La Libertad de Expresión como Significante Vacío: ¿Es posible pensar una democratización de las comunicaciones en la era del Mass Media Business?

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La Libertad de Expresión como Significante Vacío: ¿Es posible pensar una democratización de las comunicaciones en la era del Mass Media Business? Cristián Rustom M.

“Freedom of the press belongs to those who own one” —A. J. Liebling

I La libertad de expresión es uno de los valores ético-políticos por excelencia del pensamiento moderno. Es el canal conceptual normativo a través del cual es posible contestar discursivamente los méritos y los desméritos de la ejecución del poder institucional del soberano. Ciertamente, dicha contestación estaba sujeta a serias limitaciones en el período inmediatamente anterior a lo que Laclau y Mouffe (2001: 155) denominan la lógica de la revolución democrática. Pero una vez que ésta se pone en marcha tras la Revolución Francesa, la libertad de expresión pasa a ser la apelación más fundamental de un orden político pluralista y democrático, el derecho civil más básico y elemental de la democracia, el reconocimiento del efecto que tiene sobre la ciudadanía el discurso público y la libre circulación de ideas a través de la sociedad. Una vez que ocurre la ruptura que da inicio a la revolución democrática, esto es, una vez desechado el fundamento político del Ancien Régime, la libertad de expresión queda aceptada en el ideario político moderno como uno de sus valores centrales. No obstante, la condición para que esto sea así es la inestabilidad del concepto mismo: la libertad de expresión como concepto está lejos de ser neutral. En efecto, para que el concepto se justifique filosóficamente, pero por sobre todo, para que logre movilizar políticamente, debemos necesariamente comenzar por discutir el elemento proteico del concepto « libertad de expresión », dado que la movilización en cuestión deviene en la posibilidad de ir hacia direcciones que incluso pueden ser completamente opuestas. En este sentido, es preciso, de cierta manera, deconstruir el concepto para destapar su alegada neutralidad operativa. Por este motivo, teniendo en cuenta la „Teoría de la Hegemonía‟ de Laclau y Mouffe, y asumiendo como premisa la idea de Foucault (1996: 31-32, 59; 2001: 34) de que la existencia del discurso es indisociable de las relaciones de poder que lo constituyen y que lo legitiman dentro de un cierto régimen de verdad, a lo largo del presente ensayo argumentaré que la libertad de expresión es un significante vacío, esto es, es un concepto que



Cientista político, Pontificia Universidad Católica de Chile.

tiene aparejado de forma inherente una tensión entre su pretensión de validez universal —como epicentro de un régimen político que valora a la libertad— y su simultánea construcción discursiva que se asienta dentro de un marco de poder históricamente determinado, lo cual lo convierte, bajo ciertas condiciones, en un concepto hegemónico. En términos simples, es un valor ético-político cuya indeterminación semántica lo convierte en un campo abierto de disputa política, el cual concierne al modo en que su cristalización en forma de particularidad se concibe y se instala como discurso público, así como también se relaciona con las diferentes posibilidades y restricciones que permite de acuerdo a dichas configuraciones particulares del concepto. Se trata de una disputa que primero es semántica, pero que tiene efectos sobre los discursos que produce, sobre los idearios que moviliza, sobre el campo simbólico que construye, y sobre las relaciones de poder que puede modificar (o mantener) dentro de la sociedad. Es así que podemos dilucidar que estamos ante la presencia de un concepto polisémico cuya especificidad únicamente puede darse a través de una acción discursivo-performativa. En el devenir de dicha interpretación, que en sí mismo es un acto de poder, es que surge un desacuerdo. Como sostiene Rancière (1996: 8), el desacuerdo surge no porque desde un lado del debate se diga « blanco » y desde el otro lado « negro », sino que porque ambos bandos dicen « blanco », pero con ello quieren decir cosas completamente opuestas. Existe así una suerte de conflicto dentro del consenso, que es justamente algo que tiene valor en sí mismo para la teoría democrática agonista de Mouffe, donde el consenso democrático se concibe no en términos de una representación de la sociedad como ente orgánico, sino que como la posibilidad de expresar intereses y valores en conflicto (1999: 746). Volviendo a Rancière, afirmar « blanco », en este sentido, es afirmar un significante vacío que a priori es indecidible, pero que puesto en perspectiva discursivo-performativa queda sujeto a un criterio de especificidad que le otorga el carácter de convertirse en un concepto movilizable políticamente. En resumen, la delimitación específica de un concepto, en tanto operación discursiva, nunca es neutral. Ésta siempre viene acompañada de una performatividad que le es inherente en el camino por ser aprehensible como discurso público. Con estas premisas en mente, pensar la libertad de expresión como un significante vacío nos abre la posibilidad de considerar la existencia de un discurso hegemónico con respecto al concepto mismo, lo cual conforma la segunda parte de mi propuesta. Dicho discurso, que podemos identificar a grandes rasgos con autores como Berlin, Hayek, Friedman y Nozick, y que 2

