La justicia: el trabajo de recuperar la sensibilidad. Notas levinasianas

May 20, 2017 | Autor: R. Fernandez Hart | Categoría: Levinas, Justicia, Sensibilidad Y Afectividad.
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Descripción

La justicia: el trabajo de recuperar la sensibilidad Notas levinasianas Rafael Fernández Hart, SJ

La superación de la existencia fenomenal o interior no consiste en recibir el reconocimiento del Otro, sino en ofrecerle su ser. Ser en sí, es expresarse, mejor dicho ya significa servir al otro. El fondo de la expresión es la bondad. Ser καθ’αύτό – es ser bueno (Levinas, 1984: 158).

En lo sucesivo asumo la pertinencia de una interpretación antropológica de la obra levinasiana con el fin de articular un discurso sobre la justicia en base a tres tesis conectadas entre sí. La perspectiva antropológica que defiendo me permitirá recorrer cada una de estas tesis. La tesis son las siguientes: a. El deseo es la fenomenización de la trascendencia en el sujeto. b. La “visión” de la trascendencia se produce como conciencia en el sujeto de su propia injusticia. c. La conciencia de mi injusticia (antes de ser moral o política) puede y debe educarse. Para comenzar, tomemos un punto de partida más o menos arbitrario. Si hay una realidad que caracteriza la existencia es que ella está herida. Pongamos en esta idea los contenidos de conciencia que corresponden con el aprendizaje del crecimiento y de la maduración y sobre todo con el abandono de una posición determinada para asumir una nueva en la que es necesario cierto sacrificio para adaptarse. Al conjunto de rupturas que forman parte de la experiencia, de nuestro mundo de vida, las llamaré condición de herida. Y en esta experiencia, de finitud por excelencia, se gesta el deseo. Desde el punto de vista del fenómeno, la herida puede confundirse con el deseo y de algún modo constituyen el anverso y el reverso de la medalla. El deseo sería así la experiencia permanente de ser y estar todavía incompleto y precisamente por esto, se nos entrega como la experiencia del tiempo como promesa. Experiencia de una presencia por venir; en el deseo se arraiga la confianza en la medida en que apuesta por la espera. Dicho esto, me parece que existiría un peligro en ocuparse de la justicia o la injusticia sin hacer suficiente hincapié en el universo de este deseo y es que sólo pueden entenderse los conceptos de injusticia y exclusión cuando se han revisado las razones por las cuales el deseo, por decirlo de algún modo, traiciona, o mejor dicho, nos traiciona produciendo la

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ruptura de toda proporcionalidad. Habría que anotar un hecho tan frecuente como extraordinario que consiste en que la ruptura de la proporcionalidad, por un lado constituye la injusticia como incapacidad de ofrecer proporcionalmente el bien recibido; pero, por otro lado, también es la consecución de una justicia sublime, excelsa y, de acuerdo a una convención razonable entre nosotros, divina porque excede toda proporción previsible. La traición del deseo se refiere sin duda a la primera ruptura de proporcionalidad. Aunque es inevitable que la existencia se nos ofrezca con este deseo, la constitución de nuestras sociedades carga y supera esta condición dándole un sentido. Mi constatación es banal pero, no así lo que ella ha supuesto para la civilización desde su origen. La condición posmoderna debería hacernos pensar de modo más atento en aquella pregunta que Kant nunca terminó de responder: ¿qué es el hombre? Esta supondrá en nuestra concepción la comprensión de la herida o el deseo. Nunca hemos estamos satisfechos con nuestras respuestas, tampoco lo estaremos ahora por cierto, pero se trata de una pregunta digna de consideración. Pensar este enigma parece crucial para entender la justicia y para dar a la justicia una pertinencia encarnada en la que el deseo problematiza la justicia y nos aleja de ella o nos lleva hacia ella asegurando su efectuación. 1. La noción antropológica de la espiritualidad Aunque alguna vez sostuvo que la ética es filosofía primera y aunque haya entrado en la tradición filosófica como un filósofo ético, Levinas señala en una dirección distinta. Gérard Bensussan sostiene que la tesis levinasiana es una Ética de la Ética (Bensussan: 9), pero si se considera la centralidad de aquello que Levinas llama espiritualidad del ser humano, sería más preciso anticipar una antropología que devendrá en condición de posibilidad de la ética en cualquiera de sus formas. La interpretación antropológica de la obra de Levinas se apoya en la visión que este autor se hace de la filosofía en general. Según Levinas, la filosofía ha consagrado una forma de subjetividad aliada con la ontología. Ella se ha construido sobre la base de una interioridad 2

