una verdad irrefutable, a saber, alguien que estaba aquí y ahora ya no está. Es a este mismo poder de la fotografía que los familiares de desaparecidos apelaban –y lo siguen haciendo– cuando se manifestaban en las calles de Santiago portando grandes reproducciones fotográficas de retratos en blanco y negro de los detenidos desaparecidos.

Ima. 5: Roser Bru. Edelmira Azócar, animita, 1977. Detalle. Acrílico sobre lino. 100 x 100 cm. Colección Carmen Foxley y Víctor Gubbins. Fotografía Centro de Documentación de las Artes Visuales.

Sin embargo, la decisión de Bru de introducir en la tela una fotografía tamaño foto de carnet corresponde a una ambición sutilmente distinta. En su estudio del uso de la foto de carnet en la obra de Eugenio Dittborn, Kay muestra que la fotografía posee en sí misma un poder discursivo crucial (Kay, 33-37). En el uso de la fotografía en campañas de propaganda estatal, imágenes idealizadas de familias pinochetistas cohabitaban con las fotos de carnet de «subversivos», cuyo formato ya funcionaba como una admisión de responsabilidad, una admisión de culpa, como lo diría Kay, por un crimen todavía no cometido. Bru es consciente de esta característica de la fotografía que nos permite manipularla de modo de hacerla decir lo que uno quiera que ella diga. Las inserciones fotográficas en los cuadros de los

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pintores del Grupo Signo ya existían en los años 60 y funcionaban como una estrategia de recuperación del medio técnico, entregándoles a estas fotografías la longevidad típica de la pintura (Galaz en Galende, Filtraciones I, 26). En contraste con esta operación, la fotografía en la obra de Bru se inserta en la tela para instalar dudas y poner en peligro la capacidad de la pintura para capturar la realidad. La inserción de un retrato fotográfico ofrece, entonces, no tanto una ojeada sobre la realidad histórica, sino un tipo especial de vínculo emotivo con la obra que viene a invertir el orden establecido entre pintura y fotografía, veracidad y mentiras. Por otra parte, en La cámara lúcida, Roland Barthes subraya el aspecto melancólico del medio fotográfico que, por definición, siempre señala una ausencia: la de la persona retratada, que queda aún más visible por la presencia de su réplica fotográfica. Pero hay más. Para Barthes, el vacío que la fotografía revela se desempeña como una presencia retrasada, una presencia en el núcleo mismo de la ausencia. Por eso Barthes define la fotografía como un «médium carnal, una piel que comparto con aquel o aquella que ha sido fotografiado» (Barthes, 143) y, particularmente, una piel que se comparte con la persona ausente pero cuya imagen estoy mirando. Esto es así porque, para Barthes, «[l]a foto del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los rayos diferidos de una estrella. Una especie de cordón umbilical une el cuerpo de la cosa fotografiada a mi mirada» (Barthes, 143). La fotografía teje una piel argéntica colectiva que me une a la obra y me permite incorporarla como parte de mi yo-mismo. En la pintura de Bru, la fotografía participa de este esfuerzo por deshacer la enmarcación que realiza la disciplina militar tanto de los cuerpos como de la obra de arte. Este esfuerzo se propone activar un sentido de compromiso, conectando al testigo de la obra con los desaparecidos por medio de «una especie de cordón umbilical» (Barthes, 143). Es a través de este cordón fotográfico que Edelmira viene a tocar al espectador, dando testimonio de su existencia anterior, pero también, y más importante, garantizando la continuidad de su existencia en el presente. Mediante el uso de este dispositivo fotográfico, Bru garantiza que la postura estética de intercorporalidad que ella se esfuerza por establecer esté también contenida en su pintura a través de la presencia fotográfica de su sujeto. Y si la mirada de Edelmira funciona como el punctum de la fotografía, también la fotografía juega un papel similar para la propia pintura: una puerta de entrada que permite a Edelmira manifestarse y punzar al testigo, creando una cicatriz que, en su existencia actual, señala –nunca deja de señalar– una herida pasada. Esta idea nos lleva a un tercer y último punto respecto a las pinturas de Roser Bru y a la forma en que la piel se desempeña como transmisor entre

