La imagen de las cosas: cuerpo y objeto ante la crisis del consumo

June 30, 2017 | Autor: Jaime Vindel Gamonal | Categoría: Pier Paolo Pasolini
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Descripción

La imagen de las cosas: cuerpo y objeto ante la crisis de consumo Jaime Vindel Tu giovane, in quel maggio in cui l´errore / era ancora vita, in quel maggio italiano / che alla vita aggiungeva almeno ardore, / quanto meno sventato e impuramente sano / dei nostri padri — non padri, ma umile / fratello— / già con la tua magra mano / delineavi l`ideale che illumin a/ […] questo silenzio1 Pier Paolo Pasolini

Hemos perdido a un hombre valeroso, más valiente que muchos de sus conciudadanos y coetáneos. Este hombre valeroso era diferente, sí: su diferencia consistía en el valor de decir la verdad, o lo que él creía la verdad, y cuando se cree decir la verdad, hay algo que nos hace decirla, sobre todo si se es una persona como Pasolini, […] de altísima inteligencia y de un sentir muy, muy atento a lo real. Hemos perdido, por tanto, a un testigo, un testigo diferente. ¿Por qué diferente, una vez más? Porque en cierto modo él trataba […] de provocar reacciones activas y benéficas en el cuerpo inerte de la sociedad italiana. Su diferencia consistía justo en esta provocación benéfica, que provenía de una absoluta falta de cálculo, de componendas, de prudencia. Él era diferente, precisamente porque era desinteresado Alberto Moravia, en el funeral de Pier Paolo Pasolini

Una semiótica de las cosas. Naturaleza y cultura En una conferencia del año 2012, organizada por el Centro de Arte 2 de Mayo (CA2M), Maurizio Lazzarato recuperaba la distinción establecida por Félix Guattari entre tres tipos de códigos semióticos: la semiótica significante, vinculada al lenguaje; la semiótica asignificante, vinculada a formas de expresión y signos como la música o las matemáticas; y la semiótica simbólica, vinculada a la fisicidad y expresividad del cuerpo. El filósofo italiano subrayaba la preponderancia concedida en sus análisis críticos por diferentes ramas del saber —desde el estructuralismo a la sociología, «Tú joven, en aquel mayo en que el error / era aún vida, en aquel mayo italiano / que añadía a la vida por lo menos ardor, / al menos alocado e impuramente sano / de nuestros padres —nunca padre / sino humilde hermano— ya con tu mano delgada / delineabas el ideal que ilumina / […] este silencio» (Pasolini, 2009b, pp. 145-146). 1

pasando por la filosofía analítica o el psicoanálisis— a la primera de esas semióticas y a su correlato subjetivo, el sujeto moderno occidental. Esta tendencia habría dejado el terreno libre a la industria cultural para la construcción de las subjetividades neocapitalistas tras la segunda guerra mundial, un proceso en el cual el acento se situó en el uso instrumental de la semiótica asignificante y de la semiótica simbólica. Al igual que Guattari, Pier Paolo Pasolini también se interesó por explorar los terrenos de la semiótica más allá de la vertiente significante del lenguaje literario, planteando una crítica del logocentrismo. En su concepción del cinematógrafo como el medio técnico cuyo código se identificaba con el de la realidad, Pasolini veía en el cine de poesía, por contraposición a la semiótica del cine de prosa, una vía de acceso al universo onírico de la memoria y a las sensaciones que el ser humano experimenta de la realidad de modo previo a o al margen de su acceso al logos. Los lenguajes literarios encontraban así su contrapunto en un código que, sin embargo, no se declaraba como asignificante: esa realidad ya portaba, de por sí, un significado, el vinculado a la acción humana y a su interacción vital con el mundo. Las secuencias cinematográficas se asociaban en el pensamiento del cineasta italiano a una serie de «imágenes significantes» —denominadas por Pasolini como «im-signos»— que plasmaban la realidad pregramatical de los sueños y los recuerdos. Este código presentaría dos peculiaridades: en primer lugar, a diferencia de los asertos surrealistas, no se hallaría por encima de la realidad, sino que reproduciría nuestra experiencia del mundo en un sentido antropológico. Por otra parte, Pasolini se distancia en algunos aspectos de la concepción de la técnica en autores como Walter Benjamin. Para el cineasta italiano, el cinematógrafo no modificaría históricamente, tal y como había sugerido Benjamin, nuestra percepción de la realidad, sino que desdoblaría ante nuestros ojos el lenguaje pregramatical de la misma. En segundo lugar, ese código se hallaría condicionado por una suerte de «simpatía por el caos», puesto que, a diferencia del escritor literario, el autor cinematográfico no extraería sus signos de un dispositivo estructurado de la langue como el diccionario, sino del conjunto de las cosas del mundo: «[…] es por esto que es lícita la operación del autor cinematográfico: elegir una serie de objetos o cosas o paisajes o personas como sintagmas (signos de un lenguaje simbólico) que, si tienen una historia gramatical inventada en ese momento […] tienen sin embargo una historia pre-gramatical más larga e intensa» (Pasolini, 2005, pp. 233239). En su polémica con Christian Metz, Pasolini (2005) señalaba que más que identificar al lenguaje cinematográfico con una «impresión de realidad», cabía hablar de

este como «realidad tout court» (p. 277). El cinematógrafo habría anticipado entonces la ambición fenomenológica del método de Edmund Husserl por concretar una filosofía que fuera «a las cosas mismas». Este lenguaje de la aparición tendría por unidad mínima «los diversos objetos reales que componen un encuadre» (Pasolini, 2005, p. 278) y se constituiría como un lenguaje del origen o Ur-Código no-verbal, que las lenguas verbales no harían sino traducir en signos de un lenguaje que, en su afán instrumental-comunicativo, vertería una capa de olvido sobre aquel primer lenguaje de la praxis vital. Es posible establecer una relación directa entre esa concepción del signo cinematográfico en Pasolini y la alternancia que sus películas muestran entre la denuncia política del emergente neocapitalismo y el registro poético de aquello que está en trance de desaparecer por causa del desarrollo moderno: en su elegía del subproletariado romano, Pasolini era sin embargo demasiado inconformista como para tan solo dejarnos una imagen crepuscular de ese mundo tan querido —y, por qué no decirlo, idolatrado— que se desvanecía. Ante la prematura constatación del triunfo neoliberal en el campo subjetivo, Pasolini trató de hallar un nuevo sujeto revolucionario en otros confines de la tierra, esbozando una mirada que, no siempre exenta de rasgos orientalistas y reacia a visiones «tercermundistas», se aproximó a realidades históricas que después han explorado áreas del saber como los estudios poscoloniales. Uno de esos referentes fue la India, que le fascinara durante su viaje en 1961 a ese país junto al escritor y periodista Alberto Moravia y la escritora Elsa Morante. Las impresiones que ese viaje produjo en Pasolini fueron compiladas en el libro El olor de la India (1962). Moravia, por su parte, reflejó su experiencia del mismo en otra publicación de ese año, titulada Un´idea dell´India (1962). La posición de los dos autores respecto a la India resultaba antagónica, si bien en los dos casos no se perdía de vista el referente occidental de procedencia. Mientras que para Pasolini el desarrollo industrial y el consumismo impuesto por la burguesía india atentaba contra la cultura de aquel país, Moravia lamentaba que ese impulso capitalista no se hubiera implantado aún de modo más extenso. A diferencia de Pasolini, que identificó el sujeto político de la independencia india con la nueva burguesía, alejada de las castas populares, buena parte de los teóricos vinculados el Grupo de Estudios Subalternos han enfatizado el papel del campesinado en ese proceso. Su posición se distancia de ese modo de la exaltación del sujeto revolucionario clásico identificado por el marxismo ortodoxo en su visión sociologista

