La luz del Verbo encarnado

July 19, 2017 | Autor: Paco Castro | Categoría: Pastoral Theology, Concilio Vaticano II, Pastoral, Antropología Teológica, Eclesiología
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Descripción

LA LUZ DEL VERBO ENCARNADO La encarnación como principio antropológico y eclesial en el Concilio Vaticano II

Francisco A. Castro Pérez

Seminario Diocesano Instituto Superior de Ciencias Religiosas Málaga 2012

INTRODUCCIÓN

Se ha hecho común en el discurso cristiano hablar de la encarnación para referirse a un modo peculiar de vivir la fe, en medio de las situaciones concretas en que se encuentran los fieles. A menudo se invoca la necesidad de «encarnarse» en el mundo. Esto se presenta como presupuesto de una vivencia personal y eclesial capaz de corresponder a los hondos anhelos de la humanidad, expresados de múltiples formas en el espacio y en el tiempo, y de transformar esta humanidad según el Evangelio. Puede incluso decirse que hay un modo de plasmar la fe en formas concretas de vida y misión que, con todo derecho, se denominan «espiritualidad» o, en expresión de Mounier, «ética de la encarnación». Sin embargo, la referencia a la encarnación no es patrimonio de grupos o corrientes particulares en la Iglesia, sino que es una dimensión irrenunciable de toda espiritualidad cristiana. Vivir y proclamar la fe en Cristo, muerto y resucitado por nosotros, implica tomar muy en serio la carne que Él asumió y que fue glorificada en la Pascua, y aplicar los principios que se derivan de este hecho fundamental para el modo en que los cristianos nos situamos en medio de la sociedad. Si Jesucristo, Verbo encarnado, es «la luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9), esto tiene implicaciones concretas en la cosmovisión cristiana y en la conciencia de la Iglesia sobre su propio misterio y misión. Intentaremos mostrar esto dejándonos guiar por ese magno ejercicio de discernimiento eclesial que fue el Concilio Vaticano II. La celebración de su cincuentenario nos invita a todos a revisar cómo se ha llevado a cabo la interpretación y recepción del que sigue siendo un marco de referencia básico para la Iglesia del presente siglo. Veremos que la encarnación, más allá de ser objeto de nuestra fe, es un principio que el magisterio conciliar aplica a la comprensión de diversas cuestiones.

CAPÍTULO I

El misterio de la encarnación en la recepción conciliar

1. El Concilio medio siglo después: hermenéutica y recepción El acontecimiento del Concilio va alejándose en el tiempo y muchos no perciben hoy el modo en que ha afectado a la conciencia y a la vida de la Iglesia en todos los ámbitos. A esta repercusión concreta del Concilio, impulsada por el Espíritu, se le llama «recepción»1. En los últimos años se han multiplicado las publicaciones que se ocupan de este aspecto2. Pero ¿podemos afirmar que el Concilio ha sido ya interpretado adecuadamente y recibido en su integridad? Para evaluar la calidad de la recepción conciliar, conviene distinguir, sin separar, el «espíritu» y la «letra» del Concilio. Respecto al primer aspecto, el así llamado «espíritu», hoy nos encontramos una Iglesia aggiornata, «puesta al día» en un mundo globalizado. Esto responde en gran medida a la intención de Juan XXIII al convocar el Concilio y al mismo Concilio considerado como acontecimiento mundial de primera magnitud, que cambió la conciencia sobre la Iglesia dentro y fuera de ella. Respecto al segundo aspecto, la «letra», el Concilio constituye un corpus de textos de valor singular y plena vigencia: sus enseñanzas e indicaciones siguen siendo el marco más autorizado para la vida y la misión actuales de la Iglesia. Sin embargo, es en esta vertiente

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Acerca del concepto de recepción en sus diversas vertientes, su historicidad intrínseca, su naturaleza eclesial, implicaciones ecuménicas, cf. H. LEGRAND – al, ed., Recezione e comunione tra le chiese, Bologna 1998; Y. CONGAR, «La “réception” comme realité ecclésiologique», RSPhTh 56 (1972), 369-403; A. GRILLMEIER, Mit ihm und in ihm, Freiburg 19752, 303-334. 2 Véase la nota bibliográfica al final de este trabajo para una selección de escritos sobre el tema.

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donde quizá quedan aspectos que reclaman una mejor recepción, aún en nuestros días3. La Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos de 1985, consciente de que existían dificultades, propuso algunos criterios de interpretación que ayudasen a una recepción más íntegra del Concilio: no se debe separar lo pastoral de lo doctrinal, ni el espíritu de la letra; hay que interpretar los textos refiriéndolos al conjunto de documentos conciliares y a la tradición de la Iglesia; debemos buscar luz en ellos para los retos actuales4. Mientras esta siga siendo la Iglesia del Concilio Vaticano II, estos criterios deben ser aplicados también hoy. Hay que advertir, especialmente, que no debe buscarse en el Concilio una justificación para innovaciones y rupturas con la tradición de la Iglesia; como indicó Benedicto XVI, hay que aplicar al Concilio una «hermenéutica de la reforma», no de la discontinuidad5. 2. Objeciones a la centralidad de la encarnación Centrándonos en el tema que nos ocupa, conviene decir que, después del Concilio, hay quien ha preferido dejar la encarnación en un segundo plano como referencia para la reflexión creyente6. A menudo, se han visto con recelo las interpretaciones del Concilio que intentan rescatar este importante aspecto de sus enseñanzas, tachando tales lecturas de «encarnacionistas»7. Con esta actitud despectiva parece que resucita la 3

Cf. W. KASPER, «El desafío permanente del Vaticano II. Hermenéutica de las aseveraciones del concilio», en ID., Teología e Iglesia, Barcelona 1989, 401-415; S. MADRIGAL, «El Vaticano II: el espíritu del acontecimiento y la letra conciliar», [acceso 1.05.2012] www.unican.es/Aulas/teologia. 4 Cf. SÍNODO DE LOS OBISPOS, Relatio finalis Ecclesia sub verbo Dei, 7.12.1985, EV 9, 1779-1818, n. 5. 5 BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia romana (22.12.2005), AAS 98 (2006) 40-53. Cf. J.A. KOMONCHAK, «Benedetto XVI e l’interpretazione del Vaticano II». Acerca de la correcta concepción de «reforma» eclesial, merece leerse aún hoy Y. CONGAR, Falsas y verdaderas reformas en la Iglesia, Madrid 1953; orig., Vrai et fausse reforme dans l'Église, Paris 1950. 6 Sobre los debates conciliares acerca del papel de la encarnación en los esquemas, cf. F.A. CASTRO, Cristo y cada hombre. Hermenéutica y recepción de una enseñanza del Concilio Vaticano II, Roma 2011, 62-71; 115-127. Sobre los recelos en la recepción de la doctrina conciliar a este respecto se trata en diversos lugares de la obra. 7 Tal advertencia la hacen, por ejemplo, A. SCOLA, «“Gaudium et Spes”: dialogo e discernimento nella testimonianza della verità», en R. FISICHELLA, ed., Il Concilio Vaticano II, 82-114; V. CAPORALE, «Antropologia e cristologia nella “Gaudium et Spes”», RdT 29 (1988) 142-185; C. GARCÍA FERNÁNDEZ, «La hermenéutica antropológica de la “Gaudium et spes”», en ID., ed., Iglesia, mundo y espiritualidad, Burgos 2007, 131-160». Una interpretación equilibrada de la postura conciliar al

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polémica entre «encarnacionismo» y «escatologismo» que se desarrolló ampliamente en el seno de los debates conciliares y que puede decirse saldada con la disolución de alternativas falsas: humanización y evangelización, construcción de la ciudad secular y avance del Reino de Dios, no pueden ser vistas como disyuntivas a la luz de los textos conciliares. Las razones por las que no parece a algunos conveniente subrayar este aspecto de la enseñanza conciliar son varias. Unos dicen que cuando el Concilio basa sus enseñanzas en la encarnación, no lo hace con una intención doctrinal, sino más bien como expresión de su sentido «pastoral». Es como si el Concilio, invocando la singular humanidad de Cristo, quisiera congraciarse con el mundo moderno, al que hasta entonces se había dirigido sobre todo para condenarlo. Convenía mostrar la vertiente humanista de la fe cristiana. Así pues, si hablar de la encarnación se hacía con una actitud pastoral, y no tanto con la intención de enseñar, no estaría justificado que situáramos aquí el núcleo del mensaje cristiano. Sin embargo, como veremos, la encarnación del Verbo aparece como fundamento de enseñanzas propiamente doctrinales del Concilio. La encarnación forma parte, por derecho propio, de las verdades nucleares del mensaje cristiano. Otros piensan que el Concilio se excede en la referencia a la encarnación y que esta no debería entenderse como misterio salvífico, o al menos no el principal: la salvación nos viene de la muerte y resurrección de Cristo. Por eso, no interesaría tanto dar a entender que la fe cristiana sea un humanismo, que sirva para la humanización de la sociedad; el evangelio, más bien, debe anunciar una humanidad nueva, divinizada, que nace de la Pascua, y esto ha de proclamarse oportune et inoportune, guste o disguste a los oyentes. A quienes así piensan habría que recordarles que, si Cristo ha sido capaz de morir y resucitar por nosotros, es porque, como dice el Credo, el Hijo de Dios «por nosotros los hombres y por nuestra salvación… se hizo hombre». Notemos bien: no nos salva Cristo por ser Dios, ni solo por ser hombre; hemos sido salvados porque quien ha muerto y resucitado es el Hijo de Dios hecho hombre, por tanto, el único mediador, el único capaz de vivir, morir y resucitar por nosotros. En este sentido, la encarnación concierne a todos los seres humanos como misterio propiamente salvífico, con unas implicaciones peculiares que es necesario reconocer, distintas de las que se desprenden de la Pascua (sin duda, el misterio de nuestra salvación por excelencia). —————————— respecto puede leerse en H. DE LUBAC, Athéisme et sens de l’homme, Œuvres complètes, IV, Paris 2006, 407-514.

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Otros advierten, con razón, que a la salvación que ya se nos ha concedido en cierto modo a todos los hombres en Jesucristo por la encarnación (a la cual puede llamarse redención «objetiva») hay que adherirse de un modo personal: es necesario configurar nuestras vidas con la cruz y la resurrección del Señor. Esto muestra que la referencia a la encarnación debe ser solo un acento, o una premisa de la vida cristiana. Pero en modo alguno justifica que se mire con recelo o se elimine del discurso cristiano; más bien invita a considerarla como un presupuesto irrenunciable de la existencia cristiana y de la evangelización8. 3. Rescatar el principio de encarnación Una interpretación adecuada del Concilio no puede dejar fuera una cuestión presente en tantos de sus textos, como es la encarnación, por la injusta sospecha de que este interés se alinea con determinada tendencia teológica más o menos desviada. No se deben reemplazar las enseñanzas conciliares por prejuicios de uno u otro signo, sino más bien volver a sus textos, llenos de gran equilibrio, que son, además, una expresión autorizada de la fe y la vida eclesial. En definitiva, nos proponemos en este trabajo constatar la centralidad de la encarnación en una correcta hermenéutica del Concilio y, basados en sus enseñanzas, proponerla como un principio válido para la concepción creyente del hombre y para la misión de la Iglesia. Primeramente, repasaremos algunos presupuestos que, enraizados en el ambiente filosófico y teológico de la primera mitad del siglo pasado, propiciaron un enfoque y un lenguaje novedosos en el Concilio. Estos presupuestos permiten entender el lugar central que hay que asignar a la encarnación en una equilibrada lectura de los textos conciliares. Seguidamente, para volver a proclamar la encarnación sin recelos y en sus justos términos, nada mejor que dejar que el Concilio nos hable de ella. Encontraremos en sus textos una sólida base de doctrina que justifica que hoy sigamos proponiendo la encarnación como un principio clave en la comprensión creyente de la realidad y en una vida y una misión genuinamente cristianas.

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Independientemente de la recepción conciliar, el tema de la encarnación ha merecido una amplia atención desde múltiples puntos de vista. Desde la historia de la liturgia, con una sucinta panorámica del desarrollo dogmático, cf. R. WINLING, Noël et le mystère de l’incarnation, Paris 2010. Con un enfoque principalmente sistemático, cf. S.T. DAVIS – D. KENDALL – G. O’COLLINS, ed., The Incarnation, Oxford-New York 2002. Para una perspectiva filosófica, cf. M.M. OLIVETTI, ed., Incarnation, Padova 1999.

CAPÍTULO II

Presupuestos del Concilio Vaticano II

Un ambiente intelectual concreto precedió a la redacción de los documentos del Concilio y forma el sustrato del principio de encarnación, tal como es entendido y aplicado también en la época postconciliar. El Concilio Vaticano II, llamado por Congar «concilio de los teólogos»1, fue crisol donde la Iglesia recibió, purificada al fuego del Espíritu, la herencia de unos años de profundo repensamiento de la fe cristiana, realizado en diálogo con la filosofía y desde un conocimiento mayor de los fundamentos bíblicos y de la Tradición. Así pues, el modo en que se proponen muchas enseñanzas conciliares puede considerarse fruto de la efervescencia intelectual y teológica de la primera mitad del siglo XX. La vigorización de los estudios bíblicos y patrísticos había impulsado la búsqueda de un nuevo lenguaje para la fe, lenguaje que habría de mostrar una cierta convergencia con el pensamiento teológico y filosófico contemporáneo. En lo que concierne a nuestro tema, la renovación teológica de la primera mitad del siglo pasado llegó al Concilio de la mano de teólogos de la talla de Rahner, De Lubac, Mouroux, Congar, que, en calidad de miembros de la Comisión doctrinal del Concilio o como peritos, dejaron su huella en algunos textos conciliares, que tienen en sus escritos anteriores un autorizado comentario avant la lettre. 1. Antropocentrismo y cristocentrismo En el ambiente previo al Concilio hay que destacar el papel que desempeñaron en la consideración del misterio de la encarnación las filosofías del hombre y la nueva conciencia sobre la centralidad de Cristo 1

Y. CONGAR, Mon Journal du Concile, Paris 2002, II, 421.

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en la teología. El doble giro antropológico y cristocéntrico, efectuado por la teología de la época, no supone una doble centralidad; más bien, considerar la centralidad de Cristo en la economía reveladora y salvífica de Dios hizo replantear los diversos temas teológicos y provocó el surgimiento de una cosmovisión cristiana más basada en la revelación y, en concreto, de una antropología propiamente teológica. Por consiguiente, la encarnación como principio teológico aparece ligada en el Concilio a una constelación de temas y de influencias. Además, hay muchas cuestiones debatidas y categorías disponibles que, aunque no se tuvieran en cuenta en la redacción de los documentos conciliares, sí formarán parte de su recepción2. La antropología cristiana, en cuanto visión integral del hombre a la luz de la fe, mereció por primera vez la atención de un Concilio en la Constitución pastoral Gaudium et spes. Esto fue fruto de un ambiente propicio en la reflexión filosófica y teológica de la época, lo que se ha venido en llamar el giro antropológico. La primera mitad del siglo veinte fue un momento privilegiado de la investigación en torno al ser humano3. En lo que concierne a la teología, se terminó la pacífica posesión de una visión de la realidad amoldada a las categorías neoescolásticas y hubo que asumir la necesidad de un nuevo encuentro con la filosofía. De ahí debería surgir un lenguaje teológico nuevo que respondiera a una nueva sensibilidad, haciendo partir del hombre todo discurso que pretendiera ser relevante. Esto no puede ser acogido sin crítica en el discurso teológico, el cual se basa en la primacía de una Palabra que adviene al hombre. Lo que habrá que mostrar, justamente, es que esta Palabra (por ende, el Verbo encarnado) no viene a nosotros como algo extrínseco, sino que encuentra en el hombre las condiciones de posibilidad de una acogida plenificante4. De ahí que, a menudo, los pensadores cristianos combinen la centralidad de la cuestión del ser humano con el esbozo de una verdadera cristología

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Un espléndido ejemplo de la herencia de este doble giro antropocéntrico y cristocéntrico lo encontramos en la primera parte de la exhortación Verbum Domini de Benedicto XVI, nn. 6-28. 3 Este enfoque lo comparten, prácticamente, todas las aportaciones principales de la filosofía de la época. Cf. F. COPLESTON, Historia de la Filosofía. IX. De Bergson a Sartre, Barcelona 1980. Un útil resumen de estas «filosofías del hombre», con bibliografía esencial, lo encontramos en J.L. LORDA, Antropología cristiana, Madrid 20043, 15-65. 4 Como impulsor de este nuevo enfoque hay que destacar a Blondel. Cf. J.B. METZ, Antropocentrismo cristiano, Salamanca 1972; orig., Christliche Anthropozentrik, München 1962.

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filosófica, cultivada por el pensamiento de los últimos dos siglos5. Tal cristología, planteada como previa al dato revelado positivo, sitúa en el núcleo de la comprensión de la realidad a Cristo como «idea» o «cifra», cuyos rasgos no pueden sino identificarse con la figura del Cristo confesado por la fe. Jesucristo es el centro de toda la obra divina de creación, salvación y revelación. Esta realidad, atestiguada en el Nuevo Testamento y a lo largo de la tradición cristiana, reclama la centralidad de Cristo en la existencia del creyente, así como en la comprensión del misterio revelado y en la predicación: «El acontecimiento Cristo reivindica para sí mismo la primacía absoluta en la revelación y en la fe, una primacía no solamente normativa, sino fundacional»6. De esta primacía de Cristo en general –«Él es el primero en todo», proclama el himno de la carta a los Colosenses (Col 1,18)– y, particularmente, en relación con el ser humano, el Concilio da una buena muestra, en algunos pasajes emblemáticos7. 5

Cf. S. PIÉ-NINOT, La teología fundamental, Salamanca 20014, 458-466; 297-303; M.M. OLIVETTI, ed., Incarnation; X. TILLIETTE «El Cristo de la filosofía», en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL – al, Salvador del mundo, Salamanca 1997, 251-263; S. ZUCAL, ed., Cristo nella filosofia contemporanea, I-II, Cinisello-Balsamo 2000-2002. Cf. Cf. K. JASPERS, La fe filosófica ante la revelación, Madrid 1968; orig., Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung, München 1962. 6 J. ALFARO, «La teología frente al magisterio», en R. LATOURELLE – G. O’COLLINS, ed., Problemas y perspectivas de teología fundamental, Salamanca 1982, 485. Cf. ID., «Encarnación y revelación», Greg 49 (1968), 431-459; «Las funciones salvíficas de Cristo como revelador, Señor y sacerdote», MySal, III/1, 671-753. Cf. K. RAHNER, «Para la teología de la Encarnación», ET, IV, 139-157. Algunos pasajes paradigmáticos que expresan esta centralidad de Cristo los encontramos, por ejemplo, en SAN BUENAVENTURA, Collationes in Hexaemeron, 1,10-14 (cit. en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, «Jesucristo redentor del hombre. Esbozo de una soteriología crítica», en Cristo, Redentor del hombre, Salamanca 1986, 106); M.J. SCHEEBEN, Die Mysterien des Christentums, Freiburg 1941, 355; H. VOLK, «Die theologische Bestimmung des Menschen», Cath 13 (1959) 175-179; G. VAN DER LEEUW, Der Mensch und die Religion, Basel 1941, 112-118. Para un panorama del cristocentrismo en la teología del siglo veinte, que tuvo en K. Barth a uno de sus principales valedores, cf. H.U. VON BALTHASAR, La teologia di Karl Barth, Milano 1985, 348-388; orig., Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie, Köln 1962. Una buena panorámica histórica puede leerse en G. MOIOLI, «Cristocentrismo», NDT, 213-224. Para una reflexión general sobre el tema, cf. G. BIFFI, «Cristocentrismo: presupposti e problemi», en P. SCARAFONI, ed., Cristocentrismo. Riflessione teologica, Roma, 2002, 7-21; P. SCARAFONI, «Cristocentrismo: significato e valenza teologica oggi», Path 2 (2003) 277304; T. CITRINI, «El principio “cristocentrismo” y su operatividad en la teología fundamental», en R. LATOURELLE – G. O’COLLINS, ed., Problemas y perspectivas, 246271. 7 Cf. SC 5-7; LG 3, 7-8; DV 2, 4; GS 10, 22, 32, 38, 45; AG 3.

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2. La encarnación en el pensamiento previo al Concilio En los decenios anteriores al Concilio, la realidad encarnada del ser humano, al mismo tiempo espiritual y corporal, y el misterio del Verbo encarnado, entendido como clave de comprensión del mundo y de las realidades de fe, centraron la atención de muchos pensadores y teólogos. Varias líneas merecen destacarse como influencias claras en el desarrollo de las enseñanzas conciliares en torno a la encarnación. 2.1 Existencialismo personalista cristiano La antropología conciliar refleja el esfuerzo por restaurar la singularidad, típico de las filosofías de la existencia. Las filosofías existencialistas y de la persona ofrecen todo un arsenal de nuevos instrumentos conceptuales para la comprensión del hombre. El interés por el hombre concreto y singular, impulsado en el siglo XIX por pensadores como Søren Kierkegaard, propició en el siglo pasado una reformulación creyente de qué es ser hombre en esta misma clave de lo singular8. Entre los pensadores que, siguiendo la línea existencialista o personalista, se adentraron en la cuestión del ser humano con el método de la fenomenología, así como en los teólogos que buscaban la renovación del lenguaje de la fe en diálogo con la filosofía contemporánea, encontramos claves para comprender el principio de encarnación tal como aparece en el Concilio. En la obra de Gabriel Marcel, encontramos el afán por restaurar lo concreto, la prioridad de la existencia, a través de una fenomenología de la presencia, del encuentro, del hombre en cuanto ser encarnado9. La «encarnación» de cada hombre se trata de lo que el autor designa como un «misterio», en oposición a «problema». Es decir, nuestro cuerpo no puede percibirse como un objeto colocado ante nosotros, que pueda ser captado y transmitido, sino que se escapa a nuestra aprehensión, al mismo tiempo que nos constituye. La realidad del hombre, ser encarnado, encierra el misterio de una donación: la unidad de alma y cuerpo no es simplemente algo dado, sino más bien «donante» de la propia presencia a uno mismo. Por tanto, es inadecuado hablar de una unión de cada hombre con su cuerpo, ni de una relación de posesión; más bien debemos decir que somos nuestro cuerpo (sin que esta dimensión agote todo lo que el hombre es). También el modo de estar presentes las personas unas a otras es un misterio. La presencia 8

Cf., por ejemplo, S. KIERKEGAARD, Las obras del amor, Salamanca 2006; orig. danés, Kjerlighedens Gjerninger, 1847. 9 Cf. G. MARCEL, Filosofía concreta, Madrid 1959, 21-49; orig., Du refus à l’invocation, Paris 1940; El misterio del ser, en Obras selectas de Gabriel Marcel, I, Madrid 2002, 1-387; orig., Le mystère de l’être, I-II, Paris 1951.

