LA INFORMACION POLITICO-POLICIAL Y LA EXCLUSION SIMBOLICA DE LOS EXCLUIDOS SOCIALES”

July 3, 2017 | Autor: Marcelo Pereyra | Categoría: Comunicación Polìtica, Poder y Control Social, Medios de comunicación y poder
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III CONGRESO PANAMERICANO DE COMUNICACIÓN Buenos Aires, 12 al 16 de julio de 2005. Ponencia: “LA INFORMACION POLITICO-POLICIAL Y LA EXCLUSION SIMBOLICA DE LOS EXCLUIDOS SOCIALES”

Autor: Marcelo R. Pereyra Institución: Universidad de Buenos Aires Eje temático: Periodismo, Periodistas y circulación de la información. Palabras clave: exclusión, medios, comunicación política

DE LOS DERECHOS HUMANOS “La marginalidad y la exclusión son condiciones que se aprenden, se hacen piel, se hacen conducta y esta es la mayor violación a los derechos humanos. Me parece imposible plantear el tema de los derechos humanos y la comunicación, sin un previo trabajo que desmonte los mecanismos legitimadores de la exclusión” (Rosana Reguillo)

La sociedad salarial -que en la Argentina tuvo su mejor desarrollo entre 1945 y 1975, aproximadamente- daba a cada uno, aún a un obrero no calificado, cierto lugar de reconocimiento tanto material como simbólico: los obreros estaban orgullosos de serlo, y en muchos casos también se enorgullecían de hacer entrar a sus hijos a trabajar en la misma fábrica. Y así, independientemente de las crisis políticas e institucionales, mientras hubo algún moderado crecimiento económico, y mientras la distribución de la riqueza tuvo algunos signos de equidad, el “orden social” se mantuvo relativamente estable porque, a pesar de las desigualdades, la inclusión social de los estamentos menos favorecidos, en tanto fuerza laboral, era posible.

Esta situación se modificó drásticamente en la actual etapa neoliberal del capitalismo. El nuevo orden económico alteró la antigua estabilidad social. Las consecuencias sobre las clases menos favorecidas no tardaron en adquirir visibilidad pública: el desempleo, la pobreza, la indigencia, la desnutrición infantil, entre otras; y casi simultáneamente

comenzaron a aumentar las tasas de delitos contra la propiedad como resultado inevitable del empobrecimiento generalizado. En consecuencia, las agencias policiales y judiciales debieron abocarse a combatir no sólo nuevas y más violentas modalidades delictivas, sino también a reprimir y castigar la creciente protesta social producto de la exclusión del aparato productivo de casi la mitad de la población. El endurecimiento punitivo del sistema penal, y los refuerzos de equipamiento y personal que recibieron las agencias estatales de seguridad no han sido suficientes para neutralizar el “descontrol” que producirían la protesta y el delito, efectos “indeseados” de una crisis tan amplia, profunda y extensa, que ya que perdura, por lo menos, desde hace diez años. Semejante crisis ha terminado por remodelar el complejo entramado social. Muchísimos aspectos de la vida cotidiana de los habitantes de las grandes ciudades han cambiado radicalmente, tanto en el plano material como en el simbólico.

En este trabajo se estudian otras formas de control social. Son las formas que anidan en los discursos informativos de los medios de comunicación. Si se acepta que a lo largo de la historia los discursos periodísticos naturalizaron el accionar represivo de las agencias policiales y judiciales, es este un primer sentido en el que puede considerarse que muchas de las noticias políticas y policiales pueden considerarse como relatos de control social. Pero ahora, además, se postula que la información de las agendas político-policiales se ha transformado en un dispositivo de exclusión simbólica de los sectores sociales ya excluidos materialmente.

Para ello, se revisan las representaciones que se construyen en esas agendas de los sectores más vulnerables de la sociedad argentina a los que, por lo general, se responsabiliza por el descontrol y la inseguridad en la vida cotidiana. Tanto en la información sobre el delito como en la de las manifestaciones públicas de protesta, estos sectores son comúnmente criminalizados. La línea investigativa que aquí se sigue trata de desentrañar el significado político de esa criminalización en los medios.

LA SOCIEDAD SITIADA

“Una sociedad insegura de su supervivencia desarrolla la mentalidad de una fortaleza sitiada” (Baumann)

Desde el fin del Estado de Bienestar, que en la Argentina puede situarse hacia mediados de la década de los 70 -y en particular a partir del golpe de estado de 1976- una compleja trama de fenómenos sociales, económicos y políticos ha estructurado otra sociedad. Bajo el capitalismo reconvertido y resemantizado como neoliberalismo, se exponenciaron las magnitudes del desempleo, la pobreza y la indigencia; y, concentración del ingreso mediante, se extremaron las distancias sociales, generándose de esta manera dos sectores sociales netamente diferenciados: los incluidos y los excluidos. Incluidos y excluidos del aparato de productivo, pero también en tanto ciudadanos con posibilidades y aspiraciones de ejercer sus derechos sociales, políticos y económicos. En consecuencia, la antigua sociedad integradora –la sociedad del trabajo y el salario- se transformó en una sociedad atomizada, fragmentada, cuya agenda ha estallado en infinitas demandas sectoriales que superan la sola reivindicación por un mejor pasar económico (Feijoó, 2003). El neoliberalismo revitalizó estrategias sectoriales de supervivencia dormidas, latentes. Los sectores que más sufrieron el empobrecimiento reaccionaron ante la nueva situación: unos tomaron el camino del delito, otros el de la protesta

