La Gracia

July 14, 2017 | Autor: G. Cataldo Sangui... | Categoría: Friedrich Schiller, Estética
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Descripción

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LA GRACIA

Existen, ciertamente, aspectos estéticos - si no constituyentes de la belleza, al menos concomitantes a ella - que por su forma sutil y difusa, resultan difíciles de precisar. Tal es el caso de lo que denominamos gracia. Hablamos, en efecto, de una sonrisa graciosa, de un modo de caminar con gracia, de una gracia en el hablar o incluso de un rostro gracioso. La simple belleza, en tales juicios, no parece bastar. La mera proporción, el equilibrio en la forma o belleza arquitectónica, no parecen dar cuenta de algo que, en principio, se escapa a la estática de las estructuras y las simetrías. ¿ Qué hay, más allá de la mera armonía de las formas, que haga de un rostro ya no simplemente bello, sino además "con gracia?” ¿Qué hace de un modo, de una postura corporal o de un gesto algo "con gracia?” La simple belleza, en principio, si por tal se entiende una pura arquitectónica de las formas, parece exigir un plus, algo más que una mera perfección formal. Si atendemos, por ejemplo, con algún rigor, a nuestra propia experiencia de la belleza corporal, tendremos que admitir que hay cuerpos cuya belleza no podríamos sino admitir, pero que al mismo tiempo no pueden sino dar la más nítida impresión de frialdad y decaimiento. Es la experiencia, por ejemplo, de la "niña barbie", de la "muñeca" o, como suele decirse, de la "belleza sin alma". A un bello cuerpo, más allá de su perfección estructural, le exigimos además - y en proporción directa con su grado atractividad donaire, gallardía, garbo, elegancia, apostura. Todas expresiones que bien pueden consignarse en lo que genéricamente denominamos gracia. Los franceses, siempre atentos a los matices de la sensibilidad, hablan de charme al referirse al atractivo o al encanto de una persona. Atractivo, que en la tan sonora como intraducible expresión francesa, señala cierta la capacidad de "encantar" o "hechizar", irreductible, por supuesto, a la belleza canónica. En español, la expresión “gracia” designa la cualidad o conjunto de cualidades que hacen grata o agradable a una persona y, en particular, cierto atractivo independiente de la hermosura puramente corporal. De allí que la expresión designe no sólo cierta elegancia y donaire, sino también el despejo o soltura en la ejecución de ciertos actos. Por otra parte, sin embargo, el vocablo tiene también un sentido propiamente teológico: es el don gratuito de Dios que eleva sobrenaturalmente a la criatura en orden a su bienaventuranza. De aquí el

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sentido general de cualquier don gratuito concedido sin merecimiento. De hecho, la expresión “gracia” proviene del latín gratia, cuya significación originaria es la de hacer un beneficio sin intercambio o restitución. Este sentido se hace patente además en el propio origen etimológico de la expresión latina: gratia proviene del sánscrito gir, canto, himno de alabanza y grnati, elogiar, alabar. Se trata, según es evidente, de la oración hímnica - el gloria de la tradición cristiana - que, a diferencia de las preces o la plegaria, se escapa a toda dialéctica del do ut des. Naturalmente, nuestro problema consiste en despejar el sentido estético del vocablo gracia. Sin embargo, según esperamos mostrarlo, este sentido mantiene un no despreciable vínculo con el significado teológico-moral de la expresión. Pero retornemos, por el momento, a los valores estéticos. Hemos señalado, que uno de los sentidos relevantes del término gracia estriba en designar el agrado o complacencia que produce una persona con independencia de su belleza corporal. Si entendemos, al menos provisoriamente, por belleza cierta perfección o completud en la forma, se hace evidente la insuficiencia de la belleza para dar cuenta de la gracia. En la práctica aplicamos la expresión gracia no a la simple perfección estructural de algo, sino más bien a fenómenos que denotan actividad, ejecución, ejercicio. En efecto, lo que se denomina elegancia, garbo o donaire, parece estar ligado esencialmente a cierta forma de comportamiento corporal. Lo fijo, lo quieto o inmóvil parece no ser susceptible de gracia. Schiller probablemente fue uno de los primeros autores que no sólo destacó el valor estético de la gracia, sino sobre todo le otorgó un rango especulativo. En su ensayo De la gracia y la dignidad, no duda en ligar la gracia al movimiento: " la gracia - dice Schiller - es una belleza en movimiento ". La dificultad de aprehensión de la gracia reside probablemente en esta relación con el movimiento. La pura belleza estructural o arquitectónica, la mera constitución u organización corporal, simplemente está ahí, plena y entera en su presencia. No hay nada, en principio, que en tal presencia se escape o nos rehuya. La armonía de la forma corporal, un bello rostro, su perfecta simetría, es pura presencia. Pero la gracia en el hablar o en el andar no es algo que simplemente está ahí, sino más bien algo que va haciéndose y en tal ir, en cierto modo, se nos evapora y desvanece. El " no sé qué " por el cual, habitualmente, damos cuenta del aparentemente indeterminado atractivo de ciertas personas, se explica precisamente por este carácter

