La Guerra de los Historiadores: El día de la verdad (previo a edición y publicación)

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Descripción

La Guerra de los Historiadores La Guerra de los Historiadores: El día de la verdad

Gracias, rey -Con tanto clamor, señores, griten, alaben, a este gran ejército que he reunido delante ustedes, para que sean los elegidos que soñé desde un principio, y que sean los elegidos que ustedes con tanto anhelo han deseado…Así eran las palabras de mi rey, Cú Chulainn, el rey que cualquier otra ciudad quisiera tener, el rey que necesitaba Troya para defenderse, un rey que supiera pelear, un rey lleno de misterio, de sabiduría, de gran potencial y capacidad para gobernar una ciudad tan compleja y llena de lujurio. Pero esa lujuria, la que todos tienen encerradas en los compartimientos que hacen a una persona que sea una persona, el lugar en donde todas las corrientes entran y salen, el mismo lugar del régimen humano, los va matando día con día, los va afligiendo, llenándolos de poder que se cree que es bueno, pero que no saben el gran daño que se causan, como una nube tapando los buenos sentimientos y sinceros de la persona, sin siquiera fijarse lo mal que se ve a la vista de otros. En ese momento, estábamos siendo presentados delante de los ciudadanos como Los Caballeros de Centum Fontem, los caballeros que acabarían con toda la maldad que acecha a todos los territorios que existan. El rey Cú Chulainn nos iba llamando uno por uno, y empezó primero con Albert Einstein: -Einstein, tú eres al primero que mandé a llamar para acabar con la maldad. Espero, hijo, que estés augusto de estar aquí, con tus compañeros, bueno, ver a tus compañeros pelear por todos los hombres debe ser un acto de mucha valentía, ya que -y se dirigió hacia las demás personas-, verdaderamente, estás viendo a personas las cuales sangran por ti, y por todos tus queridos, y sientes como que si tú estuvieras viviendo la batalla, no ellos. Sientes como que si estuvieras peleando, que cada puñetada que el enemigo da a tus compañeros, lo sientes, pero aquí –y señaló el corazón de Einstein-. Todas las personas que se encontraban frente a nosotros empezaron a aplaudir por el gran discurso que el rey Cú Chulainn le dio a Einstein, pero luego callaron y escucharon: -Muchas veces, nosotros, los hombres, tenemos la suficiente fuerza como para pelear en una guerra. Entonces, ese concepto es utilizado por los machistas, quienes se aprovechan de una mínima circunstancia para hacerle daño al ser indefenso. La fuerza no es la que se encuentra en los brazos ni en las piernas, se encuentran en la cabeza, pero estos

