La mirada crítica. Los afrancesados ante la revolución española

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La mirada crítica. Los afrancesados ante la Revolución española JUAN LÓPEZ TABAR (Urgoiti Editores)

¿Qué opinión merecía a los afrancesados la revolución política que se iba gestando en el seno del gobierno patriota? ¿Cuál fue su juicio posterior de estos hechos? El presente artículo pretende responder a estas preguntas por medio de una serie de testimonios que, sin afán de exhaustividad, pueden servirnos para pulsar esta mirada ajena a lo que en Cádiz se fraguó en aquellos intensos años. 1. Los inicios (1808-1811): afianzamiento y algo de burla La convulsa primavera de 1808, con la caída de Godoy, el ascenso al poder de Fernando VII y los acontecimientos posteriores sobradamente conocidos, obligó a los españoles, o al menos a la minoritaria elite consciente, a significarse y tomar postura por uno u otro bando. Las abdicaciones de Bayona y la más que discutible cesión de los derechos del trono español en manos de Napoleón llevó a que, desde el principio, la estrategia de los que ya entonces apostaron por el régimen josefino pasara ante todo por apuntalar la legitimidad de la nueva dinastía. Así, ya en junio de 1808 Juan Antonio Llorente, una de las plumas más agudas de bando afrancesado, escribió unas Cartas del verdadero español, en las que anteponía la nación al rey: «Las naciones no existieron ni existen en el mundo porque hay reyes; al contrario —decía—, hay reyes porque hay naciones», y excusaba en una razón de fuerza mayor la ruptura del juramento que, apenas unos meses antes, habían prestado los españoles a Fernando VII: «Los juramentos —incidía— no pueden ser vínculo de iniquidad, y ciertamente sería inicuo en sumo grado anteponer los derechos de una persona a los de once millones de personas» (Dufour, 1984: 326-328).

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A finales del mismo año, Luis Marcelino Pereira miembro de la sala de alcaldes de casa y corte y uno de los más señalados y activos diputados de la asamblea de Bayona, acometía la redacción de unas cartas a un supuesto amigo en las que explicaba su actuación en esta asamblea y justificaba la opción afrancesada. Las cartas son interesantes, pues en fecha tan temprana encontramos ya varios de los leit motiv que años después poblarían las páginas de las principales representaciones afrancesadas, escritas al finalizar la guerra: el suicidio que supone la oposición al Emperador (califica la batalla de Bailén como «victoria funesta, de que se dolerá España siglos enteros»), las intenciones aviesas de Inglaterra, el uso interesado de la religión, o las ilusiones infundadas que vomitan las gacetas y papeles públicos para «lisongear las pasiones» de los pueblos y sumirlos en el engaño. En ellas se percibe también una de las constantes en el pensamiento de los afrancesados: la condena del «despotismo anárquico», la crítica de la vorágine de desórdenes en que España está sumida desde la primavera de 1808 y, como contrapartida, la defensa de la alternativa que supone el reinado de José y su proyecto constitucional: José —dirá Pereira— empezó acotando él mismo y cercenando su poder con una carta constitucional, no ciertamente tan buena como pudiera haberlo sido ni como en Bayona procuramos que lo fuese, pero que tal cual es vale harto más que ninguna, y que si Carlos un año ha nos la hubiese dado nos hubiéramos vuelto locos de contento.1 1809 será un año de increíble actividad legislativa por parte de la administración josefina, y El Imparcial (marzo-agosto 1809), el periódico del canónigo Pedro Estala «quizás la mejor pluma y el espíritu el más al nivel de los tiempos que tiene el gobierno de José», en palabras del perspicaz embajador Laforest (Dufour, 2005), será el adalid de este esfuerzo por ilustrar a la nación sobre las ventajas de la Constitución de 1808, como un pacto entre el rey y los españoles y como la base para la regeneración de la patria.2 La defensa del nuevo proyecto será lo esencial, y por ello las refe1 Las cartas se encuentran hoy en el Fondo Gómez de Arteche, núm. 39.716 de la Biblioteca del Senado, bajo el epígrafe «Cartas de un afrancesado». Las citas están respectivamente en las pp. 4, 5, 9, 11 y 71. Otros testimonios tempranos de esta estrategia en folletos como la Carta a un patriota español del gallego Pedro Bazán de Mendoza, fechada en abril de 1809, o las Reflexiones de un amante de su patria, de Antonio Benito, jefe de división del ministerio de Justicia josefino, del mismo año. 2 Sobre la carta de Bayona, que últimamente está mereciendo una mayor atención por parte de los investigadores, véanse los trabajos de Fernández Sarasola (2007: 27-100), y el monográfico que le dedicó la revista electrónica Historia constitucional, nº 9, 2008.

