La Nación Argentina o el Sueño del Demiurgo 1810-2016

May 24, 2017 | Autor: J. Bonafina | Categoría: Cultural History, Cultural Studies, Critical Geopolitics, Political Science, Essays
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Descripción

La Nación Argentina o el Sueño del Demiurgo 1810-2016. Javier G. Bonafina “…El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque si sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder…” Las ruinas circulares. Jorge Luis Borges.

Hace unos pocos años, la República festejó su bicentenario. Fue una fecha propicia para desempolvar antiguos mitos de origen y reinventar nuevos, de esta manera el mes de mayo de 2010 viene a encadenarse al 25 de mayo de 1910, y a su vez, este se entronca con el mítico 25 de mayo de 1810. La fecha es representativa, o por lo menos debiera serlo. Para algunos, cuya actividad publicitaria ha sido, ciertamente “revisionista”: estamos en presencia del Nacimiento de la Nación Argentina. Sin embargo, algunos nos preguntábamos sobre la causa del festejo. Para muchos, el bicentenario, nos remite a un profundo cuestionamiento sobre el sentido de las conmemoraciones. Entre el olvido y la memoria, nuestra historia nos oprime, y cómo suele suceder con todo cuestionamiento, no es posible salir de él sin afrontar las consecuencias. Una sola afirmación está presente en todas las murmuraciones: los argentinos no somos una Nación. Pero esa misma afirmación nos remite a un hecho incontrastable: el de pertenecer a un “Estado Nacional”, circunscripto al espacio territorial que denominamos “Argentina”. ¿Por qué existe una negación de la “Nación Argentina”? ¿Es la nación una idea que podamos recuperar? Por otra parte: ¿cuáles son las tensiones que hacen que no nos reconozcamos en la idea de Nación? A pesar de todo, la nación, la patria, se ha construido en nuestra conciencia bajo el peso de una historia en la que se nos hace difícil reconocernos. ¿Es que acaso, queda algo más vasto que la historia de un grupo de seres humanos que no se reconoce como tal? ¿Hasta qué punto el sentido del orgullo ha quedado devastado por los ecos de una idea que no nos deja escapar? El Centenario y ahora el Bicentenario me recuerdan, lejanamente, a la introducción de El XVIII brumario de Luis Bonaparte: “…Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa…”. Es así cómo la tragedia Argentina de 1910 fue la de reconocerse ante el resto del mundo cómo una joven nación con posibilidades ilimitadas. La farsa de hoy nos remite a una realidad en donde la promesa primigenia no ha sido cumplida, y esta lejos de serlo. Luego de una innumerable cantidad de crisis económicas; de consecuentes polarizaciones sociales provocadas por esas mismas crisis y de profundos desgarramientos políticos, sociales, culturales e institucionales: ¿Qué podría representar el festejo del bicentenario? La Historia de los argentinos no ha sido hasta el presente sino la Historia de la búsqueda de una Nación para el Estado, un Estado fraguado en la lógica de los Estados Nacionales del siglo XX. Es natural que este tipo de pensamientos nos remitan a un panteón de padres fundadores que, desde la intelectualidad, nos hablan de la construcción de un Estado Nacional cuyo objetivo será la búsqueda de la grandeza. La persecución implacable de un ideal de progreso y civilización.