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puede sólo evocarse, invocarse, ser aceptada o rechazada, y se orienta al encuentro y la comunión. Si esta comunión falta, la presencia viene a parar en un ser extraños unos a otros, incluso a uno mismo. En su análisis de la percepción humana, también Maurice Merleau-Ponty proporciona nuevas claves para comprender nuestra corporalidad como una dimensión específicamente humana10. Emmanuel Mounier, impulsor del movimiento personalista, y Jacques Maritain insisten en la distinción entre «individuo» y «persona»11. No basta tener en cuenta la individualidad, sino que esta debe despojarse de todo egoísmo burgués y de la anonimia a la cual la someten las sociedades totalitarias de diverso signo. Para Mounier, la corporalidad y el tiempo mueven al hombre hacia una «ética de la Encarnación» y a la realización de un nuevo orden social comunitario en el que todos puedan vivir la pertenencia a Cristo. La relación entre Cristo y quien se involucra en este modo de vivir conforme a la encarnación no es de ejemplaridad, sino de pertenencia, según la noción paulina del Cuerpo Místico12. El análisis fenomenológico del poseer revela unas antinomias que solo pueden ser integradas por «la participación sobrenatural en la posesión de todas las cosas por la unión a Cristo personal»13. Romano Guardini recoge las reflexiones provenientes del ambiente filosófico de la época en una visión de Cristo y del hombre que tiene en su núcleo el misterio de la encarnación. El acto de existir se desarrolla en diversos niveles, integrados en la unidad de cuerpo y espíritu: «El espíritu, por sí mismo invisible, se hace visible como cuerpo viviente (Leib). La esencia del hacerse carne el espíritu (Verleiblichung) consiste en su devenir visible no “a los ojos del alma”, como sostiene Platón, sino a concretos ojos 10

M. MERLEAU-PONTY, Fenomenología de la percepción, Barcelona 1985; orig., Phénoménologie de la perception, Paris 1945. En años posteriores al Concilio, otras aportaciones han insistido en la corporalidad en un sentido similar. Cf. H. JONAS, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Barcelona 20122, 15-115; orig., Philosophische Untersuchungen und metaphysische Vermutungen, Frankfurt 1992; El principio vida. Hacia una biología filosófica, Madrid 2000; orig., Das Prinzip Leben. Ansätze zu einer philosophischen Biologie, Frankfurt-Leipzig 1994; M. HENRY, Encarnación. Una filosofía de la carne, Salamanca 2001; orig., Incarnation. Une philosophie de la chair, Paris 2000. 11 Cf. E. MOUNIER, El personalismo, en Obras completas, III, Salamanca 1990; orig., Le personnalisme, Paris 1949; J. MARITAIN, La persona y el bien común, Buenos Aires 1948; orig., La personne et le bien commun, Paris 1947. 12 Cf. E. MOUNIER, «Personalismo y cristianismo», en Obras completas, I, Salamanca 1992, 891-904. 13 E. MOUNIER, «¿Por qué se posee? Tener y ser», en Obras completas, I, 509-510. Cf. 1Co 3,23: «Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios».

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humanos»14. Por ello, el encuentro con Jesús y la contemplación de su concreta humanidad, tal como aparece en los evangelios, es el camino que lleva a su reconocimiento como Señor: «Dios no existe en la apertura del mero absoluto, una dimensión que pueda ser alcanzada en todo momento o lugar, a partir de cualquier objeto. Él se hace visible solo en el encuentro. El punto del encuentro es la persona de Cristo; la hora del encuentro es, para la totalidad del mundo, la del nacimiento de Jesús, o la de su anuncio por obra de los mensajeros de la fe; para cada uno, el momento en que él mismo se topa con Cristo»15. Una síntesis afín la encontramos en el teólogo francés Jean Mouroux. El cuerpo, medio de conciencia, de expresión y de comunión de la persona, «fue creado para ser asumido por el Verbo de Dios, y precisamente porque el Verbo se hizo carne, la condición del cuerpo ha quedado orientada definitivamente en un nuevo sentido. Está redimido y espera la glorificación»16. 2.2 Estudios patrísticos e históricos El periodo de entreguerras coincide con la recepción del pensamiento de la escuela de Tubinga y de Matthias Joseph Scheeben, a través de la reedición y estudio de sus obras. A ello se sumó la aportación de Emile Mersch, el cual comparte el mismo interés por sacar de la teología patrística las principales intuiciones de su reflexión. En particular, la admiración por los padres griegos –en la que algo tuvo que ver el descubrimiento y publicación de la Epideixis de San Ireneo a principios de siglo– volverá a colocar la encarnación en el centro de atención de la teología17. Una mención especial merece la ingente obra de Henry de Lubac, que rescató para la reflexión contemporánea muchos aspectos presentes en la mejor tradición cristiana de los primeros siglos y de la época medieval. Entre estos aspectos, la consideración del misterio del Verbo encarnado recupera el lugar central que le corresponde18. De forma correlativa, De 14

R. GUARDINI, L’uomo. Fondamenti di una antropologia cristiana, Brescia 2009, 286; orig., Der Mensch. Grundzüge einer christlichen Anthropologie (inédito). Cf. ID., Mundo y persona, Madrid 1963; orig., Welt und Person, Würzburg 19544. 15 R. GUARDINI, L’uomo, 317. Cf. ID. La realidad humana del Señor, Madrid 1960; orig., Die menschliche Wiklichkeit des Herrn, Würzburg 1958; El Señor, Madrid 1965; orig., Der Herr, Würzburg 1937. 16 J. MOUROUX, Sentido cristiano del hombre, Palabra, Madrid 2001, 119; orig., Sens chrétien de l’homme, Paris 1945. 17 Cf. E. MERSCH, La théologie du Corps mystique, I-II, Paris 19462; Le Christ, l’homme et l’universe, Bruges 1962. 18 Cf. H. DE LUBAC, Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme, Paris 1938; Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Église au moyen âge, Paris 1944.

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Lubac apuesta por una superación de la antropología de la «naturaleza pura» y de «los dos fines», de modo que la relación entre la gracia y la persona sea concebida según una «gratuidad real» y no referida a un ser humano inexistente; esto es, la gracia subviene a un hombre, el único real, que ha sido creado con el «deseo natural» de una visión divina que, paradójicamente, solo puede recibir como don19. 2.3 Tomismo existencial Hay que mencionar también el auge del tomismo, que subraya la validez de los planteamientos fundamentales del Aquinate para integrar algunos elementos de las nuevas filosofías en una comprensión de la realidad netamente cristiana. De la simbiosis entre la tradición tomista y el nuevo pensamiento antropocéntrico surgió el llamado «tomismo existencial» de autores como Cornelio Fabro que, sin duda, hay que contar entre las premisas del Concilio20. Dentro de esta renovación tomista merece una mención particular Joseph Maréchal, quien adopta el método de reflexión trascendental, sobre las condiciones a priori del conocimiento, con la intención de superar el callejón sin salida al que Kant había abocado a la metafísica con su concepción de las condiciones a priori del conocimiento. Según el profesor de Lovaina, Dios queda afirmado implícitamente en todo juicio, por ser la meta última del dinamismo del conocer. 2.4 Obra de Karl Rahner La corriente de «tomismo trascendental» iniciada por Maréchal dejó una huella palpable, en combinación con la obra de Heidegger, en el programa teológico de Karl Rahner. En sus textos encuentra una expresión cualificada y original la renovación teológica de aquellos años. En el marco de la llamada cristología filosófica habría que encuadrar la propuesta rahneriana de un «salvador absoluto»: «¿No sería posible y oportuno intentar realizar algo así como una deducción trascendental de la creación en Cristo? [...] Un esquema a priori de la “idea de Cristo”, como correlato objetivo de la estructura trascendental del hombre y de su conocimiento»21. El teólogo alemán habla de la creación como posibilidad de la encarnación 19

Cf. H. DE LUBAC, Le mystère du surnaturelle, Paris 1965. Cf. J. KALINOWSKI-S. SWIEZAWSKI, La philosophie à l’heure du Concile, Paris 1965, 155ss. Para una confrontación entre tomismo y el pensamiento de G. Marcel, cf. C. FABRO, Introduzione all’esistenzialismo, Milano 1943. Cf. L. BOGLIOLO, «Tommaso d’Aquino», DCVS, 1920-1923. A.C. PEGIS, «Le concept de l’homme dans le contexte du renouveau», en L.K. SHOOK – G.M. BERTRAND, ed., La théologie du Renouveau, I-II, Montréal-Paris 1968, I, 277-289. 21 K. RAHNER, «Problemas actuales de cristología», ET, I, Madrid 1961, 206-207. 20

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y, en consecuencia, concibe a Jesucristo como el salvador que el mundo ya esperaba, si bien solo puede ser acogido como gracia indisponible y radicalmente nueva22. «La cristología es principio y fin de la antropología»23. Esta concepción permite desechar la visión extrinsecista de la gracia, que fundaba su gratuidad en la referencia a la «naturaleza pura» de un hombre ya constituido al margen de su llamada a la vida divina. En cambio, la concreta esencia del ser humano, situado de hecho en una historia de salvación, hace ver que la «naturaleza pura» debe considerarse solo como un «concepto residual»24. 2.5 Cosmovisión evolutiva La aportación de Teilhard de Chardin a este panorama fue la visión evolutiva del mundo como «cristogénesis»25. Teilhard intenta en cierto modo rescatar, dentro de un marco conceptual moderno, el «realismo místico» de San Pablo y San Juan. En su peculiar interpretación filosófica de la realidad, el valor de la persona humana ocupa un lugar central. El dinamismo universal de la evolución no tiene porqué relegar lo individual y personal a una «anomalía». Más bien, la persona ha de ser una clave en toda la concepción evolutiva del mundo, ya que «la evolución cósmica prosigue en nosotros una obra de naturaleza personal»26. Desde la fe se 22

La propuesta de un «salvador absoluto», consignada también más tarde en su Curso fundamental sobre la fe, se conjuga con la cosmovisión evolutiva en ID., «La cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo», ET, V, Madrid 1965, 199-201. Una breve exposición de su visión cristocéntrica se puede leer en los artículos «Inkarnation» y «Jesus Christus», KTW, 203-208; 212-217. Otros postulan un «todo» personal cuyos rasgos no podemos sino identificar como los del Verbo encarnado. Cf. P.G. GRENET, Ontología, Barcelona 1965, 119; orig.: Ontologie, Paris 1959. 23 K. RAHNER, «Para la teología de la Encarnación», ET, IV, Madrid 1961, 153. 24 Cf. K. RAHNER, «Para la teología de la Encarnación», ET, IV, 139-157; «Naturaleza y gracia», ibid., 215-243. 25 Cf., por ejemplo, P. TEILHARD DE CHARDIN, El fenómeno humano, Madrid 1958; orig., Le phénomène humain, Paris 1955. Cf. H. DE LUBAC, «Teilhard de Chardin dans le context du renouveau», en L.K. SHOOK – G.M. BERTRAND, ed., La théologie du Renouveau, II, 165-187. 26 Cit. en H. DE LUBAC, El pensamiento religioso de Teilhard, Madrid 1967, 250. «Mi pensamiento está ahora totalmente ocupado en construirse un Mundo en el que el Hombre sería la clave y no una anomalía». Cit. ibid., 249. Cf. L. GALLENI, «Teilhard de Chardin: Moving towards humankind?», en G. AULETTA ‒ M. LECLERC ‒ R.A. MARTÍNEZ, ed., Biological Evolution: Facts and Theories, Roma 2011, 493-516. Acerca de la compatibilidad de los conceptos de creación y evolución, en la que empeñó su esfuerzo Teilhard, no han dejado de surgir nuevas perspectivas y matizaciones. Cf. S.O. HORN ‒ S. WIEDENHOFER, Creazione ed Evoluzione, Bologna-Città del VaticanoAugsburg 2007.

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puede ver la razón de esto en que Dios mismo es personal, «hiperpersonal», «polo supremo de personalización», «hogar ultrapersonalizador», y «el hombre no podrá encontrar el reposo hasta que no encuentre reunido “lo Personal en grado sumo y lo Personalizador en grado sumo”»27. Cristo cumple un papel primordial en este proceso, como «punto Omega» donde converge todo el dinamismo hacia arriba y adelante de la evolución. La integración de la cosmovisión evolutiva en la antropología cristiana fue impulsada también por Karl Rahner, ya antes mencionado 28. 2.6 Diálogo ecuménico No hay que olvidar el importante influjo en el pensamiento antropocéntrico y cristocéntrico previo al Concilio que tenemos fuera del campo católico. En concreto, fueron decisivas las aportaciones del pensamiento filosófico y teológico de la ortodoxia rusa y de la obra de algunos teólogos protestantes. El movimiento ecuménico, al cual fueron sumándose algunas iniciativas católicas por aquellos años, favoreció una ósmosis que enriqueció la teología católica con aspectos de la tradición que habían quedado en la sombra durante largo tiempo, además de algunas aportaciones que estimularon nuevos enfoques. a) Pensadores y teólogos rusos Ya en el siglo XIX, Vladimir Soloviov propuso la «teandria» (conjugación de lo divino y lo humano) como un principio de unidad de toda la realidad, así como importantes ideas sobre la unión de la Iglesia29. Su pensamiento tuvo gran influencia en los pensadores y teólogos de la diáspora rusa, que fecundaron la teología en toda Europa, a través de traducciones o de la redacción de nuevas obras en lenguas europeas y desde el centro San Sergio de París: Nikolai Berdiaev, Sergei Bulgakov, Paul Evdokimov. A partir de un método teológico de cariz espiritual, simbólico y místico, estos autores presentan una concepción del hombre que tiene a Cristo como arquetipo30. La centralidad de la encarnación se traduce en los 27

H. DE LUBAC, El pensamiento religioso de Teilhard, 245. Se puede oír en esta frase el eco del «nos hiciste para ti» de San Agustín. 28 Las ideas de Teilhard aparecen como trasfondo del planteamiento cristocéntrico de Rahner en K. RAHNER, «La cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo», ET, V, 181-219. Cf. ID., «Para la teología de la Encarnación», ET, IV, 139-157; «Naturaleza y gracia», ibid., 215-243. 29 Cf. V. SOLOVIOV, Teohumanidad. Conferencias sobre filosofía de la religión, Salamanca 2006. 30 Cf. T. PAVLOU, «Il cristocentrismo nella teologia ortodossa contemporanea», en P. SCARAFFONI, ed., Cristocentrismo. Rifflessione teologica, Roma 2002, 115-148; G.

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autores rusos en una peculiar comprensión de la comunión católica de la Iglesia, contenida en el concepto de sobornost. Las nociones conciliares de communio y de colegialidad no quedan lejos de esta perspectiva31. b) Ámbito de la Reforma Una influencia decisiva en la renovación cristocéntrica de la teología vino de la mano del teólogo evangélico Karl Barth. El entero edificio de su teología, recogida sobre todo en su monumental Dogmática eclesial, se sustenta sobre la primacía de la Palabra de Dios y, por ende, sobre la figura de Jesucristo, Verbo encarnado. Esta centralidad cristológica se muestra incluso excesiva, en continuidad con su postura crítica hacia la insistencia típica de la doctrina católica en la analogia entis. Con todo, la vigorosa reflexión de este teólogo suizo, involucrado de forma muy activa en el movimiento ecuménico, hace de él quizá el pensador más influyente de todo el cristianismo en el siglo pasado32. Junto a él es imprescindible recordar también la obra de Oscar Cullmann, que supo presentar con acierto la centralidad cristológica de la historia de la salvación33. 2.7 Teología de las realidades temporales En torno al apostolado obrero, impulsado en aquellos años por Cardjin, se elabora una teología que lo sustenta. Diversos pensadores y teólogos de la época (Thomas, Lacroix, Thils, Chenu) lamentan la desconfianza generalizada hacia la modernidad que se había instalado entre los cristianos. Frente a ello, insisten en que el hombre ha sido creado a imagen de Dios y está asociado por ello a la obra del Creador. Dios ve los progresos técnicos y materiales de la humanidad con buenos ojos, ya que contempla la transformación del mundo llevada a cabo por el hombre como parte del proceso de recapitulación de todas las cosas en el Verbo —————————— CELORA, «L’uomo “monaco del mondo” nella elaborazione di Evdokimov», en B. MORICONI, ed., Antropologia cristiana. Bibbia, teologia, cultura, Roma, 2001, 783-812. Una exposición de la antropología cristiana muy afín a las claves destacadas por estos autores puede leerse en M.I. RUPNIK, Dire l’uomo. I. Persona, cultura della Pasqua, Roma 19972, 67-131. 31 Un desarrollo reciente de esta línea la encontramos en la obra del teólogo y metropolita ortodoxo griego I. Zizioulas. Cf. I. ZIZIOULAS, Comunión y alteridad. Persona e Iglesia, Salamanca 2009. 32 Cf. K. BARTH, Dogmatique, I-IV, Géneve 1953-1974; orig., Kirchliche Dogmatik, IIV, Zurich 1932-1968; L’umanità di Dio, Torino 1997; orig., Die Menschlichkeit Gottes, Zurich 1956. Cf. H.U. VON BALTHASAR, La teologia di Karl Barth. 33 Cf. O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Madrid 2008; orig., Christ et le temps, Neuchâtel 1947.

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encarnado. De este modo, se subraya, sobre todo, el valor objetivo del trabajo y la relativa autonomía de las realidades terrenas34. 2.8 Proyecto teológico de H.U. von Balthasar En la recuperación del carácter unitario de la persona y la centralidad del Verbo encarnado, cabe también destacar la poderosa labor de síntesis y la novedosa propuesta de la obra de H.U. von Balthasar. Puesta ya en marcha desde antes del Concilio, aportará elementos para la interpretación y recepción de las enseñanzas conciliares, más que para la propia redacción de los documentos35. Jesucristo es, para von Balthasar, el «universal concreto», noción con la cual pretende superar la aporía entre el carácter histórico de Cristo y su relevancia universal36. El teólogo suizo diagnostica y denuncia la pérdida de especificidad cristiana en la teología. Esta especificidad debe recobrarse a través de una estética teológica que recorra la via amoris. Inspirándose en la teología de Barth y en su propia y vastísima formación, von Balthasar coloca en el centro de su propuesta la figura de Jesucristo como la forma de la revelación. Frente a esta figura, el hombre ha de colocarse con una actitud de percepción obediente o acogida perceptiva de una verdad que se muestra a los ojos de la fe37. 2.9 Magisterio de Pío XII Ya antes del Concilio, el enfoque cristocéntrico que se había ido imponiendo en la teología quedó sancionado en cierto modo por el magisterio pontificio. En los debates conciliares estuvieron especialmente presentes las enseñanzas vertidas por Pío XII en sus encíclicas Mystici 34

Cf. G. THILS, Théologie des réalités terrestres, I-II, Louvain 1946-1949; J. LACROIX, «Philosophie du travail» en Travail et condition humaine. Semaine des intellectuels catholiques (7 au 13 Novembre 1962), Paris 1963, 15-34 ; J. THOMAS, «Esquisses théologiques», ibid., 34-46; M.D. CHENU, «La teologia del lavoro di fronte all'ateismo», en G. GIRARDI, ed., L’ateismo contemporaneo, IV, Torino 1969, 301-316. J. Alfaro desarrolla en torno a esta cuestión su noción de «existencial crístico», que vincula a las enseñanzas de GS al respecto. Cf. J. ALFARO, Hacia una teología del progreso humano, Barcelona 1969. 35 No en vano, De Lubac le dedica un amplio elogio en una recopilación de artículos dedicada a la eclesiología del Concilio, si bien el teólogo suizo no fue convocado como experto. Cf. H. DE LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, 183-214; orig., Paradoxe et mystère de l’Église, Paris 1967. 36 Cf. H. U. VON BALTHASAR, Teología de la historia, Madrid 19642; orig., Theologie der Geschichte, Einsiedeln 1959. Cf. S. PIÉ-NINOT, La teología fundamental, 285-292. 37 Cf. H.U. VON BALTHASAR, Gloria. I. La percepción de la forma, Madrid 1985; orig., Herrlichkeit. I. Schau der Gestalt, Einsiedeln 1961; Sólo el amor es digno de fe, Salamanca 20062, 15-20, 66-67; orig., Glaubhaft ist nur Liebe, Einsiedeln 1963.

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Corporis (1943) y Mediator Dei (1947)38. Además de la renovación teológica, estas enseñanzas tienen como motivación, al mismo tiempo que intentan orientar, la renovación de la vida eclesial que se venía experimentando en los campos del apostolado seglar, el ecumenismo o la liturgia39. 3. Hacia una antropología integral y cristocéntrica El Concilio Vaticano II recoge de forma más o menos directa todas estas influencias que acabamos de recordar. La filosofía fenomenológica, los existencialismos, el personalismo, se habían encargado de colocar en el centro de la reflexión al ser humano concreto e histórico. No era posible que la teología siguiera ajena a esta adquisición; era urgente volver a tomar en serio la «carne». Esta carne, además, se trata de la misma que el Verbo de Dios ha asumido. El Concilio muestra en diversos lugares el enfoque cristocéntrico que, como hemos visto, había sido impulsado por el estudio de la Sagrada Escritura y la Patrística, la relectura de Scheeben y los teólogos de Tubinga, el influjo de los teólogos rusos y Barth. El Concilio, en continuidad con el magisterio que lo precedió, asume en buena medida las líneas principales de esta renovación teológica de los decenios anteriores. De este modo, aunque evite pronunciarse sobre cuestiones debatidas, ayudará a superar dos inercias de pensamiento acerca del ser humano que se habían instalado en la reflexión católica más difundida en los manuales: un cierto dualismo y la antropología de la «naturaleza pura». 3.1 El hombre dual En primer lugar, el hombre se ha visto con frecuencia en la historia del pensamiento como un compuesto de dos partes, alma y cuerpo, excesivamente desligadas entre sí. Además, de estos dos elementos a menudo se atribuía solo al alma el ser propia de lo humano. Así, despojado el hombre de la mayoría de sus atributos, se le intentaba definir partiendo de su rasgo diferenciador. Desde Aristóteles, la tradición clásica reconoce al hombre como animal rationale. La persona, según Boecio, es una «sustancia individual de naturaleza racional». El hombre, escribe Pascal, es una «caña pensante». En el paroxismo de la búsqueda de una mínima 38

AAS 35 (1943) 193-248. AAS 39 (1947) 521-595. Cf. K. RAHNER, «La incorporación a la Iglesia según la Encíclica de Pío XII “Mystici Corporis Christi”», ET, II, Madrid 1961, 9-94. 39 Para el contexto eclesial donde prosperó la teología de la unión mística de los cristianos, cf. T. GERTLER, Jesus Christus. Die Antwort der Kirche auf die Frage nach dem Menschsein, Leipzig 1986, 243-251.