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rencias a la España insurgente ocuparían todavía un lugar secundario, por más que los tópicos de la crítica hacia ella se encuentren, como hemos visto, ya en 1808. Los progresos del régimen josefino son evidentes, y la dolorosa derrota patriota en Ocaña, seguida de la brillante conquista francesa de casi toda Andalucía, con un rey José que, a la cabeza de la expedición, pudo por vez primera sentirse auténticamente rey de los españoles ante la favorable acogida que le dispensaron las diferentes ciudades del recorrido,3 no hicieron sino apuntalar más aún la confianza y, por qué no decirlo, la superioridad entre los publicistas del régimen, que ven ya más pronto que tarde el triunfo total de su causa, a falta únicamente del escollo gaditano, como deplora en marzo de 1810 el intendente sevillano Blas de Aranza, quien en una circular dirigida a los sevillanos se lamentaba diciendo que si la obstinación mal entendida, cuanto inútil e insensata de los habitantes de Cádiz, o por mejor decir, la debilidad de dejarse llevar por la perfidia de los ingleses, que tienen todo su interés en la ruina de la nación española, no hubiera obligado al sitio que se está haciendo para rendir aquella plaza, los males de la guerra no se hubieran casi conocido en este bello país de las Andalucías.4 Obviamente no se pierde de vista la labor de la Junta Central y los intentos del gobierno patriota por hacer frente al régimen josefino, pero en las gacetas y escritos afrancesados de estos años primará ante todo la defensa y difusión de las bondades del nuevo régimen, y la construcción de una imagen del rey José,5 más que la crítica a un oponente que, sin ser ignorado, no puede plantear todavía, en esta fase inicial de la guerra, una alternativa de gobierno «competitiva». El transcurso favorable de la contienda, en especial en 1810 y todavía en los primeros meses de 1811, hizo que en algunos escritos afrancesados se deslizara un punto de soberbia e incluso de burla. Hizo fortuna por aquel entonces un artículo publicado en la Gazeta de Sevilla, en abril de 1811, con el título de «Pragmática de los papamoscas» en el que su autor bautizaba con este calificativo a los patriotas sevillanos que «alimentándose de quimeras […] cerrando su corazón aun a lo que ven y creyendo los mayores imposibles […] suben a la Giralda a ver los ejércitos que esperan, donde se les figura que los árboles y ganados distantes son ejércitos numerosos», y 3 Sobre este periplo véase Díaz Torrejón (2008). 4 AHN, Estado, 3.095. 5 Sobre esta estrategia propagandística, que presenta al monarca como pacificador, rey filósofo, rey benéfico y rey constitucional, véase el artículo de Piqueres Díez (2009).

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ordena que «los que tienen por felices a los que están en Cádiz se vayan cuanto antes con ellos a esperar bombas y luminarias, o ser esclavos de los ingleses […] y nos dejen tranquilos».6 Por las mismas fechas Javier de Burgos, subprefecto de Almería, estrenaba en Granada y Sevilla su comedia El presidente de la Regencia, y lo propio hacía en la misma ciudad Antero Benito Núñez, con su Calzones en Alcolea, sátira feroz contra los guerrilleros y los monjes, verdaderos enemigos de la patria, a los que hace responsables, por su fanatismo, de todos los males de la guerra.7 Sornas aparte, conforme la labor de la regencia y las cortes de Cádiz presentan no ya un frente militar, sino una verdadera alternativa política, la atención, antes no prioritaria, a lo que en Cádiz está ocurriendo, irá poblando cada vez más las gacetas y escritos de los afrancesados. Una de las primeras manifestaciones en contra del proyecto constitucional liberal desde el campo afrancesado es la de un recién pasado al bando josefino: Juan Sempere y Guarinos, quien en sus Observaciones sobre las Cortes y sobre las leyes fundamentales de España (Granada, 1810), acusa a los miembros de la Junta Central de prometer «el restablecimiento de una quimérica representación nacional y de las antiguas leyes fundamentales», y celebra «el tránsito de una legislación decrépita, contradictoria y causa necesaria del desorden y la injusticia a otra más racional», la del rey José, a la vez que hace votos por la futura reunión de las cortes josefinas, que «serán lo que deben ser: esto es, una bien arreglada representación nacional, no solo de las clases primitivas […] sino también de sabios literatos e ilustrados comerciantes».8 Esta crítica a la supuesta ilegitimidad de las cortes gaditanas9 se repetirá constantemente en estos escritos. Así, Alberto Lista, en la Gazeta de Sevilla, acusará a las cortes de estar vendidas a la regencia. «¿Pero qué se podía esperar —dice— cuando los individuos que las componen no pueden representar de la nación española más 6 Cito por la copia publicada en la Gazeta de Granada, 30 de abril de 1811. El artículo se difundió por aquellos meses en la mayoría de los periódicos afrancesados. 7 Puede verse íntegra en Larraz (1987: 169-205). De la comedia de Javier de Burgos se conserva un ejemplar en BN, T/13.479. 8 Cito por la edición de Sempere y Guarinos (2007: 104-105). 9 Ilegitimidad que arranca ya de la propia Junta Central, en opinión de los publicistas josefinos. Así, la Gazeta Nacional de Zaragoza (núms. 23 y ss., 11-29 de marzo de 1810) denuncia que en este organismo no hubo una auténtica representación nacional, y sus miembros «han sido treinta esclavos del bajo pueblo, y no han podido mantenerse en la gracia de este cruel y fiero tirano sino adulando su ferocidad y acariciando sus horrorosas inclinaciones para mantener un simulacro de soberanía», para más adelante subrayar que si el clero, la nobleza y los propietarios, «que son verdaderamente el pueblo», se hubiesen reunido libremente, la razón habría triunfado y habrían reconocido al nuevo monarca. Cito por Gil Novales (2002: 567).