Por otro lado, la novedad, sobre todo avanzados los 90, es que no solamente son pobres los desocupados sino muchos de los que trabajan. Esta nueva pobreza parece ser sólo una amenaza para los que la sufren, los sectores medios y bajos, que al empobrecerse comenzaron a entender que el mundo había cambiado de maneras no previstas en su imaginario, e iniciaron un proceso de culpabilización de los que están por debajo de ellos. Así, los pobres estructurales, los “perdedores” en el nuevo escenario construido, son los que a un tiempo sufren privaciones en su espacio privado y son discriminados en el espacio público, puesto que la compasión que despertaban a principios de los 90 se ha trastocado ahora en culpabilización. Se los culpa del crecimiento del delito, de la expansión de la circulación y consumo de drogas ilegales, del “caos vehicular” que provocan cuando se manifiestan en la vía pública; en síntesis, se los culpabiliza del “desorden social”. Paradoja de la historia: en el siglo XIX se catalogaba de las clases obreras como "peligrosas"; en el

siglo XXI siguen siendo peligrosas “pero ahora no por ser trabajadoras, sino justamente, por haber dejado de serlo" (Gayol y Kessler, 2002). Es que la nueva sociedad –la de la exclusión- es la sociedad del miedo; un miedo que atraviesa todas las clases sociales: a ser víctima de un delito, a perder lo mucho o poco que se tiene, a descender en la escala social, a no poder subsistir; miedo al desconocido en el espacio público, y sobre todo miedo al otro distinto. Y es por ello que el conjunto de la sociedad comenzó a demandar más control, más vigilancia, más represión.

Nació así un nuevo Estado, el Estado Penal. Si nuevas formas de apropiación y acumulación de la riqueza exigían nuevas formas de custodiarla y de asegurar su reproducción, al Estado Penal se le encomendó esta tarea de manera especial. Se dice comúnmente que el nuevo Estado es más chico, que es un Estado ausente. Habría que especificar que de donde se ha retirado, donde se ha achicado, es en todas las áreas que tiene que ver con políticas sociales, pues en lo que hace a seguridad y defensa las partidas presupuestarias en Argentina no han dejado de crecer desde hace 15 años.

Pero además, las políticas públicas de seguridad redefinieron las competencias y roles de las llamadas “fuerzas de seguridad”: la Gendarmería, la Prefectura y la Policía Aeronáutica fueron policializadas. Las tres fuerzas frente a las nuevas tareas asignadas por el poder político han debido reciclarse incorporando nuevo personal y medios, creando grupos de choque y represión. En cuanto a las agencias policiales policías en los 90 se han visto recargadas de trabajo frente a un cúmulo de protestas sociales de todo tipo. Ante esta emergencia también fue necesario reforzarlas en personal y equipamiento.

Con todo, y ocupadas ahora las fuerzas policiales y de seguridad en la prevención y represión del “desorden social”, los sectores privilegiados se han ocupado de autoprotegerse mediante ciertos dispositivos novedosos como la seguridad privada, una modalidad que en los últimos años ha crecido de forma exponencial; de hecho, según informaciones periodísticas (Clarín, 1/6/2005), esta “parapolicía” cuenta en la ciudad de Buenos Aires con 3.000 efectivos más que la Policía Federal.

Otros dispositivos de autoprotección son del orden de lo urbanístico-arquitectónico: en lo que se refiere al consumo, los shoppings, y en lo que concierne a espacios para vivir, los barrios cerrados, los countries y los edificios “todo adentro”. El shopping, afirman Bonvillani y Paladín, es “una operación arquitectónica básicamente cerrada, aislada de su contexto (que) maneja las relaciones adentro/afuera como si tuviera una ‘membrana semipermeable’ que deja pasar sólo aquello que es funcional a la norma que materializa: el consumo”. De esta manera las puertas del shopping “simbolizan el lugar de paso entre dos espacios -el adentro y el afuera- entre lo conocido y lo desconocido, la necesidad y los satisfactores disponibles. Las puertas funcionan como referencia material principal de los mecanismos de inclusión/exclusión que se observan en el shopping”, puesto que por ellas nunca pasarán los mendigos, los linyeras, los pobres, gracias, justamente, a la seguridad privada. Se constituye entonces un “rito de pasaje” que tiene como soporte material a las puertas y cumple la función de: “Consagrar e instituir como legítimo un límite que no es natural, sino arbitrario. Como todo rito, ‘marca solemnemente el paso de una línea que instaura una división fundamental del orden social’. En este caso, una división entre quienes son aptos para entrar en el shopping y los que no lo son. El límite que marca el rito es arbitrario en la medida en que no obedece a propiedades de "naturaleza natural", sino a propiedades de "naturaleza social", que, en todo caso, aparecen naturalizadas en virtud de un mecanismo de repetición que en el seno de la vida cotidiana reproduce sin cesar la diferencia, y así la refuerza y legitima. (…) Pero las condiciones de inclusión/exclusión al paisaje no son del orden de lo biológico o lo natural, sino de lo socio-cultural: corresponden a la inclusión/exclusión de los sujetos al sistema de producción, distribución y consumo que caracterizan al Capitalismo. El shopping no las produjo, pero si -como plasmación acabada de la tendencia consumista- contribuye a su sostenimiento y reproducción” (Bonvillani y Paladín).

