La neurosis de destino de una lectora del siglo XIX

October 5, 2017 | Autor: Nora Catelli | Categoría: Comparative Literature
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Descripción

La neurosis de destino de una lectora del siglo XIX: El molino junto al Floss I En la historia de la novela, el siglo XIX es la era de las mujeres, protagonistas o escritoras. Entre las primeras, Sanseverina de Stendhal, Emma Bovary de Flaubert, Eugenia Grandet de Balzac, Carmen de Merimée, Jane Eyre de Charlotte Brontë, Isabel Archer de Henry James, Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós, María de Jorge Isaac, Cecilia Valdés de Cirilio Villaverde, Ana Karenina de Tolstoi. Entre las segundas: Jane Austen, Mary Shelley, George Sand, las hermanas Brontë, Harriet Beecher Stowe, Louise May Alcott, Willa Cather, George Eliot o Emilia Pardo Bazán. Emily, Ann y y Charlotte Brontë ocupan el centro exacto de la era victoriana. Pero sin duda la más grande de todas ellas en ambición, profundidad, proyecto, dominio de la composición y rango intelectual, la única comparable a Tolstoi en magisterio sobre los recursos del gran realismo, fue Marian Evans, que firmaba George Eliot. II De los lugares comunes que ha impuesto el (por otra parte) necesario y estimulante feminismo actual, hay uno que se repite sin cesar y que periodistas, críticos, cronistas y autoras suscriben sin advertir la manifiesta inexactitud histórica que conlleva. Consiste éste en la afirmación (general) de que “las mujeres sólo pueden escribir acerca de mujeres” . Y sigue con la confidencia (personal) acerca de que “sólo puedo conocer y desarrollar personajes, sensibilidades o caracteres femeninos”. El resultado es que periodistas de treinta años escriben sobre periodistas de treinta años, madres

sobre madres, amantes fogosas sobre amantes fogosas, hijas sobre hijas, burguesas sobre burguesas. La “especialización” de las mujeres acerca de sí mismas ha generado una subdivisión cada vez mayor de géneros menores. Sin embargo, nada en la obra de las autoras del siglo XIX, y menos aún en la de George Eliot, permitía adivinar que sus sucesoras se limitarían a la mera confidencia, a la expresión de los sentimientos propios o al dibujo de las emociones personales. George Eliot realizó todo lo contrario: usó la confidencia, los sentimientos y las emociones, pero los utilizó junto con los datos de los precios de la tierra, con las informaciones acerca de los cambios en la explotación agrícola, en el trazado de los ferrocarriles y en las relaciones entre las distintas clases sociales inglesas en el período que eligió describir: entre 1820 y 1860. Un lapso lo suficientemente amplio y complicado como para producirnos, a sus perezosas herederas actuales, el vértigo de lo inconmensurable. III ¿Debemos acaso explicar esta disminución del campo posible de la novela oponiendo el ideal de “objetividad” del novelista realista del siglo XIX al de “subjetividad” del creador ensimismado del XX? Todo lo contrario: es necesario invertir los términos. En realidad, el ensimismamiento del novelista contemporáneo viene precisamente de su extrema conciencia de ser un objeto entre objetos, una voz entre voces, un discurso entre discursos. Lo que hacía el realista era expandir su subjetividad, su perspectiva, su visión, hasta ocupar el mundo. En cambio, el novelista contemporáneo debe someterse a ser “objetivo”, es decir, limitado, recortado, constreñido: lo que hace es retirar su subjetividad

para dejar lugar a otras subjetividades, porque no puede ejercer con autoridad su propia visión. No niego que además de esta “retirada del yo”, existan múltiples causas para el cambio de código y la crisis del realismo novelístico, cuyas funciones informativas han pasado a otros medios, como el cine y la televisión, lo cual también ha supuesto la modificación de la función del novelista, transformado de “notario” de la sociedad en apóstol de la alegoría o en héroe de la taciturnidad. Para registrar el mundo había que estar muy seguro de la propia perspectiva y sobre todo confiar en la amplitud de su alcance: la objetividad de la representación era consecuencia de la certeza de lo subjetivo. Lo que hacía Eliot, como todos sus hercúleos contemporáneos, eraexpandir su visión hasta que ésta conseguía convertirse en la composición exacta de una vida a escala de la real, si por vida entendemos la representación particular de lo general : de la naturaleza, la propiedad, el matrimonio, las rentas, la familia, el amor y la lealtad, el poder, la conquista (del imperio o del otro), el proletariado, el campesinado, la aristocracia, las surgientes profesiones liberales, la religión, la ciencia y el pensamiento de la época, la poesía, el ensayo, la medicina, la música. Y, cosa sorprendente en una victoriana cabal como ella, hasta el deseo sexual. III Uno de los resultados más extraordinarios de la potencia de la novela realista es el modo en que persuade al lector de que se encuentra ante “lo real” y no ante una suma de “efectos de realidad” creados por una y sólo una subjetividad triunfante : la del propio novelista. Debemos recordar que ni la subjetividad omnisciente del siglo XIX ni la

