La Perplejidad Y La Desaparición De La Representación - Carlos Oliva Mendoza

June 28, 2017 | Autor: J. Vázquez Pérez | Categoría: Filosofía, Fenomenología
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Descripción

La Perplejidad Y La Desaparición De La Representación - Carlos Oliva Mendoza

El último postulado que puede alcanzar la ciencia moderna es el de la apercepción o fenomenología del espíritu, [fenomenología como los operativos de la razón: conciencia, sensibilidad y percepción; espíritu como lo subjetivo]. Es quizá la única forma en que nos es dado observar el movimiento absoluto de la conciencia, el modo de agotar una forma de experiencia, la experiencia de la modernidad. El cumplimiento de los verdaderos demiurgos modernos: la historia y la libertad, se vuelven en el relato hegeliano despliegue formal. En 1790, Kant escribe La crítica del juicio, y borra de facto la idea de representación, e inicia el debate que Gadamer ha llamado la querella entre los antiguos y los modernos; en 1806, Hegel logra detener el conflicto entre los postulados imagológicos [imágenes mentales o imagotipos] de la libertad y las resistencias lógicas de una verdad necesaria. ¿Cómo lo hace?, ¿Cómo puede este suabo [de Schwaben, Alemania] detener el más potente conflicto ontológico que sostiene la vitalidad absoluta de la experiencia inacabada de la modernidad? Lo hace con un movimiento hermenéutico, muy complejo: reescribe, con un éxito no alcanzado hasta entonces, la obra platónica. Hegel y la Ilustración Hegel, o esto que llamamos Hegel, es un autor prekantiano; en la totalidad de su obra cada vez se acerca más a la imposible biografía socrática, mientras que al paso de la investigación se erosiona algo que pudiéramos llamar una fuente fidedigna. Por una parte, esto tiene que ver con el romanticismo; en última instancia, los románticos no muestran ningún progreso frente a la Ilustración. La verdadera actitud romántica frente a los cosmos racionales será, antes que la herejía: la abulia y la indiferencia. Por otra parte, aún más importante, Hegel sabe que la superación del paradigma ilustrado y de las intuiciones kantianas sólo es un momento formal dentro de la manifestación histórica del espíritu, no es un momento trascendente en sí mismo, como ningún momento lo es, en el relato del espíritu. Para observar cómo se da esta especie de retroceso o celada ante Kant y la Ilustración, podríamos regresar al estudio detallado de las cuatro definiciones de belleza que señala Kant en la Crítica del Juicio y colocar como la síntesis de todas ellas el final del apartado que Hegel dedica al Alma bella: “El objeto hueco que se produce lo llena, pues, ahora, con la conciencia de la vaciedad; su obrar es el anhelar que no es otra cosa que perderse en su hacerse objeto carente de esencia y que, recayendo en sí mismo más allá de esta pérdida, se encuentra solamente como perdido; en esta pureza transparente de sus momentos, un alma bella desventurada, como se le suele llamar, arde consumiéndose en sí misma y se evapora como una nube informe que se disuelve en el aire”. Ante esta desaparición de la idea más potente del alma que se haya formulado en Occidente, la del alma bella o trágica, sólo nos queda recurrir a la certeza de que Kant es un pensador posterior a Hegel: “Gusto, es la facultad de juzgar un objeto o una representación mediante una satisfacción o un descontento, sin interés alguno. El objeto de semejante satisfacción llámase bello”. El gusto permanece sin menoscabo de que sólo se trate de un objeto evaporado en una nube informe. Más de 150 años después, Adorno formulará la idea de manera aún más positiva: “Los fuegos artificiales pueden ser el prototipo de las obras de arte […] Las obras de arte no se distinguen de los seres transitorios por su perfección superior, sino porque, igual que los fuegos artificiales, se

