La identidad como zona vacía. Nadie es mi nombre

July 10, 2017 | Autor: Charles Quevedo | Categoría: Teoría Crítica
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Descripción

La identidad como zona vacía. Nadie es mi nombre Charles Quevedo

La identidad personal es un fino tejido de memoria y olvido, tejiendo y destejiéndose continuamente. En esa bellísima película que es “Blade Runner”, aparece en escena un pequeño grupo de hombres sintéticos, los “replicantes”. Estos no son meras imitaciones, sino auténticas reproducciones, indiscernibles de los seres humanos. Los “replicantes”, más que robots, son simulacros. Ellos han sido genéticamente creados como adultos y, por lo tanto, carecen de una historia real. Una falsa memoria les ha sido insertada en el cerebro, como en una máquina, y esto es lo que les da la impresión de haber vivido una verdadera vida. En el momento en que Rachel, la más sofisticada de ellos, sospecha que ha sido reconocida como una “replicante”, se sumerge en una angustia terrible, y, trata de convencer acerca de su autenticidad como persona, exhibiendo una fotografía en la que aparece una madre con una niña pequeña que, según afirma, es ella. Busca ansiosamente integrarse a una historia, construir una identidad a partir de fotografías. La ausencia de la memoria es, como se dice usualmente, una pérdida de la identidad. Si no tuviéramos una memoria no sabríamos quiénes somos. Por otra parte, si uno recordara todo estaría en una situación patológica: memoria y olvido son dos cosas ligadas. ¿Qué quiere decir recordar, por ejemplo, la propia vida? Quiere decir seleccionar, recordar trozos, instantes, momentos. Por tanto, sin la contribución del olvido, ni siquiera hay memoria, hay solamente esta especie de cosa espantosa que sería el recordar todo, como el memorioso “Funes” de Jorge Luis Borges, a quién este último hace decir “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”1, y también “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. Así como la identidad tiene una historia, también guarda relación con los otros, con el reconocimiento, la identificación. Cuando el otro me pregunta quién soy, puedo responder de muchas maneras, aunque creo tener una absoluta certeza acerca de mi identidad. Un poema de Peter Handke2 ilustra la secuencia casi imperceptible de identificaciones de la cual está constituida nuestra jornada. El poema comienza así: “Mientras estoy todavía solo, soy todavía yo solo. / Mientras estoy todavía entre conocidos, soy todavía un conocido. Pero en cuanto me encuentro entre desconocidos, / en cuanto salgo a la calle, he aquí que un peatón sale a la calle. / Y en cuanto subo al tranvía, un pasajero sube al tranvía.”. Constantemente, en cada momento y

en cada lugar, se nos pide una identificación. A veces el otro asume una figura casi de institución, como el funcionario de inmigraciones que nos pide el pasaporte, el policía de tránsito que nos detiene en la calle y nos pide un registro de conductor, y, hasta el cajero automático (o una computadora) que nos pide nuestra contraseña secreta para acceder a sus prestaciones. En 1946, Stefan Zweig escribía: “Alguna vez el hombre tuvo un alma y un cuerpo, hoy tiene necesidad de un pasaporte también, de otro modo, no es tratado como un ser humano”. No es posible pensar la identidad tan solo con referencia al solus ipse, incluso cuando contemplamos nuestro rostro en el espejo, estamos pensando en una mirada que no es la nuestra. Es imposible no tener en cuenta que estamos en medio de los otros y por lo tanto, siempre estamos en medio de un juego de miradas, de máscaras. Nos enmascaramos no para ocultarnos, sino, precisamente, para ser visibles, para tener una identificación social. La máscara permite representar un papel (o papeles) que nos integra(n) en el conjunto societal3. Los otros deben reconocerme, hasta el punto de que si no me reconocen, si nadie me identifica, si yo me vuelvo continuamente anónimo, mi identidad es una especie de zona vacía. Probablemente esto último, hacer de nuestra identidad una zona vacía, es parte de lo que estamos buscando, como piensa el antropólogo urbano Marc Augè.

Los no-lugares

La antropología, según Augè, caracteriza el lugar como un espacio fuertemente simbolizado, es decir, un espacio en el cual es posible leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten4. El lugar, de hecho, tiene tres características: es identitario, capaz de marcar la identidad de quién lo habita; es relacional, en el sentido de que individualiza las relaciones recíprocas entre los sujetos; es histórico, porque recuerda al individuo sus propias raíces. El lugar es un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricos. En ese universo, todos tienen algo en común, comparten algo, independientemente de lo desiguales que sean sus respectivas situaciones. Si por lado, la vida individual tiene sentido en un lugar tal, dada la extremada codificación de las relaciones y referencias, por el otro (y por las mismas razones) carece de libertad.