del proletariado. En esas narraciones eurocentradas, el proletariado se presentaba como un estadio superior de concienciación, subjetivación y organización política que habría superado el espontaneísmo prepolítico de las masas (Dipesh Chakrabarty). Los estudios poscoloniales del Grupo de Estudios Subalternos rechazaron esta idea desarrollista del hacerse político, llegando a afirmar que el supuesto atraso en la formación política del campesinado indio podía contemplarse como una ventaja. Inspirándose en los escritos de Mao Zedong y Antonio Gramsci como una alternativa al marxismo soviético o leninista, los integrantes del grupo cuestionaron el miedo a las masas y depositaron su confianza en ellas como expresión política de la subalternidad. Justamente la teoría política de Gramsci —a quien dedicó su libro de poemas más conocido, Las cenizas de Gramsci (1957)— y la expresión histórica de la voz del subalterno fueron dos de los temas que interesaron profundamente a Pasolini. Este último aspecto no se refleja únicamente en sus reflexiones de crítica social y política, entre las que cabe destacar aquellas que realizara hacia el final de su vida, denunciando anticipadamente el «genocidio cultural» que el aún incipiente capitalismo posfordista perpetraba al erradicar la conciencia y la identidad resistentes del subproletariado romano bajo la forma de un proceso de homogeneización subjetiva impulsado por la ideología del consumo —una buena muestra son los artículos de prensa recopilados en los libros Escritos corsarios (1975) y Cartas luteranas (1976)—, sino que reaparece también y con una dimensión sumamente singular en su producción fílmica. Así sucede en obras como el documental Apuntes para una Orestiada africana (1968-1973). Al trasladar la tragedia de Esquilo al contexto poscolonial africano, Pasolini se interesa por contrastar su visión de ese proceso histórico con la de un grupo de estudiantes africanos radicados en Roma. Mediante el discurso indirecto libre, el cineasta italiano logra que la voz de esos estudiantes resuene en conflicto, o incluso en oposición, a la suya propia 2. Esta figura del discurso indirecto libre presenta una respuesta posible a la pregunta lanzada por Gayatri Spivak acerca de si puede hablar el sujeto subalterno. Para Spivak (2008), una de las mayores aportaciones del Grupo de Estudios Subalternos, a contrapelo de la tendencia predominante en la izquierda ortodoxa —de la que, sin duda, no podemos considerar parte a Pasolini, cuya heterodoxia también le lleva a atender el tema de la subalternidad—, consistió en subrayar «la emergente conciencia del subalterno» frente a «aquella tendencia del marxismo occidental que le niega Con todo, habría que señalar la pervivencia de rasgos eurocéntricos en las marcas corporales de la escena. Como me apunta Fernanda Carvajal, los estudiantes africanos que dialogan con Pasolini hablan en italiano y aparecen vestidos según la moda occidental. 2

conciencia-de-clase al subalterno precapitalista, especialmente en los escenarios del imperialismo» (p. 47). A través del recurso a la forma enunciativa del indirecto libre, Pasolini consigue que el Otro hable por sí mismo en contraste con su propia voz, sin caer en la exaltación acrítica de la subalternidad como un sujeto soberano cuyo deseo o conciencia se encontrarían al margen de las irrigaciones del poder, un problema que Spivak (2008) detectaba en la filosofía posestructuralista de Michel Foucault y Gilles Deleuze: «[…] el/la intelectual radical en Occidente se halla, o bien atrapado/a en una deliberada opción por la Subalternidad, otorgando al oprimido la misma subjetividad expresiva que critica, o bien en la posición de una total irrepresentabilidad» (p. 51). La heterogeneidad dialéctica de estas voces debería relacionarse, por otra parte, con el concepto de realismo que Pasolini recupera a partir de la obra de Erich Auerbach. Frente a la concepción habitual del realismo como una representación transparente de lo real que esconde las marcas de su carácter simbólico, Pasolini contrapone al dogmatismo experimentalista de la vanguardia —sumido en la maquinaria de la transgresión «consolatoria»— un concepto de realismo entendido como la hibridación de materiales lingüísticos, estilos y aproximaciones intelectuales de muy diversa índole, que mezclan la cultura popular, la marginalidad sexual y la alta cultura con el marxismo, el psicoanálisis, la antropología, la etnografía y la teología, de modo que, lejos de llegar a una síntesis conciliadora, esa hibridación genera un exceso poético que habilita la irrupción de lo real en el terreno de lo simbólico. El carácter «bárbaro» del realismo que asoma en el cine de Pasolini ya era parte de su producción literaria, especialmente de aquella que el poeta escribiera en el dialecto friulano de su niñez. Según ha señalado Eduardo Grüner (2001), ese componente bárbaro de lo real que emergía en la poesía friulana de Pasolini posee una connotación positiva, en tanto se opone «al italiano normalizado y tecnocrático del neocapitalismo, que ha sepultado las experiencias culturales de los sectores sociales subalternos y oprimidos»3. Un neocapitalismo que inflige, en opinión de Pasolini, un mismo padecimiento a los subalternos del primer y del tercer mundo, cuya voz singular agonizaría con la instauración de la globalización desde finales de la década de los sesenta. En una carta abierta dirigida al escritor Italo Calvino en 1974, Pasolini (2009a) explicaba: El universo campesino —al que pertenecen las culturas subproletarias urbanas y, hasta Comunicación personal del autor. El texto puede consultarse en http://www.lafuga.cl/los-soles-depasolini/384 3

hace pocos años, las de las minorías obreras […]— es un universo transnacional, que incluso no reconoce las naciones. Es el resto de una civilización anterior […] Este ilimitado mundo campesino prenacional y preindustrial, que sobrevivió hasta hace unos años, es lo que añoro —no en vano paso todo el tiempo que puedo en países del Tercer Mundo, donde aún sobrevive, aunque el Tercer Mundo también está entrando en la órbita del llamado Desarrollo— […] He dicho, y lo repito, que la aculturación del Centro Consumista ha destruido las culturas del Tercer Mundo muy semejantes a las culturas campesinas italianas: el modelo cultural que se ofrece a los italianos —y a todos los hombres del planeta— es único. (pp. 66-67)

La representación del sujeto subalterno en la obra de Pasolini se halla vinculada a una redefinición del documental que lo conduce a alumbrar un nuevo subgénero cinematográfico, el filme-ensayo, como forma privilegiada de lo que él llamara una «semiótica de lo real». Así sucede en obras como los cuadernos de viaje Sopralluoghi in Palestina (1963-1964), que realizó durante un viaje a Oriente Próximo con el objetivo de preparar el rodaje de El Evangelio según San Mateo (1964)4, Apuntes para una película sobre la India (1969) y la ya mencionada Apuntes para una Orestiada africana. Según resaltara Silvestra Mariniello (1999), los fragmentos documentales rescatados por Pasolini en esas obras son montados por el cineasta de manera que reemplazan el «orden cronológico o lógico por el orden “político-poético” de un discurso nuevo que no intenta representar la realidad, sino adherirse a su materialidad haciéndola emerger en su complejidad y produciéndola en la pantalla» (p. 213). La resistencia a la asunción del fascismo cultural que Pasolini detectara, al menos hasta los años setenta, en las figuras del subproletariado romano, el obrero industrial, el campesinado italiano y el subalterno del tercer mundo, fue interpretada por Moravia como un «marxismo cristiano», en el que el «mito del subproletariado» era «similar a los pobres de los tiempos de Jesús» (Pasolini, 2006, p. 118). En la comparación que Pasolini establecía entre el fascismo histórico y este fascismo cultural de nuevo cuño encontramos también una coincidencia con la figura del tránsito desde las sociedades disciplinarias a las sociedades de control tematizada por filósofos posestructuralistas como Michel Foucault o Gilles Deleuze. La disociación entre el comportamiento y la conciencia que aún pervivía en un período anterior se veía ahora diluida por la No parece tampoco casual, por seguir con los nexos entre la obra pasoliniana y los estudios poscoloniales, que el intelectual palestino Edward Said, también vinculado al Grupo de Estudios Subalternos, reconociera en el prefacio a la reedición de 1985 de su libro Orientalismos la influencia del cineasta italiano, interesado por la marginalidad étnico-cultural de la subalternidad. 4

implantación del neocapitalismo. Con todo, hay que señalar que Pasolini (2009a) no desmerecía, al contrario de lo que sucede en las teorías de la subjetividad más recientes, el papel de la conciencia como último reducto de resistencia: vi «con mis sentidos» cómo el comportamiento impuesto por el poder del consumo rehacía y deformaba la conciencia del pueblo italiano, hasta una degradación irreversible. Algo que no había ocurrido durante el fascismo fascista, un periodo en que el comportamiento estaba completamente disociado de la conciencia. En vano se obstinaba el poder «totalitario» en imponer sus modelos de comportamiento: la conciencia no estaba implicada5. (p. 159)

