La invención de unos pasados. Esbozo para una historia social del patrimonio histórico colombiano

July 25, 2017 | Autor: Adrián Serna-Dimas | Categoría: Cultural History, Heritage Studies, Urban History, Urban Memory
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Descripción

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La de unos pasados. Esbozo para una historia social del patrimonio histórico

colombiano

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Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Investigación Social Interdisciplinaria de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Magíster en Sociología de la Universidad Nacional de Colombia. Docente de la Maestría en Investigación Social Interdisciplinaria y director del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano IPAZUD de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

Adrián Serna Dimas*

Introducción

l conjunto de manifestaciones reunidas bajo la investidura de patrimonio histórico es una de las construcciones definitivas en los procesos de constitución del Estado nacional moderno. Con la definición del patrimonio histórico, unas agencias sociales específicas propician una comunidad zurcida con repertorios compartidos, promueven un vínculo indisoluble entre esa comunidad y las instituciones sociales, económicas, políticas y culturales vigentes, e imponen una solución de continuidad entre la nación como invención cultural y el Estado como invención política (cfr. Lechner, 2000: 68-73). No obstante, el ejercicio de estas agencias de patrimonialización está sujeto a las relaciones de fuerza propias de los procesos constitutivos del Estado nacional. Estas relaciones de fuerza derivan de las pretensiones de unos estamentos por preservar sus intereses particulares, de la progresiva imposición de unos monopolios estatales en beneficio de unos intereses generales y de la creciente racionalización de unos campos sociales que afianzan su autonomía frente a la injerencia de cualquier interés, sea éste particular o general. En el caso específico del patrimonio histórico, estas relaciones están en medio de los circuitos que permiten que las herencias del pasado sean progresivamente transformadas de objetos privados resultado de ejecutorias individuales a bienes públicos colectivos. Los Estados nacionales consolidados se caracterizan por la existencia de un patrimonio histórico que debe su legitimidad a que procede

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del arbitramento de unos campos de la creación cultural en condición de autonomía, a que lo administran instancias que le confieren una vocación auténticamente pública que al mismo tiempo repliegan a lo privado cualquier patrimonio estamental, y a que migra como un objeto colectivo que no desconoce las diversidades de la comunidad nacional: el patrimonio histórico como una empresa arbitrada desde la cultura y publicitada desde la política. Puede afirmarse, adicionalmente, que el patrimonio histórico en estos casos es indisociable de la universalización de instituciones como la escuela y la milicia, y del desarrollo de instancias mediáticas como la prensa, que están en la base de la nación como una invención eminentemente moderna (cfr. Anderson ,1983; Hobsbawm, 1991). Sin embargo, esta caracterización del patrimonio histórico ha sido criticada desde distintas posturas. Por un lado, quienes confrontan el quehacer de la creación cultural, en particular las artes, las disciplinas y las ciencias, las acusan de producir unas representaciones históricas eficientes para erigir unos patrimonios ajenos a los sujetos sociales concretos de la nación. Por el otro, quienes confrontan el quehacer de instancias de administración del patrimonio, como las instituciones dedicadas a la promoción monumental, la museística y la archivística, o a la

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difusión escolar o masiva, las señalan de utilizar el patrimonio para producir representaciones históricas que sustentan unas visiones particulares, cuando no excluyentes, del Estado y la sociedad. Finalmente están quienes confrontan el quehacer de los medios, pero ante todo la labor de las industrias culturales, responsabilizadas de reducir el patrimonio histórico a objetos de consumo masivo vaciados de contenido alguno. Estas críticas han tenido especial relevancia en los países latinoamericanos (cfr. García Canclini, 1990: 149-190; Zambrano y Gnecco, 2000; Serna, 2007). Las críticas a las instancias, a los modos y a los mecanismos de patrimonialización se volvieron recurrentes en diferentes tradiciones continentales y nacionales, empujadas, ante todo, por una serie de tendencias dedicadas a cuestionar las narraciones históricas. Algunas tendencias, en efecto, permiten dilucidar la construcción del patrimonio como una empresa inseparable del comportamiento de las fuerzas sociales, económicas, políticas y culturales en el tiempo. Otras tendencias, enfocadas en una crítica radical a la modernidad, presentan los conocimientos, las instancias y los mecanismos de patrimonialización como productos de una razón histórica universalista, lo que las lleva a prescindir de las condiciones históricas específicas que han definido las relaciones entre Estado y sociedad en las distintas tradiciones nacionales. Estas tendencias radicales han terminado por propiciar una democratización de la representación histórica que, en tradiciones con Estados débiles y sociedades fragmentadas, no deja de promover un patrimonio endeble acondicionado para cada fragmento social, que refuerza el blindaje del patrimonio histórico oficial, favorece la reproducción de la marginalidad de determinados agentes históricos y, en últimas, desconoce cualquier proyecto colectivo como nación. Para algunos autores, esta pretendida democratización del pasado, que en definitiva no es más que su privatización, se refleja en el interés denodado por la memoria como ejercicio contrapuesto o disidente de la historia (Ankersmit, 2001: 154; Nora, 1998). Tanto las críticas a las ficciones patrimoniales como las advertencias sobre la privatización del pasado resultan relevantes en un país como Colombia, caracterizado por un proceso lento y traumático de constitución del Estado, por un territorio trizado por la fuerza de las regiones y, ante todo, por un desarrollo regional desigual; un país con una sociedad nacional expuesta a brechas profundas entre clases y fracciones de clase, con fenómenos históricos de marginación de las diversidades sociales, culturales y étnicas, con una marcada herencia de segregación por estamentos en regiones y localidades, y con una precariedad ostensible en los campos encargados de la creación cultural y, en general, de la producción simbólica. Por todo

