La modernización de los estudios filológicos en España: la Sección de Filología del Centro de Estudios Históricos

June 14, 2017 | Autor: M. Pedrazuela Fue... | Categoría: Historiography, Linguistics, Historia Cultural, Filología Hispánica
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M ario P edrazuela F uentes CCHS-CSIC

La modernización de los estudios filológicos en España: la Sección de Filología del Centro de Estudios Históricos

Introducción La Revista de Filología Española se fundó en 1914 dentro de la sección de filología del Centro de Estudios Históricos. Su publicación fue una muestra más de la modernización que los estudios filológicos tuvieron en España desde finales del siglo xix, y también de la labor que esta sección, dirigida por Ramón Menéndez Pidal, desempeñó en esa transformación. Son muchas las noticias que a lo largo del tiempo nos han llegado sobre el trabajo riguroso y científico que realizaron los filólogos del Centro de Estudios Históricos. Primero, informaciones recogidas en la prensa o en revistas de la época que ya llamaban la atención sobre los diferentes proyectos que allí se acometían. Tras la Guerra Civil, algunos de los propios filólogos del CEH, como Navarro Tomás, Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Sánchez Cantón, Zamora Vicente, recordaron cómo fueron aquellos años de esplendor filológico que ellos vivieron. Después fueron los especialistas los que analizaron y resaltaron las iniciativas filológicas del Centro. Entre estas publicaciones que se fijan en aspectos distintos de la labor que allí se realizaba, debemos destacar las de Diego Catalán, Yakov Malkiel, Eugenio Coseriu, Francisco Abad, José Polo, José Antonio Pascual, Javier Varela, Leoncio López-Ocón, Pilar García Mouton, José Ignacio Pérez Pascual, José María López Sánchez, Consuelo Naranjo, Esther Hernández, Carlos Garatea, Mario Pedrazuela, por citar algunos. Aprovechando el trabajo de todos estos estudiosos y el análisis de nuevas fuentes, tratamos de ofrecer en las siguientes páginas un recorrido por la filología española entre los últimos años del siglo xix y las primeras décadas del xx, en concreto hasta la Guerra Civil, momento en que desaparece el Centro de Estudios Históricos. El objetivo que guía este texto es mostrar la metamorfosis que sufrió la filología espa-

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ñola en muy pocos años, pasando de ser prácticamente inexistente, basada en la inspiración creadora de una persona, a la elaboración de un proyecto filológico amplio, con una metodología científica que permitiera abordar mediante un estudio metódico y riguroso aspectos diferentes de nuestra lengua y literatura. En este proceso, la sección de filología del Centro desempeñó un papel fundamental, pues hizo posible, gracias a un grupo de investigadores que desarrollaron su trabajo de forma institucionalizada, poner en relevancia la lengua y la literatura españolas, de tal modo que en pocos años su estudio se extendió por muchos países del mundo.

Una visión de la filología en los últimos años del siglo xix En 1896, Ramón Menéndez Pidal publica su primer libro, La leyenda de los infantes de Lara, un libro que, como reconocía su maestro Menéndez Pelayo en una reseña, abrió un nuevo «período científico para estos estudios». «¡Quiera Dios —continuaba el polígrafo santanderino— que veamos multiplicarse estos síntomas de despertamiento de nuestra actividad científica, y que poco a poco lleguemos a reconquistar la conciencia de nuestro espíritu nacional y de nuestra historia, sin la cual no hay para los pueblos salvación posible!» (Menéndez Pelayo, 1898: 80). Nos encontramos en la última década del siglo xix; unos años antes, en 1880, Antonio Sánchez Moguel, que también había sido profesor de Menéndez Pidal en la universidad, se quejaba del «inconcebible atraso en que están actualmente en España los estudios filológicos», para más adelante afirmar que «la Ciencia del lenguaje, como tal ciencia, se ha constituido y desarrollado en Europa sin nuestro concurso, con total independencia de nosotros» (Sánchez Moguel, 1880: 193). No era de extrañar esta situación, pues en aquella fecha de 1880 todavía no se habían traducido al español las obras de Bopp, Schleicher, Ascoli, Max Müller o Whitney, fundamentales para conocer los nuevos principios filológicos. Tenía razón Moguel en sus lamentaciones, pues los esfuerzos de Pedro Felipe Monlau, Francisco de Paula Canalejas, Manuel de la Revilla, Francisco García Ayuso, entre otros, por dar a conocer las nuevas corrientes lingüísticas no lograron instalar un sistema de estudio de la lengua que siguiese las doctrinas comparatistas o historicistas que habían triunfado en Europa. El cambio de un paradigma científico frente a otro de tipo escolástico fue demasiado lento en nuestro país. El control que ejercía el catolicismo de la época en las cátedras universitarias y en las academias impedía la incursión de estas nuevas formas de pensamiento que cho3 8 mario

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caban con sus teorías, que no reconocían el origen histórico y evolutivo de la lengua. De ninguna manera podían admitir que el origen de la lengua no se encontraba en dios, como decía la Biblia. No fue esta la única causa, también debemos tener en cuenta la ausencia en España de un nacionalismo romántico que fomentara la instauración de una nueva filología, como había sucedido en otros países europeos en los que el estudio de la lengua se convirtió en un fundamento esencial en la formación de una identidad nacional. Sin embargo, a pesar de las palabras de Sánchez Moguel, sí es cierto que el clima de ebullición ideológica, científica y educativa que se vivió a partir del Sexenio Democrático facilitó la llegada de nuevas doctrinas científicas. La corriente principal que arribó fue la filosofía positivista que, enarbolando la bandera de la experiencia, de la observación y la búsqueda empírica de datos para llegar a conclusiones que se acercaran lo más posible a la realidad, se proponía combatir los excesos del idealismo metafísico hegeliano que defendían los krausistas. Ante la hegemonía metodológica de la observación y la experiencia que proponía el positivismo, algunos krausistas trataron de buscar un punto de encuentro con la inducción y la generalización filosófica a través de la positivación del krausismo, lo que Adolfo Posada llamó krausopositivismo. Esta corriente buscaba los puntos de enlace entre el idealismo y la nueva filosofía positivista. La nueva vertiente positivista del krausismo se pondrá en práctica en la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Francisco Giner de los Ríos en 1876, y en la Facultad de Filosofía y Letras, donde, a pesar de la expulsión de varios catedráticos durante las causas universitarias de 1866 y 1875, se mantuvieron algunos profesores krausistas, lo que facilitó que sus propuestas científicas y pedagógicas se extendiesen por diversos centros educativos. Para el positivismo, las teorías darwinistas se convirtieron en el más firme apoyo científico para su concepción del mundo. Darwin y sus seguidores encontraron en los avances que había hecho la lingüística gracias a las doctrinas comparatistas y evolucionistas un fundamento en el que asentar su pensamiento. Desde comienzos del siglo  xix, los filólogos habían venido demostrando que el origen de las lenguas se debió a una evolución continua, y en esa evolución las lenguas más fuertes o desarrolladas habían triunfado sobre las que no habían logrado un nivel grande de desarrollo. Sin embargo, la unión entre la lingüística y las doctrinas transformistas se produjo con el filólogo alemán August Schleicher. Él negaba la intervención humana en la formación del lenguaje, y definía la lengua como un organismo vivo, que como tal evolucionaba según las leyes establecidas por Darwin con sus fases de nacimiento, desarrollo, declive y muerte. la modernización de los estudios f ilológicos en espa ñ a : la sección de f ilolog í a del C entro de estudios históricos 

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Aunque en un principio la incorporación del pensamiento positivo surgió dentro del debate político, poco a poco se fue extendiendo al ámbito intelectual y adentrándose en otras ramas del conocimiento humano. La filología no se mantuvo al margen y se hizo eco de sus procedimientos. Manuel Milà i Fontanals fue el primero; en sus trabajos sobre literatura medieval y romancero, incorporó el método positivista al estudio de la lengua y la literatura. Recorrió las tierras catalanas para entrevistar a la gente de los pueblos, que era donde se guardaba la lengua y la literatura popular, y, en ella, su esencia real. Una vez recopilado y organizado todo ese material, Milà i Fontanals lo analizó para llegar a una serie de conclusiones que le permitieron descubrir la cultura, las tradiciones y la historia de los pueblos, tanto catalán como español. También se trasladaron a la crítica literaria las nuevas premisas. Se abandonó la antigua crítica romántica, proclive al sentimentalismo y al abuso retórico, y se sustituyó por un análisis de las obras literarias basado en recursos científicos. Uno de los primeros en poner en práctica la nueva crítica fue Manuel de la Revilla. Gracias a la irrupción de estas nuevas corrientes metodológicas, surge en España, de forma tardía con respecto a otros países de Europa, un debate sobre el origen de la lengua: se abandonan por fin las teorías escolásticas y se empieza a ofrecer una visión más científica a partir de los parámetros del positivismo y del darwinismo. En los distintos foros intelectuales se habla ya sin tapujos de las teorías evolucionistas del origen de la lengua. Por esos años, Francisco García Ayuso publica sus investigaciones sobre la lengua sánscrita, cuyo estudio motivó el cambio de los nuevos métodos lingüísticos. Tal vez fruto de las publicaciones de García Ayuso, se establece en la Facultad de Filosofía y Letras una cátedra de Sánscrito. Alfredo Calderón se hace eco de las nuevas teorías lingüísticas en varios artículos publicados en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza y la Revista España. Vicente Vignau enseñaba en la Escuela Superior de Diplomática Gramática histórico-comparada de las lenguas neo-latinas, y Pedro Múgica y Francisco Commerlan publicaron sus gramáticas comparadas. El joven Miguel de Unamuno, cuando quiso ser filólogo, también encontró en las teorías del darwinismo lingüístico de Schleicher fundamento para realizar su tesis sobre la lengua vasca. Tampoco podemos olvidar los primeros estudios dialectológicos de Joaquín Costa, en los que por primera vez se ponen en práctica los métodos positivistas para el estudio de la lengua. En las últimas décadas del siglo ya eran habituales en artículos de prensa, en discursos de inauguración de curso o en otro tipo de publicaciones las referencias a las teorías de Bopp, Max Müller, Whitney y sobre todo del neogramático Hermann Paul.