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expresión del hombre, Descartes se quedó solo en el mundo cuando dijo aquello de «pienso, luego existo». He aquí el hombre, reducido a su condición espiritual. Llevada a sus últimas consecuencias, en esta visión de la persona no cuentan lo tangible, lo emocional, lo histórico, lo social, el origen ni la meta. En teología, una cierta tendencia dualista se puede reconocer en una concepción de la imagen de Dios en el hombre exclusivamente vinculada al alma y sus potencias. La antropología cristiana, después de establecer al hombre como culmen de la creación por su alma racional, se desarrollaba sobre todo como discurso sobre la capacidad de conocer y amar a Dios y, en conexión con la teología ascética o moral, las virtudes infusas que ponen en movimiento todo el organismo sobrenatural del hombre agraciado. 3.2 El hombre imaginario En segundo lugar, durante siglos, el pensamiento cristiano se había empeñado en hablar de un hombre inexistente, al dedicar su atención a la llamada «naturaleza pura»; es decir, el ser humano tal como sería si Dios no lo hubiera destinado, como de hecho ha sido, a la vida eterna. Algunos llegaban a equiparar esta idea con la situación del hombre pecador, considerado como hombre sin Dios, dejado a sus solas fuerzas. Pero el único ser humano que de hecho ha habido en el mundo hay que considerarlo, desde el inicio y aun siendo pecador, inmerso en una historia de salvación. Todo ser humano que viene a este mundo se halla incapaz de acceder a su vocación y, al mismo tiempo, redimido y continuamente solicitado por la gracia. Otra cuestión es afirmar que esta oferta de gracia es, efectivamente, gratuita; pero con una «gratuidad real» respecto al hombre realmente existente, respecto a la «naturaleza concreta» del ser humano inserto en una historia de salvación. Teólogos como De Lubac o Rahner tienen el mérito de haber recordado, antes del Concilio, esta verdad continuamente presente en la mejor tradición cristiana40. La clave que permite afirmar esta concreta ubicación del hombre en una historia de salvación es la centralidad de Jesucristo. La perspectiva cristocéntrica se ha afianzado históricamente al hilo de la cuestión del motivo de la encarnación: ¿se habría encarnado el Hijo de Dios si el hombre no hubiera pecado?41 Las respuestas han seguido dos tendencias: la 40

Cf. H. DE LUBAC, Le mystère du surnaturelle, Paris 1965; K. RAHNER, «Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia», ET, I, 325-347; «Naturaleza y gracia», ET, IV, 215-243. 41 Para la cuestión de la «conveniencia» de la encarnación, tal como la plantea Santo Tomás, cf. STh III, q.1. Para una síntesis de la cuestión, con el debate entre las posiciones tomista y escotista al respecto, cf. G. BIFFI, «Fine dell’incarnazione e

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encarnación, si bien hay en ella una gran «conveniencia», está en función de la redención (Santo Tomás); o bien, la encarnación es la perfección de la creación (Duns Scoto). En cualquier caso, hay que afirmar el primado de Cristo, como aparece en el himno de la carta a los Colosenses: Él «es el primero en todo» (Col 1,18). Así pues, para comprender desde la fe quién es el hombre, es preciso dirigir la atención a Cristo, causa eficiente, ejemplar y final de toda la creación, hombre perfecto y cabeza de la nueva humanidad. A la luz del acontecimiento de Jesucristo, no puede ya pensarse en un ser humano perfectamente constituido al margen de su «dignidad sublime» y de su «única vocación última» que han quedado, a un tiempo, manifestadas y establecidas por la encarnación del Verbo (GS 22).

—————————— primato di Cristo», ScCatt 88 (1960) 241-260; G. MARTELET, «Sur le motif de l’Incarnation», en H. BOUSSÉ, ed., Problèmes actuels de christologie, Paris 1966, 35-80. Cf. A. MICHEL, «Incarnation», DThC VII, 1463-1507; G.F. BONNEFOY, Il primato di Cristo nella teologia contemporanea, Milano 1957.

CAPÍTULO III

Encarnación: salvación de la carne

Una vez visto el doble giro que supusieron la cuestión del hombre y la centralidad de Jesucristo en la primera mitad del siglo pasado, llega el momento de ver cómo queda recogida esta novedad en las enseñanzas del Concilio. En primer lugar, repasaremos los textos donde se revaloriza el cuerpo o la «carne», teniendo como clave la humanidad del Verbo encarnado. Así quedará de manifiesto la encarnación como principio de comprensión de una antropología integral, que tiene por objeto al ser humano concretamente existente. 1. Uno en alma y cuerpo Superando las inercias de pensamiento señaladas en el capítulo anterior, que enfocaban la antropología en la consideración del alma y de la «naturaleza pura» del hombre, el Concilio Vaticano II propuso una antropología unitaria y enraizada en la historia de la salvación. Esto pudo hacerlo apoyándose en la Sagrada Escritura. El estudio de la Biblia y de la Patrística, renovado y revigorizado en la primera mitad del siglo XX, así como las aportaciones de las filosofías del hombre (fenomenología, existencialismo, personalismo), impulsan una visión unitaria del ser humano, donde lo corporal ha de verse como una dimensión esencial e irreductible. No se puede decir con total propiedad que la persona tenga un cuerpo (del mismo modo que no se puede decir propiamente que posea un alma), sino que, más bien, es cuerpo y alma, «un ser a la vez corporal y espiritual», en el cual «el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza»1. Conviene

1

CEC 362, 365.

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ahora subrayar que la condición corporal de la persona no es meramente orgánica, sino genuinamente humana. Esta visión obliga a hablar de la persona como ser sexuado y como ser social (así lo hace el Concilio en GS 12) en un sentido original, no comparable con las especies animales. El Concilio nos invita también a admirar el misterio del hombre, unidad psicosomática, «uno en alma y cuerpo», como síntesis de un universo que no puede reducirse a pura materia (GS 14), insinuando así la perspectiva cósmica evolutiva adoptada por autores como Teilhard o Rahner. De este modo, ha de afirmarse que «el cuerpo del hombre participa de la dignidad de la “imagen de Dios”» (CEC 364)2. El concepto de imagen de Dios, tomado de la Sagrada Escritura, sintetiza la visión creyente original acerca del ser humano y se propone en el Concilio como categoría antropológica fundamental. La «imagen de Dios» define la naturaleza del ser humano y cimienta su dignidad, desarrollada en tres relaciones fundamentales: con Dios, con los demás, con el mundo3. Ser imagen de Dios significa estar llamados a la comunión con Dios (cf. GS 19), realizarse en la entrega a los demás (cf. GS 24) y perfeccionarse en el dominio y transformación del mundo (cf. GS 35). Así pues, la imagen de Dios abarca la totalidad de las dimensiones personales y el hombre está llamado a dar gloria a Dios en su cuerpo (GS 14). El ser humano, en definitiva, puede ser comprendido desde la fe en su integridad a partir de la imagen de Dios por antonomasia, Jesucristo, Verbo 2

Esta noción de la imagen impresa en el cuerpo aparece ya en la visión unitaria de los dos relatos de creación del hombre por parte de los padres apostólicos y apologistas, así como en la soteriología antignóstica de los primeros siglos cristianos: el hombre creado (Gn 1,26) es el plasmado (Gn 2,7) a imagen de Dios. Cf. V. GROSSI, Lineamenti di antropologia patristica, Roma 1983; L.F. LADARIA, «El hombre creado a imagen de Dios», en B. SESBOÜÉ, ed., El hombre y su salvación, Historia de los dogmas, II, Salamanca 1996, 75-115. Un desarrollo de la cuestión de la imagen impresa en la carne, a la luz de la tradición cristiana y de la fenomenología del cuerpo en los pensadores contemporáneos, puede leerse en J. GRANADOS, Teología de la carne. El cuerpo en la historia de su salvación, Burgos 2012, 29-84. Cf. también I. SANNA, L’identitá aperta. Il cristiano e la cuestione antropologica, Brescia 2006, 317-355. Pueden consultarse también las catequesis que Juan Pablo II impartió en las audiencias de los años 19791984, donde desarrolla toda una teología de la sexualidad humana: www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/index_sp.htm. 3 Estas tres relaciones se despliegan en los tres primeros capítulos de la primera parte de la Constitución pastoral: GS 12-22; 23-32; 33-39. Esto no debe llevar a pensar en una noción de imagen puramente funcional, sino que conlleva una dimensión ontológica capaz de sustentar una relación estable de cada persona con Dios, fundamento de su dignidad inalienable. Cf. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Comunión y servicio. La persona humana creada a imagen de Dios, Madrid 2009 (fecha original de publicación: 2004). Según la tradición católica, la condición de imagen no se pierde ni siquiera con el pecado. Cf. DH 1521.

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encarnado, que es «imagen (visible) de Dios invisible» (Col 1,15). En Él está la raíz y la meta de nuestra condición de imagen de Dios, en todas nuestras dimensiones y en su desarrollo existencial. También en lo que concierne a nuestra corporalidad se cumple la máxima rahneriana de que «la cristología es principio y fin de la antropología»; o, como escribe Tertuliano: «Lo que el barro representaba era a Cristo, el hombre que había de venir»4. 2. La debilidad de la carne El concepto de encarnación se ha forjado en la reflexión cristiana sobre la afirmación del prólogo de Juan: «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14)5. Por tanto, conviene ahora afinar más en nuestra lectura del lugar de la encarnación en el Concilio, viendo el modo en que se usa el concepto de «carne» en sus documentos. Los textos del Concilio emplean «carne» en varios sentidos, siguiendo la tradición bíblica. «Carne» (hebreo basar en el Antiguo Testamento; griego sarx en el Nuevo Testamento) expresa en la Biblia la condición humana en su dimensión visible, corpórea y, al mismo tiempo, débil6. La carne hace referencia al origen de cada persona a partir de la unión de un hombre y una mujer, que se hacen «una sola carne» (GS 48; cf. Gn 2,24; Mt 19,6). Por extensión, la carne significa los vínculos familiares y étnicos. Pues bien, tales vínculos son superados por la vida nueva en Cristo, que no surge de la carne, sino del agua y del Espíritu, y genera un vínculo 4

K. RAHNER, «Para la teología de la Encarnación», ET, IV, 153; TERTULIANO, De carnis resurrectione, 6; PL 2, 282 (cit. en GS 22). Cf. K. RAHNER, «Reflexiones fundamentales sobre antropología y protología en el marco de la teología», MySal, II/1, 454-468. 5 Ireneo, el primero en acuñar el término sa,rkwsij (en latín: incarnatio), emplea «carne» y «hombre» como sinónimos. Orígenes y Tertuliano emplean, respectivamente, los términos enswma,tosij e incorporatio. Tras Nicea y ante errores como el apolinarismo (el Logos ocuparía, según esta herejía, el lugar del alma en Cristo), se impone el uso de sarkwqei,j y evnanqrwph,saj (en latín: inhumanatio). Otros conceptos afines toman como referencia bíblica el himno de la carta a los Filipenses (Flp 2,7ss.) y Heb 2,14: kata,basij / kenwsij (Atanasio), lh,yij / assumptio (cf. DH 259), oivkonomi,a (cf. DH 430). Cf. H. VORGRIMLER, «Inkarnation», LThK2, V, 678-679. 6 Conviene recordar la dualidad de los términos sw/ma y sa,rx en San Pablo. La corporalidad del hombre, llamada a ser glorificada en la resurrección, es referida por el término sw/ma. En otros lugares del Nuevo Testamento, sa,rx se refiere al cuerpo en su materialidad; pero en Pablo adquiere una connotación negativa para representar el principio del pecado y la corrupción. A esta luz puede entenderse la condescendencia divina por la cual «Dios envió a su Hijo en una carne semejante a la del pecado» (Rm 8,3), para cumplir un admirable intercambio: que nosotros vivamos según el Espíritu. Cf. J.-B. ÉDART, «Corpo, corporeitá», TTB, 231-236; «sa,rx», DENT, II, 1363-1374.

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nuevo más allá de todo linaje y nación (LG 9; PO 16; cf. Jn 1,13; 3,5-6). De ahí, que la Iglesia se defina como «nuevo Israel», que sustituye al pueblo de Dios de la primera Alianza uniendo a judíos y gentiles «no según la carne, sino en el Espíritu» (LG 9; cf. 1Co 11,25; Hb 13,14). Los lazos de la carne quedan integrados en un vínculo de orden superior, que une a los miembros de la familia del Reino (LG 58; cf. Lc 2,19.51). Esto hace plausible que el cristiano, «no asintiendo a la carne ni a la sangre (cf. Gal 1,16), se entregue totalmente a la obra del Evangelio» (AG 24). Superar la carne se hace un deber cuando el hombre, «herido por el pecado, experimenta la rebelión del cuerpo» (GS 14). El concepto «carne», bajo este aspecto de debilidad que procede del pecado y que inclina a él (tal como se entiende la «concupiscencia» en la tradición católica), supone un principio opuesto a la vida nueva en el Espíritu7. «Carne» se emplea así para significar que nuestra naturaleza humana se encuentra herida e incapaz de realizarse por sus solas y enflaquecidas fuerzas. La debilidad de la carne aparece, así pues, como tentación que amenaza permanentemente la fidelidad de la Iglesia al Señor, su Esposo (LG 9, PO 12). La carne se erige en enemigo que emplea sus armas para enfrentarse al dinamismo del Reino y cuyas obras han de ser ahogadas por la penitencia (cf. GS 38, PO 12, DH 11; cf. 2Co 10,4; 1Ts 5,8-9). 3. Carne asumida, carne salvada Para superar la ambigüedad de esta carne enferma por el pecado, fue preciso que fuera asumida y sanada; solo de este modo volvería a ser transparencia de nuestro origen y cauce hacia nuestro último horizonte, la resurrección. Trascender la debilidad de la carne por una vida según el Espíritu es una vocación propiamente humana, que solo puede realizarse porque esta carne ha sido asumida, sanada, elevada y glorificada en Jesucristo. Porque el Hijo de Dios ha hecho suya nuestra condición de hombres, enviado «en una carne semejante a la del pecado» (Rm 8,3), por eso mismo se hace posible cumplir nuestro destino. Y este destino es ser «más hombre» (GS 41); es decir, acceder a una plenitud que, siendo intrínsecamente humana, nos sitúa en una nueva ontología, en el ámbito de lo divino. Como enseña la antigua teología del «admirable intercambio»: el Hijo de Dios se hizo hombre (sin dejar de ser divino) para que los hombres lleguemos a ser hijos de Dios (en lo cual consiste nuestra plenitud de hombres). 7

El término «concupiscencia» es evitado en el documento conciliar que se ocupa más directamente de la antropología, GS, y solo aparece en PO 13. Quizá por sensibilidad ecuménica, para no poner en el foco de atención una polémica doctrinal, se prefiere usar el concepto bíblico de «carne», que parece sustituirlo.

CAP. III: SALVACIÓN DE LA CARNE

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3.1 Lenguaje de encarnación En 16 ocasiones se refiere el Concilio a la carne en cuanto asumida por el Verbo8. Del Verbo o el Hijo «encarnado» se habla 18 veces9. A esto equivale la referencia a Cristo también como «enviado», 14 veces10. Se emplea el vocablo «encarnación» 8 veces, siempre referido al Verbo o al Hijo11. La palabra «encarnar» o «encarnarse» no tiene un correlato directo en la versión latina original de los textos, que siempre usan una perífrasis: caro fieri, es decir, «hacerse carne»; o bien, egenus fieri, esto es, «hacerse pobre», bella expresión tomada de San Pablo que destaca la connotación decisiva de la encarnación como muestra de la condescensio o synkatabasis de Dios12. Otra manera de referirse a la encarnación es simplemente con la expresión, presente en los evangelios, de que el Hijo de Dios «vino» (venit) o, como se dice en el Credo niceno, «descendió»13. Sumando todas las expresiones de la encarnación, en total el Concilio se refiere a ella más de ochenta veces. Hay que notar que, sin excepción alguna, todas estas expresiones se predican solo de la persona del Verbo o Hijo de Dios. No hay otro sujeto del cual se diga que «se encarne» ni que «esté encarnado». Esto nos puede chocar, acostumbrados como estamos a un uso del lenguaje de encarnación más fluido, donde el verbo encarnar se conjuga con cada una de las personas gramaticales: «yo me encarno, tú te encarnas, él/ella/ello se encarna, nosotros nos encarnamos…» Veremos más adelante que este uso queda en parte justificado en el Concilio por lo que llamaremos «analogías de la encarnación»14. Pero no está mal advertir que la referencia permanente de todo lenguaje y de toda espiritualidad de encarnación es la realidad humanada del Verbo eterno de Dios. Sirva de muestra la siguiente cita de AG 3, donde se juntan diversas expresiones del misterio de la encarnación:

8

LG 9, 16, 55; DV 2, 4, 13, 17; GS 22, 38, 45, 57, 78; SC 5; AG 3; NA 4. Hay que añadir los lugares donde se refiere a la «naturaleza humana» o «valores naturales» asumidos: LG 7, 8, 13, 55; SC 83; GS 22; AA 7, 8; AG 3, 8; GE 2. 9 LG 8, 52, 54, 62, 66; DV 18, 23; GS 21, 22, 32, 58, 78; AG 6; UR 12, 14, 15, 20, 21. 10 LG 3, 8, 17, 18; DV 4; SC 6; CD 1; PO 2, 3; AA 4; AG 3, 5, 24; UR 2. 11 LG 56, 61, 65; SC 102; GS 22; AG 3, 10, 22. 12 LG 8, 42; PO 17; PC 13; AG 3. Cf. 2Co 8,9: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza.» 13 15 veces: LG 3, 5, 8, 27, 32, 52; GS 3, 13, 57; CD 1; PO 9; PC 14; AG 3; UR 7; DH 11. 14 Cf. infra, capítulo IV. El uso generalizado y analógico del lenguaje de encarnación fue impulsado por el movimiento personalista.

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Cristo Jesús fue enviado al mundo como verdadero mediador entre Dios y los hombres. Por ser Dios habita en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad (Cf. Col 2,9); según la naturaleza humana, nuevo Adán, lleno de gracia y de verdad (Cf. Jn 1,14), es constituido cabeza de la humanidad renovada. Así, pues, el Hijo de Dios siguió los caminos de la Encarnación verdadera: para hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina; se hizo pobre por nosotros, siendo rico, para que nosotros fuésemos ricos por su pobreza (2Co 8,9).

3.2 Caro cardo salutis El dato de fe de la encarnación se ha invocado desde el inicio de la reflexión cristiana como argumento soteriológico, es decir, como garantía de que hemos sido realmente salvados por Cristo. Que la carne haya sido íntegramente asumida es una afirmación irrenunciable de la fe cristiana, si confesamos que Jesucristo es el Salvador. Según reza el principio de la soteriología antigua, «fue redimido lo que fue asumido», o bien, «no habría sido redimido si no hubiera sido asumido». Por eso, «la carne es el quicio de la salvación» (Tertuliano). El Concilio reafirma esta verdad recordando la teología patrística y los primeros concilios de la Iglesia (cf. GS 22; AG 3)15. Esta convicción permite esperar la resurrección futura, tal como proclamamos en el Credo, pues la naturaleza humana en su integridad fue asumida, sin sufrir merma ni cambio alguno, sin quedar anegada en la persona del Verbo. Así pues, la carne asumida podrá ser carne resucitada. Solo el pecado queda fuera de este movimiento de Dios que abraza a la humanidad y se apropia de una naturaleza humana particular16. Esto no quita nada de valor a la encarnación; al contrario, la hace más digna de gratitud y admiración. El pecado no le pertenece al ser humano por naturaleza, sino que es el factor que disgrega a la persona y le impide alcanzar su vocación genuina17. Debe, por eso, ser «quitado» además de perdonado (cf. Jn 1,29). Por el pecado, la carne, que había sido diseñada como trasparencia de la gracia, se volvió opaca, cerrándose sobre sí misma y quedando abocada a la muerte. Pero la misericordia de Dios manifestada 15

Cf. anexo. Cf. GS 22; cf. Hb 4,15. 17 El pecado no forma parte del designio originario de Dios, que creó al hombre a su imagen y semejanza. Sin embargo, tradicionalmente se llama al pecado original peccatum naturae por su carácter pre-personal, al ser transmitido generatione o propagatione, non imitatione (CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre el pecado original: DH 1513-1514): comporta un deterioro de la imagen de Dios en cada hombre que viene a este mundo, deterioro que se ratifica con los pecados personales y que solo Dios puede restaurar por su gracia. 16

CAP. III: SALVACIÓN DE LA CARNE

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en Cristo ha abierto al hombre pecador la posibilidad del encuentro que salva. La encarnación, gratuitamente realizada por Dios, es, por el pecado, doblemente inmotivada e inmerecida. Tanto más, es signo del amor de Dios que nos precede18 y fundamento de la entrega que Cristo hace para rescatarnos y darnos vida19. 3.3 La carne salvada, lugar y mediación de vida nueva La carne, salvada de este modo por la encarnación, se convierte en lugar y mediación de vida nueva. Dicho brevemente: la encarnación es misterio de salvación para la humanidad, fundamento de su plenitud intrínseca20. En otras palabras: si el Verbo se hizo carne, esto concierne a cada ser humano, sea cual sea su circunstancia, pues nuestra humanidad (la de cada cual y la de los otros) se ha convertido, ya para siempre, en apelación y cauce para el encuentro y la comunión con Dios. Citando la epístola a Diogneto, el Concilio insiste en que Cristo fue enviado «como hombre a los hombres»21. No se podría justificar el valor salvífico de este hecho si al que ha sido enviado en nuestra carne (AG 3) no lo contempláramos también actuando a través de su carne (SC 5). Solo de este modo puede ser confesado como el mediador entre Dios y los hombres, en orden a la revelación y a la salvación: Cristo es «el mediador y la plenitud de toda la revelación» (DV2); «su humanidad, en la unidad de la persona del Verbo, fue el instrumento de nuestra salvación» (SC 5). Detrás de esta enseñanza está la teología de Santo Tomás, para quien la humanidad de Jesucristo es «instrumento propio y conjunto de su 18

Cf. 1Jn 4,10.19: «En esto consiste el amor: no en que nosotros amemos a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados... Nosotros amamos porque Él nos amó primero.» 19 Cf. Mc 10,45; Jn 10,10ss.: «El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos»; «Yo he venido para que tengan vida… yo soy el buen pastor… y doy mi vida por las ovejas». 20 Cf. H. VORGRIMLER, «Hypostatische Union», LThK2, V, 582: «Die Gnadenhaftigkeit der H.U. müßte als die höchstmögl. Erfüllung des menschl. Wesens ausgelegt werden. Wenn es dem Geschöpf wesentlich ist, daß es für Gott offensteht (Potentia oboedentialis), so ist die H.U. zu deuten als die höchste Erfüllung der Offenheit des Geschöpfes für den in höchster Weise sich verschenckenden Gott. Es gehört z. Geheimnis der H.U., daß sie nur ein einziges Mal auf der Erde sich ereignet.» 21 DV 4; PO 3. Cf. Epístola a Diogneto, 7 (PG 2,1178): «Hunc ad eos misit [...] tamquam ad homines misit». Cf. Hb 2,17; 4,15: «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo… Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado.»

