La figura del líder en el nacionalismo de derecha argentino. Un recorrido por las representaciones acerca del liderazgo político en los escritos de Marcelo Sánchez Sorondo

July 18, 2017 | Autor: Valeria Galvan | Categoría: Cultural History, Nationalism, Intellectual Biography
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Descripción

El nacionalismo de derecha es definido, en términos generales, como un movimiento político de derecha, antiliberal, anticomunista, autoritario y centrado en la importancia de la Nación. Otros rasgos típicos del nacionalismo argentino que se cumplieron, en menor o mayor medida, según el grupo específico en cuestión fueron el catolicismo, el corporativismo, el antisemitismo, el antiimperialismo, el obrerismo, la exaltación de la violencia y la militarización (Devoto, 2005; Lvovich, 2010; Navarro Gerassi, 1968, Spektorowski, 1990). Pese a los matices y divergencias entre diversos actores políticos de esta tendencia a lo largo del siglo XX, a los fines de este trabajo sólo se tendrán en cuenta estas características generales, sin distinción según los grupos.
Más allá de los cambios dados por diferentes contextos históricos, la crítica de los nacionalistas al régimen democrático, tal y como se llevaba a la práctica, se sostuvo a lo largo de las décadas del siglo XX y, en última instancia, siempre terminó derivando en el reclamo a las Fuerzas Armadas por un golpe militar que "pusiera en orden" el sistema político.
Además de escribir para los medios nacionalistas mencionados, Sánchez Sorondo colaboró para el diario La Nación y otros diarios de tirada nacional.


La figura del líder en el Nacionalismo de derecha argentino. Un recorrido por las representaciones del liderazgo político en los escritos de Marcelo Sánchez Sorondo
Autora: María Valeria Galván
CONICET/Instituto Ravignani, UBA


Introducción
El nacionalismo argentino tuvo una importancia fundamental en la historia política, intelectual y cultural argentina, debido a que fue durante casi todo el siglo XX una reconocida fuente de influencia ideológica para diversos actores políticos y sectores sociales del escenario local (Mancuso, 2011; Sigal, 2002: 137-138, Selser, 1986: 34; Tarcus, 1996: 312-314; Ehrlich, 2011: 24; Azul y Blanco, nro. 101). Sin embargo, no obstante los nacionalistas hayan ocupado este lugar central en la historia argentina (único en importancia y perdurabilidad en toda América Latina), éstos nunca pudieron imponer su propio programa político y siempre fueron relegados de las esferas del poder hacia un lugar de marginalidad. En particular, el fracaso de los nacionalistas como grupo político repercutió en la segunda mitad del siglo en una dispersión del ideario nacionalista que, imposibilitado de materializarse en un proyecto político propio, se filtró en otras tradiciones que iban de un extremo al otro del espectro ideológico.
Así, a comienzos de la década del 70, había nacionalistas peronistas, socialistas, comunistas y de extrema derecha. E incluso, en los albores de la última dictadura militar que sufrió la Argentina, el nacionalismo se había vuelto un elemento fundamental del sentido común de la época (Franco, 2012: 272-279).
Pero aquellos infructuosos intentos de los nacionalistas de llegar y permanecer en el gobierno (ya sea desde puestos de primera línea, como desde cargos menores o, simplemente, como "consejeros ideológicos"), no sólo repercutieron en la dispersión del núcleo duro de ideas, políticos e intelectuales nacionalistas hacia otras corrientes ideológicas, sino que también sirven como indicio de la importancia de determinadas representaciones, inherentes a la lógica de los nacionalistas como grupo y decisivas al momento de determinar muchas de sus prácticas políticas.
Efectivamente, las representaciones que cohesionaban la vida interna del grupo ofrecen un abanico de posibilidades de análisis que permiten interpretar ciertas actitudes de los nacionalistas, sostenidas a lo largo del siglo y que aún no han sido debidamente abordadas por la historiografía. En este sentido, por ejemplo, si bien los intentos de ejercer influencia sobre los grupos políticos dirigentes marcaron las estrategias de los nacionalistas a lo largo de todo el siglo XX, este comportamiento nunca fue analizado desde el plano representacional.
Así, pese a que ha quedado soslayado en la bibliografía especializada, el nacionalismo argentino siempre buscó a través de sus publicaciones ser una suerte de "consejero del Príncipe", como muchas veces lo reconocieron sus principales exponentes de forma explícita (Galván, 2013: 63, 163, 166). Esta voluntad de mediar en el derrotero de la clase política respondía, en parte, a la firme convicción –sostenida a lo largo de las décadas del siglo– de que el problema principal de la nación argentina no residía principalmente en la forma de gobierno que realmente se ejercía, sino en el carácter de los líderes políticos al frente del país. Siendo, ellos mismos, parte de una heterogénea elite, consideraban que la fracción que dirigía el país debía dejar paso a líderes que antepusieran el interés de la Patria por sobre cualquier otro. Así, cumplir con este prerrequisito era suficiente para ganarse la lealtad y admiración del militante nacionalista.
Sin embargo, a esta condición básica abstracta se le sumaban necesariamente ciertas características personales que, en conjunto, debían fermentar en el liderazgo adecuado para la Argentina. Así, complementariamente a la crítica de la situación política local, los nacionalistas proponían como salida a las sucesivas crisis en las que, según ellos, se sumergía el país un liderazgo carismático, encarnado en el cuerpo de un hombre sagaz, disciplinado, fuerte, honorable y viril. En síntesis, sólo un líder digno de su admiración y lealtad era capaz de reencauzar a la Patria en su destino de grandeza.
La confianza en este ideal de jefe político y la fascinación que despertaban en los militantes nacionalistas determinadas características de ciertas personalidades de la política argentina, los llevaron a apoyar a lo largo del siglo a una serie de presidentes (tanto militares como elegidos democráticamente) que parecían cumplir con su arquetipo de liderazgo político pero que finalmente terminaban por decepcionarlos.
Así, en el marco de la discusión sobre "obediencias", me propongo analizar aquí el trasfondo de este complejo y frágil vínculo de obediencia establecido entre los nacionalistas argentinos y algunos jefes políticos locales. Dicho vínculo, que siempre se terminaría resquebrajando por el paso de la ilusión de haber dado con el "jefe ideal" a la decepción, no puede entenderse plenamente, sino a partir de volver la mirada hacia lo que los nacionalistas esperaban de su líder.
Para ello me parece fundamental poner sobre la mesa de disección las representaciones de liderazgo que predominaban en el imaginario nacionalista. Pero la relevancia de éstas radica no sólo en su valor explicativo para estas cuestiones sino también en el hecho de que estas representaciones son parte fundamental de la cultura nacionalista que se habría de difundir hacia otros sujetos políticos y sociales hacia fines de los años 60.
Con este objetivo en mente, me valgo de parte de la prolífica obra de Marcelo Sánchez Sorondo, uno de los intelectuales más representativos del nacionalismo argentino, como punto de partida para rastrear el tipo de líder a quienes los nacionalistas estaban dispuestos a obedecer (y, por qué no, llegado el caso, hacer obedecer). Así, luego de una breve síntesis de las relaciones entre los nacionalistas y algunos presidentes argentinos a quienes apoyaron, me concentraré en algunos de los trabajos de Sánchez Sorondo para reconstruir las figuras positivas de liderazgo político que proclamaba el discurso nacionalista y para ver cuáles de sus características resultaban decisivas al momento de entablar ese vínculo de obediencia.