Así como los shoppings se instituyen como los lugares que permiten consumir con confort y seguridad, los countries y barrios cerrados son considerados, por lo menos por sus moradores (Svampa, 2001), como hábitats confortables y seguros, aunque la realidad demuestre lo contrario. Al igual que en los shoppings, son artefactos técnico-urbanísticos característicos de la posmodernidad; también en ellos la seguridad corre por cuenta de empresas privadas. Tarea que se asume como compleja en los countries que lindan con

barrios pobres naturalizados como potencialmente peligrosos (Pereyra, 2004, b): sería el “precio” a “pagar” por las elites que han decidido suburbanizarse (Torres, 1998)1.

Las cámaras de video y otros sofisticados dispositivos de vigilancia electrónica e informática vienen a completar, junto con la remodelación y reorganización del aparato estatal de seguridad, la creación de una fuerza privada de seguridad y la construcción de seguros y confortables artefactos técnico-urbanísticos, la utopía del control social generalizado. Control que en lo a que a individuos se refiere está sustentado en ciertos rasgos físicos, culturales y/o sociales. Tales individuos son identificados a priori como pasibles de ser controlados por el solo hecho de portar tales rasgos. Es a esta identificación, a la que contribuyen las agendas político-policiales de los medios masivos, porque es en ellas donde es posible hallar las marcas de las representaciones que trazan con más nitidez la línea virtual que instituye los procesos de inclusión-exclusión simbólica.

VIEJOS/NUEVOS DELINCUENTES

En la Europa de fines del siglo XIX el delito surgió como una nueva problemática en las ciudades que estaban creciendo rápidamente. Fue necesario entonces el auxilio de una ciencia legitimada que pudiera dar respuestas a la cuestión. La primera criminología, la antropología criminal, dictaminó que el delito era una "desviación" propia de sujetos extraños y marginales. Este discurso fue rápidamente incorporado por los diarios de la época. Pero como además se hacía necesario proteger la riqueza que comenzaban a acumular los propietarios de los medios de producción, esta percepción se completó con campañas de moralización de los obreros, con la intención de construir al pueblo en "sujeto moral", es decir: "pobre, pero honrado" para distinguirlo así de la delincuencia; fue preciso "separar claramente el grupo de los delincuentes, mostrarlos como peligrosos, no solo para los ricos sino también para los pobres, mostrarlos cargados de todos los vicios y origen de los más grandes peligros" (Foucault, 1979). Como bien apunta Caimari (2004):

1

Como una alternativa para aquellos que consideran más práctico y/o más seguro seguir viviendo en la gran ciudad, se ha instituido recientemente otro dispositivo técnico-urbanístico: los edificios “todo adentro”, que además de una vivienda lujosa proveen gran parte de los servicios, los consumos y el esparcimiento que requieren sus habitantes.

“La definición cotidiana de la línea de exclusión –la que separaba al delincuente del ciudadano- se apoyó históricamente en una colección de premisas de naturaleza muy diferente, donde lo científico hacía pie en presupuestos implícitos, que tenían un origen social o cultural, y que se filtraban por los resquicios de una burocracia, a su vez en construcción”.

La tarea moralizadora se basaba fundamentalmente en la acción de los diarios amarillistas, donde la redundancia cotidiana de relatos de crímenes horribles volvía aceptable “el conjunto de los controles judiciales y policíacos que reticulan la sociedad" (Foucault, op. cit.). En el Buenos Aires de principios del siglo XX la problemática delictual tenía una gravedad similar. En la información periodística delito y marginalidad eran la misma cosa, y la ciudad se presentaba como un espacio hostil. En las crónicas sobre el delito, los diarios se constituían como mediadores entre los barrios “decentes” e “indecentes” (peligrosos) al incorporar como espectáculo "nuevas zonas de representación que geográficamente se extienden desde los conventillos a los "bajos fondos", pasando por la zona prostibularia, la cárcel o el manicomio" (Saítta, 1998).

Cien años después algunas cosas han cambiado, pero otras no. Lo nuevo es que el delito ya no es presentado por los medios como un constituyente marginal sino habitual de la vida cotidiana (Pegoraro, 2003). Percepción que al parecer es compartida por sectores de las clases medias y altas como consecuencia de sus propias experiencias, pero más por el estado de alarma generado por los discursos periodísticos, y por los discursos sociales que los naturalizan y reproducen. Además, en la actualidad el delito no es asociado con la peligrosidad de ciertos individuos sino con la de determinados grupos sociales (Daroqui, 2003), especialmente los pobres, a quienes se señala directa o indirectamente como principales responsables del aumento de la inseguridad urbana.