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El Ateneo de Madrid fue uno de los lugares en los que más se debatieron las nuevas corrientes científicas, allí fue donde se fraguó el positivismo español. A finales de los años setenta se dictó un curso sobre «Orígenes del lenguaje» que dio lugar a una «curiosa y animada discusión», según Sánchez Moguel. Años después, en 1896, el mismo año que publicaba su primer libro, un joven Menéndez Pidal ofreció un curso sobre «Orígenes del español» en la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo. El curso se fundamentó en tres líneas principales: Formación y origen de las lenguas románicas, en concreto del castellano, a partir del estudio de cartas puebla de Oviedo y Avilés; Estudio de textos literarios: El poema de mío Cid, Ministerio de los Reyes Magos y La disputa entre el alma y el cuerpo, y División geográfica de las diversas lenguas de la Península. Don Ramón ya estaba definiendo las que serían sus líneas de investigación y que después instauraría en el Centro de Estudios Históricos: el léxico español antiguo a partir de documentos oficiales, el estudio de los textos literarios medievales y la geografía fonética. El camino abierto por Friedrich Diez para el estudio de la lingüística románica con la publicación de Gramática de las lenguas románicas y el Diccionario etimológico románico, basados en el método comparativo de Franz Bopp, y el aspecto histórico de los hermanos Grimm (Jackob y Wilhelm), camino continuado por Meyer-Lübke con la Gramática de las lenguas románicas en 1890, fue seguido por otros romanistas. Pronto empezaron a surgir en los distintos países lingüistas dedicados a estudiar la lengua de su tierra; fue el caso de Ascoli en Italia, Gaston Paris y Paul Meyer en Francia, por citar algunos. Sin embargo, en España no nació esa curiosidad por descubrir el origen del español y de su literatura. Fueron hispanistas franceses, alemanes, austriacos los primeros que mostraron interés por nuestra lengua: Morel-Fatio, Foulché-Delbosc, Ferdinand Wolf, Meyer-Lübke, Hugo Schuchardt. También hay que tener en cuenta a los hispanoamericanos Rufino Cuervo, Andrés Bello, Roberto Lenz o Federico Hanssen.

Ramón Menéndez Pidal Ramón Menéndez Pidal, que para sus exámenes en la universidad estudiaba la Gramática de Diez, a pesar de que su profesor, Sánchez Moguel, se lo desaconsejara, se dio cuenta de la necesidad que existía de realizar un trabajo metodológico sobre la lengua y la literatura española con el fin de reclamar su identidad al mismo nivel que otras lenguas románicas. Antes de publicar en 1896 La leyenda de los infantes de Lara, había presentado y ganado en 1893 el concurso que convocó la

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Ramón Menéndez Pidal. Real Academia Española.

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Real Academia Española con su estudio sobre el Cid, que saldría publicado en 1909. Tal vez ese vacío fue el que lo llevó a redactar una nota de 10 de julio de 1901 en la que organizaba su vida a partir de las distintas publicaciones que se proponía hacer: 1901, Gramática del Poema del Cid; 1902, Crestomatía; 1904, Romancero general; 1906, Leyenda del Cid; 1907, Bibliografía y crónicas; 1910, El castellano en América; 1912, Historia del idioma español; 1914, Gramática histórica del español; 1919, Historia de la literatura antigua; 1925, Edición de las crónicas generales (Catalán, 2001: II-VIII).1 Como vemos, en aquellos años de juventud, Menéndez Pidal era un positivista muy idealista, que se veía con fuerzas para abordar tan ingente plan de vida. Las nuevas corrientes lingüísticas que en las últimas décadas del siglo xix estaban fundamentadas en el positivismo neogramático sirvieron de base metodológica a Menéndez Pidal para llevar a cabo sus distintos proyectos. Hasta entonces eran escasos los estudiosos que se habían acercado a las fuentes para realizar un análisis detallado de ellas que les permitiera llegar a conclusiones lo más cercanas posible a la realidad. En ese análisis de las fuentes basó sus indagaciones Pidal para escribir otra de sus primeras obras, Crónicas generales de España manuscritas de la Real Biblioteca de El Escorial (1898), que tan fundamental resultó para sus posteriores investigaciones sobre la épica. Pero tal vez fue Manual elemental de la gramática histórica española de 1904, el libro con el que asumió de forma más evidente los principios neogramáticos. En los primeros años del nuevo siglo, Menéndez Pidal se había convertido en una personalidad relevante dentro del mundo académico y científico. En 1899 obtuvo la cátedra de Filología comparada de latín y castellano en la Universidad Central, y en 1902 fue nombrado, con menos de cuarenta años, académico de la Real Academia Española. En enero de 1907 se funda la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), de la que don Ramón era uno de los vocales. La JAE, con la que se quería impulsar la ciencia y la educación, tan decadentes en esos años en España, fue una de las últimas decisiones que tomó el partido liberal antes de dejar el poder a Anto1   En una entrevista en la revista España, de 1916 decía Menéndez Pidal sobre su obra: «¿A qué se debe la orientación de mi obra personal? Todos mis trabajos han ido surgiendo en torno al primero que emprendí. En 1893 acabé la redacción primitiva de mi estudio del Poema de Mío Cid. Tenía entonces veinticuatro años. Con ocasión de este estudio tuve que emprender el de las crónicas medievales. Estudiándolas descubrí la prosificación del Cantar de los infantes de Lara, y en 1894 empecé a trabajar en el libro sobre este tema, que publiqué en 1896, a los veintiséis años. Y así fueron surgiendo mis trabajos posteriores. Siempre recuerdo pensando en mi vida individual, que de mi lectura infantil de la Biblia, hubo una frase que siempre quedó flotando sobre mi espíritu: “maldito el que una vez puesta la mano en el arado vuelve la cabeza atrás”. En este sentido estoy satisfecho de mí mismo; he seguido sin vacilar la dirección emprendida, dependiendo todos mis trabajos del hilo central de la poesía épica y el lenguaje medioeval» (Menéndez Pidal, 1916: 18).

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nio Maura ese mismo mes de enero de 1907. Detrás del proyecto se encontraba la Institución Libre de Enseñanza, con Giner de los Ríos como pensador y el joven José Castillejo como ejecutor, además del magisterio científico del recién nombrado Premio Nobel Santiago Ramón y Cajal. La estrecha relación que estos intelectuales mantenían con los políticos liberales, como Moret o el conde de Romanones, facilitó que su proyecto de modernización de la ciencia se pudiera llevar a cabo. En ese plan también se fijaban en los estudios históricos, como entonces se llamaba a las humanidades, y para ello ya plantearon en 1906 la creación de un Centro de Estudios Históricos (CEH). En una noticia publicada en el diario El Globo el 7 de julio de 1906, se anunciaba que «El conde de Romanones ha puesto a la firma de S. M. el Rey un importante decreto creando un Centro de Estudios Históricos, con el fin de promover las investigaciones científicas de nuestra historia patria en todas las esferas de la cultura».2 La idea de la creación de la Junta y del Centro estaba ya muy avanzada en 1906, tanto que entre los objetivos del Centro se recogían los que después aparecieron en 1910 en el real decreto que lo fundó: investigar las fuentes, organizar misiones científicas, formar a alumnos, mantener una relación con los pensionados que estaban en el extranjero y formar una biblioteca. El Gobierno conservador de Maura paralizó las ideas que los liberales tenían para la ciencia española y, aunque mantuvieron la JAE, limitaron mucho su actuación, e impidieron la creación de los centros de investigación que tenían planeados. Finalmente, en marzo de 1910, con los gobiernos liberales de Moret primero y Canalejas después, se fundó el Centro de Estudios Históricos junto con el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales, y la JAE pudo desplegar los objetivos que se había propuesto en 1907.

La sección de Filología del Centro de Estudios Históricos El Centro de Estudios Históricos comenzó su andadura con siete secciones: Instituciones sociales y políticas de León y Castilla, que dirigió Eduardo Hinojosa entre 1910 y 1919, y Claudio Sánchez Albornoz entre 1924 y 1936; Trabajos sobre arte medieval, que a partir de 1914 pasó a llamarse Arqueología, y al mando de la cual estuvo Manuel Gómez   Continúa la noticia: «Esta creación era una necesidad reconocida y reclamada por todos, no ya para conocer nuestra propia historia en sus fundamentos e intimidades, sino para que no siga dándose el caso de que son los extranjeros los que vengan dedicándose con especial atención y con éxito indudable a estos estudios que nosotros hemos tenido que abandonar, o poco menos, y que despiertan interés en toda la humanidad». El Globo, 7 de julio de 1906. 2

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Moreno hasta 1936; Orígenes de la lengua española, que también cambió el nombre por el de Filología en 1914, y que dirigió Ramón Menéndez Pidal; Metodología de la Historia, comandada por Rafael Altamira; Investigaciones de las fuentes para la historia de la Filosofía árabe española, dirigida por Miguel Asín Palacios e Investigación de las fuentes para el estudio de las Instituciones sociales de la España musulmana, con Julián Ribera a la cabeza, se mantuvieron hasta 1917; Los problemas del Derecho civil en los principales países en el siglo xix, al frente de la cual estuvo Felipe Clemente de Diego, hasta 1924. En 1913 se crearon otras dos secciones: Trabajos sobre el arte escultórico y pictórico de España en la Baja Edad Media y Renacimiento, que con el nombre de Arte que adquirió en 1914 se mantuvo hasta el final con Elías Tormo dirigiéndola y Estudios sobre filosofía contemporánea, encabezada por José Ortega y Gasset y que tuvo una vida efímera, pues en 1916 desapareció. También fue fugaz la sección de Estudio de Filología semítica e investigación de las fuentes arábigas y hebraicas para la historia, literatura y filosofía rabínico españolas, que dirigió entre 1914 y 1916 Abraham S. Yahuda. Ya en los años de la República se fundaron dos nuevas secciones: Archivos de Literatura Española, con Pedro Salinas, y Estudios Hispanoamericanos, con Américo Castro. En los veintiséis años que duró la experiencia del Centro de Estudios Históricos cuatro fueron las secciones que lo sustentaron: Filología, Arte, Arqueología e Historia del Derecho. Tal vez debido a la figura de Ramón Menéndez Pidal que dirigió el Centro desde su creación, la sección de filología se convirtió en la de mayor relevancia: fue la que dispuso de mayor número de colaboradores y la que más proyectos y publicaciones llevó a cabo. Las investigaciones lingüísticas realizadas en España a lo largo del siglo xix, y en general en cualquier rama del conocimiento, se habían hecho de forma aislada, por un erudito que, desde su cátedra universitaria, se dedicaba a estudiar un tema, casi siempre de forma amplia y general. Según Menéndez Pidal ese era el gran mal de la ciencia española: También nuestra ciencia padecía y aún sigue padeciendo del defecto general hispano: el individualismo anárquico, la incapacidad de solidaridad; defecto que ha esterilizado la labor de tantos hombres trabajadores y en cierto modo inteligentes. Y en la ciencia (que es el producto más armónico de la colaboración de todos los pueblos y de los más diversos individuos) este defecto anula los mayores esfuerzos y lleva a las aberraciones más estériles (Menéndez Pidal, 1916: 12).