I. Los nacionalistas y los presidentes argentinos
La relación entre los nacionalistas y los líderes políticos argentinos que efectivamente llegaron al gobierno gracias al apoyo popular, efectivizado ya sea a través de elecciones democráticas o a través de golpes de estado, avalados por movimientos revolucionarios de derecha, no estuvo libre de pragmatismo político. Tanto los presidentes militares de facto José Félix Uriburu, Arturo Rawson, Pedro Ramírez, Edelmiro Farrel, Pedro Lonardi y Juan Carlos Onganía, como los elegidos democráticamente, Juan Domingo Perón y Arturo Frondizi, fueron apoyados por los nacionalistas, en primer lugar, porque parecían capaces de llevar a cabo (en mayor o menor medida) sus proyectos e ideales políticos. Pero, en este sentido, lo interesante para el presente análisis es observar por qué los nacionalistas veían en estas personalidades no del todo alineadas bajo su universo ideológico un halo especial que los diferenciaba y los volvía "capaces" ante sus ojos.
El primer candidato a ganarse su lealtad y avenencia fue el General Uriburu, responsable del golpe de 1930. La mayoría de las organizaciones e intelectuales nacionalistas de la década del 20 era uriburista y consideraba que este General corporativista representaba una oportunidad histórica de acabar con el régimen democrático y con la presidencia "demagógica" del radical Hipólito Yrigoyen (Lvovich, 2006: 22-41).
Sin embargo, aun cuando no detentaron opiniones uniformes al respecto, los nacionalistas se decepcionaron pronto del rumbo que tomó el régimen militar, que se dejó avasallar, según ellos, por los políticos conservadores de los que se rodeó (Devoto, 2006: 283-287). De esta manera, si bien debieron enfrentar con Uriburu su primer desengaño, la figura masculina del General golpista quedó plasmada en el imaginario nacionalista como "el fenotipo de un 'nuevo hombre'" (Finchelstein, 2002: 114). Este recurso de la imagen masculina investida del uniforme militar inaugurado con Uriburu habría de prevalecer a lo largo de las siguientes décadas.
En este sentido, los nacionalistas también apelaron a la solución militar en la década de 1940. Así, apoyaron a la autodenominada Revolución de 1943 y se sintieron especialmente identificados por la corta presidencia de Ramírez. Ésta, le había asignado un poder extraordinario a los nacionalistas católicos dentro de la estructura estatal y legal (Zannatta, 1999: 96-127). Sin embargo, en el marco de las disputas acerca de la neutralidad argentina durante la Segunda Guerra, la ruptura del gobierno con el Eje en enero de 1944 provocó la crisis de la armonía que marcaba la relación de la gran mayoría de los nacionalistas con el gobierno. Es que para el nacionalismo, la política de neutralidad representaba un elemento vital en el proceso de restauración de la "argentinidad" (Zannatta, 1999: 128).
Como corolario de la frustrada restauración nacional-católica de la Revolución del '43, la llegada de Juan Domingo Perón a la presidencia en 1945, flameando, entre otras, las banderas –caras al nacionalismo– de la doctrina social de la Iglesia y del sindicalismo, a lo que se le agregó su formación militar y su personalidad magnética con las masas electorales, también prometió encarnar las expectativas políticas de los nacionalistas del momento. Pero, al igual que en los casos anteriores, la confianza ciega que se depositó en este nuevo proyecto, se desvaneció y el aislamiento al que Perón sometió a los nacionalistas, mas los conflictos con la Iglesia católica, dieron paso a la decepción, seguida por la resistencia. Así, en 1955, con la autodenominada Revolución Libertadora, el líder militar que derrocó a Perón, el General Lonardi, se erigió como la nueva esperanza del nacionalismo. Sin embargo, la pérdida de poder real de Lonardi frente al resto de los sectores que habían participado en el derrocamiento de Perón, concluyó en un golpe interno que no tardó en terminar, una vez más, con la ilusión nacionalista del jefe militar a la cabeza de los destinos de la Nación. De este modo, se abrió paso al período liberal de la "Libertadora".
La etapa liberal de la "Revolución Libertadora" condujo a los nacionalistas que habían apoyado, en un principio, el golpe contra Perón a la vereda de la oposición. Desde ese lugar, llevaron adelante una fuerte campaña para denunciar la falta de legitimidad del gobierno de facto del General Pedro Eugenio Aramburu (Galván, 2013: 45-72). En ese marco, unieron sus reclamos a las voces también disidentes de otros actores políticos. Como resultado de aquel proceso, los nacionalistas terminaron apoyando la candidatura de Arturo Frondizi. El líder de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), si bien no encajaba con la imagen del militar viril que les gustaba a los nacionalistas, parecía representar –durante la acalorada campaña presidencial del '57/'58– la única opción viable para llevar a cabo los ideales políticos nacionalistas que más descollaban de su discurso en aquel momento, tales como la honestidad política, el civismo, el respeto a la legalidad, la representatividad popular, la defensa de los intereses nacionales (Galván, 2013: 73-80).
No obstante las expectativas que despertaba Frondizi para el nacionalismo indicaban un comienzo de diálogo con otros sectores políticos, poco tiempo después de asumir, el dirigente ucrista dejó de lado su programa nacionalista. Cuando Frondizi comenzó a profundizar la liberalización de la economía, la apertura del mercado argentino hacia capitales extranjeros, a lo que se sumaron una serie de episodios diplomáticos desfavorables desde el punto de vista del nacionalismo (como por ejemplo el caso Eichmann, la falta de apoyo real a la Revolución Cubana contra la oposición estadounidense), la confianza que se había depositado en el nuevo presidente se desvaneció y nuevamente los nacionalistas se pasaron a la oposición (Galván, 2013: 80-131).
Pero en este caso las críticas a las políticas de Frondizi se inundaron de metáforas contra la persona del presidente representada como el anti-héroe del nacionalismo. Así, se asoció la imagen del presidente con iconografías vejatorias, que lo mostraban como un ser bestial y débil (Galván, 2013: 105-129). La construcción de estos estereotipos negativos en torno a Frondizi, en última instancia, no hacía más que reforzar un ideal cada vez más perfecto del líder nacionalista. Y ese molde vino a llenarse con la asunción del General Juan Carlos Onganía en 1966.
El gobierno de Onganía fue una dictadura militar que subió al poder bajo la premisa de terminar con la "partidocracia" que había dejado en ruinas a las instituciones y sociedad argentinas. Así, con el objetivo de iniciar una "nueva era", Onganía lanzó un programa corporativista que transformaría al país. Ello contemplaba la generación de entidades intermedias de representación (consejos económicos), la restauración del orden, la afirmación de la unidad nacional, el desarrollo económico en base al reestablecimiento de la confianza del pueblo argentino en su país y la promoción de valores cristianos y occidentales en una sociedad alienada de su esencia católica y nacional. En este sentido, los objetivos planteados parecían coincidir plenamente con el programa de la revolución corporativista que impulsaban los nacionalistas del período, quienes, por ese motivo, no dudaron en apoyarlo (Galván, 2013: 161-169).
Efectivamente, este jefe militar, católico, idealista, pero a la vez, eminentemente "un hombre de acción" era el agente tan esperado para llevar a cabo la Revolución Nacional. Pero, a los pocos meses de asumir la presidencia, una vez más, el nacionalismo se vería desilusionado al corroborar que sus expectativas en la gestión presidencial no se condecían con la realidad política que nuevamente se vería avasallada por la supremacía del "economicismo liberal y antinacional". De nuevo, el nacionalismo había optado por un líder cuyos ímpetus revolucionarios, virilidad y convicción, no habían alcanzado para llenar definitivamente los zapatos del jefe nacionalista ideal.