En efecto, los pobres son los victimarios por antonomasia en las agendas periodísticas, un fenómeno que no sólo es histórico en la Argentina (Cf. Caimari, op. cit), sino que ha sido observado en otros países latinoamericanos (Hernández García, 2002). Como consecuencia de ello, los victimarios que provienen de estratos sociales más altos adquieren mayor notoriedad porque significan una excepción a la norma. Si se trata de un crimen horrendo, el público espera que el victimario sea de los “habituales”, es decir de los estratos bajos. Si no es así, la percepción de noticia produce una sensación de mayor estupor, de extrañeza.

Algo similar ocurre si el crimen tiene lugar donde no debería haber crímenes, como un country por ejemplo; no los debería haber porque son lugares que se suponen seguros y más que nada porque en ellos vivirían solamente aquellas personas que no comenten crímenes.

En los medios es común que el hábitat de la pobreza sea presentado como el del delito. Los barrios del sur de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano (donde el desempleo llega al 15,5%) son los escenarios del crimen más jerarquizados en la información. La prensa gráfica utiliza dos modalidades para ello: los diarios de lectorado popular pueden agrupar en la tapa del día una serie de hechos delictivos que ocurren en dichos escenarios, pero que no guardan otra relación entre sí. Consideradas individualmente esas noticias suelen tener baja noticiabilidad, pero su selección y agrupación arbitraria y circunstancial, y su presentación en la tapa acompañadas de una retórica sensacionalista e imágenes de impacto dramático, interpelan las emociones del lector; el miedo se internaliza y esas zonas geográficas pauperizadas pasan a ser reconocidas como peligrosas. Por su parte, los diarios denominados "serios” apelan a una explicación más “racional” sobre la geografía del delito. Consiste en la publicación de estadísticas, mapas e infografías que ilustran los informes que difunden las agencias policiales y judiciales sobre las zonas de la ciudad y su periferia donde se denuncian y/o cometen más delitos (y que por lo tanto resultarían las más peligrosas). Por lo general las zonas señaladas por los dos tipos de diarios coinciden. Pero además, para el caso particular de la zona norte del Gran Buenos Aires, los diarios de referencia elaboran informes donde subrayan el riesgo que representa el hecho de que los countries y barrios cerrados tengan en sus cercanías barrios pobres; y entonces, puesto que en toda el área existe un "contraste entre la riqueza y la pobreza (que) es muy notorio", se da a entender que en aquella hay riesgo de delito porque hay pobres, y sobre todo porque hay pobres viviendo cerca de los ricos (Pereyra, 2004, b).

Los mapas y las estadísticas sobre el delito funcionan como nota de servicio donde se advierte sobre los peligros a los que puede enfrentarse el ciudadano en su cotidianeidad. Esta modalidad en la información es ciertamente novedosa en las agendas policiales: si hasta hace unos años los medios se limitaban a narrar el delito, actualmente han

jerarquizado la información policial, no sólo porque le han asignado un lugar de privilegio en sus tapas, sino porque ahora incluyen espacios de reflexión y opinión, y saberes estadísticos antes ausentes. En este último aspecto, las infografías y los "mapas del delito" funcionan como énfasis de los textos y, a la vez, por la cantidad de información que ofrecen adquieren un estatuto propio, tan importante como el textual.

A pesar de que los pobres son las víctimas más frecuentes de delitos contra la propiedad rara vez aparecen en los medios bajo esa condición. Sólo en los diarios de lectorado popular los pobres son las víctimas del delito en general, pero además, al igual que en los otros medios, también aparecen como los victimarios. En este tipo de diarios, sus lectores, las víctimas, los victimarios y los barrios pobres “peligrosos” se confunden en un todo. Sunkel, en su trabajo sobre el diario sensacionalista chileno La Cuarta, encuentra que son las noticias sobre el crimen las que más impactan e interesan a los lectores de este diario popular; pero sobre todo importan aquellas, que son casi todas, que dan cuenta de hechos cometidos en los barrios populares que rodean a Santiago. Es evidente que el impacto emocional está asociado a un factor de cercanía física con el delito. En esas noticias que dan cuenta de la violencia cercana los lectores ven su mundo cotidiano representado.

EL CORAZÓN DE LA EXCLUSION "El corazón de la problemática de la exclusión no está donde encontramos a los excluidos" (Robert Castel)

En la Argentina contemporánea la pobreza se convirtió en algo más que una situación individual, familiar o microsocial: adquirió, como no había sucedido en el pasado, una dimensión pública en tanto que fue -y es- objeto de acciones y reacciones, proyectos y discursos, políticas y ocultamientos. Frente a esta nueva dimensión de la pobreza los medios masivos no tienen agenda propia; sólo reaccionan espasmódicamente frente a la aparición de informes provenientes del gobierno o de instituciones privadas. Tal información ingresa en las secciones "Interés general" o "Sociedad". Esto de por sí representa una forma particular de clasificar/agendar el tema, sobre todo en los medios audiovisuales, donde por lo general la información no cuenta con una adecuada contextualización e interpretación: la noticia adquiere valor por sí misma, más allá del

contexto en el que se desarrolla (Barthes, 1967). Esta invisibilización del contexto político y económico es funcional a la hora de (no) establecer las responsabilidades del caso. De tal forma que, en la información que se construye a partir de su publicación, esas estadísticas que muestran el constante crecimiento de la pobreza devienen abstractas, parecen salidas de la nada. “La pobreza dura se expresa no solo a través de indicadores económicos, sino especialmente a través de una exclusión social justificada por los atributos asignados a algunas categorías socioculturales como la dimensión étnica, la edad y el género que, vinculadas a la pobreza, dan forma a un imaginario que, al movilizar los miedos de la sociedad, justifica la represión y la opresión” (Reguillo, 1998).

