La fatalidad del poder: La Muerte como el Papa y el Inquisidor en Las Cortes de la Muerte de Micael de Carvajal y Lope de Vega

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Descripción

La fatalidad del poder: La Muerte como el Papa y el Inquisidor en Las Cortes de la Muerte de Micael de Carvajal y Lope de Vega Elena Deanda-Camacho Washington College A Sebastián Cuéllar de la Torre y Christopher A. Miller, in memoriam n los autos sacramentales Cortes de la muerte (ca. 1552-1557), atribuido a Micael de Carvajal (1510-1575),1 y Cortes de la muerte (ca. 1615-1664), atribuido a Félix Carpio Lope de Vega (1562-1635),2 la Muerte funge como una abogada ante Dios de los vivos, con quienes dialoga amonestándolos sobre sus vicios y recomendándoles virtudes.3 A manera de procesión, distintos estamentos apelan—esto es, tanto invocan como se defienden—frente a una persona que a primera vista sería la Muerte pero que, viendo más de cerca, se vuelve una figura proteica detrás de la cual distintas autoridades (des)aparecen. Tras la Muerte se encubren el rey, el inquisidor, o el papa, figuras ante las cuales los problemas terrenales podrían encontrar solución. Las Cortes evocan asimismo las cortes monárquicas4 o judiciales, y se vuelven así espacios forenses y judiciales. Como un espacio forense, la corte es abierta y democrática; cualquier persona puede venir y discurrir. Como un espacio judicial, en la corte se ejerce esa violencia institucional que es la ley dictaminando penas y ejecuciones y creando así víctimas y victimarios. Mientras que los primeros buscan el perdón, la justicia o el amparo, los segundos establecen el orden y el cumplimiento de la ley. Los asistentes a estas ‘cortes’ comparten el mismo propósito: que la Muerte postergue (aunque nunca absuelva) la última pena. No obstante, por encima de ellos pende una inescapable sentencia que no puede ser razonada o negociada: ahora o después, todos han de morir. En ello radica la fatalidad implícita en el diálogo con la Muerte: la muerte es inapelable. Paralela a esta inevitabilidad, corre la fatalidad del poder pues, aunque criticado, el ejercicio de poder que presentan estas ‘cortes’ permanece siempre inamovible. Así como nadie escapa de la muerte, nadie escapa del arbitrario,

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ominoso, y muchas veces irracional ejercicio de poder de las distintas autoridades que se esconden detrás de ella. Al hablar del poder, las ‘cortes de la muerte’ se constituyen en un espectáculo político ya que, como dice William Egginton, “[they are] consciously and explicitly associated with the propagation or display of power” (How the World 56). En las Cortes de Carvajal, el espectáculo es trágico, pues uno de sus más aguerridos contestes, los indios americanos, confiesan sufrir al estar sometidos por los encomenderos en América y por ello invocan a la figura del papa como el único personaje histórico que podría solucionar una disputa entre distintas naciones (en este caso, aquella entre la ‘nación’ de los indios y la de los españoles). En el caso de las Cortes de Lope, el espectáculo es horrífico, pues el Hombre se encuentra ante la terrible escena del Juicio Final (y soslayadamente del juicio inquisitorial) y aterrorizado invoca la bondad de Dios y del señor inquisidor. Mientras que las Cortes de Carvajal critican el ethos imperial, las de Lope—al negar sutilmente la bondad de Dios—bordean en la herejía. El presente análisis se propone encontrar en las Cortes de Carvajal y Lope coordenadas subgenéricas de la llamada ‘corte de la muerte’ y situar sus desvíos, ya que estos desvíos nos permiten localizar la ‘diferencia colonial’ que aparece con las Cortes de Carvajal.5 Asimismo, me propongo dilucidar las distintas caras del poder que se ocultan tras la figura de la Muerte para reflexionar sobre la manera en la cual el teatro llevó a escena debates políticos, legales y religiosos. Hasta ahora no contamos con un estudio comparativo de ambas obras, y el presente estudio busca contribuir a este diálogo crítico que se cierne sobre la relación entre poética y política en el teatro de la España premoderna. En líneas generales, las Cortes de Carvajal han sido las que más atención crítica han recibido en los últimos años pero en la España de esa época fueron las Cortes de Lope las que mayor renombre tuvieron—ya que se mencionan en El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1605, 1615) de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616).6 La importancia que las Cortes de Carvajal han adquirido emana de considerárseles un preludio a obras que muestran al indio en escena, como El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón (15981603), El Brasil restituido (1625), El Arauco domado—todas de Lope—, entre otras (Castillo 27). A estas obras Moisés Castillo las ha llamado “comedias del indio” y las ha incluido en el canon de la literatura colonial trasatlántica que se conforma de manera progresiva (Castillo 24, Varela).7 En las Cortes de Carvajal se ha estudiado su velado cripto-judaísmo (Gitlitz, Castany), la presencia del ‘indio’ (Ortega Medina; Varela) y la forma en la cual evocan el pensamiento lascasiano (Jáuregui). Sobre las Cortes de Lope se ha investigado sobre todo la legitimidad del autor (Dale), pero el silencio que se creado alrededor de esta obra ha hecho que estudiosos como Consuelo Varela confundan una con la otra y consideren que las Cortes mencionadas en el Quijote son las de Carvajal y no las de Lope (345).