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cuyo contacto con la exterioridad no ha sido pensado adecuadamente. En esta perspectiva tradicional mi conciencia sería medida de todo otro; dicho de otro modo, lo otro es aprendido cuando se reduce a mi medida. En varias oportunidades, Levinas cuestiona a la filosofía occidental acusándola de haberse constituido en una filosofía del ser. En este sentido, la así llamada filosofía primera habría sido tradicionalmente una ontología. No ha sido sólo el caso de la filosofía griega, sino también el de la filosofía en general que, desde la modernidad cartesiana, ha venido hasta nosotros bajo la modalidad del cogito. Frente a una filosofía primera que nos ha acostumbrado a suponer una correlación entre el conocimiento y el ser, la trascendencia irrumpiría no sólo para señalar otra precedencia, sino hasta cierto punto para detener la filosofía y señalar una espiritualidad propia del ser humano. Pero este es el punto de inflexión levinasiano: desde su perspectiva, la espiritualidad característica del ser humano es la idea de un Infinito puesta en mí, el hecho de un más en el menos. Este elemento constituye la piedra de toque de la subsecuente antropología levinasiana. En efecto, la espiritualidad señala el hecho de una interioridad abierta sobre el exterior, pero abierta desde su propia base constitutiva ya que el más se halla en el menos. Esta idea que Levinas afirma recuperar de Descartes supone una puesta entre paréntesis de la filosofía en su conjunto y en particular de la fenomenología que practica el mismo Levinas. ¿Cómo llega Levinas a esta tesis? Como lo señalábamos antes, desde Aristóteles hasta nuestros días, la filosofía primera ha dependido de la correlación entre conocimiento y ser. Esto quiere decir que todo lo que tengo frente a mí será reducido a mi medida en una síntesis noético-noemática, incluso si se trata de otro no idéntico a mí. Ahora bien, ¿es esto una deficiencia del modelo epistemológico de algún filósofo? No, por cierto. La fenomenología es la escuela filosófica que con mayor solvencia habría explicado la manera de ser o la manera del ser. Pero habría mostrado también la fragilidad del otro en un modus operandi que siempre lo asimila a sí mismo y habría postulado así una idea de subjetividad cerrada sobre sí. De acuerdo a esta 3

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filosofía, conocer sería hacer lo otro a mi medida. En referencia a Aristóteles, Levinas dirá: “La contemplación o el saber y la libertad de saber constituirán, a través de toda la historia de la filosofía occidental, el soplo mismo del espíritu” (Levinas, 1998b: 72), pero el reclamo de Levinas se encuentra precisamente en que la espiritualidad propia del ser humano no consiste en este modo de conocer, ni en su vocación por el ser heideggeriano. Más aún el hecho de que haya una interioridad abierta desde su propia constitución hará comprensible porqué para Levinas la ética, es decir la justicia, precede a la libertad y debe ocuparnos de modo característico. La simple pregunta por las relaciones despierta la certeza de un espíritu allende la ontología. Frente a una filosofía occidental como la descrita, cuando Levinas se refiere a la “filosofía primera” busca precisar una sabiduría o una espiritualidad del ser humano que no sea la que la historia de la filosofía ha enseñado. La ética, donde las relaciones con el prójimo o con Dios no se someten a una síntesis, expresa mejor que ninguna filosofía en qué consiste dicha filosofía primera, esta nueva sabiduría. Efectivamente, la filosofía primera, digamos ahora la ética, tendrá el cometido de explicitar la espiritualidad más propia del ser humano. Esta espiritualidad, que precede y justifica la libertad, consiste en trascender la facticidad de sí mismo, en trascender el hecho de la identidad de ser. Surge así una posibilidad inaudita porque el proceso habitual del espíritu consagrado por la filosofía puede ahora ser interrumpido; mejor aún, la subjetividad moderna, mi subjetividad puede ser interrumpida por otro siempre trascendente y, en consecuencia, irreductible a mi medida. Lo extraordinario es que mi deseo se hace testigo de la trascendencia que no puedo absorber. Esta trascendencia forma parte de mi propia subjetividad en tanto deseo que me impele más allá de mí. Aquí es donde interviene la primera tesis: el deseo es la fenomenización de la trascendencia en mí. El deseo es, de este modo, una particularización de la trascendencia en mí. Ahora bien, pienso que el planteamiento levinasiano buscaba responder a una pregunta más básica: ¿cómo es formalmente posible la sociedad? Su respuesta indaga sobre los aspectos que conciernen de manera incondicional a nuestra dimensión antropológica. La 4

