La Historia \"magistra uitae\": una reivindicación de su utilidad desde la óptica de la Antigüedad Clásica

October 15, 2017 | Autor: J. Andreu Pintado | Categoría: Ancient History, Roman History, Roman Historiography, Ancient Historiography
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LECCIÓN INAUGURAL CURSO 2006-2007 “LA HISTORIA, MAGISTRA VITAE: U NA REIVINDICACIÓN DE SU UTILIDAD DESDE LA ÓPTICA DE LA ANTIGÜEDAD”

LECCIÓN INAUGURAL CURSO 2006-2007

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Lección inaugural del Curso 2006-2007

“La Historia, magistra uitae: Una reivindicación de su utilidad desde la óptica de la Antigüedad Clásica”

Profesor Dr. D. Javier Andreu Pintado Coordinador de Geografía e Historia

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Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades, académicas y políticas; Miembros de la Comunidad Universitaria; Señoras y señores:

Nescire autem quid antequam natus sis acciderit, id est semper esse puerum. “Desconocer lo que ha pasado antes de que naciéramos es ser siempre un niño”. Con este conocidísimo aserto de Cicerón1 –a quien, por otra parte, también se atribuye el lema historia magistra uitae que da título a esta lección2– un cinematográfico profesor de Historia Antigua –William Hundert, de la muy recomendable película The Emperor´s Club (Michael Hoffmann, 2002)– animaba a sus alumnos al estudio de los clásicos griegos y romanos convencido como estaba del poder educativo –más aun, formativo– de los mismos. Ciertamente, ante una coyuntura como ésta y dado el poder de los autores clásicos –que nos siguen interpelando transcurridos ya veinte siglos de Historia– quizás bastaría con que el auditorio reflexionara a fondo durante unos minutos sobre la esencia de esa frase. Seguramente, el poder persuasivo de las palabras del Arpinate, uno de los más grandes oradores de la Historia, surtiría más efecto que todo lo que yo pueda contarles en apenas unas minutos o dejarles escrito en tan sólo unas pocas páginas en relación al tema que da título a esta lección. De todos modos, como zanjar de ese modo el asunto sería, cuando menos, un atrevimiento, disculparán si me extiendo algo más en esa defensa del valor educativo de la Historia Antigua en general y de la Antigüedad

Cicerón, Bruto 34, 120. Se opta en este texto por la referencia a las obras clásicas directamente citadas en su título en castellano para facilitar la posterior consulta de las mismas por los lectores si ése es su deseo. Así mismo, en algunos casos se ofrecen referencias a ediciones cuyas traducciones son especialmente recomendables sin perjuicio de otras que puedan obrar en poder de los lectores y que, generalmente, también resultarán válidas. 2 Cicerón, Sobre el Orador II, 9, 36 donde la Historia es calificada de magistra uitae pero también de lux ueritatis, nuntia uetustatis y uita memoriae, expresiones todas que pueden constituir una buena conclusión –ya anticipada– de la filosofía de estas páginas y, por supuesto, de las aportaciones de la Historia como Ciencia y como objeto de aprendizaje. 1

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Clásica en particular que pretendo constituya –siquiera someramente– el propósito de estas páginas sin dejar de instarles a que, cuando tengan tiempo, piensen a fondo sobre las implicaciones del referido aserto. Cuando hace algunas semanas el Director de este Centro –y, al tiempo, colega y amigo– me propuso dictar la lección magistral de apertura del Curso Académico 2006-2007 he de confesar que me invadió una profunda emoción. Ésta –generada por razones personales que la mayor parte del auditorio conoce: soy navarro y, además, aquí, en la UNED de Tudela, di, prácticamente, mis primeros pasos en mi todavía corta carrera docente universitaria– se incrementó más aun cuando entendí –quizás fue una inspiración de esa manía que nos invade a todos los historiadores e intelectuales haciendo posible nuestra labor y de la que ya hablaba Platón3– que era, sin duda, una buena ocasión para reflexionar sobre uno de los puntos en los que estoy convencido que el legado de las civilizaciones clásicas –de Grecia y de Roma– ha sido mayor: el del pensamiento historiográfico. Quizás en España éste haya pasado por alto al común de los estudiantes de Historia y aun de los intelectuales pero no es infrecuente viajar por toda Europa y encontrar a las puertas de los centros del saber monumentos dedicados a la memoria de Heródoto, Polibio o, sobre todo, Tucídides, el auténtico padre de la Historia, personajes por los que todos –en tanto que criaturas derivadas de una determinada coyuntura histórica, hijos de nuestro tiempo y, alguna vez, analistas del mismo– deberíamos sentir, cuando menos, una cierta admiración y a los que –aunque no sólo a ellos– en las próximas páginas me referiré con profusión si bien, lógicamente, sin el detalle y la profundidad que merecerían y que, seguramente, aunque resulte tópico, podrían justificar un curso monográfico. El objetivo de estas palabras –que espero sean al tiempo rigurosas y amenas: el aurisecular docere y delectare, procedente de nuestro cuasi-paisano, el calagurritano Quintiliano4 que añadía, 3 4

Platón, Ion 533d-533a. Quintiliano, Institución Oratoria XII, 10, 69.

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además, un tercer objetivo retórico: mouere, sobre el que volveremos– es el de retratar cómo era concebida la Historia por varios de los más conocidos e influyentes historiadores de la Antigüedad, unidos todos por el común denominador de que escribían en griego –aunque en distintas épocas y al servicio de distintas potencias políticas–; cómo ésta concepción encerraba en su seno las claves de su utilidad; y cómo, en definitiva, el pensamiento histórico tal como era entendido por los antiguos y aun la propia Antigüedad per se son, en efecto, auténticos maestros de nuestro día a día, auténticas escuelas de vida. La nómina de autores escogidos para esta sencilla reflexión está, pues, integrada –como no podía ser de otro modo– por Heródoto de Halicarnaso (480-430 a. C.), Tucídides de Atenas (460-396 a. C.), Polibio de Megalópolis (198118 a. C.) y Luciano de Samósata (125-180 d. C.) en cuyas obras –las conocidísimas Historias del primero, el segundo y el tercero y el no tan conocido opúsculo Sobre el modo de escribir Historia del último5– se destila la esencia de no sólo lo que la Historia es como ciencia del pasado sino también del servicio que ésta puede prestar a quien la practica –primero– y a la sociedad en última instancia –después–. Sí quiero advertir que esta lección –aun dirigida y adaptada para el público en general– está pensada de un modo algo especial –dedicada, quizás– para aquellos alumnos que este año iniciarán sus