actualizan en el brillo de un instante en su manifestación expresiva”. Al proponer esta formulación, que guarda un eco proveniente de la idea hegeliana de la belleza, “la manifestación sensible de la idea”, se abre la posibilidad de plantear una pregunta metafísica: ¿De dónde proviene esta manifestación expresiva? Las respuestas muestran la diferencia temporal y espacial entre Kant y Hegel. Mientras que para el primero, sólo lo sabemos a través de la determinación subjetiva, no podemos saber de dónde viene y por esto se esfuma la idea de representación; para Hegel, en cambio, saberlo es ya una representación, la del sujeto y la de un trascendental del que emana la manifestación; ninguna de estas representaciones determina a la otra, ambas son la forma de la experiencia moderna, una forma contenida en el despliegue de sí misma. Kant, entonces y ahora, representa la posibilidad de permanencia de la modernidad. Al acentuar las determinaciones subjetivas, abre el campo para el estudio de síntesis trascendentales desde la reflexión. En cambio, Hegel se da cuenta de que la experiencia moderna se ha agotado y que sólo queda, como lo muestra la triste y visionaria analogía con el búho de Minerva, en el inicio de la Fenomenología, el relato de lo acontecido: "El ave de Minerva no emprende el vuelo hasta el oscurecer", una época de la historia no se entiende hasta su final, la filosofía no predice ni prescribe, ya que sólo alcanza el entendimiento de los fenómenos después de haberse producido éstos. Es en este contexto que se inscribe la escatología y tanatología hegeliana desplegada ya en el fabuloso relato del espíritu. El tiempo posterior a la Revolución francesa y sus epígonos, la batalla de Jena y Waterloo, así como los movimientos de independencia en América, es un tiempo sin arte, sin historia, por supuesto, sin filosofía; incluso, debemos pensar si el siglo XX en Occidente no fue ya un tiempo sin espíritu. Acaso, todas estas manifestaciones, el arte, la filosofía y la historia, que florecen y que se marchitan cíclicamente dentro de la historia del espíritu, llegan al Occidente contemporáneo como simulacros de una vida que se desarrolla hace siglos o, acaso, como nuevas formas intuitivas, desprendimientos furiosos que no se pueden pensar con el andamiaje cultural del Occidente moderno y que, además, no son formas estables que puedan traducirse en nuestros lenguajes epistemológicos. Adorno lo dice con la crueldad debida: “En Hegel, la autoconciencia era la verdad de la certeza de sí mismo; en palabras de la Fenomenología: ‘el reino nativo de la verdad´. Cuando esto dejó de resultarles comprensible, los burgueses eran autoconscientes por lo menos de su orgullo de tener un patrimonio. Hoy self-conscious significa tan sólo la reflexión del yo como perplejidad, como percatación de la propia impotencia: saber que no se es nada. La querella entre los modernos y los antiguos, La perplejidad y la desaparición de la representación, son dos actos que no pueden separarse desde el discurso filosófico, de hecho, no se pueden contemplar desde ningún metadiscurso, como lo intuía Wittgenstein.” El traslado que late en la sentencia de Adorno es, finalmente, el paso de la aporía socrática del saber que no se sabe nada, al saberse nada, el último estado de la autoconciencia moderna, el de la desaparición de sí misma en la figura absoluta de su aparición histórica acabada. Así, se anuncia que la querella entre los antiguos y los modernos, llega, realmente, a su fin en el relato de la Fenomenología del espíritu. No así en la Ilustración. Kant, desparece el estatuto ontológico que tiene para los antiguos la noción de representación; a cambio, sostiene la existencia de síntesis a priori como formas lingüísticas, de hecho, en su última manifestación como formas autoconscientes del propio lenguaje. Esto se observa ya desde la Crítica de la razón pura, cuando ante el enlace imposible de romper entre el “yo soy” y “el yo pienso”, Kant le da al juicio la función objetiva de mostrar la síntesis de relación: “Nunca me ha satisfecho la definición que los lógicos dan del juicio en general como la representación de una relación entre dos conceptos […] haré