En la televisión la pobreza es espectacularizada; construida desde formas narrativas y retóricas sensacionalistas, la información en este caso da cuenta de dramas individuales en los que lo más importante "pareciera ser mostrar lo más íntimo del dolor humano, el sufrimiento de los desposeídos, la soledad de los desamparados y la 'mala suerte' de las víctimas, a través de relatos informativos que despojan a estas realidades de sus dimensiones públicas" (Bonilla Vélez, 1997). Los pobres aparecen aquí como sujetos anómalos que no han sabido/podido/querido aprovechar las oportunidades que el modelo pone a su disposición; visión que se parece mucho a la del neoliberalismo, que justifica la exclusión social por la naturaleza individual de los "perdedores", y que da cuenta del aumento de la pobreza a través de la exhibición de sus casos extremos (Aprea, 2002). Los que son excluidos materialmente ahora lo son simbólicamente.

En tanto que la gran ciudad y sus suburbios son en sí mismos espacios de representación de las desigualdades sociales, la segregación se reproduce en las agendas policiales de los medios donde los pobres son los victimarios por excelencia. La singularidad de la situación presente es que esta representación ya no es propia de la nota “roja” de los diarios amarillistas: ahora se ha extendido a todo el espectro mediático y atraviesa distintas agendas. De esta manera, en la sensación de amenaza que los pobres les generan a vastos sectores de la sociedad urbana, la acción de los medios es fundamental, puesto que, como sostiene Aprea, "los diversos actores sociales actúan de acuerdo con hechos que conocen en y por los medios de comunicación. Esos mismos hechos desarrollan múltiples existencias y son retomados ad infinitum por una palabra que es tanto mediática como no mediática".

NI DELINCUENTES NI PIQUETEROS

La otra situación en la que los pobres adquieren visibilidad mediática es cuando ejercen la acción directa de la protesta. No existe en Argentina de los últimos cinco años un colectivo que se haya visibilizado tanto en este sentido como el de los desocupados conocidos como “piqueteros”. Lacerado el movimiento gremial gracias a las políticas neoliberales de desindustrialización, y de privatización de empresas públicas, los piqueteros pasaron a ser, casi en exclusividad, los protagonistas públicos del conflicto social.

La modalidad de protesta que adoptaron desde el inicio fueron los piquetes que cortaban totalmente rutas y calles. Esta metodología fue virulentamente rechazada por los gobiernos, los medios y una buena parte de la sociedad; un tribunal en lo criminal la calificó como delictiva y fiscales contravencionales de la ciudad de Buenos Aires han ordenado a la policía disolver las protestas por la fuerza. Así, con el paso del tiempo el término “piqueteros”, que hace diez años gozaba de cierta simpatía en tanto ejemplo de lucha contra lo peor del neoliberalismo, adquirió una connotación fuertemente negativa asociada al delito. La utilización de pañuelos en la cara por parte de muchos militantes para evitar ser identificados en las filmaciones policiales fue la excusa criminalizadora. Asociar sus rostros cubiertos con la imagen tradicional de los delincuentes de la ficción fue todo uno.

El 26 de junio de 2004 murieron en un intento de corte de un puente dos estos militantes en la localidad de Avellaneda. La policía difundió una versión falsa: que los piqueteros habían muerto en un enfrentamiento entre dos grupos rivales; los medios adhirieron a la versión. Dos días después se supo la verdad: habían sido asesinados por un policía. A pesar de ello, esa noche un periodista de televisión, al que se reputa de “progresista”, entrevistó a dos compañeros de los piqueteros asesinados; la primera pregunta que se le ocurrió fue: "¿Por qué se tapan la cara?". O sea: no obstante la firme sospecha acerca de la responsabilidad policial, el comunicador cargó la culpa sobre los militantes por el solo hecho de manifestarse con la cara tapada. Es paradójico, pero los piqueteros debieron ocultar su identidad para ser “vistos” en el espacio público.

En noviembre de 2004 el gremio de los fleteros organizó una medida de protesta que consistió en bloquear algunas calles con sus camiones. El efecto sobre el tránsito fue similar al que puede producir un corte piquetero. Un canal de TV entrevistó a uno de los dirigentes del gremio que advirtió: “Antes que nada quiero aclarar que nosotros no somos delincuentes ni piqueteros”. O lo que es decir: “Nosotros hacemos lo mismo que los piqueteros (cortamos la calle), pero no somos como ellos, que son unos delincuentes”.

Los piqueteros se vieron obligados a cambiar la modalidad de su acción directa. En el presente se limitan a efectuar cortes parciales, o realizan marchas y acampes frente a organismos públicos. A pesar de ello siguen siendo cuestionados: las muchedumbres de manifestantes que provenientes de los suburbios pobres llegan hasta el “corazón de la city porteña” son presentadas por los medios, y percibidas por una parte de la sociedad, como una horda peligrosa que logra sitiar la ciudad por unas horas2. El imaginario del “aluvión zoológico” que invade un territorio que no le pertenece está presente, al igual que lo estuvo el 17 de octubre 19453.