objetividad parcializada del XX son tendencias naturales sino programas estéticos: postulan con la realidad una relación --o relaciones opuestas-- que vierten en técnicas y artificios. Unos y otros se nutren de lo que consideran propio y más auténtico: el campo de la experiencia individual, tesoro nuevo y preciado, clave característica de la modernidad. No otra cosa hizo George Eliot desde que coronó la primera fase de su carrera con El molino junto al Floss (1860), tercera de sus obras narrativas tras Escenas de la vida clerical (1857) y Adam Bede (1859). Aunque en su potente madurez pudo darse el lujo de abandonar la fuente inspiradora de lo vivido, al principio Eliot se nutrió, como todos los novelistas primerizos, de lo que conocía, odiaba y amaba: los personajes y sitios de El molino..., nos informan sus biógrafos y se lamentaban sus contemporáneos, están sacados de seres y lugares que ella conocía desde su infancia. Ella, Marian Evans, era Maggie Tulliver, la niña salvaje de pelo negro e inteligencia brillante; su hermano Isaac fue el modelo de Tom Tulliver, el niño sensato, de mente lenta, de moral convencional e irreductible que rechaza a Maggie cuando ésta, ya en la juventud, hace peligrar su reputación huyendo con Stephen Guest. De la misma manera Isaac Evans había rechazado a su hermana Marian cuando en 1854 ella se había ido a vivir sin casarse con el adúltero George Henry Lewes, causando uno de las mayores conmociones de la época entre los círculos sociales londinenses. IV La novela está ambientada durante los inicios del reinado de la reina Victoria, alrededor de 1840, en la comarca de Lincolnshire, en el pueblo de St.

Ogg, junto al río Floss. Dorlcote es el molino del cual es propietario el señor Tulliver, casado con la señora Tulliver, que tiene una abundante cantidad de parientes comerciantes e incipientes empresarios. Los Tulliver pertenecen a esa pequeña burguesía semirrural-semiurbana que desde el comienzo de la revolución industrial inglesa (hacia 1770) había empezado a fracturar el edificio de las ancestrales relaciones entre los grandes propietarios y los pobres arrendatarios de sus tierras. Es revelador que la novela empiece cuando los casi analfabetos Tulliver están discutiendo el futuro de su hijo Tom, a quien el señor Tulliver destina al aprendizaje del latín y del inglés bien pronunciado, necesario para tener una “posición” en la vida. Tom no será del todo un caballero, pero quizá el padre o el abuelo de un futuro caballero. En ese momento de la discusión irrumpe Maggie, su hermana, una niña de siete años, indómita, curiosa y despierta. V En parte, la novela es la historia de las irrupciones de Maggie, o la historia de cómo la sociedad irrumpe en Maggie y la rompe. También es la historia de St. Ogg, de los Tulliver, de sus parientes, de sus litigios y de sus cambios de fortuna. Por último, es la historia de Maggie y Tom en la casa, en el molino y en el río. La novela debe dar cuenta, a través de unos personajes anónimos, de la imposibilidad de lograr el sueño de la maduración. Esos seres y sitios sin importancia, de acuerdo con el proyecto general de Eliot, fracasarán al verse enfrentados a distintas obligaciones y elecciones: estudio, ascenso social, matrimonio, respetabilidad, fidelidad a la palabra dada. La pasión de Maggie es el entusiasmo, que se diluye porque no encuentra cauce; la de Tom es el