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vaporoso de la gracia. Esta vaporosidad no es más que la expresión del vínculo entre gracia y movimiento. Resulta evidente, sin embargo, que el movimiento a que nos referimos pertenece al mundo humano. Por lo pronto, en el sentido inmediato de que sólo en el hombre parece darse el fenómeno de la gracia. La naturaleza, propiamente, no es susceptible de gracia, a no ser por una analogía con el mundo humano. Bien podremos decir que hay belleza o sublimidad en el ondear de un árbol al viento o en declinar del sol tras unas montañas, pero difícilmente podremos afirmar que hay gracia. La gracia parece ser una propiedad exclusiva de los movimientos humanos. No obstante, resulta también claro que no predicamos la expresión

gracia de cualquier actividad humana. De hecho solemos reservar esta

expresión no simplemente a los movimientos del hombre, sino a los movimientos humanos, en sentido estricto. No hay, en efecto, gracia en el respirar o en el digerir, pero si la hay en el hablar o en caminar. Se exige gracia en el discurso o en el canto o en el juego voluntario de los ojos y las manos, pero no a los movimientos que son producto de una necesidad natural. Se trata, pues, de movimientos, en algún sentido, voluntarios. " La gracia - dice Schiller - no es nunca otra cosa que la belleza de la forma movida por la libertad, y los movimientos que pertenezcan sólo a la naturaleza no pueden merecer nunca este nombre". Para Schiller la gracia se encuentra indisolublemente ligada no sólo a la libertad, sino al carácter moral del hombre, a su ethos o sentimientos morales. De allí que, en definitiva, no sólo sea expresión de la libertad, sino sobre todo de la personalidad. Sin embargo, esta relación entre gracia y voluntad dista mucho de ser, sin mayores matices, obvia. Muy por el contrario, es justamente este vínculo el que resulta problemático. Si atendemos a la tonalidad de nuestro léxico, resulta evidente una cierta irreductibilidad entre gracia y voluntad. Todo pareciera como si la gracia sólo pudiese manifestarse bajo la forma de una cierta espontaneidad, incompatible con todo esfuerzo voluntario. Lo que en español denominamos gracia, donaire, garbo, apostura, elegancia, parece designar no sólo cierta facilidad y despejo en las acciones, sino que incluso determinada levedad o ingravidez en su realización. Allí donde hay esfuerzo, empeño y trabajo, parece desaparecer toda posibilidad de gracia. Incluso más, la gracia en los movimientos parece caracterizarse precisamente por su forma natural, no forzada y llana.

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Son muchos los autores que, desde diversas perspectivas, han destacado esta levedad de la gracia. Nietzsche, a propósito de la idea de nobleza, no duda en afirmar predominio del instinto en el hombre verdaderamente aristocrático. El hombre noble allí no es aquel que sea guía por la inteligencia – más bien propia del hombre vulgar – sino el que se deja llevar por la perfecta seguridad de los instintos inconscientes. La valoración nietzschiana de los instintos no obedece tanto a una afirmación del mero impulso orgánico y animal, cuanto a una valoración de la acción no deliberada como una efectivo rasgo y prueba de verdadera nobleza. La valoración nietzshiana del instinto tiene como fondo posibilitante la propia idea de vida como espontaneidad y acción plenamente afirmativa. En este sentido, ciertamente, cabe decir con Nietzsche que

hay ciertas formas de

comportamiento humano a los que la deliberación y un exceso de autoconciencia parecen estropear toda posibilidad de gracia. Precisamente el amaneramiento o la afectación no son, muchas veces, sino un desbordamiento atencional, donde la conciencia parece inhibir de toda expresividad espontánea. Se podría afirmar que hay personas donde el comportamiento, el movimiento, el gesto o la mueca, se resuelven en pura autoimagen y, por lo mismo, dicha expresividad no encuentra otra forma que la profusión y la demasía. Scheler, siempre atento a las formas de la humanidad cotidiana y prolongando las sugerencias de Nietzsche, afirma que la conciencia propia del hombre “distinguido” en la aprehensión del valor propio y del ajeno

nunca tiene por fundamento la medición

comparativa de su valor con el valor ajeno. Por ello, “el distinguido – dice Scheler en El Resentimiento en la Moral – tiene de su propio valor y plenitud una conciencia ingenua, irreflexiva, que llena de continuo los momentos conscientes de la existencia; es, por decirlo así, la conciencia de su raigambre propia en el universo”. La gracia, por consiguiente, no sólo parece exigir una cierta levedad, despejo y espontaneidad, sino además una cierto candor irreflexivo y una cierta cuantía de sincera inconsciencia. Queda todavía en pie, sin embargo, la exigencia de Schiller: la gracia es la belleza de la forma movida por la libertad. Y es que, en efecto, difícilmente se le puede atribuir gracia a los movimientos necesarios y puramente involuntarios. La gracia es, según la tesis de Schiller, algo que dice relación con la libertad, con la voluntad y, en definitiva, con la propia dignidad de la persona. Sólo de la persona - o de la personalidad – proviene toda gracia. Sin embargo, Schiller también reconoce la necesaria forma involuntaria de la