En lo que tiene de metafórica y de contextual, observamos que la construcción mítica de ese imaginario de resistencia contramoderno responde ante todo a un conato de rebeldía, a una vitalidad desesperada ante la violencia implementada por las tesis desarrollistas sobre el cuerpo social, que por lo demás conecta directamente con la concepción semiótica de Pasolini y su rescate de todo ese universo pregramatical cohibido por el logocentrismo occidental. La aproximación a las cosas como lenguaje o Ur-Código en Pasolini implicaba de por sí un cuestionamiento radical de la dicotomía entre naturaleza y cultura —el cineasta italiano replicaría a Umberto Eco que su semiótica, lejos de suponer una «naturalización de la cultura» apostaba, definitivamente, por la «culturización de la naturaleza»— que resuena poderosamente en la aproximación al animismo planteada por autores como el propio Guattari. La naturaleza, para las sociedades arcaicas que Pasolini plasmó en películas como Medea (1969), no estaba al margen del lenguaje o de la historia. Únicamente se encontraba desplazada de los conceptos de lenguaje e historia definidos por la filosofía occidental en su contraposición dicotómica con el concepto de cultura. Sin embargo, si la ecología panteísta del centauro pasoliniano insistía, en una suerte de crítica de la modernidad que recuerda, por momentos, la Dialéctica de la Ilustración (1944) de Theodor Adorno y Max Horkheimer, en que «todo es sagrado» por el hecho de que «no hay nada de natural en la naturaleza» habitada por los dioses, la ecología maquínica de Guattari representa una recuperación positiva de la técnica en un concepto desplazado, sin duda, de los usos instrumentales de la modernidad capitalista —y del socialismo real— y en sus Este fragmento está extraído del conocido como el «artículo de las luciérnagas», publicado en el Corriere della Sera el 1 de febrero de 1975 bajo el título «El vacío de poder en Italia», que inspira la respuesta esperanzada del hermoso libro de Didi-Huberman (2012) Supervivencia de las luciérnagas. 5

posibilidades de conexión con el animismo: Aquello que nos parece natural —los torrentes, las rocas— está cargado de historia para los pueblos aborígenes, que practican formas de totemismo, que por tanto son culturales, no naturales […] La oposición entre naturaleza y cultura constriñe nuestro pensamiento […] Es todavía nuestro paradigma, en tanto continuamos fantaseando en torno a pueblos naturales, ambientes naturales, acerca de que debemos preservar la naturaleza […] La cuestión del medio ambiente no es realmente proteger la naturaleza deteniendo la polución. Al contrario, es necesario investirlo con nuevas formas de ensamblaje y mecanismos culturales. (Melitopoulos y Lazzarato)

Micropolítica y macropolítica. Vanguardia cultural y vanguardia política Como es conocido, la idea de máquina alumbrada por Deleuze y Guattari se encuentra asociada en el pensamiento de ambos autores a conceptos como lo rizomático, lo molecular —en este caso con una connotación alejada de la empleada por Gramsci para definir las transformaciones asociadas a la guerra de posiciones que habilitarían la conquista del Estado por el proletariado a través del partido6— o la micropolítica, que la literatura al uso de la crítica cultural hegemónica ha elogiado hasta la saciedad en tanto contrapunto de las formas jerárquicas, molares y macropolíticas de organización, cosmovisión y subjetividad vinculadas a eso que, en una fuga hacia adelante caricaturesca e históricamente adulterada, se ha dado en llamar la «izquierda tradicional». Afortunadamente, la percepción de las relaciones entre lo micro y lo macro aparecía en Guattari de una manera mucho más matizada que en los usufructuarios culturales de su herencia, con demasiada frecuencia bien relacionados o complacientes con los poderes macropolíticos. Para empezar, Guattari no abogaba por un desplazamiento del plano macropolítico al micropolítico, sino más bien por la En uno de los escritos contenidos en sus Cuadernos de la cárcel, Gramsci (1981) explicaba del siguiente modo su concepción de lo molecular, fuertemente vinculada a sus reflexiones sobre la hegemonía: «Se podría estudiar en concreto la formación de un movimiento histórico colectivo, analizándolo en todas sus fases moleculares, lo que habitualmente no se hace porque tornaría pesado el análisis. Se toman en cambio las corrientes de opinión ya constituidas en torno a un grupo o a una personalidad dominante. Es el problema que modernamente se expresa en términos de partido o de coaliciones de partidos afines: cómo se inicia la constitución de un partido, cómo se desarrolla su fuerza organizada y su influencia social, etc. Se trata de un proceso molecular, minucioso, de análisis extremo, capilar, cuya documentación está constituida por una cantidad interminable de libros, folletos, de artículos de revistas y de periódicos, de conversaciones y debates orales que se repiten infinidad de veces y que en su conjunto gigantesco representan ese lento trabajo del cual nace una voluntad colectiva con un cierto grado de homogeneidad, con el grado necesario y suficiente para determinar una acción coordinada y simultánea en el tiempo y en el espacio geográfico en el que se verifica el hecho histórico» (p. 314). 6

superación de tal oposición no como proyección futura —al modo de la reconciliación estética posrevolucionaria glosada por el instrumentalismo marxiano—, sino como punto de partida. Al ser interrogado durante la década de los setenta acerca de si era posible separar los alcances micro y macro de la guerra de clases, la respuesta de Guattari (2007) no pudo ser más rotunda: «No más de lo que es posible separar la química atómica de la química molecular»7 (p. 149). La hipótesis (y la hipóstasis) micropolítica ha sido adoptada como sancta sanctorum tanto por el grueso de la producción discursiva en torno a los movimientos sociales y sus sinergias con el activismo artístico como por las estéticas relacionales que, al interior de las instituciones culturales, reproducen de manera ingenua o fraudulenta esas ambiciones. La afirmación liberadora de un sujeto colectivo entendida como una especie de revolución en proceso, corporal, múltiple, descentrada y posestadocéntrica tiende a ignorar, en la exaltación de su emergencia como acontecimiento, los condicionantes históricos impuestos por las relaciones de producción capitalistas sobre el cuerpo social. Al disolver «el carácter histórico-estructural de los procesos sociales y políticos en la singularidad de los cuerpos que conforman la multitud» (Borón, 2003) el problema se plantea cuando en estos enfoques la reivindicación de la potencia del cuerpo como matriz de subjetivación va de la mano de una visión extática del acontecimiento en tanto manifestación genuina y expresión pura de la política, ante la cual todo proceso ulterior de organización movimentista, de producción de relato histórico, de análisis político de la realidad y de construcción de alternativas que aspiren a la toma de poder parece quedar de antemano degradado. Tal romantización del acontecimiento ha de ser superada en una coyuntura política como la actual, donde todos los instrumentos que acabo de mencionar parecen imprescindibles para prolongar y ramificar las luchas que el acontecimiento al que deseamos ser fieles posibilita. La renuencia que suele acompañar estos planteamientos a contemplar el Estado como un posible instrumento de cambio social debería ser revisada críticamente a la luz de ciertos procesos políticos de las últimas décadas, en los que el movimentismo social y la toma de poder han mantenido y mantienen unas relaciones de retroalimentación y tensión tan conflictivas como positivas. Parece entonces necesario considerar las relaciones entre los paradigmas y las temporalidades del acontecimiento político y de la representación democrática en términos tan radicales como dialécticos. De no hacerlo, corremos el riesgo de caer en la tentación un tanto 7

Debo esta cita a Pablo Martínez.

esteticista de esconder tras la exaltación micropolítica del acontecimiento la aceptación —o

la administración libidinal— de la derrota de la izquierda en el plano macropolítico.