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identidad de mí conmigo mismo no explica la posibilidad de la sociedad, de la ética o de a sociedad justa; lo que la explica es más bien la relación en la que mi identidad es capaz de desfasarse por un exceso que alberga en ella misma; ese exceso es herida, pero sobre todo deseo. Digamos que la “experiencia del otro” me es posible (nunca como la de un objeto) porque me precede en el seno de mi propia conciencia sin confundirse con ella. La condición de la sociedad y de la ética es la espiritualidad de la trascendencia; he aquí pues lo que podríamos convenir en llamar el soporte antropológico del Infinito en mí. Pero la respuesta a esta pregunta será acompañada por otra: cómo opera esta condición de mi espiritualidad, cómo es posible una sociedad justa. Y la respuesta está en el deseo y en la sensibilidad que configuran la experiencia humana. 2. La injusticia del sujeto Aunque la justicia designa en general una proporción, la justicia primera no se caracteriza por la proporcionalidad. De la mano de Levinas, aunque con ciertas licencias, me parece necesario remitirse a la relación primera entre dos porque de este modo entendemos la socialidad en su esencia; en el momento en el que ella se construye y establece las bases de la proporcionalidad. En esta exploración descubrimos además que en la relación primera se hace visible ante todo mi injusticia, mi mala conciencia precisamente porque el deseo me ha lanzado más allá y más lejos que mi propia existencia. Como decía Heráclito en el fragmento 23: sin la injusticia ignoraríamos el sentido de la justicia. En el ego la sensibilidad es gozo y vulnerabilidad. Esto significa que, al mismo tiempo, mi sensibilidad es la sensación de satisfacción complaciente, pero también la de exposición al otro. Ya he dicho que el más en el menos quiere decir que el Infinito es el límite de mí mismo; es decir, es el origen de mi deseo. Tenemos que entender la paradoja de nuestra sensibilidad porque ella asegura la relación justa, pero lo hace revelando mi propia injusticia. La sensibilidad es la condición para que exista relación, es decir justicia; por esta razón la relación entre dos se produce como asimetría (y no como equidad) entre el sujeto y el otro. El hecho de la relación, el cara-a-cara estará dado por un lenguaje que me adviene como una orden de hacer justicia al otro: no matarás. Mi contacto con el otro me 5

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abre porque ya estoy hecho por un deseo que me lanza en dirección de él, por un exceso. Hay que examinar especialmente el sentido de un deseo que nos caracteriza y que se constituirá o no en testimonio de la justicia. El deseo designa en cada ser humano un exceso. Y este hecho queda también graficado en la imposibilidad de remitirme a mi propia identidad. Sabemos bien que el ego no es transparente y esto es lo que se quiere decir con el hecho de asumir mi identidad limitada paradójicamente por un exceso que es interior a ella misma. En este exceso está el comienzo de la vida en común, entendida como una relación en la que he salido de mí sin posibilidad de retorno. Y si esto es así, también debería ser cierto que la justicia, como proporcionalidad de la vida en común, comienza con la imposibilidad de ser idéntico absolutamente a mí mismo. Esta imposibilidad, que antes he explicado como herida, es la condición de posibilidad de la justicia porque pone de manifiesto que no existe justicia si no hay un exceso en el que el sujeto que desea se abandona; dicho de otro modo, no hay justicia si paradójicamente no se ha roto antes la proporcionalidad, es decir, no hay justicia si ella no supone también misericordia. Esta justicia de la proporción interrumpida precede toda forma de justicia. Si bien es verdad que la justicia es la medida de la relación en la comunidad humana universal, ésta sólo existe cuando tenemos conciencia de la desmesura de fondo entre el sujeto habitado por el deseo y aquello que debería colmarlo y que no lo hará. Y si esta última está ausente, no estaremos sino en un remedo de justicia o en una que surge como fruto del cálculo. La asfixia del deseo es también la muerte de la justicia entendida como amor no limitado por mí. De esta manera podremos entender aquel fragmento de la novela Los hermanos Karamazov al que Levinas hace referencia: “En veinticuatro horas puedo tomar ojeriza a las personas más excelentes: a una porque permanece demasiado tiempo en la mesa, a otra porque está acatarrada y no hace más que estornudar. Apenas me pongo en contacto con