notar solamente que su definición no determina en qué consiste esa relación”. Así, frente al infranqueable decurso del pensamiento cartesiano, Kant no representa, una vez más, al mundo destruido por la duda metódica desde la subjetividad trascendental o divina, ni se queda, como puede ser la otra interpretación del cartesianismo, atrapado en el juego especulativo del pensamiento que se piensa a sí mismo. No, él enlaza de forma trascendental al yo con el fenómeno pensado y así puede introducir en el sistema la única forma de apercepción trascendental, el lenguaje: “La diversidad dada en una intuición sensible está sujeta necesariamente a la unidad primitiva de la apercepción, pues sólo por ésta es posible la unidad de la intuición. Pero el acto del entendimiento por el cual la diversidad de las representaciones dadas (sean intuiciones o conceptos) se somete a una apercepción en general, es la función lógica de los juicios.” ¿Cuál es este acto del entendimiento que somete a toda la diversidad de las representaciones? El lenguaje, a eso se refiere Kant cuando habla de un acto, una función del logos que se cristaliza en el juicio. Desde esta perspectiva es que deben entenderse las radicales y metafísicas afirmaciones de Kant sobre la objetividad trascendental de la lógica: “El juicio es […] el conocimiento mediato de un objeto, por consiguiente, la representación de una representación del objeto” y, al referirse a la división de todos los conceptos originalmente puros de la síntesis, no duda en decir que todos se deducen de un principio común: “la facultad de juzgar, que es lo mismo que la facultad de pensar”. Si develamos el argumento, tendremos entonces el último momento de la modernidad: lenguaje y pensamiento son una misma sustancia; así se concibe, como sabemos, la fenomenología del espíritu, en la fusión que hacen, gracias al pleno desarrollo de la razón y la libertad, el pensamiento y el lenguaje. ¿Pero por qué este postulado kantiano no integra de forma definitiva al pensamiento antiguo en el saber absoluto de la modernidad; qué impide aun la concepción de toda la historia como pensamiento y lenguaje? ¿Qué detiene a Kant para desarrollar, como lo hicieran Leibniz, Spinoza o Hume, el tratado del mundo como el tratado de una ficción que llamamos mundo? Una sola cosa, al señalar que el yo debe acompañar a todo pensamiento, Kant hace de su filosofía del lenguaje una antropología a través lenguaje, con ello, se impide él mismo la especulación dialéctica, el acto mítico del espíritu que, acabado, narra su historia. Hegel no es tan afortunado, no puede desarrollar ya la ilusión kantiana a la que tantos filósofos entregan su alma bella. A él no le queda sino el relato por el relato, le queda aquello que horrorizaba a Platón en el Fedón: la escritura del ser. En sus propios términos: “todo depende de que lo verdadero no se aprenda y se exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto”. Hegel también coloca en el centro de la totalidad al lenguaje, pero no determina al fenómeno lingüístico desde la síntesis subjetiva, sino desde el despliegue del lenguaje como espíritu, esto es, como libertad absoluta. Las formas intuitivas son prehistóricas y preconscientes y el entendimiento es el despliegue soberbio y enajenado de la cultura. Ni siquiera la razón, en cualquiera de sus grandes despliegues protohistóricos, el del arte, la religión y el saber absoluto, es capaz de mantener abierta la posibilidad de la modernidad. Pero quizá lo más trágico, lo que hace a Hegel una de las figuras más trágicas de todo el pensamiento occidental, es que narra el decurso espiritual de un época, la modernidad, que cierra su historia, pero que no fenece. Cuando nos habla del movimiento de la ciencia —por ejemplo la bomba atómica— nos dice que “El saber no se conoce solamente a sí, sino que conoce también lo negativo de sí mismo o su límite. Saber su límite quiere decir saber sacrificarse”. Y, sin embargo, la ciencia no es capaz, no aún, de acabar con el mundo. ¿Por qué? Porque tiene un devenir histórico que se mediatiza a sí