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lo anterior, un país sometido a conflictos intensos de distinta naturaleza que han escalado diferentes tipos de violencias. Esta compleja composición del Estado nacional, que algunos dudan de que efectivamente exista, es un requisito al momento de abordar la construcción de nuestro patrimonio histórico: ella le impone obligaciones a cualquier indagación acerca de las políticas y las poéticas de la patrimonialización histórica del país. Precisamente, la historia social, entendida no desde la acepción que recoge a una amplia escuela historiográfica sino como una de las estrategias fundamentales del socioanálisis, resulta un recurso pertinente para interrogar la construcción del patrimonio histórico según las relaciones de fuerza que han modelado al país. En este sentido, la historia social estudia el patrimonio histórico en las estructuras sociales que han definido las relaciones entre Estado y sociedad en Colombia. Este texto presenta un esbozo de lo que puede ser una historia social de nuestro patrimonio histórico.

La primera festividad nacional Había transcurrido un año de la independencia definitiva de la Nueva Granada del dominio de España. En las altiplanicies de la república recién aparecida estaba Bogotá, hasta hace poco la misma Santafé, dispuesta a celebrar el primer aniversario de la batalla de Boyacá y del ingreso triunfal del Libertador Simón Bolívar a las calles de la ciudad. Aunque en los años de la denominada patria boba se sucedieron las primeras celebraciones cívicas para rememorar acontecimientos como los del 20 de julio en Santafé o el 11 de noviembre en Cartagena, el aniversario de los hechos sucedidos en los campos de Boyacá se revistió como una de las primeras festividades cívicas que habría de comprometer a la república liberada. Para este primer aniversario, las autoridades residentes en Bogotá, en cabeza del vicepresidente Francisco de Paula Santander, señalaron los actos que habrían de cumplirse durante cuatro días, desde el amanecer

Sin título, Érika Martínez, 2002. Policromía con matriz de yeso, 35x50 / 50x70 cm

del 7 hasta la noche del 10 de agosto de 1820. Del conjunto de actos dispuestos para la celebración resulta relevante extractar algunos de los que fueron programados para los días 8 y 9 de agosto: Día 8 Todo hombre que tenga mediana posibilidad formará una pequeña enramada en la alameda vieja, poniendo cuatro palos de mediana elevación y su toldo para defenderse del sol o lluvia; pero puesto de tal modo que quede la vista franca y expedita para todas partes. Cada uno marchará a aquel sitio desde las siete u ocho de la mañana con su familia: deberá comer públicamente con ella y los amigos que guste en la misma enramada… La comida se principiará a las dos. Las enramadas se formarán lo más temprano posible y sus columnas irán cubiertas de laurel, olivo y flores aromáticas: se quemarán durante la comida algunos aromas para embalsamar el aire, y el resto del día se llenará con paseos, danzas y demás diversiones honestas al arbitrio de la concurrencia. Por la noche se representará en el teatro la bella tragedia de Alcira. En el resto del día se permiten en la alameda los juegos

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de perinola, blancos y colorados, y cachimona, pero no otro alguno. Día 9 Al dar las nueve de la mañana concurrirá a la plaza todo hombre que pueda hacerlo montado en traje decente. Se darán vivas gloriosos a la entrada del Libertador en esta Capital, a la recuperación de la libertad; a la destrucción de los tiranos y de la dominación española; se marchará siguiendo el orden que se indicare por el individuo que se destine al intento hasta llegar a la ramada del Cabildo en la plazuela de San Diego, donde principió el paseo de triunfo del Libertador. De allí se volverá a la izquierda a tomar la Alameda vieja, y viniendo por la calle del puente de San Victorino se volverá a la plaza por la de Florián: se andará aquella en contorno majestuoso, se repetirán los vivas, y se continuará el paseo hasta los deliciosos campos de Fucha, en donde habrá nuevos vivas. El regreso se hará por la misma calle hasta llegar a la plaza de San Agustín, en donde se tomará la del cuartel de Bogotá y Santa Clara para volver a la plaza a terminar el paseo: se repetirá la comida cívica en la plaza. Por la tarde habrá carreras (corregido —una corrida de toros, y los toreadores llevarán máscara—), y por la noche un nuevo baile en el Coliseo, a que como al de Palacio habrá de concurrir todo el mundo en traje de ceremonia, y los hombres de media y zapato. La plaza y las calles designadas para el paseo se deberán colgar con la decencia y decoro posibles y se limpiarán con esmero (Romero, 1952: 331).

Estos actos, que se cumplieron a cabalidad según lo cuenta el propio Romero por alusiones que de ellos hiciera la Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada de José Manuel Groot, muestran una festividad que, aunque celebraba la ruptura con un orden anterior, estaba prendada a las viejas usanzas de ese mundo en retirada: las marchas por la ciudad entonando vivas a la autoridad, las enramadas en las calles principales, la profusión de flores y aromas, las representaciones teatrales, los bailes de máscaras y, con todo esto, las corridas de toros para el goce popular. No obstante, en medio de estos pasajes destaca un elemento: la convocatoria a los hombres para que, según sus medios y apariencias, se congregaran debidamente con sus familias para participar en la festividad. Si

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El héroe, según su ascendencia social y su rango en la causa patriota, fue revistiendo a su familia con las notabilidades que otrora concedieran las dádivas monárquicas.