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que la facción refugiada en Cádiz?».10 Meses atrás, la Gazeta de Madrid acusaba a los jefes de la insurrección de que «cuando pudieron reunir de un modo legítimo la representación nacional —en 1808— se rehusaron […] Pero ahora que ven su autoridad reducida a un vano nombre […] tratan de cubrir y prolongar su odioso despotismo con la sombra de las cortes». Acusa a la nueva asamblea de estar «formada sin consentimiento, y aun sin noticia de las provincias» y rechaza la argucia de sustituir a los diputados por suplentes refugiados en Cádiz, «aunque sean sirvientes». Finalmente apela al pueblo español: «Estudiad con toda atención este hecho: los que no quisieron daros las cortes cuando las pedíais, y cuando podían formarlas de hombres ilustrados, os dan ahora, cuando solo pedís la tranquilidad y el término a tantos males una representación de sirvientes».11 2. Ante el declive (1811-1812): tensión, nerviosismo… exasperación La suerte de las armas francesas, aun con sus altibajos, fue estable al menos hasta 1811. Sin embargo desde aquel año, y principalmente ya en 1812, la balanza empezó a inclinarse hacia el lado patriota y con ello el nerviosismo entre los josefinos fue ganando enteros. En diciembre de 1811 la Gazeta de Madrid publicaba un artículo titulado «El no importa de España» que refleja bien este aumento de la tensión y es un buen compendio de las acusaciones que, desde el bando josefino, se imputan en el debe de los patriotas. No importa: esta expresión, hija de la imprudencia, ha sido la divisa de los que sin calcular los intereses de la nación, se han empeñado en seguir un sistema propio sólo para arruinarla. Los que excitaron la insurrección, los que midieron el bien común por el suyo propio, los que dejándose arrastrar por las pasiones […] unos por ambición, otros por codicia, otros por ceguedad, todos han visto correr a arroyos la sangre de sus paisanos, todos han visto la desolación de los pueblos [...], y en suma todos los horrores de la más funesta de las guerras, sin que de sus despiadados labios haya salido otra expresión que no importa. Cuando los repetidos reveses que al cabo de tres años han experimentado les debieran haber abierto los ojos, y hécholes conocer la imposibilidad 10 «Reflexiones sobre la naturaleza de los gobiernos insurreccionales de España», núm. 41, 10 de mayo de 1811. 11 «Las cortes de la Isla de León», núm. 252, 9 de septiembre de 1810.

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de seguir una guerra que al cabo de tiempo terminará con la ruina total de la España, las mismas derrotas, las desgracias mismas parece han contribuido a hacerlos más obstinados y a aumentar su indiscreta confianza [...] Después de poner varios ejemplos de cómo los patriotas tras la sucesiva caída de plazas y ciudades, se empeñaron en su «no importa», les espeta: Ahora bien, caballeros de la orden del no importa […] ¿Serán tan necios los pueblos que aún den crédito a sus esperanzas, para volver a usar esa odiosa expresión? ¿Tendrán Vmds. valor para engañarlos de nuevo? Si insisten en su funesto no importa, no podré menos de exclamar, que importa mucho la sangre humana que se vierte nada más que por sus fines; que importa el que no continúe la desolación de nuestra península; que importa que el labrador vuelva pacífico a cultivar sus tierras; y lo único que no importa, es que se aniquilen Vmds. y cuantos siguen su sistema, para que no continúen seduciendo a los pueblos con su malaventurado no importa.12 El 30 de junio de 1812 era José Marchena, «soldado veterano de la libertad y la filosofía», como él mismo se califica, quien cogía la pluma para redactar un largo artículo que publicaría la Gazeta de Madrid un mes más tarde.13 En él se remonta al pasado de «estupidez y perversidad» del gobierno de Carlos IV, que desembocó en Aranjuez y Bayona. Lo que allí sucedió habría sido aceptado de forma general: si las pasiones más iliberales —dice— no se hubieran exaltado con la idea de una nueva dinastía […] Asustáronse los adalides de la superstición al ver allanadas las vallas que hasta entonces habían opuesto a las sanas doctrinas, clamaron que peligraban los altares, y se vio con escándalo de la culta Europa un pueblo de once millones de habitantes armarse en defensa de aquellas instituciones que le hacían la irrisión y la befa de las otras naciones, denuncia, a la par que se asombra y escandaliza de que algunos ilustrados se rebajaran a seguir esta postura.

12 Gazeta de Madrid, 29 de diciembre de 1811. El artículo se reprodujo posteriormente en otros periódicos afrancesados. 13 «Al gobierno de Cádiz», Gazeta de Madrid, 27-29 de julio de 1812.

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Marchena se muestra verdaderamente exasperado, y acusa a los diputados gaditanos de no saber en su mayoría nada de la ciencia de gobierno y de ser meros «amantes de una libertad que no sabían en qué consistía». «Lo que faltaba a su gloria —continúa con su tono ácido— era un teatro en que pudiese lucir su elocuencia, y como no aspiraban a servir al pueblo sino a ser populares, halagaron y exaltaron las pasiones del vulgo en lugar de enfrenarlas y moderarlas». Fruto de una «carencia absoluta de ideas» se pregunta qué han hecho las Cortes hasta ahora cuando persisten la Inquisición y la frailería. Acusa al gobierno patriota de «ilegalidad en las formas, violencia en las resoluciones, incertidumbre en la ejecución, demencia en las operaciones y nulidad en los resultados», y declara que su única intención al proseguir con la guerra es «mantener la usurpada autoridad de un centenar de osados proletarios que se han declarado a sí propios árbitros de España, y que con una cobardía igual a su descoco se han encerrado en una isla». ¡Vmds. quieren la independencia de España! —exclama— ¡Independencia de vosotros! ¡De los que han organizado las guerrillas! […] ¡De los que han agotado los capitales productivos! […] ¡De los que han entregado sus navíos y fortalezas a los ingleses quedándose imposibilitados a conservar sus ricas colonias! […] ¡De los que han fundado un monstruoso gobierno amalgamando con la oclocracia la teocracia! Apenas unas semanas después de que el viejo abate redactara esta soflama, la victoria de Wellington en los Arapiles inclinaba la balanza de forma casi definitiva hacia el bando patriota. Andalucía era evacuada a finales de agosto mientras José y su gobierno abandonaban la capital en dirección a Valencia, en un penoso trayecto para todo el que lo siguió.14 Sevilla, libre ya para siempre de franceses, sería un hervidero de coplas, obras de teatro y artículos en los que, los vilipendiados «papamoscas» contraatacaron con fiereza contra los que, hasta no hace mucho, eran los dueños de la situación. En este verdadero proceso de acoso y derribo contra los afrancesados surgieron sin embargo algunas voces en su defensa en las que se detecta otro de los argumentos que harían fortuna en estos escritos: la comodidad de ver los toros desde la barrera de Cádiz. Desde Castilleja de la Cuesta, un anónimo reivindicaba en septiembre de 1812 a quienes, con la ocupación francesa, no habían huido: «No han tenido 14 He estudiado esta desbandada, centrada en particular en el caso andaluz, en López Tabar (2010).