mismo en el tiempo, donde se enajena toda ciencia y toda historia, donde el todo es negativo no frente a lo otro, sino frente a su mismo despliegue. Y esto se representa, dice Hegel, en “un movimiento lento y una sucesión de espíritus, una galería de imágenes” dotada de la riqueza del espíritu que digiere toda la riqueza de la sustancia. No es entonces el relato artificial de un lenguaje que, finalmente, no se separa del yo, como en Kant; sino el avance libre del lenguaje que se sucede en imágenes y espíritus que no acaban, jamás, el fin cíclico de su despliegue. Así, la modernidad es como el sueño de Stephen en el Ulises de Joyce, la pesadilla de la que no se puede despertar. El estilo y las estrategias narrativas de la Fenomenología, son propias de una escritura volcada sobre sí misma, consciente y autoconsciente de su fin. En la Fenomenología del espíritu vemos el ejercicio más acabado de la dialéctica moderna, en un desarrollo tal que frecuentemente nos lleva a olvidar la otra dialéctica Occidental, la que despliega Platón. La dialéctica de Hegel, a diferencia de la dialéctica platónica, no es un ejercicio a través del cual se muestre la diversidad de lo real, sino un ejercicio de creación de la realidad a través de la propia dialéctica. El método usado por Hegel, al igual que la dialéctica de Zenón, implica llevar cada cosa al límite de su abstracción. Se piensa y expresa con tal radicalidad la cosa determinada, que se elimina cualquier relación entre las cosas. Las cosas no tienen que mostrarse en su unidad, sino como una totalidad indivisible. Mientras que la dialéctica platónica busca las múltiples relaciones y determinaciones como explicación de la existencia de las cosas, la dialéctica hegeliana logra ver el potencial de la cosa misma eliminando cualquier relativismo posible en el juicio subjetivo y en la manifestación propia de la materia, lo cual a su vez logra mostrar las contradicciones históricas como absolutas y necesarias. Las relaciones en la dialéctica de Hegel sólo surgen en el momento en que se agota definitivamente la posibilidad de verdad de cada cosa en sí misma, mientras que en Platón dicha verdad es precisamente la mediación de los géneros en la cosa. La verdad en el discurso platónico no depende del sujeto, sino de la develación del movimiento interno que constituye las cosas, de ahí que un sujeto pueda caer en juicios falsos sobre las cosas. En la fenomenología nada es falso pero todo es finito dentro del infinito movimiento del espíritu. Todo esto puede ejemplificarse en un juego platónico del lenguaje en El Sofista: Extranjero: Para nosotros es evidente que la palabra “algo” la decimos siempre respecto de algo que es. Decirla sola, como desnuda y aislada de todo lo que es, es imposible, ¿no es así? Teeteto: Es imposible. Extranjero: Si concuerdas con mi punto de vista, ¿no es necesario que quien dice alguna cosa, diga algo que es una cosa? Teeteto: Así es. Extranjero: Se podría decir, pues, que “algo” es el signo correspondiente a “una cosa”, que “ambos” lo es de “dos cosas”, y que “algunos” lo es de “muchas cosas”. Teeteto: ¿Y cómo no? Extranjero: Es totalmente necesario, entonces, según parece, que quien dice “no-algo”, diga absolutamente nada. En adelante Platón empieza a esbozar una gramatología. En las siguientes páginas de El Sofista postula abiertamente la metaexistencia del signo, y se da cuenta de que el lenguaje elude, borra de hecho, las cosas mismas, al grado demencialmente moderno de llegar a postular la autorreferencialidad absoluta del lenguaje en una relación tautológica con la idea. Rápido, veloz

como es el mundo antiguo, y no lento como el desfile de imágenes modernas, sostiene el Extranjero que quien dice “no algo”, dice “absolutamente nada”, y pese al engaño de toda escritura, se percibe la situación real, quien lo dice, dice algo e imagina la posibilidad de que al estar haciéndolo diga absolutamente nada. Platón se detiene aquí, El Sofista ya no sólo muestra el peligro de la escritura, sino de todo lenguaje, el riesgo de eludir el mundo al volver uno al pensamiento con el lenguaje. Lejos está Platón de dar una determinación subjetiva al lenguaje, como Kant; más lejos aún de entender el lenguaje como el acto libre, por excelencia, del espíritu. Sabemos que Platón regresa a la idea de que el lenguaje es el movimiento que nos muestra, acaso, el sistema de relaciones de las cosas mismas; mientras que toda sofisticación es “La imitación propia de la técnica de la discusión, en la parte irónica de su aspecto erudito, del género simulativo de la técnica de hacer imágenes, dentro de la producción, en la parte limitada a fabricar ilusiones en los discursos”. La respuesta de Hegel a la mofa de Platón frente al pensamiento del moderno que encarna El Sofista con sus nuevas técnicas es equivalente en fuerza y tristeza. El espíritu tiene como fin ir dentro de sí y por eso confía su figura al recuerdo. Pasa por la certeza de su ignorancia, dice Hegel “se hunde, en la noche de su autoconciencia”, pero existe ahí, como una nueva figura que, “despreocupadamente”, inicia sus ilusiones como si nunca hubiera sabido nada, y, sin embargo, posee el recuerdo de aquello que está dentro de él. ¿Qué recuerda, qué recordamos todos los que en una u otra medida somos modernos? Nada. O quizá, como dice Hegel en su paráfrasis de Shelling: “El conjunto de amarguras de este reino de los espíritus donde rebosa la infinitud”.

En: Hegel ciencia, experiencia y fenomenología. Facultad De Filosofía Y Letras Universidad Nacional Autónoma De México. Dirección General de Asuntos del Personal Académico. La retórica de la nada y la fenomenología del espíritu. Carlos Oliva Mendoza, pp 35 a 44.

Fuente: http://ru.ffyl.unam.mx:8080/jspui/bitstream/10391/1406/1/Carlos_Oliva_Comp_Hegel_Ciencia_e xp_y_fenomenologia_2010.pdf

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