En su análisis de la situación en que se encontraba la ciencia en España a principios de siglo, destacaba Pidal la dependencia que las investigaciones científicas tenían de la capacidad creadora o del im­ pulso aislado de un espíritu individual, como fue el caso de Ramón y

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Organigrama del Centro de Estudios Históricos entre 1932 y 1936, elaborado por Rafael Lapesa. Biblioteca Valenciana Nicolau Primitiu. Archivo Vicente Llorens Castillo (ilustraciones págs. 10 y 11).

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Cajal, y no por un grupo organizado que siguiera una metodología establecida y que contara con el apoyo de la sociedad. Con la fundación del Centro de Estudios Históricos se perseguía desarrollar una ciencia en grupo, realizada por especialistas que trabajaran de forma conjunta. Esto supuso el nacimiento en las humanidades de la figura del especialista, del investigador, del filólogo que ya no se limita a dar clases en la universidad o en los institutos (aunque todavía en los primeros años tendrá que ser así), sino que podía vivir gracias a sus investigaciones, con lo que se profesionaliza la figura del investigador en filología y en otras ramas de las humanidades. Hasta ese momento, las estudios lingüísticos que se hacían en España tenían un carácter poético o artístico, como decía Dámaso Alonso; se trataba de una filología intuitiva y de erudición acumulativa. Frente a este sistema, en el Centro de Estudios Históricos se impuso una forma de trabajo basada en el rigor, en el estudio científico de los datos, en la reflexión y por tanto en la inducción, en el análisis filológico exigente y en una investigación histórica y minuciosa a partir del conocimiento profundo de las fuentes. Se quería sustituir la retórica tradicional repleta de lugares comunes por la claridad y la precisión. La creación de un equipo, unido a la metodología utilizada y a la ausencia de investigaciones anteriores permitió a Ramón Menéndez Pidal llevar a cabo el ambicioso plan de trabajo que elaboró en 1906. Sin embargo, don Ramón no impuso su doctrina, sino que estuvo abierto a nuevas corrientes científicas y a los nuevos campos de trabajo que sus colaboradores iban descubriendo. En los primeros años del Centro de Estudios Históricos, la influencia neogramática estaba muy presente, pues era el método que les facultaba para abordar un proyecto de la magnitud que se había previsto. La aplicación de este método les permitió hacer acopio de una enorme cantidad de documentos sobre las primeras manifestaciones de la lengua y la literatura castellana que hasta aquel momento acumulaban polvo en archivos episcopales y de ayuntamientos, para después exponerla de forma detallada y ordenada mostrando las conclusiones que dicho material ofrecía. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, comienzan a acompañarse las descripciones con opiniones u observaciones en las que los investigadores teorizan con mayor profundidad acerca de la información que aquellos textos ofrecían. Pues como afirmaba Menéndez Pidal en 1916: Se confunde la impersonalidad objetiva de la ciencia con la impersonalidad, la frialdad subjetiva […]. La ciencia tiene sus métodos que aseguran las convicciones conquistadas, prestándolas el valor de verdades objetivas; y claro está que ningún sentimiento autoriza a dar ciudadanía en el mundo de la verdad a otras convicciones que no tengan, rigurosamente, este valor (Menéndez Pidal, 1916: 11).

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Si Menéndez Pelayo había fijado su atención en los siglos xvi y xvii, Menéndez Pidal y los filólogos del Centro de Estudios Históricos buscaron en la Edad Media la esencia del pueblo español, de igual manera que los filólogos de otros países habían encontrado en sus primeras manifestaciones literarias la identidad nacional. En las raíces históricas, literarias y lingüísticas españolas encontraron las razones para combatir el pesimismo finisecular dominante entonces y mostrar la grandeza histórica y cultural de nuestro país. Para llevar a cabo este plan de recuperación de la estima identitaria española y de la conciencia colectiva del pasado, el grupo de filólogos del Centro de Estudios Históricos se inspiró en el estudio de la poesía tradicional, a la que otorgaba valor histórico, y del hecho lingüístico en las circunstancias en que fue creado. Menéndez Pidal se basó en el concepto de tradicionalidad, mediante el cual pretendía demostrar la existencia en España de una épica nacional y original, al igual que existe en países vecinos como Francia, que otorgara a la sociedad española, en una situación de profunda crisis, una conciencia nacional histórica equiparable a la de otros países europeos.

Los colaboradores Para conseguir estos objetivos era necesario un grupo de trabajo con el que poder abordar proyectos de tanta envergadura. Según se recogía en 1906 y después en el real decreto fundacional de 1910, dos de los objetivos que se planteaba el nuevo Centro eran los de formar a jóvenes investigadores y realizar excursiones que permitieran el contacto directo con el objeto que se iba a estudiar. Para llevar a cabo estos cometidos, los primeros meses del funcionamiento del Centro de Estudios Históricos consistieron en seminarios a los que acudía un grupo reducido de alumnos. La universidad española de aquellos años, una universidad apática, sin estímulos, profesores acomodados, situada en viejos caserones incómodos y sin material docente adecuado, era incapaz de ofrecer un sistema de enseñanza tan especializado como podían hacerlo

Filólogos del Centro de Estudios Históricos como José Fernández Montesinos y Pedro Salinas, acompañados de otros escritores como Vicente Aleixandre, Miguel Hernández, José Bergamín, Gerardo Diego, María Zambrano, entre otros. Archivo del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC.

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estos seminarios del Centro. Ramón Menéndez Pidal, director de la sección de Orígenes del español, comenzó sus cursos el 23 de mayo de 1910, según informa Gómez Moreno a su mujer en una carta de ese día: «Hoy empieza M. Pidal sus estudios [primera clase del CEH], y pienso ir allí». Gómez Moreno también asistió a la siguiente sesión que tuvo lugar dos días después: Luego alcancé algo de la primera sesión de Pidal, que fue en el archivo, con cuatro o cinco alumnos, de los [que] dos son ya colaboradores suyos impuestos en paleografía por lo menos y que ya van trabajando. Luego salí con ellos, hablando con estos alumnos, que uno es granadino, un tal [Américo] Castro, que irá a la provincia de Zamora, y el otro que fino y simpático [¿Navarro Tomás?], a la de León, y por consiguiente habré de suministrar datos para andar por allí y algunas recomendaciones (Castillejo, 1998: 81-82).

En estos seminarios los asistentes debatían sobre un tema concreto guiados por el magisterio del profesor que participaba en ellos casi al mismo nivel que el resto. Uno de los primeros alumnos que acudió a las clases de Menéndez Pidal fue Sánchez Cantón, quien recordaba cómo era aquel ambiente: La tercera [clase] se daba en la Sección de Filología del inolvidable Centro de Estudios Históricos, recién instalado —es un decir— en el bajo del Palacio de Bibliotecas y Museos, en ángulo formado por el paseo de Recoletos con la calle Villanueva. En torno a una mesa de barnizado pino, sobre suelo de cemento, nos sentábamos en duras, incómodas e iguales sillas don Ramón, los alumnos y varios colaboradores: recuerdo a Navarro Tomás, a Américo Castro, a Justo Gómez Ocerín […], a Ruiz Morcuende […]. Las clases […] transcurrían sin el menor engolamiento. Sobre cualquier punto hablaba el que tuviese algo que decir, o quien creyese que podía aducir cosa aprovechable. Desconcertábanos, mientras no nos habituamos, que a menudo repitiese don Ramón: «No lo sé»; «Habría que buscar textos»; «Miraré en el fichero y ya se lo diré»; «Lo he sabido mas no lo recuerdo», y otras frases tan sinceras y poco doctorales como esas minucias, cuando la gravedad universitaria se avergonzaba con declaraciones semejantes [...]. En el Centro, el trabajo de las clase distaba todavía más del empaque o de la campechanía al uso, según los casos: Navarro Tomás leía, traduciendo del alemán, la Gramática histórica de Hansen, y don Ramón, como los demás, comentaba, preguntaba, aclaraba, dudaba. Aquella seria sencillez contribuía, cual ningún otro método de enseñanza, a la formación de los discípulos. Aunque la vida los condujese luego por caminos alejados de la Filología, quedaba impreso en su espíritu el desdén por lo aparatoso y lo grandílocuo, el aprecio por cuanto todos pueden aportar, la desconfianza ante las teorías, incluso las formuladas por especialistas famosos galos o tudescos, el valor del esfuerzo personal y otros principios que nos parecen obvios (Sánchez Cantón, 1969: 19).