II. Marcelo Sánchez Sorondo: una fotografía del imaginario nacionalista
Como se afirmó al comienzo, estas relaciones de los nacionalistas con los presidentes argentinos mencionados en este trabajo, marcadas por ciclos de ilusión-decepción que se repitieron sistemáticamente a lo largo del siglo, pueden comprenderse mejor si se parte de observar el ideal de líder que los nacionalistas proclamaban desde sus escritos más teóricos y motivaban sus prácticas políticas. Concretamente, la biografía intelectual de uno de sus principales representantes, Marcelo Sánchez Sorondo, es rica en ejemplos de modelo de líder.
Marcelo Sánchez Sorondo se había iniciado en la política a muy temprana edad en los Cursos de Cultura Católica, ámbito de sociabilidad y de formación en el que participó durante la década del 30. Hijo del político conservador Matías Sánchez Sorondo (colaborador del gobierno de facto de Uriburu), completó su educación formal en el prestigioso Colegio del Salvador (donde fue discípulo del padre Leonardo Castellani) y en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (Galván, 2013: 33). En estos espacios de sociabilidad, entabló duraderos vínculos de amistad con otros reconocidos intelectuales nacionalistas de su generación como Máximo Etchecopar, Alberto Ezcurra, Mario Amadeo, Federico Ibarguren, Juan Carlos Goyeneche, Julio Meinvielle (mayor que el resto), entre otros. Colaboró siendo todavía muy joven con los periódicos nacionalistas La Nueva República, Sol y Luna, Nuestro Tiempo y Balcón. En la década del 40 capitalizó su amplia experiencia en el periodismo político y editó y dirigió el periódico Nueva Política (Zuleta Álvarez, 1975: 702-719).
Luego de haberse retrotraído a la cátedra universitaria durante las dos primeras presidencias peronistas, Sánchez Sorondo volvió a la tribuna de opinión política con el triunfo de la "Revolución Libertadora" y fundó el emblemático semanario Azul y Blanco. Este periódico fue desde 1956 hasta su cierre en 1969 uno de los principales medios gráficos críticos de la política nacional y la más importante voz pública de los nacionalistas argentinos (Galván, 2013). Desde esta publicación, Sánchez Sorondo como su director histórico fue el principal agente articulador del campo de ideas e intelectuales y políticos nacionalistas de al menos tres generaciones y durante las tres décadas que –pese a numerosas clausuras, reacomodamientos editoriales y cimbronazos a causa de la censura– protagonizó Azul y Blanco; un medio nacionalista pero con llegada a lectores de otras corrientes políticas.
Más allá de la prolífica actividad de Sánchez Sorondo en publicaciones periódicas, su pluma también incursionó en el plano editorial. La relación de este intelectual con la industria se remonta a su primera experiencia como director. Así, al cerrar su primer periódico, Nueva Política, recopiló los artículos más emblemáticos de aquella revista mensual y editó el libro La revolución que anunciamos en 1945. Esta estrategia para lograr mayor difusión y perdurabilidad de sus ideas la repitió con una selección de notas de la primera época del semanario Azul y Blanco, compiladas, editadas y comentadas en el libro Libertades Prestadas, 1970, de la editorial dedicada al pensamiento nacional Peña Lillo. La idea original era que éste fuera el primer volumen de una serie de tres, donde se incluiría el resto de las notas publicadas en Azul y Blanco y otros periódicos sobre la situación política local, en el marco de las sucesivas presidencias de Pedro Eugenio Aramburu, Arturo Frondizi, José María Guido, Arturo Illia y Juan Carlos Onganía. En el prólogo se comparaba la iniciativa con El Federalista, entre otras célebres referencias bibliográficas.
En efecto, plasmar sus ideas y su retórica compleja y estilizada en libros tenía un gran valor para Marcelo Sánchez Sorondo. En concordancia con esto último, además de editar notas pasadas, su producción bibliográfica también se nutrió de discursos, y conferencias publicados en formato de libros (La clase dirigente, Buenos Aires, Adsum, 1941; La doctrina del Gatopardo, 1971), de una autobiografía (Memorias. Conversaciones con Carlos Payá, 2001, Sudamericana, Buenos Aires), una tesis doctoral (Teoría política del Federalismo, 1951) y un libro de historia argentina (La Argentina por dentro, 1987, Sudamericana, Buenos Aires).
Esta amplia obra, que recorre seis décadas de la historia del país, se caracterizó, no sólo por opiniones críticas de la situación política contemporánea, sino también por un importante adoctrinamiento nacionalista subyacente al análisis de cada coyuntura. Como sostiene Enrique Zuleta Álvarez, estudioso del nacionalismo y amigo personal de Sánchez Sorondo, éste era un convencido de que los nacionalistas pertenecían a una generación que rechazaba la cultura política predominante y, por ese motivo, estaba dispuesta a romper con el orden establecido a través de una acción política consecuente con sus ideales patrióticos.
En este marco, en las entrelíneas de sus trabajos (cuando no directamente) se lee, junto a la crítica a la cultura y al sistema políticos, un fuerte cuestionamiento a la dirigencia política en sí, de donde se deduce un ideal de líder político, con propiedades muy específicas. La imagen de este jefe político modelo, tal y como la presentaba Sánchez Sorondo, quedó cristalizada en el imaginario de varias generaciones nacionalistas, que diseñaron sus prácticas políticas en concordancia con dicho ideal de líder.