Existen excelentes ediciones en castellano de estas obras, a saber: Schrader, C. (ed.), Heródoto: Historia, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1977; Torres, J. J. (ed.), Tucídides: Historia de las Guerras del Peloponeso, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1990; Balasch, M. (ed.), Polibio: Historias, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1981; y Zaragoza, J. (ed.), Luciano: Obras. III, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1990, pp. 366-408. La lectura de, al menos, los denominados Proemios de Heródoto, Tucídides –la conocida como Archaiología– y Polibio –el denominado Elogio de la Historia– resulta, en cualquier caso, altamente recomendable para quien quiera hacerse cargo de la función social, el valor político y el papel formativo de la Ciencia Histórica a través de quienes, a nuestro juicio, han sido sus grandes y mejores defensores (pp. 85-89; 115-167; y 55-62 respectivamente en las ediciones arriba citadas y, en cualquier caso pasajes I, 1-5; I, 1-2 y 20-24; y I, 1-4 para quien maneje otras ediciones de las múltiples que existen en castellano de la obra de estos tres singulares autores). 5

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estudios de Historia o, cuando menos, se enfrentarán por primera vez bien a la asignatura de Historia Antigua Universal bien a cualquiera de las que integran la Licenciatura en Historia. Quien la ha compuesto se conformará con que este pequeño opúsculo –y la lección que le da origen– les sugieran no sólo algunas reflexiones sino –especialmente– algunas lecturas en las que, seguramente con más claridad que en estas páginas, puedan ahondar en la cuestión que les da sentido. Para unos, para otros y para todos –espero que no así para quienes ya en alguna ocasión se enfrentaron al estudio de las deliciosas materias históricas– quizás sea necesario algo de perspectiva para situar y contextualizar a quienes van a ser nuestros guías en este recorrido cultural que les propongo como eje vertebral de esta sencilla –y quizás demasiado pretenciosa– sesión. Heródoto y Tucídides escriben en un momento crucial de la Historia de Grecia, el comprendido entre el siglo VI y el IV a. C. En él Grecia vive la auténtica revolución que supone pasar de que sus póleis luchen unidas contra los Persas en las Guerras Médicas –stricto sensu el primer conflicto Oriente/Occidente de la Historia Universal– a embarcarse en la primera conflagración civil de su historia –superior, incluso, a la Guerra de Troya, dirá el mismo Tucídides6– y, a la vez, el primer conflicto de regímenes políticos que tenemos documentado en detalle para la Antigüedad: la lucha –que se convirtió en global, gracias a un complicado sistema de alianzas político-estratégicas– entre la democracia ateniense y la oligarquía militarista espartana en las denominadas Guerras del Peloponeso. Por su parte, el griego Polibio –que escribe en el siglo II a. C. y que, pese a su condición helénica, lo hace al servicio de Roma, adscrito al afamado Círculo de los Escipiones– es, con mucho, el verdadero defensor del bellum iustum romano, de la guerra como vehículo de civilización y de liberación de los pueblos, del imperialismo practicado por Roma. Por último, Luciano de Samósata, autor del siglo II d. C., es uno de los más prolíficos rétores y pensadores romanos, ejemplo en el opúsculo antes

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Tucídides, Historia I, 1 y 21, 2.

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referido, del peculiar estatuto que –casi por naturaleza– la Historia tenía en Roma desde los tiempos de la República7. A nuestro juicio y pese a que el debate historiográfico disciplinar –que en Historia Antigua ha durado casi cuatro siglos– ha contribuido sensiblemente a definir el estatuto de la Historia y de su profesional, el historiador, pocos pensadores han abordado el asunto con tanta solvencia –teórica y metodológica– como los arriba citados. Casi nadie como Luciano, por ejemplo, ha sabido delimitar cuáles debían ser los prismas analíticos, los retos, los horizontes de actuación del historiador. Comprometido con una Historia que debía servir “a lo que demandaba la posteridad8”, Luciano retrató su historiador ideal como alguien que –capaz de argumentar, de recopilar todo el material necesario y de contextualizarlo oportunamente9– estuviera, además, dotado de inteligencia política, de capacidad de expresión, sin miedo a la verdad, libre, amigo de la exactitud y de la expresión rigurosa y, en definitiva, imbuido de una gran vocación de servicio a la posteridad10. Aunque –como se ha dicho– todas estas ideas han sido matizadas después por paradigmas interpretativos contemporáneos, creemos resumen muy bien no sólo la que constituye nuestra idea del método específico de la Historia Antigua como Ciencia de la Antigüedad sino el verdadero perfil de las competencias y aptitudes que debe reunir y desarrollar quien quiera dedicarse –con rigor– a la práctica cotidiana de la verdadera esencia de lo que es la Historia, esencia que, además, distingue a ésta de otros planteamientos que no son sino interesados sucedáneos de la misma. Un paso más dieron en este sentido Tucídides y Polibio al abordar la dimensión más metodológica y hermenéutica de la Sobre el peculiar protagonismo de la Historia como legitimadora de la nobilitas y de las clases dirigentes romanas y sobre el modo cómo ésta condicionó la propia producción historiográfica latina (Salustio, César, Cicerón, Tácito, Livio...) puede verse el clásico y accesible trabajo de André, J. M., y Hus, A., La Historia en Roma, Siglo XXI, Madrid, 1989. 8 Luciano, Cómo debe escribirse la Historia, 9. 9 Luciano, op. Cit., 23, 48 y 27-29 respectivamente. 10 Véase, respectivamente para cada ítem, Luciano, op. Cit., 9, 41 y 62. 7

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dedicación histórica retratando ambos –pero especialmente el ateniense– cuáles debían ser las notas características de la Historia como disciplina científica. Para el primero, la dificultad de la materia –que, como veremos, en Historia Antigua incluso compromete su objeto de estudio– obligaba a quien la practicaba a no hacer caso “a los [simples] indicios11” sino a ejercitar sobre ellos una labor de crítica histórica y comprobación directa orientada a la exactitud y al rigor12 y con clara y decidida vocación de perennidad, aspecto éste que quizás desarrolló en mayor medida Polibio13, primicia ya, como hemos dicho, de la Historia-exemplum como creación intelectual típicamente romana14. El historiador, pues, no es un simple narrador de historias, es alguien que se esfuerza por conocer, explicar y comprender –“aclarar”, en el término alemán original (eklären) empleado por uno de los grandes defensores del estatuto científico de la Historia, W. Dilthey15– los acontecimientos del pasado penetrando para ello en su última esencia y extrayendo de ellos toda su riqueza que, como aquí veremos, en absoluto es escasa. En fin, para estos historiadores –como para muchos de quienes nos dedicamos a esta ciencia en la actualidad–, la Historia es, en primer lugar, memoria, descripción de los hechos del pasado vocacionada a “evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y las notables y singulares empresas realizadas Tucídides, op. Cit., I, 20, 1. Tucídides, op. Cit., I, 21, 1-2. 13 Tucídides, op. Cit., I, 22, 4 y Polibio, Historias I, 4, 11. 14 Por razones obvias de tiempo, espacio y planteamiento, no podemos aquí detenernos en detalle en la valoración de todo el contenido metodológico y teórico de las aportaciones de estos primeros historiadores limitándonos sólo a reflejar algunas de las que nos parecen principales para el propósito de esta lección. El lector ávido de más datos y de un retrato detallado de dicho contenido podrá encontrarlo magistralmente resuelto –y con bibliografía– en Schrader, C., “Historiografía: Heródoto” y López Férez, J. A., “Historiografía: Tucídides”, en López Férez, J. A. (ed.), Historia de la Literatura Griega, Cátedra, Madrid, 1988, pp. 503-536 y 537-567 respectivamente para Heródoto y Tucídides. Para Polibio, puede ser válida la revisión obra de Musti, D., “Polibio negli studi dell´ultimo ventennio (1950-1970)”, ANRW I, 2, Walter de Gruyter, Berlín, 1972, pp. 114-1181. 15 Dilthey, W., Introducción a las Ciencias del Espíritu, FCE, Madrid, 1980, p. 81. 11 12