se quiere, nuestra primera festividad republicana fue, ante todo, una festividad de familias. Este hecho deja de ser una simple referencia anecdótica cuando se tiene en cuenta que, desde los tiempos coloniales, y aun bien entrados los tiempos republicanos, la familia se constituyó en la unidad fundamental de producción y reproducción de los matrimonios y los patrimonios, es decir, se erigió en el recurso determinante para la acumulación de los capitales disponibles en el mundo social. Por esto alrededor de la familia se tejieron las instituciones, prácticas y usanzas sociales, religiosas, económicas, políticas y culturales, tanto en la Colonia como en el transcurso del siglo xix, una característica propia de sociedades de corte estamental que prescriben con mayor o menor rigor los linderos entre grupos en función de criterios raciales, materiales o simplemente ideológicos, para los cuales resulta determinante, precisamente, la membresía a un tronco familiar (cfr. Rodríguez, 2004). Las familias concurrieron a la primera festividad republicana según sus posibilidades para erigir una enramada, para disponer las viandas, para convocar a sus amigos y vestir trajes decentes. Pero la relevancia de la familia se manifestó más allá de la disposición para la festividad que, en cualquier caso, no dejó de ser semejante a las disposiciones que tenía reglada la vida colonial para actos públicos como la asistencia a la iglesia o la recepción de alguna notable autoridad. La relevancia de la familia se hizo especialmente evidente en el duelo a los héroes muertos. La legislación sobre la memoria de los muertos por la patria, acogida en el Congreso de Cúcuta en 1821, fue una medida tanto

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para recordar a los esposos, los padres y los hijos caídos en procura de la emancipación definitiva de España como para compensar a sus viudas, hijos y padres. El héroe, según su ascendencia social y su rango en la causa patriota, revestía a su familia con las notabilidades que otrora concedieran las dádivas monárquicas. De hecho, puede afirmarse que la gesta de independencia se erigió en un medio expedito para desplazar las genealogías atadas a los títulos hispanos en beneficio de unas genealogías prendadas al tronco de los héroes ilustres de la patria. Respecto a la legislación del Congreso de Cúcuta, refiere Tovar: El recuerdo de todos estos muertos debía conservarse como un componente fundamental de identificación en la formación de la patria libre y la constitución del Estado nacional. Dada esta función de los muertos, era imperioso que se procediera a la institucionalización de sus reconocimientos. Con este propósito, en 1821, durante el Congreso de Cúcuta, se impartió, en efecto, una legislación sobre la memoria de los muertos por la Patria y acerca de las consideraciones y recompensas a que se hacían acreedoras sus viudas, huérfanos y padres… El decreto disponía la creación de una memoria en tres niveles de reconocimiento, según las tres categorías de muertos que eran objeto de consideración: la muerte en el campo de batalla, la muerte en el cadalso y la muerte natural de quien era servidor de la Patria (Tovar, 1997: 134).

Con el transcurrir de los años, en medio de las escasas transformaciones de la naciente sociedad republicana, la invención del patrimonio histórico permaneció atada a las dinámicas de una sociedad estamental que era básicamente una comunidad diferenciada de familias. Más aún, la progresiva erosión de la sociedad estamental, sobre todo en las poblaciones principales, producto de una tímida ampliación de la base social urbana, de la extensión de algunas posibilidades de movilidad social de sectores emergentes, de la aparición de nuevos capitales económicos, sobre todo por actividades extractivas, y de la apertura de los matrimonios probables, favoreció las prácticas orientadas a resaltar la antigüedad de los apellidos, la ascendencia de los troncos familiares y la

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prestancia de los parientes. De allí que procediera un afán de perpetuación de la singularidad de los grupos familiares, que tuvo como uno de sus escenarios privilegiados los nacientes cementerios públicos (Serna, 2001: 77-78). Aunque desde el siglo xviii la Corona española había establecido disposiciones para abolir las inhumaciones en templos o monasterios y obligarlas en cementerios, éstas no pudieron vencer las creencias existentes entre las gentes sobre la sepultura de los muertos a distancia de la sagrada tutela de las iglesias. En el caso nuestro, sólo hasta 1827, por disposición firmada por el presidente Simón Bolívar, procedieron las autoridades a construir cementerios públicos. Aunque en principio las gentes mantuvieron su reticencia a la medida, sobre todo las pudientes, que mal vieron la inhumación en campos donde sepultaban a todos los cristianos sin distingos, con excepción de los suicidas, progresivamente los cementerios se utilizaron no sólo para sepultar sino, más aún, para celebrar la memoria de los parientes. En Bogotá, por ejemplo, el cementerio Central, que entró en funcionamiento desde el año 1832, se constituirá en uno de los escenarios donde se emplazarán los primeros monumentos urbanos dedicados, obviamente, a personas, familias o linajes (cfr. Cortázar, 1938).

En procura de un museo nacional El proceso de organización de la naciente república supuso un esfuerzo por dotar al país de una institucionalidad con capacidad para garantizar el gobierno dentro de los derroteros de la civilización. Como afirma Langebaek, esta pretensión por el ideario de la civilización no sólo resultó fundamental para el proyecto de las élites nacionales de hacerse a unos modos de perpetuación sino también para imponer unos modos de exclusión de unas mayorías consideradas viles por naturaleza, o simplemente envilecidas por los efectos de siglos de dominación hispánica:

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de su mismo origen, el museo comenzó a recibir objetos alusivos a los héroes de la independencia, estandartes de las batallas que aún se libraban en diferentes lugares del otrora mundo hispánico, y obras de arte de maestros de la Colonia. Con el tiempo, el museo, renombrado como Museo Nacional en 1826, acogió colecciones mineralógicas, muestras botánicas, artefactos de la Colonia y piezas indígenas antiguas. Entre 1820 y 1880, en la medida en la que el país entró en un ciclo ininterrumpido de guerras civiles, el museo amplió sus colecciones, básicamente porque “la gente [se vio obligada a] pensar en la necesidad de poner a salvo el patrimonio nacional” (González, 2000: 92). Sin título, Héctor Marino Montoya, 1996. Grabado en linóleo (taco perdido), 29x30 / 50x70 cm