temor. Tom Tulliver teme, sobre todo, la discordancia: y la discordancia es su hermana. Si para Eliot el arte de la novela consiste, como dice A.S. Byatt, en “comprender el fruto maduro siguiendo el proceso de maduración”, el proceso de maduración de Maggie y Tom muestra que no hay armonía posible al final del camino. Durante ese proceso los seres de El molino... deben enfrentarse a la colisión de exigencias (unas antiguas, las otras nuevas) provenientes de órdenes diversos. Las antiguas, preburguesas, son la ley de la fidelidad al origen, que es la región, el dialecto y la lengua de los iguales y la ley de la convención social, entendida en el más elevado de los sentidos, como acuerdo entre lo interior lo exterior y no como máscara. Las nuevas normas o aspiraciones, entonces incipientes son variaciones en torno a la idea, apenas soñada o entrevista, de la igualdad entre hombres y mujeres. VI Entrecruzando esas leyes, que por un lado prescriben el decoro y la aceptación del lugar que nos toca por nacimiento y por otro animan al ascenso social, Eliot compone la novela por medio de líneas de contrastes. Los contrastes entre Maggie y Tom forman la base de otras líneas, que se enlazan con ella como si fuesen arranques de columnas. Estas oposiciones no se dan sólo entre lo que sucede y lo que debería suceder, sino dentro de cada personaje, entre sus deseos y sus obligaciones. Maggie es una heroína moderna: su identidad se cifra en desear ser aquello que no se puede tener : lo que Maggie quiere es tener estudios para ser un espíritu libre. Como es mujer, el aprendizaje de la decepción empieza temprano: a los siete años se entera de que

no va a estudiar cosas serias; poco después se le informa que las mujeres son listas pero de inteligencia superficial; luego comprende que su acceso a los libros será siempre episódico, errático y limitado: acaba su educación a los diecisiete años en “unas aulas de ínfima categoría”. Se podría argüir que las privaciones de Maggie son parangonables a las de Jude el oscuro, el patético personaje de la extraordinaria novela de Thomas Hardy: para Jude la penuria económica supone la imposibilidad absoluta de acceder a la erudición. Pero, en realidad, lo que muestra el parangón es la radical desigualdad entre hombres y mujeres respecto del conocimiento. Porque todas las mujeres de todas las capas sociales, aun las pudientes, estaban en la situación del huérfano desposeído de Hardy: destinadas como él a saber que los libros existen, a ver desde lejos la silueta de Oxford en el horizonte y a llevar la vida de aquellos tocados por el ansia de saber pero imposibilitados de satisfacerla. En este sentido, como casi todas las grandes novelas del siglo XIX, El molino junto al Floss narra también el aprendizaje de la decepción y la derrota de los sueños de realización individual. Sin embargo, en la última parte de esta novela hay un exceso, un desajuste. Se trata de algo inesperado en el desenlace, algo no previsto: la aniquilación de Maggie y Tom, que Eliot decide recurriendo a un final trágico más propio, en ese época, del melodrama que de la novela realista. Así El molino junto al Floss empieza como una novela de Balzac y termina como Cumbres borrascosas , una de las exponentes más bellas del romance del siglo XIX. Vale la pena preguntarse qué hubiera hecho Tolstoi ante las irrupciones, las exaltaciones y las escapadas de Maggie, tan semejantes a las de Natacha en Guerra y paz : ambas jovencitas coquetean, intentan escapar a las obligaciones,

fantasean con destinos ilusorios. Sin duda, Tolstoi hubiese hecho con Maggie lo que hizo con Natacha: barrer los amantes y los libros de su vida, casarla, engordarla y llenarla de hijos. En cambio, al revés de Tolstoi y justo en el momento en que Maggie debe decidirse a hacer un matrimonio redentor que borre la vergüenza del honor perdido ante su comunidad, Eliot recurre al fatum. Recordemos la secuencia: Maggie se escapa “involuntariamente” con su galán y vuelve sin cometer el pecado de la entrega física. Pero Tom no obstante la echa de la casa familiar porque ha perdido su reputación ( Maggie se siente desnuda, como Casio en Otelo : “¡Mi reputación, Yago, mi reputación! He perdido la parte inmortal de mi ser, y lo que queda es bestial!”). Hasta el momento del retorno de Maggie de su escapada con Stephen Guest, los movimientos de la vida interior de los personajes y el acople con las circunstancias sociales de la novela están armados sobre elementos psicológicos coherentes: a cada fallo social le corresponde una crisis, un reacomodamiento del alma a la nueva frustración, un ajuste. En Maggie, el ajuste --que conlleva el perdón social-- la conduciría naturalmente al matrimonio. Pero George Eliot abandona la coherencia psicológica e introduce la tragedia de la Naturaleza: llega la inundación, Tom queda aislado, Maggie, a pesar de que ha recibido su sanción, corre a rescatarlo y los dos hermanos mueren ahogados, abrazados, en la portentosa corriente del agua desbordada. VII