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divinidad»22. Esta concepción permite una visión de la sacramentalidad más amplia que la referida estrictamente al septenario de la liturgia. Así quedó reflejado en el Concilio respecto a la Iglesia (cf., por ejemplo, LG 1, GS 45) y fue propuesto por algún perito respecto a la persona humana23. Además de subrayar que la naturaleza humana de Jesucristo es del Verbo, hay que advertir otra cosa para garantizar la valencia salvífica de la encarnación: no puede concebirse meramente como la constitución ontológica y estática de Jesucristo. Tal sería una pobre interpretación de la fórmula calcedonense: «un solo Señor» en quien una naturaleza humana y la naturaleza divina están unidas en la persona del Verbo, por lo cual Jesucristo es «connatural con nosotros en cuanto a la humanidad» (DH 301-302). Enseña el Concilio que «el Hijo de Dios asumió de ella [María] la naturaleza humana para liberar al hombre del pecado por los misterios de su carne» (LG 55). Los «misterios» de Jesús son el despliegue de la encarnación a lo largo de su vida, hasta la Pascua24. Así pues, debemos afirmar la encarnación en un sentido amplio y dinámico, que abarque la totalidad de la experiencia verdaderamente divina de ser hombre propia de Jesucristo. Como escribe San Ireneo: el Verbo «se ha hecho niño con los niños, para santificar a los niños; [...] joven con los jóvenes [...]; adulto con los adultos, para ser maestro perfecto en todo»25. De forma similar, refiriéndose a la integridad de las facultades humanas, dice GS 22: «[El 22

Santo Tomás se refiere con frecuencia a la cualidad «instrumental» de la humanidad de Cristo. Cf. STh III, q.18, a.1; q.19, a.1; q.48, a.6; CG IV, 41; De unione Verbi incarnati, a.1. 23 Cf. O. SEMMELROTH, «Ursakrament», LThK2, X, 568-569; «La Iglesia como sacramento de la salvación», MySal, IV/1, 321-370. Cf. Y. CONGAR, «Jalons d’une réflexion sur le mystère des pauvres. Son fondament dans le mystère de Dieu et du Christ», en P. GAUTHIER, «Consolez mon peuple». Le Concile et «l’Église des pauvres», Paris 1965, 307-327. 24 Rahner previó en esta cuestión un necesario desarrollo de la cristología. Cf. K. RAHNER, «Problemas actuales de cristología», ET, I, 167-221; «Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios», ET, III, 47-59; J. ALFARO, «Encarnación y revelación», Greg 49 (1968), 431-459; «Las funciones salvíficas de Cristo como revelador, Señor y sacerdote», MySal, III/1, 671-753; G. URÍBARRI, La singular humanidad de Jesucristo, Madrid 2008, 103-145; J. GRANADOS, Teología de los misterios de la vida de Jesús, Salamanca 2009. 25 AH II, 22, 4 (PG 7, 784): «Ideo per omnem venit aetatem, et infantibus infans factus, sanctificans infantes; in parvulis parvulus, sanctificans hanc ipsam habentes aetatem, simul et exemplum illis pietatis effectus, et justitiae, et subjectionis; in juvenibus juvenis, exemplum juvenibus fiens, et sanctificans Domino. Sic et senior in senioribus, ut sic perfectus magister in omnibus, non solum secundum expositionem veritatis, sed et secundum aetatem, sanctificans simul et seniores, exemplum ipsis quoque fiens: deinde et usque ad mortem pervenit, ut sit primogenitus ex mortuis, ipse primatum tenens in omnibus, princeps vitae, prior omnium, et praecedens omnes.»

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Hijo de Dios] trabajó con manos humanas, pensó con inteligencia humana, actuó con voluntad humana, amó con corazón humano». La carne asumida por Jesús es verdaderamente carne salvada, por ser la sede de una temporalidad, unas palabras, unos gestos, una cultura, un sufrimiento, un amor, una memoria, una glorificación…, verdaderamente humanos que Dios mismo ha hecho suyos. De este modo, la encarnación puede ser afirmada como misterio de salvación para cada ser humano, en el desarrollo de sus dimensiones fundamentales y en cada circunstancia de la vida. Esta realidad, latente en las expresiones más antiguas de nuestra fe, se hace más patente en el último Concilio con el lenguaje adoptado de las filosofías de la existencia. En definitiva, la encarnación no supone solo la asunción en su integridad de los componentes del ser humano, sino que ha llevado a la humanidad a su plenitud, la ha «elevado a una dignidad sublime» (GS 22). Esta dignidad se muestra operativa en una nueva relación reconciliada de la persona con Dios, con los otros y con el mundo, para lo cual Cristo se ha hecho nuestro «ejemplo» y «camino» (GS 22). Gracias a esto, nuestra realidad encarnada espera su consumación, después de las tribulaciones de este tiempo, en la resurrección futura.

CAPÍTULO IV

Analogías de la encarnación (1): Jesucristo y el hombre

Hasta aquí hemos descrito las principales enseñanzas conciliares acerca de la encarnación: desde una nueva percepción más unitaria de la persona y más enraizada en la historia de la salvación, el Concilio rescata el valor de la carne como mediación de gracia, debido a la sanación y elevación efectuadas en el Verbo humanado. Ahora es el momento de dirigir nuestra atención a las consecuencias que tiene este repensamiento de la doctrina tradicional para una comprensión renovada del ser humano a la luz de la fe y para la conciencia y la misión de la Iglesia. Lo determinante no es la hermenéutica, la interpretación; lo único decisivo es la salvación. Por eso, hemos subrayado primero el valor salvífico del misterio de la encarnación como algo ya incluido en su concepto. Ahora tocamos un asunto de segundo orden: cómo el aceptar a Jesucristo como el mediador entre Dios y los hombres da forma a una cosmovisión radicalmente nueva, por la cual los creyentes se sitúan en el mundo de un modo peculiar. Así pues, las cuestiones cosmológica y antropológica, eclesiológica y pastoral, contempladas a la luz de la encarnación del Verbo, nos dan los perfiles de una verdadera espiritualidad de encarnación sugerida por los mismos textos del Concilio. Estos perfiles se concretan en lo que llamamos «analogías de la encarnación», repartidas a lo largo del corpus conciliar1.

1

La analogía es el modo en que podemos referirnos al misterio de Dios a partir de los vestigios que ha dejado en su creación (cf. Sb 13,5; Rm 1,20; CONCILIO LATERANENSE IV, DH 806). Al hablar de «analogías de la encarnación», lo hacemos en el sentido en que se emplea en la expresión «analogía de la fe», es decir, la relación entre los misterios que permite un esclarecimiento mutuo y, de este modo, una profundización en el conocimiento de las cosas sagradas. Cf. CONCILIO VATICANO I, Constitución Dei Filius (DH 3016); DV 8, 12; VD 34.

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El misterio del Verbo encarnado es fuente de una comprensión nueva de las cosas, por la cual estas adquieren a la luz de Cristo su pleno sentido y se apunta a un modo concreto de actuar en el mundo. No se trata de una superficial comparación para señalar cierta semejanza con el misterio de la encarnación, sino que hay aspectos de la realidad del hombre y de la Iglesia que han de considerarse en una relación de dependencia respecto a la unión hipostática, esa radical y permanente novedad de la humanidad asumida y glorificada del Verbo. A este respecto, el Papa Benedicto XVI ha hablado del «realismo de la Palabra» y, por ende, de la Palabra encarnada: «realista es quien reconoce en el Verbo de Dios el fundamento de todo»2. 1. La encarnación del Verbo como principio antropológico Comenzamos con la primera de las cuestiones: las implicaciones de la encarnación del Verbo para una comprensión renovada del misterio de la persona humana. Creer en Jesucristo como el Hijo de Dios hecho hombre y, por ello mismo, el Salvador, transforma el modo de percibir las relaciones fundamentales de todo ser humano. Una visión integrada de la persona, en clave histórico-salvífica y cristocéntrica, es fruto de una comprensión adecuada del misterio del hombre a la luz del Verbo encarnado. Así lo sugiere el Concilio y así se ha llevado a cabo en los años posteriores con diversas propuestas de un nuevo tratado De homine, la así llamada «Antropología teológica»3. El Concilio dedica su atención a este tema en la primera parte de la Constitución pastoral Gaudium et spes, donde afirma: «El misterio del hombre solo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22). El adverbio «verdaderamente», u otros que podrían ponerse en su lugar (plenamente, definitivamente), conjuran la tentación de concentrar de modo excesivo en Cristo todo el discurso creyente sobre el hombre (como hace la teología de Barth). Así pues, se puede y debe decir aún muchas cosas acerca del hombre al margen de la fe; pero la palabra decisiva sobre quiénes somos se nos ha dado en Jesucristo, Palabra eterna de Dios humanada. A continuación, nos fijaremos en una serie de expresiones paralelas que jalonan la Constitución pastoral y que sitúan al Verbo encarnado como la clave hermenéutica de la persona humana: su dignidad, su dimensión 2

VD 10. Cf. VD 6-13. Cf. F.A. CASTRO, «Cuarenta años de Antropología teológica. Flick y Alszeghy, Fondamenti (1970)», EE 85 (2010) 515-546. Diversas articulaciones cristocéntricas de la Antropología teológica, desarrolladas a lo largo de los últimos decenios, pueden verse en ID., Cristo y cada hombre, 235-499. 3

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social, su relación con el mundo, su historia, adquieren sentido a partir de la asunción de la naturaleza humana por el Hijo de Dios. 2. La encarnación y la dignidad de cada persona (GS 22b) Enseña el Concilio que «el mismo Hijo de Dios, por su encarnación, se ha unido en cierto modo con cada hombre» (GS 22). Esta afirmación hay que entenderla en el marco de toda la primera parte de GS: pertenece al conjunto de enseñanzas acerca de «la vocación del hombre» y «la dignidad de la persona humana» (títulos respectivos de la primera parte y del primer capítulo, en cuyo último artículo se sitúa la afirmación). Entre dignidad y vocación el Concilio establece cierta dualidad y subordinación. Como explica GS 19: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios». En definitiva, la dignidad del hombre tiene su raíz y es llevada a su culmen en Jesucristo. Por tanto, con el enunciado cum omni homine («con cada hombre») se está argumentando el fundamento teológico de la dignidad de cada ser humano, una dignidad reconocida y promovida también por las personas de buena voluntad, incluso increyentes. Pero, al mismo tiempo, se indica que la dignidad humana tiene una medida nueva, inesperada y felicitante, en la humanidad del Verbo encarnado y que todo hombre está llamado, desde lo más hondo de su ser, a llenar esa medida. Tal vocación tiene su presupuesto en la encarnación del Verbo, por la cual la naturaleza humana ha sido «elevada a una dignidad sublime» (GS 22). 2.1 La solidaridad del Verbo encarnado En resumen, por su encarnación, el Verbo ha entrado en una relación de cierta unión con cada ser humano, por la cual cada persona adquiere una fundamental dignidad, que ha de realizarse en la configuración con Cristo a lo largo de la vida, a través del ejercicio de sus facultades y en el desarrollo de sus relaciones con Dios, los otros y el mundo. Tres son los rasgos principales de esta cierta unión del Verbo encarnado con cada persona, que denominamos «solidaridad»: se trata de una cierta unión universal, real y dinámica. En otras palabras, no se refiere únicamente a los miembros de la Iglesia, ni es meramente virtual; pero, al mismo tiempo, implica una llamada hacia nuestra propia plenitud, manifestada en Jesucristo4.

4

Cf. F.A. CASTRO, Cristo y cada hombre, 239-249.

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2.1.1 Solidaridad universal En el debate teológico previo al Concilio había un especial interés en expresar de forma renovada la unión de Cristo y los cristianos. De ello se vio una expresión válida en la teología patrística de la asunción de la humanidad. Los Padres griegos no distinguieron siempre con claridad los aspectos universal y eclesial en esta teología5. En Agustín la cuestión está más clarificada, en un sentido eclesiológico6. A partir de las intuiciones de la escuela de Tubinga, se hizo lugar común la noción de Iglesia como continuación del Verbo encarnado. Esta visión llega hasta la encíclica Mystici Corporis y, con nuevas clarificaciones, hasta la constitución Lumen gentium7. En este planteamiento eclesiológico surge la necesidad de distinguir diversos tipos de unión, en fidelidad a la Escritura y a la tradición de la Iglesia. En orden a la correcta comprensión de la relación entre Cristo y los cristianos, y teniendo de fondo la imagen paulina del cuerpo, la encíclica Mystici Corporis vio conveniente hablar de unión «mística», por oposición a dos visiones erróneas: una unión solo «moral» y una pretendida unión «física». Como derivación de este enfoque y de las cautelas que introduce, encontraremos que algunos autores caen en la tentación de recortar el alcance del principio expresado en GS 22b8. En este lugar se trata claramente de una cierta unión universal, que concierne a cada ser humano. La fórmula «cum omni homine» no hace una afirmación sobre la Iglesia (la unión entre Cristo y los cristianos), sino sobre la relación de Cristo con toda la humanidad. Por tanto, no se puede reducir la afirmación conciliar a un significado exclusivamente eclesiológico. Llevada hasta el extremo, esa interpretación despojaría al misterio de la encarnación de todo significado salvífico.

5

Cf. H. DE LUBAC, Catholicisme, 15. Pero no necesariamente los confundían. Cf. F. MALMBERG, Ein Leib. Ein Geist. Vom Mysterium der Kirche, Freiburg-Basel-Wien 1960, 236. Sobre la implicación eclesiológica de la teología de la inclusión de los padres griegos, escribe Malevez: «l’Église existe pour ainsi dire avant elle-même, avant toute communication de la grâce aux hommes distincts de Christ: l’Église est réalisée de quelque manière des l’Incarnation, car l’humanité du Verbe porte en soi-même, déjà sauvé et sanctifié, le genre humain tout entier». L. MALEVEZ, «L’Église dans le Christ. Étude de théologie historique et théorique», RScR 25 (1935), 258. 6 «Nam, in illo homine, et Ecclesia suscepta est a Verbo». Cit. en E. MERSCH, «Filii in Filio», NRTh 65 (1938) 576. Para la noción agustianiana del «Cristo total», cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1998, 35-52; J. RATZINGER, Volk und Haus Gottes in Augustins Lehre von der Kirche, München 1954, 205-218. 7 cf. infra, capítulo V. 8 Un ejemplo de esto lo representa H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia.

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2.1.2 Solidaridad real En segundo lugar, es preciso salvaguardar el carácter real y determinante para el hombre de la relación entre Cristo y cada ser humano, frente a cualquier reducción a una cualidad meramente virtual y sin repercusión de novedad para la persona. Se trataría, en este caso, de una reducción «antropológica» del principio expresado en GS 22b: la unión de Cristo con cada hombre consistiría tan solo en la vinculación que existe también entre cada hombre y el resto de sus congéneres; en cambio, la novedad de Cristo solo afectaría como tal a los hombres a él unidos por la fe. Debemos afirmar, en cambio, que no basta ver a Cristo simplemente como «el miembro principal» de la humanidad, para dar cuenta de su vinculación con todos los hombres; por su entrada en el género humano, el hombre Dios «lo asumió en sí, lo unió consigo y se apropió de él»9. Tampoco puede aceptarse una especie de cristología gradual, al modo de la teología pluralista de las religiones, según la cual todos los hombres estemos, efectivamente, unidos al Logos y haya algunos personajes –entre ellos Jesucristo– que representen una actuación especialmente lograda de esta unión10. Esto pierde de vista la realidad de la encarnación y la identidad de Jesús como «uno de la Trinidad»11. Ciertamente, hay que matizar en qué sentido es real la unión de Cristo con todos los seres humanos. El mismo Scheeben, que con tanto entusiasmo habla de ello, no olvida introducir las debidas puntualizaciones: de todos los hombres no se puede decir sino «en sentido lato» que sean miembros del Cuerpo de Cristo; es en la Iglesia y por la Eucaristía como se da la «comunión más íntima y real» de los hombres con Cristo12. Sin embargo, buscando una correcta comprensión de la relación del género humano con Cristo como unión «mística», otros autores usan términos excesivamente cautos, que no hacen justicia a la realidad y la universalidad de tal relación. Por ejemplo, se dice que la «inclusión del género humano en Cristo» presentada por algunos Padres ha de entenderse como una unión «no actual, sino solo potencial, aunque real», y que no nos afecta «como individuos, sino como hombres con la misma naturaleza que Cristo, el nuevo Adán»13.

9

M.J. SCHEEBEN, Die Mysterien, 302. Cf. K.H. MENKE, «Gesù Cristo: l’Assoluto nella storia?», en M. SERRETTI, ed., Unicità e universalità di Gesù Cristo, Cinisello Balsamo 2001, 232. 11 Cf. DH 401; 432. 12 M.J. SCHEEBEN, Die Mysterien, 445-446. 13 T. KREIDER, «Unsere Vereinigung mit Christus. Im Anschluß an die Enzyklika “Mystici Corporis ”», DT 30 (1952), 16. Otro autor afirma tímidamente que esta unión, aunque real, ha de considerarse de carácter «espiritual» e imposible de representar a la 10

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Por tanto, se trataría de una unión solo virtual y referida a la «naturaleza», una expresión equivalente a la consubstancialidad con nosotros definida en Calcedonia (DH 301). Otros se refieren a una relación virtual que queda confinada en la descripción de la mediación salvífica de Cristo y que se resume en el sacrificio de la cruz, sin que el hecho de la encarnación revierta en una comprensión del hombre14. En cambio, el interés teológico por afirmar una unión solo virtual de Cristo con cada ser humano es limitado; interesa mostrar un tipo de unión actual15. La afirmación de la unión del Verbo encarnado con cada hombre parece insistir en la verdad formulada en Calcedonia de que Jesucristo es hombre como nosotros. Se trata de una relación, pues, que se refiere a todas las dimensiones del hombre y en toda la amplitud de su desarrollo existencial, digámoslo así, positivo; esto es, en todo lo que hace al hombre verdaderamente humano y no frustra su sentido ni lo envilece. Jesucristo, asimismo, es «el hombre nuevo», «el último Adán» en cuyo misterio se «esclarece el misterio del hombre». Aunque quede un poco en penumbra en el texto la dimensión protológica de la relación entre el hombre y Cristo, podemos afirmar que la posibilidad de la unión quodammodo depende del hecho de que nosotros somos hombres como Jesucristo. En el orden del designio, el hombre ha sido hecho a imagen de aquel que, siendo la imagen perfecta del Padre, había de encarnarse y, cuando de hecho en Cristo la naturaleza humana ha sido «asumida, no absorbida», el hombre ha sido aún elevado a una «dignidad sublime». La unión quodammodo de Cristo con cada ser humano se presenta, pues, como una realidad dignificante para cada persona humana, que ha tenido un principio histórico reconocible en la encarnación del Hijo de Dios. 2.1.3 Solidaridad del Verbo y vocación del hombre Los dos rasgos hasta ahora apuntados subrayan una vertiente soteriológica objetiva implicada en el lenguaje de «unión». Puede ser adecuado referirse así a una relación del Verbo con toda la humanidad que deriva de su relación particularísima con la humanidad de Cristo, unión sin confusión ni división en la persona del Hijo. Esto apunta a una dimensión ontológica del principio antropológico implicado en la fórmula conciliar. El tercer rasgo, en cambio, pone de relieve que la unión de Cristo con cada persona constituye el —————————— imaginación. J. LOOSEN, «Unsere Verbindung mit Christus. Eine Prüfung ihrer scholastischen Begrifflichkeit bei Thomas und Scotus», Scholastik 16 (1941), 207-213. 14 Cf. E. HOCEDEZ, «Notre solidarité en J. C. et en Adam», Greg 13 (1932), 396. 15 Cf. L. MALEVEZ, «L’Église dans le Christ», 437-439. Cf. F. MALMBERG, Ein Leib, 267-268. Véase también la tensión entre la calidad virtual y al mismo tiempo efectiva de la unidad de los hombres con Cristo en M.J. SCHEEBEN, Die Mysterien, 311.