II. Tras los rastros del líder ideal
Los diversos sentidos en que la cultura política nacionalista se fue configurando en función de determinados lineamientos presentes en la obra de Sánchez Sorondo prueba la relevancia de estos escritos en los grupos nacionalistas de las décadas del '40, '50 y, principalmente, en los grupos de los '60s y '70s (para estos últimos, debido a la distancia generacional, el intelectual nacionalista se había vuelto una suerte de mentor y maestro). En este sentido, gracias al prestigio y al lugar privilegiado que ocupó Sánchez Sorondo en las redes en las que se insertó (Galván, 2013: 33-42), sus textos no sólo ejercieron una clara influencia en el nacionalismo argentino, sino que también reflejaron el estado del imaginario nacionalista contemporáneo a ellos.
Por ello, la trama tejida por sus testimonios escritos permite reconstruir un ideal de liderazgo de innegable influencia en el imaginario del nacionalismo argentino del siglo XX. De esta manera, por ejemplo, como se observa en su primer libro publicado, La clase dirigente, en el marco de la crítica al gobierno radical de Roberto Marcelino Ortiz, Sánchez Sorondo insistía en la idea de que cualquier cuestionamiento al régimen de gobierno en sí era superfluo si no se contaba con una elite política, elegida entre "los mejores".
En efecto, en esta conferencia que había dictado en mayo de 1941 en el Seminario Argentino de Orientación Económica y Social, afirmaba que "la vida del régimen está íntimamente ligada a la presencia de los mejores. Juzgar así la eficacia de un régimen a través de su forma de gobierno resultaría equivocado" (Sánchez Sorondo, 1941: 9). Con ello, el autor respondía, por un lado, a la oposición del nacionalismo al gobierno radical, pero no sin dejar explicitada su propia postura crítica, sustentada en motivos diferentes que iban más allá de las viejas consignas antidemocráticas de los nacionalistas.
Es que para este nacionalista pragmático, la base de todo estaba en la acción política, depositaria de toda su confianza como agente transformador. Es decir, que lo que importaba para el no era la forma legal, el sistema democrático en sí, sino la acción política. Es que la política para el era una cuestión del tipo de hombres que la dirigían. En esto, se puede observar algo que ya había aparecido en un texto anterior (1938) que escribió para la revista Sol y Luna, acerca de su experiencia como corresponsal de guerra en el frente nacional durante la Guerra Civil Española. En ese artículo titulado "Dialéctica del Imperio" el autor saca su costado más emocional para enaltecer la grandeza de los jóvenes héroes españoles. Este valor de la heroicidad se iría definiendo de modo más teórico en sus trabajos futuros. Pero en La clase dirigente (texto cercano a su experiencia en el frente), Sánchez Sorondo está a mitad de camino entre la mera emoción por los héroes caídos y un programa político claramente delineado.