Tulio Halperín Donghi ya ha planteado, en su conocido ensayo Una Nación para el desierto argentino, estas aporías, estos deseos presentes en todas las expresiones de las voces visibles de la elite argentina. Sin embargo, ¿cómo puede ser que tantas palabras escritas no puedan ofrecernos un espacio de resignificación de sentido? Debería llamarnos la atención el hecho de que aún hoy sea posible escuchar que la Nación se construyo a partir de la revolución de mayo de 1810. La Nación ha devenido así en una desiderata, una quimera que los que habitan el suelo argentino están obligados a perseguir. Y cómo suele ocurrir con estas cuestiones, el precio a pagar no ha tenido correlato con el producto adquirido. La Nación ha sido -y sigue siendo- la solicitud del Estado laico por una categoría de homogeneidad, un rasgo que nos constituya a pesar de las diferencias, incluso muy a pesar de esa sociedad aluvial que José Luis Romero describió de forma tan significativa. El Estado argentino fue creado a sangre y fuego, como todos los Estados lo han sido. Fue una sociedad de señores de la guerra la que construyó este Estado, y fueron ellos mismos quienes, apoyados en la constitución de un espacio capitalista con fuerte vinculación con los estados capitalistas del siglo XIX, solicitaron el auxilio de los intelectuales para dar forma y símbolo a ese Estado. Un Estado que no podía apoyarse en el momento de su generación en los fuertes lazos de la religiosidad. Una religiosidad fundada en una Institución que había llegado a America con el sueño de encontrar lo que se había perdido del otro lado del Atlántico. En efecto, la Iglesia Católica buscaba en América volver a tener la preeminencia de la que había gozado en Europa, por lo menos desde el feudalismo hasta el advenimiento de las fuerzas del capitalismo. Buscaba volver a constituirse como uno de los fundamentos del poder de Dios en la tierra. A partir de los primeros vestigios de eso a lo que Halperín llamo Revolución y Guerra, y que abarcó prácticamente la primera mitad del siglo XIX, hasta la construcción de un Estado que tuviera los atributos necesarios para dotar de orden al espacio capitalista que se intentaba construir, la Iglesia Católica estuvo presente, más allá de que sus primeros intentos de acercamiento se vieron frustrados debido a las condiciones caóticas en las que el Estado tuvo que desempeñarse y debido también a su propia incapacidad para presentarse ante ese Estado como la fuente principal del orden. Un orden necesario para que las fuerzas capitalistas pudieran desarrollarse sin obstáculos. Todo Estado comienza siendo un conjunto de fuerzas caóticas en constante modificación. Un esfuerzo de la imaginación por darse una forma que pueda representar los intereses de la elite que detenta el poder en un momento dado. Las fuerzas que posibilitaron la construcción del Estado devinieron del motor del capitalismo. Sin embargo, ninguna base tiene sentido sin una estructura que se asiente sobre ella. Y ésta fue dada por la generación de 1837. Ellos representaron lo que debería ser la Republica posible. Basta recordar la tensión existente entre la posición de Alberdi y la de Sarmiento. ¿Por dónde comenzar esa difícil construcción? ¿A qué elementos debía darse preeminencia ? ¿Había que dotar al país de una cultura común o sentar las bases de un crecimiento económico? ¿Qué decisiones tomar? ¿A quienes beneficiar? ¿Cómo lidiar con aquellos que serían perjudicados, por lo menos en el corto plazo? Finalmente, y cómo en muchas situaciones donde la decisión no se toma a tiempo, es la aceleración de los tiempos la que toma la decisión. Fue la urgencia de las fuerzas capitalistas lo que conformó una suerte de acelerador del tiempo. Y esas fuerzas devinieron de un mundo en constante transformación. La revolución industrial, en su segunda fase, fue la que hizo de detonante de las fuerzas desatadas por el capitalismo industrial.

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Fue la generación de 1880 la que dotó de realidad a esa República. Personajes como Mitre y Roca serían los representantes de una elite que tuvo la capacidad para poder presentar sus intereses cómo los intereses de toda la sociedad. Ellos fueron, junto con muchos otros, los que, en un proceso de marchas y contramarchas, establecerían las bases de la Republica verdadera. Una República que tenía la difícil tarea de conseguir el combustible para que el motor del capitalismo comenzara a funcionar. Hombres, tierras y capital fueron los componentes necesarios para que todas sus fuerzas se desplegaran. Y ese Estado se dotó de cuerpo. Un cuerpo que contenía todo lo necesario para despertar la admiración del resto de los Estados del mundo. Una metrópoli similar a una babel, y como ella misma, en constante desequilibrio. Fue así como la elite dirigente se hizo con el control del Estado. Una elite fuertemente heterogénea, omnisciente de los profundos cambios que estaban ocurriendo y, por ello mismo, necesitada de encontrar una unidad de sentido que pudiera aglutinar a todos los actores sociales que se estaban formando. Si algo estuvo claro desde el principio, fue que la tradición a la que adhería ese Estado, era la liberal. Un liberalismo pragmático, por cierto, ¿pero acaso no son así todas las ideas que deben plasmarse en una realidad que se encuentra siempre en constante cambio? Los estados puros solo suelen encontrarse en la pluma de los que intentan aprehender la realidad. Y cómo siempre sucede, en el preciso instante en que se piensa que se ha comprendido, deja de comprenderse. Es este mismo Estado liberal el que intentará buscar las fuentes de la unidad en una de las más interesante logomaquias de finales del siglo XIX: la Nación. Se había construido el Estado y ahora debía dotárselo de su alma: la Nación. Era impensable un Estado que no fuera nacional. La cuestión no presentaba mayores inconvenientes en aquellos Estados que se habían constituido a partir de características culturales o materiales, pero en un Estado que aún debía legitimarse, la Nación aún estaba por hacerse. A la luz de los profundos cambios que se produjeron en la sociedad que contenía el territorio del espacio argentino y cuya aceleración es inédita, fundamentalmente a partir de 1880, podemos concluir que estamos en presencia del surgimiento del Estado. Este Estado fue un observador interesado del influjo de los nuevos actores sociales. Uno de los más importantes para dotarlo de su búsqueda de sentido fue la figura del intelectual profesional. Los intelectuales fueron constituyéndose cómo nuevos actores sociales, en un ámbito cuya necesidad de legitimación y resignificación se volvía especialmente necesaria. La celebración del Centenario en 1910 dio el impulso para que el Estado comience a dar participación a un conjunto de intelectuales que si bien eran parte estructurante de la elite dirigente, aún no constituían un contenido programático dentro del Estado argentino. Todos ellos, con distintas voces, tomaron como suya la búsqueda de una Nación para el Estado Argentino. Se instaló una fuerte polémica en torno de los orígenes de la Nación argentina. Todos estuvieron de acuerdo en que la Nación era anterior al Estado, y que este último no era sino el correlato de una marcha constante hacia el progreso. Las polémicas que se entablaron en torno a los inicios de la Nación Argentina tendían a subsanar un problema por demás evidente. Si había una Nación, esta debía contener los parámetros de identificación que se utilizaban en Europa: una lengua, un territorio, un pasado histórico, un panteón de héroes y un fin último y absoluto: la grandeza de un pueblo.