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fundamento de una respuesta personal y una realización existencial de esa unión. El sentido último del hombre se manifiesta y se hace efectivo como vocación en la historia y como miembro de la comunidad de los hombres. Esta vocación alcanza su densidad máxima a través de la Pascua del Señor: «Ya que Cristo murió por todos (cf. Rm 8,32) y la vocación última de cada hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina» (GS 22e). La Pascua es el culmen de «la revelación del misterio del Padre y de su amor» y, en ella, de la manifestación plena del misterio del hombre y de su vocación. Hay una convergencia, que el texto de GS 22 pone de manifiesto, entre la vocación de cada hombre y la muerte de Cristo por cada hombre. Se hace posible yuxtaponer ambas verdades entendiendo el elemento que tienen en común: el designio divino único y universal de salvación, que proveyó que tanto la redención como la vocación de cada hombre pudieran ser efectivas para cada hombre justamente porque «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con cada hombre». Este fue el modo como el Verbo de Dios se capacitó para, siendo inocente, padecer por los culpables. Su mediación salvífica, su representación de todo el género humano en orden a la redención, está pues asentada sobre su solidaridad universal y concreta con cada uno de los seres humanos, que hizo exclamar al Apóstol: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). A una concepción extensa de la encarnación, que comprenda el conjunto de los misterios de Cristo, corresponde, entonces, una comprensión dinámica de la «unión» del Verbo encarnado con cada ser humano. Contra representaciones fisicistas y estáticas, susceptibles de llevar a falsos misticismos, hay que subrayar, pues, la calidad dinámica y existencial de esta unión, como identificación con cada ser humano que surge de la divina misericordia y se concreta especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25). La «unión» de Cristo con cada ser humano se realiza en la condición personal concreta, en los procesos vitales particulares de cada cual. La noción de persona se vislumbra, precisamente, como la mediación conceptual que permite referirnos a la concreta realidad de cada ser humano y a su constitutiva vinculación con Jesucristo. También es preciso señalar que esta unión no suprime, antes bien funda una alteridad entre Cristo y sus hermanos. Esta dialéctica se traduce en una función crítica de la encarnación («excepto en el pecado») y en una vocación única y universal a superar los límites de la labilidad humana para asumir el horizonte divino que nos ha sido regalado en Cristo. Así pues, la afirmación «cum omni homine» puede ser entendida como fundamento de la mediación salvífica concretamente efectiva de Jesucristo

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y, consiguientemente, como el fundamento de una configuración con Cristo y de la participación en su misma gloria. Como fruto que es de la economía de autocomunicación divina, hay que prever una estrecha vinculación de esta noción con la teología trinitaria (cf. DV 2). Nada hay en el ser humano que permita esperar una relación de este tipo entre la divinidad y la humanidad. En este sentido, en el debate teológico que precedió a Mystici Corporis tuvo especial relevancia la propuesta de E. Mersch, cuya famosa expresión «filii in Filio» llegó a introducirse en el mismo texto conciliar (GS 22)16. La solidaridad del Verbo encarnado implica, pues, la revelación de nuestra llamada a la vida teologal. Un olvido de esta dimensión reveladora y vocacional de la unión con Cristo daría lugar a una reducción de este principio a pura estaticidad y cegaría su relevancia soteriológica. En resumen, el misterio de la solidaridad del Verbo encarnado con cada ser humano tiene al menos estos rasgos básicos que lo distinguen de otros aspectos de la relación de Cristo con el hombre: concierne a todo ser humano, determinándolo realmente como fruto de la libre y amorosa economía reveladora y salvífica de Dios por la cual nos ha abierto en Cristo el acceso a la comunión con Él como nuestro Padre. 2.2 «Unidos» a Cristo Cabe preguntarse por qué se eligió la noción más filosófica de unión, en vez del concepto más bíblico de identificación (cf. Mt 25,40). Un claro motivo es que, de este modo, se despierta la asociación con el concepto de unión hipostática. Pero el adverbio «quodammodo» matiza la afirmación de GS 22b introduciendo una cautela. Por tanto, hay que interpretar esta cierta unión de Cristo con cada hombre por analogía con la unión de naturaleza humana y divina en la persona del Verbo, como derivada de esta, pero no ha de confundirse con ella17. 2.2.1 Analogía con la unión hipostática La analogía es condición de posibilidad del discurso teológico y, al mismo tiempo, signo de su precariedad intrínseca. Teniendo por objeto al misterio, la teología solo puede referirse a él a través de la tensión establecida por la vía de la positio-negatio-eminentia, o desenvolverse en cierto apofatismo. En 16

Cf. E. MERSCH, «Filii in Filio». Basándose en la teología patrística, el jesuita belga insiste en la relación intrínseca entre nuestra condición de hijos de Dios y la filiación divina de Cristo. Esta es la mejor vía para comprender la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, así como la entraña trinitaria de toda la vida cristiana. 17 Cf. F.A. CASTRO, Cristo y cada hombre, 249-255.

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este sentido, las expresiones quodammodo, invisibili modo y modo Deo cognito (GS 22) pueden entenderse como paralelas. Esta es la cautela más evidente y el significado más general que hay que adscribir al adverbio quodammodo. Dios y hombre unidos: realmente no hay nada ante lo que el lenguaje humano pueda mostrarse más balbuciente; en cualquier caso, tal unión se ha realizado en Cristo y, en cierto modo, en cada hombre18. La situación nueva y permanente del Verbo al asumir la humanidad (henosis) es el referente para designar la unidad que abarca a Cristo y a todos los hombres19. Esta analogía se despierta en el mismo texto del Concilio cuando se decide emplear el término «univit» en nuestra frase. Cuando se está hablando precisamente de la encarnación, aplicar este vocablo a la relación constitutiva entre Cristo y cada hombre no puede entenderse sino en oposición a esa otra «unión», recién evocada, por la que el Verbo vino a ser verdaderamente hombre. Se sugiere así una correlación entre dos uniones, que tienen ambas al Hijo de Dios como agente. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido: 1) a una naturaleza humana en la hipóstasis; 2) a cada ser humano en cierto modo. Esta correlación, no explícita en el texto, reproduce y matiza la correlación que también se da entre «in Eo» y «etiam in nobis» –en la frase inmediatemente anterior– y nos permite parafrasear la afirmación del siguiente modo: «El Hijo de Dios, uniéndose en Cristo a una naturaleza humana, se ha unido también de algún modo a cada hombre». Entre uno y otro miembro de esta polaridad se da una relación causal: la encarnación del Verbo es causa de una unión del Hijo de Dios con cada hombre. Al mismo tiempo, el adverbio «quodammodo» invita a no situar en un mismo plano ambas uniones (hipostática y la del Hijo de Dios con cada hombre). «Unir», aun antes de establecer qué contenido haya que pensar para este término, no puede entenderse como un concepto unívoco. En este sentido, «quodammodo» nos remite a la necesidad de recurrir a la analogía en todo discurso sobre el misterio y, en concreto, a entender la unión con cada hombre en analogía con la unión hipostática. Que señalemos esta correlación entre la unión hipostática y la unión de Cristo con cada ser humano no significa que podamos propiamente entender estos misterios deduciéndolo uno del otro, sino que se da entre ellos una coherencia dentro de la «analogía de la fe». 18

En realidad, entre Dios y su criatura no se da contradicción más que por el pecado; lo que Dios realiza por la encarnación es una paradójica unión de contrarios. Cf. G. MARTELET, Les idées maîtresses de Vatican II. Initiation à l’esprit du Concile, Paris 1969, 67-73. 19 Esta relación de dependencia respecto a la unión hipostática, señalada por la patrística y también por Santo Tomás, es retomada, en clave de analogía, por Scheeben. Santo Tomás presenta la gracia de unión como gratia capitis en STh III, q.8. Cf. M.J. SCHEEBEN, Die Mysterien, 305-309.

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Una consecuencia de esta analogía es el uso derivado de la noción de communicatio idiomatum refiriéndolo a nosotros y a Cristo. Hasta tal punto es la humanidad del Verbo, que al nombre que conviene a la humanidad se le puede aplicar lo que conviene a la divinidad, y viceversa: podemos hablar de la «preexistencia de Jesús» y del «nacimiento del Hijo de Dios», porque se trata siempre de «un solo y mismo Cristo Señor» (DH 302). De modo análogo, se podría decir: hasta tal punto le pertenecemos y hasta tal punto son sus acciones y pasiones las nuestras, que se puede predicar de Cristo lo que se dice de todos los hombres (excepto el pecado), y viceversa, pues se trata de la misma humanidad por Él asumida íntegramente20. Bien podría entenderse a esta luz la afirmación de GS 22 «trabajó con manos de hombre», etc. Cristo, en su humanidad, es como cada hombre y cada hombre es como Cristo. Otro punto de conexión sobre el que establecer la analogía entre un misterio y el otro es la peculiar relación en que se encuentran en ellos los conceptos de unión y distinción. La persona del Hijo, principio de unidad en Cristo, puede decirse fundamento misterioso de la distinción entre el Verbo y su humanidad, que no queda anegada en la divinidad, sino llevada a su máxima realización. De forma derivada debe afirmarse la distinción entre el Verbo encarnado y cada uno de los hombres con los que se ha unido «en cierto modo»: esta unión no absorbe la personalidad individual de cada cual, sino más bien la potencia al posibilitar una nueva comunión con Dios y con los demás hombres. 2.2.2 Creados en cuanto llamados Por otra parte, GS 22 da una respuesta dentro de un contexto de diálogo, que implica una réplica al humanismo ateo, fenómeno con un especial protagonismo en el panorama del mundo moderno (GS 7). Si el tema de todo el primer capítulo es la dignidad de la persona humana, el ateísmo supone la negación de la raíz de esta dignidad (cf. GS 19), la afirmación de la autonomía radical del hombre (cf. GS 20), que lleva a desesperar de una vocación humana superior (cf. GS 21). La réplica al ateísmo puede darse en un contexto de diálogo, por existir un fundamento común humano al que es posible apelar: la Iglesia afirma que el ateísmo es contrario «a la razón y a la común experiencia humana» (GS 21). De este sustrato común forma parte la realidad teológica profunda del hombre, que cada uno es invitado a reconocer: «Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo 20

Cf. SAN AGUSTÍN, En. in psalmum LXII (PL 36, 749): «Lo que [Cristo] ha padecido, en él lo hemos padecido también nosotros; porque lo que nosotros padecemos, también él lo padece en nosotros» (quia quidquid passus est, in illo et nos passi sumus; quia et nos quod patimur, in nobis et ipse patitur).

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con Dios» (GS 19); «Todo hombre permanece para sí mismo una cuestión no resuelta… A este problema solo Dios da respuesta plenamente y con toda certeza» (GS 21); «nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (ibid., citando a San Agustín). Estas afirmaciones, que apoyan una propuesta razonable de la fe, culminan en GS 22, donde se declara que la respuesta a este misterio de cada hombre es personalmente Cristo, el Hijo de Dios que al encarnarse se ha unido en cierto modo con cada hombre. Respecto al diálogo con Dios al que cada persona está llamado, conviene recordar una expresión de San Agustín: la humanidad del Verbo ha sido creada en cuanto asumida (ipsa assumptione creatur)21. La humanidad asumida no tiene una existencia previa ni autónoma respecto al Verbo de Dios que la personaliza. De forma análoga, la persona humana no existe con otro fin último sino el de la comunión con Dios. Como expresa GS 22, remitiéndolo a la muerte redentora de Cristo «por todos» (lo cual, a su vez, tiene como fundamento la encarnación como misterio que atañe a «cada hombre»): «la vocación última del hombre es realmente una sola, divina». En este sentido, puede parafrasearse la afirmación de Agustín diciendo de cada persona: ipsa vocatione creatur. 2.2.3 Distinción respecto a la unión hipostática Una vez afirmada la relación básica entre la asunción de una naturaleza humana particular en la persona del Verbo y la unión de Cristo con cada ser humano, «quodammodo» invita a distinguir la unión hipostática de esta otra relación fundamental con cada hombre que también se describe con un término de unión. Lo que aconteció en Cristo, la conjunción de naturaleza divina y naturaleza humana en la persona del Verbo, no es repetible en la persona de otros seres humanos, ni puede interpretarse como extensiva a toda la naturaleza humana ni a cada uno de los hombres22. Lo que se afirma en GS 22b también se trata, en cierto modo, de una unión, pero de un género que aún habrá que aclarar. Por un lado, esta unión nos remite a la consustancialidad que el Verbo, por su encarnación, adquiere con nosotros «en cuanto a la humanidad» (DH 301). Por otro lado, al mismo tiempo que 21

Nec sic assumptus est ut Prius creatus post assumeretur, sed ut ipsa assumptione crearetur. SAN AGUSTÍN, Contra sermonem arrianorum, PL 42,688. Cf. F. MALMBERG, «Encarnación», CFT, I, 485-487. 22 Cf. STh III q. 4, a. 4-5, donde Santo Tomás se pregunta si el Hijo de Dios debió asumir la naturaleza humana en general o en todos los individuos. Da diversas razones por las que no era conveniente más que una unión hipostática. Esta posición retoma la crítica que Juan Damasceno realiza a los Padres griegos, subrayando que el Verbo no se ha encarnado en la naturaleza entera. Cf. TD III, 216-220.

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afirmamos la relación de la unión «quodammodo» de Cristo con la divinización del hombre, hay que mantener con claridad que tal divinización no deja nunca de ser una conformación con Cristo, ante el cual el género humano se encuentra al mismo tiempo en relación de radical alteridad. Solo hay un Cristo y Señor. Esta reserva está sin duda latente en el adverbio «quodammodo», sobre todo como eco de la enseñanza de Mystici Corporis (1943) y como antídoto de las desviaciones y errores que aquella encíclica intentó conjurar. La encíclica se plantea la corrección de algunos desvíos a los que podía dar lugar una mística paulina del Cuerpo de Cristo mal entendida, proponiendo en cambio una adecuada comprensión de la unión mística con Cristo. Frente a la acentuación entusiasta por parte de algunos teólogos de la unión del Verbo encarnado con la Iglesia y con toda la humanidad, la encíclica señala un límite que no se debe traspasar: la unión del Cuerpo místico no se debe entender como una extensión de la unión hipostática, por la cual todos los cristianos estuvieran unidos a la persona del Verbo en virtud de su inserción como miembros en Cristo, hasta el punto de quedar la personalidad individual en él anegada (pancristismo). La encíclica habla de unión «mística», en este caso, por oposición al concepto de unión «física». Para indicar esta condición intermedia de la unión de Cristo con los hombres –que no equivale a la unión hipostática, ni es meramente moral– se han empleado en teología expresiones diversas: quasi-identificación, identidad mística, relativa identificación, unidad sui generis...23. En el fondo, son dos errores cristológicos la Escila y la Caribdis entre las que se sitúa la noción de unión mística: el uno, que lleva a considerar en la Iglesia una unión meramente moral entre sus miembros, representa un naturalismo o nestorianismo eclesiológico; el otro, que lleva a una visión demasiado física o biologicista del «cuerpo» eclesial y a un falso misticismo, supone un monofisismo eclesiológico24. En definitiva, afirmar la unión «quodammodo» de Cristo con cada ser humano nos sitúa en el punto de equilibrio para una comprensión adecuada del mismo Cristo, del hombre y de la Iglesia.

23

Cf. A. MICHEL, «“Omnes vos unum estis in Christo Jesu” (Gal. III, 28). Nouvelle contribution à l’étude de la présence du Christ dans l’Église et dans l’âme juste», AmiCl 60 (1950), 474. 24 Cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, 60-66; 222-227; 693-702. Una exposición equilibrada nos la ofrece M. SCHMAUS, Teología dogmática, III, Madrid 1959, 301-315.

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2.3 Perfil cristocéntrico de la dignidad humana Si el Hijo de Dios se ha unido «en cierto modo» con cada hombre por la encarnación, esto permite describir la dignidad del ser humano con unos perfiles y acentos peculiares. Podemos destacar tres aspectos que reciben luz desde esta enseñanza del Concilio: la condición del hombre como ser fronterizo, la dignidad de cada persona en su existencia concreta y el perfil crístico de su plena realización como hombre. 2.3.1 La persona, ser fronterizo Considerando la recapitulación del discurso antropológico en Cristo que representa GS 22, el tema de la imagen de Dios cobra su relevancia plena. Más que dos inicios de discursos antropológicos diversos, el último número del capítulo cierra el paréntesis abierto en GS 12. Esto puede justificar una interpretación unitaria de todo el capítulo bajo el prisma de la imagen de Dios, que por antonomasia es Cristo mismo. La categoría de la imagen se trata, de este modo, bajo su aspecto creatural (GS 12) y en su condición analógica y dinámica (GS 22 b y d). En concreto, el párrafo al que pertenece la afirmación «cum omni homine» tiene como paralelo en los números anteriores GS 14. En ese artículo se presenta a un ser humano de condición fronteriza, síntesis del universo material y al mismo tiempo superior al universo entero. A lo largo de la historia, la admiración ante el misterio humano ha hecho pensar en él como microcosmos, como espíritu encarnado, como punto de convergencia de la evolución...25 Esta consideración puede ser útil para llenar de sentido el modo (quodammodo) en que puede entenderse la unión de Cristo con cada hombre. De hecho, no hay que descartar la posible ascendencia tomista de la misma fórmula «quodammodo»26. Santo Tomás la relaciona con el motivo de la encarnación: «parece conveniente que la causa universal de todas las cosas asumiese en la unidad de su persona aquella creatura en la que más se acerca a todas las demás»27. El adverbio 25

Cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, La gloria del hombre, Madrid 1985, 4-7. La expresión aristotélica «anima quodammodo omnia», o su variante «homo quodammodo omnia», la usa Santo Tomás más de ciento treinta veces para describir el modo de relación del hombre con la realidad. Cf. J. GIRAU, Homo quodammodo omnia según Santo Tomás de Aquino, Toledo 1995, 19-20, 60-62; cf. 301-302. Este tema fue invocado en el aula conciliar por Fernández, Maestro General de los dominicos, en el segundo debate sobre la Constitución pastoral. Cf. AS III/5, 352-357. 27 CG IV, 55. La expresión «quodammodo omnia» es aplicada a Cristo en STh III, q.10, a.2: «Ad Christum autem, et ad eius dignitatem, spectant quodammodo omnia, inquantum ei subiecta sunt omnia.» Cit. en E. HOCEDEZ, «Notre solidarité», 397. Cf. J. GRANADOS, Teología de la carne, 100: «De hecho, el conocimiento de las cosas como 26

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«quodammodo» usado en GS 22 evoca, pues, el modo de relación con la realidad que es propio del hombre. Aplicado a Jesucristo, adquiere un incremento de sentido o, más bien, su sentido más propio y originario, al cualificar el modo de relación con las criaturas de ese hombre que lo es en forma paradigmática, el Hijo de Dios encarnado. 2.3.2 La persona concretamente existente En el mismo número 22 de la Constitución pastoral se plantea la tesis de que «el misterio del hombre solo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado». Esto, que ha de comprobarse en cada una de las dimensiones humanas, se aplica en este número a la persona singular y concreta. El artículo 22 presenta sucesivamente los aspectos fundamentales del misterio de Cristo, señalando para cada uno de ellos sus consecuencias antropológicas. Empieza por el misterio de la encarnación. La consecuencia para el ser humano ha sido la elevación de nuestra naturaleza a una «dignidad sublime». La unión «en cierto modo» de Cristo con cada persona pertenece al plano de la ontología humana, es decir, de todo aquello que en el hombre es dado, anteriormente a cualquier ejercicio de su libertad. Este plano ontológico del hombre está determinado, paradójicamente, por un factor histórico como es la realidad misma de Cristo. Esta paradoja solo tiene solución en la afirmación creyente de su identidad teándrica, en lo cual consiste el dogma de la encarnación del Verbo. Cada ser humano ha sido unido de algún modo con Cristo, que quiso compartir integralmente nuestra condición, excepto el pecado. La dignidad otorgada graciosamente a los hombres adquiere unas resonancias existenciales al ser traducida como cierto tipo de unión con Cristo, análoga a la unión hipostática y dependiente de ella, que se realiza en el desarrollo de las facultades personales. La paradoja del misterio cristiano permite, para referirse a esta realidad que afecta al hombre en su misma entraña, la elección de un lenguaje no esencialista, sino histórico y existencial: el Hijo de Dios «se unió», «trabajó», «pensó», «actuó», «amó»... De este modo, la encarnación y su consecuencia salvífica para el hombre es caracterizada con dos lenguajes diversos: según el lenguaje tradicional teológico y según una traducción a términos existenciales del mismo contenido. Esta duplicidad de lenguaje manifiesta una consideración del —————————— tales solo es posible al hombre en el horizonte de la totalidad del mundo y, así, de su referencia a un Absoluto trascendente: la silueta de los objetos se dibuja siempre sobre el trasfondo del horizonte lejano. Pues bien, una vez que se entiende al hombre como ser tendido hacia el infinito, la Encarnación no resulta una excepción de lo humano, sino que puede verse como su plenitud.»

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hombre en dos planos: ontológico y existencial28. La expresión que ahora vemos, en concreto, desarrolla en un lenguaje existencial, que busca ser más cercano al hombre moderno, lo que se acaba de expresar como «dignidad sublime» de la naturaleza, invocando la doctrina de los concilios de la antigüedad cristiana. Se relaciona directamente, pues, con la cualidad «elevante» del acontecimiento de la encarnación. Introduce el factor de la individualidad humana, más evocativo de la consecuencia soteriológica para el hombre que se acaba de enunciar, y expresa esa misma dignidad en términos relacionales. La dignidad, que no es una cualidad junto a otras en el hombre, sino su propio valor intrínseco, viene conferida, en primer lugar, por la creación del hombre a imagen de Dios (GS 12) y es ahora «elevada» («natura humana… evecta est») por el hecho de la encarnación. Pero lo que ha acontecido en la encarnación del Verbo tiene unas implicaciones concretas y existenciales, que conviene subrayar diciendo que uno de la Trinidad ha querido entrar en cierto tipo de unión con cada persona humana. En cada ser humano concreto ha de reconocerse ineludiblemente la dignidad para la cual el Hijo de Dios ha sido enviado al mundo y se ha hecho hombre. El Concilio extrae las consecuencias morales de esta dignidad, especialmente, al hablar del respeto que merece cada persona, «principio, sujeto y fin de todas las instituciones sociales» (GS 25; cf. GS 27). 2.3.3 Cristo, modelo de humanidad La frase que sigue predica de Cristo, que ha asumido íntegramente la naturaleza humana, las acciones correspondientes a cada una de las facultades de las que el hombre «uno e íntegro» está dotado (cf. GS 3): «[El Hijo de Dios] trabajó con manos humanas, pensó con inteligencia humana, actuó con voluntad humana, amó con corazón humano.» El Concilio traduce así el axioma soteriológico «lo que no fue asumido no fue sanado» a categorías vitales. Además de subrayar que Cristo sea como nosotros, se viene a enunciar la razón última del valor escondido en la actividad humana –materia del capítulo III–: cuando Cristo actuaba, lo hacía «unido de algún modo a cada hombre» y, de este modo, abría a todos los hombres el acceso al Padre a través del trabajo. En el ejercicio concreto y cotidiano de sus facultades, cada persona lleva impresa la huella de Cristo y, por ello, 28

Detrás de esta afirmación está la teología patrística de la inclusión en Cristo. Cf. L.-F. LADARIA, «El hombre a la luz de Cristo», en R. LATOURELLE, ed., Vaticano II: balance y perspectivas, 708-709: «También aquí se inspira en la gran tradición de la Iglesia: toda la humanidad ha sido asumida de algún modo por el Hijo. Pero el concilio no se ha quedado en el plano ontológico en el que se movieron los padres de la Iglesia, sino que ha pasado también al existencial, de la concreta vida humana».