Alimentada por la comprensión de la estética de la política en autores como Jacques Rancière, la consideración bajo la teoría cultural de la aproximación del arte a la política, en tanto que experiencia viva, ha llevado aparejada una comprensión purista y extática de esta última sumamente paralizante cuando lo que está en juego no es solo la experiencia de la ruptura sino su consolidación en las relaciones de poder. Durante los próximos días, meses o años se atisba urgente conjugar de nuevo y de manera diferente la liberación y la intencionalidad. El problema de fondo que parece enfrentar la fusión de partida entre la micro y la macropolítica ambicionada por Guattari es la supeditación de aquella por esta en base a la lógica teleológica y sacrificial que habría atravesado un segmento relevante de las luchas de la izquierda durante el siglo XX. Ahora bien, cuestionar con justicia ese tiranicidio no implica, de por sí, arrojar sin más el concepto de sacrificio, así como el pensamiento y la acción intencionales, al vertedero de la historia. Es posible detectar el modo en que la reciente teoría de la vanguardia ha seguido ese patrón. Intelectuales como Susan Buck-Morss (2004), en su por lo demás enormemente valioso estudio de las primeras experiencias de la vanguardia soviética, han insistido en oponer la singularidad política del arte vanguardista a las consecuencias para la política revolucionaria de la asunción como propia de la temporalidad decimonónica del progreso histórico. En un intento históricamente difícil de sostener que parece perseguir resguardar la experimentación vanguardista soviética de las garras modernizantes del leninismo y el estalinismo, se identifica en la vanguardia cultural una resistencia a las imposiciones teleológicas de la vanguardia política, asociada con «la temporalidad cosmológica que caracteriza a la concepción hegeliano-marxista» (p. 82). Este análisis debería ser cuestionado desde los cimientos estructurales de su antítesis conceptual, que podría hacernos pensar que, en el seno de los desarrollos de la vanguardia, la politización revolucionaria implica necesariamente un abandono de la experimentación —con

sus efectos sensoriales y micropolíticos asociados— y no su reformulación bajo

formas más difícilmente identificables por la historia occidental del arte de vanguardia. Con frecuencia, las exaltaciones autotélicas de la vanguardia experimental desdeñan implícitamente toda intencionalidad revolucionaria, asociada de inmediato con un instrumentalismo vulgar, como si esta debiera someterse indefectiblemente a los

designios proyectivos de la utopía futura. Resulta en este sentido interesante releer la tesis número 12 de las Tesis sobre filosofía de la historia de Benjamin (1940) —un autor paradójicamente tan citado por esa nueva teoría de la vanguardia —, donde vincula la teleología histórica que la posmodernidad ha acabado por asociar grosso modo al gran relato de la dialéctica marxista en su conjunto, con una de sus proyecciones históricas: la de la socialdemocracia alemana, que sería la responsable de supeditar el odio memorial y la voluntad sacrificial de la «clase vengadora» en el presente a los cálculos parlamentarios que asegurarían el «ideal de los descendientes liberados». Frente a esa interpretación socialdemócrata de la superación dialéctica del capital, el carácter sublime de la revolución comunista respondería a la conexión generacional con los explotados y las víctimas del pasado en el fulgurante «instante del peligro»: la fuerza de su contenido, según dejara claro Karl Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (1852), quedaba expresada por su capacidad de desbordar de manera constante la asignación de una forma predeterminada. Pero eso no suponía de por sí abandonar el campo de la acción intencional, que representa, ante todo, una respuesta racional-afectiva a la emergencia del deseo revolucionario fruto de la reconexión mesiánica con las luchas del pasado. Desde esta perspectiva, ni la figura esteticista del acontecimiento vanguardista ni el idealismo instrumental del arte al servicio de la política parecen paradigmas epistemológicos y políticos útiles a la hora no solo de aproximarnos a las experiencias históricas de la vanguardia artística y política del pasado siglo, sino también ante la necesidad imperiosa de redefinir radicalmente su sentido en la actualidad. Según apunta Terry Eagleton (2011a), la crítica del instrumentalismo del pensamiento político revolucionario, tan recurrente en el discurso posmarxista, no debe implicar dar por sentado que todo relato es de por sí autoritario con la particularidad del presente o que el abandono de la intencionalidad equivale sin más a una liberación de las fuerzas del acontecimiento (p. 72). Hay relatos que potencian esa particularidad, del mismo modo que la intencionalidad puede reconciliar la apertura de mundos con la responsabilidad histórica del sujeto político. La justa crítica a la idea de progreso tecno-moderno implícita en planteamientos como los de Buck-Morss parece olvidar, por otra parte, que la dislocación del tiempo del capital no fue, durante el siglo XX, patrimonio exclusivo de la vanguardia artística. La revolución política —mediante la ruptura con el orden vigente— y la huelga general — mediante la detención de la producción— incorporaban de hecho de manera radical esta idea. Ante la claudicación de las expectativas revolucionarias de la izquierda occidental

tras la segunda guerra mundial, el pensamiento eurocéntrico de la segunda mitad del pasado siglo ha tendido, incluso en su vertiente explícitamente marxista, a minimizar los trabajos dedicados a la teoría revolucionaria, privilegiando otros ámbitos de reflexión como la estética8. Cabría preguntarse si la asignación exclusiva de la interrupción vanguardista a este último campo no responde a una posición política que, admitiendo la derrota de los proyectos emancipatorios de la izquierda revolucionaria, carga su pluma crítica contra ella sin valorar en sus análisis los condicionamientos específicos en que esos procesos acontecieron; un punto de vista que sin duda contribuye a reforzar los relatos históricos —y del fin de la historia— de quienes salieron vencedores de aquella confrontación. Por otra parte, esa posición fortalece la autonomía del arte en base a la defensa de una vanguardia experimental que, recluida a los círculos de la historia del arte académica, deja de quedar mancillada por las tensiones —y los errores— de los proyectos revolucionarios que la acompañaron y en los que un día ambicionó inscribirse. En opinión de Guattari (2006), una de las principales características del capitalismo tardío es su capacidad para escindir «los universos semióticos de las producciones subjetivas» (p. 36). Al primer campo quedarían adscritas los territorios de la ideología y la representación. El segundo, vinculado al ámbito de la expresión, sería explotado subjetivamente por los estímulos sensoriales de la semiótica simbólica y asignificante asociados al régimen visual de la cultura del espectáculo. Para Guattari, la problemática de la micropolítica se situaría en este espacio y no en el nivel de la representación, pues «se refiere a los modos de expresión que pasan no solo por el lenguaje, sino también por niveles semióticos heterogéneos» (p. 42). En un libro escrito junto con Toni Negri, Guattari (1999) insistía nuevamente en esta cuestión, en esta ocasión vinculándola a las formas de expresión de los sujetos marginales, una posición que nuevamente nos hace recordar la sensibilidad pasoliniana hacia la subalternidad: El aspecto externo, físico, corpóreo, plástico, de las experiencias de liberación de los sujetos marginales, se convierte […] en la materia de una nueva forma de expresión y de creación. La lengua, las imágenes no son aquí nunca ideológicas, sino siempre corporeizadas. Aquí, más que en cualquier otra parte, pueden revelarse los síntomas de la aparición de un nuevo derecho a la transformación y a la vida comunitaria, bajo el empuje Sobre este particular, siguen resultando de enorme interés las reflexiones planteadas por Perry Anderson (1979). 8

de las subjetividades en rebelión. (p. 71)