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razón en llamar indolentes a los empleados que han permanecido en Sevilla. Tan lejos están de haber acreditado patriotismo los que se han ido pidiendo limosna a Cádiz, que en mi concepto son estos unos egoístas cobardes y débiles patriotas», y se pregunta sobre los que huyeron a Cádiz: «¿Por qué se han ido? ¿Por patriotismo? Por miedo de los franceses, por su propia conveniencia […] ¿Cuántos empleados en Sevilla habrán tenido más patriotismo que los empleados que en Cádiz no han hecho otra cosa que comerse sus sueldos?».15 Meses más tarde insistía otro anónimo: ¿Qué gentes se fueron a Cádiz? Los que se cubrieron de un terror pánico y parecíales les faltaría tierra que pisar […] ¿Y toda esta caterva de gentes es la que exclusivamente ha de llamarse buenos y acrisolados españoles? Harto mejores españoles son los que han permanecido en sus destinos […] y no los charlatanes a su salvo y sin riesgo, que han visto y ven los toros desde el balcón.16 Los que se quedaron en sus puestos, señala otro de los afectados, «contribuyeron a la conservación del orden público, a la defensa de las haciendas y de las vidas, al decoro del hombre […]. Si todos los españoles pronunciados por VM hubieran podido huir de los franceses, España habría quedado desierta, y mil Cádiz no habrían bastado a contenerlos».17 Años más tarde, el marqués de Almenara, incidiendo en la utilidad de servir a la patria desde la arena, tendría dignidad suficiente para decir: «Declaro solemnemente que si la casualidad me hubiera colocado en Cádiz, habría desertado de su recinto, a presumir posible el bien que he hecho a mis conciudadanos» (Almenara, 1820: 33). Entre tanto, en el Madrid patriota del verano-otoño de 1812, «en vez de providencias de conciliación para los que fueron arrastrados por la suerte de las armas a reconocer otro gobierno por consecuencia de su posición y falta de instrucciones para obrar, no se perdonó medio ni pesquisa para infamarlos, encarcelarlos y comprometer su existencia sin examen ni audiencia» recordaría desde el exilio uno de los afectados.18 El horror de la guerra y la acumulación de agravios atizó el fuego de 15 Carta en defensa de los que se quedaron en Sevilla sirviendo a sus empleos (BN, R / 61.212). 16 Purificación: Nuevo y flamántito avichucho, Sevilla [1813] (BN, R / 60.358-3). 17 Representación de Diego Mª Montero, subprefecto de Aracena, a Fernando VII, Rodez, mayo de 1814 (AHN, Estado, 5.244). 18 Guzmán y Carrión (s. a.: 17). Juan Antonio Llorente era igual de contundente: «Faltan expresiones capaces de manifestar con exactitud la inhumanidad con que los nuevos gobernantes trataron a los que habían tenido empleo por el rey José. Muchos caballeros […] fueron ultrajados en las calles públicas de Madrid, siendo conducidos por ellas al real sitio del Retiro, donde arbitrariamente […] se les encerró» (Llorente, 1814: t. I, 183184).

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la discordia y la irreconciliación parecía entonces definitiva. Para muestra de este espíritu vengativo reinante, basta con el título del periódico que se publicó en Madrid a partir de octubre de 1813: El azote de los afrancesados y zeloso de la libertad de la Patria. 3. Ante la competencia constitucional Sin perder de vista este agitado telón de fondo, merece la pena que nos sumerjamos un momento en las aguas algo más tranquilas, por intelectualizadas, del análisis constitucional. En la prensa afrancesada se detectan algunas alusiones al proyecto constitucional gaditano, previas a su aprobación. Así, en noviembre de 1811 un anónimo analista lo calificaba de «cajón de sastre maulero», en el que «han copiado sin tino ni discernimiento retazos de las que se han hecho modernamente en la Europa».19 Ya promulgada, se aseguraba en otro artículo que «lo que se encuentra de bueno y racional en la decantada Constitución de Cádiz es un remedo o está tomado de la nuestra»,20 una defensa de la Constitución de Bayona que seguiría planteando con vigor Marchena solo unos días más tarde en el artículo antes analizado, en el que enumera sus principales hitos.21 Por las mismas fechas Félix Amat era también muy crítico con la constitución gaditana: la nueva constitución —escribía a un amigo en agosto de 1812— abate del todo a los aristócratas, y aparenta dejar a la monarquía bajo las riendas del pueblo solo; y los efectos naturales han de ser primero la anarquía, y luego la exaltación del gobierno militar, que es decir el verdadero despotismo (Corts i Blay, 1992: 250). Meses más tarde Vicente González Arnao, secretario del Consejo de Estado josefino, escribió en Valencia su Opinión sobre la Constitución política de la monarquía

19 Gazeta de Madrid, 7 de noviembre de 1811. 20 Gazeta de Madrid, 16 de julio de 1812. Sobre la influencia de la Constitución de Bayona en Cádiz véase el reciente artículo de Morange (2009). 21 Esta defensa de la constitución de Bayona la haría todavía Llorente con orgullo en 1820, cuando reivindicaba que más que el nombre de «afrancesados» o «josefinos» el nombre que en justicia debería atribuírseles es el de «constitucionales del año ocho», y aseguraba que «después que cesaron los motivos de nuestras discordias han reconocido —los liberales— que nosotros fuimos los primeros liberales, los primeros que nos oponíamos al despotismo» (Dufour, 1982: 229).

