La Memoria de los Difuntos: Un Patrimonio Vivo. I Parte

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LA MEMORIA DE LOS DIFUNTOS: UN PATRIMONIO VIVO. I PARTE.

Narrativas Culturales

Curiosa paradoja la del propio título del artículo que aquí presentamos: la muerte es algo muy vivo. Así es. Es un ente vivo fundamental para la reconstrucción de las sociedades pretéritas, para conocer el mundo material e inmaterial de las comunidades humanas. De la plasmación artística a la religión que la sustenta, del ideario de la perpetuación del individuo en el «más allá» tras su muerte a su recuerdo para los miembros de la colectividad. Y a todas luces, la muerte como fundamento de un ingente patrimonio cultural. En el presente artículo haremos un sucinto recorrido por la memoria de los difuntos de la Península Ibérica.

Por Sergio Larrauri Redondo Historiador. Técnico en Patrimonio Histórico-Artístico. www.gescultur.es

A lo largo de la historia las comunidades han forjado diversos ritos, costumbres o creaciones en torno a la muerte como una expresión de su identidad y de la creencia en una vida post mortem. Su valor para la reconstrucción histórica es indiscutible: interpretar la liturgia e imágenes de la muerte, el lugar del sepelio y los muertos dan respuestas sobre el imaginario social y la propia sociedad donde fructificaron. En muchas ocasiones son la única fotografía que retrata una cultura o un grupo humano desvanecido en el tiempo. La muerte se ha materializado en diversos productos funerarios polisémicos de las culturas, la imagen de la memoria del pasado. Las diferentes arquitecturas, esculturas, ornamentos y otras producciones artísticas conforman los espacios funerarios en sí, lugares donde cobijar los restos corpóreos, y los hitos que señalan la ubicación

de la tumba. Ambos elementos representan la exteriorización de los enterramientos. Estos testimonios son la imagen de una comunidad a la vez que un medio de expresión para la memoria individual del fallecido. Un medio con el que amparar su paso —individual o colectivo— al mundo del «más allá» a la par que asegurar su pervivencia mediante la señalización del enterramiento, la conmemoración y el recuerdo en el colectivo social. Tratar de reconstruir las bases psicológicas o ideológicas de las sociedades prehistóricas es una labor muy compleja y arriesgada, no exenta de respuestas que generan más preguntas, de caminos sin respuesta o de las ataduras propias de los parámetros del hombre moderno. En estas sociedades ágrafas contamos sólo con su cultura material en la que la

arqueología de la convierte en una 1 fuente .

muerte se destacada

Si en el Paleolítico las comunidades de cazadores-recolectores parecen caracterizarse por la sencillez en sus rituales funerarios, con el Neolítico los grupos de agricultoresganaderos desarrollarán monumentos como símbolo de su memoria e identidad, nociones ambas que beben del culto a los muertos, a los antepasados. De este modo en la ideología funeraria de las sociedades prehistóricas convergen la dualidad monumentos/memoria: en ausencia del archivo documental escrito que poseen las sociedades históricas, la ideología funeraria tanto oral como material supone para las sociedades ágrafas la fijación física del tiempo, la memoria, la identidad cultural y, sobre todo, las relaciones sociales y de poder 2.

Lám. 1. Dolmen de Peciña. San Vicente de la Sonsierra (La Rioja).

La piedra, las grandes piedras de los megalitos, por su tamaño y perdurabilidad, se conciben como monumentos de gran visibilidad y evocación de la memoria del grupo, no así de la individual. Estas características se proyectan al propio espacio físico en el que se levantan, simbolizando una reivindicación territorial. Surgen los paisajes megalíticos.

Lám. 2. El dolmen y paisaje de Aguas Tuertas. Ansó (Huesca).

1 Véase por ejemplo PICAZO GURINA, Marina y LULL SANTIAGO, Vicente (1989): “Arqueología de la muerte y estructura social”, Archivo Español de Arqueología, nº159-160. Madrid, CSIC, p. 5-20; VAQUERIZO GIL, Desiderio (Coord.) (1991): Arqueología de la muerte: metodología y perspectivas actuales. Fuente Obejuna, Diputación de Córdoba,

GARCÍA SANJUAN, Leonardo (2008): “Muerte, tiempo, memoria. Los megalitos como memoriales culturales”, Boletín del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico. Monográfico: Patrimonio megalítico, más allá de los límites de la Prehistoria. Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, pág. 36.

2

El simbolismo de los megalitos pervivió generaciones a sus constructores. De hecho durante el Calcolítico o la Edad del Bronce los grupos humanos conservaron la memoria y el pensamiento funerario heredados, así como donde éstas se materializaban. Los megalitos fueron reutilizados o transformados perviviendo su sacralidad, la memoria de los difuntos y su culto funerario.

El mundo ibérico se conoce por la pluralidad de tipos de monumentos para los difuntos, unos conjuntos que determinan la creación de auténticos paisajes funerarios: pilares-estela, altares, esculturas sobreelevadas, hornacinas, estelas o monumentos turriformes son los más extendidos. Quedémonos con el último de los citados. Las sepulturas turriformes se caracterizan por una arquitectura elevada en forma de torre. Es, sin duda, el tipo funerario más monumental del mundo ibérico. A nivel ideológico y arquitectónico su origen se gesta en culturas orientales antiguas. Los influjos fenicios desde el siglo VIII a. C. y posteriormente púnicos fueron relevantes para la sociedad y cultura ibérica, lo que derivó en la expansión de formas de expresión idénticas a otras existentes por el orbe del Mediterráneo. Con el auge y expansión de los Barca por Iberia, se plasmó la monumentalización de las necrópolis ibéricas, en especial en el ámbito suroriental de la Península. Los monumentos turriformes se caracterizan materialmente por una arquitectura avanzada dotada de un conjunto de ornamentos iconográficos. Y a nivel ideológico, se conciben como un símbolo y expresión del rango social, de poder y prestigio, de trascender tras la muerte e incluso de distintivo que legitima la propiedad material del territorio adyacente. Todas estas características condicionan que sólo fueran factibles para la alta aristocracia ibérica. El mejor ejemplo conocido es el monumento funerario de Pozo Moro (Chinchilla de Montearagón, Albacete), hoy en día en el Museo Arqueológico Nacional.