llamaremos a lo largo de este trabajo discurso liberal-conservador,1 realiza justamente la inversión de lo que venimos diciendo que sostiene cuál es el valor fundamental de la libertad de expresión en tanto elemento ético-político de la modernidad: su vinculación a un orden democrático. Es decir, el discurso hegemónico que existe con respecto a la libertad de expresión desvincula « libertad » de « democracia ». Si la libertad de expresión queda desvinculada de la democracia, la consecuencia inmediata es que la libertad de expresión valdrá únicamente por la capacidad de promover la auto-expresión individual, pero (1) no será capaz de erigirse como el baluarte del ejercicio del poder popular en el sistema político, y (2) se convertirá en un punto ciego que no se podrá hacer cargo de la existencia de un mercado de medios masivos de comunicación (MMC) altamente concentrados y oligopólicos que pone en serio riesgo el pluralismo político. Si, siguiendo a Mouffe (1996: 246), el valor de la democracia es que permite expresar la pluralidad de lo social,2 y que la segunda es una categoría axiológica de la primera, entonces el concepto hegemónico de la libertad de expresión únicamente contribuirá a lo que Wendy Brown denomina la des-democratización de la sociedad (2011: 46). En este ensayo, me detendré sobre todo en el punto (2), ya que es necesario recalcar la importancia que tienen los MMC como canales de información hacia la ciudadanía en un régimen democrático. El hecho de que construyan sentido nos habla de su centralidad para el funcionamiento de la democracia, pues serán los puntos privilegiados de acceso a los diferentes discursos que existen dentro de una sociedad plural. Asimismo, la constatación de la concentración de la propiedad de los medios debería decirnos algo acerca de cómo los valores sociales hegemónicos encuentran una manera de reproducirse a sí mismos y perpetuarse como tales. Trataré entonces de conectar la lógica del funcionamiento de los MMC con la libertad de expresión en tanto discurso performativo para responder la siguiente pregunta: ¿existe otra forma de pensar la libertad de expresión que se re-vincule con la democracia?

II La clave de la vacuidad (1): desestabilizar el concepto La libertad de expresión es instrumental en el devenir de la democracia, como han argumentado algunos de sus más grandes defensores —como Alexander Meikeljohn—, y su principal manifestación ocurre a través de la industria cultural, sobre todo en la prensa, ya sea escrita o audiovisual.3 De ahí que « libertad de expresión » sea prácticamente un sinónimo de « libertad de 3