Así, la selecta "perfecta minoría", capaz de "regimentar y conducir" un gobierno requería de una "suma de virtudes aristocráticas" (Sánchez Sorondo, 1941: 20) que confluyesen en la acción transformadora. Pese al énfasis que se ponía en esta "suma de virtudes" no se especificaba en qué consistían concretamente. Tan sólo se hacía referencia a la "levadura" de esta clase dirigente ideal, a la amalgama que les permitiría definirse como grupo:

"sólo una comunicación continua con el bien social puede mantener la unidad de los mejores (…) porque la unidad de los mejores implica otra unidad todavía más maciza que la ya muy exigente de los intereses y pareceres. Hablamos de la unidad nacional…" (Sánchez Sorondo, 1941: 32-33).

Es decir que, más allá de cualquier característica personal, la clase dirigente necesitaba para ser tal algo superior a lo individual, el interés por el bien social y por la unidad nacional. En este sentido, se comenzaba así a delinear una de las principales características del liderazgo buscado: su compromiso con la Nación. Y a partir de éste, no obstante prime la indefinición de más propiedades explícitas a lo largo de este escrito, se lee aquí también la admiración a los líderes fascistas en boga en Europa en aquel momento:

"Después de Roma no ha conocido Europa el Estado que reconstruyera su unidad y hasta es posible aventurar impunemente la tesis de que ahora asistimos a su advenimiento, al formidable advenimiento del Estado más allá de la nación, del gran Estado que, como Roma, trae al mundo un nuevo orden" (Sánchez Sorondo, 1941: 38).

Efectivamente, como reconoce más tarde en su autobiografía (Sánchez Sorondo, 2001: 35-36), el escritor nacionalista fue un gran admirador de los líderes fascistas europeos y de sus proyectos políticos. En particular, los caudillos europeos parecían encarnar para Sánchez Sorondo la heroicidad que había sido vilipendiada como tal por el liberalismo triunfante en la Argentina: "yo venía de un país de hábitos pacíficos que había olvidado las hazañas y la 'plaga del heroísmo' abominada por Alberdi" (Sánchez Sorondo, 2001: 45). Esta admiración a los "héroes fascistas" manifestada por Sánchez Sorondo en más de una oportunidad y en diferentes momentos, refleja un sentir compartido por diversas generaciones nacionalistas.
Así, si bien la mirada complaciente de los nacionalistas de los años 40 respecto de los fascismos europeos no sorprende, debido a coincidencias programáticas, ideológicas y culturales que podrían entenderse como resultado de un mismo "espíritu de época", los jóvenes nacionalistas de los años 50 (los militantes de la Alianza Libertadora Nacionalista) y de los 60 (activistas del grupo Tacuara) aun continuaban bajo el encanto de los fascistas (Galván, 2012; Furman, 2014). Así, el tipo ideal de liderazgo que los nacionalistas habían rescatado y venerado en los ejemplos fascistas era, principalmente, un liderazgo carismático, viril y autoritario.