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(...) queden sin realce16”. Sin embargo, a ese enfoque, que bien podría quedarse en un simple positivismo histórico orientado al dato, el individuo y la fecha –que, de hecho, y como muchos recordarán, marcó bastante la historiografía y aun la pedagogía histórica de siglos pasados de nuestra reciente Historia17– los historiadores clásicos supieron dar a la Historia una dimensión utilitaria no sólo de comprensión del hecho histórico –anticipándose en esto a conceptos como el de la “estructura18”, que no se generalizarían hasta bien entrado el siglo XX– sino, más aun, de empleo de éste como instrumento educativo, llegando a afirmar que “para los hombres, no existe enseñanza más clara que el conocimiento de los hechos pretéritos19”. Quizás la idea de una “empatía histórica” –de la que luego hablaría F. Hegel20– que obliga o, cuando menos, orienta al historiador a tratar de alcanzar una visión general del pasado como medio para comprender el presente se cuente entre una de las más insignes aportaciones de la historiografía de la Antigüedad Clásica no sólo al pensamiento historiográfico contemporáneo sino incluso a la propia pedagogía de nuestra disciplina que, efectivamente, debe servir para formar personas capaces de desarrollar dicha habilidad y de convertirse, con ella, no sólo en conocedores de los hechos pasados sino también –y precisamente por ello– en imparciales analistas del tiempo presente21. Heródoto, Historia I, 1. Sobre el positivismo en Historia puede verse, por ejemplo, Berr, H., Al margen de la Historia Universal, Uteha, México, 1971. 18 Sobre el estructuralismo aplicado a la ciencia histórica puede verse Braudel, F., “Historia y Ciencias Sociales: la larga duración”, Annales, 13-4, 1958, p. 68, aunque el concepto está ya en Polibio, op. Cit., I, 4, 3 cuando afirma que “muchos investigan guerras particulares y hechos ajenos a ellas; sin embargo, nadie se dedica, al menos por lo que nosotros sabemos, a dilucidar la estructura general y total de los hechos ocurridos”. 19 Polibio, op. Cit., I, 1. 20 Hegel, F., Lecciones sobre la filosofía de la Historia Universal, Alianza, Madrid, 1982, p. 76. 21 Este extremo ha sido defendido hace algún tiempo –aunque su trabajo sigue teniendo validez pues no abundan este tipo de reflexiones en la literatura especializada en nuestra lengua– por Remesal, J., “Historia Antigua. Estado Actual de una Disciplina Académica”, en Actas del Primer Congreso Peninsular de Historia Antigua, Volumen III, Santiago de Compostela, 1989, pp. 16 17

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Nadie discutirá –y algunos pensadores han glosado el problema de forma magistral22– que vivimos en una época de marcado cientifismo, casi de un nuevo positivismo. El despegue tecnológico y el desarrollo científico –per se necesarios, encomiables y dignos de todo elogio, al menos cuando no se absolutizan convirtiéndose en un fin en sí mismo– hacen que, en ocasiones la Ciencia –entendiendo como tal sólo las Ciencias Experimentales– despierte en la opinión pública una profunda reverencia cuando las denominadas Ciencias Humanas –ésas que la filosofía historicista alemana, desde W. Dilthey23 denominó magistralmente Geisteswissenschaften: “Ciencias del Espíritu”– apenas consiguen generar si no descrédito sí, al menos, una simple consideración de que se trata de algo sencillamente novelesco, que cualquiera mínimamente preparado puede acometer. Esta simplificadora perspectiva –que a veces se ha glosado en el lema latino scientia locuta, causa finita y que ya Th. Mommsen24 condenó como una amenaza al lugar que la Historia debía ocupar en el ámbito científico– no es, en absoluto, nueva y no debe, por ello, causarnos ni desazón ni la más mínima extrañeza. Ya en el siglo II d. C. uno de nuestros protagonistas, Luciano de Samósata, abría su manual sobre el modo de escribir Historia afirmando “que [ésta] no es una de las cosas fáciles de manejar, ni de las que pueden componerse con negligencia sino que necesita, como lo que más en literatura, mucha meditación, si se intenta componer, como dice Tucídides, un bien

313-319, esp. p. 314, que seguía la línea abierta anteriormente por Pereira, G., “Alguns problemas de la investigació en historia antiga”, Fonaments, 1, 1978, pp. 43-62. Sobre ella e incidiendo en las competencias para las que prepara el estudio de la Historia Antigua, puede verse Beltrán Lloris, F., y Marco, F.: “Historia Antigua”, en Gómez Pallarés, J., y Caerols, J. J. (eds.): Antiqua Tempora. Reflexiones sobre las Ciencias de la Antigüedad en España, Ediciones Clásicas, Madrid, 1991, p. 24-25. 22 Gómez, R., Ni de Letras ni de Ciencias. Una educación humana, Rialp, Barcelona, 1999. 23 Dilthey, W., op. Cit., p. 83. 24 Carta de Th. Mommsen a G. Freytag, en Carreras, J. J., “La ´Historia de Roma` de Mommsen”, en Mommsen, Th., Historia de Roma, Aguilar, Barcelona, 1987, p. IV.