La necesidad de luchar micropolíticamente —y aquí sin duda a las imágenes del arte les cabe reclamar un papel— no debería, sin embargo, impedirnos pugnar igualmente en el plano de la representación. Después de todo, las representaciones también se experimentan corporalmente, en un orden de temporalidad que no es el de la performatividad de la imagen-acontecimiento, pero que no por ello resulta menos relevante desde el punto de vista político. El desdén por la representación a favor de la imagen performativa reproduce en el ámbito de la reflexión estética el desprecio más o menos confesado por el conocimiento histórico que con frecuencia acompaña a la exaltación movimentista del acontecimiento. En la medida en que, desde el estructuralismo, la objetividad de aquel fue negada bajo sus pretensiones empiristas, la historia —y sus representaciones— debieron claudicar ante los presupuestos efectos de las expresiones de la teoría sobre la activación de las luchas. Este es el terreno en el que, con contadas excepciones, se desplegó el posestructuralismo y sus diversas variantes, cada vez más vanguardistas y más adaptadas a los requerimientos de novedad propios de las instituciones culturales: el posoperaísmo quizá representa en la actualidad su versión más sublimada. En este tipo de planteamientos, el deseo, la inmediatez y la democracia directa forman una triada tan indisoluble como de un alcance político relativo. Es posible afirmar que parte de la desazón que afecta en el presente a los movimientos sociales procede justamente de su hipóstasis. No se trata de desmerecer el potencial político del deseo o la democracia directa, sino de cuestionar su sujeción a la inmediatez. Entre la concepción inmediatista de la democracia directa y el secuestro de la soberanía popular por las democracias representativas del capitalismo neoliberal existen posiciones intermedias que no podemos obviar. Antoni Domènech (2004) ha retrotraído la concepción moderna de la democracia directa, generalmente atribuida a la recepción jacobina del pensamiento de Rousseau, a un filósofo tachado injustamente de liberal como John Locke, pues allí se encuentra el germen de la preeminencia del poder legislativo y de la revocabilidad republicanas de acuerdo a la lógica fiduciaria entre el fideicomitente —el elector— y el fideicomisario —el representante—, según la cual este último puede ser depuesto en cualquier momento mediante la simple expresión de la voluntad popular (p. 79). Si el materialismo histórico es aquella aproximación rigurosa y no teológica a la complejidad del pasado que nos permite entender —sin condicionar— nuestro presente

e idear nuevas estrategias de apertura radical de este hacia el futuro, es difícil hallar un momento más oportuno para volverlo a reivindicar. Ello implicará, sin duda, la apertura de la discusión en torno a la performatividad de las representaciones. En ese sentido, convendría deshacerse cuanto antes de cierto equívoco de ascendencia posmodernista por el cual se asimila la objetividad histórica al historicismo positivista. Que uno niegue las pretensiones de este último no ha de implicar necesariamente cuestionar la objetividad del conocimiento histórico como una reconstrucción siempre parcial, provisional y, por tanto, falsable —como sucede en la epistemología científica— del pasado. En ese esquema pareciera que o se es positivista o, en base al rechazo de toda objetividad, se defiende concebir la narración histórica en beneficio de la proyección de sus efectos sobre el presente, sin que quede claro por qué esa pretensión es per se más relevante desde un punto de vista estrictamente político para aquel que una aproximación objetiva —en términos no absolutos— al pasado. Esa posición suele ignorar, por lo demás, que el carácter objetivo y constructivo de la narración histórica no son de ningún modo incompatibles (Kracauer, 2010), al tiempo que evidencia una polaridad entre conocimiento y valor a reconsiderar críticamente. Que todo conocimiento histórico deba de ser parcial —en base a la presencia del sujeto en el plano de inmanencia— no implica que no sea verdadero, más bien al contrario, pues desde un lugar suprahistórico y apocalíptico —por encima y al final de los tiempos— no se puede dar cuenta de las fuerzas que atraviesan la realidad (Foucault, 2000). Esto es aún más cierto en el plano del «conocimiento táctico o informal» que acompaña al conflicto social, especialmente en «las situaciones en las que un bando tiene una parte mucho más grande de verdad que el otro; lo cual quiere decir en todas las situaciones políticas importantes» (Eagleton, 2005, p. 145). La objetividad no es lo contrario de la subjetividad, sino de la ecuanimidad liberal. Es por ello que Benjamin (2008) pudo afirmar, en la tesis que citábamos más arriba, que «el sujeto del conocimiento histórico es la misma clase oprimida que lucha» (p. 313). Aceptando con Guattari (2006) que «cualquier revolución a nivel macropolítico concierne también a la producción de subjetividad» (p. 45), no podemos obviar que aquella es la condición sine qua non para que las transformaciones en el nivel micropolítico se tornen socialmente liberadoras, más allá de quedar jurídicamente reconocidas en el plano de los derechos liberales —sin minusvalorar por ello estas conquistas—. Si bien es cierto que cualquier revolución democrática pasa por «entrar en

el campo de la economía subjetiva y no restringirse al de la economía política» (p. 48), no lo es menos que la aproximación a cualquier economía subjetiva no puede desmerecer sus interrelaciones con el campo de la economía política. Como bien sabía Guattari, la hegemonía neoliberal se caracteriza, como ningún otro período del capitalismo moderno, por estrechar los lazos entre economía y producción de subjetividad, un hecho ante el que llama poderosamente la atención el modo en que la filosofía política posmarxista se ha despreocupado acerca de las relaciones entre ambas esferas, asumiendo que la negación del determinismo economicista implicaba de por sí la ausencia de toda vinculación material entre economía y subjetivación política. Como es sabido, la economía de la deuda es un punto nodal de la matriz subjetiva neoliberal. Una economía que se traduce no solo en la supeditación de la soberanía nacional a las imposiciones de los organismos acreedores internacionales, sino que se infiltra igualmente en la vida cotidiana tanto en forma de imagen cardiogramática del shock como bajo la progresiva privatización de los servicios públicos y la generalización del crédito desde finales de los setenta como modo de acceso a la cultura del consumo. Paradójicamente, la superación del determinismo economicista ha venido de la mano en la retórica política en boga en la esfera cultural de un determinismo tecnológico que asoma en las exaltaciones de las potencialidades emancipatorias del universo digital y del sujeto revolucionario posfordista: el famoso cognitariado. Como subraya Domènech en su introducción al extraordinario libro de E. P. Thompson La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963), uno de los grandes méritos del historiador inglés fue contraatacar la interpretación progresista-desarrollista de la historia desplegada por la academia contemporánea y el estalinismo —según la cual la revolución industrial supuso una mejora en las condiciones de vida de las clases trabajadoras—, alumbrando los sufrimientos reales de la población que se vio forzada a proletarizarse en base a los mecanismos desposesivos implantados por esa fase del capitalismo. La emergencia del asalariado aparecía determinada en los planteamientos del marxismo etapista como futuro enterrador de la burguesía en base al despliegue de las fuerzas productivas derivado del desarrollo técnico-científico, prefigurando el mismo gesto teórico de los postulados en torno al cognitariado posmoderno como sujeto revolucionario de una era digital que habría superado, supuestamente y para bien, la configuración del trabajo asalariado característica del capitalismo industrial. Una tesis evolucionista que resulta aún más llamativa por el modo en que redobla el eurocentrismo del marxismo tradicional, puesto que el trabajo asalariado, más que desaparecer ha experimentado un