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contribuye de modo objetivo a adelantar en el mundo su obra de transformación hacia la consumación del Reino29. Estas palabras sustentan una cristonomía como guía de todo actuar genuinamente humano: la ley interna (la «ley escrita por Dios en su corazón» de GS 13, en una perspectiva aún no cristológica), el modelo de toda acción propiamente humana, por ende moral, es Cristo. No olvidemos el carácter eminentemente moral (social) de GS. Esta cristonomía no es algo que se imponga al hombre como una carga exterior, sino que pertenece a su propia entraña y le ha sido dada a partir de la más impensable humildad de un Dios que se ha hecho hombre para hacernos partícipes de su divinidad. A este Dios, que de tal modo se nos ha acercado, se le podrá rechazar (cf. GS 19), pero no puede ser entendido como rival, como un Dios antihumano. La acogida del Evangelio humaniza, llevando a la persona hacia la plenitud de su vocación, pues Cristo es el «hombre perfecto»: «Quien sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace más hombre (magis homo fit)» (GS 41; cf. AG 8). Así pues, la afirmación «trabajó con manos humanas, etc.» incide sobre la verdadera humanidad de Cristo, para resaltar su significación existencial para cada persona. La yuxtaposición de este enunciado al de «se unió en cierto modo con cada hombre» sugiere que no hay que entender entre Cristo y cada hombre un tipo de unión estática, que afecte solo ontológicamente a cada ser humano, sino que implica un desarrollo existencial. Se trata de todo hombre, todo el hombre, en todo el desarrollo de sus dimensiones. La mención de las facultades humanas de Jesús – acción, pensamiento, libertad, amor– se corresponde globalmente con GS 14-17, donde queda desarrollada la condición del hombre como imagen de Dios. Ahora, al afirmarlo de Cristo –imagen de Dios en grado de eminencia, por ser Él personalmente la «imagen de Dios invisible» (Col 1,15)–, se muestra cómo en Él la condición de imagen de Dios queda al mismo tiempo esclarecida y restaurada. En consecuencia, la vida de cada persona humana, cada una de sus acciones y pasividades –excepto el pecado–, tiene un valor inalienable que proviene de una cierta unión con el Verbo encarnado.

29

La espiritualidad del asociacionismo obrero estuvo muy presente en la redacción de estas líneas de la Constitución pastoral. Cf. F.A. CASTRO PÉREZ, Cristo y cada hombre, 77ss. Cf. J. THOMAS, «Esquisses théologiques», 44: «Accepter le travail, c’est s’unir au sacrifice du Christ, non plus du fait d’une intention qui serait surajoutée, de l’exterieur, à un acte, en soi indifférent et vide de sens réligieux, mais dans la fidélité à la nature profonde de l’acte même du travail». Cf. A. ANCEL, «Travail et union a Dieu», en Travail et condition humaine, 46-57.

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El ejercicio de estas facultades se desarrolla concretamente en los diversos misterios de la vida de Jesús; por lo cual, el misterio de la unión con cada hombre alcanza su realización plena en el momento cumbre de su muerte y resurrección. Esto implica, por una parte, que, gracias al Verbo encarnado, incluso el sufrimiento y la muerte pueden quedar llenos de nueva luz, no tienen poder para aniquilar a la persona ni despojarla de su dignidad. Por otro lado, implica que el concepto de dignidad no deja entre paréntesis la constitutiva relación del hombre con Cristo también en cuanto redentor y la necesaria configuración con Él para cumplir su vocación. En este sentido hay que entender, precisamente, los párrafos tercero y cuarto de GS 22. Por eso, el misterio de la solidaridad de Cristo ha de verse como el presupuesto para que cada persona pueda quedar asociada al misterio pascual, único modo en que se cumple en ella la vocación de hijo de Dios. 3. Sociedad, mundo e historia a la luz del Verbo encarnado Las otras relaciones fundamentales en las que se realiza la condición de imagen de Dios en el hombre vienen también descritas en el Concilio por referencia a la encarnación del Verbo. Entre la afirmación que hemos analizado y estas otras que ahora examinaremos se da un cierto paralelismo, incluso en el nivel expresivo. Vistas en conjunto, permiten esbozar una antropología cristocéntrica que abarque todas las dimensiones de lo humano. De este modo, se hace concreta la propuesta de GS 22 de iluminar el misterio del hombre a la luz del misterio del Verbo encarnado. 3.1 Cristo y la comunidad de los hombres (GS 32) Dice GS 32, concluyendo el capítulo II: «El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana.» Aquí se muestra la relación intrínseca entre Cristo y la solidaridad (solidarietas) o socialidad humana. La encarnación es puesta como causa de la relación fundamental (perfeccionadora, consumadora) de Cristo con respecto a la comunidad de los hombres. Que Cristo haya tomado parte en nuestra condición social subraya la verdadera humanidad de Cristo, mostrando en el plano colectivo lo que ya se dijo del plano individual. Como en GS 22, también sigue a esta frase una amplificación: si allí se refería a cada una de las facultades humanas, aquí se precisan las experiencias sociales básicas que Jesús santificó. En este lugar se encuentra, pues, un pilar principal de las enseñanzas sociales que GS intenta transmitir. De hecho, puede trazarse una correspondencia entre las situaciones humanas descritas en GS 32 y cada uno de los capítulos que componen la segunda parte de la Constitución:

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– La mención de las bodas de Caná abre la lista de las realidades sociales básicas. En GS 12 ya se insinúa la condición sexuada del ser humano como base de la socialidad. Tal insinuación queda reforzada por este paralelo. La correspondencia con el primer capítulo de la segunda parte (dignidad del matrimonio y de la familia) está clara. En GS 49 aparece el amor conyugal como realidad «sanada, perfeccionada y elevada» por el Señor. – También pueden traerse a comparación la alusión de Cristo a las realidades más comunes y lo que se dice en el capítulo II de la segunda parte sobre la cultura: «Dios, en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada época» (GS 58; cf. GS 44, 62). La encarnación del Verbo justifica cierta «encarnación» del mensaje salvífico en las diversas culturas30. – Es útil para fundamentar el sentido de la realidad económica y social (de la que se hablará en el capítulo III de la segunda parte) la referencia a Cristo como «trabajador de su tiempo y de su región». Además de denunciar las situaciones de injusticia de este tiempo en diversas regiones del mundo (GS 66), el Concilio afirma la posibilidad de «asociarse a la obra redentora de Jesucristo» a través del trabajo (GS 67). – Los vínculos familiares son fuente de toda la vida de la sociedad, a cuyas leyes vivió Jesús sometido. El empeño en la consecución del bien común encuentra también en la encarnación del Verbo su sentido intrínseco y su mayor estímulo (II parte, capítulo IV: la comunidad política; cf. GS 74). – Una especial relevancia reviste la relación de Cristo con los pecadores, donde de forma más patente se revela «el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre». Por ser vencedor del pecado, que implica división y lucha en el hombre (cf. GS 13), Cristo puede ser llamado con propiedad el «autor» y el «príncipe» de la paz (GS 77-78): «El mismo Hijo encarnado, príncipe de la paz, por su cruz reconcilió con Dios a todos los hombres» (GS 78). Aquí encuentra su anticipo el capítulo V de la II parte. De este modo se van mostrando diversas facetas del alcance universal de Cristo, por el cual todas las realidades humanas ordinarias (amor conyugal, cultura, mundo del trabajo y vida política, esfuerzos por la paz...) quedan llenas de sentido.

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Sobre el concepto de «inculturación», cf. infra, capítulo IV, apartado 4.

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3.2 Cristo y la actividad humana en el mundo (GS 38) Dice GS 38, en el párrafo final del capítulo III: «El mismo Verbo de Dios, por quien todas las cosas han sido hechas, que se hizo carne y habitó en la tierra de los hombres, entró como perfecto hombre en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en Sí.» Referida a la historia, la encarnación es misterio de recapitulación: Cristo da vida y sentido a los esfuerzos de transformación del mundo por el trabajo humano, cuyas realizaciones objetivas son asumidas como disposición a la llegada del Reino definitivo. No solo ha asumido y recapitulado el Verbo en sí la naturaleza humana, sino que, con su encarnación, el Hijo de Dios ha asumido y recapitulado la historia del mundo (cf. Ef 1,10). Hacerse carne y vivir en el mundo por Él creado, formando parte de la historia humana, son condiciones de Cristo, verdadero hombre. Pero, siendo «perfecto hombre», esto se convierte en fuente de sentido para la historia y el trabajo de toda la humanidad. Se afirma aquí la encarnación como una realidad que concierne a toda la historia, la cual es historia de transformación del mundo a través del trabajo. Por eso interesa destacar el papel del Verbo a la vez como mediador en la creación y como artífice de la redención. Con ello se caracteriza el trabajo de los hombres como una continuación de esta obra creadora que tiene al Verbo encarnado como causa eficiente, ejemplar y final; además, esta colaboración se encamina, a lo largo de las vicisitudes de la historia, a una plenitud que deriva del misterio de Cristo considerado en su globalidad. Él es, por tanto, la clave de bóveda que sostiene la relación entre los órdenes de creación y de salvación y garantiza la continuidad de los nobles esfuerzos terrenos en la plenitud de la tierra y los cielos nuevos (cf. GS 39). Las afirmaciones que siguen en GS 38 ayudan también a engarzar la que acabamos de comentar con las líneas fundamentales de la antropología de GS: – Tanto la perfección humana, de la que Cristo es paradigma, como la transformación del mundo han de guiarse por la ley del amor, que Cristo vivió concretamente a lo largo de toda su existencia terrena: se trata de un «camino de amor» (via dilectionis) que, instaurado por el mismo Cristo (cf. GS 22c) y a través del empeño evangelizador de los creyentes, conduce a la edificación de una fraternidad universal. Esta labor no es «inútil», lo cual corrobora la tesis que preside todo el documento conciliar: «la misión de la Iglesia es religiosa y, por ello mismo, plenamente humana» (GS 11).

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– La pasión de Cristo se convierte también en fundamento del esfuerzo por construir una sociedad de justicia y paz, aun en medio de los obstáculos y dificultades causados por el pecado (cf. GS 22c-d). – Por último, la resurrección del Señor abre un modo nuevo de presencia y aliento para los hombres que trabajan para someter la tierra (cf. GS 22de): «Constituido Señor por su resurrección, Cristo [...] por la fuerza de su Espíritu opera ya en los corazones de los hombres». Si la fórmula «cum omni homine» de GS 22b se refiere principalmente al ser de la persona, esta otra afirmación vincula el misterio de Cristo al operar. Encarnación y resurrección de Cristo son los dos polos del misterio global de Cristo, con los que GS indica que Cristo determina enteramente a cada persona humana, orientándola hacia su consumación. 3.3 Cristo, alfa y omega (GS 45) Dice GS 45, en la conclusión de toda la primera parte del documento: Pues el mismo Verbo de Dios, por el cual se hizo todo, se hizo carne para, siendo perfecto hombre, salvar a todos y recapitular todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, el punto en el cual convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo de todos los corazones y la plenitud de sus aspiraciones.

Los paralelismos que acabamos de señalar indican las diversas implicaciones para el ser humano del principio general que constituye la encarnación del Verbo: la significación universal de Cristo que tiene su presupuesto en la encarnación sustenta la dignidad de cada persona (capítulo I), da cimiento sólido a la convivencia humana (capítulo II) y dota de sentido a la totalidad del mundo y de la historia (capítulo III). En GS 45 encontramos una expresión que recopila todos estos aspectos. Si el principio, sujeto y fin de toda la sociedad debe ser la persona humana (cf. GS 25), la razón más radical es esta: en el principio, en el centro y al final de todo el dinamismo de la historia de salvación se encuentra Cristo, Verbo encarnado.

CAPÍTULO V

Analogías de la encarnación (2): Jesucristo y la Iglesia

El misterio, la vida y la misión de la Iglesia son caracterizados también en el Concilio a través de analogías de la encarnación. La encarnación aparece, pues, no solo como principio antropológico, sino también eclesiológico y como criterio de evangelización. Podemos señalar varios aspectos de la eclesiología y de la pastoral que se ven iluminados en el Concilio por el misterio de la encarnación: la Iglesia en cuanto misterio, la misión, la presencia de los cristianos en la sociedad, la relación del evangelio con las culturas, las actitudes de los evangelizadores y la defensa de la dignidad de cada persona. 1. La Iglesia, Cuerpo de Cristo Comencemos por las aplicaciones del principio de encarnación a la comprensión del misterio de la Iglesia. La obra de J. A. Möhler, exponente de la escuela de Tubinga, incidió en la encarnación como un principio distintivo de la doctrina católica. En su Simbólica (1832), describió a la Iglesia como «la encarnación permanente del Hijo de Dios». Esta afirmación, si bien necesita matices, se hizo lugar común en el periodo preconciliar1. En el Concilio aparece claramente en LG 52: «Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la cual el Señor constituye como su cuerpo, y en la cual los fieles se adhieren a Cristo Cabeza y con todos los santos en comunión con él [...]». También cuando 1

Cf. E. MERSCH, «Filii in Filio», 576: «Car par l’Esprit, dans le corps mystique, ce qui se continue, c’est l’incarnation du Verbe, du Fils». Cf. M. SCHMAUS, Teología dogmática, IV, Madrid 1959, 92-95; K. ADAM, La esencia del catolicismo, 19-57. Para el contexto eclesial en que esta teología prosperó en la primera mitad del siglo XX, cf. T. GERTLER, Jesus Christus, 243-251. Para los límites de la noción eclesiológica de Möhler, cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, 10-14; 221-272; 446-463; 477492. Un interesante desarrollo de la cuestión puede verse en J. GRANADOS, Teología de la carne, 226-242.

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declara que la Iglesia «solo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» (GS 3). Sin embargo, el Concilio tiende a evitar esta expresión de continuidad con la encarnación: si esta es fundamento de la unidad de la entera familia humana, la pertenencia a la Iglesia de Cristo se realiza, en cambio, según otro principio de unidad, el Espíritu Santo, el cual es «uno y el mismo en la cabeza y en los miembros», como el alma del cuerpo eclesial (LG 7; cf. UR 2)2. Por eso, respecto a la relación entre encarnación e Iglesia, el Concilio prefiere más bien hablar en términos analógicos: la Iglesia «se asemeja por una no pequeña analogía al misterio del Verbo encarnado» (LG 8). Esta analogía sirve para sustentar una concepción sacramental de la Iglesia, la cual es al mismo tiempo Iglesia de la Trinidad (Ecclesia Trinitatis; cf. GS 1 y 21) y comunidad extraída de entre los hombres (communitas ex hominibus), «sociedad (coetus) visible y comunidad (communitas) espiritual», «una sola realidad compleja». La presencia en la Iglesia de un elemento visible y otro invisible, uno humano y otro divino, es lo que permite la analogía con la encarnación del Verbo, en quien la naturaleza humana asumida y la naturaleza divina quedan unidas sin confusión, ni cambio, sin división ni separación en «un solo Hijo y Señor nuestro Jesucristo» (Concilio de Calcedonia, DH 302). Otro punto de apoyo para la analogía y para la afirmación de la condición sacramental de la Iglesia lo ofrece la consideración de la humanidad de Jesucristo como «instrumento propio y conjunto de su divinidad» (Santo Tomás)3. Análogamente, la Iglesia es instrumento del Espíritu Santo: «Pues como la naturaleza asumida por el Verbo divino sirve como órgano vivo de salvación, a Él indisolublemente unido, de forma semejante (non dissimili modo) la unidad social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo que la vivifica, para el crecimiento del cuerpo (cf. Ef 4,16)» (LG 8). La teología paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12; Rm 12; Ef 4), se interpreta a esta luz, pasando a caracterizar la eclesiología sacramental del Concilio. La Iglesia visibiliza a Cristo en el mundo y la pertenencia a la Iglesia requiere la mediación de los sacramentos de incorporación a Cristo, el Bautismo y la Eucaristía (LG 7). 2

Cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia; Y. CONGAR, Sainte Église, Paris 1964, 69-104. La consideración del Espíritu como alma de la Iglesia fue retomada en el periodo preconciliar a partir de la teología romántica de Tubinga. Cf. J.A. MÖHLER, La unidad en la Iglesia, Pamplona 1996; orig., Die Einheit in der Kirche, 1825. 3 Cf. supra, capítulo III, 3.3.

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2. Cristianos en el mundo: como el alma en el cuerpo La presencia personal e institucional de la Iglesia en medio de la sociedad también es descrita por el Concilio en términos analógicos con la encarnación. B. Häring, relator del esquema XIII debatido en 1964 (futura GS), propuso el título de la Constitución pastoral que habría de ser definitivo: «La Iglesia en el mundo contemporáneo». El Concilio presenta una Iglesia inmersa en el mundo, de algún modo encarnada en él, según la analogía con la encarnación del Verbo que se hizo usual ya en el preconcilio4. En este sentido, no pueden verse como opuestos Iglesia y mundo, como si se tratara de instancias totalmente independientes, colocadas una frente a la otra. Según la voluntad de Cristo, sus discípulos no están fuera del mundo, aunque ya no le pertenezcan, sino que son enviados a él con un modo nuevo de presencia: el propio del amor con el cual el Hijo mismo ha sido enviado5. A la actividad humana en el mundo se aplica el axioma «la gracia no destruye, sino que supone y perfecciona la naturaleza» (gratia non destruit, sed supponit et perficit naturam). Este principio de la teología de la gracia tiene su fundamento en la misma encarnación del Verbo: las naturalezas humana y divina están unidas en Cristo «sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación» (DH 302); hay que afirmar la integridad de la naturaleza humana asumida por Cristo (cf. DH 556). Este principio ilumina, en primer lugar, el valor objetivo de las actividades terrenas, dotadas de una relativa autonomía. El progreso temporal, al cual contribuye el trabajo de los hombres, no está falto de valor para el crecimiento del Reino, a cuya venida dispone en cierto modo (cf. GS 39). Por ello, también los cristianos han de empeñarse en las tareas temporales, en un esfuerzo de leal colaboración para la construcción de la ciudad secular, según el plan de Dios (cf. LG 36; GS 36; AA 7). Los cristianos han de esforzarse por instaurar la sociedad ordenándola «hacia Dios por Jesucristo» (AA 7; cf. LG 33-34; GS 93). Hablar de una instauración cristiana del orden temporal implica que la autonomía de las realidades terrenas no impide, sino que reclama la referencia al Creador y a los valores trascendentes. Se hace valer así el principio de unidad sin confusión de los órdenes natural y sobrenatural, que

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Cf. B. HÄRING, Relatio (PCPL 218), 3: «Titulus exprimat, quod Ecclesia est in mundo in analogia cum mysterio incarnationis Verbi». Hablar de la «encarnación» de la Iglesia y de los cristianos se hizo una expresión común a partir del movimiento personalista. Cf. C. MOELLER, L’élaboration du schéma XIII. L’Église dans le monde de ce temps, Tournai 1968, 28. 5 Cf. Jn 3,16-17; 17,15-18.

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tiene su clave en la encarnación del Verbo (cf. AA 7)6. La interrelación entre Iglesia y sociedad queda caracterizada como «compenetración (compenetratio) de la ciudad terrestre y la celeste» (GS 40; cf. LG 36). Se trata de la vertiente eclesiológica de este principio de unidad sin confusión de los órdenes natural y sobrenatural. En el fondo, se está intentando dar una respuesta teológica a la nueva situación histórica de una Iglesia en la diáspora de la sociedad secularizada. La Iglesia intenta desempeñar su misión según una cierta reciprocidad con el mundo, en forma de «mutuo intercambio y ayuda», que refleje más fielmente su vocación de servicio7. Además, la relación entre mundo e Iglesia va más allá de una compaginación o colaboración; la Iglesia cumple una función comparable a la del alma en el cuerpo. Una cierta «encarnación» de la Iglesia (no directamente referida al misterio del Verbo encarnado), puede verse sugerida en esta comparación de la carta a Diogneto, citada en LG 38 y GS 40: como el alma en el cuerpo, así los cristianos en la sociedad8. El alma es principio vital. De este modo, ha de esperarse de los cristianos ese «suplemento de alma» que la sociedad contemporánea necesita para la promoción de una vida más humana, fundada en valores auténticos (cf. GS 35)9. De la Iglesia se han de esperar, no primeramente soluciones técnicas para los problemas de la sociedad, sino «luz y fuerzas» que provienen de Cristo, es decir, un nuevo entendimiento y una voluntad liberada para la empresa del bien común (cf. GS 3; 10; 42). Es otro modo de aludir a la Iglesia como alma de la sociedad. Hay que tener en cuenta también el frecuente uso que hace el Concilio de términos que incluyen el concepto de «unión», en relación con la misión evangelizadora de la Iglesia10. En esta perspectiva, la afirmación de GS 22 «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con cada hombre», que ya hemos visto que encierra una analogía con la unión 6

Bajo el lema de Pío X Instaurare omnia in Christo (cf. Ef 1,10) se impulsó el florecimiento del apostolado laical. 7 Cf. F.A. CASTRO, «Gaudium et spes. La Iglesia y la ciudad secular», Vida nueva 2792, 10-16 de marzo de 2012 (pliego), 26. Cf. ID., Cristo y cada hombre, 167-170. 8 Lo que en LG 38 se dice acerca de los cristianos laicos, en GS 40 se dice de toda la Iglesia en su conjunto, remitiendo a la misma cita. Cf. Carta a Diogneto, 6 (PG 2, 1175): «quod est in corpore anima, hoc sunt in mundo christiani». Cf. Mt 13,33; Lc 13,20-21. 9 En este número se remite a una alocución de Pablo VI: «No basta que el hombre crezca en lo que él tiene, hace falta que crezca en lo que él es. Y, para retomar la expresión bien conocida de un filósofo contemporáneo [se refiere a Bergson], lo que más necesita actualmente el gran cuerpo de la humanidad es un “suplemento de alma”». AAS 57 (1965) 232. 10 Cf. F.A. CASTRO, Cristo y cada hombre, 189-202.