A partir de la Independencia se inició un lento, incompleto y fragmentado proceso de construcción de nacionalidad, algo que ni siquiera había hecho parte de la agenda de los primeros movimientos criollos de fines del siglo xviii. La idea de nación revestía importantes aspectos económicos, sociales, morales y religiosos. Al principio, el deseo “civilizador”, mucho más importante que la idea abstracta de nación, fue al menos tan fundamental en el proceso de formación y consolidación de élites, como la lucha por acumular capital. Los primeros debates sobre el futuro de la nación giraron en torno al fomento de una ética del trabajo, el libre comercio, pero también la idea de adoptar valores “civilizados” y por ende muy diferentes de los que tenía, por una parte, la población mestiza, negra e indígena, así como los blancos pobres (Langebaek, 2003: 77).

Precisamente este ideario civilizatorio fue el que estuvo en los principios del Museo de Ciencias Naturales, establecido por disposición del vicepresidente Francisco de Paula Santander el 28 de julio de 1823. En consecuencia con este ideario, el museo se entendió en sus comienzos como un centro indispensable para el conocimiento y el reconocimiento de las riquezas naturales del país, un espacio para el beneficio de la agricultura, las artes y el comercio de la nación. No obstante, des-

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Hacia finales del siglo xix, Rosa CarnegieWilliams refirió que en el museo se encontraban, entre otras excentricidades, la calavera del virrey Solís, un taburete de fusilamientos, huesos de mastodonte, grandes colmillos de animales, algunas aves y culebras, terneros de dos cabezas conservados en alcohol, algunos tigres disecados, un viejo baúl, varios minerales, una reliquia de las pirámides de Egipto, muestras de flora y fauna, un reloj solar y “en una mesa de centro había tres espantosas momias de indios muertos” (Carnegie-Williams, 1883/1990: 128). De cualquier manera, todos los objetos ingresaban al museo sin mayor criterio o, mejor, con el criterio de un coleccionismo decimonónico filtrado con ciertos discursos del país, donde lo natural, lo indígena y lo exótico estaban conectados por analogías, cuando no por razones de continuidad espacial o temporal. Pero el museo se convirtió también en un depósito de las reliquias de determinadas familias prestantes.

La sublimación de los próceres En principio, la naciente república no conoció monumentos a los próceres. El ambiente de confrontación que siguió a la breve primavera de la independencia caldeó intensamente los ánimos entre facciones políticas bolivarianas y santanderistas, lo que condujo a que sólo la muerte de los próceres y el

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paso del tiempo permitieran emprender iniciativas dirigidas a sublimar su presencia como héroes nacionales, porque, como señala Tovar, “los muertos mandan” (Tovar, 1997). Simón Bolívar impuso la dictadura en 1828, pero declinó definitivamente en 1830, salió de Bogotá, y murió en diciembre de ese mismo año en la ciudad de Santa Marta. El Hombre de las dificultades fue sepultado en esa misma ciudad, hasta que en 1842 el gobierno venezolano repatrió sus restos a la ciudad de Caracas. Francisco de Paula Santander estuvo en el destierro en Europa hasta 1831, ejerció la presidencia de la Nueva Granada entre 1832 y 1837, y murió en Bogotá en mayo de 1840. El Hombre de las Leyes fue sepultado inicialmente en el cementerio Central, desenterrado años después para sepultarlo en su casa en el parque de San Francisco, hasta que por último regresó al mismo cementerio. Sólo a mediados de los años cuarenta se reconocen las iniciativas por emplazar monumentos en nombre de los padres de la patria. En el caso de Bolívar, se hizo por iniciativa de uno de sus grandes amigos, José Ignacio París, quien mandó a esculpir al artista italiano Pietro Tenerani una estatua del Libertador para emplazarla en la Quinta que el propio París le había obsequiado a Bolívar en vida. París decidió donar la estatua al Congreso de la República, que la erigió en el centro de la Plaza Mayor con so-

