La pastora Marcela, la pícara Justina, la necia Mergelina: voces, cuerpos y heroísmos femeninos en el Barroco

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Descripción

ARTE Y HUMANIDADES SERIE «LITERATURA Y MUJER. SIGLOS XX Y XXI»

Mujeres de palabra: género y narración oral en voz femenina

Coordinadoras MARINA SANFILIPPO HELENA GUZMÁN ANA ZAMORANO

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

ARTE Y HUMANIDADES (SERIE «LITERATURA Y MUJER. SIGLOS XX Y XXI») MUJERES DE PALABRA: GÉNERO Y NARRACIÓN ORAL EN VOZ FEMENINA (0101055CT01A01) Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos. ©  Universidad Nacional de Educación a Distancia Madrid 2017 Librería UNED: c/ Bravo Murillo, 38 - 28015 Madrid Tels.: 91 398 75 60 / 73 73 e-mail: [email protected] © Marina Sanfilippo, Helena Guzmán y Ana Zamorano (coords.) Todas nuestras publicaciones han sido evaluadas por expertos ajenos a esta Universidad. © Ilustración de cubierta: Foto anónima ISBN: 978-84-362-7168-3 Depósito legal: M-38030-2016 Primera edición: febrero de 2017 Impreso en España - Printed in Spain Maquetación: Imprenta Nacional de la AEBOE Impresión y encuadernación: Imprenta Nacional de la AEBOE Avda. de Manoteras, 54 - 28050 Madrid

COLECCIÓN LITERATURA Y MUJER Directora Marina Sanfilippo Comité editorial María García Lorenzo Helena Guzmán Brigitte Leguen María D. Martos Pérez Ana Isabel Zamorano Rueda

Comité asesor Margarita Alfaro Amieiro (UAM) Margarita Almela Boix (UNED) Rosario Arias Doblas (Univ. de Málaga) Ángeles de la Concha Muñoz (UNED) Arno Gimber (UCM) María Hernández Esteban (UCM) Ricardo Mairal Usón (UNED) Carmen Mejía Ruiz (UCM) Antonio Moreno Hernández (UNED) Julio Neira Jiménez (UNED) Juan Miguel Ribera Llopis (UCM) Stéphane Sawas (INALCO, París)

ÍNDICE

Marina Sanfilippo. Prólogo: Mujeres que cuentan .................................

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Carme Oriol: Cuentos populares con protagonistas activas: La cara más desconocida de la tradición ............................................................

17

María del Carmen Atiénzar García: La narradora tradicional en su contexto: Memoria, tradición y arte narrativo .....................................

33

José Manuel de Prada-Samper: Serena Renier, una narradora del Karoo surafricano ...............................................................................

49

María Victoria Navas Sánchez-Élez: Reparto de papeles en la transmisión oral desde el punto de vista del género ......................................................

63

Cristina Lavinio: Narración oral en femenino ..........................................

71

Montserrat Palau: Narraciones de vida orales de mujeres y estrategias discursivas .........................................................................................

93

Virginia Acuña Ferreira: Características de las historias de las mujeres en la conversación coloquial ........................................................................... 109 María M. García Lorenzo: El empoderamiento de las narradoras póstumas: El caso de Mujeres Desesperadas ........................................................ 135 M.ª Teresa Navarro Salazar: Narración y narradoras en la ópera del siglo xix... 155 Helena Rodríguez Somolinos: Espacio público y privado en la poesía femenina griega .................................................................................. 175 Caterina Valriu Llinàs: Mujeres que cuentan cómo contar: los manuales sobre narración oral escritos por narradoras ......................................................... 187 Arantzazu Fernández Iglesias: Las historias de Virginia Imaz ................ 203 7

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Juan Pérez Andrés: Actrices que cuentan cosas. Las mujeres en el último Teatro di narrazione italiano ............................................................................ 217 José Manuel Pedrosa: La pastora Marcela, la pícara Justina, la necia Mergelina: Voces, cuerpos y heroísmos femeninos en el Barroco ................... 231 Anexo.  Mesas redondas ..................................................................... 271 Narradoras y construcción del personaje escénico ............................................ 273 Narradoras y repertorio ............................................................................. 287

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La pastora Marcela, la pícara Justina, la necia Mergelina: voces, cuerpos y heroísmos femeninos en el Barroco1 José Manuel Pedrosa Universidad de Alcalá [email protected]

Resumen

Abstract

Análisis de tres personajes femeninos de la novela española de comienzos del siglo xvii. Y de las actitudes de cada una de ellas frente al cuerpo y a la condición de la mujer. Entre otras ideas, se concluye que La pícara Justina era una mujer lesbiana, no una prostituta viajera, como ha sido generalmente interpretada por la crítica.

Analysis of three female characters in the Spanish novel of the early seventeenth century. And of the attitudes of each towards the body and the status of women. Among other ideas, it is concluded that La pícara Justina was a lesbian woman, not a traveling prostitute, as has generally been interpreted by critics.

Palabras clave

Keywords

Cervantes. Pícara Justina. Marcos de Obregón. Lesbianismo. Cuerpo. Heroísmo.

Cervantes. Pícara Justina. Marcos de Obregón. Lesbianism. Body. Heroism.

La pastora Marcela de Cervantes: heroína de cuerpo cerrado y no penetrado Cuando se aborda la cuestión de los conflictos de género en la literatura española de los Siglos de Oro, lo más socorrido es señalar a la pastora Marcela de los capítulos I:12-14 del Quijote. Sus vehementes alegatos en defensa de su libre albedrío y de la soltería elegida por ella como estado vital, y su repulsa del acoso a que le someten los jóvenes varones de su entorno, se han tenido por hitos señaladísimos y casi fundacionales de la ideología feminista moderna. La pastora Marcela es además, según espero probar en un artículo que será comAgradezco su ayuda y orientación a José Luis Garrosa, David Mañero Lozano, Laura Puerto Moro, Jesús Suárez López, Francisco Ramírez Santacruz, Manuel da Costa Fontes, Marina Sanfilippo y Bárbara González Fernández. 1 

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plementario de este, un caso muy significativo, paradigmático, de lo que podríamos llamar cuerpo cerrado, y, más aún, cuerpo no penetrado, proclive al silencio esquivo, a la palabra muy (co)medida y al alimento frugal por arriba (por la boca), y casto o virgen por abajo (por el sexo). Lo cual sitúa a Marcela en la órbita de los cuerpos heroicos, puesto que el héroe y la heroína son sujetos que, mientras se halla activada su función épica, cumplen de manera general tales requisitos y mantienen sus cuerpos cerrados o casi cerrados, no penetrados. El discurso oral de la esquiva Marcela, breve, preciso, económico (mucho más que la farragosa y errática canción escrita por el finado pastor Grisóstomo y leída en su funeral), magistralmente argumentado y construido, adscribe además a la joven pastora a la categoría de los héroes dominadores del logos, del lenguaje co-medido y con-vincente (del latín convincĕre, compuesto de con- y vincĕre «vencer»), del verbo como estrategia de mediación, traducción, negociación del sujeto frente a los otros con los que comparte o disputa espacios y tiempos. (Más adelante constataremos que la pícara Justina encaja también dentro de tal categoría de heroínas dominadoras del logos, capaces de abrirse paso en un mundo hostilmente patriarcal gracias a su competencia lingüística superior a la de los varones). Piénsese, a título de paralelo heroico emblemático, en Odiseo, cuerpo cerrado y penetrador (no penetrado) por excelencia. Porque guardó cauto silencio mientras iba dentro del caballo que penetró en la cerrada Troya, o mientras el cíclope ciego (cuyo ojo había él penetrado y cegado) lo buscaba a tientas (para penetrar en sus carnes y matarlo, triunfos que no pudo lograr) dentro de su cueva; porque ejerció el comedimiento verbal cuando el mismo cíclope le preguntó por su nombre y él respondió esquivamente que se llamaba «Nadie», o cuando regresó a Ítaca disfrazado de mendigo parco y prudente en sus palabras; porque no abrió la boca cuando se abstuvo de comer el alimento emponzoñado con que Circe convirtió en bestias a sus compañeros de expedición; y porque clausuró su epopeya cuando, al cabo de veinte años, volvió a unirse (abriendo sus cuerpos: penetrando él y siendo penetrada ella) con su esposa Penélope. Biografía épica, la de Odiseo, que, para corroborar todo lo dicho, había quedado transitoriamente en suspenso en los períodos en que él había estado adúlteramente unido (activando la apertura de cuerpos) con las encantadoras Calipso y Circe. El gran Aquiles fue, en cambio –y discúlpese que extienda un poco más este excurso–, un héroe menos épico y más trágico que Odiseo, porque, aun232

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que abrió heroicamente con su lanza los cuerpos de tantos guerreros enemigos, no fue él quien penetró en el espacio cerrado de Troya (fue Odiseo quien abrió aquel recinto, con la invención del caballo falaz), y su propio cuerpo fue al final fatídicamente abierto (a través de su frágil talón) y penetrado por la flecha de Paris. En un registro más cercano a nuestra cultura y literatura áureas, podría argüirse que don Quijote sería paradigma (paródico y carnavalesco, claro) de cuerpo cerrado, con su boca silenciosa (excepto cuando sufre raptos de locura) y frugal, y su sexo inactivo; mientras que el Sancho de verbo y apetito incontinentes, además de casado y con hijos (y con fantasías presuntamente zoofílicas en algún episodio de la novela) sería ejemplo obvio de cuerpo abierto2. Las escritoras Teresa de Jesús, María de Zayas y Juana Inés de la Cruz son, cada una en registros diferentes, otros nombres que suelen ser citados cuando se habla de la defensa del estatus de la mujer en una época y una cultura que se encontraban aplastadas bajo el peso de una misoginia abrumadora. También es citada como enseña del feminismo, aunque menos –porque es referente menos leído y menos conocido–, la joven protagonista de La pícara Justina, novela que fue publicada en 1605 (el mismo año en que vio la luz la primera parte del Quijote), atribuida a un Francisco López de Úbeda que no se sabe si es nombre legítimo o seudónimo del autor. En este artículo me propongo enfrentar a la ingeniosa, insumisa, temperamental, dueña de su voz y de su cuerpo, casi siempre (con)vincente, Justina, no solo con la Marcela cervantina conocidísima ya para todos, sino también con otro personaje femenino en el que casi nadie ha reparado, y que actúa, en otra novela picaresca algo posterior, como su opuesto absoluto: la doña Mergelina de los descansos I:2-6 de las Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón (1618) de Vicente Espinel. Una mujer de la burguesía madrileña (Justina era rústica de un pueblo leonés), sedentaria (Justina no deja de viajar por su provincia), necia, inculta, sugestionable, voluble, pasiva, nada poeta y narradora mediocre, de cuerpo enajenado, derrotada, enamorada de un barberillo sarnoso con el que ni siquiera alcanza a consumar el adulterio y sometida, en fin, a la autoridad de un marido que no es menos necio e incapaz que ella misma. 2  Véase, sobre los conceptos de cuerpo abierto y de cuerpo cerrado, Pedrosa (2003). Y sobre las posibles fantasías zoofílicas de Sancho, Pedrosa (2000).