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hipostática, está asociada también a una determinada comprensión de la misión eclesial. El lenguaje de unión vendría a significar aquí: la unidad que la Iglesia busca fomentar en el mundo y su actitud de solidaridad hacia todos los hombres (cf. LG 1; GS 1), si bien rechazadas hoy por muchos como indignas de una humanidad emancipada, tienen su razón más radical en el mismo ser del hombre, cuya dignidad solo puede ser comprendida hasta el fondo a partir del misterio de un Dios comunión que ha querido hacerse uno de nosotros para hacernos partícipes de su vida11. Es significativo, en este cuadro, el paralelismo de lo que se afirma en GS 40 de la misión de la Iglesia y lo que se dice en GS 22 acerca de la unión de Cristo con los hombres: la comunidad eclesial marcha unida con toda la humanidad y de alguna manera refleja su luz sobre todo el mundo (cf. Jn 1,9) para sanar, elevar, fortalecer y dar sentido12. Hay una cierta correspondencia entre esta mediación de la Iglesia –solidaria del mundo, con una presencia misteriosamente eficaz en él– y la realidad del Verbo encarnado, el cual, «unido en cierto modo con cada hombre» (GS 22), «obra ya por virtud del Espíritu en los corazones de los hombres» (GS 38) e ilumina los enigmas de su existencia (cf. GS 10; 22). Esta correspondencia se confirma en el primero de los principios que animan la relación entre la Iglesia y el mundo, desarrollado en GS 4113: la Iglesia ayuda a cada persona («singulis hominibus») a descubrir su verdad más profunda y el sentido de su existencia, que han sido revelados en Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, de modo que «quienquiera que siga a Cristo, hombre perfecto, él mismo se hace más hombre» (GS 41; cf. GS 11; 92). 3. Como el Padre me envió, así os envío El Concilio se refiere también en diversos lugares a la encarnación del Verbo con el lenguaje bíblico del envío o la misión del Hijo de Dios, para fundamentar la misión de la Iglesia14. Esta misión prolonga la misión del Hijo, está inserta en su propio dinamismo, que surge del designio revelador y salvador del Padre: «Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros» 11

Cf. F.A. CASTRO, Cristo y cada hombre, 215-231. Se desarrolla aquí la imagen lunar de la Iglesia, que refleja la luz de Cristo, que también aparece en LG 1. Cf. H. DE LUBAC, «La Lumen gentium y los Padres de la Iglesia», en Paradoja y misterio de la Iglesia, 63-114; H. RAHNER, Simboli della Chiesa. L’ecclesiologia dei Padri, Cinisello Balsamo 19952; orig., Symbole der Kirche. Die ekklesiologie der Väter, Salzburg 1964. 13 Hay una clara correspondencia entre GS 41-43 y cada uno de los capítulos anteriores de la I parte, referidos a los aspectos personal, social y de transformación del mundo. La Iglesia ayuda a la persona a realizarse según su dignidad de imagen de Dios, en cada una de sus dimensiones. 14 LG 17; SC 6; CD 1; PO 2; AG 3, 5, 24. 12

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(Jn 20,21; cf. 17,18). Esta analogía, más allá de establecer una similitud, se asienta sobre una relación de causa. El envío del Hijo es, efectivamente, el origen del movimiento que impulsa a la Iglesia a la misión: «Porque Cristo, enviado por el Padre es la fuente y el origen de todo apostolado» (AA 4)15. Otro aspecto del misterio de la encarnación que sustenta la identidad misionera de la Iglesia es que «en Cristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9; cf. LG 7; AG 3). La unicidad y la universalidad de la Iglesia se fundan en la unicidad y universalidad de Cristo. Desde este presupuesto puede entenderse que el mandato misionero sea único y universal. De este modo, la encarnación aparece como fundamento de la catolicidad de la Iglesia, en cuanto depositaria de la plenitud de los bienes salvíficos que provienen de la Pascua de Jesucristo16. Esto explica que haya que entender la encarnación como principio de universalidad, antes que de las necesarias adaptaciones. La universalidad de la actividad misionera de la Iglesia corresponde a la misma naturaleza humana, de la cual Cristo es «principio y modelo», y, por ello, la vertiente humanizadora se integra en el impulso de evangelización: La actividad misional tiene también una conexión íntima con la misma naturaleza humana y sus aspiraciones. Porque manifestando a Cristo, la Iglesia descubre a los hombres la verdad genuina de su condición y de su vocación total, porque Cristo es el principio y el modelo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu pacífico, a la que todos aspiran. Cristo y la Iglesia, que da testimonio de él por la predicación evangélica, trascienden toda particularidad de raza y de nación, y por tanto nadie y en ninguna parte puede ser tenido como extraño (AG 8).

La conciencia de estar enraizado (participar, ingresar) en el propio dinamismo de la misión del Hijo, de su encarnación kenótica, conforma la espiritualidad del misionero. Esta espiritualidad, marcada por una fuerte renuncia, se configura sobre el modelo del Hijo que tomó la forma de esclavo (cf. Flp 2,7). En este modelo se inspira el mismo Pablo, Apóstol de los gentiles, en su voluntad de adaptarse a todos con el fin de ganarlos para Cristo (cf. 1Co 9,22). De aquí toma su fuerza el impulso, también inherente a la misión, de una adaptación y de una multiplicidad de expresiones que enriquecen la catolicidad la Iglesia: 15

Esta expresión es un calco del axioma de la teología trinitaria que se refiere al Padre como «fuente y origen de toda la divinidad» (fons et origo totius divinitatis). Cf. SÍNODO XI DE TOLEDO (675), DH 525. 16 Cf. CEC 830. Una clarificadora intervención del Magisterio a este respecto, en un contexto de pluralidad religiosa, ha sido la declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe. AAS 92 (2000) 742-765.

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El enviado entra en la vida y en la misión de Aquel que «se anonadó tomando la forma de siervo». Por eso debe estar dispuesto a permanecer durante toda su vida en la vocación, a renunciarse a sí mismo y a todo lo que poseía y a «hacerse todo a todos» (AG 24).

4. El evangelio encarnado en las culturas También la relación del evangelio con la diversidad de culturas es caracterizada en el Concilio según una analogía con la encarnación del Verbo. Jesucristo es la Palabra divina que nos comunica el misterio de Dios en lenguaje humano (cf. DV 4)17. Así pues, siendo Jesucristo quien cumple y promulga el evangelio «como fuente de toda verdad salvífica y de la ordenación de las costumbres» (DV 7), no ha de extrañar que la Sagrada Escritura sea comprendida en analogía con el misterio de la encarnación. La Palabra de Dios, vertida en lengua humana, es, al igual que la misma encarnación del Verbo, fruto de la admirable condescendencia de Dios: Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los 18 hombres (DV 13) .

A su vez, el anuncio del evangelio por parte de la Iglesia adopta este modo de encarnación, asumiendo todo lo bueno y verdadero que el Verbo ha sembrado en cada cultura, sin rechazarlo ni aniquilarlo, sin confundirse en sincretismos, sino acomodándose a ello, sanándolo y elevándolo19. 17

«Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, “últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo” (Heb 1,1-2). Pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (cf. Jn 1,1-18); Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, “hombre enviado a los hombres” (Ep. a Diogneto, 7: homo ad homines), “habla palabras de Dios” (Jn 3,34)…» (DV 4). 18 Cf. H. DE LUBAC, «Verbum abbreviatum», en Exegèse medievale, III, Paris 1961, 181-197. Esta analogía, usada por los Santos Padres, ha sido recientemente retomada y desarrollada en su exhortación Verbum Domini por Benedicto XVI. Cf. VD 18. 19 Chenu, aplicando la analogía de la encarnación a la tarea evangelizadora de la Iglesia, llega a hablar de los «signos de los tiempos» como de «las potencias obedenciales para el anuncio evangélico en el mundo actual». M.D. CHENU, «De commercio inter Ecclesiam et mundum secundum constitutionem “Gaudium et spes” (n. 44)», en A. SCHÖNMETZER, ed., Acta Congressus Internationalis de Theologia Concilii Vaticani II, Città del Vaticano 1968, 650. Cf. ID., «I segni dei tempi», en DE RIEDMATTEN, H. – RAHNER, K., La Chiesa nel mondo contemporaneo, 86-102. La noción de encarnación que subyace al comentario de Chenu es típica de Rahner, el cual define la naturaleza humana como «una potencia obedencial para la radical autocomunicación de Dios que se ha realizado en Jesucristo». K. RAHNER, «Potencia obedencial», SM, V, 521.

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Vemos así como la doctrina de los concilios cristológicos se aplica aquí claramente a la evangelización: Ciertamente, a semejanza del plan de la Encarnación, las Iglesias jóvenes, radicadas en Cristo y edificadas sobre el fundamento de los Apóstoles, toman, en intercambio admirable, todas las riquezas de las naciones que han sido dadas a Cristo en herencia (Cf. Sal 2,8) (AG 22). Así pues, todo lo bueno que se halla sembrado en el corazón y en la mente de los hombres, en los propios ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no perece, sino que es purificado, elevado y consumado para gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre (AG 9; cf. GS 58).

Se comprende, teniendo como base esta analogía, que se acuñase el término «in-culturación» (más reciente que los textos conciliares), sobre el de «en-carnación»: de modo análogo a como el Verbo eterno se ha hecho carne, la fe toma cuerpo concreto en un sistema de interpretación del mundo, proyectos colectivos, instituciones, producciones del espíritu humano…20 El concepto de «inculturación», que designa el modo peculiar de interacción del evangelio con las diversas culturas, se convierte en criterio para situarse los cristianos en el actual contexto de convivencia pluricultural y plurirreligiosa. En primer lugar, fomenta una actitud de discernimiento y respeto de los valores auténticos presentes en culturas diversas, signos de la luz universal que tiene a Jesucristo como fuente (cf. Jn 1,9). La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres (NA 2).

La pluralidad existente en las sociedades modernas, además, no constituye óbice para la evangelización, sino una verdadera oportunidad providencial, preparada por Dios mismo en su única economía salvífica manifestada en el Verbo encarnado. Basándose en la teología de los Santos Padres, el Concilio afirma que la «luz» (cf. Jn 1,9) y la «semilla» sembrada por el Logos –el Logos spermatikós de San Justino‒, que es personalmente Jesucristo, han de considerarse «preparación al Evangelio» ‒expresión de Eusebio de Cesarea‒ (LG 16; GS 57). Invocar la encarnación del Verbo 20

Puede leerse un buen resumen del empleo de este concepto en el magisterio reciente, así como sus principales implicaciones, en F. SEBASTIÁN, Evangelizar, Madrid 2010, 111-178. Cf. también, M.P. GALLAGHER, Clashing Symbols, Norwich 20032.

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como sustrato último de la solidaridad humana hace posible incluso el diálogo con el ateísmo (GS 19-22). En tercer lugar, el concepto de inculturación permite que, en su interacción con cada cultura, el evangelio pueda ser transmitido y vivido en formas adaptadas, que enriquecen las manifestaciones de la fe sin menoscabar su valor universal. Merece citar por extenso los pasajes conciliares referidos a este aspecto: Esta [la Iglesia], desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas (GS 44). Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada época. De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la historia en variedad de circunstancias, ha empleado los hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en la vida de la multiforme comunidad de los fieles. Pero al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y las diferentes culturas. La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre en la libertad interior (GS 58).

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Por tanto, pertenece a la ley de la encarnación, instaurada por la venida en carne del Verbo de Dios, que la tarea evangelizadora de la Iglesia se realice por mediación humana y, por ende, pues el ser humano es ser cultural, que las diversas culturas se constituyan en medio de transmisión del Evangelio. De este modo, cada cultura encuentra su propia plenitud y sentido, al ser asumida, sanada y elevada a la condición de portadora de la Palabra de salvación21. 5. Los mismos sentimientos de Cristo La encarnación del Verbo se convierte, asimismo, en modelo de las actitudes del cristiano, según la advertencia del Apóstol que introduce el célebre himno sobre la kénosis o anonadamiento del Hijo de Dios: «Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2,5). Estos sentimientos de Cristo, concretados en una vida de hermandad y servicio (cf. Mc 10, 45; Jn 13,12-17), son signo y estímulo de la comunión de la Iglesia (cf. LG 32), deben presidir la relación entre presbíteros y laicos (cf. PO 9) e invitan a una necesaria conversión de los ministros en pro de la unidad de todos los cristianos (cf. UR 7). El seguimiento de los consejos evangélicos en la vida consagrada, presbiteral o misionera, adquieren todo su sentido como imitación de Cristo pobre y obediente: La Iglesia medita la advertencia del Apóstol, quien, estimulando a los fieles a la caridad, les exhorta a que tengan en sí los mismos sentimientos que tuvo Cristo, el cual «se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo..., hecho obediente hasta la muerte» (Flp 2, 7-8), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8, 9) (LG 42; cf. PO 17; PC 13-14; AG 24).

6. La persona, centro de la sociedad y de la evangelización En GS 27 se halla lo que puede interpretarse como aplicación directa del principio de solidaridad de Cristo con cada ser humano enunciado en GS 22, en favor del respeto de cada persona y la erradicación de las discriminaciones: «el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno debe considerar a su prójimo, sin excepción de nadie, como “otro yo”»; «urge la obligación de hacernos prójimos del hombre, cualquiera que este sea». La afirmación de GS 22 viene a ser la base teológica –apoyada en la enseñanza de los concilios de los primeros siglos de la Iglesia– de la defensa de la dignidad que se hace en este otro número, con alusiones al 21

Véase un desarrollo de estos aspectos en VD 109; 114; 116.

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Nuevo Testamento. Además de la cita implícita del episodio del buen samaritano, que «se hizo prójimo» de quien lo necesitaba (cf. Lc 10,36), destaca la cita de Mt 25,40. La relación de Cristo con cada hombre (particularizado en los más pobres: el anciano abandonado, el inmigrante o exiliado, el hambriento), entendida como cierta identificación, encuentra aquí una base indiscutible: «a mí me lo hicisteis»22. El mismo principio de solidaridad del Verbo con cada ser humano, aplicado aquí a la persona como «principio, sujeto y fin» de toda la sociedad (GS 25), está también en la base de la acción evangelizadora de los cristianos. Como expresó Juan Pablo II, el hombre es «el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión» (RH 13). La caridad con el prójimo es distintiva de nuestro ser cristianos, de nuestro ser Iglesia. La caridad, signo de todo cristiano, tiene por modelo el anonadamiento de la encarnación del Verbo (cf. LG 42). Cristo hizo suyo este mandamiento de caridad para con el prójimo y lo enriqueció con un nuevo sentido, al querer hacerse Él mismo objeto de la caridad con los hermanos, diciendo: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Él, pues, tomando la naturaleza humana, se asoció familiarmente todo el género humano, con una cierta solidaridad sobrenatural, y constituyó la caridad como distintivo de sus discípulos (AA 8; cf. GS 22).

La caridad se manifiesta especialmente en la evangelización de los pobres, signo eminente de la llegada del Reino, y tiene por modelo la caridad de Cristo, que por nosotros se hizo pobre. Esta analogía la presenta el Concilio en LG 8, asociándola así al núcleo mismo de la comprensión del misterio de la Iglesia y de su razón de ser23. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios 22

Cf. Y. CONGAR, «Jalons d’une réflexion sur le mystère des pauvres. Son fondament dans le mystère de Dieu et du Christ», en P. GAUTHIER, «Consolez mon peuple». Le Concile et «l’Église des pauvres, Paris 1965, 307-327. Para un estudio de Mt 25 como ilustración del tema de la «personalidad corporativa» que subyace a las figuras del Hijo del hombre (Dn 7) y del Siervo sufriente (Is 53), cf. H. MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, 120-124. 23 Fue decisiva a este respecto la influencia en el Concilio del grupo llamado «Iglesia de los pobres» que, surgido en el entorno de la espiritualidad de Foucauld (P. Gauthier), contó con la participación de personajes como: Lercaro, Himmer, Gerlier, Hakim, Camara, Maximos IV, Ancel, Montini.... Cf. AS VI/1, 294-298. Cf. G. ALBERIGO, ed., Historia del Concilio Vaticano II, I-V, Salamanca 1999-2007, II, 196-199; III, 153-154; IV, 353-356; M.D. CHENU, «“La Iglesia de los pobres” en el Vaticano II», Conc 13 (1977/2) 73-79.

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humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que 24 estaba perdido» (Lc 19,10) ; así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo (LG 8; cf. AG 3; 5).

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Una referencia a Lc 15,6 habría asociado más claramente la afirmación conciliar al misterio de la encarnación, comparada por Ireneo con la imagen del buen pastor y la oveja perdida. Así aparece en algunos esquemas preparatorios de la Constitución pastoral. Cf. F.A. CASTRO, Cristo y cada hombre, 28, 32, 88. Cf. AH III, 17; 19; V, 12. Cf. RH 13: «Esta es la solicitud del mismo Cristo, el buen Pastor de todos los hombres.»

CONCLUSIÓN

Oportunamente, hemos empezado a hablar de la carne y hemos terminado hablando de la caridad. Carne (del latín caro) y caridad se unen en la realidad del Verbo encarnado, hecho hombre por nuestro amor. Como dice uno de los himnos de laudes, haciendo un juego de palabras con la etimología de «caridad» y refiriéndola a la encarnación: «Caridad que viniste a mi indigencia, / ¡qué bien sabes hablar en mi dialecto!». Efectivamente, en Jesucristo, Verbo encarnado, hecho caro, Dios busca amorosamente al hombre como a la oveja perdida que necesita ser salvada; la caridad de Dios y la indigencia del hombre se encuentran; la carne queda asumida y trascendida por un amor que sana y eleva; el lenguaje humano queda habilitado para hablar del misterio y para anunciarlo como buena noticia que ha de transformar el mundo y encaminarlo a su consumación. Al final de nuestro estudio, podemos concluir que el Concilio Vaticano II ha contribuido de forma decisiva a que la luz del Verbo encarnado esclarezca efectivamente el misterio del hombre y alumbre los pasos de la Iglesia peregrina en esta etapa de su historia. El Concilio enseña que el cristianismo no es en absoluto enemigo de lo humano. Pero tampoco es simplemente un humanismo. La realidad del Verbo encarnado obliga a ver todas las dimensiones del ser humano a su luz. De este modo, la encarnación puede considerarse un principio que informa nuestro modo de ver al hombre (llamado a una dignidad sublime) y la fuente de un modo peculiar de estar en el mundo eclesialmente. Evangelizar implica, como un primer cimiento, una iniciativa de «encarnación», a imagen del movimiento con que Dios ha abrazado a la humanidad al enviar a su Hijo: – Referido a cada persona, el misterio de Cristo es un misterio de unión e identificación que reclama el respeto de la dignidad de cada ser humano, especialmente los más desfavorecidos (cf. GS 22; 27; AA 8). – Referido a la comunidad social, es un misterio de participación que lleva a su perfección el empeño de todas las personas de buena voluntad

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por una convivencia basada en la justicia y la paz entre los hombres (cf. GS 32). – Referido al conjunto de los esfuerzos por construir un mundo más humano, la encarnación del Verbo es un misterio de recapitulación, en el que únicamente encuentra la historia su consumación y su sentido (cf. GS 38). – Aplicado, en fin, a la razón de ser de la Iglesia de Cristo en el mundo, es un misterio de solidaridad que fundamenta la misión evangelizadora de la Iglesia y la cualifica como una contribución esencial a la humanización de la sociedad (cf. GS 1; 40-43). Todo esto implica que la llamada a la comunión con Cristo, si bien es ineludiblemente personal, no puede ser jamás una cuestión privada. La eficacia salvífica universal de la encarnación no se puede circunscribir a lo individual, sino que la integridad de la naturaleza humana asumida por el Verbo incluye también estas otras dimensiones e implica una llamada a contribuir al incremento de su Cuerpo y la llegada de su Reino. En definitiva, puede decirse que el cristianismo es, en el sentido apuntado por el principio de encarnación, la asunción y la elevación del humanismo. Se hace urgente proponerlo como buena noticia para el hombre, cuando hoy se predica por doquier la disolución del sujeto y el escepticismo respecto a su destino. Merece la pena poner en el centro de nuestra preocupación y de nuestro empeño eclesial a la persona, pues para Dios mismo ha merecido la pena comprometerse hasta el extremo con el ser humano, haciéndose uno con él en Jesucristo, de manera irrevocable y salvadora.

ANEXO

La encarnación del Verbo en la Tradición de la Iglesia

El Concilio Vaticano II cita diversos textos de la Tradición que ilustran el pensamiento cristiano de los primeros siglos acerca de la encarnación del Verbo y su valor salvífico. Dos son los lugares donde la cuestión se trata de modo más directo: en la Constitución pastoral (GS 22) y en el decreto sobre la actividad misionera (AG 3). GS 22 cita a Tertuliano y los concilios de Calcedonia y de Constantinopla II y III: «Lo que el barro representaba era a Cristo, el hombre que había de venir» (TERTULIANO, De carnis resurrectione, 6; PL 2, 282). «Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación» (CONCILIO DE CALCEDONIA, DH 302). «Ni el Verbo se transformó en la naturaleza de la carne, ni la carne pasó a la naturaleza del Verbo» (CONCILIO DE CONSTANTINOPLA II, DH 428). «Su carne animada santísima e inmaculada no por estar divinizada quedó suprimida, sino que permaneció en su propio término y razón» (CONCILIO DE CONSTANTINOPLA III, DH 556).