prensa ». A su vez, la prensa no solamente es un poder productivo en el más puro sentido foucaultiano del término, sino que además es un poder re-productivo de ciertas condiciones diferenciales de la sociedad. No por nada Althusser (1971) caracterizaba a los MMC como « aparatos ideológicos del Estado », en el sentido que son instituciones funcionales de la reproducción ideológica de la legitimidad de la clase dominante dentro de la sociedad capitalista.4 Los MMC producen sentido y con ello existe un ejercicio de hegemonía cultural, esto es, son entidades que producen y re-producen un cierto régimen de verdad. Lo importante a efectos de este ensayo es que el concepto mismo « libertad de expresión » es quien dispara dicho régimen, dependiendo de cómo se articule con otras cadenas de significantes. No obstante lo anterior, pareciese ser que el término en cuestión tiene un significado bastante determinado. Después de todo, ¿no es el caso —nuestro caso— que todos los discursos democráticos (sean populistas, de derecha, de izquierda, de centro-izquierda, etc.) están a favor de la libertad de expresión? ¿No dijimos acaso al principio que es el valor ético-político par excellence de la modernidad política? ¿No es, entonces, uno de sus fundamentos, y en tal sentido, un elemento de consenso para el pluralismo de una sociedad democrática? Ese es justamente el punto. Sarkozy marcha indignado por la libertad de expresión tras los atentados contra Charlie Hebdo. El Front National culpa a los musulmanes de no comprometerse con la libertad de expresión. En los ‟80, EE.UU. retiró su apoyo financiero a la Unesco alegando proteger la libertad de expresión frente al informe McBride, que pedía repensar la arquitectura económica sobre la cual operaban los MMC para corregir las asimetrías de información a nivel global… informe que era justamente una apelación a favor de la libertad de expresión.5 En Argentina la implementación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (conocida como Ley de Medios) tuvo una confrontación pública por más de cuatro años entre el gobierno, que alegaba defender la libertad de expresión en contra de los grupos empresariales de medios, y el grupo Clarín —principalmente—, que entre 2009 y 2013 recurrió a medidas cautelares para que la ley no se implementara sobre su conglomerado de propiedades, mientras que alegaba que la Ley de Medios atropellaba la libertad de expresión. ¿Defendemos “cualquier cosa” cuando decimos defender la libertad de expresión? Ciertamente no. Pero tampoco podemos decir que defendemos lo mismo, y los ejemplos anteriores ilustran que el concepto no es unívoco, sino que más bien es polisémico y puede constituirse en las más diversas formas.

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De acuerdo a lo anterior, constatar la concentración del mercado de los MMC es menos importante que constatar que aquello repercute en la cantidad y la disponibilidad de información para la ciudadanía. Siguiendo a Fiss, “a efectos constitucionales, el mercado relevante es el informativo, el dominio a partir del cual el público indaga acerca del mundo que yace más allá de su experiencia inmediata.” (1996: 53) Fiss tiene razón en plantear, acto seguido, que no existe un monopolio de los MMC, pero en cambio que sí existen fuerzas dominantes que moldean la opinión pública (ibíd.) y, en términos de Laclau y Mouffe, generan una hegemonía discursiva que además es reproductiva de sí misma. No estamos afirmando acá nada del otro mundo. Únicamente estamos diciendo que las interpretaciones de los conceptos ético-políticos de una sociedad democrática pasan por operaciones discursivas en pugna por hegemonizar un concepto dado. De hecho, Owen Fiss ya nos da una pista acerca de esto al plantear que existen dos teorías del discurso frente a la interpretación de la 1ª Enmienda de la Constitución de los EE.UU —la cual versa sobre la libertad de consciencia y expresión: por una parte, una doctrina que defiende valores colectivos, a la que llama « teoría democrática », y por otra una que defiende valores individuales, a la que llama « teoría libertaria » (que es afín al discurso hegemónico liberalconservador al cual nos referimos más arriba). La primera defiende el valor de la soberanía popular —entendida como autodeterminación colectiva—; la segunda, el valor de la autoexpresión individual (ibíd.: 2-3). Es decir, ambas interpretan, y construyen discursivamente, la especificidad del concepto « libertad de expresión ». Por lo tanto, dependiendo de la forma en que dicha delimitación interpretativa sea llevada a cabo, la libertad de expresión, puesta en escena como operación discursiva, tendrá implicancias diferentes e, incluso, como vimos en los ejemplos, completamente divergentes. ¿Cómo desestabilizamos el concepto, por tanto, desde un plano teórico? A través de una desesencialización del mismo. De ahí la importancia de la „Teoría de la Hegemonía‟ de Laclau y Mouffe, la cual establece la hipótesis de que la constitución de las identidades corresponde a un devenir existencial sometido en principio a la indeterminación, el cual está situado dentro de un marco de posiciones relacionales de poder (que le son inherentes e indisociables) y no desde un punto de partida ontológicamente predeterminado. Como afirma Marchart, se trata de hablar de un giro epistemológico relacionado con la noción heideggeriana de ser-como-posibilidad en contraste con la centralidad clásica del ser-como-presencia. En este sentido, hablar de una libertad de expresión des-esencializada implica situar el concepto en un contexto de ruptura de 5