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Me propongo desarrollar esa comparación analizando, muy en concreto, los modos de hablar (y de callar), de narrar (y de escuchar), de protestar (y de obedecer) que caracterizan a cada una de ellas. Porque, en la España de aquella época, la personalidad y el estatus de cada mujer dependían más de lo que ella alcanzaba a hablar que de lo que le era permitido hacer. De hecho, hacer por su cuenta y riesgo se le permitía poco, y las obediencias y las disidencias femeninas debían manifestarse, cuando algún resquicio lo hacía posible, por la vía principal de la voz. Dicho de otro modo: era difícil que una mujer pudiera poner en práctica, en aquel tiempo, acciones de disidencia frente a la autoridad abusiva de la familia patriarcal y de las instituciones; y no era nada fácil que pudiera pasar, y eso si hacía acopio de valentía y obstinación, de la mera protesta verbal y testimonial. El estatus femenino más común era el de callar, escuchar y obedecer. Del contraste entre la muy bien habladora (y poco escuchadora y de carácter dominante) Justina y la muy mal habladora (y muy escuchadora y sumisa) Mergelina espero que salgan bien destacados los rasgos de originalidad de la novela de López de Úbeda, y del convencionalismo relativo que caracteriza a la novela de Espinel. Adelantemos ahora, apurando el correlato con la heroína de Cervantes, que la pastora Marcela muestra tener el cuerpo cerrado por arriba (es de habla esquiva y medida) y por abajo (es obstinadamente virgen); que Justina tiene el cuerpo abierto por arriba (es extraordinariamente locuaz y voraz en relación con los alimentos y bienes ajenos) y probablemente por abajo, porque se jacta de virgen, pero algunos episodios de su autobiografía picaresca insinúan relaciones sexuales con otras mujeres, y además se casa al final con un hombre, aunque en la noche de bodas se duerme antes de tener relaciones sexuales con él; Mergelina, en fin, tiene el cuerpo abierto por arriba (es indiscretamente locuaz en relación al indigno barberillo del que se enamora) y por abajo (está casada, y quiere tener, aunque no logra consumarla, una grotesca relación adúltera con el barberillo). Conforme al simbolismo que emana de la apertura o cerrazón de sus cuerpos respectivos, a Marcela la podríamos clasificar como heroína cercana a las épicas; a Justina como ambigua, conflictiva, paródica heroína picaresca (categoría extraña, difícil de acotar, que nos obligará a cierto despliegue argumentativo en las páginas que siguen); y a Mergelina como ridícula figura cómica, que no llega ni a la condición de anti-heroína. Y aún más: Marcela es mujer que defiende la libertad personal de pensamiento y de acción, en el terreno de las relaciones amorosas y en todos los 234

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demás; Justina defiende también su libertad sexual personal, y se jacta de tener relaciones de dominación hacia otras personas, por lo general mujeres, aunque cuando se casa confiesa que una de las razones para esposarse es el placer de tener a un hombre sumiso a su servicio; el discurso de Mergelina es, en fin, un discurso de sumisión –casi enfermizo, casi masoquista– a los hombres. Justina: cuerpo hablador, y cuerpo bailador-penetrador con la moza montañesa La pícara Justina es una novela muy infravalorada, mucho menos leída, estudiada e interpretada de lo que debería, y no del todo reconocida hasta hoy como lo que es: uno de los experimentos narrativos (e ideológicos) más innovadores, atrevidos y radicales, a la altura de los otros que con más originalidad y riesgo jalonaron la prosa española de su época: La Celestina (permítaseme considerar prosa a un texto que es también teatral), La lozana andaluza, el Lazarillo y el Quijote. En contra de La pícara Justina ha jugado siempre su estilo conceptuoso, recargado y retorcido, muchas veces críptico, que dificulta la lectura, oscurece el sentido de no pocos de sus pasajes y alienta las interpretaciones divergentes. Hasta el extremo de que algunos críticos, como Menéndez Pelayo, han querido ver en ella –haciendo gala de poca o ninguna agudeza– una violenta prédica misógina, mientras que otros, como su editor más reciente y exigente, David Mañero Lozano, la han considerado todo lo contrario, un libro que ensalza y reivindica la condición de la mujer3. En relación con la cuestión del género, yo iría aún más lejos que Mañero Lozano, y diría que La pícara Justina es obra no solo fervientemente comprometida en la defensa de lo femenino, sino también feminista en el sentido más ideológico y combatiente del término, incluso furiosa y violentamente antimachista y anti-patriarcal. Mucho más que los tres capítulos que en el Quijote ensalzaban a Marcela, cuyo feminismo resulta algo impostado bajo su tópico disfraz de pastora, y bastante poco veraz por operar dentro del atrezzo recargadamente bucólico de que se rodea. Lo que yo creo que se puede descifrar del apabullante léxico erótico que hay diseminado por toda su novela, y de la lectura muy atenta y desprejuicia3  Véase el detallado estado de la cuestión que traza Mañero Lozano en el epígrafe «El personaje femenino como protagonista de la novela picaresca», en su edición de López de Úbeda (2012: 53-82).

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da de muchos de sus episodios es, en esencia –y sintetizo en este párrafo todo lo que va a ser este artículo–, que Justina es una mujer lesbiana, montañesa del apartado pueblo leonés de Mansilla de las Mulas, que va saltando de una romería a otra dentro de su provincia porque las romerías eran espacios de socialización festiva y de transgresión carnavalesca en que intimaban personas de ambos sexos, pero que se hallaban bajo el control ideológico y ritual de las mujeres, que eran las pretendidas a cuyos dominio y selección se plegaban los varones pretendientes. En la ocasión en que visita Justina la capital, León, no encuentra las jóvenes lozanas que poblaban las aldeas, sino viejas decrépitas a las que aprovecha para expoliar, antes de regresar con alivio y gozo a la vida rústica. Es por ello que La pícara Justina puede ser considerada, también, una alabanza de la vida plácida y natural de la aldea –tópico muy arraigado en nuestros Siglos de Oro, aunque venía por lo menos de Horacio– frente a la vida confusa y caótica de la ciudad. Mi interpretación choca de frente, por supuesto, con la de los críticos que han visto en Justina a una lasciva prostituta ambulante que anda por ahí en busca de hombres. Pero lo cierto es que no hay en la novela un solo episodio que la muestre manteniendo relaciones sexuales explícitas, por dinero, por gusto o por fuerza, con varones –y no le faltan, desde luego, candidatos acosadores–; y sí muchos en que ella muestra su desdén o repulsión sexual hacia los hombres, o en que le interesan como víctimas solo de sus temibles pullas verbales y de sus mañas expoliadoras. Ni siquiera en su noche de bodas llega a tener Justina relaciones sexuales con el estrafalario marido con el que se casa para, según confesión propia, poderse librar de la tiranía a la que la tenían sometida sus brutales hermanos, claro, y para poder seguir teniendo bajo su control su singularísimo concepto de la virginidad. Lo que en el episodio de la pastora Marcela de Cervantes es distante y poco verosímil alegoría se resuelve, en La pícara Justina, en crudo y ácido realismo, en una etnografía desnuda y pesimista de una sociedad que asentaba sus brillos imperiales sobre unos valores sociales absolutamente desquiciados y sobre unas desigualdades e injusticias lacerantes, que tocaban a la cuestión del género y a todas las demás, y se cebaban muy especialmente contra las mujeres. Justina se pronuncia, hablando (porque su arma es únicamente la palabra), contra todo y contra todos, pero muy especialmente contra los hombres, y despliega frente a ellos un verbo y unas mañas picarescas con los que se permite al principio unas pocas derrotas tácticas, que van, a medida que tiene ocasión de perfeccionar sus 236

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artes verbales (que son también habilidades sociales), tornándose en triunfos tanto de sí misma como de su condición, ingenio y lenguaje femeninos. Porque, aunque Justina tiene también a mujeres oponentes (como la Sancha Gómez, vieja y gorda del libro II, iii, y la vieja hechicera morisca del libro II, iv; capitalinas de León las dos), se trata de contrarias inocuas, muy decaídas e indefensas, a las que Justina se limita a engañar y expoliar. La mayor (y más activa, recalcitrante y peligrosa) parte de sus oponentes son varones fuertes y agresivos, casi todos con libidinosas ansias penetradoras, y las victorias de ella sobre ellos son, antes que ninguna otra cosa –porque ella bien se cuida de proclamarlas como tales–, victorias del género femenino sobre el masculino. Con sus sofisticadas mañas verbales se las arregla Justina, de hecho, hasta para desmentir a la voz narrativa (voz que parece de varón, aunque no se identifique como tal) que hace, al principio de la novela, esta presentación insincera e irónicamente plegada a los más manidos tópicos misóginos (con el presumible fin de justificarse ante la censura institucional y la opinión vulgar) de su biografía: En este libro hallará la doncella el conocimiento de su perdición, los peligros en que se pone una libre mujer que no se rinde al consejo de otros; aprenderán las casadas los inconvenientes de los malos ejemplos y mala crianza de sus hijas; los estudiantes, los soldados, los oficiales, los mesoneros, los ministros de justicia, y, finalmente, todos los hombres, de cualquier calidad y estado, aprenderán los enredos de que se han de librar, los peligros que han de huir, los pecados que les pueden saltear las almas. Aquí hallarás todos cuantos sucesos pueden venir y acaecer a una mujer libre; y, si no me engaño, verás que no hay estado de hombre humano, ni enredo, ni maraña para lo cual no halles desengaño en esta lectura (López de Úbeda, 2012: 184-185).

Lo cierto es que en La pícara Justina no hallará el lector la lección que anuncia esta adusta voz prologal, sino más bien lo contrario: quien transita por la novela no es una mujer perdida, sino una heroína ganadora; no una pecadora desdichada y arrepentida a quien veamos caer en la condenación por culpa de la liberalidad de sus costumbres, sino una mujer feliz, risueña, satisfecha de sí misma, a la que vemos abrirse paso, gozar y medrar en un medio muy hostil gracias a su ingenio superior y a su insolente capacidad para nunca plegarse a las violencias lingüísticas y físicas que los varones pretenden perpetrar contra ella. Una mujer que, a sus gracias físicas, sumaba otras aún más determinantes: sus habilidades intelectuales, que se sustanciaban en su gran 237

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habilidad para «dar apodos» (es decir, en su dominio de la voz oral) y en su extensa cultura libresca, que no era nada común –y funciona, por ello, de un modo un tanto forzado y poco verosímil en el engranaje de la novela– entre las mujeres de condición humilde y de extracción rural de su tiempo: Justina fue mujer de raro ingenio, feliz memoria, amorosa y risueña, de buen cuerpo, talle y brío; ojos zarcos, pelinegra, nariz aguileña y color moreno. De conversación suave, única en dar apodos, fue dada a leer libros de romance, con ocasión de unos que acaso hubo su padre de un huésped humanista que, pasando por su mesón, dejó en él libros, humanidad y pellejo. Y ansí, no hay enredo en Celestina, chistes en Momo, simplezas en Lázaro, elegancia en Guevara, chistes en Eufrosina, enredos en Patrañuelo, cuentos en Asno de oro; y generalmente, no hay cosa buena en romancero, comedia, ni poeta español cuya nata aquí no tenga y cuya quinta esencia no saque (López de Úbeda, 2012: 188-190).

Esas y muchísimas otras lecturas y erudiciones se traslucen, en mezclas y citas a veces muy recargadas, en los parlamentos de la pícara Justina, quien no deja de recurrir a ellas y a un sinfín más de fábulas y apólogos clásicos, libros de emblemas, y refranes y cuentos folklóricos, en asombrosa exhibición de su versátil cultura, que cubre desde lo más elitista hasta lo más llano. Porque Justina es, con diferencia, la fémina literaria de cultura más amplia y rica, la heroína más y mejor dominadora del logos, de todo nuestro Barroco. Una suerte de sabia doncella Teodor (personaje al que ella parafrasea en algún momento, como enseguida comprobaremos), pero a lo pícaro y hampón. En una de las secciones todavía iniciales de su autobiografía, cuando está dando cuenta de cuál era su linaje (ínfimo y pintoresco, rigurosamente antiheroico, como suele ser el linaje del pícaro), pronuncia Justina una frase crucial dentro de la trama del libro: Mas ¿qué hago? ¿Historia de linaje (y linaje proprio) he de escribir? ¿Quién creerá que no he de decir más mentiras que letras? (López de Úbeda, 2012: 312).

No se trata de una frase dirigida inocuamente por un personaje a otro personaje, sino de un guiño maliciosamente intencionado del personajenarrador al sujeto lector. Y en ella queda fijado (o más bien impuesto) el pacto –todo es historia, y al mismo tiempo todo es mentira, o, si se quiere, todo es ficción– de la relación que ligará a ambos. Porque, a partir de esa frase, y hasta las últimas páginas de la novela –incluidas aquellas en que Justina se 238

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jacta de llegar virgen al matrimonio, aunque advierte enseguida de que ese es un estado cuyo diagnóstico está a expensas de las mañas de la mujer–, el lector queda enterado de que está tan a merced de las trapacerías verbales de la pícara como lo está cualquier otro de los personajes que se cruzan en su camino. Justina no es solo voz activa, inventiva, mañosa, dominadora y dominante; es también cuerpo exultantemente móvil, dúctil, significante, sometido en todo momento a su propio control y absolutamente rebelde al control de los demás. El de Justina es, también, el cuerpo femenino más libre y transgresor del que nos ha dejado noticia la cultura del Siglo de Oro. Empezando porque todas las (anti)virtudes de que se jacta –saltadera, brincadera, bailadera, gaitera– tienen, solapadas a sus llanas denotaciones musicales y coreográficas, connotaciones inequívocamente (y activa, no pasivamente) sexuales: ¡Ay, hermano lector! Iba a persuadirte que no te admires si en el discurso de mi historia me vieres, no solo parlona, en cumplimiento de la herencia que viste en el número pasado, pero loca saltadera, brincadera, bailadera, gaitera (López de Úbeda, 2012: 338-339).