desplazamiento geográfico de la mano de los procesos de reconversión neoliberal de las sociedades occidentales. La voluntad de tornar molecular el antagonismo, de acuerdo con las dificultades para determinar el origen de la irrigación del poder sobre la subjetividad, ha llevado con frecuencia, de la mano de la superación del paradigma obrerista, a una exaltación micropolítica de los agenciamientos colectivos que se adaptaría mejor a la condición contemporánea del «obrero social» y trascendería la dialéctica amigo-enemigo característica del movimiento comunista clásico. La lucha de clases parecía de ese modo redefinida, cuando no aparentemente clausurada. Esta posición suele ignorar que, en lo mejor de la praxis comunista y de la teoría marxista, la «clase» no se definía como una categoría sociológica ni como una entidad pura, sino más bien como un proceso de «formación» de un entramado social heterogéneo que, sin embargo, no impedía la identificación de un adversario definido y de unos intereses comunes. Un proceso que, por otra parte, junto a la creación de organizaciones de clase no se concebía sin la producción de aquellas formas de subjetividad propias —una «cultura material de vida», Gramsci dixit— que, sin duda, han de acompañar a toda política radical. El propio Thompson (2012) lo expresaba con rotundidad en el libro que acabamos de mencionar: […] el hecho destacable del período comprendido entre 1790 y 1830 es la formación de «la clase obrera». Esto se revela, primero, en el desarrollo de la conciencia de clase; la conciencia de una identidad de intereses a la vez entre todos esos grupos diversos de población trabajadora y contra los intereses de otras clases. Y, en segundo lugar, en el desarrollo de las formas correspondientes de organización política y laboral. Hacia 1832, había instituciones obreras —sindicatos, sociedades de correo mutuo, movimientos educativos y religiosos, organizaciones políticas, publicaciones periódicas— sólidamente arraigadas, tradiciones intelectuales obreras, pautas obreras de comportamiento colectivo y una concepción obrera de la sensibilidad9. (p. 220)

En el marco de las discusiones entre micro y macropolítica, un error garrafal desde el punto de vista político del pensamiento posmoderno, demasiado enfático —o perezoso — en sus políticas de lo fragmentario, ha sido desvincular su loable interés por la recuperación de la importancia del cuerpo para las políticas liberadoras de la reflexión sobre su interacción subjetiva con cuestiones como el Estado, los conflictos de clase y 9

La cursiva es mía. Thompson desarrollaría más tarde estas ideas en su libro Tradición, revuelta y consciencia de clase (1984, pp. 34-38).

los modos de producción (Eagleton, 2011b, p. 58). En su justa crítica del desdén por el cuerpo en el marxismo vulgar al uso, el inmediatismo de una cierta «ética sucedánea» de lo corporal, en la que la sexualidad sobredetermina de manera abusiva —en lugar de las relaciones de producción— el conjunto de la subjetividad, deriva en demasiadas ocasiones en procesos de autoafirmación fácilmente asimilables por el poder. La concepción del deseo que asoma en muchos de estos planteamientos lo afirma como algo dado, renunciando a indagar su configuración ideológica en los niveles cultural y estructural, así como a recuperar una racionalidad erótica que vislumbre motivaciones de segundo orden y permita revivir una cultura moral en la que lo individual y lo colectivo se toquen en una tangente ética (Domènech, 1989). Para tratarse de una filosofía deconstructora de la idea de sujeto, llama la atención que el pensamiento posmoderno se haya mostrado tan sujeto al deseo. Esa sujeción a un deseo de primer orden es la que le hace confundir con frecuencia toda moral racional con el moralismo puritano. La exaltación del cuerpo cae así en un materialismo igualmente banal en el que, por otra parte, se desprecian los procesos de subjetivación y los vínculos de solidaridad que el pensamiento político abstracto —la tan denostada conciencia, incluyendo, desde luego, la de clase— puede activar a escala local, nacional y global. El carácter posmarxista de este punto de vista, situado ya muy lejos de la articulación pasoliniana entre el cuerpo, el gesto y la conciencia, puede explicarnos también un hecho que cada vez resulta más extravagante: la tendencia a obviar el análisis de las relaciones entre capital y trabajo —al margen de los éxtasis inmateriales— en los proyectos culturales que apuestan por abordar los vínculos entre el arte, el cuerpo y la política, una dinámica que reproduce en ese campo un problema que no deja de afectar a los movimientos sociales. En la deriva voluntarista hacia el activismo político estos tienden a obviar una crítica radical de las relaciones sociales de producción como fundamento de toda política democrática, sustituyéndola por un espontaneísmo vitalista y expresivo cuya relevancia revolucionaria en ocasiones adquiere los perfiles del dogma de fe. Teniendo en mente estas reflexiones, parece urgente encarar en la coyuntura política actual de crisis capitalista global algunas preguntas: 1) ¿Cómo puede evitarse una sublimación de las transgresiones corporales, en ocasiones reducidas a una concepción de la sexualidad sujeta a la misma prohibición que trata de vulnerar, de manera que aquellas se desborden hacia una ética que demande una

reconfiguración radical del estado estructural de lo común? 2) ¿Qué modos de afección corporal liberadora y de contrapoder social incentivan las imágenes del arte en particular y las de la producción visual en general frente a los procesos de reificación derivados de las determinaciones contemporáneas de la cultura del espectáculo? 3) Sin dejar de constatar el modo flagrante en que los discursos de ascendencia posmoderna que tanto circulan por los museos de arte omiten el hecho palmario de que buena parte del pensamiento marxista parte de categorías estéticas, de que el problema del cuerpo y de la producción de formas de vida bajo el capitalismo fue, en origen, central para la izquierda radical, parece necesario preguntarse cómo puede articularse la crítica de la configuración identitaria del sujeto trascendental con la evidencia de que, en la actualidad, nuestra principal necesidad no pasa tanto por la invención de nuevas subjetividades —en demasiadas ocasiones asimilables, incluso promovidas, por el capitalismo avanzado— como por la recuperación de una (des-)identidad olvidada: esa identidad de identidades, ese concepto político-performativo —no sociológicodescriptivo—, ese devenir un «otro-común» que algún día activó el término «proletariado»10. 4) ¿Qué rol cumpliría una nueva imagen-cuerpo como dispositivo de subjetivación en ese proceso? Es difícil responder a estas preguntas, pero tal vez quepa abocetar algunas ideas que abran un camino intermedio a la polaridad señalada por David Harvey (2007) entre el «reduccionismo del cuerpo» que detectamos entre los planteamientos de estirpe posmoderna y la autonomía moral del sujeto liberal definido por el pensamiento ilustrado (p. 143). La primera tal vez pase por afirmar que el territorio de la ética y la moral no han de pertenecer necesariamente a la superestructura de la ideología burguesa, como se suele dar por presupuesto en los textos posmarxistas que, por ejemplo, denuncian la inflación ética del arte político. Bien al contrario, en las tradiciones materialistas de Baruch Spinoza y Marx ambos dominios están estéticamente atravesados, entendiendo aquí la estética en el sentido clásico y moderno El propio Guattari (2002) detectó el carácter performativo del concepto de «proletariado» como «agenciamiento de enunciación» (p. 88). Maurizio Lazzarato (2013) lo ha explicado del siguiente modo: «Para Guattari, la afirmación de esta autonomía política se expresó por primera vez en función de la ruptura subjetiva creada por la Primera Internacional, que “literalmente” inventó una clase trabajadora que aún no existía (el comunismo de Marx contaba con el apoyo fundamental de los artesanos y de los miembros del gremio)» (p. 35). 10

