La otra tragedia del éxito: reformas borbónicas, rebeliones andinas y orden colonial en el Perú de fines del siglo XVIII

June 19, 2017 | Autor: Florencia Oroz | Categoría: Historia colonial, Historia, Reformas Borbónicas, Historia Colonial De América Latina
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Descripción

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Véase, por ejemplo, el trabajo comparativo que realiza Scarlett O'Phelan (1988), donde señala que buena parte del carácter de ambos movimientos viene determinado por el origen socioeconómico de sus líderes, diferente en el caso de Túpac Amaru (perteneciente a la élite indígena, descendiente inca) que en el de Katari (de origen más humilde, sin una red de relaciones clientelares para explotar ni una legitimidad inherente a su posición social sobre la que apoyarse). También el ensayo de Sergio Serulnikov (2005), es sugerente a este respecto, al señalar que el cuestionamiento de los cacicazgos en La Paz provoca que el movimiento allí ostente un carácter más igualitario, en donde el antagonismo principal –a diferencia del Cuzco, establecido entre élites criollas y peninsulares- gira en torno a la oposición comunidades-élites, imprimiendo un sesgo más clasista a la disputa.
Debe señalarse en este punto que, en opinión de Walker (2004), la utilización del sistema legal por parte de los indios del ayllu no constituye una mera resistencia sino que se deben caracterizar a estos procesos como estrategias –distintas- de impugnación del sistema colonial, de redefinición de las relaciones entre las autoridades locales, el Estado y las comunidades y, en consecuencia, de rebeliones.
Resulta interesante en este punto la propuesta de Gelman (2000) de entender la corrupción no como una aberración del sistema sino como una válvula de escape a las contradicciones del mismo, realizando un paralelismo entre lo propuesto por Moutoukias (1991) para el caso del contrabando en el S.XVII y la coyuntura de las reformas borbónicas de la segunda mitad del S.XVIII. Lo que los Borbones no supieron ver, explica Gelman, es que si el imperio había sobrevivido tanto tiempo había sido precisamente a causa de la flexibilidad en el gobierno local, donde la negociación constituía el centro del equilibrio de intereses y el apoyo de las élites.







ENSAYO
La otra tragedia del éxito: reformas borbónicas, rebeliones andinas y orden colonial en el Perú de fines del siglo XVIII

Florencia Oroz



Las últimas décadas del dominio colonial español en América (ca. 1770-1824) han suscitado numerosos debates entre los historiadores. En poco más de medio siglo, la región fue testigo de la más ambiciosa empresa de reforma política y económica por parte de la Corona, espoleada por el afán de recuperar posiciones en un cambiante sistema europeo que relegaba al otrora imponente Imperio Ibérico a una progresiva marginalidad. Asimismo, esta iniciativa peninsular se vio obstaculizada –particularmente en la región andina- por el más extendido y contundente cuestionamiento al orden imperante: una insurrección generalizada tanto geográfica como socialmente que, en sus versiones más radicalizadas, llegó a resquebrajar las bases mismas del dominio colonial. Finalmente, por si fuera poco, este período que inicia con el ascenso de los Borbones a la Corona española y con el consecuente reordenamiento integral del sistema imperial, cierra con la invasión napoleónica a España y las guerras de independencia americanas, proceso conjugado que tiene como resultado la pérdida de la gran mayoría de las posesiones españolas en América.
La interpretación historiográfica de estos tres grandes procesos –reformas borbónicas, insurrección andina, guerras de independencia-, así como la relación entre ellos, constituyen los puntos neurálgicos del debate entre los investigadores del período. Sin embargo, como veremos, las últimas décadas del dominio colonial no pueden explicarse sólo a través de la concatenación de los mismos. Y es que entre el fin de la denominada "Gran Rebelión" (1780 – 1782) y las guerras de independencia (ca. 1821 – 1824), esto es, entre un período atravesado por una serie de levantamientos eminentemente indígenas y mestizos cuyo denominador común es el cuestionamiento de la noción de inferioridad racial –fundamento último del dominio colonial- y una etapa signada por la disputa al interior de la élite y la prefiguración de un Estado independiente de carácter excluyente y elitista, existe un período clave que es necesario explicar. Los últimos cuarenta años de colonialismo se presentan como una fase cargada de contradicciones, producto de los intentos por parte del Estado borbónico de reconstruir el orden social quebrado y los efectos ambiguos que acarrean tales tentativas.