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los hombres, me siento enemigo de ellos. Sin embargo, cuanto más detesto al individuo, más ardiente es mi amor por el conjunto de la humanidad”. La tragedia que recuerda esta novela no narra una escisión de la conciencia, sino la facticidad de una experiencia desgarrada entre propósitos que la conciencia ya no es capaz de hacer coincidir: de un lado tengo al individuo indeseable al que odio y del otro lado a esta sublime humanidad por la que estaría dispuesto a dar la vida. He aquí la injusticia de un deseo ahogado por el engrandecimiento y envilecimiento del yo. Tanto más el sujeto crece, tanto más también se ahoga el deseo de exceso hasta traicionarnos en la injusticia del olvido del otro. Y en este sentido, mi deseo ha revelado mi injusticia. Es decir, la justicia primera ha aparecido en la experiencia de falta no sólo porque he llegado tarde, sino porque el Infinito me expone en el cara-a-cara. Mi injusticia consiste en disolver la relación haciendo al otro a mi medida como objeto; y la injusticia está en asfixiar al deseo privándolo de su orientación propia hacia el Infinito. Este riesgo y posibilidad permanente es lo que está detrás de la referencia, levinasiana también, a Pascal: “Todos los hombres se odian entre sí por naturaleza. Se han servido de cualquier modo de la concupiscencia para hacerla servir al bien común. Pero no es sino fingir y una falsa imagen de la caridad porque en el fondo sólo es odio” (S243/L210). Usar así el deseo, llamado aquí concupiscencia, es una farsa porque no se ha dado el trabajo de indagar la profundidad y antigüedad del deseo. En efecto, Levinas había abordado el tema de la conciencia, pero a la luz del descubrimiento 1 cartesiano del Infinito en mí que él interpreta a su modo: hay una conciencia no-intencional o pre-reflexiva; una mala conciencia. Esta mala conciencia implica una interrogación que se dirige a mí, que reclama mi “lugar bajo el sol”. La conciencia pre-reflexiva es una conciencia que no es conciencia de. Y que, sin embargo, acompaña todos los procesos de la conciencia intencional. Ella es una conciencia frente a la cual “no puedo”, es decir, ella expresa mi imposibilidad de plenificar la intuición. Ella es de 1