No es el objetivo principal de este artículo –lo será de otros, espero– analizar el densísimo lenguaje erótico que impregna toda la novela protagonizada por Justina. Pero el que saltar, brincar, bailar y ser gaitera sean eufemismos conocidísimos de tener ansias y relaciones sexuales es solo un atisbo del trabadísimo y sofisticadísimo juego de polisemias picantes que da cimiento a todo el colosal edificio narrativo construido en torno a la pícara. Hay episodios, como este del libro II, i, 1, que, cuidadosamente leídos, nos permiten hacernos mejor idea de a qué tipo de goces eróticos era más proclive la desenfadada Justina: Yo digo de mí que en el tiempo de mi mocedad quise más un pandero que a sesenta almas, porque muchas veces dejé de hacer lo que debía por no querer desempanderarme. Dios me perdone. Con un adufe en las manos, era yo un Orfeo, que si dél se dice que era tan dulce su música que hacía bailar las piedras, montes y peñascos, yo podré decir que era una Orfea, porque tarde hubo que cogí entre manos una moza montañesa, tosca, bronca, zafia y pesada, encogida, lerda y tosca, y cuando vino la noche ya la tenía encajados tres sones, y los pies (con traerlos herrados de ramplón, con un zapato de fraile dominico) los meneaba como si fueran de pluma; y las manos, que un momento antes parecían trancas de puerta, andaban más listas que lanzaderas (López de Úbeda, 2012: 419-420).

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Denso, sugerente, crucial episodio. Primero, porque, en aquel tiempo, pandero era eufemismo, muy común, de placer desmedido y pecaminoso – había un refrán vulgar que decía que «a la mujer loca, más la agrada el pandero que la toca» (Correas, 2000: 19, núm. 352)–, y también de coño (hoy pandero es más bien sinónimo de culo); y, estar empanderada, de lo que hoy podríamos decir, muy vulgarmente, estar encoñada. Cuando, en el episodio final de la novela, Justina se casa por sorpresa con un marido manso e inútil (las «armas» que le adornan estarían hechas, si acaso, de la materia del cuerno) para poder librarse de la dictadura feroz de sus hermanos, se congratula con estas palabras, que identifican clarísimamente su pandero con su coño: «Con esto, y con ver que mi pandero estaba en tan buenas manos como las del hombre de armas, no boquearon palabra, sino que vomitaron hasta el postrer maravedí de mi hacienda». Tal asociación eufemística era del todo común en su época. Baste evocar, para atestiguarlo, aquella seguidilla popular anotada en torno a 1600 que rezaba: Eras puta aprobada del tiempo viejo, si quieres que te hode, rapa el pandero (Alzieu, 1983: 270, núm. 8).

No menos reveladora es esta otra cancioncilla, que a su muy insinuante «panderico» suma el baile (erótico), los cascabeles (testículos), el parche (virgo) y el «dale» (actúa, hazlo, empuja). Fue engastada traviesamente por el gran Lope de Vega dentro de El valeroso catalán: Mozuela del baile, toca el panderico y dale, porque suen[e]n los cascabeles, hasta que se rompa el parche. ¡Dale, dale, dale4!

En la canónica antología de Poesía erótica del Siglo de Oro (1983) de Pierre Alzieu, Robert Jammes e Yvan Lissorgues, cuentan con entradas propias (que remiten a innumerables, pintorescos, asombrosos paralelos con notorios dobles sentidos sexuales, que no tenemos espacio para reproducir aquí) las voces salto, brincar, bailar, pandero (con el sentido de «coño»), coger, encajar y encaje (con el 4  Frenk (2003: núm. 1471 bis). Sobre el simbolismo genital (testicular) de los cascabeles, véase Pedrosa (1998-2001).

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sentido, obviamente, de «penetrar») son, pie, zapato, menear, pluma y lanzadera, todas las cuales se hallaban incrustadas dentro de nuestro breve pero intenso párrafo de La pícara Justina. Falta añadir –porque no está indexada en la antología mencionada–, que la gaita era y es eufemismo muy común del falo, aunque el ser gaitera era y sigue siendo sinónimo de mujer desinhibida y lujuriosa en sentido general, o de mujer que toma la iniciativa en los asuntos carnales: Una vieja no muy vieja, después de vieja gaitera, quiere que le hagan la falda rota por la delantera (Suárez López, 2005: núm. 586).

Más: el coger entre manos es también eufemismo más que evidente de tomar la iniciativa en una relación sexual. Mientras que el encajar tres sones es insinuación de haber realizado, desde que empezó aquella agitada tarde hasta que llegó la noche, tres coitos, en los cuales la inexperta pupila habría aprendido de su maestra –experta saltadera, brincadera, bailadera, gaitera, no lo olvidemos– a liberar sus pies del constreñimiento de sus zapatos (símbolos de represión o desactivación sexual5) y sus manos del agarrotamiento de las no iniciadas, para moverlas como si fueran ágiles lanzaderas de telar: recordemos que todo el campo léxico y conceptual del tejer y el hilar, con la lanzadera incluida, tenía intensísimas connotaciones sexuales en la época6. Aún se puede añadir más: la lección de baile que dio aquella Justina loca por los panderos (por los coños) a su pupila montañesa tiene todos los visos de haber sido no solo lección de tórrida y apasionada iniciación venérea, sino también de sometimiento sexual, puesto que fue Justina (la persona activa) la que encajó los «tres sones» a la pupila montañesa (la persona pasiva), y no al revés. La constatación de la apretada red de dobles sentidos erótico-genitales que late en el episodio del baile con la moza montañesa nos obliga a interpretar bajo una luz nueva la confesión que hace Justina de que aquel alegre y desinhibido encuentro fue pecado de una mocedad-juventud en que ella había vivido más pendiente de los panderos (coños) que de ninguna otra cosa. Lo remacha con ese «Dios me perdone», desde luego que insincero y rutinario, Véase al respecto Pedrosa (2008 y 2013). Sobre la cuestión existe una bibliografía muy nutrida, de la que entresaco estas entradas: Fontes (1984, 1985 y 2002); Deyermond (1977 y 1999), y Masera (1999). 5  6 

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con que cierra su confesión, como si tuviera conciencia de que lo que estaba admitiendo era pecado. Y de los graves, porque con los muchos que cometió a lo largo de su vida, muy pocas veces se acordó de pedir perdón a Dios. No sería, por otro lado, aquella moza montañesa la única joven cuyo cuerpo sacó Justina de la inactividad o entumecimiento físico, emocional y sexual a lo largo de su intensa carrera. Porque, al recordar aquel lance juvenil, confesaba la pícara que «en el tiempo de mi mocedad quise más un pandero que a sesenta almas, porque muchas veces dejé de hacer lo que debía por no querer desempanderarme». Admisión de pecaminosa reincidencia («muchas veces dejé de hacer lo que debía») en aquellos goces panderescos. Que son –y ese es un detalle absolutamente crucial– los únicos de todo el libro que Justina manifiesta buscar de manera activa, deliberada, movida por el puro afán de placer. El extremo opuesto a sus tratos con los hombres con que se cruzaba, marcados siempre por la violencia que ellos querían imponer y por el asco y la repulsión con que ella reaccionaba. La complicidad afectiva y la cercanía sexual con otras mujeres se halla insinuada en otros capítulos de la novela. Así, el Libro II, i, 1 nos sitúa en una romería en que la protagonista está a punto de caer en la depresión porque resulta derrotada en un torneo de pullas que mantiene con unos cuantos de sus primos y primas. Para no «dar en la secta de melancólica, que es la herejía de la picaresca», es decir, para no caer en la depresión inmovilizadora, y poder seguir moviéndose sin desmayo, Justina acude al baile, espacio en el que –reputada «princesa de las bailonas y emperatriz de los panderos», con todas las equívocas acepciones que a tales títulos se podían asociar– nadie podía hacerle sombra: En resolución, como me vi sola y a peligro de dar en la secta de melancólica, que es la herejía de la picaresca, determiné de irme al baile, dando dos higas al tiempo y otras tantas a la mudanza, y cuarenta mil a quien mal le pareciese. Senteme entre una camarada de pollas que estaban en espera aguardando el brindis de los bailones. La moza que almohazaba el adufe hasta que yo llegué había ido viento en popa, mas, en llegando yo, parece que reconoció ser yo la princesa de las bailonas y emperatriz de los panderos, y luego me rogó que le templase y pusiese en razón. Yo me hice de rogar, como es uso y costumbre de todo tañedor, mas al cabo hice su gusto y el mío. Toqué el pandero y canté en falsete unas endechas que yo sabía muy a propósito de mis sucesos (López de Úbeda, 2012: 468).

Estamos ante otro episodio de insinuante doble sentido erótico, si se tienen en cuenta las consabidas ecuaciones baile (encuentro sexual), pandero (coño) y 242

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templar (y tañer y tocar como tener contacto sexual con alguien), y no digamos ya la bien explícita declaración de que el acercamiento de Justina a aquella mujer que le cedió su pandero sirvió para hacer su gusto y el mío. Añádase el comentario introductorio de que la desinhibida Justina daba «cuarenta mil [higas] a quien mal le pareciese» todo aquello, y el remate de que «toqué el pandero y canté en falsete», advertencia de la doble lectura (la llana y la en falsete, es decir, la figurada) en que se puede interpretar el episodio. Ya hemos señalado que algunos críticos han considerado a Justina una prostituta ambulante (víctima pasiva de los hombres, por tanto) que buscaba el trato varonil en las romerías que se celebraban, cada poco, en los pueblos y aldeas leonesas. Pero hay que insistir en que no hay en la novela ningún episodio que muestre a Justina buscando ni teniendo relaciones sexuales explícitas, por dinero o por placer, ni siquiera por fuerza –y no faltan los intentos de violación en su currículum– con ningún hombre. Ni siquiera con el estrafalario marido con el que al final se casa. Leamos con cuidado, para corroborarlo, este pasaje en que sus pasos se cruzaron con los de un leonés insolente echador de pullas, que ella se temía que fuera «uno de los que buscaban caballo» (cabalgar, poseer sexualmente): Sucedióme también un buen chiste, y fue que me dijo un leonés, viendo que yo miraba a aquellos caballos forasteros: –¿Qué mira, señora hermosa? ¿Espantase de que haya en León gente de a caballo? A fe, señora, que, si hubiera en León caballos, que hubiera muchos caballeros. Mira, por tu vida, qué querías que le respondiese, sino un ¡arre allá! Pero dejele, porque me dejase; que, según vi en él, era uno de los que buscaban caballo y pudiera ser que me cayera a cuestas la respuesta y el ¡arre allá! (López de Úbeda, 2012: 580).

El episodio es breve pero muy significativo, porque muestra a Justina no como prostituta al acecho de posibles clientes (y aquel leonés insolente estaba más que dispuesto a cabalgarla), sino como todo lo contrario: como mujer que rehuía firme y desdeñosamente el trato sexual con los hombres. Conviene introducir aquí algunas precisiones acerca de las romerías7 que Justina frecuentaba de manera alegre y compulsiva, buscando en ellas el placer 7  Sobre las romerías como espacios de libertad femenina hay una bibliografía importante, que aparece relacionada en Altamirano (2009).