Augè piensa que en el mundo contemporáneo se está destruyendo el concepto de lugar, tal como ha sido configurado en épocas precedentes. Dice Augè: “...al definir el lugar como un espacio en donde se pueden leer la identidad, la relación y la historia, propuse llamar no-lugares a los espacios donde esta lectura no era posible.”5 Estos espacios que se multiplican en el mundo contemporáneo son principalmente: los espacios de circulación, autopistas, áreas de servicio en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas, etc ; los espacios de consumo, super e hipermercados, cadenas hoteleras, shopping centers, mega-stores, etc ; los espacios de la comunicación, pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales, etc. En ninguno de estos nuevos espacios se inscriben relaciones sociales duraderas. Los individuos se mueven en ellos casi sin relacionarse, y sin negociar nada, siguiendo únicamente una serie de pautas que les permita guiarse, cada uno por su lado. Los lugares presuponen una sociedad sustancialmente sedentaria, un microcosmos dotado de confines bien definidos. Los no-lugares, son los nodos y las redes de un mundo sin confines bien definidos. El antropólogo francés no habla en forma negativa de la experiencia en estos no-lugares, ni los relaciona con fenómenos de alienación. Por el contrario, afirma que en la soledad de los no-lugares es donde el individuo puede, aunque sea por un instante, sentirse liberado del peso de las relaciones. Los no-lugares son espacios en donde todos pasan, para decirlo de alguna manera, desidentificados. Podríamos sugerir que, en el fondo, nos resulta incómodo ser inmovilizados permanentemente en una identidad. En realidad, cabe sospechar, como lo hace parte importante de la filosofía contemporánea, si la necesidad de referirse a una identidad que sea un núcleo firme y seguro (la recuperación trascendental del sujeto) no es una necesidad neuróticamente inducida.

Nadie es mi nombre

El viaje siempre fue una experiencia culturalmente valorada. Más aún en nuestra época, en la cual se transformó en una especie de estereotipo publicitario. Es interesante ver que todo viaje, tiene siempre algo de errancia. Nadie viaja para reconstruir adonde sea su propia casa, para mantener su identidad como un núcleo inalterable. Uno busca también perderse, hacer una experiencia de alteridad, de diferencia, ser un “otro” en otro lugar. Walter Benjamin pensaba que saber orientarse en una ciudad no significa mucho, lo fascinante es saber perderse, como quién se pierde en un bosque6, y para ello daba precisas instrucciones. Quién navega en el no-lugar de

la red de Internet, tiene una escasa, casi ninguna, identificación. En los chat-rooms, o las comunidades virtuales, cada uno es identificado únicamente por un Nick-name, un nombre inventado para presentarse a los demás. Hay casi una ausencia de identificación. Se da una cierta experiencia de desidentificación, se participa en una especie de juego de máscaras, donde cada uno puede inventarse una identidad, puede usarla por uno o varios días, y después cambiarla si lo desea, sin que nadie pueda negárselo. Y esto es lo interesante, porque revela nuestro deseo latente de huir de aquella identificación policíaca propia de quién te pide el documento de identidad, las referencias comerciales, el certificado de antecedentes policiales, el estado de cuenta bancario, el currículum académico o laboral, etc. Michel Foucault llamaba “resistencia” a esta actitud, sugiriendo que podemos contrarrestar este tipo de identificación (ya que identificarse es siempre un modo de ponerse a disposición de quién tiene nuestro documento de identidad) Existe una fuerza de autonomización, de resistencia, que consiste, precisamente, en el sustraerse a una identidad estable y definitiva, en reducir la superficie de intervención del poder. Como aquel capitán que se hace llamar “Nemo” (Nadie) y que se ha vuelto nadie, un ser impersonal, para saborear la libertad de la errancia, el placer del devenir.

1

Borges, Jorge Luis. Ficciones, pag. 113. Emecé Editores, Buenos Aires, Julio 1980. Transformaciones a lo largo de una jornada. Citado por Pier Aldo Rovatti en “Transformaciones a lo largo de la experiencia”. En “El pensamiento débil”, Cátedra, año 2000. 3 Maffesoli, Michel. Identidad e identificación en las sociedades contemporáneas. En “El reverso de la diferencia. Identidad y política”. Benjamin Arditi (editor). Editorial Nueva Sociedad, 2000. 4 Augè, Marc. Sobremodernidad. Del mundo de hoy al mundo de mañana (versión electrónica Internet) 5 Augè, Marc. Idem. 6 Benjamin, Walter. “Infancia em Berlim por volta de 1900”. Pag. 73. En “Obras Escolhidas”. Vol. II. Editora Brasiliense, 1997. 2

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