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Como subgénero dramático, la ‘corte de la muerte’ pertenece al género del auto sacramental y es deudora de la danza macabra.8 En ella se propone una crítica de las costumbres dentro del marco de la doctrina católica y una reflexión moral sobre la vida y la muerte. En términos generales, la Muerte dice a los vivos que ante la inminencia del fin (memento mori), es importante aprovechar la vida (carpe diem) y conducirse de manera virtuosa (contemptus mundi). Las Cortes de Lope obedecen estos lineamientos a pie juntillas por lo que deben considerarse como una actualización del género (hay personajes alegóricos y una solución providencial), pero ya desde el siglo XVI las de Carvajal insertan, con la presencia de los indios americanos, una ‘diferencia’ que evoca en el espacio dramático un ‘más allá’ que no es espiritual sino geopolítico. En contraste con las Cortes de Lope que se restringen a la península y a sus instituciones, las Cortes de Carvajal evocan un ‘allá’ trasatlántico y dan voz a los indios cuando éstos no se habían escuchado ni en la península ni en escena. Ahora bien, esta voz es producto de un ventriloquismo, lo que significa que aunque critican la razón imperial, al hacerlo la solidifican pues, como dice Carlos Jáuregui, por medio de los indios el imperio se exculpa y muestra como un ente moralmente capaz de autocrítica y reconversión (“Apetitos” 27).9 Al traspasar los linderos del carpe diem/memento mori, el auto de Carvajal vuelve la escena en un espacio de aguerrido desmantelamiento (y reificación) de la razón imperial en el continente americano y en la escena peninsular. Por tanto las Cortes de Carvajal invocan en el corral de comedias las disputas sobre la soberanía de las Indias que tenían lugar en Valladolid (1550-1551; Jáuregui, “Cómo” 44) y en la misma sede papal. Egginton reconoce que el teatro en la España premoderna oscila entre ser “an ideological tool” y un discurso polivalente que resiste la campaña propagandística del imperio (Egginton, “An Epistemological” 391). Las Cortes de Carvajal y de Lope muestran esta oscilación entre obedecer una agenda hegemónica y resistirla. Más aún, contrastar estas obras muestra la intersección entre el género teatral y la politización de la escena, pues en ellas se observa el tránsito del teatro español, como ha analizado Egginton, de premodern a modern. Mientras que el teatro premoderno medieval privilegia la ‘presencia’ y el personaje alegórico, el moderno crea la teatralidad, la división escénica y el personaje (How the World 3-4). Como un resabio de la danza macabra medieval, inclusiva y cinética, la ‘corte de la muerte’ parece incorporar, como dice Egginton, “anyone … into a part of the performance” pero al ser una corte, y experimentar en sí un ‘corte’ escénico entre juez y contestes, la ‘corte de la muerte’ crea esa cuarta pared y la “fundamental separation between actor and spectator” (“An Epistemology” 394, 396). Las Cortes de Lope son más cercanas a la teatralidad premoderna, ya que usan personajes alegóricos pero las de Carvajal, al presentar personajes comunes, se vuelven, como dice Egginton, “an imaginary, but viable, alternate reality for the enactment and testing of