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Estos seminarios, que, como nos cuenta Sánchez Cantón, estaban presididos por un ambiente de colaboración afectuosa e igualitaria entre el maestro, en este caso Menéndez Pidal, y los alumnos, estaban basados en una discusión que surgía a partir de la lectura de un libro. Inspirados en el modelo de Ranke, tenían la misión de crear espe­ cialistas en determinados temas, de ahí su profundidad y su altura científica. Muchas de las cuestiones que se discutían en los seminarios estaban enfocadas a un trabajo de campo en el que se ponía en práctica los temas en él abordados. De esta forma, las excursiones científicas se convirtieron en otro método fundamental para formar a los colaboradores de la sección de filología y del Centro. El carácter científico que se quería dar a los estudios lingüísticos, equiparándolos a los de las ciencias experimentales, como la biología, exigía un contacto directo con el objeto de estudio, por eso, aquellos jóvenes filólogos tenían muy presente la metáfora de Schleicher de que el lingüista era un botánico y como tal tenía que salir al campo a trabajar con las materias primas, es decir, con la lengua. Menéndez Pidal pronto aplicó esta técnica de trabajo a sus investigaciones con los viajes que hizo por la ruta del Cid o en busca de documentos sobre los infantes de Lara. Antes de la formación del Centro, en 1907, Tomás Navarro Tomás fue becado por la Junta para Ampliación de Estudios para hacer un viaje por Huesca a buscar en archivos documentos aragoneses que le permitieran realizar un estudio sobre ese dialecto. Ya con el Centro creado, en 1912, se organizó una excursión por tierras salmantinas, zamoranas, leonesas y asturianas en la que participaron, además de Menéndez Pidal, el propio Navarro Tomás, Américo Castro, Federico de Onís y Martínez Burgos, con el objetivo de encontrar diferencias dialectales entre los distintos territorios y ya de paso recolectar romances. La técnica de la excursión resultó fundamental para los trabajos dialectológicos ya que posibilitó, a partir del contacto directo con los informantes, fijar los límites de cada una de las variedades lingüísticas. También lo fue para la búsqueda de romances, gracias a los cuales Menéndez Pidal pudo demostrar su teoría tradicionalista sobre la literatura medieval española. El tercer pilar en la formación de los colaboradores fueron las pensiones en el extranjero. La principal misión con la que se creó la Junta para Ampliación de Estudios era la de conceder pensiones a los jóvenes científicos para que conocieran lo que en su materia de investigación se estaba haciendo en centros europeos y también americanos. Fueron varios los filólogos pensionados que marcharon a universidades y centros de investigación principalmente alemanes, franceses, suizos o italianos para trabajar con los grandes especialistas del momento y regresar de nuevo al Centro para aplicar allí las nuevas técni-

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cas de trabajo o las corrientes metodológicas aprendidas. Famoso es el viaje que hizo Navarro Tomás entre 1912 y 1914 por varias ciudades francesas, suizas y alemanas para estudiar las nuevas técnicas de la fonética experimental que después puso en práctica en el Centro con la creación de un laboratorio de fonética. De los más de ochenta colaboradores que pasaron por la sección de filología del Centro, según se recoge en las memorias de la JAE, más de la mitad fueron pensionados para ampliar sus estudios en universidades extranjeras o para hacer trabajos de campo por la Península. Con estos tres pilares se fue creando un grupo de colaboradores o de investigadores en la sección de filología gracias a cuyo trabajo se logró modernizar la filología española y situarla al mismo nivel que la europea. La red de filólogos que se tejió durante los años que duró la sección permitió crear otras redes distintas (educativo, editorial, internacional, etc.), como iremos viendo, que resultaron fundamentales para que el estudio y la difusión de la lengua y la literatura española alcanzara los niveles de otros países. Américo Castro, Tomás Navarro Tomás, Federico de Onís, Federico Ruiz Morcuende, Antonio García Solalinde fueron los primeros que acudieron a los seminarios de Pidal en el Centro y que participaron en las excursiones. Todos ellos eran jóvenes licenciados en Filosofía y Letras que habían llegado a Madrid desde Granada, Albacete, Salamanca o Zamora para incorporarse al proyecto filológico que Menéndez Pidal ponía en marcha en el Centro de Estudios Históricos. Pronto se estableció una relación estrecha entre Pidal y sus primeros colaboradores; como reconocía Onís en una carta de 16 de octubre de 1912, para «los jóvenes que hoy empezamos a estar unidos en un ideal común, es usted —con todos los derechos y honores de padre— un hermano mayor que nos ha abierto el camino seguro por donde hay que marchar. Y si hay algo que nos pueda dar ánimos y esperanza, es pensar que le falta a usted por vivir lo mejor de su vida». Américo Castro escribía en un sentido muy parecido a José Castillejo; le hablaba de la capacidad de Menéndez Pidal para formar a un grupo de jóvenes que pudieran llevar a cabo una modernización de la ciencia en España: A mis trabajos en dialectología, y a esas ediciones clásicas, quisiera añadir lo que haga en el curso de Pidal en la Institución. Trabajaremos sobre la leyenda de Fernán González; creo que se encargará el maestro de comparar el poema con la parte correspondiente de la inédita Crónica general de 1344. Sería hermoso que la Institución elevase siempre más el nivel de su labor científica. A P. Blanco lo he conminado a que nos ayude especializando, a fin de que al cabo de algunos años a la sombra de M. Pidal, haya en España, teniendo como Centro la Institución, un núcleo

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de gente que pueda dar la pauta en esta materia […]. Hemos de procurar que nuestra fuerza, la de los principiantes, se convierta toda —poca o mucha, claro— en trabajo útil. Usted, Pidal, Hdez Pacheco podrían formar la cúspide de lo que en España —y fuera— se hiciese en sus respectivos dominios. A su lado vendrían una serie de muchachos, que caldeados continuamente por tanto ideal, quizá lograsen en algunos años levantar el pobre papel español. Sin caer en la patriotería de Unamuno y Mariano de Cavia (Castillejo, 1998: 595).

Las clases de Menéndez Pidal en la Universidad Central se convirtieron en un semillero de jóvenes filólogos para el Centro. En 1914, Américo Castro obtiene la cátedra de Gramática histórica, y también invita a sus mejores alumnos a las dependencias del Centro. Tanto uno como otro enseñaban algunas de sus clases en el propio Centro. En los 26 años de vida de la sección, se sumaron a ella unos 83 colaboradores, algunos pasaron por allí de forma fugaz, otros se mantuvieron durante varios años. En la década de 1910 se unieron a la sección —aquí vamos a nombrar a aquellos que tuvieron una relación estable— Vicente García de Diego, Zacarías García Villada, Germán Arteta, Benito Sánchez Alonso, Amado Alonso, José Fernández Montesinos, Eduardo Martínez Torner. Ya en los años veinte se sumarán al proyecto Dámaso Alonso, Agustín Millares Carlo, José Vallejo, Ernesto Alonso Villodo, Juan Dantín Cereceda, Pedro Sánchez Sevilla, Carmen Fontecha, Césareo Fernández, Pedro Bohigas, Rafael Lapesa, Homero Serís, Pedro Salinas, José María Quiroga Pla, y ya en los años de la República el número de colaboradores de la sección se incrementó considerablemente (Memorias JAE, 1910-1934).

Américo Castro, Tomás Navarro Tomás y Antonio García Solalinde en la Residencia de Estudiantes. Archivo del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC.

Líneas de investigación En aquel marzo de 1910, con sus primeros alumnos, Menéndez Pidal estableció unas líneas de trabajo en lengua y literatura que no se alejaban mucho de aquellas propuestas que presentó en la Escuela de

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Estudios Superiores del Ateneo. Serán esos tres aspectos literarios y lingüísticos los pilares en los que los filólogos del Centro van a sostener sus investigaciones: los trabajos lingüísticos, con la recuperación de las primeras manifestaciones escritas del castellano y de otras lenguas de la Península (leonés, aragonés, principalmente); la geografía lingüística y la fonética experimental impulsadas por Navarro Tomás, y los trabajos literarios con la edición de textos clásicos y la recuperación de las primeras manifestaciones literarias. El entusiasmo de estos jóvenes y el vacío existente sobre este tipo de investigaciones les llevó a programar proyectos demasiado ambiciosos para los que se requería mucho tiempo y un grupo más amplio de personas, además de condiciones mejores para poder trabajar, de ahí que muchos de ellos no se llegaran a cumplir y se quedaran iniciados. En sus primeros años de funcionamiento, hasta 1914, año en que cambió el nombre por el de Filología, la sección se llamaba Orígenes del español, pues su función principal era encontrar en fuentes hasta el momento no frecuentadas los orígenes de la lengua española a través de un estudio metodológico que permitiera descubrir la evolución histórica de la lengua, de la misma forma que se había hecho en otros países. Gracias a las excursiones, los investigadores realizaron un estudio filológico de las primeras manifestaciones del leonés, del castellano y del aragonés, con la idea de publicar una crestomatía del español antiguo. También se hizo una selección y copia de documentos diplomáticos existentes en el Archivo Histórico Nacional y en otros archivos españoles y europeos. Como resultado del acopio de toda esa documentación se editaron los Documentos lingüísticos de España, que Menéndez Pidal publicó en 1919, los Fueros leoneses de Zamora, Salamanca, Ledesma y Alba de Tormes, que en 1916 publicaron Américo Castro y Federico de Onís, y los Documentos lingüísticos del Alto Aragón, que Navarro Tomás editó ya en 1957 en los Estados Unidos. Tal vez el fruto más relevante que surgió del estudio de los documentos antiguos fue Orígenes del español, que Pidal publicó en 1926 y que representa el primer estudio metódico, ya alejado de los postulados neogramáticos, sobre el origen del castellano. Estrechamente relacionada con estas actividades estaba la de Glosario, que empezó a funcionar a principios de 1915 bajo la dirección de Américo Castro. Su objetivo era recopilar materiales para formar un diccionario de la lengua castellana hasta fines del siglo xv, al igual que Fréderic Godefroy había hecho en Francia con su Dictionnaire de l’ancienne langue française du ixe siècle au xve siècle. El proyecto, como decía el propio Castro, era ambicioso y exigía un trabajo continuado de varias personas durante varios años, de ahí que no se completara. No se pudo cumplir el objetivo que se marcó, pero fruto de las investigacio-