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española, hecha en Cádiz a principios del año 1812.22 En ella critica el excesivo poder de las Cortes, las restricciones al poder del rey, hasta el punto de asegurar que, en la práctica, «los legisladores de Cádiz, o no quisieron o no acertaron a constituir una monarquía»; el monocameralismo, contrario según él a la ciencia del gobierno, o la ausencia de una autoridad suprema, que, colocada por encima de las demás, sepa mantener la cohesión social a la luz de lo que ocurrió en la revolución francesa. Señala numerosos defectos en la organización de las Cortes, «contrarios al espíritu de su creación», los peligros de «disolución y muerte a que se expone el Estado en la constitución de Cádiz», y como contrapartida, defiende un sistema político en el que el rey sea la autoridad suprema, por encima de la división de poderes, con un gobierno que colabore con un parlamento bicameral elegido mediante sufragio censitario, y cita como ejemplos de este sistema a Inglaterra o los EE. UU., sin renunciar a alguno de los logros de la Constitución de Bayona. Poco después, en abril de 1813 (a escasos días de abandonar definitivamente los franceses la capital), un anónimo «V» publicaba en Madrid un Examen analítico de la constitución política publicada en Cádiz...23 En él se pronuncia igualmente contra el monocameralismo, o contra la excesiva limitación del poder del monarca que, cito: no teniendo otro medio legal de contener la autoridad legislativa que el derecho de oposición, se verá forzado a usarlo frecuentemente para reprimir los movimientos impetuosos de una junta numerosa. De aquí nacerán las desconfianzas, las sospechas y las vagas acusaciones de despotismo, y se apelará al pueblo por medio del recurso de la libertad de la prensa y el estado estará siempre expuesto a terribles convulsiones, en lo que constituye un verdadero vaticinio de los problemas a los que se enfrentaría el régimen del Trienio, para concluir:

22 Redactada por entonces, no se publicó hasta 1823 en París, Impr. de Hocquet. En la versión que puede verse hoy en la web del Semanario Martínez Marina de Historia constitucional (http://156.35.33.113/derechoConstitucional/pdf/espana_siglo19/opinion_constitucion/0807033.pdf ), se incluye una carta manuscrita del autor, fechada en junio de 1823, en la que señala los motivos por los que no se decidió a publicarla hasta entonces y las razones que le mueven a hacerlo en aquel momento. 23 Madrid, Imprenta de Ibarra. Puede verse en la misma web del citado Seminario en http://156.35.33.113/derechoConstitucional/pdf/espana_siglo19/constitucion_politica/constitucion_politica.pdf. Las citas en pp. 27 y 55.

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Los legisladores de Cádiz, imitando el modelo de la constitución francesa de 1791, no solo no han acomodado los principios del gobierno representativo al carácter nacional, sino también los violaron omitiendo la institución de una autoridad reguladora de las potestades que componen el sistema político. Ambas condiciones hubieran producido igual grado de libertad política sin el peligro de la anarquía.24 4. Justificación y rencor: la mirada desde el exilio La debacle napoleónica en Rusia y su correlato peninsular, que culminó con la victoria de Wellington en Vitoria (junio de 1813) empujó definitivamente al exilio a todos aquellos afrancesados que se sintieron demasiado comprometidos con el régimen derrocado. Por delante quedaría, en primera instancia, casi un año de penosas marchas y contramarchas por los diversos depósitos de refugiados establecidos en el sur de Francia; de esperanza ante las primeras señales positivas que parecían llegar de Fernando VII, y de decepción tras el mazazo definitivo que supuso el RD de 30 de mayo de 1814, que condenaba a buena parte de los emigrados al exilio perpetuo. Cada uno buscó su acomodo como pudo, y con el exilio llegó también el tiempo de la reflexión. Decenas y decenas de representaciones manuscritas, hoy en el AHN, se elevaron a los pies de Fernando VII. En ellas sus autores justificaban sus actos durante la guerra y pedían clemencia al rey, en su gran mayoría sin éxito. Algunos de estos escritos, más elaborados, llegaron hasta la imprenta. Sus argumentos y líneas generales los he analizado ya en otro lugar (López Tabar, 2001: 135149), por lo que me centraré en adelante en presentar la mirada que ofrecen entre sus páginas sobre la revolución española. Lo primero que habría que dejar claro es que las opiniones sobre el gobierno patriota, las cortes gaditanas o su constitución, son mucho menos abundantes de lo que, a priori, podría esperar el lector que se sumerge en estas obras. La prioridad número uno de estos escritos es conseguir el perdón real, y por ello la justificación de los actos, la imposibilidad de la resistencia, la oportunidad de la existencia de una administración en manos españolas, entre otros, son los argumentos que ocuparán la mayor parte de estas páginas. No faltarán, sin embargo, alusiones a lo que aquí nos interesa, siempre como apoyatura a sus intenciones justificativas. Lo primero que se detecta es el encono y la acritud hacia las cortes gaditanas y sus protagonistas, muy fuerte todavía durante los 24 Jean-Baptiste Busaall (2006: 153) presenta un análisis detallado de estos dos opúsculos, que constituyen unos de los primeros testimonios del moderantismo.