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lemne ceremonia presidida por un tedeum el 20 de julio de 1846. En el caso de Santander, su primer monumento corrió por iniciativa del Congreso de la República, que por medio del decreto del 8 de mayo de 1850 dispuso la erección de una estatua en la plaza de San Francisco, en cuyo marco estaba la residencia del prócer. Adicionalmente, la ordenanza del 8 de octubre de 1851 de la Cámara Provincial de Bogotá dispuso que la plaza de San Francisco se llamara en lo sucesivo Plaza de Santander. No obstante el decreto legislativo, la estatua al Hombre de las leyes sólo se erigió casi treinta años después, el 6 de mayo de 1878. En las décadas siguientes se emplazaron nuevos monumentos a los próceres de la independencia, aunque estas iniciativas no fueron ajenas a una serie de transformaciones más amplias sucedidas en las ciudades y las sociedades urbanas del país. Desde mediados del siglo xix el país pudo insertarse a los circuitos del sistema mundial, gracias, ante todo, a las economías extractivas. Aunque fue una inserción periférica, débil y pasajera, se tradujo en una afluencia de capitales que dinamizaron las actividades económicas en algunas regiones y ciudades. Por un lado, esta situación permitió la aparición de unas incipientes clases sociales modernas, entre ellas unas fracciones burguesas que incorporaron nuevos elementos a los estilos de vida consuetudinarios, como los clubes sociales, propicios para imponer nuevas formas de diferenciación y distinción social en medio del agotamiento de la sociedad de estamentos, para crear solidaridades económicas y políticas entre pares de clase y para emprender labores filantrópicas sustitutas o complementarias a las viejas prácticas caritativas. Por el otro, las ciudades reclamaron la adopción de medidas de intervención urbanística que frenaran padecimientos que se remontaban a los mismos tiempos de la Colonia y que resultaban especialmente catastróficos ante la lenta pero efectiva expansión de la población urbana. Las inversiones urbanísticas, especialmente en las últimas décadas del siglo xix, se orientaron a garantizar medidas de intervención que en definitiva permitieran la regeneración de los pobladores más pobres (cfr. Serna 2001 y 2006). En este contexto, en las últimas décadas del siglo xix y las primeras décadas del siglo xx, ciudades como Bogotá vieron el desmantelamiento de las viejas plazas de mercado coloniales y la aparición de nuevas plazas históricas dedicadas a los próceres de la independencia: la de las Nieves, erigida a nombre de Francisco José de Caldas; la de San Victorino, al de Antonio Nariño; la de La Capuchina, al de Camilo Torres; la de Las Aguas, al de Policarpa Salvarrieta, y la de Chapinero, al de Antonio José de Sucre. Algunas de estas plazas se erigieron con el patrocinio filantrópico de algunos clubes sociales, como el del Polo Club en el caso de la plaza Francisco José de Caldas. Valga señalar que en esta tarea de emplazar monumentos a los próceres cumplió un

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papel fundamental la Sociedad de Embellecimiento, posteriormente conocida como Sociedad de Mejoras y Ornato, creada en Bogotá en 1898. Algo semejante sucedió en otras ciudades del país, con próceres nacionales o con héroes locales (Serna, 2001: 34).

El ciclo de las grandes efemérides Un país convulsionado por las guerras civiles inició en la década de 1880 a lo que puede definirse como el ciclo de las grandes efemérides: el primer centenario del natalicio de Bolívar en 1883, el cuarto centenario del descubrimiento de América en 1892, el primer centenario de la independencia en 1910, el primer centenario de la Batalla de Boyacá en 1919 y el cuarto centenario de la fundación de Bogotá en 1938. Cada una de estas celebraciones tuvo tras de sí los intereses de los gobiernos de turno y las aspiraciones de distintos sectores económicos, sociales y políticos: 1883 trajo consigo una amplia divulgación del ideario bolivariano, que se consideraba eficientemente vindicado por la Regeneración; 1892 permitió que los sectores conservadores en el poder reiteraran unos vínculos irreprochables del país con España; 1910 fue dispuesto para hermanar nuestras tradiciones más conservadoras con las aspiraciones civilizatorias de las potencias de entonces; 1919 favoreció los discursos del patriotismo católico, y 1938, en el caso específico de Bogotá, supuso una efeméride propicia para que las élites urbanas promovieran el advenimiento de una ciudad auténticamente moderna. En medio de este ciclo de grandes efemérides se acuñaron nuestros símbolos patrios, se emplazó como nunca antes una serie interminable de monumentos, se establecieron academias de historia, se promovieron textos de historia patria y se consagraron festividades cívicas. Sin duda, el evento más descollante de este ciclo de efemérides fue la celebración del primer centenario de la independencia, en 1910. Al respecto de esta celebración, Frédéric Martínez afirma: Cuando se les despoja de su estética exposicionista y de su idealismo panlatino, las fiestas del Centenario aparecen ante todo como una empresa de catequización nacionalista y católica en torno a algunos ídolos de bronce y al poder cohesivo de la Iglesia […]. La celebración del Centenario, repetida y difundida en todo el país por alcaldes, clérigos y juntas departamentales del Centenario, revela su esencia verdadera: un juramento organizado de fidelidad a los dioses tutelares de la República conservadora: la Iglesia y los próceres (Martínez, 2000: 330).

La irrupción de un campo del patrimonio Pese a la magnitud que alcanzaron algunas de las grandes efemérides, la irrupción de un campo orientado concretamente a la definición del

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patrimonio histórico tuvo en su origen el impacto de la Guerra de los Mil Días (1899-1902). En efecto, en medio de un país abatido por una cruenta guerra civil, a la que se suma después la pérdida de Panamá, el Gobierno nacional dispuso, por medio de la Resolución 115 del 9 de mayo de 1902 del Ministerio de Instrucción Pública, la creación de una Comisión de Historia y Antigüedades Patrias, fundada en el hecho de “que por incuria y por la triste situación del país, día a día se van perdiendo irreparablemente multitud de documentos preciosos, de monumentos y datos de todo género, que constituyen material histórico de grande importancia para Colombia” (Velandia, 1988: 26). A partir de 1903, la naciente Academia Colombiana de Historia dispuso la creación de academias y centros regionales en Antioquia (1904), Boyacá (1904), Bucaramanga (1908), Popayán (1909), Neiva (1910), Manizales (1911), Cartagena (1912), Cali (1912), Magdalena (1919) y Cúcuta (1936), entre las principales (Velandia, 1988). Desde su nacimiento, la Academia Colombiana de Historia se dio a la tarea de divulgar textos históricos. Dentro de los resultados más descollantes de la academia en esta materia se encuentran la publicación periódica del Boletín de Historia y Antigüedades, la selección de textos escolares —entre los que se destaca la conocida historia patria de Henao