En las grandes novelas posteriores de Eliot, como Middlemarch o Daniel Deronda, la muerte no tiene que ver con la Naturaleza arcaica y ciega, como en El molino, sino con contingencias puramente humanas. En Middlemarch, el corazón del mediocre señor Casaubon se rompe porque no soporta la exigencia de su esposa Dorothea y la de sus colegas; en Daniel Deronda , el detestable marido de Gwendolen se ahoga ante la inmóvil esposa, para siempre condenada a sospechar que la muerte sucedió porque ella la deseaba y porque en consecuencia no dio a su marido toda la ayuda necesaria. Fiel Eliot en estos casos a la más luminosa verosimilitud psicológica, no permite que ni Dorothea Brooke ni Gwendolen ni el lector sepan a ciencia cierta la causa del colapso de Casaubon o de la muerte del marido de Gwendolen: sus muertes son existencial, psicológica y formalmente funcionales, y por lo tanto están cargadas de ambigüedad. Ante esas muertes los vivos sienten alivio y culpa la vez, en consonancia con el código del realismo. Pero no son trágicas; no hay un mecanismo fatal que desencadene la ira de los dioses y de la Naturaleza, y se abata sobre Casaubon o el marido de Gwendolen. Lo que provoca estas muertes es algo mucho peor que el destino, al menos para nosotros, lectores laicos en un mundo definitivamente laico: se trata sólo del lento e irreductible daño que los humanos, ya sin los dioses, nos inflingimos unos a otros. En contraste con éstas, las muertes de Maggie y de Tom no están cargadas de verosimilitud psicológica: no se nos presentan como un espejo en el cual reflejarnos (tal es la función de la novela del siglo XIX) sino como el símbolo de un orden perdido, el orden trágico, que prescribe para la pasión humana el castigo de la Naturaleza, cuyo

desborde es el habla de dioses extinguidos. Por eso, si hay un desajuste en El molino, el misterio de tal defecto es de otra índole. No atañe a los personajes sino a la autora y podría ser formulado así: ¿por qué necesitó George Eliot recurrir a un final trágico en una característica novela de aprendizaje, género que excluye la tragedia? Algunos de sus críticos han señalado que Eliot necesitaba poner en primer plano las fuerzas irracionales de la Naturaleza a través de la creciente que todo se lleva porque quería mostrar el modo en que se unen en nosotros tendencias atávicas junto a normas de vida basadas en la racionalidad y administración del esfuerzo individual. Así, en el final de Maggie y Tom se actualizaría atávicamente la leyenda de St. Ogg, patrón del pueblo, que ayudó a la Virgen María en persona a cruzar el río Floss: pero se invertirían los términos de la leyenda. En lugar de llevar a la Virgen María, las aguas bajan la muerte; en lugar del venerable St. Ogg, capaz de sostener a la Madre, está Maggie, que no puede rescatar a su hermano. Perdido el sentido de la fábula, sin santo y sin virgen, los hermanos se ahogan, incapaces de sostener sus propias vidas. VIII En la época en que escribía El molino ... Eliot acababa de leer Las afinidades electivas de Wolfgang Goethe; al mismo tiempo estudiaba El origen de las especies, de Charles Darwin, que había aparecido en l857. De Goethe toma Eliot prestada una escena crucial: la de la admisión explícita del vínculo sexual entre Stephen y Maggie. Como los goetheanos Eduardo y Otilia, ambos están en una barca, en un lago, en la soledad de la naturaleza. No se sienten contenidos por el característico rincón