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Fue sin dudas la heterogeneidad de posiciones la que dejó nuevamente huérfano al Estado. Todas y ninguna asistieron a la denodada búsqueda del Estado por una representación que le otorgara una forma homogénea. El eterno problema seguía siendo que al interior del espacio territorial existía una masa heterogénea de grupos humanos que mal podían denominarse una nación. Uno de las cuestiones que aún no había podido solucionarse era la baja participación en las elecciones de esa República, con lo cual el problema de la legitimidad política seguía siendo un tema sin resolver. La ley Sáenz Peña en 1912 vino a dar cuenta de la preocupación de la elite dirigente por la búsqueda de una legitimidad, no solo política, sino también socioeconómica. Ciudadanía política y nacionalismo representaban para el Estado -y dentro de él para la elite dirigente- las partes de un mismo rompecabezas. Sin embargo, a pesar de haber seguido los pasos políticos necesarios, la concesión de la ciudadanía política no generó el esperado eslabonamiento entre ciudadanía y nación. La nación siguió siendo un sueño de intelectuales y poetas. Un sueño, digámoslo, de la razón, y ya todos sabemos lo que sucede cuando la razón tiene sueños. Así es, el sueño del estado Argentino era poseer una nación. El modelo de nación, con diferencias notables en cuanto a sus orígenes, fue la creación identitaria de los intelectuales, devenidos en nuevos actores sociales, dentro de un papel que les era asignado por el Estado. Si bien no hubo un programa específico asignado por el Estado, existieron diferentes intelectuales procedentes de distintas corrientes ideológicas, pero con base en lo que Halperín denomino, “la única tradición política argentina”: el liberalismo. El Estado se preocupó por establecer rituales de conmemoración del pasado. Por ejemplo, fue instalándose una actitud más formal en las “fechas patrias”. Poco a poco, y de la mano de la amplificación del sistema educativo, fue instalándose en las escuelas un conjunto de prácticas y rituales cuyo objetivo era instalar en las mentes y los corazones de las generaciones más jóvenes una estructura de sentimientos nacionales. Esto representaba para las elites un elemento decisivo para sostener la idea de progreso. De esta forma se fueron llevando adelante un conjunto de reformas cuya marcha podemos observar a través de las discusiones parlamentarias, tanto en las leyes que fueron aprobadas como en aquellas que no lo fueron. Las tensiones de una sociedad joven, en crecimiento, y las necesidades de un mundo capitalista, cada vez con mayor capacidad para conectar espacios geográficos alejados, fueron los elementos que asistieron a la fragua del Estado. Este Estado, por definición liberal, rehusó constantemente el apoyo que la Iglesia católica argentina le otorgaba. Las causas de este rechazo estaban presentes dentro de la matriz misma del surgimiento del Estado. La lucha por el control de la maquinaria del Estado se realizó entre corporaciones que incluso al interior de ellas mismas no eran homogéneas. Aceptar el apoyo de la Iglesia hubiera sido instalar una nueva corporación dentro de esta facciosidad. Asimismo, pero no por ello menos importante, en un momento histórico en que era necesario reafirmar la voluntad independentista, la Iglesia católica reportaba al poder del Vaticano, otro de los Estados contra los cuales se estaba librando una lucha sorda de reafirmación. Recordemos que todos los Estados pugnaban por el control de otros Estados, y la independencia nacional era el corolario de la reafirmación territorial. Sin embargo, un nuevo horizonte de posibilidades se abriría a partir de los años que van de 1910 a 1945. Otra vez fueron las fuerzas extraordinarias de los acontecimientos mundiales las que acarrearían nuevos estado de interpretación del mundo, y con ellos, nuevas maneras de adaptación de las prácticas necesarias para mantener la quimera del progreso argentino.