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y Arrubla, que ganó el concurso que organizara la academia en el marco del centenario— y, más a mediados del siglo, la aparición de los primeros volúmenes de la Historia Extensa de Colombia. Un segundo frente de la academia se dedicó a asesorar al Ministerio de Instrucción Pública, que desde 1928 se denomina Ministerio de Educación Nacional, para el lineamiento y la vigilancia de programas y textos escolares. Otra labor de la academia consistió en asesorar a las autoridades nacionales y municipales en lo relacionado con la definición de los sitios históricos representativos y con el emplazamiento de bustos, monumentos y otros objetos de rememoración. Por último, la academia tuvo como otro de sus frentes velar por las festividades patrióticas, para lo cual adquirió facultades especiales por medio de la Ley 15 del 24 de septiembre de 1924, que delegó en ella la organización de las festividades del 20 de julio y del 7 de agosto. La Academia Colombiana de Historia, conformada básicamente por clérigos, militares, altos funcionarios y académicos, asumió la historia como un objeto consagratorio, profusamente elaborado con los cánones de la erudición y del estilo, y orientado a exaltar el discurso patriótico. Dentro de su producción ocupó un papel de primer nivel el género biográfico, convertido en el recurso por excelencia para cultivar la historia dentro de una concep-

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ción que la consideraba el resultado fundamental de las realizaciones humanas individuales que estaban por encima de las contingencias sociales, económicas, políticas y culturales. De cualquier manera, la inclinación por la biografía no dejó de reafirmar la vieja idea de que el patrimonio histórico era, ante todo, un asunto de familias, de grupos corporativos o de linajes, frente al cual la sociedad sólo podía ser un objeto pasivo dispuesto sólo a la reverencia y a la contemplación. Esta concepción de la academia fue progresivamente confrontada, en la medida en que surgieron nuevas instancias de estudio y formación influidas por los desarrollos de diferentes corrientes de pensamiento, entre ellas el materialismo histórico y el positivismo. Frente a las visiones dominantes dentro de la academia, que consideraban que el oficio del historiador no era objeto de formación, que no era posible subordinarlo a método alguno, que dependía ante todo del talento y el juicio en capacidad de resarcir las intimidades de los espíritus que hacían factibles los grandes acontecimientos, estas corrientes de pensamiento plantearon los estudios históricos como una disciplina, obligada a indagaciones metódicas, con capacidad de reconocer sujetos colectivos que en ajuste a fuerzas sociales y leyes históricas transformaban sus condiciones de existencia. Estas nuevas concepciones tuvieron acogida en instancias como la Escuela Normal Superior, una de las instituciones culturales más representativas de la República Liberal, así como en las facultades universitarias. Entre las décadas del cuarenta y el ochenta del siglo xx se evidenciaron las tensiones entre la Academia de Historia y las universidades: aquélla era considerada por éstas como el bastión de unos anquilosados discursos patrioteros; y los académicos tradicionales consideraban las Universidades como el escenario donde tomaban fuerza unos discursos anarquizantes que atentaban contra los valores supremos de la existencia nacional. El desarrollo de las facultades universitarias, en particular desde los años cincuenta, trajo consigo la aparición formal de un conjunto de disciplinas: la economía, la filosofía, la sociología, la historia y la antropología. Aunque algunos sectores de la Academia de Historia, especialmente los más próximos a la universidad, fueron sensibles a estos desarrollos disciplinares, en particular en campos como la historia y la antropología, en realidad los enfoques teóricos y metodológicos abrieron aún más la brecha con la historia oficial (historia patria) que se consideraba tramitada por la academia. Uno de los escenarios de confrontación entre las posturas de la academia y de las nacientes disciplinas fue la enseñanza de la historia en las escuelas: para unos, ésta debía mantenerse en el esfuerzo de impartir un conocimiento de los personajes y los acontecimientos históricos que permitiera

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formar en unos valores nacionales; para otros, la enseñanza de la historia debía evidenciar los procesos que dieron forma a la sociedad colombiana (Serna, 2001: 147).

La patria, la historia, la violencia Desde mediados del siglo xix, el deterioro de la sociedad estamental se tradujo en una creciente desregulación de conductas y comportamientos: las grandes poblaciones, incluso poblados menores se vieron afectados por fenómenos criminales y delincuenciales inéditos que, de cualquier manera, se entreveraron con la seguidilla de levantamientos, motines y guerras civiles. En medio de una sensación generalizada de descomposición social, la incipiente sociedad de clases auspició nuevos mecanismos capaces de sustituir la exclusiva moral religiosa con el soporte de una nueva moral pública, inspirada en el discurso de la civilización. En este contexto, por ejemplo, empezó la circulación por el país de la afamadísima Urbanidad de Carreño, todo un tratado de costumbres acunado en la vecina Venezuela, que se erigió como un medio propicio para la reinvención de las costumbres en medio del eclipse de la sociedad de estamentos (cfr. Restrepo, 2003). Pero este proceso de transformación de una sociedad eminentemente estamental a una incipiente sociedad de clases trajo consigo del mismo modo la intención de recurrir a la historia patria como un recurso portentoso para inventar una moral nacional que, sin desprenderse de los valores supremos de la religión, de las costumbres antiguas ni de las responsabilidades ciudadanas, bien sería una moral pública. Precisamente esta decisión de emplazar a la historia patria como fuente de una moral nacional y pública terminó canonizando a la historia misma: en una sociedad donde sólo lo religioso era sagrado, donde sólo eran admisibles las efigies de santos y vírgenes, donde el catecismo era palabra de Dios, donde las únicas concentraciones que no despertaban sospechas eran las procesiones