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para siempre25”. Y es que, efectivamente, cuando la Historia es exacta, contrastada y rigurosa –cualidad ésta por la que, como nos recuerda Luciano, también clamaba Tucídides26– su contenido, sus argumentos, sus datos, pueden salir al paso para explicar el tiempo presente como, de hecho, demostraron sobradamente W. Jaeger27 en su también recomendabilísima Paideia –en la que analizaba el legado de las civilizaciones clásicas, especialmente la griega– y el ya citado Th. Mommsen28, que en su Historia de Roma reconocía el fin educativo de los avatares de la tribu de Eneas29. La Historia no es, pues, algo que se escribe de forma amateur, es algo que surge –y los antiguos lo tenían muy claro– a partir del otium, del retiro, de la entrega total a la actividad investigadora30. Luciano, op. Cit., 5. Tucídides, op. Cit. I, 21, 1. 27 Jaeger, W., Paideia. Los ideales de la cultura griega, FCE, México, 1982, pp. 3-16 cuando –en una de las más célebres y citadas reivindicaciones del valor educativo de los clásicos cuya lectura, al menos de las páginas introductorias, es ineludible para quien quiera valorar el legado cultural del mundo griego– afirma –y sus palabras parecen tener una vigencia absoluta transcurridos más de setenta años de la primera edición de su obra, en 1933– que “un siglo de investigación histórica desarrollada en oposición al Clasicisimo, nos separa de aquel punto de vista. Cuando en la actualidad, frente al peligro inverso de un historicismo sin límite ni fin, en esta noche donde todos los gatos son pardos, volvemos a los valores permanentes de la Antigüedad, no es posible que los consideremos de nuevo como ídolos intemporales. Su forma reguladora y su energía educadora, que experimentamos todavía en nosotros, sólo pueden manifestarse como fuerzas que actúan en la vida histórica, como lo fueron en el tiempo en que fueron creadas”. 28 Mommsen, Th., op. Cit., p. 4. 29 Si una síntesis del legado de Grecia a Occidente puede seguirse a partir de la ya citada obra de W. Jaeger (y también desde Rodríguez Adrados, F., Raíces griegas de la cultura moderna, Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 1994) para el de Roma puede consultarse Jenkyns, R. (ed.), El legado de Roma: una nueva valoración, Crítica, Barcelona, 1995. 30 La biografía de los historiadores antiguos está llena de ejemplos de este extremo. Los romanos concebían la Historia como una dedicación propia del otium y no del nec-otium, por tanto, como una disciplina que debía practicarse sólo cuando se disponía de tiempo, del tiempo necesario para una reflexión detenida y un contraste riguroso de las fuentes (y forzando la semántica y la etimología del segundo término, nec-otium, podríamos incluso 25 26

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Esta cuestión, la del estatuto científico de toda nuestra disciplina en general y de la Historia Antigua en particular, como es sabido, ha centrado la preocupación de muchos historiadores prácticamente desde que la historiografía alemana la definiera como una más de las Altertumswissenschaften, de las “Ciencias de la Antigüedad31”. Es cierto –y es oportuno subrayarlo en un contexto como éste– que la propia naturaleza de las fuentes con que cuenta el historiador de la Antigüedad –textos literarios pocas veces libres de corruptelas de transmisión, objetos arqueológicos no siempre debidamente contextualizados, inscripciones y monedas que son halladas a un ritmo que pocas veces depende del empeño del investigador y muchas del azar, etcétera32...– hacen de la Historia Antigua, y de sus ciencias afines, disciplinas difíciles. Pero esa dificultad es, a nuestro juicio, la que aumenta su valor formativo. M. Weber –que, pese a su fama mundial como sociólogo, se habilitó

afirmar que casi nadie se enriquece, económicamente, con esta profesión). El caso de Tucídides de Atenas es, precisamente, bien representativo en este sentido. De no haber sido por su ostracismo por un retraso en el sitio de la ciudad de Anfípolis por los espartanos (423 a. C.) cuando desempeñaba el cargo de stratégos en Atenas, Tucídides no hubiera encontrado jamás la ocasión ni dispuesto del tiempo necesario para –desde su forzado exilio– acometer una obra de las características de sus Historias privándonos, por tanto, a las generaciones futuras no sólo de una fuente extraordinaria para conocer uno de los más atractivos acontecimientos de la Antigüedad sino de una de las más sagaces y perennes reflexiones sobre la esencia del método historiográfico. 31 Bengtson, H., Einführung in die Alte Geschichte, Biederstein, Munich, 1949, p. 18. En castellano, una consideración de la posición de la Historia Antigua en relación a las denominadas “Ciencias Instrumentales” (Epigrafía, Numismática, Arqueología, Filología…) puede verse en Roldán, J. M., Introducción a la Historia Antigua, Istmo, Madrid, 1975, pp. 55-63, precisamente inspirada en la obra de H. Bengtson. 32 Las dificultades y utilidades, ventajas y desventajas, riesgos y aportaciones de las peculiares fuentes con que cuenta el historiador de la Antigüedad han sido calibradas en detalle por Crawford, M. H. (ed.), Fuentes para el estudio de la Historia Antigua, Taurus, Madrid, 1986 en un volumen en que participan algunas de las más insignes plumas de la investigación en Historia Antigua.

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como profesor universitario con un trabajo de Historia Antigua33– afirmaba que era precisamente la peculiar tipología de las fuentes que alimentan nuestro conocimiento del pasado la que hacía de nuestra disciplina una ciencia cuyo acercamiento a la realidad debía ser tremendamente empírico. El sabio alemán sostenía que partiendo de ese dato empírico, después, había que dar el salto al “ensayo de interpretación34”, a la reconstrucción histórica35, en definitiva a la interpretación del pasado sin falsearlo36, reto éste que también coloca a la Historia –que algo tiene de arte– en una posición bien diferente a las artes en general y a la literatura en particular asunto sobre el que habrá ocasión de volver. En cualquier caso, también esa necesidad de presentar nuestros trabajos ante la comunidad científica casi more matemathico –casi a la manera de las Ciencias Experimentales– exige de los historiadores que –para alcanzar la comprensión de los hechos que nace de la investigación37– recuperemos el hábito del trabajo directo con las fuentes, de la observación directa de las mismas –ópsis, la denominaba Tucídides38– que, quizás, hemos soslayado en la era de la Informática y de las Nuevas Tecnologías. A nuestro juicio urge volver, pues, al trabajo de campo, a la documentación rigurosa, al método filológico, en definitiva, a los presupuestos que planteara en su día E. Meyer cuando afirmaba que, en esencia, “la imagen de los acontecimientos [históricos] se ensancha y esclarece ante nosotros a medida que disponemos de nuevos materiales, por muy grande y