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nes realizadas, en 1936, Castro publicó Glosarios latino-españoles de la Edad Media. Otro de los grandes proyectos lexicográficos que afrontaron los filólogos del Centro fue el Corpus Glossariorum de los siglos xvi y xvii, con el que se pretendía realizar el diccionario de los diccionarios del español, pues se quería recoger todos los diccionarios anteriores al Diccionario de Autoridades de 1726, el primero de la Real Academia Española. Samuel Gili Gaya trabajaba afanosamente haciendo fichas con información de los diferentes diccionarios. La guerra, como sucedió con otros proyectos, impidió que se pudiera acabar; sin embargo, en 1942, Gili Gaya publicó en Tesoro lexicográfico una parte del trabajo realizado. Uno de los temas a los que prestaron más atención los filólogos del Centro de Estudios Históricos fue la fonética experimental. En los primeros años, bajo la dirección de Navarro Tomás, se creó un pequeño laboratorio de fonética que iría creciendo con el paso del tiempo. El viaje que hizo Navarro Tomás por diferentes laboratorios de Francia, Suiza y Alemania, le lleva a descubrir los modernos aparatos que se estaban utilizando para realizar análisis fonéticos. A partir de 1914, tras su regreso, el laboratorio adquiere nuevos aparatos (quimógrafo, fonógrafo, palatógrafo, etc.) que facilitaron la realización de investigaciones en tres direcciones: el estudio sobre la articulación de los sonidos españoles; trabajos sobre la cantidad vocálica, lo que permitió comenzar estudios sobre la métrica y la versificación española; y, por último, estudios sobre la entonación española, con importantes publicaciones sobre el lenguaje de los sordomudos, entre las que hay que destacar La enseñanza de la pronunciación de los sordomudos de María Luisa Navarro de Luzuriaga. Otros colaboradores de Navarro Tomás en el laboratorio fueron Samuel Gili Gaya y Amado Alonso hasta su marcha a Buenos Aires. Gracias a estas investigaciones, en 1918, Navarro Tomás publicó un Manual de pronunciación española, la primera obra de fonética experimental que se publicó en España, en la que se abordan, desde una perspectiva científica, las cuestiones fonéticas del castellano, sin olvidar las variedades regionales, y que fue una gran ayuda para la enseñanza del español. Al poco de publicarse fue traducido por Krüger al alemán, en 1923, y Aurelio Espinosa hijo lo adaptó al inglés en 1926. Ya desde sus inicios los trabajos en el laboratorio se complementaban con excursiones por diferentes zonas de la península, pues aunque Navarro Tomás era partidario de las nuevas técnicas que proponía la fonética experimental, era también un gran defensor de la geografía lingüística (AlPI). Sin embargo, no fue hasta los años treinta, tal vez debido al incremento de presupuesto que tuvo el Centro con la llegada de la República, cuando comenzaron los trabajos del

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Tomás Navarro Tomás retratado por Moreno Villa. Residencia de Estudiantes.

Atlas Lingüístico de la Península Ibérica. Tras unos meses de formación en las aulas del Centro, unos cuantos jóvenes filólogos (Lorenzo Rodríguez-Castellano, Aurelio Macedonio Espinosa, Manuel Sanchis Guarner, Francisco de Borja Moll, Aníbal Otero, entre otros) guiados por Navarro Tomás, salieron a recorrer las tierras españolas y portuguesas para encuestar a las gentes de los pueblos con el fin de estudiar sobre el terreno los hechos lingüísticos diferenciadores y establecer de esta forma las fronteras, isoglosas, áreas de influencia cultural, histórica, social, etc., que eran las auténticas causantes de la división dialectal. Navarro Tomás elaboró unos cuestionarios que sirvieran a los encuestadores para lograr la información que deseaban. En realidad fueron dos los cuadernos: con uno se pretendía reunir materiales para estudiar la fonética y la morfosintaxis y el segundo iba dirigido a recopilar el léxico y aspectos relacionados con la cultura material. En un principio se pensó en utilizar para las encuestas algunos de los aparatos que ya usaban en el laboratorio, pero adaptado para el transporte. Adquirieron un quimógrafo y un magnetófono portátiles, pero finalmente las encuestas se realizaron de oído. El estallido de la guerra supuso la paralización del proyecto cuando ya se tenían encuestas de gran parte de la Península. Se retomó en los años cincuenta y en 1962 se publicó el primer tomo del ALPI. Algunos de estos aparatos, además de facilitar los estudios de pronunciación y de entonación, también permitieron registrar y conservar en discos de gramófono testimonios relevantes de la cultura hispánica. En esos discos se recogieron manifestaciones de la lengua española, tanto literaria como de uso corriente; los dialectos hablados en la Península y en otros países hispanoamericanos; testimonios de personalidades ilustres y canciones y melodías populares y tradicionales. Gracias a un aparato de inscripción directa de discos que Federico de Onís, desde la Universidad de Columbia, regaló al Centro, se pudieron hacer las grabaciones. También se depositó una colección de canciones populares españolas, recogidas con el mismo aparato por el profesor Kurt Schindler en varias provincias de Castilla y Extremadura. Navarro Tomás contó con la ayuda de Martínez Torner en los trabajos lingüísticos y folclóricos, y de Rodríguez-Castellano y Vallelado en la catalogación de los materiales. Además de grabaciones de voz, también se adquirieron películas con costumbres de pueblos de Salamanca, Ávila, Zamora y Asturias, e incluso filmaron una película en la Mancha titulada «La recogida del azafrán». Junto con la recuperación de las manifestaciones populares, se instalaron en el Centro, en diciembre de 1931, una serie de aparatos, que manejaba Gonzalo Menéndez Pidal, hijo de don Ramón, para grabar las voces de los intelectuales más representativos del momento. Gracias a esas grabaciones

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nos han llegado las voces de Unamuno, Valle-Inclán, Alcalá Zamora, Menéndez Pidal, Ramón y Cajal, Azorín, Juan Ramón Jiménez, etc. No era algo nuevo la preocupación de los filólogos del Centro por las tradiciones populares. Desde los comienzos de la sección de filología, las excursiones, además de tener un interés fonético o léxico, también se otorgaba una gran importancia al contenido folclórico, musical y antropológico. Con la recopilación de esas expresiones culturales arraigadas en el pueblo se perseguía revelar las huellas de la esencia española. A mediados de la década de 1910, la Junta pensionó a Eduardo Martínez Torner y Manuel Manrique de Lara para recorrer zonas del territorio español con el objetivo de recoger melodías populares y romances, así como cuentos tradicionales. Martínez Torner estudió las composiciones musicales de varios romances y sus investigaciones acompañaron algunas publicaciones de Menéndez Pidal con anotaciones musicales. También se reunieron cuentos tradicionales, no sólo de la Península sino también de tierras americanas, como demuestran las recopilaciones de cuentos y adivinanzas que Ramírez Arellano hizo en Puerto Rico. Junto con los trabajos lexicográficos y fonéticos, la tercera pata de las investigaciones filológicas del Centro de Estudios Históricos fue la literaria. Era necesario recuperar los textos más representativos de la literatura hispánica en ediciones filológicas fiables, lo más fieles posible al original, respetando su grafía, y acompañarlas de un corpus de notas que facilitara la lectura de los lectores menos expertos. El estudio de los textos literarios se abordó desde tres perspectivas: estudios de los textos hispanolatinos, de los textos literarios de la Edad Media y de Historia literaria. Desde los primeros años se incorporó a la sección el padre Zacarías García Villada, que dio un impulso al estudio de los textos hispanolatinos con la edición de la Crónica de Alfonso III y su Manual de paleografía. Junto a García Villada colaboraron en la edición de crónicas y textos en lengua vulgar, Miguel Artigas, Francisco Sánchez Coco y Benito Sánchez Alonso entre otros. Su propósito era incorporar la literatura española a la evolución de la europea, y para ello resultaba fundamental la recuperación de los textos medievales, que, como ya hemos dicho, se convirtieron en la base principal de los trabajos del Centro. En ese largo viaje hacia la Edad Media castellana, como dice Javier Varela, se buscaba hallar en las evoluciones de la literatura épica

Carátula de los discos del Archivo de la Palabra. Archivo del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC.

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Transcripción musical de Eduardo Martínez Torner. Archivo del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC.

la tradición nacional y literaria, siguiendo los esquemas noventayochistas. Menéndez Pidal fue quien lideró el recorrido por esta época con sus indagaciones sobre la épica y el romancero, a lo que se dedicó toda su vida. Su método de trabajo sobre estos temas lo recogió en 1920 en una publicación titulada Sobre la geografía folklórica. Ensayo de un método, que sirvió de modelo para las investigaciones que se realizaron en el Centro. Junto a la literatura tradicional, también se prestó atención a la literatura culta, con la edición de las principales obras de nuestra Edad Media, como la que publicó en 1930 Antonio García Solalinde de la General Estoria de Al­ fonso X el Sabio, o las Biblias del siglo xiii de la biblioteca de El Escorial que Agustín Millares Carlo y Manuel Montoliu publicaron en el Instituto de Filología de Buenos Aires. Dentro del estudio de la literatura tuvo especial relevancia en la sección de filología del Centro una subsección dedicada a la historia literaria. En ella participaron varios de los colaboradores con publicaciones sobre autores de diferentes épocas de nuestra literatura, prestándose una especial atención a los siglos áureos y los autores más representativos de esa época. Una de las preocupaciones de los estudios que se realizaban sobre literatura era demostrar la raíz europea y universal que tenían nuestros textos. Cabría destacar aquí las publicaciones de Menéndez Pidal sobre Poesía juglaresca y juglares o su reedición de la Antología de prosistas españoles; los artículos de Américo Castro sobre el concepto del honor en el teatro español y El pensamiento de Cervantes; también el libro que publicó Dámaso Alonso sobre Gón­ gora; las ediciones de José Fernández Montesinos sobre los hermanos Valdés y Lope de Vega, o la Antología de poesía española e hispanoamericana de Federico de Onís, por citar algunas de las obras más represen­ tativas. Ya en los años de la República se creó una nueva sección dentro del Centro dedicada al estudio de la literatura contemporánea. La nueva sección, que se llamaba Archivos de Literatura Contemporánea, empezó a funcionar en marzo de 1932 y estaba dirigida por Pedro Salinas. En ella colaboraban, entre otros, José María Quiroga Pla y Guillermo de Torre. Fruto de sus trabajos editaban una revista, Índice literario, cuyo primer número salió en agosto de 1932. El objetivo de

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esta sección y de su revista era informar de forma puntual y objetiva de la producción literaria española contemporánea, a través de reseñas o análisis sumarios de libros de reciente aparición.