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religiosas o los desfiles militares, la canonización de la historia permitió sacralizar a la patria, levantar monumentos a héroes para rendirles culto, producir los primeros catecismos patrios y auspiciar festividades cívicas masivas. Esta aura sacralizada se tendió sobre las festividades cívicas en el tiempo, tanto más con la aparición de la Academia de Historia (Serna, 2001: 111). De esta manera, las crisis sociales, tan recurrentes en el país, progresivamente se asociaron a la ignorancia de las gentes sobre la historia patria, al alejamiento de las nuevas generaciones de las virtudes encarnadas en los padres fundadores del país, al desdén de los ciudadanos por los valores que forjaron la nacionalidad. En últimas, las crisis sociales se hicieron propicias para las elegías, por la pérdida de la historia como leccionario sagrado; estas elegías tenían bastantes semejanzas con esas pesadumbres bíblicas en las cuales jueces, reyes y profetas endilgaban los males del presente al distanciamiento del pueblo del pacto suscrito por sus ancestros con Dios. Como quedó dicho, la propia Academia de Historia surgió de uno de estos instantes elegíacos, que asociaron los desastres de la Guerra de los Mil Días menos a la beligerancia de dos partidos antagónicos y más al olvido de las enseñanzas de la historia. Para evitar el destino de la oveja descarriada, niños y jóvenes debían instruirse en el culto patriótico. Era de esperarse que en un país inmerso en contradicciones estructurales, con conflictos sociales, armados y políticos recurrentes, las elegías por la historia se mantuvieran en el tiempo, así como los clamores porque en las escuelas no se desistiera del culto patriótico. En los años cuarenta, en medio de uno de los periodos de mayor crudeza de la violencia partidista, sólo meses antes de que fuera asesinado el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, la Presidencia de la República expidió el Decreto 2229 del 8 de julio de 1947, que impuso para todas las escuelas y colegios la Institución de la Bandera, ritual que se mantiene. Este decreto señalaba: Artículo 1.º A partir del próximo 19 de julio, Día de la Juventud Colombiana, créase en todos los establecimientos de enseñanza primaria, secundaria,

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normalista, vocacional e industrial de la República, la Institución de la Bandera, cuyo objeto es fomentar el culto por los símbolos de la Nacionalidad Colombiana, y a la vez a recompensar a los estudiantes que más se distingan por su comportamiento cívico y por su aprovechamiento intelectual. Artículo 2.º Como manifestación externa de esta Institución, semanalmente se efectuará un acto durante el cual el alumno que más se haya distinguido, izará la bandera de la Patria, mientras la comunidad canta el Himno Nacional. El alumno que al finalizar el año haya izado mayor número de veces el Pabellón Colombiano, como recompensa a sus méritos recibirá un premio especial del establecimiento, y, en igualdad de condiciones legales con otros aspirantes, será preferido para la adjudicación de becas nacionales o extranjeras (MEN 1949).

Las flaquezas en los rituales cívicos y en el culto patriótico se entendieron como la fuente de las violencias que azotaban al país. Tal fue el diagnóstico que estableció la academia sobre las causas de los terribles acontecimientos del 9 de abril de 1948 tras la muerte de Gaitán: De manera especial y de acuerdo con la índole de sus labores, la Academia deplora la pérdida de edificios ligados estrechamente a la historia de Colombia, como el Palacio de San Carlos, residencia de los Presidentes de Colombia por cerca de un siglo y llena de los recuerdos de Bolívar y Santander y de los más egregios de nuestros próceres; como el Palacio Arzobispal, en donde por más de dos siglos residieron los Pastores de la Iglesia; como el Palacio de la Nunciatura Apostólica, sede del más alto poder espiritual de la tierra; como el convento de la Concepción, de secular encanto: en ellos se perdieron archivos irremplazables y de gran valor. La Academia reafirma su propósito de insistir, cada día con mayor empeño, en la tarea necesaria de vivificar y extender el conocimiento de la historia de Colombia y el sentimiento patriótico que tan dolorosamente fueron afectados en los últimos trágicos sucesos, y de estar siempre al servicio de los altos ideales de justicia, de orden, de paz y de acatamiento a la ley, sin los cuales se perdería el fruto de siglos de esfuerzos y se cerrarían todos los caminos que pudieran llevar a la República a la realización de sus mejores destinos (ACH, 1948: 313-314).

Como una de las respuestas a estos acontecimientos, la Presidencia de la República expidió el

Bolívar punk, Aníbal Alexis Duque, 1994. Policromía en metal (viscosidad - Hayter), 24x35 / 35x50 cm

Decreto 2388 del 15 de julio de 1948, en el que dispuso la intensificación del estudio de la historia en las escuelas, la vigilancia especial al nombramiento de profesores de historia, la reiteración de facultades para que la Academia de Historia, con sus seccionales regionales y municipales, mantuviera la atención sobre los programas y los textos escolares, la creación de cátedras de formación docente y la apertura de concursos para exaltar a los maestros más dedicados a la materia. Este decreto ratificó las disposiciones del Decreto 2229, que estableció la Institución de la Bandera, y adicionó que, en medio del rito, los estudiantes debían jurar fidelidad a Dios, a la bandera y a la patria. En los artículos 9.º y 10.º, el decreto señalaba: Artículo 9.º En todas las Escuelas, Colegios, Facultades Universitarias y demás centros educacionales del país, se celebrará todos los años en el mes de julio una sesión solemne especial, destinada a exaltar las glorias de Colombia, el recuerdo de los fundadores y grandes cultores de la nacionalidad, los sentimientos de libertad y democracia y los deberes de los ciudadanos para con la Patria. Artículo 10.º En todos los locales de los establecimientos de educación del país se mantendrán en lugar preferente retratos de Bolívar y Santander y de otros próceres y heroínas de la República, que el Ministerio de Educación suministrará oportuna-

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mente. Las Directivas correspondientes escogerán entre los fundadores de la Patria, uno que sirva a manera de Patrono Cívico del respectivo plantel y harán que la comunidad lo estudie de modo especial y le rinda permanente homenaje (MEN, 1949: 8).