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que parece que no encontraba en otros lugares. Las romerías eran espacios muy significativos de sociabilidad transgresora y carnavalesca, propicia a los intercambios amorosos y sexuales en que la mujer no estaba sometida forzosamente al varón, sino en pie de igualdad e incluso de dominio con respecto a él, puesto que en tales marcos rituales actuaban ellos como los pretendientes y ellas como las pretendidas. Las romerías se celebraban en el campo, extramuros del pueblo o de la aldea, lejos de las miradas escrutadoras, los poderes y las censuras institucionales –por ello fue que hubo tantas censuras, execraciones e incluso prohibiciones de romerías en la España del Antiguo Régimen–. La disposición espacial de las romerías era, en realidad, la de círculos más o menos concéntricos, regidos por un severo orden simbólico: en el anillo más interior se encontraba la ermita o santuario que servía de señuelo para la celebración religiosa que convocaba, en un principio, a los concurrentes; el círculo inmediato era el de las parejas ya casadas, familias, curiosos, visitantes, gorrones y pícaros que acudían a comer, beber y bailar festivamente, o a sacar o hurtar de allí lo que pudieren; el siguiente era el de los corros y grupos de jóvenes solteros vecinos y circunvecinos, ansiosos, por supuesto, de tener encuentros eróticos; y el último era el del campo abierto. Para los jóvenes solteros de ambos sexos que concurrían a la romería se convertía en el trámite más sencillo del mundo darse primero a los ritos del galanteo en el círculo de los amigos y, si la joven condescendía, retirarse después a algún prado, soto o sombra apartados para darse al goce erótico. En la romería, la mujer soltera tenía la opción de expresarse, cantar, bailar, reír, bromear, flirtear, consumar amores, ordenar, disponer, transgredir, desarrollar actitudes de desdén, selección y dominación eróticos con una libertad que resultaría impensable fuera de ese marco. Porque, de algún modo, la romería puede ser considerado un espacio de transgresión festiva controlado por las jóvenes solteras, mientras que los carnavales son más bien espacios de transgresión festiva controlados por los jóvenes solteros. En la romería, el hombre se tenía que someter simbólicamente a la mujer a la que aspiraba a seducir, si ella se dejaba; en el carnaval, el hombre agredía simbólicamente (tiznándola con ceniza, golpeándola festivamente con una vara fálica, etc.) a la mujer sobre la que quería marcar o imponer sus pretensiones amorosas o sexuales. No debía ser fácil, en la España del Barroco, encontrar espacios y tiempos rituales propicios a la apertura de cuerpos, a los juegos de penetración, y a las 244

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posiciones de control y selección puestas en manos de las mujeres. Pero si alguno había –aparte de las fiestas de mujeres que se celebran tradicionalmente entre los días 2 de febrero, La Candelaria, y 5 de febrero, Santa Águeda– que se prestase más a ellos que los demás era, desde luego, el de las romerías. Bien lo sabría la expertísima saltadera, brincadera, bailadera, gaitera Justina, que gastó gozosamente su juventud en ir de una a otra. Si hubiere alguien a quien extrañare o escandalizare esta lectura (homo) sexual del episodio del baile de Justina y la moza montañesa, y de otros pasajes que hemos comentado de la novela, que sepa que las lecciones de baile no siempre han sido celebraciones de la pureza y la castidad, sino ocasiones ideales para el coqueteo y la conquista amorosos (puede leer, para empezar a ambientarse, El maestro de danzar de Lope y Calderón). Y que las relaciones (homo)sexuales entre mujeres han dejado trazas profusas y sugerentes (aunque por lo general muy sutilmente veladas) en nuestras literaturas del pasado8. Si las muchas pistas que hay sembradas en La pícara Justina apuntan hacia la interpretación (homo)sexual del personaje, y si mis deducciones no son, por lo tanto, erradas, la condición de lesbiana de Justina abriría horizontes nuevos a la interpretación de la novela, y obligaría a contemplar desde otra óptica la postura militantemente antimasculina de la protagonista; su obsesión por enfrentarse y derrotar siempre, dialécticamente, a los hombres; los equívocos que ella misma siembra en relación con su virginidad; y hasta su extraño matrimonio final con un hombre hacia el que no expresa –de cara al lector, por lo menos– ninguna palabra de afecto ni de amor, ni con el que conste que tenga relaciones sexuales. En este artículo que busca reflexionar acerca, esencialmente, del ars dicendi y del ars narrandi, y no del ars amandi de Justina, no vamos a poder dedicar muchas más reflexiones a sus preferencias sexuales. Pero no estará de más recordar aquí el modo en que el narrador presentaba a su criatura en los inicios de la novela: «de conversación suave, única en dar apodos, fue dada a leer libros de romance». Esta Justina intelectual y socialmente bifronte, ambigua, dúctil, polifacética, tan versada en el arte de la voz como en el de la letra (que era mucho más reducto de varones que de hembras), en lo oral como en lo escrito, cuadra muy bien con la Justina homosexual, Orfeo y Orfea, amante 8  Véanse al respecto todas estas obras, y las bibliografías a las que cada una de ellas remite: Queer Iberia (1999); Lesbianism (2000); y Lacarra Lanz (2009, 2010 y 2011).

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de mujeres y casada por interés con un hombre, que estamos desentrañando, dueña con-vincente (triunfadora) de un cuerpo que ella es capaz de orientar hacia donde quiere o hacia donde le conviene, aunque ello entre en contradicción o defraude las expectativas de los varones de su tiempo y plantee retos muy serios a los afanes hermenéuticos de los lectores y críticos de hoy. La multi-poli-semia del personaje, de su cuerpo y, en general, de la novela ha sido puesta de relieve, aunque con matices muy diversos, por todos los críticos. Habló Francisco Márquez Villanueva (1999: 366) de la «pérfida manipulación di- o multilógica del material lingüístico» que opera dentro de la novela, o, mejor dicho, dentro de las «dos novelas: la contada y la no contada pero omnipresente, la historia de la aldeana que va a la romería y hurta una burra y la de la más liviana de las rameras»9. Antonio Rey Hazas (2003) exploró a conciencia, por otro lado, su paradójica condición de putidoncella. Mientras que Gaspar Garrote Bernal (2008) ha situado al personaje, como prodigio de ambigüedad que es, en el interregno que va del pelo (la vagina) a la pluma (el pene). Justina: heroína movilizadora, y heroína cultural o civilizadora El episodio –en mi opinión crucial– de la apasionada lección de baile a la moza montañesa que se halla inserto dentro del libro II, i, 1 de La pícara Justina puede dar todavía, en el plano de la hermenéutica, muchísimo más de sí. Primero, porque la acción que ejecuta Justina de desbloquear y liberar el agarrotamiento de los movimientos y las emociones de la «moza montañesa, tosca, bronca, zafia y pesada, encogida, lerda y tosca» al inicio de la tarde, y entrenada, a las pocas horas, en el más agitado y tórrido (y sexual, si hacemos caso del léxico y los símbolos movilizados) de los bailes, es parte del más deliberado programa vital e ideológico de la pícara, para quien el movimiento y el baile eran sinónimos de libertad, de rebeldía ante el varón, de satisfacción personal y, desde luego, de actividad sexual. De hecho, la violenta imprecación contra los hombres que vamos ahora a leer se halla otra vez atravesada de innegables connotaciones (homo)eróticas, por más que la pícara haya antes Márquez Villanueva (1983: 431). También Zafra (2014: 489) incluye a Justina entre las pícaras que ejercen la prostitución, al lado de La Lozana andaluza (1528), La hija de Celestina (1612) –publicada con adiciones como La ingeniosa Elena (1614)– o Vida y costumbres de la madre Andrea (ca. 1650). 9 

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asegurado, con su habitual cinismo, que es paráfrasis de algunas de las doctas sentencias de la grave y célebre doncella Teodor: Y como sea natural el aborrecimiento desta servidumbre forzosa y contraria a la naturaleza, no hay cosa que más huyamos ni que más nos pene que el estar atenidas contra nuestra voluntad a la de nuestros maridos, y generalmente a la obediencia de cualquier hombre. De aquí viene que el deseo de vernos libres desta penalidad nos pone alas en los pies. Vean aquí la razón por que somos andariegas. Y la que hay para que seamos tan amigas de bailar es la siguiente: en el bailar hay dos cosas, la una es andar mucho, y la otra es alegrarnos mucho con el alegre son. Y como en el estar sujetas hay dos males, el uno estar atadas para no poder salir donde queremos, el otro estar tristes de vernos oprimidas; y tanto que no hay necio a quien no le parezca que hace suerte en decir mal de nosotras, como si fuéramos todas burras de venta y en mala feria, que para ser compradas hayamos de ser vituperadas. Y, como en el bailar hay dos bienes contra estos dos males, el uno el andar y el otro el alegrarnos, tomamos por medio estas dos alas para huir de nuestras penas y estas dos capas para cubrir nuestras menguas. Y esta es la causa porque somos tan amigas de la baila, que encierra dos bienes contra dos males (López de Úbeda, 2012: 426-427).

No es este el espacio que mejor se presta a una disertación extensa y compleja acerca de las funciones del moverse a sí mismo y del mover a los demás que son características de los héroes. Limitémonos a recordar que: El héroe se mueve a sí mismo, y mueve más y mejor las cosas (los dones) que el oponente, quien no sabe moverse a sí mismo y, por el contrario, inmoviliza, paraliza, desactiva la circulación de los dones. Por lo general, es el héroe quien se mueve, quien viaja, hasta el territorio del oponente (y no al revés).Y, cuando le toca escapar, sus movimientos son más rápidos y ágiles que los del perseguidor, cuyas potencias pierden efectividad fuera de los límites de su territorio. Al contrario de lo que sucede con el héroe, cuyo carisma épico se activa justamente cuando sale fuera de su territorio. Además, el héroe se nos presenta siempre como una especie de movilizador, de promotor de los movimientos económicos, como un sujeto capaz de impulsar los intercambios de bienes, de cultura y de personas que garantizan la pervivencia y el crecimiento de una sociedad. Frente a él se situaría el oponente, caracterizado como un confiscador, un acaparador, un inmovilizador de tales dones, como un sujeto especializado en desactivarlos y en mantenerlos en espacios estáticos, aislados de los circuitos de intercambio, incapaces de diseminarse como riqueza sobre el conjunto de la comunidad […]

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Otro caso bien conocido en el mundo de los cuentos: el de las princesas que se niegan o a las que los padres niegan la posibilidad de casarse, protegidas por prohibiciones, tabúes, puertas, candados, torres y murallas. Su estatus de inmovilidad, de inactividad, niega a la sociedad la posibilidad de la alianza matrimonial y, por tanto, de crecimiento y progreso para todos. Si su ejemplo cundiera, si la comunidad pudiera permitirse el lujo de mantener en su seno miembros inactivos –en términos de generación de alianzas y de producción de otros individuos–, la existencia misma de esa comunidad quedaría seria e inevitablemente amenazada. Por eso, los cuentos tradicionales han de terminar, indefectiblemente, con la recuperación de ese sujeto hasta entonces inútil, con su integración en el circuito de intercambios, con la boda que suma nuevos miembros activos y fecundos al patrimonio demográfico de la comunidad. Un caso parecido es el de las mujeres seducidas o raptadas por enanos, por gigantes, por delincuentes sexuales del tipo de Don Juan, que quedan o bien secuestradas en Castillos de Irás y no Volverás, o bien despojadas de su virginidad, faltas de honra ante el resto de la sociedad, recluidas en conventos que con el tiempo serán su tumba, inutilizadas o desactivadas como sujetos válidos y operativos para los pactos de parentesco, en detrimento de los derechos (consagrados por las normas distribuidoras del matrimonio) del resto de los varones de la comunidad. Cuando el héroe recupera a la princesa raptada por el gigante y custodiada en lo alto de una torre inaccesible, o cuando la rescata del país adonde la había conducido su raptor, o cuando elimina a éste para que no vuelva a comprometer el equilibrio demográfico de la comunidad, o cuando vence las reticencias y condiciones de la propia princesa para el casamiento, y acaba uniéndose con ella y engendrando en ella hijos (casando muchas veces, de paso, a su hermano o a su auxiliar con la hermana o con la criada de la princesa), está contribuyendo de manera decisiva a que toda esa comunidad perviva y prospere, a que sus miembros se muevan, circulen, se alíen, prosperen, produzcan (Pedrosa, 2005-2006: 220-222)10.