Sin embargo, el ideal heroico iría más allá de la admiración por los fascismos. De hecho, la importancia de dicho ideal en el discurso de Sánchez Sorondo fue tan fundamental que, no sólo perduró hasta su etapa de madurez, sino que traspasó las distinciones ideológicas. En este sentido, en 1967, homenajeaba al líder de la Revolución Cubana, el Che Guevara, al conocerse la noticia de su muerte, precisamente debido a su heroicidad en la lucha por su causa (Azul y Blanco 2da época, nro. 57). Más allá del acercamiento de los nacionalistas a fines de los 70 a movimientos revolucionarios de izquierda (Galván, 2013: 198-203), la admiración por el Che Guevara que manifestaba Sánchez Sorondo en aquella oportunidad, se debía principalmente al sacrificio personal del líder, sin importar su ideología.
Pero los héroes para ser tales, sostenía Sánchez Sorondo, debían agregarle a su acción política mesura y planificación, a partir de una lectura realista de su campo de posibilidades. Así, volviendo a los modelos fascistas, el enaltecimiento de este tipo de líder fue especialmente marcado en el caso de Francisco Franco (también líder favorito de los jóvenes militantes nacionalistas) a quien se lo reconocía como uno de los mejores jefes de gobierno que tuvo España. En ocasión de su panegírico sobre Franco, Sánchez Sorondo aprovechaba para remarcar que, como bien demuestra el contraejemplo del caudillo español, "aventurero del poder es el hombre que no sabe que el poder tiene límites" (Sánchez Sorondo, 2001: 47).
Y, en relación con esto, no podía dejar de reconocer en La clase dirigente que el caudillo federalista del siglo XIX, Juan Manuel de Rosas (antihéroe del liberalismo local y prócer referente del revisionismo histórico argentino), había sido el único líder de la historia argentina debido a que fue el único que "trabajó por una política de cosas". Sin embargo, su fracaso político dio cuenta de la importancia de las redes en las que se inserta el líder, ya que en el caso de Rosas su fracaso se había debido a un "desacuerdo de lo que hubo de ser la clase dirigente" (Sánchez Sorondo, 1941: 43). En este sentido, un líder ideal también debía estar rodeado de un círculo capaz de fomentar sus atributos.
En síntesis, en esta primera etapa de la producción intelectual de Sánchez Sorondo, aparecen ya algunas de las características fundamentales de un líder eficaz, propiedades que seguirían siendo valoradas –como muestran las citas de Azul y Blanco, 2da época y de su autobiografía– hasta sus últimos años: el nacionalismo, la heroicidad, el realismo y la mesura, acompañadas todas ellas de un contexto social afín. Es decir, el jefe político debía seleccionarse por ser el mejor entre los mejores. Y ahí cobraba relevancia el nacionalismo como grupo político, ya que era éste el responsable ideal para brindarle "buen consejo" al jefe de gobierno, que, por otra parte, no sería otro que alguien surgido del seno mismo del nacionalismo. Así, los intelectuales nacionalistas habrían de definir su práctica periodística en las décadas siguientes en absoluta concordancia con esta tesis.
Pero la radiografía del líder ideal fue adquiriendo características más claramente definidas. En este sentido, en la compilación de artículos La revolución que anunciamos, Sánchez Sorondo remarcaba la importancia de una elite dirigente, sin la cual corría riesgo de disolverse la trama misma de la sociedad (Sánchez Sorondo, 1945: 16). Y en esa urgencia por pedir por un líder eficaz para la nación argentina, las metáforas utilizadas permiten vislumbrar el tipo de jefe político que se pide. Así, Sánchez Sorondo asegura que pese a que esto sería lo deseable, "hoy la imagen del piloto de tormenta seguro del rumbo de la nave, no alegoriza el Estado; mejor se le aviene la del oso perdido sobre un peñón de hielo el cual se interna en el mar" (Sánchez Sorondo, 1945: 18). Esta estrategia retórica reclamaba ya en el prólogo, escrito cinco años después que los artículos de la compilación, un líder heroico capaz de llevar adelante el país inmerso en la crisis política e institucional que es contrastado con la imagen de un anti-héroe representado por un animal torpe (el oso, que si bien es feroz, está perdido y sin salida, según la metáfora).
Las imágenes bestiales y teratológicas para representar al anti-héroe nacionalista o a sus enemigos políticos también fueron recurrentes en el imaginario general del nacionalismo argentino. Así, desde las iconografías antisemitas en publicaciones como Clarinada en las décadas del 30 y del 40 (Gené, 2007) hasta las caricaturas vejatorias del presidente Arturo Frondizi en Azul y Blanco, en los años 50s (Galván, 2012), las representaciones del "otro" reproducen características físicas y morales negativas, generalmente humillantes y muchas veces deshumanizadas. Este lente maniqueísta con el que los nacionalistas leían la escena política fue usado por Sánchez Sorondo en la sutil construcción de la imagen ideal de líder político.
Y en contraposición a esa figura deshumanizada y hasta bestial se erigía, para este autor, la belleza masculina en todo su esplendor (que condensaba los ideales de orden, disciplina e ímpetu revolucionario). En efecto, mientras que en los jóvenes militantes este ideal de belleza había encarnado en las numerosas iconografías de una figura cercana a ellos, el ex militante aliancista Darwin Passaponti, caído en los eventos del 17 de octubre de 1945 (Galván, 2012), en los escritos del intelectual nacionalista se apelaba a la metáfora maquiavélica del príncipe poseedor de la virtú, capaz de domesticar la Fortuna.
Así, luego de la renuncia por cuestiones de salud del presidente radical Roberto Ortiz, cuando en 1942 asumió la presidencia su vicepresidente, Ramón Castillo, Sánchez Sorondo aprovechó el hecho para denunciar la incompatibilidad de Castillo para dirigir el país (circunstancia compartida por sus tan combatidos correligionarios predecesores):

"sólo entonará nuestra acción política quién tenga conciencia del horror de la vida actual argentina (…) quien muestre sensibilidad social para moverse a tiempo para moverse en su época (…) Evidentemente el Dr. Castillo no es el elegido de la hora (…) Evidentemente no le acompañan esos signos nuncios que sugieren la predilección del destino" (Sánchez Sorondo, 1945: 191-192).

Más allá del juicio a la actualidad política, del pragmatismo exigido por el momento, las entrelíneas de la argumentación de Sánchez Sorondo, dejan ver que para ser el dirigente "elegido de la hora" se requiere de la predilección del destino, sólo demostrable a través de ciertos signos. Estos signos deben capacitar al político en cuestión para saber "moverse en su época". Y, más concretamente, en otro artículo del mismo período agregaría que

"hay entre las dotes de la vocación política, algo de aquella doble vista mágica, de aquella videncia hacia el pasado y hacia el futuro (…) si el político y su política no ubican los hechos, si no domestican a esa jauría arrolladora, de nada sirven el político y la política. La política es precisamente dominación de lo posible" (Sánchez Sorondo, 1945: 213).