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gracia. “La gracia – dice Schiller -, en todo momento debe ser naturaleza, es decir debe ser involuntaria (o al menos parecerlo), y el sujeto mismo no ha de dar nunca la impresión de que es consciente de su gracia”. Aquí Schiller parece seguir las sugerencias que ya Kant hiciera en la Crítica del Juicio: “La naturaleza era bella – dice Kant – cuando al mismo tiempo parecía ser arte, y el arte no puede llamarse bello más que cuando, teniendo conciencia de que es arte, sin embargo, parece naturaleza” La gracia, pues, parece dar lugar a una extraña y paradójica combinación de conciencia e inconsciencia, de naturaleza y libertad, de necesidad y contingencia. La pregunta es, pues, ¿cómo conciliar ambos aspectos, al parecer irrenunciables, de la gracia? La solución de Schiller es clara: “Si la gracia es, pues, una cualidad que exigimos de los movimientos voluntarios, y, por otra parte, hay que desterrar de la gracia misma todo lo voluntario, tendremos que buscarla en aquello que en los movimientos deliberados no es deliberado, pero que al mismo tiempo corresponde a una causa moral en el ánimo”. A partir de esta tesis de Schiller, y según nuestro propio derrotero, quisiéramos ensayar una explicación. La tesis de Schiller señala que el lugar de la gracia es, para decirlo paradojalmante, la indeliberación de lo deliberado. Ello implica que a tal indeliberación corresponde, al mismo tiempo, no una mera necesidad natural, sino a una causa moral, un ethos. Si atendemos a las formas de apropiación deliberada de los movimientos humanos, hemos de admitir que ésta nunca se constituye sino a través de la aplicación de un esfuerzo voluntario. El dominio del cuerpo en la danza o de la voz en el canto, o incluso de las maneras de comportamiento social, siempre implican reiteración, insistencia, pertinacia. El proceso genético de apropiación de una praxis comporta, pues, necesariamente lucha, pugna, contienda con tendencias opuestas, e incluso dolor. Sin embargo, resulta también evidente que el esfuerzo voluntario se encuentra allí encaminado esencialmente a la constitución de una disposición permanente que permita la ejecución de movimientos liberados y espontáneos. A esta forma de apropiación de los movimientos humanos, los griegos la llamaron éxis, tenencia, posesión, manera de ser, hábito. La éxis no es otra cosa que el movimiento apropiado, el movimiento en cuanto efectivamente poseído. El movimiento allí – pensemos, por ejemplo, en un paso de danza – no permanece exterior al agente, sino que se encuentra interiorizado, hecho parte efectiva del propio ser. Pero

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interiorizado de tal forma que se constituye, como lo señalaba la filosofía clásica, en una suerte de segunda naturaleza. Esta “naturaleza” no es ya una naturaleza dada, aquella con la cual nacemos necesariamente, sino aquella que es resultado de la libertad. No resulta pertinente, por ende, interpretar el hábito desde la mecánica puramente exterior de la costumbre; precisamente porque éste, al contrario del mero acostumbramiento, no es sino una forma de interiorización de los actos. Desde esta interpretación del hábito, pensamos, resulta más comprensible el fenómeno estético de la gracia, en particular en lo que se refiere a la exigencia de ser, a la vez, producto de la naturaleza y la libertad. Pero hay más. El hábito, como interiorización de los movimientos, también ilumina el vínculo entre el valor estético de la gracia y su sentido teológico. Hemos destacado que la acepción teológica del término gracia designa, en general, cualquier don gratuito concedido sin merecimiento. El concepto de don o regalo implica de suyo un acto por el cual se hace entrega de algo a alguien sin razón de intercambio o conmutación. Por ello, el regalo no exige, en principio, reciprocidad, como si un regalo debiera “pagarse” con otro regalo. La existencia de la gracia viene a confirmar un aserto por demás evidente: no todo en la vida humana es trabajo y mérito. Acontece, pues, con la gracia, en sentido estético, algo análogo con lo que sucede con la gracia en sentido teológico. Todo lo estéticamente gracioso debe aparecer bajo la forma de lo fácil y natural. La gracia, en cierto sentido, enmascara el trabajo. Un paso de danza que registrará, en su ejecución, esfuerzo y faena, revelaría ineptitud y torpeza. Sin embargo, esta naturalidad y espontaneidad del acto es, finalmente, producto de arte. Y ello significa que tras el despejo y la facilidad con que se nos muestra acto artístico hay ciertamente un ethos que lo configura. Sólo que este ethos, en la dinámica de la gracia, jamás debe mostrarse. Ciertamente el arte no puede prescindir de la técnica. Pero ,al mismo tiempo, es necesario un cierto olvido de la misma: el arte no es perfecto sino cuando se comporta como la naturaleza. Esta es una manera distinta de interpretar el viejo imperativo: ars imitatur natura.

Gustavo Cataldo Sanguinetti Universidad Andrés Bello

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