del jardín, biblioteca o sala de recibo que albergaban a los enamorados de las novelas de entonces. Hay otra (única) escena carnal entre Maggie y Stephen: es anterior a la de la barca y tiene lugar durante un baile. Al salir al balcón, Stephen cubre de besos el brazo de Maggie. Stephen es un arribista recientemente enriquecido, lleno de gestos cursis; un personaje que causó la irritación del padre de Virginia Woolf, Leslie Stephen. Es uno de los representantes de las nuevas clases en ascenso que viven en St. Ogg: todos asisten a un “Club del libro” semanal donde comentan las novedades que llegan de Londres. La escena de los besos durante el baile es inesperada y de sorprendente intensidad. Carece de decoro, porque es expresión de un deseo puramente físico: Stephen devora el brazo de Maggie sin haberse declarado e incluso sin haber intentado romper su semi-compromiso previo con Lucy, la prima de Maggie. Y Maggie, nos enteraremos enseguida, siente impulsos parecidos. La crítica de la época censuró acremente la invención del personaje de Stephen Guest: se señaló que no estaba a la altura del espíritu elevado de Maggie, todo “aire y fuego”, como el de Cleopatra a punto de ser mordida por el áspid. Pero no era casual que Eliot estuviese leyendo a Darwin mientras escribía esta novela: era consciente, tal vez, de que no debía buscar congruencias absolutas entre el talante de los personajes y sus deseos, ni tampoco formular en términos morales las tendencias que hacen que unos y otros se atraigan hasta la destrucción. Hay un dato elocuente respecto del modo profundo en que Eliot comprendía la importancia y novedad de las tendencias (nada menos que Darwin) con las que se enfrentaba. Cuando su traductor francés le propuso cambiar el título

original de su novela por Amour et Devoir , ella le escribió: “Debe resistir hasta la muerte la tentación de ponerle ese título o cualquier otro similar”. De hecho todas sus novelas llevan nombres de personas y de sitios: jamás cargan interpretativamente la historia con sustantivos o adjetivos moralizantes. Eliot se encuentra mucho más cómoda cerca de Darwin y de la historia natural, cuyas metáforas utiliza con profusión para describir lo social y psicológico, que de los arrestos moralizantes que dominaron sus dos últimos años de vida. Esto no quiere decir que no pulsase la cuerda del deber: sus protagonistas se ven continuamente forzados a elegir entre sus impulsos y sus obligaciones. No porque exista en la obligación un bien absoluto sino porque, como bien sabían los novelistas del siglo XIX, en esa elección --fragmentada en los múltiples facetas de la clase social, la posición y el sexo-- se cifra la construcción más sutil y rica de la identidad del héroe o de la heroína de la modernidad. Sobre todo si, como sucedía con las mujeres de George Eliot --con Maggie, con Dorothea Brooke, con Gwendolen-- la afirmación de la legitimidad del deseo femenino en la construcción de la identidad personal era todavía un territorio poco explorado. Entre todos los personajes que pintó Eliot, existe una sola mujer casi monstruosa, que sí habla única y exclusivamente el lenguaje amoral del deseo puro y sin constricciones sociales: es la madre del protagonista de Daniel Deronda : tras confesar a su hijo que nunca lo quiso y que no lo quiere ni aun ahora que está cerca del fin, se retira a morir. Se trata de un personaje enormemente inquietante. Quizá quince años después de El molino junto al Floss, en Daniel Deronda, en esa madre que afirma su deseo de no ser madre, resucite Maggie. Al revés de la terrible madre judía de Deronda, que

abandona a su hijo y su fe, que por eso se convierte en una artista y que logra hacer lo que quiere, Maggie se ahoga porque vuelve al hogar, porque retrocede ante sus propios deseos. IX Queda otro enigma en El molino junto al Floss , el del vínculo mortal entre Tom y Maggie. El epitafio que los recuerda (“In the death they were not divided”) insinúa algo que sin embargo no aparece en la novela: la sospecha de un vínculo oscuro, incestuoso, entre los hermanos. Pero en realidad lo que percibimos a lo largo de todo el relato es que el vínculo es de otra índole: lo que busca Maggie de Tom y lo que jamás obtiene es aceptación. Cada vez que Maggie, en sus entusiasmos, provoca alguna alteración de la armonía social y familiar, Tom le reitera que no se puede confiar en ella. El lema es obsesivo y desagradable. En cada una de las escenas la mediocridad de Tom y la grandeza de Maggie quedan enlazadas por la reiteración del rechazo del hermano a creer en la solidez moral de la hermana. ¿Qué clase de imposibilidad crónica suscita ese obsesivo rechazo en ella? Se podría sospechar que el rechazo de Tom a la inteligencia y ambición por fuerza sin cauce de Maggie es una reacción ante la amenaza de una feminidad que pugna históricamente ocupar los espacios sociales que él considera sólo masculinos. Maggie encarna una aspiración mundana e intelectual que se supone --lo suponen los lectores-imposible de satisfacer, salvo a través del matrimonio. Si consideramos la serie de mujeres pintadas por Eliot y el modo en que “solucionan” el problema del sentido de su identidad, veremos que el horizonte es sólo uno: el matrimonio. Lo que