Es decir que, el líder ideal, debe contar con la fuerza y hombría propias de un domador de lobos, para domesticar a esa jauría que son los hechos desordenados de la vida social. Aquí otra vez se opone la metáfora animal al ideal de dirigente político que es, precisamente, quien debe doblegar a este conjunto de animales feroces a los que se enfrenta en su tarea. Y sólo quien detenta esta fuerza, esta superioridad física y mental por sobre sus contrincantes, por sobre los hechos de la vida política; sólo quien es capaz de seducir a la diosa Fortuna es digno de la obediencia del militante nacionalista, porque sólo aquel puede torcer el destino de la Patria en su favor. Incluso, en una de sus últimas publicaciones, La doctrina del Gatopardo, una conferencia dictada en el Círculo del Plata en 1971, el intelectual nacionalista, aun recurría a la metáfora bestial para definir el liderazgo político por el que se reclama. En este sentido, afirmaba que

"no basta la audacia empedernida de los centuriones, ni la astucia que tiene las pezuñas del zorro y se dispersa en intrigas de trastienda. Para cruzar el Rubicón de un liderazgo revolucionario se necesita la voluntad de acero que estira el arco cuya flecha más fina que el aire, más veloz que el tiempo vence al espacio y da en el blanco; hace falta, asimismo, la premonición de una inteligencia comprensiva que discurre atraída por el vértigo del riesgo" (Sánchez Sorondo, 1971: 6).

Para Sánchez Sorondo, sólo un hombre fuerte como el acero, consciente de su realidad, con una visión amplia de la tradición y de las potencialidades de su política puede personificar al líder. En la vereda de enfrente se encuentran los semi-hombres, los animales, la acción práctica (entendida como la acción no-razonada), que no sería más que "la sucursal femenina de la acción (…) sin la genialidad propia de la acción" (Sánchez Sorondo, 1945: 191).
Finalmente, este ideal de belleza masculina que conjugaba el orden con la fuerza y el dinamismo revolucionarios, no estaba completo sin el aditamento que proporcionaba la investidura militar, con su genio de disciplina y sus instintos jerárquicos. El valor que los nacionalistas depositaban en la idea de jerarquía, facilitaba el vínculo de obediencia de parte de los militantes nacionalistas que no dudaban en confiar en los militares por sobre cualquier partido o político independiente. Así, más allá de las numerosas veces que se interpeló a las Fuerzas Armadas para llevar adelante un golpe de estado que instaurase un gobierno nacionalista-revolucionario (Galván, 2013: 100, 147-152, Sánchez Sorondo, 1945: 17, 45), en los hechos, todos los presidentes apoyados por los nacionalistas fueron, con excepción de Frondizi, militares.
Pero el caso de Frondizi, como ya se desprende de lo afirmado más arriba, fue un caso excepcional en varios aspectos. Es decir, si bien los nacionalistas apoyaron la candidatura del candidato ucrista desde un comienzo, esta postura formó parte de una estrategia política muy marcada por la coyuntura de la proscripción peronista y la dictadura militar de corte liberal de Pedro Eugenio Aramburu, que llevó al nacionalismo a experimentar –de la mano de la creciente e inusitada popularidad del semanario representativo de esa corriente, Azul y Blanco– una suerte de primavera plebiscitaria (Galván, 2013: 21-22). En este marco, la plataforma electoral de Frondizi parecía nutrirse de los postulados nacionalistas en materia económica y política. Así, pese a no pertenecer a una elite militar, a no ofrecer una imagen particularmente fuerte y viril (de hecho era flaco, de pelo ralo y anteojos), ni a compartir el ideario nacional-católico de derecha, parecía estar capacitado, en aquel contexto, para llevar adelante el proyecto de la "revolución nacional" por medios tan poco convencionales como lo eran las elecciones democráticas.
Es que Frondizi era el único candidato que combinaba las posibilidades reales de triunfar y poner un alto a las medidas del segundo gobierno de la "Libertadora", que según el juicio de los nacionalistas minaban el interés nacional por ser autoritarias, liberales y profundamente antiperonistas, con una propuesta político ideológica de corte nacional que enfatizaba las crecientemente amenazadas soberanías económica y política argentinas (Azul y Blanco, nros. 74, 76, 77, 78, 79, 84). De hecho, pese a que Frondizi no era exactamente "el candidato de la Revolución Nacional", ya al comienzo del año electoral, comenzó a interpelar directamente a los nacionalistas en busca de su beneplácito, razón por la cual los intelectuales nacionalistas lo apoyaron de manera abierta de cara a los comicios de 1958 y lo acompañaron en los primeros pasos de su gestión de gobierno, hasta que sobrevino la denominada "traición" de su programa nacional (Azul y Blanco, nros. 78, 84, 85, 86, 87, 88, 74, 82, 83, 84; Sánchez Sorondo, 2001: 140-141).
Con esta defección, muchos de los intelectuales y políticos nacionalistas que habían pasado a integrar la administración frondicista cortaron sus lazos profesionales y afectivos con los correligionarios que se pasaron a la oposición, lo que terminó por provocar un quiebre en el campo nacionalista de fines de los años 50 y comienzos de los 60 (Galván, 2013: 86-88). Quizás debido a lo que representó para el corazón de las relaciones interpersonales de los nacionalistas esta decepción con el que parecía iba ser el nuevo líder de la "revolución nacional", la crítica del nacionalismo a la presidencia de Frondizi fue furibunda y muy personalizada. En este sentido, quien había sido considerado como un posible líder del proyecto político nacionalista, mutó en el epítome del enemigo, del "otro" político (Galván, 2012).
Pero las razones más profundas de tamaño giro en la consideración del presidente Frondizi no tienen tanto que ver con las repercusiones de su traición en las redes de sociabilidad nacionalistas ni con no haber podido replicar a la perfección la imagen del líder ideal, sino que se relacionan más, a mi entender, con un aspecto que recuperaba Sánchez Sorondo en La revolución que anunciamos. En aquel libro, el intelectual remarcaba la premisa básica de la obediencia militante de los nacionalistas en los siguientes términos:

"No hablamos de filiación política. Ese es el tono de una política equivocada. Nosotros no estamos afiliados sino que estamos filiados. No buscamos el artificio de esa relación entenada que surge de una ficha partidaria. Tenemos una filiación legítima, no pendiente de pacto ni estatuto alguno" (Sánchez Sorondo, 1945: 30).