—según han recordado recientemente autores como Buck-Morss (2005b) o Eagleton (2011b)— aquella ciencia de la sensibilidad que abarca las relaciones entre nuestro cuerpo y el mundo. Si la ética spinoziana actualiza la potencia del cuerpo en base a nociones comunes y formas de autoafección, en el pensamiento marxista la moral estrecha su vínculo con la estética en tanto aquella depende de las condiciones materiales que satisfagan las necesidades humanas para la autorrealización de las capacidades sensibles del cuerpo, lo cual implica a su vez una superación estructural del modo de producción capitalista. Se trataría entonces de incentivar la articulación entre modos de producción, intercambio y consumo y relaciones afectivas, formas discursivas y creaciones estéticas que incorporen valores que transgredan el concepto de valor derivado del régimen capitalista de producción en los niveles económico y subjetivo. ¿Cuáles serían esos valores, cómo podrían oponerse al valor de cambio como una representación del valor de un tiempo de trabajo que, al extenderse contemporáneamente al conjunto de la vida individual y social, acaba por confundirse, al modo borgiano, con su representación misma? La cuestión del consumo El esteticismo idealista de cierta crítica del arte político —cuyo exponente más sólido es, sin duda, la obra de Rancière— se centra en desmontar los presupuestos sobre los que se asienta la sedicente eficacia de este para proponer, por contraposición, un modelo de arte emancipador basado en un régimen estético que salva la institucionalidad burguesa del arte de la crítica sociológica. En realidad, ese modelo parte igualmente de su presupuesta cualidad lineradora, esta vez basada en una rehabilitación epifánica de la contemplación suspendida y desinteresada de los objetos artísticos en una liana histórica que anuda a Friedrich Schiller con Rainer Maria Rilke. Es sin duda necesario que los artistas que desean hacer política habiliten, en la medida de lo posible, modos de verificación de las consecuencias de sus propuestas que repliquen la crítica rancièriana, pero ese hecho solo ha de ser una consecuencia de la determinación de elegir, entre un arte intencional sin efectos políticos asegurados y un arte esteticista despreocupado de estos, el primero de ellos. En su obcecación posmarxista, Rancière (2005) llega a afirmar que si la pretensión del arte crítico es «hacer conscientes los mecanismos de la dominación para transformar al espectador en actor consciente de la transformación del mundo», su objetivo es baldío porque, en realidad, «los explotados no suelen necesitar

que les expliquen las leyes de la explotación» (p. 38). Es probable que el éxtasis estético de esta afirmación libre a su autor de cualquier comprobación empírica de su validez, pero parece difícil sostenerla ante la constatación de que, a través de la proletarización del consumo, durante las últimas décadas una creciente masa de trabajadores del mundo occidental ha experimentado un particular proceso de burguesización del que solo ahora11, con el galope de la crisis económica, empiezan tímidamente a despertar, sin reconocerse necesariamente por ello como sujetos explotados, en buena medida porque esa autopercepción pasa también, al contrario de lo que afirma Rancière, por adquirir conciencia histórica y conceptual sobre «los mecanismos de la dominación». En sus loables énfasis micropolíticos, autores como Michel de Certeau, cuya obra ha influido extensamente sobre las prácticas artísticas colaborativas de décadas recientes, apostaron por recuperar positivamente el consumo como un modo de hacer que reinventara tácticamente las resistencias cotidianas en medio de la debacle estratégica de la izquierda en el nivel macropolítico. Esa actividad se opondría tanto a la pasividad del sujeto estético rancièriano como al análisis de los «habitus» en la obra de sociólogos como Pierre Bourdieu, donde esas prácticas tienden a ser consideradas como «estrategias de reproducción» de la ideología dominante. Para De Certeau (2007), más que el momento final del ciclo productivo básico (producción-intercambio-consumo), el consumo constituiría en sí mismo una forma de producción que, frente a la […] producción racionalizada, expansionista, centralizada, espectacular y ruidosa […], tiene como características sus ardides, su desmoronamiento al capricho de las ocasiones, sus cacerías furtivas, su clandestinidad, su murmullo incansable, en suma una especie de invisibilidad pues no se distingue casi nada por productos propios (¿dónde tendría su lugar?), sino por el arte de utilizar los que le son impuestos. (pp. 37-38)

Autores como Bernard Stiegler (2009) han detectado igualmente en el consumo un momento de la producción, pero no de carácter resistente o subversivo, sino de la generación de valor como desplazamiento, complemento y extensión de la plusvalía asociada a la historia del trabajo bajo el capitalismo industrial. En ella, la burguesización y la proletarización confluirían de manera paradójica, dificultando todo atisbo de articulación entre la toma de conciencia y la resistencia subjetiva en la medida en que ese estado ha supuesto el borrado de toda una gama de saberes-vivir asociados a Immanuel Wallerstein (2004, pp. 300-317) analiza la singularidad de ese proceso de emergencia de una nueva burguesía consumista y no rentista. 11

la cultura de las clases subalternas12. Es posible que sea esta extensión de la producción al consumo el ámbito de síntesis donde la economía política y la economía subjetiva han adquirido perfiles más singulares en las sociedades capitalistas avanzadas durante las últimas décadas. Para Santiago Alba Rico (2011), la «desmaterialización» que afecta al capitalismo contemporáneo no se ha de detectar tanto en el espacio de la producción —al modo del pensamiento posoperaísta— como en el de la circulación de mercancías: Si se puede hablar de «desmaterialización» no hay que dirigir la mirada al campo de la producción, donde el capitalismo, en este nuevo proceso de acumulación originaria, mientras introduce nuevas tecnologías que aceleran la extracción de plusvalor, despliega al mismo tiempo toda clase de variantes de explotación ya conocidas, algunas de las cuales son decimonónicas: personas en las fábricas-prisión en aguas extraterritoriales, en las maquiladoras, en los talleres off-shore o en el trabajo infantil, etc. Donde se ha producido la desmaterialización es en el nivel de la mercancía; es decir, en la esfera de la circulación y no en la esfera de la producción. (p. 18)

Esa desmaterialización se basaría en el señalamiento realizado por Marx (2012) en El capital de la conversión fetichista del carácter social del trabajo colectivo en «una propiedad material de los productos mismos del trabajo» según la cual «las relaciones sociales de los productores con el trabajo colectivo» se transfiguran en «una relación social de objetos que aparecen al margen de ellos» (p. 103). Si bien es cierto que el concepto de fetichismo proviene de los estudios de antropología cultural sobre las sociedades primitivas y se encuentra asociado a cosmovisiones como el animismo, la reivindicación que realiza Alba Rico del objeto y las cosas como aquello que se opone a la fetichización de la mercancía complementa algunas de las reflexiones sobre naturaleza y cultura que más arriba analizábamos a propósito de la obra de Pasolini. Lo que finalmente ocasionaría la circulación capitalista de mercancías sería una naturalización de las relaciones sociales bajo una forma objetual específica —la mercancía— que obliteraría la memoria de la historia productiva y práctica de las cosas y los objetos, supeditándolos a la representación del valor bajo la forma del valor de cambio y condicionando su valor de uso. La falta de memoria y la pobreza de experiencias del hombre contemporáneo no residirían, en opinión de Alba Rico, en la objetualización del mundo, sino en la ausencia de una cosificación autónoma de toda Puede consultarse una versión del texto de Stiegler en español en: http://brumaria.net/wpcontent/uploads/2011/10/271.pdf 12

determinación capitalista que permita la reproducción social y cultural de la especie humana en condiciones de liberación. Lo citamos extensamente: El paso del trabajo vivo al trabajo muerto no es sino la cristalización de la energía muscular, corporal, pero también de los saberes y conocimientos en objetos que solo bajo determinadas condiciones de producción devienen mercancías. Donde hay que buscar una oposición no es tanto entre la energía y el objeto sino entre el objeto mismo y su carácter de mercancía capitalista, y esa oposición solo es asociable a un determinado contexto histórico y a unas determinadas condiciones de producción […] Lo que hace Marx en El Capital […] es precisamente reivindicar el objeto como algo diferente de la mercancía […] De alguna manera hay que desenterrar, exhumar, el objeto que está sepultado bajo la forma mercancía: eso que, en definitiva, podemos llamar para entendernos cosas. [Los seres humanos] para reproducirse social y culturalmente producen cosas. Producen objetos. Producen mediaciones. En algunos casos fungibles, como herramientas o utensilios, vestidos, zapatos; y producen también objetos expuestos a la mirada, objetos para mirar o para pensar. (p. 22)