su significación, esto es, de evidenciar la (im)posibilidad de su aspiración de universalidad en un intento con afirmarse como tal únicamente de forma contingente. Es decir, su significación se enmarca en la noción gramsciana de hegemonía, la cual establece que las condiciones objetivas —el „régimen de verdad‟ foucaultiano del que venimos hablando— están determinadas por operaciones discursivo-performativas que si bien aspiran a la idea de totalidad, únicamente pueden llegar a ser contingentes y contextuales. Laclau y Mouffe dicen en este punto que surge una relación hegemónica allí donde una cierta particularidad asume la representación de la universalidad, poniendo a ambos términos en una tensión irresoluble que, en último término, siempre es reversible (2001: xiii). Volviendo a Marchart, entonces, podemos afirmar que la ruptura es necesaria en tanto precondición del discurso hegemónico mismo: “para que la significación sea en absoluto posible, la ruptura de la significación no es solamente un posible resultado, sino que una precondición necesaria” (2007: 28, énfasis mío). Esto nos lleva a la idea de que los únicos fundamentos posibles —en plural— son fundamentos contingentes (Butler, 1992). Como consecuencia, leeremos el concepto «libertad de expresión » como parte del fundamento contingente de la sociedad democrática y pluralista. ¿En qué se basa este fundamento „pos-fundacional‟? Precisamente, en su vacío, en su ausencia. Precisamente, en la tensión que existe entre su aspiración de universalidad y su concreción contextual; esto es, en la posibilidad de que, en conjunto con otras cadenas de significantes, se convierta en el gatillo de un discurso hegemónico. Como bien apunta Mouffe, “la principal pregunta de la política democrática (…) se vuelve no [en determinar] cómo eliminar el poder, sino que cómo constituirlo en formas que sean compatibles con los valores democráticos” (1996: 248).

III La clave de la vacuidad (2): el libre flujo de información A partir de la tensión de la que venimos haciendo referencia, vamos a decir que esa (im)posibilidad de cerrar la totalidad conceptual se expresa en un significante vacío en donde el significante es forma (i.e., un signo) y el significado materia (i.e., un orden simbólico que otorga sentido).6 Sin embargo, la coincidencia entre significante y significado es solamente circunstancial, pues el signo es más concreto que el concepto que trata de caracterizar, y de acuerdo a Laclau y Mouffe, esta fijación es cristalizada a través de actos performativos. De ahí que el significado —el contenido— del significante nunca sea fijo. Sin embargo, el punto de los 6

autores a este respecto es que cada concepto cuyo contenido es “rellenado de sentido” responde a una cierta configuración social contingente de relaciones de poder, el cual configura el sentido común propiamente tal con respecto a la especificidad del concepto. Es tiempo, entonces, de pasar a revisar específicamente el interior de esa ruptura para ver por qué es un concepto sujeto a una indeterminación primaria. Como dijimos, la lógica de la revolución democrática se inicia en la Revolución Francesa, donde hay un cambio de paradigma de lo social: de un fundamento de la voluntad divina que legitima una sociedad estamental pasamos a una lógica de lo social cuyo fundamento es la irrupción de la idea de poder popular en el imaginario colectivo como elemento central del ámbito de lo político (Laclau y Mouffe, 2001: 155). Es así como los autores sostienen que “[e]ste quiebre con el Ancien Régime, simbolizado en la Declaración de los Derechos del Hombre, proveería las condiciones discursivas que harían posible proponer diferentes formas de desigualdad como ilegítimas y anti-naturales, haciéndolas equivalentes a formas de opresión” (ibíd.) Siendo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano el símbolo del campo discursivo de la libertad y la igualdad, para hablar de la libertad de expresión como uno de sus baluartes debemos necesariamente referirnos al contenido de esta declaración, en un intento por rastrear genealógicamente el concepto en cuestión. ¿Se refiere explícitamente dicha declaración a la libertad de expresión? No. Sin embargo, podemos rastrear elementos del concepto en pasajes como el artículo XI, que declara: « La libre communication des pensées et des opinions est un des droits les plus précieux de l’homme; tout citoyen peut donc parler, écrire, imprimer librement, sauf à répondre de l'abus de cette liberté dans les cas déterminés par la loi. »7 En los albores de la lógica de la revolución democrática, el elemento discursivo ético-político fundamental en este ámbito es la « libre comunicación de pensamientos y de opiniones. » Es decir, la libre expresión es un derecho a comunicar un determinado discurso público. Es un valor asociado a la libre circulación de ideas a través de la sociedad, lo cual se llevará a cabo principalmente a través de la prensa. Se puede ver en este pasaje que (1) la libertad para comunicar ideas tiene su principal correlato en la libertad de prensa, y (2) dicha libertad es un derecho que debe estar garantizado para todos los ciudadanos. Un gesto un poco diferente podemos verlo, en cambio, en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, heredera de la declaración de 1789: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el 7