Publicaciones Muchos de los estudios realizados por estos filólogos fueron publicados en la Revista de Filología Española fundada en 1914. La necesidad de dar a conocer los trabajos a sus colegas de otros países, pero también de formar a los jóvenes estudiantes de secundaria o universitarios impulsó la política de publicaciones, que se planteó en tres dimensiones: por un lado la Revista de Filología Española; por otro, la traducción de las obras más representativas que sobre los estudios románicos existían entonces, además de los manuales escritos por los propios colaboradores del Centro para la formación de futuros filólogos, y, por último, la edición de colecciones de los textos más representativos de nuestra literatura para llegar a un público amplio y poco especializado. A principios de 1914, según cuenta Tomás Navarro Tomás, surgió la idea en el Centro de editar unos Cuadernos de trabajo del Centro de Estudios Históricos en los que se diera muestra de las investigaciones de las diferentes secciones. Sin embargo, esta publicación no satisfacía del todo a Menéndez Pidal, y escribió a Navarro Tomás, que por entonces se encontraba en el Seminario de Hamburgo, planteándole sus dudas. Navarro, según cuenta, se puso en contacto con los editores de la Revue de Dialectologie Romane para conocer su funcionamiento y se hizo con un ejemplar de la Zeitschrift für Französische Litteratur. A partir de estas dos publicaciones surgió la idea de la Revista de Filología Española, cuyo primer número salió en el primer trimestre de 1914. Desde su creación, la RFE sirvió para participar de forma activa en la discusión de los problemas filológicos y también permitió a la sección de filología establecer una comunicación regular con otras instituciones colegas. Su aparición resultó fundamental para el incremento de la biblioteca del Centro, pues eran muchos los libros que llegaban para ser reseñados en sus páginas, y también el intercambio con revistas nacionales y extranjeras aumentó de forma considerable. En pocos años la Revista se convirtió en portavoz de los trabajos de la sección. Si en un principio eran los colaboradores los que publican en ella, con el tiempo sus páginas se llenaron también de las firmas de los grandes filólogos europeos. El incremento de publicaciones que recibió la sección con la creación de la RFE hizo necesario crear una subsección para organizar la bibliografía que sobre diferentes temas iba surgiendo. En enero de

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1915 se comenzó a trabajar en la constitución de una bibliografía de la lengua y la literatura españolas, lo que suponía un importante instrumento de apoyo a los trabajos del Centro. Ante la marcha de Federico de Onís a la Universidad de Columbia, el mexicano Alfonso Reyes, que acababa de llegar a España, se hizo cargo de la subsección de bibliografía ayudado por Antonio García Solalinde y Pedro González del Río. Se hicieron papeletas bibliográficas sobre diferentes temas, con una sección general, en la que tenía cabida las obras de historia general y española y ciencias auxiliares, y luego tres secciones especializadas de Lengua, Literatura y Folclore. Para uniformar las reglas de los colaboradores de la sección, entre Reyes y Solalinde redactaron un folleto que resultó de gran utilidad para posteriores trabajos sobre bibliografía. Casi desde sus comienzos, la Revista de Filología Española estuvo acompañada por dos colecciones: Anejos y Publicaciones. En los Anejos se recogían aquellos estudios que, debido a su profundidad y extensión, no tenían cabida en la Revista y exigían una publicación aparte. En esta colección apareció Orígenes del español, de Menéndez Pidal, Contribución al Diccionario Hispánico Etimológico, de García de Diego, El dialecto de San Ciprián de Sanabria, de Fritz Krüger, El pensamiento de Cervantes, de Américo Castro, La lengua poética de Góngora, de Dámaso Alonso, por citar algunos. En la colección de Publicaciones tuvieron cabida traducciones y manuales. Se inauguró la colección con la obra de Meyer-Lübke Introducción a la lingüística románica, traducida por Américo Castro, también fue una traducción, en este caso por el propio autor, la Introducción al latín vulgar, de Grandgent. Entre los manuales podríamos destacar el Manual de pronunciación española, de Navarro Tomás, La versificación irregular de la poesía castellana, de Henríquez Ureña, La oración y sus partes, de Rodolfo Lenz o Poesía juglaresca y juglares, de Menéndez Pidal. En una entrevista en 1916 a la que ya nos hemos referido, Menéndez Pidal afirmaba que el hombre de ciencia no debe rehuir el contacto con el público, «nada de torres de marfil», por eso muchos de los trabajos de la sección de filología iban dirigidos a los colegas científicos, pero otros muchos tenían una vocación más divulgativa y formativa. El Centro de Estudios Históricos mantuvo una relación estrecha con la educación tanto secundaria como universitaria. Muchos de los colaboradores encontraron en las aulas de los institutos un espacio en el que consolidar su situación laboral. La oposición a las cátedras de institutos se convirtió en una de las salidas más naturales para los filólogos. A esas aulas trasladaron las innovaciones pedagógicas que en materia de enseñanza de la lengua y la literatura se proponían desde los despachos del Centro. También llegaron sus cambios a las univer-

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sidades, siendo Américo Castro uno de los que más luchó por una renovación del sistema universitario. La nueva metodología en la enseñanza literaria y lingüística exigía un cambio en la forma en que los estudiantes de acercaban a las grandes obras de nuestra literatura. Era necesario preparar nuevas ediciones adecuadas a las necesidades de los alumnos, pero manteniendo el rigor filológico. Además había que recuperar autores y obras a los que no se les había prestado atención pero que resultaban fundamentales para nuestra historia literaria. Este fue el propósito de la colección Teatro Antiguo Español en la que se editaron obras de teatro clásico abandonando el viejo y decimonónico modelo de edición de la Biblioteca de Autores Españoles en el que importaba más la cantidad de obras publicadas que la calidad y la exactitud de sus textos. Con la nueva colección se pretendía acercar a los lectores las obras de la forma más fiel posible al original, respetando las grafías y puntuaciones y acompañadas de estudios filológicos realizados por expertos en los autores. El primer volumen publicado fue La serrana de la Vera de Luis Vélez de Guevara editado por Menéndez Pidal y María Goyri en 1916; después, Américo Castro publicó Cada cual lo que le toca y la viña de Nabot de Francisco Rojas Zorrilla en 1917. En total se publicaron ocho tomos y uno ya después de la guerra, en 1940. José Fernández Montesinos fue quien más se implicó en esta colección con la publicación de cuatro obras de Lope de Vega: El cuerdo loco (1922), La corona merecida (1925), El marqués de las Navas (1925) y El cordobés valeroso Pedro Carbonero (1929). La relación del Centro de Estudios Históricos con la segunda enseñanza se materializó con el Instituto-Escuela fundado en 1918. Este instituto fue una iniciativa experimental, impulsada por la JAE, que se propuso ensayar métodos renovadores de la enseñanza media, y a la vez formar profesores jóvenes que extendiesen las reformas. El Centro, al igual que otros institutos de la JAE, se convirtió en uno de los viveros principales para surtir de profesores al Instituto-Escuela. La estrecha vinculación que mantenía Menéndez Pidal con el Instituto-Escuela, de cuyo patronato era miembro, facilitó que la sección de filología hallara en este establecimiento un espacio adecuado para encontrar un puesto de trabajo. En la renovación pedagógica que los filólogos acercaron a sus aulas, el texto literario era el centro de la clase, a partir de él se explicaba la gramática y la historia literaria. Para ello era fundamental

José Fernández Montesinos. Archivo del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC.

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Portada de un ejemplar de la Biblioteca Literaria del Estudiante. Biblioteca Tomás Navarro Tomás (CCHS-CSIC).

facilitar a los bachilleres las antologías de textos que mejor se adaptasen a sus edades, para que pudieran comprender el contenido de la obra y relacionarlo con su contexto cultural, histórico y moral. Con esa idea surgió la Biblioteca Literaria del Estudiante, que se empezó a publicar en 1922 por la Junta para Ampliación de Estudios dirigida a los alumnos del Instituto-Escuela. Con ella se pretendía ofrecer unos textos adecuados, en extensión y calidad literaria, a las exigencias del nivel educativo de los estudiantes. La publicación de esta colección se fundamenta en tres criterios principales: la conservación del texto original, es decir, que el alumno tuviera a su disposición las obras tal y como las escribió el autor, sin censuras; una selección hecha en función de su valor filológico, histórico literario y en su interés para los estudiantes, y que los libros tuvieran un precio asequible para todos los estudiantes y sus familias, sin que por ello dejara de ser una publicación atractiva y educadora. La Biblioteca constaba de 30 volúmenes (no se llegaron a editar todos, algunos fueron publicados después de la guerra) con los que se realizaba un recorrido por la literatura española de todas las épocas. La edición de textos, tanto dentro como fuera del Centro de Estudios Históricos, fue otra de las fuentes de ingresos para los colabora­ dores de la sección de filología. En los primeros años del siglo, se produjo en España un crecimiento importante de la industria editorial que estaba muy unido a la expansión de la enseñanza. Muchas editoriales aumentaron su catálogo con la publicación de autores clásicos de nuestra literatura en ediciones fiables, con prólogos y notas explicativas, que realizaron colaboradores del Centro que trasladaron a los textos el rigor y la metodología filológica que allí utilizaban. En editoriales como La Lectura, Calleja, Espasa Calpe, entre otras, podemos encontrar sus publicaciones.