AG 3 remite a otros pasajes de la literatura cristiana de los primeros siglos: «Lo que el cuerpo humano del Verbo padecía, esto mismo el Verbo que se había unido al cuerpo lo refería a sí, para que nosotros pudiéramos ser hechos partícipes de la divinidad del Verbo» (SAN ATANASIO, Epístola a Epicteto: PG 26,1060). «Así pues, cree que este, el Hijo Unigénito de Dios, por nuestros pecados descendió de los cielos a la tierra, asumiendo esta humanidad con

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los mismos afectos nuestros; y que nació de la Santa Virgen y el Santo Espíritu, no según opinión y apariencia, sino de verdad» (CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis, 4,3: PG 33,465). «Así pues, asumido el hombre entero, ha sido asumido y liberado; pues en este [Jesucristo] han sido todas las cosas, toda carne, toda alma, y en la cruz han sufrido y han sido purgadas para la salvación» (MARIO VICTORINO, Contra Arrio, 3,3: PL 8,1101). «Así pues, si no vino en la carne del Señor, el Redentor no dio por nosotros el precio a la muerte, ni atajó el reinado de la muerte a través de sí mismo. Pues si fuera otra cosa lo que había sido sometido al imperio de la muerte, otra cosa lo asumido por el Señor: no habría cesado de hacer la muerte lo que le es propio, ni habrían sido en nuestro beneficio los padecimientos de la carne deífera; no habría aniquilado el pecado en la carne; no habríamos sido vivificados en Cristo los que habíamos muerto en Adán; no habría sido reparado lo arruinado, ni restaurado lo roto; no habría sido unido a Dios lo que la serpiente con engaño había separado. Todas estas cosas eliminan los que dicen que el Señor vino teniendo un cuerpo celeste» (SAN BASILIO, Epístola 261,2: PG 32, 969). «Si alguien dijese que la santa carne está ahora depositada [en el sepulcro] y que la divinidad está desnuda y vacía de cuerpo, y que no está ni habrá de venir con la carne asumida, que no vea la gloria de su venida» (SAN GREGORIO NACIANCENO, Epístola 101: PG 37,181). «El Dios Unigénito, al separar por su propio poder su alma del cuerpo, y al unirla de nuevo con el cuerpo, resucitó al hombre con él conmixto; y con ese pacto se lleva a cabo la salvación de toda nuestra naturaleza, por lo cual se llama autor y príncipe de la vida; pues por él que por nosotros sufrió la muerte y resucitó, Dios Unigénito reconcilió al mundo consigo, a todos los que con él comulgamos en la carne y la sangre, como redimiendo a unos cautivos con la propia sangre que es de su naturaleza y de la nuestra; pues a esto parece referirse el Apóstol cuando dice que por él, por su sangre, hemos recibido la redención y por su carne la remisión de los pecados (Ef 1,7)» (SAN GREGORIO DE NISA, Antirrheticus contra Apolinar, 17: PG 45,1156). «Ya que confesamos que en la forma de Dios nada le faltaba de la divina naturaleza y plenitud, así tampoco le faltó nada en la forma de hombre por lo que se le juzgara hombre imperfecto. Él vino para salvar al hombre entero. Y no convenía que quien había consumado en otras cosas una obra perfecta permitiera que hubiera en sí esta imperfección. Si, pues, algo le faltó, no redimió todo; si no redimió todo, consiguientemente fracasó quien dijo haber venido para salvar al hombre entero. Pero como “a Dios le es imposible mentir” (Heb 6,18), no fracasó. Luego como vino para redimir y salvar la totalidad, ciertamente recibió todo lo que

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pertenecía a la perfección humana» (SAN AMBROSIO, Epístola 48,5: PL 16,1153). «Decía que Cristo es el Verbo y que Cristo es el Verbo de Dios y que Cristo es el Verbo que es Dios; pero Cristo no es solo el Verbo, porque “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Luego Cristo es tanto el Verbo como la carne; pues “siendo en forma de Dios, no consideró como botín el ser igual a Dios”; ¿Y cómo nosotros, en cambio, que débiles y arrastrándonos por el suelo no podíamos alcanzar a Dios, íbamos a ser abandonados? En absoluto. “Se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo” (Flp 2,6-7), no perdiendo la forma de Dios. Se hizo hombre quien era Dios, tomando lo que no era, no perdiendo lo que era: así se ha hecho hombre Dios. Ahí tienes algo por tu debilidad, ahí tienes algo por tu perfección: que te levante Cristo siendo hombre, que te guíe siendo hombre-Dios, que te conduzca hacia lo que Dios es. Y toda la predicación y dispensación por Cristo es esta, hermanos, y no otra: que resurjan las almas y resurjan también los cuerpos. En verdad, ambos estaban muertos, el cuerpo por su debilidad y el alma por su iniquidad. Porque ambos estaban muertos, resurjan ambos. ¿Cómo ambos? El alma y el cuerpo. ¿Por qué el alma sino por Cristo Dios? ¿Por qué el cuerpo sino por Cristo hombre? Pues en Cristo había también un alma humana, un alma entera; no solo un alma irracional, sino también racional, que se llama mente» (SAN AGUSTÍN, Comentario al evangelio según San Juan, 23,6: PL 35,1585). «Así intentan convencer de que el Hijo de Dios no nació de mujer: porque si había de mostrarse a los ojos carnales, pudo, dicen, asumir un cuerpo como el Espíritu Santo. Pues tampoco aquella paloma nació de un huevo, dicen, y, sin embargo, pudo aparecer a los ojos humanos. A estos se debe responder, primero, que el Espíritu se apareció a Juan en especie de paloma lo leemos en el mismo lugar donde también leemos que Cristo nació de mujer; y no conviene creer el evangelio en parte sí y en parte no. ¿Crees que se puede demostrar que el Espíritu Santo bajó en forma de paloma si no lo has leído en el evangelio? Por tanto, también yo creo que Cristo ha nacido de una virgen, porque lo leí en el evangelio» (SAN AGUSTÍN, La agonía de Cristo, 22,24: PL 40,302). «Si niegas que la naturaleza del Verbo sea de la descendencia de la carne, y te escapas así de la acusación, ¿cómo, pues, afirmas que la santa Virgen ha dado a luz a Dios? Pero esto se entenderá por nosotros al contrario: La Escritura divinamente inspirada dice que aquel Verbo de Dios Padre se ha hecho carne, es decir, que se ha unido sin confusión y según la hipóstasis a la carne; y así no le era extraño el cuerpo a él unido y nacido de mujer, sino como está a cada uno de nosotros su propio cuerpo, del mismo modo también el cuerpo del Unigénito le era propio y no de

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otro. Así en verdad se ha hecho también según la carne» (SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Contra Nestorio, I,1: PG 76,20). «Si el Verbo Dios se hubiera hecho carne en la Virgen, suponiendo que no se hizo de ella, sin duda el mismo Dios no tendría la sustancia de la carne de su madre, y el suyo habría sido un tránsito a través de la Virgen, y así el sacramento del mediador no nos aprovecharía para la salvación, ni Cristo el Hijo de Dios uniría sin confusión en sí la plena verdad de la sustancia humana y divina» (SAN FULGENCIO, Epístola 17,3,5: PL 65,454). «Ahora debemos mostrar que la pasión de la tristeza, de la pena, del tedio y del temor pertenecen propiamente a la sustancia del alma; para que en lo que los ingratos de la gracia de Cristo desean aplicar a su pasión aparezca qué es lo propio de la naturaleza de cada cosa y reconozcan más en ello la clemencia invicta y admirable del Señor; cuando hayamos probado que la sustancia del alma y de la carne, recibida con sus pasiones por Dios para que, igual que, salvo el estado de la impasibilidad divina, por la aceptación voluntaria de la muerte en su carne se conoce que ha matado nuestra muerte, así por la aceptación voluntaria de la tristeza y el temor se conozca que ha recibido un alma racional con sus pasiones, para dignarse a liberar nuestras almas de todas sus pasiones» (SAN FULGENCIO, A Trasimundo III,21: PL 65,284).

Para el desarrollo de la doctrina de la encarnación en los primeros siglos de la Iglesia y su interpretación, pueden consultarse los manuales de Cristología y diversas obras especializadas. He aquí una selección: GONZÁLEZ DE CARDEDAL, O., Cristología, Madrid 2001, 175-291. GRILLMEIER, A., Christ in Christian Tradition. I. From the Apostolic Age to Chalcedon (451), Atlanta 19752. GRILLMEIER, A. – BACHT, H., ed., Das Konzil von Chalkedon, I-III, Würzburg 1951-1954. KELLY, J.N.D., Primitivos credos cristianos, Salamanca 1980; orig., Early Christian Creeds, London 19723. , Early Christian Doctrines, London-New York 19855. LADARIA, L.F., «La recente interpretazione della definizione di Calcedonia», Path 2 (2003) 321-340. LEONARDI, C., ed., Il Cristo. III. Testi teologici e spirituali in lingua latina da Agostino ad Anselmo di Canterbury, Milano 20094. LIÉBAERT, J., L'Incarnation. Des origines à Chalcédoine, Paris 1966. ORBE, A. – SIMONETTI, M., ed., Il Cristo. I. Testi teologici e spirituali dal I al IV secolo, Milano 20097.

ANEXO

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SESBOÜÉ, B., ed., Historia de los dogmas. I. El Dios de la salvación, Salamanca 1995. SIMONETTI, M., ed., Testi teologici e spirituali in lingua greca dal IV al VII secolo, Milano 20096. SMULDERS, P., «Desarrollo de la cristología en la historia de los dogmas y en el magisterio eclesiástico», MySal III/1, 415-503. WINLING, R. Noël et le mystère de l’incarnation, Paris 2010.

NOTA BIBLIOGRÁFICA. HISTORIA, INTERPRETACIÓN Y RECEPCIÓN DEL CONCILIO VATICANO II

La recepción del Concilio pasa por el conocimiento concreto de los documentos que de él emanaron. Es recomendable tener a mano una edición de sus textos o, al menos, poder leerlos en la página oficial de la Santa Sede: www. vatican.va. Para estudiarlos a fondo se hace imprescindible remitirse a la versión típica latina. CONCILIO

ECUMÉNICO VATICANO II, Constituciones. Decretos. Declaraciones. Edición bilingüe patrocinada por la Conferencia Episcopal Española, Madrid 20002.

Una correcta interpretación de los textos conciliares no debe pasar por alto la historia de su redacción. La atención a este aspecto, a través de las actas, el testimonio de peritos y padres conciliares, los sucesivos esbozos de los documentos..., aclara muchas cuestiones acerca de la intención significativa que subyace a los textos. No puede olvidarse la consulta de las actas conciliares, ya publicadas en su integridad: Acta et Documenta Concilio Oecumenico Vaticano II apparando. Series I (antepreparatoria), I-IV, Città del Vaticano 1960-1961. Acta et Documenta Concilio Oecumenico Vaticano II apparando. Series II (preparatoria), I-III, Città del Vaticano 1964-1969. Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, I-VI, Città del Vaticano 1970-1998. Los estudios sobre la historia del Concilio se han multiplicado en los últimos años. Hay que destacar la labor realizada por la Fondazione per le scienze religiose Giovanni XXIII, con sede en Bolonia. Fruto del esfuerzo de este equipo de investigadores es la obra dirigida por Giuseppe Alberigo sobre la historia del Concilio.

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ALBERIGO, G., ed., Historia del Concilio Vaticano II, I-V, LeuvenSalamanca 1999-2007; orig., Storia del Concilio Vaticano II, I-V, Leuven-Bologna 1995-2001. Una visión alternativa del análisis histórico de los boloñeses intenta ofrecerlo, con resultados aún limitados, otro equipo de estudiosos, con Mons. Agostino Marchetto al frente. MARCHETTO, A., El Concilio Ecuménico Vaticano II. Contrapunto para su historia, Valencia 2008; orig., Il Concilio Ecumenico Vaticano II. Contrappunto per la sua storia, Città del Vaticano 2005. Ya los primeros comentarios de los textos conciliares dieron importancia al proceso de redacción, dedicando un amplio espacio al tema. De los comentarios, baste citar los estudios más exhaustivos e influyentes del inmediato postconcilio, en los cuales participaron algunos de los peritos encargados de la redacción de los esquemas: BARAÚNA, G., ed., La sacra liturgia rinnovata dal Concilio. Studi e commenti intorno alla Costituzione liturgica del Concilio Ecumenico Vaticano II, Torino 1964. ————, La Chiesa del Vaticano II. Studi e commenti intorno alla Costituzione dommatica Lumen Gentium, Firenze 1965; trad. española, La Iglesia del Vaticano II. Estudios en torno a la constitución conciliar sobre la Iglesia, Barcelona 1966. ————, La Chiesa nel mondo di oggi. Studi e commenti intorno alla Costituzione pastorale Gaudium et spes, Firenze 1966; trad. española, La Iglesia en el mundo de hoy. Estudios y comentarios a la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, Madrid 1967. CONGAR, Y.M. – PEUCHMAURD, M., ed., L’eglise dans le monde de ce temps, I-III, Paris 1967; trad. española, La Iglesia en el mundo de hoy. Constitución pastoral “Gaudium et Spes”, IIII, Madrid 1970. DUPUY, B.D. – al, La Révélation divine. Constitution dogmatique "Dei Verbum", I-II, Paris 1968; trad. española, La Revelación divina. Constitución Dogmática "Dei Verbum", I-II, Madrid 1970. DE RIEDMATTEN, H. – RAHNER, K., ed., La Chiesa nel mondo contemporaneo. Commento alla costituzione “Gaudium et Spes”, Brescia 1966.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

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VORGRIMLER, H., ed., Das zweite Vatikanische Konzil. Dokumente und Kommentare, LThK2.E, I-III, Freiburg-Basel-Wien, 19661968. Acerca de la recepción del Vaticano II, la bibliografía es amplísima, y aún habrá de aumentar en los próximos meses, cuando se conmemora el cincuentenario de su inauguración. El aspecto de la recepción tiende a quedar integrado como momento de la interpretación en los últimos comentarios de los documentos conciliares. Hay que destacar el publicado recientemente por Herder. HÜNERMANN, P. – HILBERATH, B.J., ed., Herders theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil, I-V, Freiburg-Basel-Wien 2004-2006. He aquí algunas otras publicaciones significativas sobre la cuestión: ALBERIGO, G. – JOSSUA, J.P., ed., La réception de Vatican II, Paris 1985. BORDEYNE, P. – VILLEMIN, L., ed., Vatican II et la théologie. Perspectives pour le XXIe siècle, Paris 2006. FISICHELLA, R., ed., Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualità alla luce del Giubileo, Cinisello Balsamo 2000. FLORISTÁN, C. – TAMAYO, J.J ed., El Concilio Vaticano II, veinte años después, Madrid 1985. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, O., «La recepción del Concilio en España», en Communio I (2006) 51-75. La recepción del Vaticano II, Teología y catequesis (Universidad de San Dámaso) 121 (2012). LATOURELLE, R., ed., Vaticano II: balance y perspectivas, Salamanca 1989. MELLONI, A. – RUGGIERI, G., ed., Chi ha paura del Vaticano II?, Roma 2009. RATZINGER, J., Problemi e risultati del Concilio Vaticano II, Brescia 1967. ROUTHIER, G., Vatican II. Herméneutique et réception, Montréal 2006. RUSH, O., Still Interpreting Vatican II. Some Hermeneutical Principles, New York-Mahwah 2004. SESBOÜÉ, B., ed., Historia de los dogmas, IV, Salamanca 1997, 373-402; 471-484. THÉOBALD, C., La Réception du Concile Vatican II. I. Accéder à la source, Paris 2009. WOJTYLA, K., La renovación en sus fuentes, Madrid 1982.

LISTA DE ABREVIATURAS

AA

Apostolicam actuositatem. Decreto sobre el apostolado de los seglares

AAS

Actae Apostolicae Sedis

AG

Ad gentes. Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia

AH

SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses.

al.

alii (otros autores)

AmiCl

L’Ami du Clergé

AS

Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II

Cath

Catholica

CD

Christus Dominus. Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos

CEC

Catecismo de la Iglesia Católica

Cf., cf.

confer (compare, consulte)

CFT

FRIES, H., ed., Conceptos fundamentales de la teología, I-IV, Madrid 1967.

CG

SANTO TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentiles.

cit.

citado

Conc

Concilium

DCVS

GAROFALO, S., ed., Dizionario del Concilio ecumenico Vaticano Secondo, Roma 1969.

DENT

BALZ, H. – SCHNEIDER, G., ed., Diccionario exegético del Nuevo Testamento, I-II, Salamanca 1996-1998.

DH

Dignitatis humanae. Declaración sobre la libertad religiosa

78

LA LUZ DEL VERBO ENCARNADO

DH

DENZINGER, H. – HÜNERMANN, P., El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Barcelona, 20002.

DT

Divus Thomas

DThC

Dictionnaire de Théologie Catholique, I-XV, Paris 1902-1950.

DV

Dei Verbum. Constitución dogmática sobre la divina revelación

ed.

editor, coordinador

EE

Estudios Eclesiásticos

ET

K. RAHNER, Escritos de teología

EV

LORA, E. – TESTACCI, B., ed., Enchiridion Vaticanum, I-XXIV, Bologna 1977-2009.

GE

Gravissimum educationis. Declaración sobre la educación cristiana

Greg

Gregorianum

GS

Gaudium et spes. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual

ibid.

ibidem (el mismo lugar)

ID.

idem (el mismo autor)

KTW

RAHNER, K. – VORGRIMLER, H., Kleines theologisches Wörterbuch, Freiburg 197610.

LG

Lumen gentium. Constitución dogmática sobre la Iglesia

LThK2

HÖFER, J. – RAHNER, K., ed., Lexikon für Theologie und Kirche, I-X, Freiburg 1957-1965.

MySal

FEINER, J. – LÖHRER, M., ed., Mysterium Salutis. Manual de teología como historia de la salvación, I-V, Madrid 1969-1984.

NDT

BARBAGLIO, G. – DIANICH, S., Nuevo Diccionario de Teología, I-II, Madrid 1982.

NRTh

Nouvelle Revue Théologique

orig.

edición en lengua original

PC

Perfectae caritatis. Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa

PCPL

Archivo de documentos de la Comisión mixta preparatorios de la redacción del esquema XIII, recopilados por Mons. Guano y custodiados en la sede del Pontificio Consejo para los Laicos

PG

J.P. MIGNE, ed., Patrologia graeca.

PL

J.P. MIGNE, ed., Patrologia latina.

ABREVIATURAS

79

PO

Presbyterorum ordinis. Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros

RdT

Rassegna di Teologia

RH

JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptor hominis.

RScR

Recherches de Science Religieuse

RSPhTh

Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques

SC

Sacrosanctum Concilium. Constitución sobre la sagrada liturgia

ScCatt

La Scuola Cattolica

SM

RAHNER, K. – al, ed., Sacramentum Mundi. Enciclopedia teológica, I-VI, Barcelona 1972-1976.

ss.

siguientes

STh

SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae.

TD

H.U. VON BALTHASAR, Teodramática.

trad.

traducción

TTB

PENNA, R. – PEREGO, G. – RAVASI, G., Temi teologici della Bibbia, Cinisello Balsamo 2010.

UR

Unitatis redintegratio. Decreto sobre el ecumenismo

VD

BENEDICTO XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN .................................................................................................................. 3

CAPÍTULO I: El misterio de la encarnación en la recepción conciliar ............................. 5 1. El Concilio medio siglo después: hermenéutica y recepción ................................... 5 2. Objeciones a la centralidad de la encarnación.......................................................... 6 3. Rescatar el principio de encarnación ........................................................................ 8

CAPÍTULO II: Presupuestos del Concilio Vaticano II ....................................................... 9 1. Antropocentrismo y cristocentrismo ........................................................................ 9 2. La encarnación en el pensamiento previo al Concilio............................................ 12 2.1 Existencialismo personalista cristiano............................................................. 12 2.2 Estudios patrísticos e históricos....................................................................... 14 2.3 Tomismo existencial........................................................................................ 15 2.4 Obra de Karl Rahner........................................................................................ 15 2.5 Cosmovisión evolutiva .................................................................................... 16 2.6 Diálogo ecuménico .......................................................................................... 17 2.7 Teología de las realidades temporales ............................................................. 18 2.8 Proyecto teológico de H.U. von Balthasar ...................................................... 19 2.9 Magisterio de Pío XII ...................................................................................... 19 3. Hacia una antropología integral y cristocéntrica .................................................... 20 3.1 El hombre dual ................................................................................................ 20 3.2 El hombre imaginario ...................................................................................... 21

CAPÍTULO III: Encarnación: salvación de la carne........................................................ 23 1. Uno en alma y cuerpo............................................................................................. 23 2. La debilidad de la carne.......................................................................................... 25

82

LA LUZ DEL VERBO ENCARNADO

3. Carne asumida, carne salvada................................................................................. 26 3.1 Lenguaje de encarnación ................................................................................. 27 3.2 Caro cardo salutis ........................................................................................... 28 3.3 La carne salvada, lugar y mediación de vida nueva ........................................ 29

CAPÍTULO IV: Analogías de la encarnación (1): Jesucristo y el hombre ...................... 33 1. La encarnación del Verbo como principio antropológico ...................................... 34 2. La encarnación y la dignidad de cada persona (GS 22b) ....................................... 35 2.1 La solidaridad del Verbo encarnado................................................................ 35 2.2 «Unidos» a Cristo ............................................................................................ 40 2.3 Perfil cristocéntrico de la dignidad humana .................................................... 45 3. Sociedad, mundo e historia a la luz del Verbo encarnado...................................... 49 3.1 Cristo y la comunidad de los hombres (GS 32)............................................... 49 3.2 Cristo y la actividad humana en el mundo (GS 38)......................................... 51 3.3 Cristo, alfa y omega (GS 45) ........................................................................... 52

CAPÍTULO V: Analogías de la encarnación (2): Jesucristo y la Iglesia......................... 53 1. La Iglesia, Cuerpo de Cristo ................................................................................... 53 2. Cristianos en el mundo: como el alma en el cuerpo ............................................... 55 3. Como el Padre me envió, así os envío.................................................................... 57 4. El evangelio encarnado en las culturas................................................................... 59 5. Los mismos sentimientos de Cristo ........................................................................ 62 6. La persona, centro de la sociedad y de la evangelización ...................................... 62

CONCLUSIÓN ................................................................................................................... 65

ANEXO: La encarnación del Verbo en la Tradición de la Iglesia ................................. 67

NOTA BIBLIOGRÁFICA: Historia, interpretación y recepción del Concilio Vaticano II.. 73

LISTA DE ABREVIATURAS ................................................................................................ 77

ÍNDICE ............................................................................................................................. 81

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