Se trata del trabajo Die Römische Agrargeschichte in ihrer bedeutung für das Staats und Privatrecht del que existe traducción en Weber, M., Historia agraria romana, Akal, Madrid, 1982, p. 15. 34 Millar, F., The Emperor in the Roman World (31 BC-AD 337), Duckworth, Londres, 1977, p. XI 35 Momigliano, A., Essays in Ancient and Modern Historiography, Blackwell, Oxford, 1977, p. 372. 36 Suárez, L., “I. La Historia y sus Interpretaciones”, en Historia Universal. Tomo I. Las Primeras Civilizaciones, Eunsa, Pamplona, 1979, p. 24, reflexión muy acertada sobre la validez, utilidad y necesidad del rigor en la investigación histórica –por supuesto– pero, especialmente, en la divulgación de la misma. 37 Droysen, G., Historica. Lecciones sobre la enciclopedia y metodología de la Historia, Alfa, Barcelona, 1983, p. 43. 38 Tucídides, op. Cit., I, 22, 2. 33

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detallado que fuese el conocimiento que ya tuviéramos de ellos39”. Como puede verse, esa continua revisión de los conocimientos que integran la Historia Antigua convierte nuestra disciplina en una ciencia, entiendo, notablemente atractiva. Sea pues cual sea su estatuto –aunque, a nosotros no nos queda duda que su proceder es, en cualquier caso, científico40– mucho es lo que aporta la Historia en la formación de quien decide dedicarse a ella –toda una profesión, una techné, según Luciano41– o, cuando menos, rendirse a su seducción. En primer lugar porque ésta es, o debe ser, ante todo, una reflexión orientada a “tener un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes42”, reflexión presidida, por tanto, por la “búsqueda de la verdad43”. Ya Tucídides, autor de este aserto que acabamos de citar, se dolía de cómo “los hombres reciben unos de otros las tradiciones del pasado sin comprobarlas, aunque se trate de las de su propio país44” y se veía urgido por la necesidad de una

Meyer, E., El historiador y la Historia Antigua. Estudios sobre Teoría de la Historia y la Historia económica y política de la Antigüedad, FCE, Buenos Aires, 1983, p. 39. 40 Sobre esta cuestión puede verse otro de los clásicos trabajos en castellano sobre el estatuto y la problemática de la Historia Antigua: Bravo, G., “Hechos y teoría en Historia (Antigua): cuestiones teóricas en torno a un modelo-patrón de investigación”, Gerión, 3, 1985, pp. 19-41, esp. pp. 19-20. 41 Luciano, op. Cit., 5. 42 Tucídides, op. Cit., I, 22, 4. 43 Tucídides, op. Cit., I, 21, 1. 44 Tucídides, op. Cit., I, 20, 2. El caso de Navarra, por ejemplo, puede ser ilustrativo en este sentido. Todavía en la mentalidad popular –contagiada de un mito nacionalista escasamente fundamentado pero ampliamente difundido– consta la idea –desde luego diametralmente opuesta a lo que las fuentes clásicas afirman– de que los Vascones, el pueblo que ocupaba en la Antigüedad el solar de Navarra y del extremo noroccidental de la actual provincia de Zaragoza, jamás fueron conquistados por Roma, de ahí que conservaran su ancestral lengua y sus costumbres, mito éste que nace de una interesada lectura de un pasaje de Estrabón y que está siendo revisado últimamente. Como ejemplo, puede verse Wulff, F., “Nacionalismo, Historia, Historia Antigua: Sabino Arana (1865-1903), la fundación del nacionalismo vasco y el uso del modelo historiográfico español”, DHA, 26/2, 2000, pp. 18339

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investigación rigurosa, exacta, detenida y personal que pudiera desentrañar las causas últimas de los acontecimientos históricos sin caer en esa patología –supuestamente intelectual y tan propia de nuestro tiempo– de hacer una historia novelesca buscando rentabilizar la inexactitud, obtener réditos de la falta de rigor y encontrar beneficios en la profanación del verdadero espíritu de todo historiador45. La capacidad heurística de seleccionar, escrutar y criticar las fuentes históricas y, a partir de sus datos, componer la Historia –cuya verdad, especialmente, para la Historia Antigua, está continuamente en construcción por las peculiaridades de dichas fuentes pero, es, en definitiva, “verdad histórica46”– qué duda cabe que genera en quien la practica –y en quien se habitúa a ella– un espíritu crítico manifestación de una madurez intelectual de la que nuestro tiempo anda muy necesitada. El propio Luciano de Samósata, al recomendar a su amigo Filón la dedicación a la Historia le recordaba cómo ésta generaba en quien la practicaba “dos cualidades fundamentales: inteligencia política y capacidad de expresión47” afirmando que, además, el 211. La celebración –hace tan sólo unas semanas– del VI Congreso General de Historia de Navarra, organizado por la Sociedad de Estudios Históricos de Navarra, bajo el tema “Navarra: Memoria e Imagen” (véase Navarra: Memoria e Imagen, SEHN, Pamplona, 2006) da buena prueba de la necesidad de ese tipo de revisiones críticas sobre nuestro pasado y nuestra propia identidad e imagen colectivas. 45 A este respecto no nos resistimos a traer aquí un par de pasajes de Luciano, op. Cit., 61 y 63 que bien podrían aplicarse a esa “enfermedad de nuestro tiempo” –como la hemos llamado más arriba– que trata de convertir en verdad histórica cualquier pretenciosa e indocumentada novela. Al respecto, Luciano afirmaba –y son los dos consejos con los que termina su opúsculo–: “no escribas con la mirada puesta sólo en el presente, para que te alaben y te honren los contemporáneos; aspira más bien a toda la eternidad y escribe pensando en las generaciones venideras” y, más adelante, “la historia debe escribirse con ese espíritu, con la verdad, más bien pensando en la esperanza futura que con adulación con vistas al placer de los que ahora son elogiados. Este es tu modelo y tu norma para una historia justa”. 46 Alföldy, G., “La Historia Antigua y la investigación del fenómeno histórico”, Gerión, 1, 1983, p. 39. 47 Luciano, op. Cit., 34.

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buen historiador –como esbozamos anteriormente– acababa por ser “intrépido, incorruptible, libre, amigo de la libertad de expresión y de la verdad, resuelto, como dice el cómico, a llamar a los higos, higos, al casco casco (...) juez ecuánime (...) independiente, sin rey (...), que diga las cosas como han ocurrido48”. Dicho esto, el lector convendrá conmigo que –al margen de que nos encontremos ante un tópico habitual en la Antigüedad y que quizás Polibio supo llevar a su último término afirmando que la Historia “es la única maestra que nos capacita para soportar con entereza los cambios de fortuna49”– pocas escuelas pueden aportar a quien las frecuente un bagaje competencial, conceptual y de destrezas tan ambicioso y completo, sin duda todo un auténtico “aprendizaje para la vida” ahora que éste –en realidad ya presente en el lema latino non scholae sed uitae discimus– se recupera para la Educación Superior a partir del articulado de la Declaración de Bolonia50. Sin embargo, tras todo lo dicho y dado que para ponernos a la altura de las supervaloradas Ciencias Experimentales, hemos de ser exactos y aportar pruebas, datos tangibles, positivos, empíricos –los “indicios más evidentes (...) y satisfactorios51” de la investigación tucidídea– que justifiquen esa defensa de la Historia que aquí tratamos de hacer, les propongo un detallado y selecto recorrido por algunos ejemplos que demuestren –unos de mayor alcance, otros de menores pretensiones, todos, a nuestro juicio, igualmente válidos– no sólo la pervivencia –casi cíclica– de los problemas y las situaciones históricas y –lo que es aun más evidente de la casi invariabilidad de la respuesta humana ante las mismas– sino también la vigencia del poder pedagógico de algunos de los grandes personajes y acontecimientos de la denominada Antigüedad Clásica. Ojalá con estos ejemplos pueda transmitirles el convencimiento de que –como ya afirmara L. von Ranke– es posible escribir –o, cuando menos,