En los medios masivos el acontecimiento de la protesta se construye a partir de sus efectos y no de sus causas. Es decir que los pobres-piqueteros son incluidos en las agendas periodísticas sólo como provocadores del “caos” en el tránsito urbano4 –como si fueran un problema más de los que aquejan a la ciudad-, y no como actores políticos, con lo cual se logra despolitizar el conflicto. El “caos”, como figura, tiene una doble construcción: la demonización del manifestante y la espectacularización del perjuicio provocado por la protesta (Iglesias, 2005).

“Señor Director: estamos sitiados por enmascarados y encapuchados, (…) que escudan su bandolerismo tras un pedazo de tela. Para controlar este flagelo diario (…) las fuerzas de seguridad (deberían poder) detener inmediata y automáticamente a los encapuchados y enmascarados (…) y que invirtiendo la carga de la prueba, demuestren su inocencia” (Carta de lectores en La Nación, 11/7/2001, las negritas me pertenecen). 2

“Fuerte jornada piquetera contra el gobierno”, tituló en su tapa el diario La U del 26/11/2003. El título está ilustrado por una foto que muestra a un grupo de niños en una fuente y tiene por epígrafe este texto: “Como el 17 de octubre. Chicos piqueteros se bañaron en la fuente de la Plaza de Mayo”. 3

4

“Protesta ‘piquetera’ generó un gran caos”, Crónica, 27/9/2002, tapa.

Entonces, a la hora de representar la protesta de los desocupados los medios se ponen del lado de los perjudicados por sus efectos: el automovilista atascado en un corte de calle, el pasajero impedido de tomar un tren, el peatón demorado por el paso de una manifestación; todos ellos integrantes de ese nuevo colectivo social que se ha dado en llamar “la gente decente y trabajadora”. Situándose “En la misma vereda”5 los medios refuerzan el contrato de lectura con sus públicos porque se ocupan de sus problemas, representan una de las zonas conflictivas de su mundo. Claro que es la porción de sus públicos de mayor poder adquisitivo, destinataria primera de las estrategias publicitarias que soportan la economía de la empresa periodística.

Las clases populares se informan prioritariamente a través de la radio y la TV. Para aquellos de sus integrantes que se pueden pagar un diario están los de lectorado popular. Contra lo que podría pensarse, en esos diarios –supuestos representantes de lo populartambién se prioriza la mostración de los inconvenientes, reales o virtuales, que la protesta de los desocupados puede ocasionar, pero en este caso con retóricas sensacionalistas que refuerzan y agravan las imágenes negativas –estigmatizantes- de los pobres-piqueteros. Es evidente entonces que por más que ellos provengan de la clase a la cual los diarios de lectorado popular están dirigidos, estos medios prefieren establecer su contrato con los lectores que padecen las consecuencias de la expresión pública.

Los piqueteros sólo ingresan a las agendas políticas como actores cuando son cuestionados por políticos o funcionarios6, únicos colectivos que al parecer serían los autorizados para hacer política, o, si se prefiere en este caso para politizar el conflicto. Como se dijo, los cuestionamientos se relacionan con la metodología de su expresión pública, pero además con eventuales hechos de violencia que puedan producirse durante la protesta que siempre se les atribuyen a los protestantes, tal como ocurrió cuando el asesinato de los dos 5

Título de un segmento de un noticiero televisivo. Su agenda incluye problemas de orden municipal que son verificados por los conductores in situ (veredas rotas, calles sin asfaltar, etc.).

- “Tras otra jornada caótica: hubo cuatro marchas en menos de seis horas/Se tensa la relación del gobierno con los piqueteros/El ministro del Interior dijo que buscan ‘una suerte de represión que justifique su existencia’ “, La Nación, 22/11/2003, tapa. - “Las protestas callejeras: grave diagnóstico del ministro de Defensa/Pampuro: la Argentina se está convirtiendo en un país violento”, La Nación, 26/6/2004, tapa. 6

militantes ya mencionado. Aún cuando la violencia se suele desatar a partir de la represión de la protesta, los medios asignan el carácter de violentos a los piqueteros o al grupo manifestante7. Esta estigmatización basada en la estereotipación de la violencia opera deslegitimando la acción directa de los desocupados, y al pretender excluírselos del ámbito ciudadano se les niega la vida pública y se los recluye en su privacidad excluida.

Políticos y funcionarios al criticar a este sector social, que ya ha sido enmarcado por los medios como problemático, también refuerzan su lazo con sus públicos, es decir con su potencial clientela electoral. Por otra parte, los gobiernos se esfuerzan por dar señales a los “mercados” de que tienen bajo control la conflictividad social. Pero como quiera que sea, las políticas económicas responsables del desempleo y la pobreza son ignoradas en la información; de esta forma, al ocultarse sus verdaderas motivaciones, la protesta aparece nuevamente deslegitimada y sus actores son excluidos del debate público.