Es evidente que la moza montañesa –«zafia y pesada, encogida» al principio, y ligera como una pluma y rápida como una lanzadera de telar al cabo de la tarde– con la que Justina tiene un encuentro presumiblemente sexual, no era una gentil princesa que estuviera encerrada en ninguna torre. Pero sí era una mujer reprimida, inactiva o desactivada, antes de que fuese «cogida entre 10  Sobre el movimiento en la novela picaresca y en la barroca en general, puede verse Phillips (2013).

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manos» y de que Justina la «encajase» aquellos tres decisivos e iniciáticos «sones» que supusieron su despertar físico, emocional, sexual. Es obvio, por otro lado, que el final de lo que se insinúa como breve y apasionado encuentro homosexual en la España rural de los inicios del siglo xvii no podía ser –Justina no podía casarse con otra mujer– el matrimonio heterosexual con el que rematan los cuentos maravillosos protagonizados por príncipes movilizadores y princesas movilizadas. Pero el que Justina ponga tanto énfasis sobre su vocación andariega (y danzadera) y sobre su afán por poner en movimiento (y en danza) a una mujer como aquella moza leonesa con la que tuvo el trato más voluntario y feliz que confiesa en el libro, asigna a la pícara, de manera muy clara (y también muy irónica), a la larga parentela de los héroes y de las heroínas móviles y movilizadores. Una condición que tiene algo de iniciático y de la que ella se sentía plenamente consciente: Rica de sus despojos y ufana de mis trampantojos, se me puso en la cabeza salir de aldeana y montañesa y dar de hábito de ciudadana. Resolvime en dar una pavonada en la ciudad de León, por ver si se me pegaba en ella algo de lo civil, ya que de lo criminal yo era maestra (López de Úbeda, 2012: 543).

Interesantísima confesión, que sitúa a la aldeana Justina en una vía paralela, pero en un registro ideológico y moral opuesto, a los de don Quijote, quien quiso salir de su aldea para arreglar el mundo, no para terminar de desgraciarlo. El problema –para Justina– es que lo que encontró en la capital –mujeres viejas y decrépitas, que solo le sirvieron como víctimas de expolio– era muy distinto de lo que encontraba en las romerías de aldea –mujeres jóvenes y retozonas, aunque pobres–. Lo cual explica que se cansara tan pronto de la vida capitalina y se volviese, en cuanto se vio dueña de un buen caudal de reserva, al mundo rústico. La descodificación de las apetencias presuntamente homosexuales de Justina sitúa en tesituras significativas diferentes sus períodos de convivencia en la capital leonesa con la obesa Sancha Gómez y con la vieja hechicera morisca. Porque, aunque Justina se muestra más proclive a vivir cerca de mujeres que de hombres, solo es capaz de sentir repulsión frente a aquellas dos mujeres ancianas y carentes de atractivo, y no hace por ello el más mínimo intento de activar ni de desinhibir sus cuerpos, como había hecho, gozosamente, con el de la joven moza montañesa. Al revés: lo que hace Justina con las dos viejas es intentar desactivarlas y adormecerlas, para poder expoliarlas más a su antojo. Las dos ancianas operan en la novela, pues, como cuerpos no 249

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de mujer sino, más bien, de ex-mujer, y como oponentes inmóviles, improductivos, agotados, que tienen confiscados en sus lóbregas casas –como los dragones sus tesoros dentro de sus cuevas–, unos bienes que ellas no serán capaces ya de disfrutar ni de devolver a la circulación. Cuando Justina logra robárselos, da cumplimiento –de manera siempre paródica, claro– a la función heroica que consiste en sacar dones de espacios de clausura e inyectarlos en circuitos de consumo e intercambio activos. Nos queda una última glosa al episodio excepcionalmente relevante y polisémico del baile con la moza montañesa. Recordemos aquel símil de que: Con un adufe en las manos, era yo un Orfeo, que si dél se dice que era tan dulce su música que hacía bailar las piedras, montes y peñascos, yo podré decir que era una Orfea, porque tarde hubo que cogí entre manos una moza montañesa, tosca, bronca, zafia y pesada, encogida, lerda y tosca, y cuando vino la noche ya…

le había enseñado a mover los pies y las manos como nunca antes hiciera. Se las está dando Justina, aquí, de heroína eficazmente iniciadora, instructora, cultural, civilizadora, que deja a su paso, entre alguna gente que le importa, nociones y conocimientos no conocidos o experimentados antes. La comparación con Orfeo, héroe cultural por excelencia, modelo y maestro del arte de la música (y del lenguaje críptico del orfismo), no deja lugar a dudas. El héroe positivamente cultural suele ser la otra cara (por lo general contigua) del héroe violentamente épico. Pedagogo con quienes se hacen acreedores del beneficio de sus saberes, destructivo con sus oponentes. Moisés, ejemplo preclaro de héroe civilizatorio y legislador, además de incansablemente andariego, desveló la ley a quienes él quería (los judíos) y se enfrentó y destruyó a quienes señaló como enemigos (los egipcios), a pesar de que él era, en realidad, lo uno y lo otro. Justina, aunque se halle muy lejos de contarse entre la flor y nata de los héroes, fue, de algún modo, personaje liminal (entre la oralidad y la escritura, la aldea y la ciudad, la mujer y el hombre, Orfeo y Orfea), móvil y movilizador, pedagogo y destructivo por obra y gracia de su versátil dominio de la palabra, y no de la fuerza física. Una auténtica y cabal, absolutamente convincente (con todo lo que ello tiene de ambiguo, conflictivo, paradójico) heroína picaresca. 250

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Justina: heroína dominadora del

logos

y heroína traductora

Se ha señalado ya que si hay algo que caracteriza por encima de todo a Justina es su dominio inigualable del lenguaje oral y del escrito, puesto que igual se muestra improvisadora ingeniosísima de pullas y de versos que lectora impenitente o autora de su autobiografía novelada. Entre sus especialidades verbales no es casual que esté la adivinanza, que es la quintaesencia del discurso lógico tensado entre quien la propone y quien la contesta: la pura metáfora en busca de puro descifrado. De adivinanzas va, por ejemplo, el deslumbrante torneo verbal que mantiene, en una romería a la que concurre con unos cuantos primos y primas suyos, en el Libro II, i, 1: pregúnteles mil qué cosi cosi, y respondieron a todo como unos muletos de tres años. Pregúnteles cuál era la cosa de comer que, siendo carne, primero se cortaba el cuero que la carne; no dieron en ello. Díjeles que era la molleja del ave, y persinábanse de verbum caro como si relampagueara. Pregúnteles cuál era la cosa que con más carga pesa menos, pero dieron en ello como en la ciudad de Constantinopla. Uno dijo que era la porra de Hércules; otros, que era el caballo Babieca. ¡Tómame el tino! Y cuando los dije que era el cuerpo del hombre vivo, el cual, cuando está cargado de manjar, pesa menos que cuando está vacío de comida y muerto de hambre, por pocas se volvieran en matachines a puro espantarse de la sabia Justina. Y eran tan discretas mis primazas o, por mejor decir, tan buenas pagaderas, que me lo pagaban todo a golpes sobre mis espaldas. Hacían bien, que si yo lo quisiera entender, me decían que gracias tan mal recebidas las echase a las espaldas y al cabo del tranzado. En fin, ellas, tras cada gracia palmeaban las espaldas, como si el decir gracias fuera enfermar de tos, que se quita con golpe de espadas. Otras mil preguntas les hice de las muy perfiladas, así de motes, como de cifras y medallas, enigmas y cosicosas, mas para ellas era hablarles en arábigo (López de Úbeda, 2012: 456-457).

Pero no todo le fue bien a Justina en aquella romería. Acaso porque era todavía joven y en proceso de aprendizaje e iniciación, y porque se enfrentaba ella sola a un grupo nutrido de primos oponentes, el torneo de pullas fue poco a poco decantándose en contra de ella. Al cabo de uno de sus lances fracasados, mis invidiosas holgaban, la parentela reía, y todos daban las carcajadas que se pudieran oír en Cambox. Yo, como avecindada en la Corredera, quíseme

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vengar, y no fue poco ofrecérseme cómo responder, de manera que le reñí al tono que él me había reñido la castañeta soltera. En fin, yo saqué fuerzas de flaqueza… (López de Úbeda, 2012: 464).

El encadenamiento de pullas es denso y extenso, y no es posible reproducirlo aquí para que podamos apreciar sus mil y un matices y retruécanos. Baste decir que a Justina le salvó de una derrota humillante la buena suerte de que una mula se espantase y toda la concurrencia se viese obligada a dispersarse. Para consolarse, fue a tocar el pandero (tarea en la que encontró su gusto y el gusto de otra panderera rápidamente), en un corrillo de mujeres bailonas del que dimos algunos alegres y desinhibidos detalles páginas atrás. Otro de los repertorios en que se manifestaba la competencia lingüística superior de Justina era el del hablar de repente, tan relacionado con el arte de echar pullas. Mérito que ella atribuye a su condición femenina, pues estaba convencida de que la mujer era superior al hombre en el uso del lenguaje oral, como inferior era, según su apreciación, en el dominio del lenguaje escrito: Cuando las necesidades son repentinas, las mejores trazas y remedios son los que las mujeres damos; ca, así como el uso de la razón en nosotras es más temprano, así nuestras trazas son las que más presto maduran. Mil veces verás en los entremeses ofrecerse necesidad de trazas repentinas; y, por la mayor parte, las dan las mujeres, que son únicas para de repens. Es el discurso y traza de la mujer como carrera de conejo, que la primera es velocísima, o como envión de francés, que el primero es invencible. Esto quisieron decir los antiguos cuando pintaron sobre la cabeza de la primer mujer un almendro, cuyas flores son las más Tempranas. Decía un discreto: «Las mujeres, ¿por qué pensáis que hablan delgado y sutil y escriben gordo, tarde y malo? Yo os lo diré: es porque lo que se habla es de repente; y, para de repente, son agudas y subtiles; por esto es su voz apacible, sutil y delgada. Mas, porque de pensado son tardas, broncas e ignorantes, y el escribir es cosa de pensado, por eso escriben tardo, malo y pesado (López de Úbeda, 2012: 524-525).

La competencia lingüística y la capacidad para el repentismo y para la agresión verbal de Justina se hicieron tan famosas y temibles a lo ancho y largo de la geografía leonesa que en el libro II, ii, 1 de la novela encontramos una partida de estudiantes (gremio pullero y matrero, además de machista y misógino por excelencia) que ya habían sido burlados por ella y que, bien escaldados, prefirieron rehuir otro cuerpo a cuerpo verbal con la pícara. Repárese en la declaración que hace Justina aquí de que las mujeres «habla252

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mos tiple», que es sinónimo del «cantar en falsete» (hablar con doble sentido) que ya nos salió al paso: Aunque los estudiantes no se dignaban de vernos, nunca me faltó por el camino conversación de mujeres y espadachines, porque todo hombre o mujer que no fuese estudiante me decían una chanzoneta. Yo no la escupía, que las mujeres, si creemos a los maldicientes talmudistas, somos hijas de una flauta y un tamboril; y, así, salimos estrechas de pescuezo y anchas de cuerpo, y hablamos tiple. Si, entre chanzonetas y donaires venía de máscara alguna pulla, aunque fuese mayor de marca, la rebatía con la presteza posible y procuraba hacer el retorno con el mejor consonante que podía destilar mi alquitara. Esto de repens es como sale, aunque los buenos dichos de las mujeres, como son todo paja, son los que más presto salen al pelo del agua. De todas y todos me desquité; solo de un pícaro, medio estudiante, medio rufián, no me desquité, y no es mucho que una pelota se me fuese por alto, y aconteciome lo que cantó el poeta, que dijo: Quedose la respuesta en el tintero, que alguna vez se duerme el buen Homero. Así que este bribón inserto en escolar se llega a mí y, con la mayor socarronería del mundo, me miró en redondo con una sorna que entendí que me había de meter los ojos en el pulgarejo o comerme las tripas con los ojos. Ya que le iba a decir un poco de lo bien hilado, atajóme con quitarme el sombrero y hacerme una inclinación capital y comenzar a alabar mi talle, postura y cuello. Ya ven que una mujer alabada no tiene espada; y, si la tiene, no mata». ¿Qué había yo de decir a un hombre que me estaba loando, y qué no había de poder él decirme, usando de tan astuta invención? (López de Úbeda, 2012: 564-566).