Luciano, op. Cit., 41. Polibio, op. Cit., I, 2, 3. 50 Conferencia de Rectores de la Universidad Española, Declaración de Bolonia uersus Sistema Educativo Español, CRUE, Murcia, 2000, p. 5. 51 Tucídides, op. Cit. I, 21, 1. 48 49

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valorar– la “historia en tiempo presente52” concediendo a los acontecimientos históricos de la Antigüedad –y en especial a sus creaciones culturales a las que es imposible negar su carácter revolucionario53– un papel esencial en la explicación, el juicio, la crítica y la comprensión de los acontecimientos actuales54. Detengámonos en primer lugar en Marcial, ilustre poeta bilbilitano de época de los Flavios –Bilbilis, la actual Huérmeda, en Calatayud, no dista de Tudela más de cincuenta kilómetros en línea recta– cuyos Epigrammata55 no sólo han inspirado siglos y siglos de poesía clásica y, como sabe gran parte del auditorio, han servido como fuente para conocer las costumbres amatorias de los romanos56 sino que, además, aportan un excelente caudal en el que encontrar ejemplos de la pervivencia de los más cotidianos comportamientos de Roma en nuestro día a día, comportamientos que –sin duda, y aun siendo sólo una selección– nos permiten afirmar,

Ranke, L. von, Historia de los pueblos romanos y germánicos, Aguilar, Barcelona, 1984, pp. 35-39. 53 Burckhardt, J., Griechische Kulturgeschichte, Spemann, Florencia, 1955, p. 14. 54 Plácido, D., Introducción al Mundo Antiguo: Problemas Teóricos y Metodológicos, Síntesis, Barcelona, 1995, p. 84. 55 Existen muchas y muy buenas ediciones en castellano de los Epigramas de Marcial, una muy buena con excelente introducción crítica puede verse en: Estefanía, D. (ed.), Epigramas completos, Cátedra, Madrid, 1991. Para quien quiera profundizar –siquiera someramente– sobre las relaciones de Marcial con Bilbilis existen dos pequeños trabajos al alcance de cualquier interesado y de extraordinaria utilidad: García, C., Marcial, Cai100, Zaragoza, 1999 y Martín-Bueno, M., y Sáenz, C., Bilbilis (Calatayud), Prames, Zaragoza, 2005, pp. 43-46 con bibliografía, en ambos, más detallada y especializada. 56 Al respecto, véase Blázquez, J. Mª., “Conductas sexuales y grupos sociales marginados en la poesía de Marcial y Juvenal”, en Bravo, G., y González, R. (eds.), Minorías y Sectas en el Mundo Romano, Signifer Libros, Madrid, 2006, pp. 55-72 con un contenido semejante al de la conferencia que el ilustre maestro dictó en el Centro Asociado de la UNED de Tudela con motivo del ciclo de conferencias La Ciudad en la Antigüedad: Aproximación a la Vida Urbana del Occidente Mediterráneo en la Antigüedad Clásica (Marzo de 2005) cuyo contenido permanece inédito. 52

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con Marco Aurelio, que nihil nouum sub sole57 y que, al final, la Historia, al permitirnos contemplar lo que el hombre ha hecho nos está diciendo también “lo que el hombre es58”. Así, por ejemplo, es gracias a Marcial que sabemos que en la Roma de los años ochenta del primer siglo había –como hoy en determinadas efemérides y conmemoraciones– artísticas tablas gimnásticas –también de recortadores taurinos59 como es frecuente en tantos pagos de la Ribera– y la población se afanaba en la asistencia a espectáculos de masas como las naumachiae o los munera gladiatoria en los que el pueblo contaba –como hoy en el fútbol– con sus propios ídolos60; se hacía día a día del disfrute del presente y mientras había profesiones especialmente ambicionadas por su rentabilidad económica unos preferían enriquecerse plagiando las glorias literarias ajenas o incluso vivir fingiendo una riqueza que difícilmente se obtenía con trabajos honestos, y otros ejercían todo tipo de picaresca antes de pagar sus deudas61; se valoraba, como hoy, la buena mesa, de manjares delicados, y hombres y mujeres se sometían –con remedios caseros– a vanidosas operaciones estéticas62; y hasta se trataba de huir de las grandes urbes en beneficio de la tranquilidad campesina63. Incluso el mismo Marcial incluiría nuestra Tudela –si es que se está refiriendo a ella bajo la forma latina Tutela en su conocido poema de evocación de su Celtiberia natal64– como una comunidad más orientada hacia el

Marco Aurelio, Meditaciones VII, 1. Colingwood, R. C., Idea de la Historia, FCE, México, 1988, p. 20. 59 Marcial, op. Cit., V, 31. 60 Marcial, Libro de los Espectáculos, 30, 31, 34 y Epigramas V, 24, por ejemplo, y entre otros. 61 Marcial, op. Cit. I, 15, v. 12 y V, 58; I, 17, v. 2; 66, vv. 1-5 y X, 3; II, 57 y IV, 37 y 61; y III, 38, vv. 10-11 y IV, 6; y VIII, 10 respectivamente para cada tópico. 62 Marcial, op. Cit. II, 40 y X, 48; III, 42, 43, 55 y IV, 36 para cada asunto. 63 Marcial, op. Cit. XII, 18, precisamente sobre Bilbilis, patria de Marcial. 64 Marcial, op. Cit. IV, 55, v. 16. Sobre la cuestión, véase (con defensores y detractores de esta idea expuesta por primera vez por Canto, A. Mª., “La tierra del toro. Ensayo de identificación de ciudades vasconas”, AEA, 70, 1997, p. 61): Andreu, J., “Ciudad y territorio en el solar de los Vascones en época romana”, en Andreu, J. (ed.), Navarra en la Antigüedad. Propuesta de 57 58