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primeros años del exilio. Es el caso de Sempere y Guarinos, quien denunciará a «un gobierno violento, pérfido y terrorista, un gobierno que […] bajo la apariencia de amar la filosofía y la tolerancia perseguía cruelmente a todos los que no eran de su parecer» (Sempere y Guarinos, 1815: 351-352). Zamacola, ya en 1818, precisaría en su denuncia, dirigida hacia «ciertos hombres exaltados» que «influyeron en el congreso de Cádiz para que se persiguiera de muerte a todos los españoles que habían obtenido empleos de José» «hombres impíos y atroces […] que fomentaban la discordia […] y prepararon la opinión para que el rey don Fernando se viese en la dura necesidad de desprenderse de tantos hombres de mérito» (Zamacola, 1818: t. II, 52-57). «Gobernadores anárquicos […] nuevos Robespierres», diría de ellos Carnerero (Carnerero, 1814: 140). Estas palabras no constituyen meros argumentos para justificar una huida, sino que transpiran rencor y resentimiento, sentimientos que seguirían todavía muy presentes en marzo de 1816, como lo atestigua un informe del cónsul español en Bayona, en el que se asegura que «la generalidad —de los refugiados— ha estado y se halla en oposición directa con las ideas de los liberales por estar persuadidos que éstos son los que principalmente han ocasionado y ocasionan su desgracia, y así es que se ha notado que con ninguno de los prófugos liberales que han llegado aquí se han asociado».25 Y es que dolía mucho la represión que desde mediados de 1812 se decretó contra los josefinos en las cortes gaditanas y, más aún, su interés en atizar y propagar —así lo veían ellos— el odio popular contra los afrancesados que, según los afectados, distaba mucho de ser generalizado antes de estas maniobras de los gaditanos.26 Reinoso, en el prólogo del Examen de los delitos de infidelidad a la patria, la obra cumbre de esta literatura justificativa, planteaba así esta denuncia: Los pocos hombres que hallaron un asilo contra la opresión enemiga, ansiosos del mando y de las rentas, procuraron seducir al pueblo con el fantasma de una justicia absurda y funesta, y el gobierno desalumbrado fomentó con sus decretos y su conducta el descrédito de los que sufrieron el dominio extranjero, y la persecución de los favorecidos por el conquistador, y encendió los odios, y renovó las lágrimas, y ahuyentó a millares de infelices, y pobló de otros innumerables la monarquía (Reinoso, 1816: 3).27 25 Archivo General de la Administración, Asuntos Exteriores, leg. 2.941. 26 «Yo niego que exista en el pueblo —aseguraba Amorós en su representación a Fernando VII— la indignación que se le atribuye y de que quiere persuadirse a V. M. […]. Yo no temo su cólera, y me presentaría ahora mismo, tranquilo, en todas las provincias en que he ejercido mis comisarías regias» (Amorós, 1814: 109). 27 Puede verse íntegro en http://fama2.us.es/fde/2006/examenDeLosDelitos DeInfidelidad.pdf

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A esta labor emponzoñadora impulsada, según los josefinos, por las propias cortes gaditanas, se uniría con entusiasmo, como hemos vislumbrado, toda una panoplia de artículos, coplillas, obras de teatro…, que no harían sino echar más sal en una herida ya de por sí sangrante.28 La ilegitimidad del gobierno de las Cortes será otro de los argumentos más repetidos en este crisol de miradas desde el exilio. Es el caso de la versión de los hechos que construye Juan Antonio Llorente, quien en sus Memorias para la historia de la revolución española denuncia «lo ilegítimo y revolucionario de las Juntas provinciales, formadas […] contra la voluntad de las primeras autoridades». Ilegítimas fueron para él la Junta Central y las cortes de Cádiz, cuyos ministros, dice, «imbuidos de las máximas republicanas proyectaron establecer República con el nombre de monarquía constitucional», por lo que les niega incluso el carácter de gobierno constituido: No es cierto —dice— haber habido semejante nación española hasta la evacuación de las Andalucías […]. Antes la guerra de Napoleón ha sido solamente con el rey de la Gran Bretaña en el territorio español, y se daba el título de nación al cortísimo partido aislado en Cádiz (Llorente, 1814: 201-206). Sempere persiste en este esfuerzo por desacreditar la labor de las Cortes, al dibujar un escenario dominado por los más exaltados, en el que «los gritos y los desórdenes de los hombres sediciosos […] llenaban las tribunas de las Cortes para aplaudir, silbar e imponer silencio a los que querían intentar oponer resistencia» (Sempere y Guarinos, 1815: 335). También hay espacio para el análisis de la constitución de 1812, que ya había comenzado, como vimos, nada más conocerse su promulgación. Será de nuevo el viejo jurista ilustrado Juan Sempere y Guarinos quien dedique más energía a su estudio. Ya en su citada obra de 1810 había subrayado la necesidad de una gran reforma constitucional impulsada por un poder fáctico sabio y fuerte. Publicada la constitución en 1812, redactaría en 1815 su Histoire des Cortes, en la que arremetería contra su anclaje pretendidamente histórico y contra la principal obra que avalaba esta estrategia historicista, la Teoría de las cortes, de Martínez Marina. Acusará a este autor de contradictorio y tergiversador, de haber dibujado un pretendido pasado constitu28 Puede verse sobre todo ello mi epígrafe «Acoso y derribo de los afrancesados» en López Tabar (2001: 115119). No faltaron sin embargo defensores de los afrancesados entre los publicistas gaditanos. Véanse varios ejemplos en Gil Novales (2004: 585-623).