Nuestro objetivo aquí será intentar dar respuesta a un interrogante poco tratado –o mencionado sólo al pasar- en la historiografía del período: se tratará de establecer en qué medida la Corona española logró su objetivo, esto es, la (re)construcción del orden colonial luego del desafío lanzado por las rebeliones andinas. Adelantando la conclusión, en nuestra opinión el Estado fracasó en sus intentos y no es posible definir un orden social hegemónico en estos años. Para dar respuesta a este interrogante, no obstante, es preciso indagar en las raíces de la quiebra del orden colonial previo. Así, el análisis debe comenzar por el conjunto de medidas que lanza la Corona española en sus posesiones americanas; parafraseando a Steve J. Stern (1986), la otra tragedia del éxito de la historia colonial.
En lo tocante a las reformas borbónicas resulta fundamental resaltar, en primer lugar, el contexto histórico en el que son impulsadas. A mediados del siglo XVIII resulta indiscutible la posición progresivamente marginal reservada para España en la geopolítica europea, determinada por el ascendiente cada vez mayor de una Inglaterra en vías de revolución industrial. Que el resurgimiento de las potencias ibéricas tenía por precondición un control más completo y seguro de la economía de sus colonias parecía una conclusión irrefutable (Halperín, 1985). Esa será la tarea que emprenderán los reformistas borbónicos desde su ascenso al trono, aunque recién durante el reinado de Carlos III (1759 – 1788) tal objetivo adquirirá la forma de un conjunto coherente de medidas destinadas a reorganizar de manera integral el sistema colonial. El fin inmediato que perseguían los Borbones, imbuidos en los conflictos bélicos europeos, consistía en reorganizar el sistema tributario en pos de incrementar los ingresos fiscales de la Corona. Sin embargo, para cumplir tal objetivo se imponían una serie de transformaciones complementarias, tanto en el plano mercantil como en el social y, principalmente, en el administrativo. El diagnóstico que se hacía en la metrópoli hacia mediados del siglo XVIII era que en las Indias imperaba la corrupción y el control (y usufructo en provecho propio) de las élites locales sobre el aparato institucional. De esta manera, la solución consistía en alejar a aquellos sectores de la administración colonial, reemplazándolas con burócratas peninsulares, a quienes se percibía como "funcionarios fieles que cumplirían sin titubeos las medidas ordenadas" (Gelman, 2000:14).
Mucho se ha discutido acerca de las consecuencias y los alcances de estas reformas. No es nuestro interés en este trabajo ahondar más sobre estas cuestiones. Baste con poner de relieve los resultados contradictorios que se desprenden de este impulso reformador. Y es que son precisamente los mecanismos dispuestos por la Corona para incrementar la recaudación de la Real Hacienda (que se revelan exitosos, puesto que la recaudación fiscal efectivamente aumenta en el período) los que terminan por concitar la oposición del conjunto de la sociedad local, uniendo a sectores de la élite criolla con gran parte de las masas indígenas en el rechazo a tales medidas. Es a partir de esta coincidencia de intereses que se logra articular un movimiento insurreccional sin parangón en la historia del período colonial, ejemplificado tradicionalmente en los levantamientos de Túpac Amaru II y Túpac Katari en 1780-82, pero extendido por el conjunto de la región andina antes y después de esas fechas.