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Fue así cómo a los festejos del Centenario se le fueron sumando eventos mundiales, de características tectónicas: la primera guerra mundial; el reacomodamiento de las fuerzas capitalistas; el ascenso de los Estados Unidos como nuevo representante de las fuerzas capitalistas; el descenso de Inglaterra -que ocupaba ese lugar con anterioridad- y por supuesto, el triunfo de una nueva Revolución, que ya no encarnaba los valores del liberalismo, sino que instalaba, como un fantasma, en la mente de la sociedad, la idea de que otro sistema alternativo a la sociedad capitalista liberal, el comunismo, era deseable y posible. En 1917, el grito de “todo el poder a los soviets” recorrió Europa y llegó con poderoso estruendo a instalarse en las mentes de las elites americanas, y en particular, de las argentinas. Poco tiempo después, hacía 1920, el liberalismo ingresaría en una fase de crisis. Poderosas voces criticaron las posibilidades del liberalismo de hacer frente al fantasma corpóreo del comunismo. Y estas críticas fueron el ancla para que una nueva forma política se desarrollara. Fue así como en los Estados nacionales con una débil tradición democrática surgieron los movimientos que se conocerían con el nombre de “Fascismos”. Las elites argentinas, fuertemente ancladas en la cultura del viejo mundo, eran conscientes de que cualquier cambio que se produjese en el mundo que los había dotado de la población para construir el crecimiento económico, no tardaría en llegar al espacio argentino. Y fundamentalmente, fue construyéndose en sus mentes, la idea de que era imposible preveer las consecuencias del arribo de un conjunto de prácticas e ideas que, en su propia opinión había desvastado a la cultura que tanto admiraban. Fue seguramente eso que se ha dado en llamar “el clima de época” lo que volvió a instalar la necesidad de una Nación para el Estado argentino. Sin embargo, el Estado argentino, por lo menos desde Caseros, no dejo de tener a los partidos políticos como representantes de la heterogeneidad de las elites. Si bien se encontraban articulados como maquinarias electorales, no tardaron en transformarse urgidos por las escisiones de una sociedad cada vez más diversificada. La revolución de 1890 y los consecuentes estallidos que fueron surgiendo en el mundo político argentino, hasta llegar a la ley Sáenz Peña en 1912, abrieron las puertas para la instalación de los partidos políticos modernos. Y cómo era de esperarse, estos permitieron el desarrollo de nuevas formas de participación política, ampliando las bases sociales que participaban del mundo de la política. La política fue así vista como el instrumento para modificar la sociedad. Estas nuevas formas de participación política, quizás en forma atomizada, contaron con un nuevo protagonista, a los que la elite solía denominar “las masas”. Si se piensa en el recorrido político de la sociedad argentina hasta 1930, llama la atención como a pesar de la falta de legitimación del sistema, el corpus general de las elites, mantenía cierto acuerdo tácito sobre cual era la única forma de gobierno aceptable, es decir, una forma de gobierno que permitiera el control de la mayoría a través de un proceso eleccionario que deambuló entre la participación restringida y la participación política ampliada, por los menos de los hombres. Lo que no debiera llamarnos la atención, es que este sistema tenía sentido mientras los cauces fueran los de la tradición política liberal argentina. El año 1917 representó un hito para la concepción de la armonía social que mantenían las elites argentinas: una paz social basada en el mantenimiento del status quo. El radicalismo, en su versión personalista -la de Hipólito Irigoyen- representó para los miembros de las elites, un peligro potencial, dado que, por primera vez, las masas de