hace Maggie es evadirse del problema retrocediendo, entregando la vida a ese hermano que no admite sus sueños y exigencias. Este diálogo entre los hermanos anuncia el destino de Maggie mejor que cualquier otro. Dice Tom: “-- Dime, ¿cómo me has mostrado, a mí o a nuestro padre, ese amor del que hablas? Desobedeciendo y decepcionándonos. Yo tengo otra manera de mostrar mi afecto.” Dice Maggie: “-- Porque tú eres un hombre, Tom, y tienes poder, y puedes hacer algo en el mundo.” Dice Tom: “-- Entonces, si no puedes hacer nada, sométete a los que pueden”.

X En la primera escena de la novela, Maggie aparece negándose a hacer su patchwork: a los dieciocho años, tras la bancarrota de su padre, deberá ganarse la vida bordando. También se muestra con un libro en la mano: a los siete años lee en la Historia del Diablo de Daniel Defoe un episodio de brujería que la fascina. Negarse a bordar, leer a escondidas los libros de su hermano y fascinarse con el diablo son los tres actos con los que George Eliot construye la “neurosis de destino” de Maggie. Y ella alimenta la neurosis con libros: con las fábulas de Esopo, Pilgrim’s Progress, la Biblia, relatos de viajes, Oliver Goldsmith, la Odisea ilustrada, la Ilíada, Wordsworth, y Edmund Burke. En plena crisis de adolescencia saquea los libros de estudio que Tom, indolente, abandona: gramáticas y diccionarios latinos, Euclides, Virgilio, un tomo de lógica. Quiere, sin guía y en secreto, “dar un paso considerable en la adquisición de la sabiduría

masculina, de esos conocimientos que contentan a los hombres, que incluso les hacen sentir alegría de vivir”. Pero Eliot es demasiado buena novelista: jamás se permitiría hacer de la neurosis de Maggie una epopeya barata y “positiva” del logro individual: en pleno siglo XIX, nadie podía ya convertirse en un científico o un sabio completamente sin guía y en secreto. Maggie tampoco. Se refugia en el Kempis y tiene su momento de religiosidad doméstica trivial y sustitutoria. Luego su pretendiente Phillip (en secreto) le presta libros: Walter Scott y Corinne de Madame de Staël. También lee a Shakespeare y disfruta con las canciones de John Gay y de Purcell. A medida que llega al fin, su pasión por el conocimiento mengua, y sus lecturas se vuelven más femeninas: en lugar de latín, novelas francesas. Uno de los rasgos más curiosos de la biblioteca de Maggie es que físicamente sea una serie de episodios y no un sitio. La historia de sus lecturas muestra que no posee libros ni lugar para leerlos ni para estudiar. Acaso la creciente consciencia que Maggie adquiere respecto de su propia pobreza intelectual aclare (ligeramente) otro posible sentido de su entrega a la mortífera unión con su hermano. Quizá lo que busca Maggie cuando se arroja a la corriente abrazada a Tom sea volver a un estado de identidad primera, infantil: en el sentido etimológico de infans, sin palabra o anterior a la palabra. Anterior, en suma, al momento en que se le dice que la educación de Tom y la suya se diferenciarán jerarquícamente porque él es un niño y ella una niña. Tal vez se ahogue para volver a esa primera infancia sin palabras que dicten la ley. Para retornar al agua clásica, simbólicamente materna: allí todavía no se sabe qué es ser un hombre ni qué es ser una mujer. Ese momento imaginario es

construído de manera siempre retrospectiva y así lo hace Maggie: se trata del instante en que toda la biblioteca, todo el conocimiento, todo el placer del mundo son todavía imaginables y posibles. El instante en que aun puede soñar con “todos esos conocimientos que contentan a los hombres, y que incluso les hacen sentir alegría de vivir”. Nora Catelli Para citar: Nora Catelli, “Las irrupciones de Maggie Tulliver: la neurosis de destino de una lectora del siglo XIX”, Postfacio a El molino junto al Floss, traducción de María Luz Morales, Biblioteca universal: clásicos ingleses, Círculo de Lectores, Barcelona, 1995.

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