de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.”8 De este artículo se desprenden otras tres ideas adicionales: (1) la libertad de expresión implica el libre flujo de información a través de las sociedades, (2) la alerta puesta sobre la mesa es que este flujo puede verse obstaculizado en algún momento; y (3) la libertad de expresión es relacional, dado que lo que busca garantizar es la posibilidad de comunicación en condiciones de dicho libre flujo; en este sentido, cuando hablamos de « libertad de expresión » no solamente hablamos del derecho del emisor de la comunicación, sino que también del derecho del receptor de ésta, encarnado en el derecho a la información. Es decir, hablar de libertad de expresión presupone hablar de (1) un derecho a comunicar ideas y (2) un derecho a la información. A partir de estos dos documentos podemos comenzar a delinear el vacío en el que opera el concepto « libertad de expresión ». En efecto, hablar de libertad de expresión es hablar de un principio que busca garantizar el libre flujo de ideas e informaciones a través de la sociedad. Toda sociedad liberal-democrática debería tener la capacidad para garantizar este libre flujo de ideas; de hecho, lo que está en juego gracias al concepto mismo es el valor —en términos axiológicos— de otorgar una liquidez a la relación entre poder y verdad. Para los pensadores modernos —sobre todo los liberales— el principal obstáculo a la esfera de confrontación pública antes descrita es la censura; esto es, la coerción del Estado. Por eso, no es una sorpresa que al flujo libre de información a través de la sociedad se le haya contrapuesto clásicamente el Estado como su principal barrera. Tanto la Declaración de Derechos de Virginia (1776, antesala de la Bill of Rights) como la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana hacen referencia explícita al problema de la interferencia del Estado. El propio John Stuart Mill diría con respecto a esto que el buen gobierno es el gobierno que no censura; aquél que amplía al máximo posible el espacio de libertad de las personas para que la pluralidad de formas de vida excelente en la sociedad lleguen a expresarse (2004: 70). A la luz del desarrollo del capitalismo contemporáneo y sus efectos sobre los flujos y las tecnologías de las comunicaciones, el optimismo moderno de Mill se quedaría corto si pensásemos que el Estado es la única barrera posible al libre flujo de ideas a través de la sociedad. En efecto, de la complejidad de las interacciones entre el Estado y el mercado surge un fenómeno que es paralelo a la homogeneización derivada de la sociedad de masas: una industria dedicada a la información y la subsecuente canalización de las ideas mediante una lógica de acumulación de capital. La repercusión principal de este hecho es que la divulgación de ideas a 8

través de la sociedad queda atada al principio “no money, no voice” (Sanders, 2003: 68) sobre el cual operará el ejercicio de la libertad de expresión. Así, dado que las opciones disponibles de información se ven reducidas de antemano gracias a un mercado de las comunicaciones altamente concentrado, la pluralidad informativa queda reducida a una quimera idealista. Por tanto, lo fundamental es pensar de qué manera el consenso se construye bajo una lógica capitalista, pero por sobre todo, qué efectos tiene esto sobre la estabilización hegemónica (liberal-conservadora) del concepto « libertad de expresión ». En el escenario antes descrito, de la libertad de expresión no puede surgir otra cosa que una ironía: que el Estado puede ser, al mismo tiempo, el amigo y el enemigo de la libertad (Fiss, 1996: 83), y no únicamente su enemigo. Esta ironía surge cuando la lógica mercantil del no money, no voice de los MMC, principales entes productores de la reproducción cultural de las condiciones ideológicas hegemónicas de una sociedad, sientan las bases para las asimetrías de información dentro de ésta. De acuerdo a Fiss, entonces, el Estado puede así ser “amigo” de la libertad si es que es capaz de fomentar el pluralismo del debate en la esfera pública en virtud del pluralismo mismo y del interés público como tal. ¿Qué sucede, entonces, cuando pensamos que la tiranía de la mayoría de la cual nos alertaba el propio Mill proviene de una industria dedicada a „fabricar‟ el consenso, es decir, destinada a delinear los contornos del debate dentro de un discurso hegemónico? Es lo que justamente plantean Herman y Chomsky (1988) al hablar de la existencia de un “consenso manufacturado” por un grupo de corporaciones de multimedios dedicadas exclusivamente a ello. En términos de la libertad de expresión, el poder privado afectaría el derecho del receptor a la información puesto que le cierra al ciudadano el abanico de ideas de entre las cuales poder elegir. Como consecuencia, cuando el ciudadano recibe la información desde medios cuya línea editorial es básicamente la misma, entonces (1) la idea de Mill del valor de la autonomía moral se ve seriamente afectada dado que los MMC prefiguran el vínculo entre la persona que recibe la información y el entorno social que está más allá de su esfera de cognoscibilidad inmediata —es decir, prefigura sus condiciones epistemológicas; y (2) el receptor de la información se convierte en un re-productor de la información recibida previamente de medios cuya línea ideológica es similar. El problema del consenso fabricado en forma de industria de (re)producción cultural y de divulgación de ideas trae como consecuencia que el obstáculo al núcleo vacío del concepto « libertad de expresión » (i.e., el libre flujo de ideas a través de la sociedad) puede no 9