machistas encuentran esa fuerza en sus “brazos y piernas”. En cambio, ese ser indefenso, el cual nosotros creemos que es un ser indefenso, tiene valores y características propias de un guerrero que busca, da y pelea por su pueblo; pero no, no sólo las mujeres son seres indefensos, también los hay hombres, personas que se dedican a la vida pacífica, digamos, granjeros, escultores, artistas, que son personas intelectuales que día con día sienten la necesidad de hacer algo más por su raza, hasta que sienten el punto de tomar la necesidad de teñir la personalidad a una más agresiva, menos pasiva, la cual se logra con un perfecto entendimiento en sí mismo y con los demás. Es por eso, que llamo a la Doncella de Orleans… En ese momento, sentí que nada se podía corroer, y le dirigió unas palabras tan sinceras y sentimentales, que prefiero ahorrarlas. A cada Caballero que llamaba el rey, hablaba de temas muy importantes y relacionados sólo con la palabra bondad, sentimiento, espíritu, lucha y fortaleza, que son los valores más importantes de la vida junto al honor. Pero, por último, me llamó a mí: -¡Oh alma, que has elevado aún más mi sabiduría! Ve junto a tus amigos, y escucha bien lo que voy a decir: ¿Ves este cielo tan azul que hace en estos tiempos, con sus palomas tan blancas como las nubes, y su canto como el de una sinfonía? Eso es lo que requiere en un mundo tan desolado como este, y tú, muchacho, siendo el menor de este grandioso grupo, has de saber, que sólo tú puedes lograr ese cambio que tan merecidamente los hombres han querido, y han soñado, porque desde… bueno, no vale la pena mencionar la ocasión la cual hizo que perdiéramos la virtud de vivir en el mundo que siempre soñamos. Y si, así era el ambiente que se vivía en los campos de la ciudad de Caernarfon, con el cielo de un azul como los ojos de la Princesa de Glamis, y las nubes tan esponjosas como el algodón que recolectan los ciudadanos en sus tierras. Todas las personas se alegraban, y reían en todo momento. Nunca tuvieron temor ni miedo porque confiaban en nosotros, en su salvación. Y eso con felicidad nos hacía sentir, ver a todos los ciudadanos reír nos daba fortaleza y confianza. El rey regresó junto a su esposa al Palacio, mientras nosotros bajamos de donde estábamos siendo presentados, para luego esperar el banquete. Mientras esto sucedía, Arthur, Cristóbal, Cavalier y yo, decidimos ir al bosque que quedaba en las afueras de Caernarfon, y nuestros otros amigos siguieron al rey. -Simplemente les puedo decir, amigos, que esto, peleas, combates, demonios, y todo lo demás que se me olvida, no sé, me hace sentir bien, y nunca pensé que esto existiera, es más, ¡siento como que si estuviera en un sueño al que no logro despertar!- fueron las palabras con las que me exprese hacia los demás mientras marchábamos a los bosques, y Cristóbal dijo: -Si, es muy extraño. Y en serio que se me ha olvidado en descubrir América en el otro mundo, así es, verdad, ¿América?- a lo que todos reímos y dijimos “si, así es, América”. Luego, comenzamos a molestar a Cristóbal que no conocía América en el otro mundo, y la pasamos bien en todo el camino hacia el bosque.

Llegamos, pues, al bosque, que ni se ve donde finaliza aún siendo de día, que de noche, ni se tendría el tiempo de verlo. Subestimamos que el bosque era de lo más pequeño e inocente, que las palabras se retorcieron. Una niebla nos nubló la vista, de gran espesor, que, sin saber a dónde caminaba, encontré un tronco en dónde sentarme para dejar terminar lo que sucedía, y grité lo más fuerte que pude para llamar a mis fortalezas, y por suerte, se encontraban cerca y supieron seguir mi voz. No nos sentamos a ese tronco, no. Y ninguno de nosotros llevaba sus armas, a excepción de los cuchillos pequeños que siempre cargamos a un lado un poco arriba del pie. Sacamos los cuchillos; la niebla nunca se dispersaba, pero a lo lejos pudimos observar una figura no meramente humana que se acercaba a nosotros, gigantesco, y que parecía tener dominio sobre los relámpagos. Muchos relámpagos caían detrás de él, dando visibilidad a su figura, y luego, la niebla se esfumó, y llegó ante nosotros: -Necesito su ayuda, Caballeros de Centum Fontem. Iba directo a nosotros, a lo que dije: -Dime, ¿quién eres tú, y cómo sabías que estábamos aquí? A lo que respondió: -Mi nombre es Arges, como me podrán ver, soy un cíclope, hijo de Gea y Urano, y supe que estaban acá porque así se escuchaban los pasos de ustedes cuatro allá abajo- y, tres truenos se escucharon en lo más alto del cielo. El gran marino se dirigió nuevamente hacia el cíclope: -De gran asombro es tu tamaño, un poco más pequeño que el troll, claro, pero, a algo vienes, y de algún lugar vienes, porque te dedicas en un labor especial, que hasta no explicarnos lo que brevemente mencioné, no tendría sentido el de tu visita.

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