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inmigrantes que se habían mantenido alejadas del espacio político, comenzaron a participar de forma más visible. El año 1930 representa, cómo ya lo ha explicado Halperín, un nudo gordiano para la comprensión de las vicisitudes políticas en la Argentina. El temor a una Revolución social, la crisis del liberalismo, franqueado por la crisis económica mundial y el ascenso de las distintas formas de fascismos, representó un caldo de cultivo para la instalación en el poder del Estado de los sectores más conservadores de la elite. Estamos en presencia del primer golpe de estado al sistema democrático, pero también, cómo lo ha expresado Luis Alberto Romero, estamos en presencia de varios elementos que serán fundamentales en la constitución de la Argentina contemporánea: la formación de una sociedad pretoriana, al estilo de lo que plantea Hugo Quiroga, es decir, una sociedad que buscó en las fuerzas armadas la protectora de ciertos valores, tenidos cómo fundamentales para el mantenimiento de las estructuras sociales: el ingreso al espacio público de funcionarios profesionales. La utilización de elementos novedosos en la dirección de la economía. La creación de Instituciones del estado con capacidad para responder ante los eventos de la economía argentina, etc. Podemos decir, como ha expresado Halperín, que el General Justo viene a formar parte de ese grupo de dirigentes argentinos, fuertemente posicionados en la tradición política liberal y cuyo sesgo peculiar es que han devenido de una de las corporaciones más importantes de la Argentina: las fuerzas armadas, y dentro de ella, del ejército. Existe un hilo conductor que nos lleva desde Mitre, pasando por Roca, hasta el General Justo. Un hilo que atraviesa también los orígenes del mito de la Nación Argentina. En el “clima de época” es donde se fraguaron los elementos constitutivos que hicieron posible la fraternidad entre dos corporaciones que habían buscado reconocimiento desde los orígenes del Estado: las fuerzas armadas y la Iglesia Católica. Ambas hicieron un largo recorrido para instalarse dentro del mito de la Nación Argentina. Ese recorrido tuvo cómo protagonistas indiscutibles, a un grupo de intelectuales profesionales, que formados al fuego de la acción católica, intentaron cubrir de sentido la relación natural que percibían entre el Estado, las fuerzas armadas, la Iglesia Católica y ellos mismos. Cuando Loris Zanatta habla del largo viaje de la Iglesia Católica hacía el centro de la nacionalidad, no hace sino poner en evidencia una relación que sería constitutiva del objetivo del Estado. Finalmente, el Estado había encontrado un elemento común, una fuente de la eterna juventud nacional, en donde toda la sociedad podía saciar su sed de sentido. Ese elemento fue significativamente visible, hacia 1934, cuando las calles del país se cubrieron de fieles católicos conmemorando su fe religiosa en el Congreso Eucarístico Internacional. Sin embargo, y parafraseando a Marx, la tradición política de todas las generaciones muertas seguiría oprimiendo, como una pesadilla el cerebro de los vivos. Es así cómo los festejos del Centenario están también presentes en el año del Bicentenario. Es precisamente esa misma tradición que oprime hoy el cerebro de los vivos. La década de 1930 representa una ruptura, pero también una continuidad, un espacio de triangulación entre el pasado, el presente y el futuro posible. Las tensiones generadas en el largo recorrido de búsqueda y encuentro de una Nación para el estado argentino, se encontrarán presentes en el gobierno de otro señor de la guerra que será el generador del movimiento político de mayor influencia del siglo XX argentino. El coronel Juan Domingo Perón, que no hace sino unirse a esa tradición que conforman, con todos sus matices y diferencias: Rosas, Mitre, Roca, Justo y Perón.

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De esta forma, la Nación Católica lograría poner de manifiesto el conjunto de tensiones existentes en una sociedad que aún se encontraba en formación, muy a pesar de las reformas que estableció la Iglesia para poder adaptarse a los tiempos de cambio de las sociedades contemporáneas. Muy en el fondo, soñaban con una sociedad al estilo de lo que planteó George Duby, una sociedad de Señores de la Guerra y de mensajeros de las verdaderas intenciones del Dios cristiano. Un mundo de cristianos, en donde los que guerrean cuidan la salud física y los que oran la salud espiritual de los que trabajan y de los que crean riqueza.

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