No obstante, el peso de las contradicciones estructurales del país hizo cada vez más insolvente el recurso a la historia. Los procesos de urbanización sucedidos desde los años cincuenta, que desbordaron dramáticamente a las ciudades, trajeron consigo una crisis del espacio público existente donde estaban emplazados los monumentos, donde estaban las plazas históricas, donde circulaban los desfiles. Pero no era una impotencia del patrimonio histórico en sí mismo: el desajuste social provocado por factores económicos, sociales, políticos y culturales más amplios hizo inviable cualquier pretensión con la historia existente. Los héroes de bronce fueron eclipsados con las propias tramas urbanas, convertidos en significantes sin significados, incapaces de proyectar todas las ideas que tuvo para ellos la sociedad que despidió el siglo xix y dio la bienvenida al siglo xx. Este distanciamiento con las referencias habituales de la historia corrió paralela a un extrañamiento de la ciudad como proyecto colectivo, lo que llevó a la aparición de unas memorias urbanas localizadas que, como en los principios del patrimonio urbano, son también unas memorias de familias o de vecinos (Serna y Gómez, 2009). En este sentido, las propias fragmentaciones de la sociedad nacional y, en ella, de las sociedades urbanas, condujeron a que las luchas sociales, por legítimas que fueran, no recalaran en la memoria de instancias colectivas en capacidad de revestirlas como objetos de patrimonio histórico. Mientras que en otras tradiciones los indígenas, los campesinos, los obreros o los propios intelectuales lograron hacerse, por medio de distintas instancias, objetos de representación, lo cual los afirmó como agentes de primer orden en la historia nacional, en la nuestra la precariedad de los espacios democráticos, la fragilidad de la sociedad civil y la

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atomización de las instancias de representación de los distintos agentes sociales condujeron no sólo a que las luchas sociales no siempre garantizaran conquistas amplias y perdurables sino también a que ellas mismas no trascendieran en el tiempo unos nichos en exceso reducidos. Obviamente en medio de esta incapacidad están los impactos de unas violencias intensas que descompusieron el conflicto, desvaneciendo a su paso a las instituciones, al entramado social y a las instancias de representación. De hecho, aquí se instala una de las contradicciones que enfrentan distintas iniciativas decididas a recuperar la memoria de nuestras violencias y con base en ésta levantar nuevos monumentos: ellas pretenden reconocer las víctimas sólo por el acto mismo de victimación pero no por su condición de agentes sociales vinculados con un proyecto histórico que, por distintas circunstancias, permanece trunco. Esta situación lleva a que los dolientes de las víctimas no rebasen a las propias familias, y eventualmente a algunas comunidades circunscritas. Es entonces cuando las vicisitudes de la memoria se presentan inseparables de las vicisitudes de la democracia (Serna y Gómez, 2009). Pero las pretensiones de explicar nuestras catástrofes con base en la ignorancia de la historia no han cesado, ni siquiera en tiempos recientes. En los años ochenta, en medio de un periodo de escalamiento terrorífico de nuestras violencias, distintas voces desde la Academia de Historia volvieron a señalar que la mala enseñanza de la historia, su afectación por dudosas ideas sociales, y la delegación a sospechosos técnicos formados en la Unión Soviética, estaba en las motivaciones que llevaban a los jóvenes a internarse en las montañas para vincularse a las guerrillas comunistas. Ante esto, algunos miembros de la Academia, entre ellos don Antonio Cacua Prada, reclamaron al gobierno de Virgilio Barco Vargas que intensificara la enseñanza de la historia, que promoviera el conocimiento en las escuelas de las biografías de los próceres y que por este medio hiciera posible el retorno del culto patriótico (Serna, 2001: 145). Una vez más,

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se trata de un esfuerzo por restituir el patrimonio al patronato de las familias. Por todo lo anterior, puede afirmarse que no estamos ante una sociedad sólo limitada para conmemorar un pasado cada vez más remoto, sino ante una sociedad que, en el curso de dos siglos, no ha tenido nada nuevo que conmemorar. Desde el siglo xix, la sociedad colombiana no pudo transformar su calendario de festividades: mantuvo el itinerario de fiestas santas heredadas de la Colonia y las festividades cívicas surgidas de la emancipación de España. Las únicas novedades fueron la inclusión tardía del 1.o de mayo y el desplazamiento de las fiestas religiosas para puentes festivos, con excepción de la Semana Santa y la Navidad. En últimas, una sociedad que, aunque permaneció en guerra consigo misma, nunca ganó ninguna (con excepción de la intentona peruana), y por ello no pudo inventar nuevos héroes ni disponer de un hecho reciente en capacidad de trascender a patrimonio. Si hemos emplazado recientemente nuevos monumentos a políticos, intelectuales o pe-

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Puede afirmarse que no estamos ante una sociedad sólo limitada para conmemorar un pasado cada vez más remoto, sino ante una sociedad que, en el curso de dos siglos, no ha tenido nada nuevo que conmemorar.

riodistas, éstos distan de tener un aire patrimonial: son monumentos de duelo, que transportan el presente hacia el pasado, erigidos para hombres vivos convertidos en muertos que nunca regresarán; no son monumentos históricos, esos que transportan el pasado hacia el presente, erigidos para que los hombres muertos puedan personificarse en los vivos, auspiciando con ello el eterno retorno de los ancestros. Éste es, precisamente, el poder del patrimonio.

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En esta misma obra • • •

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