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espacio de ámbito celtibérico que hacia el de ámbito vascónico –pese a que su vecina Cascantum aparezca como vascona en Ptolomeo65– anticipándose a esta tendencia tan de nuestra Ribera de mirar más hacia el Ebro, la Bardena y el Moncayo que hacia Pamplona, capital de nuestra singular Comunidad Foral. Otro ejemplo –que siempre me ha cautivado y sobre el que, más de una vez, me he detenido a reflexionar junto con mis alumnos– nos lleva a un acontecimiento del que hemos celebrado hace apenas unas semanas el triste quinto aniversario –el terrible atentado terrorista contra el World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre de 2001– y a otro –bien lejano en el tiempo, pero igualmente conmovedor: los funerales de los caídos de Atenas en el primer año de la Guerra del Peloponeso, el 431 a. C.–. A ambos hechos, aunque les separan varios siglos, les unen coyuntural y estructuralmente un sinnúmero de elementos. Se trata de dos situaciones comprometidas, graves, de excepción, que afectan a dos primeras potencias –lo es hoy Estados Unidos, lo era entonces Atenas–, lideradas por dos personajes que no serán –en un caso– ni han sido –en el otro– ajenos al juicio histórico: George W. Bush y Pericles de Atenas, a la sazón cabezas visibles de dos estados esencialmente democráticos66 que acababan de sufrir dos serios varapalos. El primero, Estados Unidos, un terrible atentado “en el corazón mismo del país67” y, el segundo, Atenas, el inigualable dolor

Actualización, Gobierno de Navarra, Pamplona, 2006, p. 222-223 y también “Aspectos del poblamiento en la Comarca de Tudela de Navarra en época romana”, Cuadernos del Marqués de San Adrián, 4, (en prensa), s. p. 65 Ptolomeo, Geografía II, 6, 67. 66 El lector interesado en las diferencias entre la democracia ática de época clásica y la democracia occidental actual –cuestión que ha preocupado tanto a los historiadores de la Antigüedad que hasta han llegado a posicionarse en “pro-atenienses” y “anti-atenienses”– puede acudir, en castellano, a los clásicos estudios de Finley, M. I., Vieja y nueva democracia y otros ensayos, Ariel, Barcelona, 1980 y, especialmente, de Rodríguez Adrados, F., La democracia ateniense, Alianza, Madrid, 1980 donde, además, encontrará bibliografía sobre la cuestión. 67 Bush, G. W., Discurso del Presidente a la Nación de Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, según http://www.whitehouse.gov/news/releases.

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de estar enterrando a sus caídos en una guerra cuyos primeros compases no le estaban siendo favorables pese a que sus gentes y su armada se habían preparado concienzudamente para ella “al hacerse poderosos e inspirar miedo a los lacedemonios68” durante casi cincuenta años. Pues bien, los términos en que ambos personajes se refirieron no sólo a las víctimas –que, para ambos se mostraron como “dignas” de su Estado al “dar su vida por la comunidad recibiendo a cambio cada uno (...) el elogio que no envejece y la tumba más insigne (...) aquella en la que su gloria sobrevive para siempre en el recuerdo69”– sino también al papel político de sus Estados como auténticos garantes de la democracia internacional, árbitros de la paz mundial e indiscutibles líderes de la libertad supranacional resultan tan rotundamente paralelos –desconozco si la coincidencia fue intencionada por parte de George W. Bush aunque es bien probable en un país de tan honda veneración por las raíces clásicas como Estados Unidos– que, a nuestro juicio, demuestran como pocos casos esa pervivencia de actitudes, ideologías70 y comportamientos que veníamos afirmando. Al margen de los siglos que separan ambos acontecimientos, poca distancia hay entre la esencia del discurso de George W. Bush y la de la denominada Oración Fúnebre de Pericles, que conocemos gracias a la pluma de Tucídides. En ella, Pericles describe el modelo político de Atenas en unos términos –“un régimen político (...) modelo a seguir”, orientado a “ayudar a los que sufren injusticias”, “abierto a todo el mundo”, y especializado en “la conveniencia” pero también en “la confianza que nace de la libertad71”– todos ellos semejantes a los que aun hoy impregnan el Tucídides, op. Cit., I, 23, 6. Tucídides, op. Cit., II, 43, 2. 70 No pretendemos con este ejemplo –como es lógico– agotar los casos de vigencia del pensamiento político de las civilizaciones clásicas en los tiempos modernos y, especialmente, contemporáneos, pues éste –para bien y para mal– ha sido empleado por igual por regímenes democráticos, militares, totalitarios, etcétera. Una síntesis de algunos de estos casos puede verse en Canfora, L., Ideologías de los Estudios Clásicos, Akal, Madrid, 1991. 71 Tucídides, op. Cit. II, 35-46 (por la importancia que, a nuestro juicio, tiene el texto para la Historia de la Cultura Occidental, nos permitimos referir las 68 69

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peculiar sentido del patriotismo norteamericano. Sin ánimo de agotar el asunto –que, como ven, da mucho juego– la propia defensa del imperialismo romano como un bellum iustum en tanto que libertador y civilizador de los pueblos bárbaros habría encontrado su triste continuidad en la Historia Contemporánea desde los colonialismos del siglo XIX a las más recientes y cotidianas guerras de ocupación72. Ahondando en ese “goce y provecho de la Historia” al que aludió Polibio73, qué duda cabe que la Antigüedad nos ha obsequiado con modelos personales –auténticos exempla– que durante siglos han sido reivindicados como referentes por sus excepcionales virtudes y que, de hecho, han quedado casi como estándares de determinados comportamientos. Así, la capacidad de liderazgo político –con sus luces y sus sombras– del citado Pericles74; la extraordinaria, imitadísima y nunca igualada habilidad militar de Alejandro de Macedonia75; las dotes oratorias y de práctica política

páginas en las que aparece recogido en la edición de Tucídides que fue citada con anterioridad: pp. 447-462). 72 Sobre el imperialismo romano como guerra justa en tanto que guerra de civilización puede verse Polibio, op. Cit., III, 4-5, pasaje después magistralmente explotado en su contenido histórico y político por Harris, W. V., Guerra e Imperialismo en la Roma republicana, Siglo XXI, Madrid, 1989. 73 Polibio, op. Cit., I, 2, 11. 74 En las fuentes, puede encontrarse un retrato, crítico, de Pericles (además del que hace Tucídides, op. Cit., II, 65) en Plutarco, Pericles 9. Lo que su figura supuso para la Atenas de la época ha sido valorado, por ejemplo, en una obra bien accesible, por Bowra, C. M., La Atenas de Pericles, Alianza, Madrid, 2003. 75 Para aproximarse a ella, quizás pueden ser válidos algunos pasajes de la Anábasis de Arriano (VII, 28-30, por ejemplo donde se le define como “el más experto en organizar, equipar y ordenar un ejército”) o del Alejandro de Plutarco (47, 5, por ejemplo), utilizados luego como fuente para algunas de las biografías que –con rigor– se han editado en castellano en los últimos años, entre otras, por ejemplo, la de Guzmán, A., y Gómez, J., Alejandro Magno, Alianza, Madrid, 2004. De igual modo, si antes citábamos The Emperor´s Club como película recomendable para quien quiera acercarse a una peculiar reivindicación de los clásicos grecolatinos, huelga aquí hacer lo propio con la película –a nuestro juicio injustamente denostada por la crítica– Alejandro Magno (Oliver Stone, 2005) que retrata de forma magistral la personalidad y