La internacionalización de la lengua y la literatura españolas Muchos de estos libros también eran usados por los alumnos extranjeros de los cursos de verano del Centro de Estudios Históricos. Ante el interés cada vez mayor por nuestra lengua que existía en los países europeos y en los Estados Unidos, la Junta, por medio del Centro de Estudios Históricos, organizó, bajo la dirección de Menéndez Pidal, unos cursos para la formación de profesores de lengua española en establecimientos extranjeros. Los cursos, que se iniciaron en 1912 en la Residencia de Estudiantes, estaban formados por distintas «lecciones» en las que se explicaban aspectos generales de nuestra lengua, literatura e historia; unas «lecciones especiales» en las que de

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Inauguración del curso de vacaciones para extranjeros de 1936. Residencia de Estudiantes.

una forma más específica se abordaban determinados aspectos literarios o lingüísticos; también había unas «clases» de contenido teórico que versaban sobre temas literarios y también prácticas que se dedicaban principalmente a la conversación. Por último, se organizaban visitas a museos y monumentos de Madrid, así como excursiones a ciudades cercanas a la capital, como Segovia, Toledo, Ávila, Salamanca. A partir de 1914 y hasta el final de la Primera Guerra Mundial el número de alumnos descendió de forma considerable, y, como gran parte de los asistentes, debido a las dificultades que existían para desplazarse, residían ya en España, solicitaron que los cursos se ampliaran al resto del año. Así se crearon, a partir de enero de 1915, los cursos trimestrales, que se enseñaban fuera de los meses de verano. Con el tiempo el contenido de los cursos se amplió, además de la lengua y la literatura, también se explicaban historia y comercio. Finalizados los cursos y superados los exámenes, se entregaban los correspondientes diplomas que podían ser elementales o superiores, según el grado de dominio de la lengua española que manifestasen los estudiantes. Junto con la edición de obras clásicas y las colaboraciones en la Revista de Filología Española, los cursos para extranjeros fueron otra de las fuentes de ingresos más importantes para los jóvenes que se acercaban a los despachos del Centro de Estudios Históricos. Casi todos los que de una manera u otra colaboraron con la sección de filología die-

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ron clases en estos cursos recibiendo a cambio un discreto sueldo. Seguramente fueron estas tres formas de obtener ingresos lo que hizo que fueran muchos más los licenciados que se decantaron por colaborar con la sección de filología que con las otras secciones del Centro. La inexistencia de un futuro laboral inmediato una vez finalizados los estudios, tal y como sucede hoy en día, hizo que muchos recién licenciados se vincularan a la sección dirigida por Ramón Menéndez Pidal, lo que también facilitó su preeminencia con respecto a las otras. Pero, además, estos jóvenes tenían la posibilidad de iniciar una vida docente en el extranjero como profesores de español. Desde la creación de la JAE se fomentó con Francia el envío de «repetidores», algo que ya se venía haciendo desde 1894. Los «repetidores» eran jóvenes a los que se les ofrecía la posibilidad de marchar al país vecino para enseñar la lengua española al tiempo que perfeccionaban su conocimiento del francés y complementaban sus estudios en centros de enseñanza franceses. Poco a poco el interés por el español aumentó en otros países sobre todo tras la Primera Guerra Mundial. En Inglaterra descendió el número de cátedras de alemán y aumentaron las de español, debido también al beneficio que suponía para ese país entrar en contacto con los países hispanoamericanos. Esta atracción de los ingleses por nuestra lengua y cultura se vio refrendada con el viaje que realizó José Castillejo, secretario de la Junta, en 1917 por varias ciudades dando conferencias sobre temas españoles, principalmente en la Universidad de Leeds. Fueron varias las universidades europeas que a partir de entonces reclamaron filólogos del Centro para enseñar en ellas nuestra lengua y literatura. Según las memorias de la JAE, entre los años veinte y treinta, encontramos en Alemania: a Cesáreo Fernández, Berlín; Ricardo Gómez-Ortega, Jena; José Fernández Montesinos y Elisa Llorente, Hamburgo; Julio Martínez Santa Olalla, Bonn; Joaquín Casalduero y Vicente Llorens, Marburgo; Eduardo L. Llorens, Friburgo; Carlos Clavería, Fráncfort. En Inglaterra: Dámaso Alonso y Enrique Moreno, Oxford; José R. Pastor y Aurelio R. Pastor, Londres; Pedro Penzol, Leeds; Dámaso Alonso, Miguel Herrero y Joaquín Casalduero, Cambridge. En Checoslovaquia: Ginés Ganca, Praga; Francisco Javier Fariña, Brno. En Italia: Fernando Puig Gil, Génova; Luis González, Nápoles; Vicente Llorens, Génova. En Francia: Aurelio Viñas, París; Eugenio García Loma, Montpellier; Luis Cernuda y Marcial Bedate, Toulouse; Joaquín Casalduero y José F. Pastor, Estrasburgo. En Polonia: Amadeo Pons y Martínez, Varsovia. En Yugoslavia: José Suárez, Belgrado. En Bulgaria: Antonio Rodríguez San Pedro, Sofía. En Rumanía: Indalecio Gil Reglero y Evaristo Correa Calderón, Bucarest. En Suecia: Ramón Iglesia, Goteborg. En Holanda, José F. Pastor, Gro-

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Profesores y alumnos de los cursos para extranjeros en la Residencia de Estudiantes. Residencia de Estudiantes.

ninga. Hasta Japón llegan las clases de español, con José Muñoz en Tokio y M. Pizarro en Osaka (Memoria JAE, 1925-1934). En Estados Unidos, durante la década de 1910, también aumentó el número de clases de nuestra lengua en universidades e institutos. La situación preponderante que tenía el alemán empieza a flaquear tras la Primera Guerra Mundial y crece el interés por la lengua y la cultura española, razón por la que se funda la American Association of Teachers of Spanish, que agrupa a los profesores de español y que publica la revista Hispania, dirigida por Aurelio M. Espinosa, para fomentar el estudio del español, con diversos artículos sobre materias lingüísticas y literarias, muchos de ellos firmados por filólogos del Centro. Sin embargo, el gran impulso a los estudios de español en los Estados Unidos fue la invitación que la Universidad de Columbia hizo a Federico de Onís para hacerse cargo de una cátedra de Español en 1916. Su nombramiento, que lo convirtió en el primer profesor que ocupó «un puesto fijo y regular en la enseñanza norteamericana» (Onís, 1920: 10), como el propio Onís reconocía, supuso establecer una relación directa con los estudios de español en los Estados Unidos y fomentar las relaciones intelectuales, así como difundir las publicaciones que se hacían en España. Desde allí podía promocionar los cursos para extranjeros que se enseñaban en el Centro de Estudios Histórico. Cuatro años después, en 1920, empieza a funcionar en Nueva York el Instituto de las Españas, que estaba formado por un consejo de profesores, la mayoría de la Universidad de Columbia, y en el que Federico de Onís ejercía como delegado de la Junta para Ampliación de

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José Fernández Montesinos con un grupo de alumnos del curso para extranjeros en una de las excursiones. Archivo del Centro de Ciencias Humanas del CSIC.

Estudios, y Homero Serís como director. Su objetivo era establecer en aquella ciudad un centro para el estudio de la cultura hispánica en sus diversas manifestaciones, promover el interés por la lengua, literatura, arte, ciencia y civilización españolas y estrechar las relaciones culturales entre los Estados Unidos y las naciones hispánicas. Para realizar sus actividades se organizaban conferencias sobre distintos temas relacionados con asuntos hispánicos, en las que participaron algunos de los filólogos del Centro como Navarro Tomás, Antonio G. Solalinde y Américo Castro. También Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu, Jacinto Benavente o María de Maeztu dieron conferencias en el Instituto. Además se publicaban libros y folletos que contribuían a fomentar el interés por la cultura ibérica, y desde enero de 1925 se fundó una revista, The Romanic Review. Un año antes, en 1924, la Junta había dejado de subvencionar al Instituto de las Españas al lograr este su propia independencia, aunque se mantuvo a Onís como delegado en su Consejo ejecutivo. Así describía, en 1920, Onís su actividad en los Estados Unidos: Mi obligación profesional, que consiste en dar a conocer España a los estudiantes norteamericanos, y mis esfuerzos por extender ese conocimiento a toda clase de gentes y de públicos, han mantenido toda mi atención y mi actividad fijas sobre cuanto España es y ha sido, tratando de buscar en nuestra cultura su sentido más profundo, y más inteligible por tanto para hombres de otra raza y otra lengua como los de este gran pueblo americano (Onís, 1920: 5).

El resultado del trabajo realizado por Onís y por el Instituto de las Españas comenzó pronto a dar sus frutos, según reconocía el propio filólogo salmantino:

Federico de Onís dibujado por Moreno Villa. Residencia de Estudiantes.

Desde 1916 el estudio del español creció en proporciones de cantidad y rapidez que no pueden medirse con las medidas a que estamos habituados en Europa. Las universidades vieron llegar millares de estudiantes a sus clases de español; las escuelas a centenares de millares […]. Gracias a la existencia de una escuela de filólogos y críticos especialistas en español, ha sido posible encauzar y dirigir el movimiento popular que irrumpió tan de súbito y con tanta fuerza; han podido formarse rápidamente, im-

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provisarse, diríamos, los maestros que para tantos estudiantes se requerían; se han escrito los libros necesarios para la enseñanza; se ha creado por medio de conferencias, artículos y libros una conciencia pública de la significación de todo este movimiento (Onís, 1920: 19-20).