El pícaro, que más adelante sabremos que se llama Marcos Méndez Pavón, ocupará un lugar destacado en los episodios siguientes de la novela. De hecho, él y el falso obispo de la Bigornia del libro II, ii, descuellan, dentro de su trama, como los oponentes masculinos más temibles de la pícara. Es significativo que ambos compartan frustradas ansias penetradoras: el obispo de la Bigornia porque Justina logra escabullirse de la violación que él quiso, tras secuestrarla, perpetrar contra ella; el pícaro Marcos porque no logró seducirla y se quedó con las ganas de poseerla, aunque Justina llegase a temer «que me había de meter los ojos en el pulgarejo». Aunque el primer enfrentamiento verbal con Justina se salda a favor de Marcos (pero solo porque él usa las argucias de alabar primero y de escabullir253

Mujeres de palabra: género y narración oral en voz femenina

se antes de recibir respuesta), el pícaro acabará siendo deshonrosamente derrotado, engañado y expoliado por la pícara, cuando los dos vuelvan a encontrarse y a medir sus fuerzas en un mesón leonés. Una derrota que resultaba previsible, a poco que se caiga en el nada inocente ni prometedor nombre de Marcos (cornudo, impotente, frustrado sexualmente11), Méndez (mendaz, falso) y Pavón (hueco y arrogante como un pavo) que honraba a aquel sujeto: Preguntóme: –Y, señora, ¿qué piezas son esas dos que lleva asidas al rosario? Respondí: –Señor, son unos agnusdéi. Él dijo entonces: –Eso no son ellos, juro a tal. –Pues, ¿qué son? –le repliqué yo. Él, entonces, comenzó a concertar su capa y poner el freno a punto de aires bola, para en acabando de decir su dicho, picar; lo cual hecho, me dijo: –Hermanita, estos son los sellos de las bulas de coajutoría que lleva para el canonicato del señor don Fulano, canónigo de León. Y señaló pieza no mala. Tan presto como lo dijo, se traspuso, de modo que, cuando me quise descargar, a uso del duelo picaral, no tuve con quien hablar, sino con su sombra y las pisadas del cuartago, y aun este parece que iba ufano de la pulla que me echó su amo, según iba coleando. ¡Tal fue su presteza! Quedé corrida, hecha una mona. Nada hubo allí bueno para mí, sino un rosicler que me dicen mis vecinas que me hacía no mala pantorrilla a la cara. Júreselas, y no me las fue a pagar al otro mundo. Acuérdate, y verlo has, que si él me glosó el agnus, iba a decir que yo le glosé el quitolis, pero no quiero, por el respecto de cosas santas, aunque es gracia sin perjuicio. Confieso que quedé picadilla, mas estos enojillos son agua de fragua y ceniza, que hace cala para que corte la espada. Este escolar era sobrino de un hermano de un cura rico de aquella tierra. Gran fullero, iba a jugar a León, por fama que tenía de que a las fiestas concurría gente del oficio brujular… (López de Úbeda, 2012: 565-568).

El episodio es de interpretación difícil y confusa, porque se nos escapan, posiblemente, alusiones y señales que en aquel tiempo, lugar y circunstancias pudieran significar más que ahora. Luc Torres (2011: nota 735), uno de los 11 

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Véase Alín (2004: 15-40).

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editores de la novela, ha interpretado, de manera seguramente atinada, que «el escolar le está diciendo a Justina que es la barragana del canónigo de León, porque lleva en el cuello unos agnus que parecen los sellos […] de las bulas que el Papa otorga a los coadjutores». Mentía el escolar fullero –si era eso lo que había querido decir–, dado que aquella era la primera visita de Justina a León, que el tal canónigo no asoma por ningún otro lugar de la novela y que Justina no parecía mujer interesada, en absoluto, en amantes envueltos en sotanas. De hecho, durante su rápida expedición de rapiña a la ciudad de León no se acercó para nada a los muchos, muy ricos, gordos y prometedores clérigos a los que podría haber facilísimamente expoliado –y a los que cualquier auténtica prostituta hubiera buscado–, sino que prefirió buscar la compañía de mujeres viejas e indefensas, seguro que porque entre mujeres se sentía más en su elemento. El hecho es que, desde que el escolar insolente le había lanzado, en el camino, aquella pulla a la que ella no había tenido ocasión de replicar, Justina no había dejado de preparar concienzudamente el desquite. Primero se hizo la encontradiza con el pícaro, y dejó que él se desahogase verbalmente contra ella y se sintiese petulantemente confiado en su superioridad verbal e intelectual: Entré en el mesón y, como supe dónde estaba, entré como que no sabía del, pero tan compuesta y enfrenada como una mula de rúa. No me hubo visto bien el fullero, cuando comenzó a meter fajina y gastar bolina y decir fanfarrias y muchos donaires, algunos picantes; que estos necios son como lobitos, que no saben jugar sino a mordicadas. Mas yo déjele gastar el pimentero y híceme cuenta que, pues no había respondido a la echadiza del camino, mejor era llevarlo por la vía de colotorto (López de Úbeda, 2012: 605).

El desglose de la venganza de Justina contra el pícaro echador de pullas ocuparía un espacio del que no disponemos. Bástenos saber que, al final, se las arregló para pactar un trueque que le permitió expoliar al necio un Cristo y unos agnus de oro, además de una buena cantidad de dinero, y para hacerle creer encima que había sido él el favorecido con el trato y el engañador de ella: Yo saqué horro el Cristo de oro enteramente, pues me quedé con el agnus de oro y los diez y seis reales que había dádole en trueco, ítem, vendí mi agnus de plata y mi bolsillo muy honradamente, sin miedo de que mi burla sea conocida, ni escubierta, ni probada hasta que nos veamos el fullero y yo de patas en el valle de Josafat.

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Y aun para doblar la burla, de ahí a una hora, estando él jugando, me puse a cantar una canción que entonces andaba muy valida, pero tan a propósito que no pudo ser más. Al principio del número la puse. Él se puso a escucharme con harto gusto, y decía: –En todo tiene gracia esta doncella. Mejor dijera: «En todo tiene agraz esta matrera» (López de Úbeda, 2012: 622).

«Una canción que entonces andaba muy valida, pero tan a propósito que no pudo ser más» le sirvió a Justina para remachar, por la vía oral, su victoria sobre el estúpido fullero. Mas no le bastó con aquella rúbrica oral, y buscó poner la sentencia también por escrito, ya que la ocasión lo merecía. El más significativo colofón de la accidentada pugna entre el pícaro Marcos y la más pícara todavía Justina lo ponen, en fin, «Dos cartas graciosas. Este es un traslado bien y fielmente sacado de un escripto y rescripto que pasó entre mí, Justina, y el bachiller Marcos Méndez Pavón, en razón de una burla mayor de marca» (López de Úbeda, 2012: 638). La primera carta, la del pícaro, siendo ácidamente burlona, no alcanzaba ni de lejos el desparpajo de las pullas de la Respuesta de Justina por los tenores mismos de la carta arriba dicha. Yo, la licenciada Justina Díez, llamada por otro nombre la Guzmana de Alfarache, y pícara de prima por claustro, a vos, el bachiller Marcos Méndez, fullero, burlón de palabras y burlado de obras, nariz de alquitara, ojo de besugo cocido, pescuezo de tarasca, cuerpo de costal, piernas de rastrillo, pies de mala copla, que, a precio de la desvergüenza que me dijistes en el camino de Mansilla, comprastes la privación y traspaso jurídico de una buena pieza de oro y perlas que decís estar en mi poder, salud e gracia, sepades… (López de Úbeda, 2012: 646).

Resulta bien significativo que esta mentirosísima «licenciada Justina Díez» (ya que la pícara no era ni podía ser licenciada universitaria) fuese capaz de responder por escrito, y de vencer dialécticamente, en el registro del papel también, a su necio y confiado contrario masculino. Recordemos que no había hecho tal la pastora Marcela cervantina. Cuando, durante el entierro de Grisóstomo, fueron leídas en voz alta las extravagantes y desnortadas quejas en verso que el pastor había escrito contra ella, la pastora se había presentado en el lugar y había respondido con una arenga de viva voz, vibrante, valiente, extraordinariamente persuasiva. El que Justina fuese capaz de replicar y de con-vencer primero de viva voz y luego por escrito, mientras que Marcela prefirió convencer usando solo el registro oral, introduce matices muy sugerentes en el 256

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diseño de cada uno de estos dos fabulosos personajes femeninos: heroínas ambas gracias a su competencia lingüística superior, pero más versátil (al tiempo que ambigua) Justina por su dominio de la argumentación oral y de la escrita. La virginidad de Justina y el chasco final del lector La boda que pone fin al Libro de entretenimiento de la pícara Justina sería el colofón más lógico y previsible de cualquier novela de iniciación… menos de esta. Porque el sometimiento al yugo del matrimonio con varón, al cabo de tanto encarnizamiento contra los hombres, de tantos escarceos amorosos con mujeres y de tantas libertades y transgresiones, suponía una auténtica enmienda a la totalidad de todo lo que Justina se había empeñado en hacer y en deshacer a lo largo de su vida y de su novela. Las tres razones que retóricamente desarrolla la pícara para justificar aquel paso tan grave (el interés, que no el amor; el placer de tener sometido a un hombre; la insistencia machacona de él) son, obviamente, tapadera de alguna otra razón, más influyente: Viendo, pues, yo que, allende de las comunes y generales obligaciones que las mujeres tenemos de ser varonesas y buscar varón, a mí me corría tan particular por el aprieto en que me vía, me casé con un hombre de armas a quien yo había nombrado curador y defensor en los negocios de mi partija (López de Úbeda, 2012: 944).

El «aprieto» en que se veía Justina, mujer tan poco dócil a las apreturas, era el control brutal que sobre ella y sobre su parte en el patrimonio familiar (los bienes que había robado en León los tenía puestos en oculto, por supuesto) ejercían sus despiadados hermanos. A quienes se abstuvo de informar anticipadamente de su boda, para que no la desbarataran. Se enteraron, de hecho, en la iglesia el día de las amonestaciones, cuando el cura leyó los nombres de ella y de él, y no pudieron hacer ya otra cosa más que mirarla con ojos de amenaza. A lo que ella replicó desafiante: –Lea, señor sacristán, y diga, que de Dios dijeron. No me chistó hombre. Riñome el cura, mas, como dijo la asturiana, vengué mi corazón. Con esto, y con ver que mi pandero estaba en tan buenas manos como las del hombre de armas, no boquearon palabra, sino que vomitaron hasta el postrer maravedí de mi hacienda.

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Desde allí, comencé a cobrar brío de hidalga, mas no por eso mis hermanos me tenían más respeto. ¡Mal haya el nacer villana y montañesa, que nunca sale la persona de capotes! (López de Úbeda, 2012: 955-956).

La última jugada de Justina, esta de casarse con varón de título social por encima del suyo que la sacara de bajo la férula insoportable de sus hermanos, es una carambola magistral. El que el agraciado se llamase Lozano (joven sexualmente capaz) y fuese además hidalgo (aunque paupérrimo) y «hombre de armas» (hombre bien dotado sexualmente) parecería señal, cuando menos, de macho de rompe y rasga, que era requisito que habría de cumplir, y con muchas creces, quien hubiera de ser el dueño de la muy liberal Justina y de su indócil pandero. Pero la descripción que del marido traza la pícara no corrobora precisamente tales presunciones; y declaraciones tan brutales como la de que «nunca escupí sin encontrar con su hidalguía» confirman más desprecio que amor en la mujer, y más pasividad que bríos en aquel pobre hombre, que mejor podría ser «armado» por manso y cornudo que por bien dotado sexualmente: Era mi marido lozano en el hecho y en el nombre, pariente de algo y hijo de algo, y preciábase tanto de serlo, que nunca escupí sin encontrar con su hidalguía. Podía ser que lo hiciese de temor que no se nos olvidase de que era hidalgo; y no le faltaba razón, porque su pobreza era bastante a enterrar en la huesa de el olvido más hidalguías que hay en Vizcaya. Era alto de cuerpo, tanto, que unas damas, a quien pidió licencia para entrar a visitarlas, se la dieron con que se hiciese un ñudo antes de entrar. Era algo calvo, señal de desamorado; ojos chicos y perspicaces, señal de ingenioso, alegre y sobrino de Venus; nariz afilada, que es de prudentes; boca chica con frente rayada, que es indicio de imaginativos; corto de cuello, que es señal de miserables; espalda ancha, de valiente; hollábase bien, más de punta que de talón, que es señal de celoso; no tenía un cornado, señal de pícaro y efeto de pobre (López de Úbeda, 2012: 947-948). Pero dirime alguno: –Pues, ¿cómo Justina, la tan guardada, la astuta, la que a todos engañaba y nadie a ella, se había de dejar engañar tan a ojos vistas en hacienda, en gusto y en dinero, y más en materia de casamiento, que es nudo ciego? (López de Úbeda, 2012: 948).