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el interior y el exterior, y entre un sujeto y otros. Si efectivamente, el retrato fotográfico entreteje una piel común de reciprocidad entre Edelmira, Bru y el testigo de la obra, uniéndolos en una misma temporalidad, ¿no podría ser entonces que, en vez de la ausencia, lo que la pintura representa es el regreso de Edelmira? ¿No es esta, acaso, una reaparición espectral? Según Enrique Lihn, todas las pinturas de Bru y, en particular, las que representan personas fallecidas abren la posibilidad de «un espacio fantasmal» (Lihn, 379). Además, si la inserción fotográfica abre la puerta a una lectura de la obra como una pintura habitada, también permite, en retrospectiva, considerar cómo el fantasma estaba presente desde el inicio: en la presencia desincorporada de Edelmira retratada y en la superposición ligeramente fuera de sincronía de su cara (ima. 6).

Ima. 6: Roser Bru. Edelmira Azócar, animita, 1977. Detalle. Acrílico sobre lino. 100 x 100 cm. Colección Carmen Foxley y Víctor Gubbins. Fotografía Centro de Documentación de las Artes Visuales.

Al considerar la corporalidad de los muertos, Steven Connor establece la siguiente diferencia entre fantasmas y espíritus: Un fantasma, a diferencia de un espíritu… es siempre un tipo de cuerpo. De hecho, los fantasmas son crustáceos, ya que toman la forma de un vapor al interior de una concha: encerrados en la armadura, como una momia o el

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Hombre Invisible, engarzados por la mortaja que ellos mismos sostienen. En ambos casos, se trata de llenar, y de crear rectitud (lo contrario de una vida plana o reclinada en la que la piel está tan implicada) (Connor, 32-33).

En esta pintura, Edelmira encuentra en la tela pintada la envoltura, la concha que alberga su cuerpo vaporoso y le permite volver a reaparecer dentro del campo de representación. La existencia de fantasmas es inherente a la realidad de las desapariciones pues esta práctica política, en un contexto de terrorismo de Estado, sirve para generar dudas acerca de la exactitud y veracidad de lo percibido. Si las personas pueden sin más desvanecerse en el aire, si la racionalidad y las reglas más fundamentales del contrato social pueden colapsar de manera tan radical y arbitraria, y si los gobiernos de transición pueden favorecer la amnistía, ¿es de verdad inimaginable creer en el regreso fantasmagórico de los desaparecidos? Para Avery Gordon, «[l]a desaparición corresponde a una producción de fantasmas auspiciada por el Estado, cuyos efectos embrujados trazan las fronteras del inconsciente de una sociedad. Es una forma de poder, o de magia maléfica, que está específicamente diseñada para romper las distinciones entre visibilidad e invisibilidad, entre la certeza y la duda, y entre la vida y la muerte, distinciones que usamos normalmente para sostener una existencia continua y más o menos confiable» (Gordon, 126). Sin embargo, el juego de los generales chilenos resultó ser una maniobra peligrosa. Es a partir del trauma mismo de las desapariciones que los fantasmas regresan, rondando la transición democrática y el período posterior a la dictadura. Sin una sepultura adecuada, los fantasmas habitan la historia moderna de las dictaduras latinoamericanas pidiendo justicia y recuerdo. Las madres argentinas y chilenas llevan sobre sus pieles, abrigos y pañuelos, las fotografías de sus hijos desaparecidos. Caminando en círculos en plazas públicas y campeando frente de los órganos del poder nacional, las Madres prestan la superficie física de sus cuerpos a los desaparecidos y realizan con ellos y en su nombre una acción de embrujamiento de la Historia escondida de la dictadura. Bru, por su parte, presta la piel de su tela a Edelmira y le permite volver a aparecer en el campo herido de representación. Ana María Risco alcanza una conclusión similar en su análisis de los cuadros de Dittborn como obras en las cuales el artista, dejando de lado sus telas preparadas y opacas, recurre a una «poética de la absorción –orientada a transformar el plano de la obra en superficie porosa y receptivo para [el] cuerpo caído» (Risco, 166). En la obra de Bru, esta porosidad de la obra se constituye no tanto a partir de una modificación técnica de la tela, sino mediante una abertura radical del cuadro: un gesto que se encuentra gráficamente en la presencia de marcos

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deficientes y en la integración, en la mitad del espacio pictórico, de elementos heterodoxos como, por ejemplo, el retrato fotográfico. Esta combinación de técnicas genera un distanciamiento de la mano de la artista y pone en duda la referencia autoral de la tela. Risco examina las pinturas de manchas y goteos de Dittborn como los trazos de una práctica «postpictórica» (Risco, 232). En el caso de Bru, parecería más adecuado hablar de una pintura de embrujamiento colectivo cuya porosidad permite transformar la tela en un espacio de reapariciones compartidas por todos. Willy Thayer escribe que «[l]a desaparición es el único testigo de la desaparición» (Thayer, 56), sin embargo, en la reaparición fantasmagórica de los desaparecidos en la pintura de Bru, somos nosotros y la artista, unidos por la piel ectoplásmica de la tela, quienes devolvemos a los desaparecidos su capa de reconocimiento y visibilidad perdida.