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cional idílico y, como hiciera en 1810, apuesta por un gobierno fuerte, enérgicamente decidido a liberalizar la economía y a llevar a cabo cuantas reformas fueran necesarias, pero sin ataduras históricas.29 Reinoso, por su parte, citando a Bentham, aseguraría que «la mejor constitución para un pueblo es a la que está acostumbrado», y por ello, dice, «nunca debe dársele tal que sea contraria a sus costumbres y opiniones, porque no hay fuerza humana que contra ellas la pueda por mucho tiempo sostener». Por ello critica los excesivos recortes en las prerrogativas regias, que van contra la costumbre a que alude, y deplora la inexistencia de un cuerpo intermedio «en contacto al monarca y a la representación popular […] que participando de los intereses del uno y de la otra escude a entrambos de sus agresiones recíprocas», y rechaza el monocameralismo previsto en la Constitución: «una sola cámara —dice— es el congreso más locamente constituido, más despótico y tirano del mundo» (Reinoso, 1816: 6-7). ¿Hubiera sido distinto el análisis de haberse promulgado en Cádiz una constitución más moderada? Algunas pistas parecen indicar que sí. En agosto de 1814 Joaquín de Uriarte, prefecto josefino escondido en la capital, escribía desde Madrid a su amigo Reinoso: Compadezco mucho a Cepero —López Cepero, amigo común, encarcelado por liberal— y a otros amigos, y me sacrificaría por salvarlos. Pero desprecio altamente la conducta política del partido liberal. ¡Qué excelente constitución pudiera haber dado a la España! Yo no he leído hasta ahora las memorias que Jovellanos publicó en 811 en La Coruña, y me he asombrado de la identidad de sus ideas con las mías. En un proyecto de constitución que yo tengo escrito hay expresiones iguales. ¿Por qué, pues, los liberales en vez de haber cometido el absurdo de aplicar a la España el sistema político de la constitución del 91, no adoptaron los principios de aquel escritor? Entonces hubieran conciliado todos los intereses y opuesto al despotismo un muro impenetrable (Aguilera Santiago, 1931: 344).30 5. Hacia la reconciliación Este panorama de desconfianza y resentimiento, aunque nunca llegara a disiparse del todo, fue dando paso, en algunos casos, a un cierto acercamiento entre el ala mo29 Un análisis detenido de estos argumentos de Sempere en Herrera Guillén (2007: 194-255). Sobre el historicismo de los primeros liberales españoles puede verse el trabajo de Nieto Soria (2007). 30 La alusión a la obra de Jovellanos se refiere a su Memoria en defensa de la Junta Central.

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derada del liberalismo y los afrancesados. La desgracia compartida del exilio, el enemigo común del despotismo absolutista, y la constatación de que, en el fondo, compartían en puntos esenciales una misma visión de las cosas, hizo que unos y otros se fueran acercando. Incluso aquellos que se habían mostrado más críticos con los gaditanos, como Sempere o Carnerero, no pudieron por menos que reconocer en sus obras estas similitudes. También Llorente, que a pesar de su tono mayoritariamente crítico en sus Memorias… de 1814, reconocía que los talentos de la España, y todas sus luces, estaban en los dos partidos de las constituciones de Bayona o Cádiz […]. Los unos y los otros buscaban la felicidad de España por el camino de las luces, y por eso estaban tan conformes en los puntos capitales […]. Unos y otros conocían ser imposible la regeneración de España y su prosperidad mientras hubiese derechos feudales y dominicales, privilegios del clero secular y regular…, y se muestra dispuesto a olvidar todos los agravios, pues, concluye, «la enemistad era política y no personal. Cesaría luego que la política misma lo dictase» (Llorente, 1814: 255-256).31 De este reconocimiento más o menos tácito, por escrito, se pasó a los hechos. Las autoridades españolas y francesas detectan ya en marzo de 1817 ciertos movimientos de aproximación,32 y por mucho que el investigador deba manejar con cautela estas fuentes dada la ignorancia habitual de los informantes, que confunden y mezclan con frecuencia churras con merinas, hubo planes, y muy serios, en común. Claude Morange ha descubierto recientemente un interesantísimo proyecto constitucional que, en torno a 1818-1819 redactaron al alimón antiguos afrancesados con algunos liberales que empezaban ya, en fecha tan temprana, a desacralizar la constitución de 1812.33 Se trataba de un plan destinado a instaurar un nuevo régimen cons31 Alberto Lista visitaría con frecuencia a Quintana, preso en la ciudadela de Pamplona, durante su estancia en esta ciudad en 1817. En sus cartas a Reinoso se compadecía de su situación: «Cada vez que le veo se me parte el corazón de lástima y maldigo las guerras de opinión» y, aunque evitaban ciertos temas para no herirse, iban restañando la confianza, en una muestra de cómo el resentimiento fue poco a poco diluyéndose, hasta poder llegar a escribir: «Nos queremos bastante en el día». Las cartas en Juretschke (1951: 530-537). 32 En AHN, Estado, legs. 3.135 y 6.802 hay varios listados de «sujetos implicados en los proyectos de sublevación contra el gobierno de S. M.», en los que junto a liberales ilustres como el conde de Toreno o Flórez Estrada, figuran josefinos como Amorós o Núñez Taboada. La misma lista en los Archives du Ministère des Affaires Etrangeres, Mémoires et documents, Espagne, vol. 383. 33 Véase su magnífica monografía (Morange, 2006), así como Olavarría (2007), que complementa a la anterior.