La respuesta es, claro, que Justina no se había dejado engañar en absoluto, y había preparado de manera muy cuidadosa aquella jugada. Un matrimonio con hombre manso, inútil y sumiso era para ella carta de emancipación de la dicta258

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dura de sus hermanos, sin pérdida de ninguna de sus libertades. Y el que el casamiento sea nudo ciego no significa que sea nudo eterno. En su despedida del lector, Justina anunciará que tras el fugaz matrimonio con Lozano vendría –esas serían materias de otros libros, que nunca se sustanciaron– el matrimonio con el «viejo» –otra virtud digna de estimación– Santolaja, antes de arribar al «felice estado que ahora poseo, quedando casada con don Pícaro Guzmán de Alfarache, mi señor». ¿Querría con esto dar a entender Justina, mientras cerraba su novela, que la meta final y lógica de sus andanzas era el olimpo picaresco en el que solo ella podía reinar como Guzmana suprema? Si fuera así, no pecaba de arrogante, porque jamás hubo ni habrá, en el universo picaresco, fémina capaz de medirse con ella. Fijémonos, por otro lado, en que a «don Pícaro Guzmán de Alfarache» le califica Justina de «mi señor». Título insólito –con más protocolo literario que sustancia real, posiblemente–, puesto en boca de una Justina a la que no habíamos visto sometida jamás a ningún varón. Al banquete no le faltó detalle, y después hubo baile y hasta comedia de repente, a cargo de los estudiantes de Mansilla. Y llegó el momento, porque tenía que llegar, en que se quedaran solos Justina y Lozano, con el lector buscando un agujero desde el que mirar. Ella con la doncellil aprensión frente al siempre impresionante tálamo nupcial; él, haciendo esfuerzos por no irse a jugar a la baraja con los hombres del mesón. Justina se había preparado muy bien, por cierto, para la ocasión: Yo bien sabía mi entereza, y que mi virginidad daría de sí señal honrosa, esmaltando con los corrientes rubíes la blanca plata de las sábanas nupciales; pero, sabiendo algunos engaños y malas suertes que han sucedido a mozas honradas, me previne, que si esto hubieran hecho algunas mujeres casadas con maridos tomines, no hubieran padecido tantos trabajos con sus maridos incrédulos y protervos, que les parece que no hay virginidad carbonizada que le baste para serlo ser confesadera, sino que por fuerza ha de ser mártile, sanguinolenta y morcillera.Y engáñanse, que hay tiempos en que el haber precedido, de próximo, abundancia, causa esterilidad; lo otro, que hay sujetos abertices como prados concejiles; y otras tienen otras escusas, más para dichas entre sopa y brindes que para escritas en papel. Yo sé que mi marido no se quejará de mí en esta materia, cuanto y más que ingenio tenía yo para, si quisiera andar a engañar motolitos, vender quebrado por sano; mas no me dé Dios tal dicha. Con todo eso, ¡amigo, avisón!, que las invenciones de las mujeres para en semejantes casos son raras, porque tienen la experiencia por maestra, la necesidad por repetidora y la inclinación por libro (López de Úbeda, 2012: 967-968).

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¿Y qué es lo que pasó en el momento álgido del libro, el de la prueba definitiva, el de la revelación de si Justina fue virginal heroína de cuerpo cerrado o si fue mujer de cuerpo venalmente abierto? Pues pasó que a Justina le entró el sueño antes de que le entrase el marido, del que no volvió a haber ya más noticia. Y, cuando salió del lecho nupcial, tan virgen –conforme a su peculiar concepto de virginidad– como había entrado en él, pensó que no había razones para seguir fastidiando al paciente lector con «la larga historia de mi virginal estado», y que, con todo lo que hasta allí había contado, sobraba para poner el broche final a aquella primera entrega de su vida. Y en ese punto de virginidad de ella, de incomparecencia del marido y de chasco del lector –un chasco que pone un final insólito, sin parangón, genial a la novela–, seguimos: Todo cansa. Dígolo porque, cuando más gusto pensé tener, fue forzoso dar al sueño mi cuerpo, para que tuviese verdad aquel antiguo blasón que sacó el sueño en las justas de Marte, diciendo entre otras bravatas: –Yo soy el primer novio de las damas, y el que más estoy con ellas en las camas. Y, si todo cansa, aunque sea el sumo gusto, justo es que piense yo que la larga historia de mi virginal estado te dará fastidio. Adiós, piadosos lectores… (López de Úbeda, 2012: 967-968).

La anti-heroína doña Mergelina y el sueño de la serpiente alegórica La insustancial doña Mergelina de los descansos I:2-6 de las Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón que Vicente Espinel publicó en 1618 es un personaje que se halla en las antípodas, como enseguida vamos a apreciar, de las fuertes personalidades de la pastora Marcela y de la pícara Justina. Burguesa joven y hermosa, pero liviana y presuntuosa, era la esposa de un doctor joven y apuesto, pero igualmente vano, que ejercía en Madrid: Llamábase el doctor Sagredo, hombre mozo, de muy gentil disposición, algo locuaz, y aun loco, más colérico y fácil de enojarse que gozque de panadero, presuntuoso y estimador de su persona, y (para que no se echasen a perder dos casas, sino una) casado con una mujer de su misma condición, moza y muy hermosa, alta de cuerpo, cogida de cintura, delgada y no flaca, derecha de espaldas, el movimiento con mucho donaire, ojos negros y grandes, pestaña larga, cabello castaño, que tiraba un poco a rubio, briosa, y no muy poco soberbia, vana y presuntuosa (Espinel, 2014: 21).

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Doña Mergelina se las daba de respondona frente a cualquier palabra de elogio o de requiebro que le fuese disparada desde boca de varón. En eso se asemeja, y mucho, a Marcela y a Justina, que es posible que fueran, siquiera parcialmente, sus modelos literarios. Pero Mergelina no tiene ni la competencia lingüística superior ni el carácter rebelde ni la dignidad personal que tienen las otras dos mujeres. Y sufre, además, otra carencia que resulta más grave aún: que el autor (Vicente Espinel) y el narrador que mueven sus hilos no comparten las ideas acerca de la dignidad y la autonomía de la mujer que instilaron Cervantes y López de Úbeda en las voces de sus indómitas Marcela y Justina. La actitud de Espinel es, en efecto, de misoginia brutal y de rancia ideología patriarcal, y por ello castiga a la pobre doña Mergelina con las taras, primero, de la arrogancia y la necedad; y después, cuando ella tiene la osadía de enamorarse de su barberillo, con no pocos sufrimientos físicos, psicológicos y morales, de los que la lección que se debe sacar es la de la sumisión perpetua e incondicional a la que está obligada siempre la mujer (y más si es esposa) con respecto al varón. El primer conflicto lingüístico que protagoniza doña Mergelina en la novela surge en el momento mismo en que su esposo le presenta al ya anciano Marcos de Obregón, contratado para que fuese una especie de ayo de ella y de mayordomo del matrimonio: Dijo el doctor: «Veis aquí a quien habéis de servir, que es mi mujer». Yo le dije: «Por cierto bien merece tan gentil dama a tal galán». Ella respondió como mujer hermosa ignorante, o por mejor decir preguntó: «¿Quién os mete a vos en eso?». «Señora», dije yo, «advierta vuesa merced que cuando la llamé gentil no quise decir que no era cristiana, sino que tenía muy gentil talle y cuerpo». «Que bien os entendí», dijo ella, «sino que no quiero que nadie se me atreva a decirme requiebros» (Espinel, 2014: 21-22).

Mucho habría de emplearse el ayo Marcos de Obregón para templar la impertinencia verbal de doña Mergelina, mujer de registro destemplado y monocorde, con las respuestas negativas siempre a punto, ayuna por completo de la retórica amplia y majestuosa de Marcela, y de las fantasías improvisatorias, las fintas irónicas y el versátil dominio de las pullas en que era maestra Justina: Púsose su manto mi señora doña Mergelina, y llévela, o acompáñela, hasta san Andrés, que vivían en la Morería vieja, y en el camino (como es costumbre) muchos de los que la topaban le decían alguna cosa de su buen

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talle y rostro, a lo cual ella respondía tan acedamente que todos iban desgustados de sus respuestas. Yo le decía: «Mire, señora, que ya que no responda bien, a lo menos tiene obligación de callar como mujer principal, que en el silencio no puede haber que notar». «No soy yo mujer», decía ella, «a quien nadie ha de perder el respeto». Si alguno le decía que era muy hermosa, ella le decía: «Y él hermoso majadero». Díjole un día un mozalbillo, no de mal talle: «Así se me tornen las pulgas en la cama». Al cual muy de propósito respondió: «Debe dormir en alguna zahúrda el lechón». Era tan descortés y sacudida, que todos lo iban de sus respuestas, y ella lo quedaba de mis reprehensiones. A cierto clérigo de san Andrés, pequeño de cuerpo y grande de ánimo, conocido mío, que yendo muy pulido con una sobrepelliz muy blanca, porque le dijo que no saliese de casa a hacer el oficio de la muerte, le replicó. «También habla el escarabajo hinchado». Que con aquel sacudimiento tenía mucho donaire y gusto en cualquiera materia. Yo, entre muchas veces que la reprendí su vanidad, me arrojé una a decirle todo lo que me pareció, que aunque ella estaba confiada en su buen parecer, quise ver si podía enmendalla con el mío, y le dije: «Vuesa merced usa de su hermosura lo peor del mundo, porque pudiendo ser querida y loada de cuantos andan en él, quiere ser aborrecida de todos (Espinel, 2014: 22-23).

Todo cambió de signo el día en que comienza a galantear a la arrogante doña Mergelina, con sus coplas y su guitarra –y aprovechando las ausencias por razones de su oficio del marido–, un barberillo zafio, enfermo de sarna e impertinente, que consigue lo que ningún otro varón había conseguido antes: que la orgullosa mujer se ablandase, que cambiase el registro de su voz, y que los noes de antes se tornasen en síes. Hasta cuando su rondador se acerca a ella hediendo a excrementos: Y de allí en adelante siempre le tenía guardado un regalillo todas las noches que venía, una de las cuales entró quejándose, porque de una ventana le habían arrojado no sé qué desapacible a las narices. A las quejas suyas salió mi ama al corredor, y bajó al patio, estándose limpiando el mozuelo, y con grande piedad le ayudó a limpiar, y sahumó con una pastilla, echando mil maldiciones a quien tal le había parado. Fuese el mozuelo con su trabajo, sintiéndolo la señora doña Mergelina, tan llena de cólera como de piedad, y con harta más demostración de la que yo quisiera, loando la paciencia del mozuelo, y agravando la culpa de quien le había salpicado con tanto extremo, que me obligó a preguntarle por qué lo sentía tanto, siendo sucedido inadvertidamente y sin malicia, a que me respondió: «¿No queréis que sienta ofensa hecha a un corderillo como este, a una paloma sin hiel, a un mocito tan humilde y apacible, que aun quejarse no sabe de una cosa tan mal hecha?

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Cierto que quisiera ser hombre en este punto para vengarle, y luego mujer para regalarle y acariciarle». «Señora», le dije yo, ¿qué novedad es esta? ¿Qué mudanza de rigor en blandura? ¿De cuándo acá piadosa? ¿De cuándo acá sensible? (Espinel, 2014: 25).