Trazados historiográficos, huellas residuales En la introducción a este ensayo mencioné la posición ambivalente que sigue ocupando Roser Bru en la historia del arte contemporáneo chileno. Justo Pastor Mellado considera la práctica pictórica de Bru como antagónica a los medios de expresión desarrollados por la joven generación de artistas bajo el auspicio teórico de Nelly Richard. Para Mellado, Bru resiste «con sus mejores armas a las reducciones de una modernización textual que aniquilaba la tradición pictórica chilena» (Mellado, 23). Desde mi punto de vista, la recepción problemática de Bru en la historia del arte chileno tiene más que ver con los relatos retrospectivos sobre los años 70 y 80 y, sobre todo, con la posición central que le fue otorgada a la Escena de Avanzada en el desarrollo de repuestas críticas al orden sofocante de los militares. Willy Thayer y Carla Macchiavello son algunos de los escritores que han criticado la ambición hegemónica de la Avanzada al operar bajo una tabula rasa sobre las creaciones artísticas precedentes y establecerse como la única alternativa vanguardista17. Si bien este puede ser el caso –y esto no socava en nada la validez de las prácticas de los artistas que la componen–, yo argumentaría que es más bien el legado historiográfico de la Avanzada –y su afiliación a una tendencia más general de conceptualismo latinoamericano– lo que contribuyó a sobresimplificar y aplanar los vínculos que seguían existiendo entre distintas sensibilidades artísticas en la época (a través, por ejemplo, de

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Véase, W. Thayer, El Golpe como Consumación de la Vanguardia (2002) y C. Macchiavello, Vanguardia de exportación: la originalidad de la «Escena de Avanzada» y otros mitos chilenos (Centro Cultural La Moneda, LOM, 2011). 

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las iniciativas organizadas por la Galería Sur) y, por lo tanto, a marginalizar la obra de artistas como Roser Bru. En conclusión, lo que me gustaría sugerir es que la obra de Bru, en su constante resistencia a encasillarse en categorías y movimientos artísticos determinados, desarrolló una incapacidad para pertenecer a relatos historiográficos que, por definición, buscan articular narrativas lineares y coherentes. Fuera de la tradición pictórica y de la modernización textual queda Bru. Bru, la ganadora de un premio en el muy oficial Salón Nacional de Gráfica del Museo Nacional de Bellas Artes, y Bru, la fundadora de la muy alternativa Galería Sur, se halla sin contradicción en su obra artística. Por eso, la porosidad y el marco dislocado característicos del motivo de la piel en la representación de figuras femeninas de Bru aparecen también como un aspecto que indica su lugar en la historia del arte chileno: un lugar que combina el uso de medios generalmente considerados conservadores con una fuerza transgresora que cruza transversalmente cualquier categoría prehecha. Este ensayo ha intentado mostrar que el cuestionamiento continuo de Roser Bru de las capacidades de la pintura para jugar un papel crítico, tanto en lo político como, más específicamente, en las cuestiones de género, no funciona como una fuerza de resistencia desesperadamente vinculada a un concepto pasado de hacer arte. Por el contrario, su pintura actúa como una deconstrucción radical de la imagen desde dentro del medio pictórico mismo. Por otra parte, en su libre referencia a otros lenguajes visuales, como el de la fotografía, Bru intenta deshacer la lógica especular de las grandes narrativas opresoras de la dictadura y contrarrestarlas con una lectura de la piel como superficie porosa de contacto. Intransigentemente orientada hacia un intercambio táctil con el otro, la piel de las mujeres de Bru marca y recuerda, trabajando como zonas de liminalidad epidermográfica, fronteras que escriben, marcan y recuerdan. Las pieles de Roser Bru son superficies de profundidad y zonas habitadas.

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