necesariamente recaer en la censura por parte del Estado; el problema puede ser, en efecto, adicionalmente que la concentración de los MMC tiene un poder de agenda-setting sobre el discurso público que, como dijimos más arriba, des-democratiza la democracia. Así, aun cuando Mill considerara que la censura era el obstáculo par excellence a la libertad de expresión en el siglo XIX, en nuestra era contemporánea de la sociedad de masas globalizada la libertad de expresión se convierte en una ironía en donde el poder económico de las corporaciones también juega un rol en la limitación de sus posibilidades. En resumen, la tiranía de la mayoría se fabrica en una industria cultural cuya lógica operativa es, como dijimos, el no money, no voice —y esto ya nos deja en una posición bastante cercana al propio Gramsci, predecesor intelectual de Laclau y Mouffe. En la medida en que la frase “libre flujo de ideas a través de la sociedad” se pone en la perspectiva irónica de Fiss, podemos ver que la libertad de expresión puede sufrir restricciones directas del Estado a través de la censura, pero también puede verse afectada indirectamente gracias a un mercado altamente concentrado de medios que restringen las posibilidades informativas de antemano; esto es, condicionan el derecho a la información de los ciudadanos y por tanto condicionan cuáles serán los términos del debate público, reduciendo el pluralismo de lo social en tanto el Estado permite sin restricciones que la lógica de la acumulación de capital someta al „mercado de las ideas‟ y de la información. El último punto planteado tiene una consecuencia central para esta propuesta ensayística: si sostenemos entonces que el problema de la libertad de expresión subyace justamente en el fragmento “libre flujo de ideas a través de la sociedad” (es decir, en su centro vacío conceptual), y que dicho flujo puede verse impedido directamente por el Estado o indirectamente por la lógica de un mercado oligopólico, entonces el punto de acceso a la especificidad del concepto no es unívoco. Esto quiere decir que “libre flujo de ideas a través de la sociedad” es una característica de la libertad de expresión cuya especificidad conceptual se encuentra indeterminada a priori. Tal como dice Wendy Brown con respecto al concepto de « democracia »: el término mismo, más allá de querer significar que se trata del « gobierno del pueblo », “(…) no especifica qué poderes deben ser compartidos y practicados por el pueblo, cómo esta autoridad debe ser organizada, ni a través de cuáles instituciones o condiciones suplementarias [el gobierno popular] es permitido o asegurado, características de la democracia que el pensamiento político occidental ha estado debatiéndose desde el comienzo” (2011: 45-46, énfasis en el original).