Una breve referencia a la cobertura de otro tipo de conflictos sociales permite aprehender mejor lo señalado en el párrafo anterior. El recupero de fábricas cerradas, por ejemplo. El caso sirve para ilustrar la actitud que parece esperarse de los pobres/desocupados, ya que se les critica vivir despreocupadamente del subsidio estatal (50 dólares mensuales), y que no tienen interés en modificar esa situación. Muy por el contrario, a los trabajadores que reabren una fábrica, siempre y cuando el proceso de recuperación haya sido homologado por las autoridades, se los construye en los medios como tenaces y emprendedores, como verdaderos-héroes-que-en-estas-épocas-de-crisis-supieron-salir-adelante. Como es habitual, este tipo de noticias es espectacularizado en la información televisiva: el periodista relata en tono melodramático cómo los esforzados trabajadores recuperaron la fábrica –y su dignidad-; en la nota del día inaugural sus familias los rodean, hay risas y lágrimas de emoción: son los pobres buenos, los pobres productivos, los que en vez de cortar la calle ponen a funcionar de nuevo una empresa.

“Violencia y caos/Piqueteros se enfrentaron con la policía y transformaron la disputa por la fábrica Brukman en una guerra. Gases, balazos, autos incendiados y destrozos en Balvanera. Numerosos heridos y más de 100 detenidos”, Diario Popular, 22/4/2003, tapa. 7

Cuando los que protagonizan la protesta son trabajadores asalariados los medios masivos construyen representaciones que tienden hacia una mirada más contemplativa. El sólo hecho de estar dentro del sistema laboral parece dotar a estos trabajadores de una mayor legitimidad8. No obstante, si se trata de una medida de fuerza, por lo general dentro del ámbito de los servicios públicos, que pueda afectar de alguna manera al consumidor “medio” de medios aparecen los mismos cuestionamientos que padecen los desocupados, puesto que también aquí son más noticia las consecuencias que las razones de la protesta9. Los conflictos gremiales de los trabajadores del ámbito privado no relacionados con servicios públicos tiene escasa cobertura; primero, porque por lo dicho más arriba carecen de noticiabilidad y segundo, porque en más de un caso la publicidad de estos conflictos podría afectar los intereses comerciales de la empresa periodística, tanto los propios como los de sus avisadores.

SINCRONIZANDO EMOCIONES “Estamos dominados por el miedo y el pánico a la inseguridad antes que por un sentido de deber hacia nuestra nueva e insólita ciudad-Estado. Este pánico anula el lugar de la reflexión y los medios se hacen cargo, no ya de la demanda de reflexión colectiva, sino de una demanda de emoción colectiva (…), estamos pasando de la estandarización de la opinión pública a la sincronización de las emociones” (Paul Virilio)

A menudo delitos de entidad similar que se producen dentro de un rango relativamente estrecho de tiempo son presentados por los medios como “ola de inseguridad”. Tal "ola" no existe. En Buenos Aires y sus alrededores ha habido sí un notable incremento del delito contra la propiedad pero no en forma brusca sino paulatina y continua. Un estudio realizado por el Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano reveló que las cifras oficiales y la realidad que construyen los medios sobre el delito no coinciden. Durante 2000 la cobertura que los temas de violencia e inseguridad recibieron de los medios no se

8

Como contrapartida, en una sociedad en la que se considera que el trabajo dignifica al ser humano, la imagen hegemónica construida sobre los desocupados es la de ser un conjunto de vagos, indolentes e inútiles, que “no trabajan porque no quieren”. En la provincia de Jujuy, por ejemplo, la picardía popular sostiene que los desocupados no son beneficiarios del plan Trabajar sino del plan “Descansar”.

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“El paro en el Hospital Garraham ya impidió operar a 30 chicos”, Clarín, 15/4/2005, pag. 54.

correspondió con su aumento o disminución reales, ya que, por ejemplo, el mes que registró la mayor cantidad de delitos (marzo) fue en el que se publicaron la menor cantidad de noticias policiales. En mayo de 2002 siguió el aumento de notas periodísticas sobre el tema, pero basado únicamente en la extensa cobertura que recibió lo que los medios dieron en llamar "la ola de secuestros extorsivos". Según ese mismo estudio, durante agosto de 2002 la mayor cobertura en las tapas de los principales diarios se refirió al tema "Inseguridad y delito" (31,6%); diez puntos menos (21.3%) registró el ítem "Política: elecciones 2003" y apenas un 14.9% la "negociación con el FMI". Como puede apreciarse los diarios apostaron al impacto de la noticia policial antes que a los temas centrales de la política y la economía.

La inseguridad no es el problema sino el efecto que genera en la población el constante bombardeo mediático de información sobre el delito10. En las noticias policiales abundan las retóricas sensacionalistas que coadyuvan a generar una campaña de alarma social frente al delito y los delincuentes. Se dificulta así una visión contextualizada de conflictos sociales como el delito y la pobreza. Estos no son entendidos como problemas públicos del orden de lo político y/o económico y/o macrosocial, sino exclusivamente de lo microsocial o individual, ya que se termina reduciendo estas problemáticas a un crecimiento de la maldad y la crueldad de los pobres y otros grupos vulnerables: ellos son siempre los "Otros" ilegales en las representaciones del delito presentes en los discursos mediáticos y oficiales. Y las instituciones penales los etiquetan como delincuentes; basta con comprobar quiénes son amplia mayoría en la población carcelaria: "El encierro de la peligrosidad, sea individual o social, ha sido una constante (hace dos siglos, hace un siglo y por supuesto en el presente) que construye una suerte de "estereotipo del delincuente" históricamente identificable" (Daroqui, 2003).