Es el caso de ADV (1982), DDQVI (1982) y EN (1991). 7

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manera efectiva un no-poder, una pasividad. Sale de la “eternidad” de la conciencia intencional (en la cual todo se vuelve presente) y me afecta por un pasado en el cual he adquirido una deuda que no puedo saldar. La mala conciencia recuerda mi injusticia primera. “Conciencia confusa, conciencia implícita que precede a toda intención –o duración desengañada de toda intención–, ella no es acto sino pasividad pura” (Levinas, 1998b: 85). En la medida en que es pasividad, pura afectividad o receptividad, es cuestionada por un exterior. Más aún, es una conciencia acusada; puesta en cuestión y en consecuencia debe responder por la vida del otro: paradójicamente, mi injusticia, que no es mi falta de transparencia sino creer que tal transparencia es posible, da testimonio de la justicia. Mi vida es responsable “‘del extranjero en la tierra’ según la expresión del salmista, del sin patria o del ‘sin domicilio’ que no osa entrar” (Levinas, 1998b: 87-88). Es imposible no recordar a Pascal cuando describe el escrúpulo que aparece en el interior de la persona como aquello que lucha contra el gozo despreocupado con respecto a la vida: “el escrúpulo continuo la combate [se refiere al alma] en este gozo y esta visión interior ya no le deja encontrar la acostumbrada dulzura entre las cosas en las que ella se abandonaba con total efusión de corazón”. Pascal parece decir del mismo modo que Levinas que el acceso a mi conciencia se realiza en el descubrimiento de mi propia injusticia y, digamos más, en este descubrimiento nace la justicia como deseo de excedencia. Esta justicia es por necesidad contraria a toda equidad, a todo equilibrio y proporcionalidad. Por esta razón, pienso que Levinas refuerza una exigencia: contra Heidegger, dirá que ni mi muerte ni la angustia de mi muerte ponen realmente en tela de juicio la libertad de la “buena conciencia” que está asegurada por la perseverancia del ser. Más bien es la pasividad la que desconcierta al ser. En la pasividad, ya no es mi muerte, sino la muerte del otro la que me interroga y me perturba. En pocas palabras, la pasividad me coloca en la condición de una relación que no me deja tranquilo en mi ser, en mi lugar bajo el sol. Levinas vuelve a la cuestión primera de la filosofía: “No se trata de por qué el ser en lugar de nada, sino cómo el ser se justifica” (Levinas, 1998b: 109). Esto significa no sólo lo que ya dijimos antes, es decir que la justicia precede a la libertad, sino más precisamente que la 8

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ética no comienza en el pensamiento de la libertad, sino por el hecho de una razón sensible, de allí la mala conciencia. La justicia se gesta en la relación primera donde aprendo mucho más que reciprocidad. Mi ser debe dar cuenta de su justicia frente a la injusticia que ya representa. La cuestión primera, dirigida a mí, exige la justificación de mi ser que toma el lugar de otro: “Mi ser-enel-mundo o mi ‘lugar bajo el sol’, mi morada, ¿no han sido acaso usurpación de los lugares que son del otro hombre oprimido o desnutrido por mi causa, expulsado a un tercer mundo: un rechazar, un excluir, un exiliar, un despojar, un matar?” (Levinas, 1998b: 93). No hay que preguntarse cómo el ser ha sido posible. Más bien, la cuestión primera (el ejercicio de la mala conciencia) es el germen de la justicia. La afirmación de este hecho explica de qué modo se ha establecido la condición de toda sociedad. Toda sociedad emerge a partir de esta condición en la que el sujeto debe avanzar desde su injusticia hacia la justicia de la relación. Esta relación original es por esta razón asimétrica, aunque se efectuará ulteriormente en alguna forma de justicia a través del ejercicio de cierta analogía. El sujeto excedido por el deseo o el exceso de deseo en el sujeto es la condición de una sociedad. El deseo que lleva más allá sí, aunque es el sujeto en su límite, no oculta la vulnerabilidad de sí. El individuo corre permanentemente el riesgo de ver cómo su deseo lo traiciona en dirección de un contentamiento. En el contentamiento, los límites del mundo se estrechan reduciendo también el lugar del otro. Por lo tanto, la traición del deseo consistirá en el retrotraerse del sujeto, como si se hubiese olvidado de la deuda que contrajo o que el Infinito en mí testimonia casi a pesar de mí. La justicia se produce en una relación no entre dos monadas, sino entre dos que se miran y reconocen; en este gesto, se han puesto en contacto dos sensibilidades. Por la sensibilidad en la que me sitúa frente a otro se llega a la justicia porque somos la especie que alberga un límite infinito. En efecto, el hecho del dúo ético es posible por la sensibilidad y sólo entonces podemos comprender la densidad de lo real y dejarlo advenir sin pretensión ninguna de dominio 9