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de Cicerón –así como los sabrosísimos consejos electorales que le brindó su hermano Quinto y que vuelven a demostrar lo poco que, también en esto, hemos cambiado76–; la capacidad de gestión de equipos y clientelas desarrolladas por los prohombres de la República Romana: César y Pompeyo77; el refinadísimo sentido de la propaganda política desarrollado por Augusto, capaz de explotar al máximo el arte de la auto-representación político-iconográfica y sin duda el primero en practicar un marketing político eficaz78; o, por no hacer interminable la lista, la sin par preocupación por el bien común como objetivo de la acción de gobierno del auténtico philósophos basiléus, el también cinematográfico emperador Marco Aurelio79, constituyen buenos testimonios de este poder educativo de los protagonistas de nuestra más arcana Historia.

las cualidades del estratega macedonio. En cualquier caso, para los aficionados al cine como vehículo de aprendizaje histórico y, en cualquier caso, como estímulo del espíritu crítico del alumno, puede verse Lillo, F., El cine de romanos y su aplicación didáctica, Ediciones Clásicas, Madrid, 1996 y El cine de tema griego y su aplicación didáctica, Ediciones Clásicas, Madrid, 1997. 76 Con traducción en Duplá, A., Fatás, G., y Pina, F., El manual del candidato de Quinto Cicerón (El Commentariolum petitionis), UPV, Bilbao, 1990. 77 Sobradamente ponderada por las fuentes clásicas (Dión Casio, Historia, 41), ésta ha sido especialmente revisada con rigor y amenidad por Cabrero, J., César, el hombre y su época, Dastin Ediciones, Madrid, 2006. 78 Zanker, P., Augusto y el poder de las imágenes, Alianza, Madrid, 1992 y, atendiendo a una de las fuentes primarias sobre este extremo, las conocidas Res Gestae que hizo grabar en piedra a su muerte en distintas partes del Imperio: Fatás, G., y Martín-Bueno, M., Res Gestae Diui Augusti: autobiografía del Emperador Augusto, Universidad Popular, Zaragoza, 1987. 79 Su pensamiento puede seguirse en sus utilísimas Meditaciones que, en otra ocasión (Andreu, J., “Competencias directivas: el Oráculo de los Clásicos”, en Actas del X Congreso de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, SEEC, Santiago de Compostela, 2005, pp. 683-690) hemos analizado en detalle desde la óptica de lo que su contenido puede aportar a quienes desempeñan cargos de gobierno y dirección de personas. Al tratarse, las Meditaciones de Marco Aurelio, de una lectura también muy recomendable para ahondar en el pensamiento político y ético romano recomendamos aquí la excelente edición de Cortés, F., y Rodríguez, J. (eds.), Marco Aurelio: Meditaciones, Cátedra, Madrid, 2001.

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De lo dicho hasta ahora se desprenderá fácilmente aquello que magistralmente dejó escrito, precisamente, hacia el 175 d. C. este emperador: “ante cualquier suceso ten a mano eso que has visto muchas veces (...) eso de lo que están lleno las historias antiguas, las inmediatas y las recientes80”. Esto que se ha tratado –el acervo de modelos que aporta la Historia Antigua y su utilidad como vehículo para la comprensión y explicación del presente– no agota –ni mucho menos– todo lo que nuestra disciplina aporta a quien se decida a cultivarla con el rigor que merece una formación universitaria. Por ello –y si el propósito de todo discurso, como antes vimos afirmaba el calagurritano Quintiliano, es el mouere, el influir en la voluntad del auditorio– desearía terminar con una reflexión –quizás, mejor aun, con unos pequeños consejos– que, ojalá, a estas alturas, todos ustedes compartan conmigo. Ello será, indudablemente, prueba de la “energía educadora81” de los clásicos a los que me he limitado a citar a lo largo de estas páginas. A los estudiantes, decirles que estudiar Historia es, por encima de todo, contemplar con detalle el pasado para explicar –desde él– el futuro; a las autoridades –académicas pero también políticas, no en vano ya dijimos que Polibio afirmaba que la Historia debía ser referencia de cabecera para quien se dedicara a tan sublime actividad82– recordarles que invertir en la investigación, la reflexión y la difusión de la Historia es hacerlo sobre un valor perenne, seguro, de indudable rentabilidad social y cultural; a unos y a otros subrayarles que dedicarse a ella es, pues, la única manera de, sin renunciar a las raíces de nuestra niñez histórica y cultural –que, primero, será necesario conocer y desentrañar– caminar hacia el futuro sin la triste amenaza de repetir nuestros antiguos errores permaneciendo siempre en el estado pueril antes citado. Ojalá que desde este estupendo marco de estudio, reflexión, investigación y calidad que es la Universidad Nacional de Educación a Distancia todos los que nos dedicamos a la Historia –a escribirla y a

Marco Aurelio, op. Cit., VII, 1. Jaeger, W., op. Cit., p. 13. 82 Polibio, op. Cit., I, 2, 1. 80 81

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enseñarla– sepamos con su práctica cumplir la misión social que soñaron para ella los historiadores de la Antigüedad haciendo de su aprendizaje y de su práctica, efectivamente, y como deseaba Tucídides, “una adquisición para siempre más que una pieza de concurso para escuchar en un momento83”, en definitiva, como traducía Th. Hobbes este pasaje del historiador ateniense, convirtiéndola en “un saber para la eternidad84”. Conseguirlo es todo un audaz programa de vida, pero, no por ello, es menos realizable, no en vano –como dejara escrito Virgilio, en un popularizadísimo dicho ya de carácter proverbial– audentes Fortuna iuuat85, “la Fortuna favorece a los audaces”.

Muchas gracias.

Tucídides, op. Cit., I, 22, 4. Hobbes, Th., Eight Books of the Peloponnesian War written by Thucydides, the son of Olorus, Interpreted with Faith and Diligence Immediately out of the Greek by Thomas Hobbes, Richard Myne, Londres, 1634, p. XXI. 85 Virgilio, Eneida X, 284. 83 84

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