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En este pasaje Brown se refiere a la democracia como significante vacío. No obstante, el propósito de mostrar lo que ella dice al respecto es mostrar el parangón analítico que se puede hacer a partir de su afirmación. En efecto, con el concepto « libertad de expresión » sucede algo similar al concepto de « democracia »: el concepto mismo no evoca en principio nada más allá de “libre flujo de ideas”. Y vimos anteriormente que el funcionamiento contemporáneo de los MMC, sometidos a una lógica de acumulación de capital, nos hace avizorar que los obstáculos a este flujo pueden provenir desde el Estado directamente bajo forma de censura o indirectamente a través del estrechamiento de las opciones disponibles para que el ciudadano se informe y por tanto (re)produzca dicho discurso y lo tome para sí, hecho que es consecuencia de un mercado de MMC altamente concentrado. Notemos entonces que este razonamiento es la consecuencia lógica de la alerta que nos brinda Mill con respecto a la tiranía de la mayoría si lo releemos a través del problema de la „fábrica del consenso‟ de Herman y Chomsky. En síntesis, la ironía que nos propone Fiss con respecto al concepto nos abre la posibilidad de decir que tenemos, al igual que con el concepto de « democracia », un principio inacabado, el cual está sujeto a una indeterminación semántica en donde el concepto guarda silencio —un vacío— sobre qué instituciones debemos promover, qué condiciones estructurales deben existir, o cuál debería ser la relación adecuada entre Estado y mercado para que podamos hacer que el término se lleve a cabo de mejor manera en un orden democrático. En síntesis, el concepto no establece por sí mismo hacia dónde debe dirigirse, ni qué implicancias inmediatas debería tener.

IV Conclusión: hegemonizando el concepto. ¿Es posible una contra-hegemonía? Hasta aquí, hemos visto que una lectura anti-esencialista de la libertad de expresión nos conduce a pensar el concepto en medio de su tensión inherente, y que ésta trae como consecuencia su desestabilización conceptual en la forma de significante vacío, el cual puede dispararse en las más diversas direcciones. Ahora bien, para finalizar, vamos a mencionar que la no neutralidad del concepto se vuelve más evidente cuando existe un discurso hegemónico liberal-conservador que “rellena de significado” del significante de una forma particular, dándole la especificidad que mencionamos no existe en principio. Justamente, el cómo opera el concepto para desenvolverse de mejor manera en este discurso está basado en desplazar la lógica de la revolución democrática desde el individuo y la sociedad civil en contra del Estado. A esto 11

mismo se refieren Laclau y Mouffe cuando argumentan que el discurso liberal-conservador (en forma de neoliberalismo) se ha vuelto hegemónico debido a que ha logrado articular “resistencias a la creciente burocratización de las relaciones sociales (…) presentando su programa de desmantelamiento del Estado de Bienestar como una defensa de la libertad individual en contra del Estado opresor” (2001: 175). Es decir, moviliza las „libertades individuales‟ —y no olvidemos que la libertad de expresión es una de ellas— y las justifica como anteriores a la sociedad (los autores mencionan entonces el concepto de „individualismo posesivo‟ de C.B. Macpherson), por lo cual cualquier intento del Estado por interferir en ellas se ve como un ultraje coercitivo del soberano frente a la „pureza‟ de la iniciativa privada que existe dentro de la sociedad civil. El resultado es (1) una defensa del libre mercado y de la sociedad civil con todas sus asimetrías y posiciones diferenciales —punto reconocido explícitamente por Laclau y Mouffe (en ibíd.)— y (2) en los términos que conciernen a este ensayo, que la libertad de expresión se erige únicamente como baluarte de la defensa del individuo frente a la interferencia del Estado. Como consecuencia, la autodeterminación democrática queda desvinculada de la libertad de expresión cuando ésta existe únicamente para asegurar la no intromisión del Estado; esto es, para asegurar que el Estado no censure cierto discurso público. Pero, ¿qué pasa con las distorsiones que genera el mercado cuando tiende a la concentración económica y al oligopolio de los MMC? El Estado no es capaz de contestarla, puesto que su leitmotiv es no interferir para asegurar dichos derechos, concebidos en términos de libertad negativa, la cual existe ante la ausencia de restricciones hacia la autonomía individual de parte de la autoridad pública, con una frontera —si bien sujeta a controversia— que demarca ambas (Berlin, 2002: 171). Así, la libertad de expresión se vuelve el derecho que permite y promueve la concentración económica y la (re)producción ideológica del liberal-conservadurismo que lo perpetúa como discurso hegemónico des-democratizador de la sociedad y en último término de la pluralidad de ésta. El propio Isaiah Berlin reconoce esta desvinculación entre libertad y democracia cuando dice que la libertad negativa (de la no-interferencia) “no es incompatible con ciertas formas de autocracia, o de todas maneras con la ausencia de auto-gobierno (…) La libertad en este sentido no está, lógicamente en ningún caso, conectada con la democracia o el auto-gobierno (…) No hay una conexión necesaria entre la libertad individual y el gobierno democrático (ibíd.: 176-177).