La fiebre erótica, manifiesta en el verbo cada vez más descompensado de doña Mergelina, no dejaba de subir, por más intentos que hacía su ayo Marcos de Obregón por que bajase: «¡O cuán engañados», dijo ella, «están los hombres en pensar que las mujeres se enamoran por elección, ni por gentileza de cuerpo, o hermosura de rostro, ni por más o menos partes, grandeza de linaje, soberbia de estado, abundancia de riqueza (trato de lo que verdaderamente es amor). Pues para que se desengañen, sepan que en las mujeres el amor es una voluntad continuada, que de la vista nace y con la vista crece, y con la comunicación se cría y conserva, sin hacer elección deste ni de aquel, y la que no se guardare desto, caerá sin duda […] ¿Por ventura los barberos son de diferente metal que los demás hombres, para que aniquiléis un oficio que tanta merced hace a los hombres en tornallos de viejos mozos? ¿Llamaisle sarnoso por unas rascadurillas que tienen las muñecas, que parecen hojas de clavel? ¿No echáis de ver aquella honestidad de rostro? ¿La humildad de sus ojos? ¿La gracia con que mueve aquella voz y garganta? No me lo deshagáis, ni reprehendáis mi gusto, que no está para contradecillo ni rechazallo» (Espinel, 2014: 27).

Pero parece que doña Mergelina era mujer de contrastes, y que del blanco solo podía pasar al negro, del amor al odio, y del sí al no. Un intento nocturno de cita amorosa con su barberillo acaba en un lío de señas tan mal entendidas y de accidentes tan poco épicos (con ella fuertemente golpeada y rasguñada) que le hace desarrollar al instante un odio insuperable hacia el que había sido su estrafalario pretendiente. Es entonces cuando hace esta confesión y esboza este relato ante su servicial confidente Marcos de Obregón, quien había hecho todo lo posible para que el desastre no hubiera sido aún mayor: Como el amor y desamor nunca paran en el medio, porque en el modo de engendrarse van por una misma senda, así yo voy pasando de un extremo a otro […] Se me ha revestido un odio mortal contra quien ha sido la causa dello. Fuera de lo que esta noche, en lo poco que mis ojos descansaron, soñé que estando cogiendo una hermosa y olorosa manzana del mismo árbol, al tiempo que con los dedos la apreté, salió della mucho humo, y una culebra tan grande, que me dio dos vueltas al cuerpo por la parte del cora-

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zón, y me apretaba tanto, que pensé morir. Y como ninguno de los circunstantes se atreviese a quitármela, un hombre anciano llegó y la mató con sola su saliva, echada en la cabeza de la culebra, y que al punto cayó muerta dejándome libre y despierta del sueño. Y haciendo reflexión sobre él, a pocas vueltas le di alcance, de modo que con los malos principios y la buena consideración vine a cobrar mi honra y vida, y a tener mi corazón en el extremo de odio, que tenía de amor por vuestros buenos y saludables consejos (Espinel, 2014: 37-38).

Esta es la única ocasión en que la vana y obtusa doña Mergelina hace un esbozo de narración compleja y relata un sueño con ínfulas de alegoría. La composición, las fuentes y la ideología del relato –una ideología que ensalza la sumisión total y absoluta de la mujer al varón– resultan muy densas e interesantes, y por ello vamos a demorarnos en su desentrañamiento. El papel que para sí misma se reserva doña Mergelina en su sueño es el de Eva, mientras que el barberillo que quiere hacerle caer en la tentación adúltera toma la forma de serpiente, y su viejo tutor Marcos de Obregón adopta el papel, próximo al de un Dios enérgicamente redentor, de anciano vencedor del mal y sanador de la enferma. Mezcla aquí doña Mergelina, de modo tan dramático como ampuloso, las líneas argumentales de varias creencias mágicosupersticiosas que eran muy comunes, incluso vulgares, en su época, y que debieron arrancar más de una sonrisa entre los lectores de la novela que las veían transubstanciadas en grave alegoría. La «culebra tan grande, que me dio dos vueltas al cuerpo por la parte del corazón, y me apretaba tanto, que pensé morir», causa de las aprensiones oníricas de doña Mergelina, es, en realidad, una evocación del herpes, al que se le ha solido llamar tradicionalmente, y hasta hoy mismo, culebrilla o culebrón. El vulgo ha creído, desde hace siglos, que la culebrilla o el culebrón se retuercen bajo la piel del enfermo y que, si llegan a dar una vuelta completa a algún órgano vital, y a juntar cabeza y cola en torno de él, el efecto puede ser dolorosísimo, incluso mortal: Curación del culebrón. Es una enfermedad vírica caracterizada por el dolor y la erupción que produce. Científicamente se le conoce como Herpes zoster. (De herpeton = serpiente y zoster = cinta). La creencia popular, muy extendida y arraigada, imagina que la enfermedad la produce un bastardo (culebra) al pasar sobre la ropa tendida en el prado o en el valle y ponerla antes de haber sido planchada. El culebrón puede darse en cualquier parte del cuerpo; cuan-

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do sale rodeando pecho y espalda, se teme que se alcancen ambos extremos y ahogue al individuo, como si de una serpiente se tratara. Por ello, en los conjuros se pide que no junte el rabo con la cabeza. Realmente se manifiesta de forma alargada, con un dolor lineal por cuanto el virus afecta a un nervio y describe la trayectoria del mismo (Panero, 2000, 71-72).

En tiempos pasados se pensaba, además, y esa ha seguido siendo creencia tradicional hasta hace no mucho, que las serpientes (y los demonios, que asumían muchas veces la forma de serpiente) podían ser muertas o expulsadas si les era escupida saliva. En algunas tradiciones folclóricas se tenía una confianza especial en la efectividad de la saliva del varón (muchas veces se concretaba que debía estar en ayunas); en otras en la saliva de la mujer; en algunas más en la saliva de ciertas personas carismáticas, que tenían el don de saludar o de ser saludadores. De la rabia se pensaba, en concreto, que podía ser curada mediante los escupitajos de tales sanadores. Era creencia que tenía inmemoriales raíces antiguas: Plinio destaca la importancia de la saliva como remedio contra las mordeduras de las serpientes: Nat. Hist. VII 13.1-14.1 […] En XXII 51.1-52.4 Plinio menciona una hierba (onochilon) que considera remedio válido contra la picadura de la serpiente, con alusión, de nuevo, a la saliva […] Lucrecio menciona la capacidad de la saliva humana como veneno contra las serpientes: De rerum natura IV 638-639 […] Eliano transmite también la creencia de que la saliva humana es letal no sólo para las escolopendras marinas, sino también para serpientes, cabras y escorpiones: cf. IV 22.1-2, II 24.6-10, VII 26.1-9 y IX 4.12-14, respectivamente […] Plinio se refiere a la saliva, sobre todo de un hombre ayuno, como veneno contra las serpientes: Nat. Hist. VII 15.3-7 (Artes Hernández, 2006: 167-170).

Tales supersticiones dejaron muchos ecos en nuestra literatura más clásica. Las recordaba de esta guisa Antonio de Torquemada en su Jardín de flores curiosas (1569): Y si lo queréys ver, leed a Plinio, que trata de muchos; y assí, dize, por autoridad de Crates Pergameno, que en el Esponto ay unos hombres que llaman ophrógenes, que sólo con tocar a los heridos de las serpientes los sanavan, y poniendo la mano encima de la herida, hechavan fuera la ponçoña. Y Varrón dize que en la mesma región ay hombres que con saliva sanavan las mordeduras de las serpientes, y podría ser que fuessen todos unos (Torquemada, 1994: 730).

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Pero eran, en realidad, creencias que impregnaban hasta la médula del imaginario popular. Lope (1975: 345) recordaba en 1598 la variante vulgar de que «la saliva del hombre ayuno mata los escorpiones y seca los empeines». Y en 1654 escribía Juan de Zabaleta que: El demonio por su pecado quedó serpiente, animal contra quien tiene veneno el hombre la saliva. Tan grande es el temor que tienen las culebras a este veneno, que con sólo el amago de escupirlas, huyen, porque si les cae una gota en la boca, mueren. Pero de quien huyen desatinadísimamente es del hombre en ayunas, porque su saliva las mata con más brevedad y más tormento; mueren como rabiando. En cualquier tiempo está el hombre hábil, como quiera valerse de la razón, para ahuyentar al demonio con sólo un desprecio, con no hacer caso dél, que es como escupille a la cara; pero nunca le pondrá tanto horror como en ayunas, porque tiene entonces la razón muy despierta (Zabaleta, 1983: 193).

Hasta la tradición oral de hoy mismo han llegado versiones tan significativas y exóticas como esta boliviana, pálida muestra de las que podríamos aducir: Hubo una mujer deforme que, cuando salía a la calle, la gente se asustaba de verla y esto refiere a cierta cosa que pasó. Ella era una chica bonita que iba a lavar ropa al río, pero tenía que pasar por una selva. Un día que volvió después de lavar ropa pasaba por la selva y una boa se enredó en su cuerpo y la empezó a triturar. Ésta no podía hacer nada, hasta no sé cómo, pero la cabeza de la boa estuvo al alcance de la boca de la chica y le empezó a morder hasta sacarle carne, y en ese momento la boa cayó sin vida. Y ella también cayó con muchos huesos rotos sin conocimiento. La encontraron unos campesinos. Y dice que la saliva de la mujer es un veneno muy mortal para las víboras (Mihara, 2004: 305).

Con los pocos pero significativos paralelos que hasta aquí hemos aducido basta para que podamos apreciar que el sueño alegórico de doña Mergelina, con su manzana teatralmente humeante y su culebra colosal, es una especie de extraño pastiche narrativo formado, en la mente calenturienta de la dama, por creencias mágico-medicinales recortadas de tal opinión del vulgo y de tal otra. Y sometidas todas a una idea fundamental: a que ella misma, doña Mergelina, había sido, por el hecho de haberse enamorado de un hombre que no era su marido, y que además era un ser bajo y despreciable, una Eva culpable y una enferma poseída por una dolencia diabólica (con síntomas análogos a los del herpes y la rabia) de la que le 266

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había venido a salvar su ayo, un saludador (varón, naturalmente) capaz con su saliva de matar a la culebra y de extirpar la enfermedad. Elabora así, doña Mergelina, un relato sumamente ideologizado, radicalmente misógino, en el que a la mujer le toca cargar con las máculas de la prohibición de amar, la culpabilidad por elegir mal a su amante y por no ser ni capaz de consumar con él el adulterio, los castigos físicos y psíquicos subsiguientes, la consideración de sí misma como hembra despreciablemente pecadora y enferma, y el rescate por un varón providencial que le salva de los peligros en que le hace incurrir la fatalidad de su condición femenina. Un relato de rebajamiento absoluto de la mujer y de defensa del sometimiento al hombre-esposo (el marido al que, una vez pasado el episodio, acompañará a su nuevo destino en un pueblo de Castilla) y al hombremaestro (el ayo al que equipara con una especie de dios providencial y de guía espiritual al que otorga poderes totales sobre ella). Si en La pícara Justina era la protagonista femenina la que se permitía escupir sobre el linaje de su inútil marido, en el Marcos de Obregón era el varón el que escupía sobre la mujer enferma de su propia condición femenil. No caben extremos más alejados a la hora de entender –una desde la dominación, otra desde la sumisión–, la dignidad femenina y la posición de la mujer –y de su voz y de su cuerpo– dentro del engranaje social y cultural del Barroco. Al lado de ellas, la actitud serena, resuelta e intachable de la pastora Marcela en defensa de su libertad, en tanto que persona y en tanto que mujer, vuelve a mostrarnos a un Cervantes que, en esto como en tantas otras cosas, fue un hito extrañamente ético, valiente y prefigurador de lo moderno dentro de la atormentada maquinaria literaria de su tiempo. Referencias bibliográficas Alín, José M.ª (2004). «Bajo la bandera de San Marcos». En De la canción de amor medieval a las soleares. Profesor Manuel Alvar «in memoriam», Pedro M. Piñero (ed.), 15-40. Sevilla: Universidad. Altamirano, Magdalena (2009). «El viaje a la romería en la antigua lírica popular hispánica: a propósito del romance-villancico Ventura sin alegría». La Corónica 37, 133-156. Alzieu, Pierre; Jammes, Robert, y Lissorgues, Yvan (1983). Poesía erótica del Siglo de Oro. Barcelona: Crítica.

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