Según nos informan las memorias de la Junta para Ampliación de Estudios, fueron profesores en universidades americanas en diferentes épocas entre 1925 y 1936: Federico de Onís y Ángel del Río (Universidad de Columbia, Nueva York); Antonio G. Solalinde y Joaquín Ortega (Universidad de Wisconsin, Madison); Augusto Centeno (Princeton, Nueva Jersey); Joaquín Casalduero (Smith College, Northampton, Massachusetts); José Robles (John Hopkins, Baltimore); Samuel Gili Gaya y Margarita de Mayo (Middlebury College, Vermont); Antonio Heras y César Barja (Universidad de Southern, California); Margarita de Mayo (Vassar College, Poughkeepsie, Nueva York); Dámaso Alonso (Hunter College, Nueva York); Erasmo Buceta (Universidad de Berkeley, California, San Francisco); Ángel del Río (Universidad de Miami, Florida) y Eugenio Montes (Rice Institute, Houston, Texas) (Memorias JAE, 1925-1934).3

La sección de filología y sus relaciones con Hispanoamérica Las redes internacionales del Centro de Estudios Históricos también se extendieron a Hispanoamérica. Varios fueron los filólogos de países hispanoamericanos que pasaron por las dependencias del Centro, como Rodolfo Lenz, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Ángel Rosenblat, José María Chacón, Aurelio Macedonio Espinosa, etc., pero también muchos de los colaboradores del Centro visitaron estos países para ofrecer conferencias y cursos. Tal vez el mayor ejemplo de la colaboración de la sección de filología del Centro con uno de estos países fue el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, fundado en 1923 por la Facultad de Filosofía y Letras de dicha Universidad. Debido a los avances logrados por la sección de filología del Centro de Estudios Históricos, Ricardo Rojas, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, se puso en contacto con Menéndez Pidal y entre ambos establecieron las líneas de trabajo del Instituto. Con su creación se pretendía inaugurar un centro en el que se investigara la lengua 3   He completado la información obtenida de las Memorias de la JAE entre 1925 y 1934 con la lista que se ofrecía en el artículo de Leoncio López-Ocón, María José Albalá Hernández y Juana Gil Fernández «Las redes de los investigadores del Centro de Estudios Históricos: el caso del laboratorio de fonética de Tomás Navarro Tomás», en El laboratorio de España. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. 1907-1939, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2007, pp. 301-329.

Amado Alonso retratado por Moreno Villa. Residencia de Estudiantes.

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Alfonso Reyes en sus años madrileños. Residencia de Estudiantes.

castellana y en concreto las peculiaridades de su variante argentina. Además, su fundación permitiría incorporar a los estudios filológicos argentinos las nuevas corrientes científicas que tanto habían modernizado la filología en los últimos años. De ahí que pensaran para su dirección en un especialista europeo avalado por su experiencia y su conocimiento. Américo Castro fue el elegido con la idea de que se quedara varios años en Buenos Aires para poder desarrollar los planes que habían establecido. Pero las tareas pendientes del Centro y su cátedra en la Universidad madrileña no se lo permitían, así que tan sólo dirigió el Instituto durante un año, y se estableció una dirección rotatoria de un año. Tras la marcha de Castro, llegó primero Agustín Millares Carlo y después Manuel Montoliu. En 1927 fue Amado Alonso quien se hizo cargo de la dirección ya de una forma estable. Su llegada supuso un enorme impulso para el Instituto de Filología. Siguiendo el modelo del Centro, se rodeó de un grupo de jóvenes y entusiastas filólogos con los que pudo llevar a cabo diferentes investigaciones, con publicaciones, traducciones, trabajos de campo, etc. En 1939, cuando el Centro español estaba a punto de desaparecer por la Guerra Civil, fundaron la Revista de Filología Hispánica, inspirada en la Revista de Filología Española cuya continuidad no era segura en aquellos años. El Instituto y su Revista se convirtieron en un refugio para muchos filólogos españoles que después de la guerra tuvieron que exiliarse. También encontraron asilo los filólogos exiliados en la Universidad de Río Piedras de Puerto Rico. Desde Nueva York Federico de Onís hizo de conexión entre el Centro y la Universidad puertorriqueña. En el verano 1925 comienza una Escuela de Verano de Español a la que es invitado a participar Navarro Tomás. Durante su estancia en las tierras caribeñas, Navarro recorrió el país para realizar trabajos de campo sobre el habla de aquel país. Fruto de esas excursiones publicó en 1948 El español de Puerto Rico. Contribución a la geografía lingüística hispanoamericana, que fue el primer atlas lingüístico del español, en este caso del español de América. La experiencia de campo que tuvo en el país caribeño resultó fundamental para concretar más el proyecto del ALPI. La Escuela de Verano se transformó en un Departamento de Estudios Hispánicos en el que participaban tanto el Centro de Estudios Históricos como la Columbia University, con la idea de potenciar una escuela americana de estudios españoles. Para ello también se fundó en 1938 la Revista de Estudios Hispánicos. Con estas instituciones y publicaciones, Federico de Onís perseguía que España, Puerto Rico y Estados Unidos estuvieran unidos en una misma empresa en la que participaran intelectuales de los tres países. También México acogió a muchos intelectuales españoles después de la guerra y entre ellos a varios filólogos. Durante los años anteriores

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a la Guerra Civil hubo una relación estrecha con México, gracias al tiempo que Alfonso Reyes trabajó en el Centro madrileño. Tras la contienda española, la relación con El Colegio de México se intensificó, pues se convirtió, junto al Instituto bonaerense, en el otro gran foco de la filología hispánica. Allí acogieron, tras la marcha de Amado Alonso y su grupo en 1946 de Buenos Aires por la llegada de los peronistas, a la Revista de Filología Hispánica, ahora con el nombre de Nueva Revista de Filología Hispánica. Si aquella era la hija de la Revista de Filología Española, esta era la nieta, como afirmaba el propio Reyes. Estas relaciones hispanoamericanas facilitaron la constitución, en septiembre de 1933, de una nueva sección dentro del Centro de Estudios Históricos que se desgajaba de la de filología. La nueva sección, que se llamaba de estudios hispanoamericanos, estaba dirigida por Américo Castro, y su objetivo era investigar la lengua y la literatura hispanoamericana de los países hispánicos. Desde hacía tiempo, Castro había sentido un interés por los estudios hispanoamericanos, recordemos su estancia en Buenos Aires al frente del Instituto de Filología o sus viajes por México y Puerto Rico; con esta sección podría llevar a cabo sus objetivos, que eran formar a especialistas en los estudios hispanoamericanos, editar monografías y una revista en la que se difundiera la cultura hispánica. Pronto la sección publicó una revista que se llamó Tierra firme, cuyo primer número salió en 1935, con la que se proponía abordar los problemas españoles y del mundo hispánico no de una forma aislada sino con una visión más amplia, la de los pueblos con los que se comparte un mismo acervo cultural. Conclusión En las últimas décadas del siglo xviii y sobre todo en el xix la estabilización de los Estados liberales fomentó la investigación científica y su divulgación a través de la enseñanza. Este asentamiento de la ciencia provocó que ya no se centrase únicamente en fenómenos estrictamente materiales y cuantificables, sino que se acercara a cuestiones de carácter más abstracto, pero fundamentales para el conocimiento del ser humano: nos referimos al estudio de la historia, de la política, de las costumbres, del pensamiento, de la lengua... El acercamiento a cada uno de estos campos provocó que para su conocimiento se necesitaran metodologías científicas similares a las que existían ya para las ciencias de tipo experimental, lo que llevó a la modernización y profesionalización de estos estudios. Gracias a esos avances, los estudios lingüísticos vivieron a lo largo del siglo xix una evolución importante en sus exploraciones acerca del origen de la lengua y en otros aspectos lingüísticos, además literarios.

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De forma tardía llegaron estos progresos a España, donde la ciencia era un trabajo aislado de talentos esporádicos que surgían sin una metodología clara, lo que hacía que sus investigaciones fueran parciales con un carácter más creativo que científico. En las últimas décadas del siglo xix esta situación cambia y son varios los lingüistas que empiezan a hacerse eco de las nuevas corrientes que ya estaban asentadas en Europa. En ese ambiente surge la figura de Ramón Menéndez Pidal, que pretende llevar a cabo los trabajos que otros romanistas europeos están realizando en sus países para poner nuestra filología a su mismo nivel. Lo consigue gracias a la creación en 1910 del Centro de Estudios Históricos y de la sección de filología, encuadrada dentro de dicho Centro. Con una metodología de investigación, un amplio campo de trabajo ante el vacío existente y un grupo de jóvenes y entusiastas filólogos fue posible abordar en muy pocos años un desarrollo de los estudios filológicos españoles situándolos a la vanguardia de los europeos. Del panorama desierto que existía en los estudios lingüísticos en España en los primeros años del siglo xx pasamos al establecimiento de una serie de redes que extienden la filología por distintos ámbitos de la sociedad, como son la educación, la industria editorial, el mundo rural, etc., demostrando las posibilidades que la lengua y la literatura tienen para la sociedad. Pero esas redes también se expanden por el extranjero con una trama de lectorados de español en diferentes universidades del mundo que despiertan el interés por nuestra lengua y literatura en muchos países, sobre todo en los Estados Unidos.

Bibliografía Castillejo, David (1998): El epistolario de José Castillejo: los intelectuales reformadores de España, t. II El espíritu de una época: 1910-1012, Madrid, Castalia. Catalán, Diego (2001): El Archivo del Romancero. Patrimonio de la Humanidad. Historia documentada de un siglo de Historia, Madrid, Fundación Ramón Menéndez Pidal. López-Ocón, Leoncio; María José Albalá Hernández y Juana Gil Fernández (2007): «Las redes de los investigadores del Centro de Estudios Históricos: el caso del laboratorio de fonética de Tomás Navarro Tomás», en El laboratorio de España. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. 1907-1939, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, pp. 301-329. Menéndez Pelayo, Marcelino (1898): «La leyenda de los infantes de Lara por D. Ramón Menéndez Pidal», La España Moderna, enero, año 10, t. 109, pp. 80-105. Menéndez Pidal, Ramón (1916): «Hablando con Menéndez Pidal», España, núm. 50.

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Onís, Federico (1920): «El español en los Estados Unidos», discurso leído en la apertura del curso académico de 1920-21 en la Universidad de Salamanca. Sánchez Cantón, Francisco J. (1969): «La lección de su sencillez», ABC, 19 de marzo. Sánchez Moguel, Antonio (1880): «España y la filología, principalmente la Neo-latina» Revista Contemporánea, t. XXV, enero-febrero.

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