La conversión del trabajo vivo en trabajo muerto como valor de uso constituiría en el planteamiento de Alba Rico ese código pregramatical no revelado de la realidad que captaba la atención del Pasolini cineasta. El filósofo y politólogo español aboga, sin embargo, por verter sobre él una mirada sociológica que explique ese proceso traduciéndolo al lenguaje simbólico del relato: Las cosas se acaban, como los buenos cuentos, como las buenas historias, y en esa medida precisamente pueden convertirse en lo que son: en contratos, en símbolos —pues símbolo, en griego, quiere decir precisamente contrato— […] [Las cosas] son depósitos materiales de memoria y manuales de instrucciones […] Las cosas nos cuentan una historia. Todo objeto es un cuento que se puede memorizar. Es algo así como el pasado delante de nuestros ojos, ese trabajo muerto materializado con características particulares que lo distinguen de otros objetos en el mundo, que sirve para determinadas cosas y no para otras, y que, además de contarnos una historia, incluye algo así como un manual de instrucciones13. (pp. 22-23) Esta comprensión de las cosas por parte de Alba Rico recuerda la crítica que Joseph Beuys lanzara contra Marcel Duchamp al afirmar que su silencio estaba sobrevalorado: «Duchamp se apropió de objetos acabados, tales como el famoso urinario que, por cierto, no fue creado por él mismo, sino que son el resultado de un proceso complejo que remite a la vida económica moderna basada en la división del trabajo […] El urinario no es el producto de un solo hombre. Miles de personas trabajaron en él: aquellos que extrajeron el caolín de la tierra, los que lo trajeron en barco a Europa, aquellos que transformaron la 13

¿Qué punto de intersección cabe imaginar para la confluencia de los «im-signos» pasolinianos y esta recuperación pragmática de la narrativa simbólica? Esa intersección parece estar constituida por una articulación espectral de las imágenes como relato poético-político de la actividad humana en su relación corporeizada —y, por tanto, histórica— con los seres, las cosas y el mundo; como un diagrama de fuerzas alerta ante cualquier deriva antropocéntrica y atento a la razón ecológica que esbozábamos en el primer epígrafe de este texto. Hasta qué punto podamos albergar en esa imagen-cuerpo la esperanza de una alternativa radical y liberadora a la imposición subjetiva del modelo socializador de la cultura de consumo es una cuestión difícil de determinar. Igualmente peregrino sería aventurar una hipótesis fuerte acerca de qué papel podría cumplir esa imagen en una recomposición y una reactivación de la lucha de clases. Pero eso no nos impide contraponerla dialécticamente a la celebración entusiasta de las imágenes nómadas, sustraídas a su origen, que ha caracterizado buena parte de los postulados surgidos en torno a ramas del saber como los estudios visuales, a menudo excesivamente presurosos a la hora de superar la dicotomía entre apariencia y verdad de la didáctica hegeliano-marxista14. Esa condición fugitiva de la imagen contemporánea en la esfera digital oscila en el plano político entre la creación de redes de agitación y socialización y formas de parálisis y alienación derivadas de una conectividad social asociada a comunidades más autorreferenciales de lo que podríamos reconocer en una primera impresión. La ideología procedimentalista que acompaña a los proyectos democráticos de la izquierda tecnofílica suele obviar las condiciones materiales y sociales de producción. Como ha destacado César Rendueles (2013), «el fetichismo de las redes de comunicación ha impactado profundamente en nuestras expectativas políticas: básicamente, las ha reducido […] Creo que este ciberutopismo es una forma de autoengaño. Nos impide entender que las principales limitaciones a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización» (pp. 34-35). Hoy en día proliferan en la esfera cultural toda una gama de discursos que quieren ver en los afectos colaborativos de las plataformas de trabajo reticular una superación de las lógicas materia prima y, finalmente, las innumerables personas que cooperan en el interior de la fábrica para hacer de todo ello un producto acabado» (Chevrier, 2013, pp. 22-23). 14 Un buen ejemplo de ello lo encontramos en Buck-Morss (2005), quien al definir una tercera concepción de la Estética igualmente distanciada del formalismo kantiano-greenberguiano y de la sospecha marxista sobre las imágenes, apostaba por abandonar «la búsqueda de lo que puede estar detrás de la imagen. La verdad de los objetos es precisamente la superficie que presentan al ser capturados» (p. 154).

disciplinarias de las formas tradicionales de militancia de la izquierda, un punto de vista difícil de sostener con seriedad si valoramos que, con todas sus ambivalencias históricas, el grado de compromiso, apoyo mutuo y fortaleza institucional del movimiento obrero distaba años luz del vínculo gaseoso propiciado por el universo digital. Al acercarnos a los orígenes de la historia occidental de la emancipación anticapitalista nos percatamos de que los profetas del afecto y el cuerpo como núcleos del nuevo movimentismo social responden, con demasiada frecuencia, a una mezcla fatal de olvido y presunción. Pasan por alto que, en su eclosión, la disciplina del movimiento obrero no fue el resultado de la jerarquización burocrática o la deriva militarizante, sino que respondió al deseo de autoorganizarse para ser efectivo políticamente y satisfacer motivaciones corporales tan perentorias como el hambre. Algo cuya memoria podría contagiar de manera positiva las luchas presentes. En un contexto de crisis de sobreproducción como el actual, en el que el receso del flujo crediticio reduce los niveles de consumo de las capas medias y bajas de las sociedades «desarrolladas», la vacuidad subjetiva que podría generar la insatisfacción de esa necesidad compulsiva es reemplazada hábilmente por el aparato mediático mediante una estrategia del shock generada a través de la estética de la deuda, un elemento que, paradójicamente, ha cumplido un rol decisivo, ante la congelación de los salarios reales, en la posibilidad de acrecentar los niveles de consumo de la población occidental desde los años setenta. Hablo de estética y no de anestésica porque tal estrategia del shock se basa en una sobreestimulación del aparato sensorial, en una hiperestética ante cuyos efectos «desidentificadores» parecería necesario replantearse críticamente los ataques del pensamiento posmoderno al concepto de identidad y los excesos retóricos de sus poéticas de lo fragmentario. Llama poderosamente la atención que el alegato teórico de la superación de esa matriz de subjetivación se haya producido durante el período histórico en que el capitalismo lanzaba su ataque más furibundo contra la cultura material de vida de las clases trabajadoras, tornándose más global y totalizante que nunca. Uno está tentado de decir con Eagleton que, visto lo visto, quizá solo hay una cosa peor que tener una identidad: no tener ninguna. Y quizá haya algo mejor: una identidad común. La construcción de esa identidad común requiere reinventar, no el principio de individuación al que apela Alba Rico, pero sí la idea de un sujeto crítico dispuesto a sentir lo real en el límite epidérmico entre la conciencia y el cuerpo. Bibliografía

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