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sobre él. Somos una sensibilidad abierta sobre el mundo. Experimentamos el mundo en su cotidianeidad y sólo ulteriormente lo pensamos y emitimos juicios sobre él. La sensibilidad es para nosotros contacto lo que quiere decir al mismo tiempo aquel gozo al que se refieren Pascal y Levinas, pero también exponerse al otro para hacerle justicia más allá de mi propia injusticia. 3. La justicia de la sensibilidad Si es cierto que la vida pasa por la espiritualidad de la trascendencia, podemos preguntar: ¿por qué tenemos un mundo atravesado por la injusticia y la exclusión? Habida cuenta del nivel de conciencia que podemos tener de la injusticia social, podríamos incluso preguntar: ¿cómo es posible que haya injusticia? La justicia primera es la sensibilidad del contacto con el otro; lugar en el que descubro mi propia injusticia, como ya lo he sostenido. Tal vez no sea ésta la justicia en la que pensamos para construir los grandes sistema jurídicos, ni para regir las relaciones entre naciones, ni para restituir a la sociedad a quienes delinquen; pero ésta es la que aflora en la espontaneidad del mundo que vivimos. Debemos reconocer que en el presente toleramos cada vez menos la injusticia. Por eso nos indignamos cuando el entorno muestra tanto de su pobreza: la corrupción de los gobiernos, su ineptitud o su abuso de poder; la indiferencia, la violencia, o la intolerancia. Nos indignamos y hacemos de esta experiencia una reivindicación actual. Esta expresión de nuestra sensibilidad no es todavía intencional. La justicia entendida como sensibilidad es anterior porque es condición de la justicia moral, jurídica, social. Tal vez no hemos considerado suficientemente a esta justicia como primera porque, a diferencia de la justicia que llamaré segunda, supone una desproporción entre el otro y yo mismo y, sobre todo, entre el sujeto y sí mismo. De este modo, lo que he tratado de defender es que la justicia primera puede sentirse, está arraigada en la sensibilidad, y de una u otra manera, la vivimos como injusticia contra la relación primera; contra aquella que debería efectuarse primordialmente entre dos y que

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activa en cada sujeto una desproporción, y por lo tanto, es el origen remoto de la búsqueda de la justicia. La justicia primera estructura la sociedad, crea sociedad no porque reclame primero una proporcionalidad entre uno y otro, sino porque atiende al universal del deseo que asegura la desproporción de mí conmigo mismo, es decir atiende al espacio necesario para que haya otro y le haga justicia. Así tenemos que la aspiración a la justicia se cultiva en la herida y en el deseo, es decir en la sensibilidad. Pero he procurado subrayar que la justicia primera se hace concreta en lo que podemos llamar misericordia, piedad, compasión. Así, la proporción de nuestras relaciones descansa sobre la desproporción que caracteriza cada una de nuestras experiencias. Lo que llamamos justicia ha sido efectuación de una desproporción; dicho de otro modo, la justicia se realiza donde ella se desborda por encima de la medida y por encima de lo que corresponde proporcionalmente. Esta desproporción nos ha hecho y nos hace caminar en dirección del pobre, del atropellado, de la víctima. En la desproporción se encuentra el universal que hace que experimente como mía la injusticia que se comete a mi alrededor y que considere necesario no dejarla formar parte de la vida cotidiana. Platón se preguntaba en el Menón si la virtud se enseñaba o si era más bien innata. Es verdad que el arte como destreza puede entrenarse sólo dentro de los límites de las aptitudes particulares, pero la compasión, que manifiesta de manera excelente, la justicia primera es la razón por la cual hay comunidad o género humano. No hace falta detenerse en la crítica nietzscheana porque estamos de acuerdo en que la mala compasión sólo es una proyección de mi propio egoísmo ontológico. Pero esta otra compasión que no oculta el deseo en el sujeto no sólo es un ejemplo loable, sino el signo inconfundible de la presencia de un ser humano. Si esta compasión no pudiera enseñarse no habría dos y si esta compasión no se enseña no habrá más de una conciencia en el mundo futuro.

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Bibliografía 2008 Gérard Bensussan, Ethique et expérience – Levinas politique, Strasbourg: La Phocide, p. 9. 1976 Noms propres, Saint Clément-la-Rivière: Fata Morgana. 1982 L’Au-delà du verset, Paris: Minuit. 1984 Emmanuel Levinas, Totalité et Infini. Essai sur l’extériorité, 4e édition, The Hague, Boston, Lancaster: Martinus Nijhoff. 1998a De Dieu qui vient à l’idée, Paris: Vrin. 1998b Ethique comme philosophie première, préfacé et annoté par Jacques Rolland, coll. Rivages poche/Petite Bibliothèque, Paris: Ed. Payot & Rivages.

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