Al igual que las reformas borbónicas, también las denominadas "rebeliones andinas" son objeto de profusos debates historiográficos. No sólo su caracterización de conjunto está en discusión, sino también la relación y el contraste entre ellas, así como el vínculo establecido entre los líderes y las masas indígenas, entre otras cuestiones. Sin embargo, acordaremos aquí con la propuesta de Steve J. Stern (1990) sobre la necesidad de replantear la cronología, geografía y explicación de la insurrección andina. Y es que más allá de los contrastes efectivos entre una experiencia y otra, existieron "tendencias comunes subyacentes [que] erosionaron la autoridad colonial (…), y crearon una coyuntura insurreccional mucho antes de la década de 1770" (Stern, 1990: 92). En opinión del autor, tales tendencias subyacentes pueden encontrase en dos momentos claves: primero, hacia la década de 1730, cuando el modelo toledano había entrado ya en franca decadencia y revisión producto de la capacidad de los indígenas para negociar en los intersticios dejados por un modelo económico que hacía depender la prosperidad de empresarios y administradores coloniales de la autoridad de las élites nativas frente a sus comunidades. El segundo, hacia mediados del siglo XVIII, cuando los esfuerzos decididos de la Corona y de la burguesía comercial limeña para incrementar la eficacia de la explotación mercantil terminan por destruir por completo ese patrón anterior de las relaciones sociales.
Charles Walker (2004) propone una reflexión interesante sobre las distintas interpretaciones historiográficas de las que ha sido objeto el movimiento de Túpac Amaru. Sin dejar de reconocer las características específicas que encierra esta experiencia, a efectos del presente estudio, empero, su análisis puede extrapolarse hacia el conjunto de las rebeliones andinas del período. De acuerdo con este autor, las principales interpretaciones pueden resumirse en tres lecturas: en tanto proyectos revitalistas incas, en tanto formas masivas aunque tradicionales de negociación política, y como antecedentes claves de la posterior Guerra de Independencia. La primera interpretación presenta estos movimientos como un esfuerzo por resucitar el Imperio Inca. No obstante, si bien el mesianismo inca representó un factor importante en la composición ideológica de los levantamientos, no constituye un elemento suficiente para explicarlos. Además, la idea de un Imperio Inca restaurado tenía un significado distinto entre los diferentes sectores sociales, por lo que se dificulta señalarlo como un denominador común. La segunda interpretación, por otro lado, ubica al movimiento de Túpac Amaru en el marco de la disputa del poder dentro de los límites tradicionales, como un intento por parte de los sectores sublevados de renegociar los términos del colonialismo. Esta interpretación funda su argumento en el recurso extendido por parte de los líderes comunarios a legitimar el levantamiento en la fidelidad al monarca, presentando el conflicto como una lucha contra el "mal gobierno" local. Sin embargo, el contenido de las rebeliones no puede analizarse sólo en base al discurso de sus líderes, sino que también se deben contemplar, necesariamente, las acciones emprendidas por estos movimientos, así como su capacidad para expandirse rápidamente, factores ambos que apuntan hacia su comprensión como fenómenos que exceden el ámbito de lo local.
Es en la tercera interpretación en la que interesa detenerse aquí. Ésta ve en los movimientos insurreccionales –y en particular en el dirigido por Túpac Amaru II- un antecedente de masas de lo que sería el posterior derrocamiento de los españoles y la construcción por parte de las élites criollas de un Estado-nación independiente. Sin embargo, esta lectura pasa por alto una cuestión fundamental: la relación problemática entre estos levantamientos y la Guerra de la Independencia (Walker, 2004). Y es que buena parte del carácter excluyente del Estado prefigurado por las élites hacia las primeras décadas del siglo XIX encuentra explicación en el temor que inspiró en ellas la potencialidad revolucionaria de las masas indígenas movilizadas en las rebeliones. Es por tal razón que esta era de la insurrección andina (Stern, 1990) encuentra límites precisos en su potencialidad revolucionaria: la imposibilidad de esa coincidencia de intereses entre élites y comunidades de trascender el plano coyuntural y opositor para erigir un proyecto alternativo al sistema de dominación colonial. En palabras de Flores Galindo (1993:123), al interior del movimiento rebelde existían dos fuerzas en progresiva contradicción: "el proyecto nacional de la aristocracia indígena y el proyecto de clase (o etnia) que emergía con la práctica de los rebeldes". Es esta contradicción interna inherente a los movimientos insurreccionales el obstáculo que se halla en la base de su fracaso. Asimismo, lejos de simbolizar el inicio de una larga batalla contra el dominio español, la oleada de levantamientos del siglo XVIII encarna un movimiento diferente, con unos objetivos y una composición social diferente a aquellos que signaron las guerras por la independencia en el Perú decimonónico.