Lám. 3. Monumento funerario turriforme de Pozo Moro (Albacete). Hoy en el Museo Arqueológico Nacional (MAN)

Estas torres de desarrollo vertical fueron levantadas en lugares estratégicos como vías de comunicación o cursos de agua. Su carácter monumental contribuyó no sólo como señalización del lugar de enterramiento de las elites, muy visible y destacado en el paisaje, sino también para ensalzar la memoria del difunto en el colectivo, una evocación que se vería reforzada al honrarle con algún tipo de culto fúnebre. La presencia de un monumento turriforme era un tenaz soporte propagandístico para el finado, pero también para el grupo familiar o social al que pertenecía. Estos monumentos elevados garantizaban la vida del alma y de su memoria entre los vivos. Un recorrido por el mundo funerario hispanorromano nos descubre el

empleo de una variedad de ritos. El mayormente utilizado en Hispania fue la incineración, salvo los miembros infantiles que se enterraban, siendo sustituido por la inhumación a partir del siglo III d. C. Las cenizas del difunto se introducían en una fosa excavada, en una cista latericia o en urnas. Junto a los restos se colocaban un ajuar funerario integrado por objetos rituales (lucernas, monedas, ungüentarios…) y objetos personales (adornos, útiles profesionales...). El rito se podía completar con su exteriorización mediante una amplia tipología de monumentos funerarios como aras, estelas, sarcófagos, bustos-retratos, columbarios o cupae, o bien con un procedimiento mucho menos elaborado consistente en la acumulación de piedras sobre la tumba. El objetivo de todos ellos era la señalización de los enterramientos. El término latino cupa significa tonel, la forma que más o menos adquirió este monumento funerario. De tipologías y características muy heterogéneas, sus diferencias vienen dadas por zonas geográficas, cronologías o status social. Si nos atenemos a las características técnicas de su construcción se distinguen las cupae solidae y las cupae structiles. Las cupae solidae son monumentos monolíticos trabajados en piedra y elevados sobre gradas. Es probable que se encontraran revestidas con un estucado para una mejor presencia y conservación. En muchos casos las cupae solidae presentan conducto de libación, ceremonia en honor del difunto

donde se cataba y compartía vino, para después ser vertido sobre sus restos a través del mencionado agujero. Las cupae structiles son monumentos de mampostería que se apoyan sobre un resalte. Su exterior estaba totalmente revestido con un estuco generalmente con pinturas en color rojo y negro. Ambos tipos de cupae podían estar decoradas con dibujos, relieves, pinturas o esculturas.

Lám. 4. Cupae y aras en la Via sepulchralis. Plaza Vila de Madrid (Barcelona).

La legislación romana prohibía enterrar a los muertos en el interior de las ciudades por lo que las necrópolis se emplazaban en caminos y vías de acceso a las urbes. En esos lugares, viajeros y transeúntes caminaban entre sus antepasados contribuyendo a mantener su recuerdo. En este sentido debe destacarse la exhibición de un titulus sepulchralis en los monumentos funerarios romanos para su lectura, memoria reforzada en ocasiones con otros recursos visuales como retratos o esculturas de los difuntos. Las cupae también constaban de un epitafio, inscripción epigráfica que identifica la persona fallecida a la par que asegura su evocación, su recuerdo entre la comunidad. La superación del olvido del difunto implica la trascendencia de su contenido textual.

El titulus sepulchralis evocaba el recuerdo del fallecido mediante dedicatorias, distintivos y fórmulas funerarias. Está compuesto por una invocación a los dioses, datos para su identificación (nombre, filiación y condición social), los principales cargos y honores desempeñados y la edad del fallecido. Además, suele figurar el nombre del individuo o grupo de personas que encargan la cupa y el epitafio, en muchos casos legado testamentario del propio difunto. Se completa la inscripción con fórmulas que ratifican que el difunto está enterrado bajo el monumento, por ejemplo el famoso HSE (Hic Situs Est), y una rogativa por el finado, por ejemplo el STTL (Sit Tibi Terra Levis). La inscripción del difunto se localiza en el centro de la cara principal, destacándose así en el conjunto del monumento. El texto se aloja en cartela incisa, en tabula ansata o incluso en placa de mármol sobrepuesta. Su lectura permite reconstruir quiénes fueron enterrados en las cupae: libertos de alto o medio nivel económico, hijos de libertos, esclavos de familias acomodadas, veteranos de guerra...

Lám. 5. Vista frontal con el epígrafe de la cupa de Faustiano. Siglo II d.C. Plaza Vila de Madrid (Barcelona).

Siglos después, gracias al recuerdo que publicitan sus pequeños

monumentos funerarios, nos ha llegado la memoria de Valerio Melipo, Faustiano, Helena, Fabia Festa, Romulus, Sextilia y Claudius Reburrus.

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