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¿Existe alternativa a esta forma de pensar la libertad de expresión? La tesis de este trabajo, de defender la idea de que la libertad de expresión es un significante vacío, donde traté de deconstruir el término rastreando su origen hasta la Revolución Francesa, tiene precisamente por finalidad plantear ese contrapunto. A pesar de que el detalle de cómo pensar una contrahegemonía se encuentra fuera del objetivo de este ensayo, mencionaré que la clave, al menos en principio, está la ironía de Fiss: el Estado puede ser el amigo y el enemigo de la libertad de expresión al mismo tiempo. Esto es, habría que construir un discurso contra-hegemónico que acepte (1) que no toda la opresión proviene del Estado, y como contraparte, (2) que la sociedad civil y el mercado también son sitios de antagonismos y resistencias múltiples y no un espacio neutro y transparente, siguiendo a Laclau y Mouffe (2001: 179-180). ¿Qué implicancias tiene esto? Primero, que radicalizar la democracia en este ámbito pasa por re-vincular « libertad de expresión » y « democracia », de modo que formen cadenas de significados equivalenciales a partir de las cuales legitimar, en virtud de la reivindicación de la libertad misma y del pluralismo, una democratización de las comunicaciones. Segundo, —y esto es un argumento que colinda con el republicanismo de Viroli (2002) — aceptar que el Estado puede interferir para frenar la dominación proveniente de la lógica poder económico (traducida, insistimos, en el principio no money, no voice). O como lo plantea Fiss (1996: 4): “habría que asignar recursos públicos — repartir megáfonos— a aquellos cuyas voces de otra manera no serían escuchadas en la esfera pública. Incluso, habría que [aceptar] silenciar las voces de algunos para poder escuchar las voces de otros.”

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A riesgo de no sobre simplificar, la afinidad entre estos autores es electiva, ya que he mencionado personajes que se consideran a sí mismos como liberales, conservadores o libertarians, y que desde la izquierda se los ha denominado „neo-liberales‟. No nos inmiscuiremos en los posibles matices que puedan existir entre ellos con pensar la libertad, pues eso está más allá del motivo de este ensayo. El punto que tienen en común, para efectos de este trabajo, es que (1) valoran la libertad negativa y (2) que desconfían del rol del Estado más allá de su rol protector de los derechos de propiedad. 2 Para Mouffe, la pluralidad supone una conflictividad inherente, y en ese sentido, no postula una teoría pluralista que sea liberal. Postula un pluralismo antagónico. Cf. Mouffe (2005). 3 Evidentemente, la industria audiovisual tiene un impacto mucho mayor a través de la sociedad, ya que la imagen simplifica el sentido del texto. En este sentido, la prensa escrita (exceptuando el formato tabloide) está hecha para las elites intelectuales de la sociedad. Para un abordaje crítico de la industria cultural, cf. Debord (2005). 4 Acá es preciso señalar que mencionamos a Althusser debido a la original concepción que tiene del poder como una entidad (re)productiva. Pero en el momento de entrar en la categoría (estructuralista) de „clase‟, nos alejamos de su línea de argumentación. Es decir, en nuestro esquema lo que se reproduce son condiciones diferenciales entre grupos o individuos, no la hegemonía de una clase en tanto tal. 5 El informe en cuestión es UNESCO (1980). Many Voices One World: Towards a New more just and more efficient world information and communication order. Kogan Page: London. La reacción de EE.UU. se puede ver en Committee on Foreign Affairs, House of Representatives (1984). U.S. withdrawal from UNESCO. Disponible en http://archive.org/stream/uswithdrawalfrom00unit/uswithdrawalfrom00unit_djvu.txt. Visitado el 29/07/2015. 6 Siguiendo la raíz estructuralista clásica de Saussure, en la cual se basan Laclau y Mouffe para su análisis del discurso.

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« Déclaration des droits de l‟homme et du citoyen de 1789 », Ministère de la Justice : textes et reformes. Disponible en : http://www.textes.justice.gouv.fr/textes-fondamentaux-10086/droits-de-lhomme-et-libertes-fondamentales10087/declaration-des-droits-de-lhomme-et-du-citoyen-de-1789-10116.html. Visitado el 29/11/2015. 8 “Declaración Universal de los Derechos Humanos”. Disponible en: http://www.un.org/es/documents/udhr/. Visitado el 29/11/2015.

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