Ahora bien, retomando el comienzo del ensayo, se abre aquí un interrogante que requiere atención. Y es que entre un período de insurrección de carácter fundamentalmente anticolonial y fuerte participación indígena y unas guerras de independencia eminentemente elitistas, que configuran un Estado excluyente y mantienen buena parte de las relaciones sociales del período colonial, se abre un paréntesis que es preciso analizar con mayor detenimiento para salvar la relación de continuidad entre un proceso y otro. Dicho de otra manera, si bien es cierto que para construir la historia de las últimas décadas del dominio español en la región andina son fundamentales los tres procesos señalados más arriba –reformas borbónicas, rebeliones, guerras de independencia-, no menos cierto es que entre el período insurreccional y las guerras de independencia se abre un hiato de alrededor de cuatro décadas signado por los intentos por parte del Estado de reconstruir las relaciones sociales quebradas –o cuanto menos cuestionadas- a partir de la movilización del período anterior.
De acuerdo con Walker (2004), en las décadas posteriores a la era de la insurrección el Estado colonial no fue capaz de impedir nuevos levantamientos ni de desmantelar la autonomía comunal, así como tampoco pudo aumentar los tributos en la medida que lo hubiese deseado. Así, "no hubo una segunda conquista de los Andes. La derrota de los rebeldes en el campo de batalla fue más fácil que la implementación de los cambios concebidos por el Estado Borbónico" (Walker, 2004:79). Una vez finalizada la feroz represión contra los rebeldes indígenas, el Estado borbónico se dedicó a buscar las formas de reorganizar las relaciones coloniales en el área andina. La metrópoli –a través del visitador Areche- creía ver las causas de la insurrección en tres problemas fundamentales: la corrupción y los abusos de los corregidores, el poder y la legitimidad que conservaban los caciques hacia dentro de las comunidades y la pervivencia y reproducción de la cultura andina, expresada en las ideas mesiánicas y de restauración del Inca que habían acompañado los levantamientos. Se propuso abordar, entonces, estas tres cuestiones. Con respecto al primer problema, y como continuación del más amplio proyecto reformista borbónico, se dispuso la implementación del modelo francés de las intendencias. Con ello se buscaba mejorar el control sobre el territorio y racionalizar la administración, reduciendo las anteriores dimensiones inabarcables de las Audiencias a jurisdicciones más acotadas controladas por intendentes. De ellos dependían los subdelegados, que venían a reemplazar a los corregidores identificados por el Estado colonial como los principales responsables del descontento social. Al depender de los intendentes y no de la capital virreinal o la Audiencia, estos subdelegados ejercían un poder considerablemente más limitado que sus predecesores.
Por otra parte, el Estado colonial buscó socavar el sistema de solidaridad panandina a través de la puesta en práctica de una represión cultural integral reflejada, por ejemplo, en el llamado a la "extirpación" del quechua y la castellanización de los Andes, la campaña de asimilación religiosa y la proscripción de representaciones y símbolos relacionados al pasado incaico (Thomson, 2006). El problema de los cacicazgos, finalmente, generó un debate mayor. Tal como lo señala Thomson, "con Túpac Amaru en mente, Areche había alegado que esto era lo que convertía a los caciques en una amenaza. No obstante, visto desde otro ángulo, esta misma deferencia [de las comunidades hacia sus jefes étnicos] era una razón para mantener a los caciques, ya que ellos podrían controlar a las masas indígenas y persuadirlas de aceptar la instrucción civilizatoria" (Thomson, 2006:303). A causa de las presiones crecientes por la abolición del cargo, así como también producto de la ambigüedad y la falta de resolución por parte de la Corona para con este punto, la política colonial del período con respecto a los caciques siguió un camino sinuoso. Lo importante, en todo caso, radica en que las estrategias seguidas a este respecto –que por lo general implicaron el reemplazo de los caciques "de sangre" por caciques interinos- no originó un mejor control de la comunidad indígena sino, por el contrario, un reavivamiento de las tácticas de resistencia, tanto bajo la forma de rebelión organizada como mediante el recurso de las comunidades a los procesos judiciales. De acuerdo con Thomson (2006:331),
el Estado colonial se hallaba atrapado entre una tendencia reformista que buscaba eliminar el cacicazgo y la finalidad práctica de lograr la estabilidad que permitían las costumbres, leyes e instituciones establecidas. En última instancia, no surgió una nueva articulación cohesionadora entre el Estado colonial y las fuerzas locales después de la insurrección. En lugar de ello se dio una mezcla abigarrada de reglas obsoletas de gobierno (…). Dado que ni los insurgentes indígenas anticoloniales ni las autoridades borbónicas fueron capaces de imponer su voluntad eficazmente, la crisis más amplia del dominio colonial llegó a ser insuperable. La región entraría entonces en las guerras de independencia.