En efecto, la estereotipación, tan frecuente en los discursos mediáticos, lleva a su vez a estigmatizaciones que refuerzan el discurso de la exclusión, ampliando de esta manera las asimetrías identitarias y sociales. Los medios masivos, sobre todo en épocas de crisis,

“La gente percibe que su cotidiano es más inseguro: un desconocido, un "otro" que se nos aproxima nos genera temor sino lo podemos "descifrar" en treinta segundos". Entrevista a Sandra Gayol en www.contracultural.com.ar, febrero, 2003). 10

reactivan imaginarios reaccionarios y xenófobos en los que los “Otros”, en este caso los excluidos del sistema económico-laboral, personifican la amenaza y generan miedos. Ellos son los portadores del germen de la inestabilidad y el desorden social. De esta manera, esas estigmatizaciones se vuelven una poderosa herramienta de control social, porque aun cuanto la otredad es una condición común, la distancia social y simbólica que nos separa de los “Otros” puede ser mayor o menor, y se ensancha o se acorta, según la carga afectivoatributiva que porta (Margulis, 1998).

Los imaginarios que señalan a los pobres como responsables de la violencia y la inseguridad pública no son nuevos; lo nuevo es que actualmente se ven fortalecidos “por la presencia ubicua de unos medios que establecen para cada acontecimiento una sola verdad, un solo ángulo de interpretación, deshistorizando los procesos que propician el inmediatismo y la lectura simplista de acontecimientos que requerirían marcos de intelección profundos y reflexivos” (Reguillo, 1998).

Para las expresiones públicas de la protesta también rige un imaginario de miedo donde el que se manifiesta es el otro-peligroso, el que “sitia” la ciudad. Y es que ya sea que el conflicto esté protagonizado por trabajadores ocupados o desocupados, el debate de fondo queda oculto o es desviado, y, hay en los medios una imposibilidad, o un desinterés o un interés muy parcial –según sea el caso-, para entender los distintos conflictos en un marco más amplio que supere el mero relato de las reivindicaciones de un grupo social determinado. Se puede pensar que ello ocurre porque para entender el conflicto en términos macrosociales los medios deberían recurrir a categorías -vinculadas a los conceptos de clase y lucha de clases- que los comprometerían a ellos mismos como sujetos involucrados en ese conflicto. En suma, el discurso mediático viene aquí también a excluir a los excluidos en tanto ciudadanos-actores políticos que ejercen su derecho a peticionar frente a las autoridades.

DE SIMBOLISMOS Y FUNCIONES POLITICAS “Las diferentes clases y fracciones de clase están comprometidas en una lucha propiamente simbólica para imponer la definición del mundo social más conforme a sus intereses, el campo de

las posiciones ideológicas que reproduce, bajo una forma transfigurada, el campo de las posiciones sociales” (Pierre Bourdieu)

Aunque la real influencia que tienen los medios sobre la agenda social está en discusión, lo que no puede cuestionarse es el papel de intermediarios simbólicos que cumplen, lo cual les confiere un poder que es necesario descubrir, dice Bourdieu (1999), “allí donde menos se ofrece a la vista” (…), puesto que “el poder simbólico es, en efecto, ese poder invisible que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o incluso que lo ejercen”.

Los medios de comunicación masiva tienen la posibilidad de imponer una agenda de atributos; es decir que pueden señalar, identificar y clasificar temas, grupos sociales e individuos. En estas acciones se revela como su función política sustancial la de la legitimación y reproducción de la dominación, puesto que “contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre otra (violencia simbólica) aportando el refuerzo de su propia fuerza a las relaciones de fuerza que las fundan, y contribuyendo así, según la expresión de Weber, a la ‘domesticación de los dominados’ ” (Bourdieu, op. cit.). “Domesticación de los dominados”: marginar, excluir, discriminar, son las formas de domesticar que expresan la crisis actual de la posmodernidad occidental, en la que las aspiraciones de los sectores sociales medios y altos por mantener a los excluidos en las márgenes de la estructura societal se encarnan en el discurso mediático. Se trata de una nueva faceta de la lucha de clases que ahora se libra en el campo de la producción simbólica, donde los productores de la información sirviendo a sus propios intereses “sirven a los intereses de los grupos exteriores al campo de al producción” (Bourdieu, op. cit.).

¿Pero por qué que hay que domesticar a los que ya han sido dominados? ¿Cuál sería su peligrosidad? Tal vez su sola existencia, su mera visibilidad pública. Porque el delito y la protesta ponen en cuestión al sistema de dominación instituido, son su consecuencia y su cara más visible, la que debe ser ocultada porque desnuda su esencia; son una imagen otra, no querida, del ideal social. Imagen que se reconvierte mediante el poder simbólico de los

medios masivos, cuando excluyen a los “perdedores” de la agenda política y los señalan como amenazantes enemigos.

El poder, dice el Humpty Dumpty de Lewis Carroll, consiste en llamar a las cosas como uno quiere, y que los otros las llamen de la misma manera.

Marcelo R. Pereyra Junio de 2005

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