En otras palabras, para ganarse la obediencia, el apoyo, el seguimiento de los nacionalistas, un líder debía ofrecer a sus seguidores un compromiso de vida auténtico, de carácter moral, con el interés de la Nación. Este tipo de compromiso era el que los nacionalistas mismos sentían con respecto a la defensa de la Patria; no tenía que ver con una plataforma partidaria, ni tampoco con las exigencias de la coyuntura política (pese al pragmatismo que los caracterizó), sino con un sentimiento más íntimo que, como lo describía Sánchez Sorondo, era de carácter filial. Así, como director del semanario Azul y Blanco, Sánchez Sorondo había defendido el apoyo nacionalista a Frondizi debido a que en este político confluían, en principio, la inteligencia y visión de futuro que todo buen líder requería, pero también por ese sentimiento patriótico fundamental. Aquí, se ve claramente cómo las formas legales vacías no eran decisivas sin su sustancia, es decir, los hombres que las llenaban. Por ello, en aquel momento a los nacionalistas no les importó valerse de la democracia si el hombre al que habilitaba valía la pena.
En este sentido, Sánchez Sorondo recalcaba a comienzos de 1958 sobre el dirigente ucrista que

"como muchos argentinos de toda condición social SIENTE la política conforme a otros estímulos, con una visión que tiene puesta la grandeza argentina en su futuro (…) el Dr. Frondizi en nuestra política significa una presencia intelectual, la presencia de una actitud pensativa que conoce por aguda reflexión el país y que ha discernido su aptitud para servirlo" (Azul y Blanco, nro. 92).

Frondizi, al traicionar de manera tan llana –no como pareció ser el caso de Uriburu, de los revolucionarios del 43, de Perón, ni de Onganía, quienes decepcionaron las expectativas nacionalistas por fallas en la calidad del mando, por malas influencias de sus asesores, por torpezas de su propia inteligencia, según relecturas nacionalistas posteriores (2da República, nro. 35)– demostró no estar verdaderamente "filiado con la causa nacional", como había dicho estarlo. A los ojos nacionalistas, en su caso, no hubieron malas influencias ni tampoco errores de inteligencia (ya que Frondizi era considerado un igual, en términos intelectuales), sino que, en todo caso, hubo debilidad personal frente a las exigencias de la situación política y una prevalencia de lo peor del "foráneo" ideario comunista de donde lo acusaban de provenir (Galván, 2013: 101-105).
En síntesis, sin desestimar el militarismo, la virilidad, la heroicidad y otros atributos igualmente relevantes, el principal atributo del tipo ideal de líder nacionalista era el compromiso de vida con el interés nacional. Por este motivo, la decepción que experimentaron los nacionalistas con Frondizi fue más escandalosa. Un líder que, salvo por su genio, no encajaba en el prototipo ideal, había sido elegido por los nacionalistas sólo en base a su aparente compromiso con la causa nacional y, al haberlos engañado en este punto, que era el fundamental, parecía haber empeorado la traición.

Conclusiones
Para concluir, me gustaría retomar un poco los objetivos del encuentro que inspiró el presente trabajo. Frente a las preguntas acerca de las razones que motivan a los sujetos a entablar relaciones de obediencia y su influencia en el surgimiento de contextos autoritarios, considero que observar este vínculo en los nacionalistas argentinos es muy fructífero, debido a la importancia de esta corriente en la cultura política y en la sociedad argentina en general de gran parte del siglo XX (1930-1980); período en el que, por otra parte, prevalecieron los regímenes autoritarios.
Con esta idea en mente, consideré que volver sobre los rastros de las representaciones del líder ideal en la obra de un intelectual nacionalista representativo de su grupo y de su tiempo, como lo fue Sánchez Sorondo, habría de resultar esclarecedor. Así, desde esta perspectiva, el relato de Sánchez Sorondo acerca de los vínculos del nacionalismo con los presidentes argentinos mencionados a lo largo de este trabajo sirvió como excusa para observar la dinámica de la relación entre el tipo ideal de líder nacionalista y sus seguidores, según se plasmó en el discurso nacionalista.
En este sentido, el arquetipo de líder al que estaban dispuestos a obedecer los nacionalistas en general era una figura masculina heroica, exultante de virilidad, disciplina e inteligencia, con visión de futuro pero sin dejar de lado la tradición nacional y, preferentemente, investido del uniforme militar. Asimismo, este jefe político ideal –selecto por ser "el mejor entre los mejores"– debía privilegiar la acción, en un marco de mesura y visión de la situación política. Pero, por sobre todo, este líder ideal debía detentar un profundo compromiso subjetivo con la causa nacional, que si en el plano intelectual se puede leer en las entrelíneas de las excusas y las explicaciones racionales que se daban al diferencial entre lo que se esperaba de determinado presidente y lo que terminaba ocurriendo en la práctica, en el plano militante se puede ver en la veneración de los mártires, como fue el caso de Darwin Passaponti.
Es decir, el tipo ideal de líder era para los nacionalistas un hombre excepcional, detentador de los atributos mencionados, capaz de domeñar los hechos políticos y de torcer el destino de la Nación, pero, por sobre todas las cosas, era alguien capaz de dejar de lado su subjetividad individual por la colectiva encarnada en la idea de Nación. Sólo alguien así, merecía ser la contraparte de el vínculo de veneración por parte de los nacionalistas argentinos, que estaban dispuestos a apoyar plenamente a un líder fiel a estas características para que lleve a cabo su proyecto político.


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