En realidad, el conjunto de las reformas impulsadas por la Corona en el período post insurreccional se caracteriza por una aplicación incompleta de resultados contradictorios. El temor a provocar otro levantamiento a raíz de las medidas implementadas, la distancia que separaba las intenciones de los borbones de su capacidad efectiva de implementación y la ausencia de una base social local que respalde esos intentos reformistas constituyeron las causas principales del fracaso global de la monarquía en su intento de reordenar las relaciones coloniales. Pese a esto, la Corona tuvo éxito en la represión de las rebeliones y logró, en definitiva, conservar sus posesiones durante casi medio siglo luego de aquel cuestionamiento generalizado. Pero las comunidades indígenas, a pesar de la represalia real, lograron impedir el avance sobre su autonomía comunal, utilizando el terror del Estado colonial a un nuevo levantamiento como arma para subvertir el orden por medio del sistema legal. Y las élites criollas, por su parte, pudieron sobreponerse al ataque que significaba la reforma administrativa y cooptar rápidamente a los funcionarios peninsulares –en especial a los subdelegados, donde se reflejaba con particular énfasis la distancia entre las pretensiones reformistas y la capacidad efectiva de implementarlas- reproduciendo, así, la misma dinámica de corrupción y abusos que había estado en el origen del impulso reformador.
Pero en lo que ninguno de estos tres sectores tuvo éxito fue en la imposición de su propia hegemonía sobre el conjunto de la sociedad colonial. Ante el fracaso de la monarquía para reconstruir el orden no existió un proyecto alternativo –andino- capaz de disputar su dominio. Luego de la Gran Rebelión ya no se reeditaría la alianza entre las élites locales y las comunidades indígenas, coalición que había estado en la base de su enorme potencial y su capacidad para poner en cuestión el orden colonial. El Gran Temor no afligió sólo a la Corona, sino también a las élites: luego de aquella experiencia, y con el temible modelo que brindaba la experiencia de Haití, confirmarían que la contención de la insurrección indígena constituía una prioridad de primer orden para la conservación de su status político y social, sea en el orden colonial o sea en un nuevo orden republicano independiente.
Se configura entonces una situación definida por una suerte de "empate hegemónico", en el que cada sector tiene el poder suficiente para resistir el embate del otro pero no para imponerse al resto. La resolución de esta situación vendría unos años más tarde, producto de la acción conjugada de tres factores: la invasión napoleónica a España, que hiere de muerte a la legitimidad de la Corona; las leyes de las Cortes de Cádiz, que otorgan carácter constitucional al levantamiento de la noción de inferioridad racial y, finalmente, las acciones de los ejércitos libertadores del Río de La Plata y de la Gran Colombia, cuya intervención resultaría decisiva para la subversión definitiva del orden colonial. Pero ese proceso, con sus particularidades y contradicciones, será objeto de otros estudios.



BIBLIOGRAFÍA DE REFERENCIA
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STERN, J. S. "La era de la insurrección andina, 1742-1782: una reinterpretación" en Stern, J. S. (comp.) Resistencia, rebelión y conciencia campesina en los Andes. Siglos XVIII al XX, Lima, IEP, 1990, pp. 50-96.
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THOMSON, S. Cuando sólo reinasen los indios. La política aymara en la era de la insurgencia, La Paz, Editorial THOA, 2006, cap. V, VI, VII, pp.169-322.
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