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titucional, no el gaditano, en sintonía con el liberalismo europeo (muy especialmente con las teorías de Benjamin Constant), y suponía una auténtica alternativa a la Constitución de 1812. Sus autores rechazaban la excesiva concentración de poderes del legislativo, el sufragio cuasi universal recogido por el código gaditano y la ausencia de una segunda cámara. Este proyecto, que contaba con ilustres josefinos como Azanza, O’Farrill, González Arnao, Gómez Hermosilla o Ramón de Salas para el hipotético senado que proyectaba, quedó truncado en 1819, pero atestigua que los contactos, y más importante aún, las convergencias en torno a un liberalismo moderado, comenzaron ya en estas fechas anteriores al Trienio liberal.34 Con el triunfo de Riego en 1820 estos esfuerzos de aproximación se intensificarían. Andrés Muriel, en su opúsculo Los afrancesados, o una cuestión de política se preguntaba: ¿Cuál es la diferencia entre las ideas políticas de los unos y de los otros? Ninguna en cuanto a los principios, y ni aun quizá en las aplicaciones. En cuanto al fin, estaban ambos partidos perfectamente de acuerdo aun en tiempo de la guerra; la oposición entre ellos consistía en orden a los medios que fuera oportuno emplear. La destrucción de los abusos era el término; ambos querían ir a él por caminos distintos (Muriel, 1820: 50). Llorente haría también un llamamiento a la unión de partidos para conservar la tranquilidad pública y señala que «no es buena política la de poner una muralla de separación entre los constitucionales del año de ocho y los del año doce».35 ¿Oportunismo? ¿Reacomodo? Sin duda. Hay casos sangrantes, como los del propio Sempere, que tuvo que hacer verdaderas piruetas para pasar por buena en 1820 una constitución que tanto había criticado solo unos años antes, o José María Carnerero, el traductor de Escoiquiz y adulador del Fernando VII absolutista, verdadero camaleón político, que durante el Trienio escribiría nada menos que en El Eco de Padilla y que en una nueva pirueta se acomodaba una vez más sin problemas en la España posterior a 1823. En cualquier caso, como he mostrado en otro lugar 34 Analizo todo ello con más detenimiento en mi trabajo López Tabar (en prensa). Otros testimonios sobre estos acercamientos previos en el epígrafe «En torno a Riego. Relaciones afrancesadas con el héroe de la revolución», en López Tabar (2001: 217-220). 35 En sus Cartas de un español liberal habitante en París (mayo 1820). Cito por Dufour (1982: 233). Otros esfuerzos en el mismo sentido, como el que llevó a cabo Manuel Silvela con obras como El Reconciliador, en el epígrafe «En busca de la reconciliación», de López Tabar (2001: 186-197).

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(López Tabar, en prensa) creo que hubo una aceptación sincera del régimen constitucional por parte de los antiguos josefinos, aunque desde el primer momento trabajaran tenazmente, pero también de forma constructiva, por intentar moderar el nuevo régimen liberal y modificar una constitución que siguen considerando imperfecta e inadecuada. 6. A modo de conclusión No sin cierta provisionalidad, pues aún queda mucha tarea por hacer,36 podemos concluir que la mirada de los afrancesados sobre el proceso revolucionario gaditano ocupó un lugar secundario entre las páginas de sus escritos. La denuncia de la supuesta ilegitimidad de la Junta central, las intenciones ocultas de Inglaterra, el rechazo del uso interesado de la religión o, en definitiva, los horrores de una guerra de cuya continuidad culpan a las autoridades patriotas, son una constante en sus argumentos ya desde 1808, como hemos visto. Sin embargo, lo prioritario es apuntalar la legitimidad de un régimen que, en el fondo, se sabe vacilante. Por ello, la atención en los primeros años de la guerra a la labor política de los patriotas no ocupará sino un lugar secundario, y no será hasta 1811, cuando las cortes de Cádiz configuran ya una verdadera alternativa política, que esta mirada comience a ser más detenida, y junto a ello, más crispada conforme la guerra se va perdiendo. Cuando en 1812-1813 los josefinos se vean abocados al exilio, el ambiente de discordia, venganza e irreconciliación se hará casi irrespirable, y el rencor perdurará durante años en los escritos de los afrancesados desterrados. De nuevo, lo prioritario dejará de lado el análisis político: la justificación de sus actos y el perdón regio será lo primordial, y por ello las alusiones al proyecto político gaditano serán de nuevo secundarias. No faltarán, empero, los análisis, siempre críticos, de la constitución de 1812, ya sean públicos o en el ámbito privado, como hemos visto. El destierro o la cárcel dejan muchas horas libres para la reflexión, y con ella el encono entre afrancesados y liberales (en especial su sector más moderado) irá dejando paso a un acercamiento que cuajará en proyectos como la fallida constitución de 1819. El éxito de Riego permitirá el regreso de los afrancesados, condicionado por su exclusión de la vida pública. Su aceptación del régimen constitucional, así lo creo, fue en un principio sincera, pero siempre crítica, desde cabeceras como El Imparcial 36 En especial en lo referente al análisis de la prensa afrancesada, pendiente todavía, a pesar de lo que se ha avanzado en los últimos años, de un estudio en profundidad.

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y, sobre todo, El Censor, lo que reavivaría algunos rescoldos y despertaría nuevas desconfianzas. Los embates de la vida llevarían a que aquella generación de 1808, la de Lista y Quintana, nunca llegara a reconciliarse del todo.

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