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moral, social, and political situations” (“An Epistemology” 396). Cuando las Cortes de Carvajal presentan los personajes del villano, el musulmán o el indio, el espectador puede des-identificarse con ellos, sancionar o aprobar sus discursos y acciones. Ante esta oportunidad de poder conmover al espectador, múltiples instancias de poder que regulaban el discurso dramático (como la monárquica o la religiosa) podían cooptar la escena y volverla un espacio de diseminación ideológica. De hecho, Egginton arguye que no solo los discursos están bajo control ideológico sino que la misma teatralidad bloquea la reflexión sobre el mensaje pues esta “focuses the spectator’s attention on the medium” (“Performance” 15). En esta lógica, el espectador de las Cortes se quedaría con el espectáculo sin cuestionar la posible crítica. Más aún, al des-identificarse con los personajes, podríamos argüir que el espectador de estas ‘cortes’ culparía a los usuarios del poder pero nunca el ejercicio o la legitimidad del mismo. Tanto por la forma como por el contenido, las Cortes son discursos de resistencia y resistentes. Ya desde el argumento, el diálogo entre la Muerte y los vivos resulta ser un doble simulacro: no solo porque es teatral sino porque ofrece un espacio de contestación social imposible en la realidad. No se puede hablar con la Muerte como los villanos, los judíos o los indios no podían apelar a ninguna autoridad. En la España renacentista, las cortes monárquicas eran convocadas por los reyes para buscar el consejo de sus más poderosos vasallos (las distintas Coronas, la nobleza, el clero y los procuradores) pero ni los campesinos ni los cristianos pobres participaban (Ortega 497). Sin embargo, si la escena es un espacio politizado la sola presencia de figuras perturbadoras del status quo se vuelve simbólicamente transgresora. Jacques Rancière nota que la representación estética de personas que no entran ‘normalmente’ en el círculo cultural hegemónico es un acto político pues esta representación estética abre espacios de contestación, negociación y eventualmente representación política (The Politics 23, 40). Así, aunque estas Cortes ofrezcan un discurso cooptado y mediatizado, la irrupción de presencias perturbadoras crea fisuras por las cuales el espectador de aquellos tiempos y el contemporáneo puede llegar a momentos de negociación, empatía y consenso. En tanto las Cortes de Lope son una actualización de las coordenadas del subgénero y las de Carvajal contienen más desvíos y des-órdenes, comienzo con Lope y sigo con Carvajal para, una vez establecida, poder situar la desviación. Como he dicho, en ambos autos el personaje central es la Muerte que está en lugar de, que es signo y cita de alguien más. En las Cortes de Lope, la Muerte/ Dios es el señor inquisidor. En este auto la peripecia es simple. Frente a la Muerte vienen personajes alegóricos a denunciar el lamentable estado de cosas en España durante el reino de Felipe III. La Locura y el Diablo hablan de la moda, el despilfarro y la avaricia: “Gastos en haciendas cortas, / en largas, dueños tan cortos, / que guardan para la muerte, / comen aire y viven rotos” (vv. 321-24), burlándose así de los cristianos pobres que despilfarraban lo que

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no tenían y los ricos avaros que se hacían pasar por pobres. Locura arremete contra aquellos que van como los chorizos “de seda embutidos” y el Diablo ataca a “la maldad [que] camina en coche” (18), censurando las sedas y los coches que eran signos de promoción social, a tal grado que fueron regulados desde 1584 por Felipe II.10 Como nota Bernat Castany, la crítica a los estados era común y estaba dirigida a los advenedizos y a los indianos por causa de su súbito enriquecimiento (27).11 Lo que no es común en este tipo de auto es una crítica a la Inquisición pues si bien abundaban obras anticlericales (primordialmente, en contra de las costumbres relajadas de los clérigos) la Inquisición escapaba a ser objeto de escarnio. La razón es que ésta podía procesar a cualquier persona por el delito de ‘proposiciones,’ esto es, un discurso considerado herético, blasfemo, erróneo, sedicioso, impío, injurioso, malsonante, temerario u ofensivo a los oídos piadosos (Alberghini 206). Un ataque a la Inquisición hubiera caído en cualquiera de estas categorías, como sucede en el auto de Lope, pues cuando el Ángel denuncia la falta de justicia del Juicio Final pareciera denunciar la falta de justicia del juicio inquisitorial. La figura divina que presenta el Ángel no es el Cristo amoroso del Nuevo Testamento sino el vengativo e irascible Yahvé de la Torah. Su furor se asemeja a la del señor inquisidor: Llega el alma al tribunal […] Y quisiera estar primero En el Infierno, con tanto Que, pasado aquel Juicio, Viese a Dios desenojado; Tribunal que a nadie exceptúa, Como lo dice San Pablo. (vv. 588-97) En esta escena el alma (el Hombre) llega al tribunal (inquisitorial) de un Dios iracundo y su actitud le causa tal terror que dice preferir ir al infierno que estar frente a él. La escena representa a un Dios que evoca, por su ira, a los jueces inquisitoriales. En el Manual de Inquisidores (ca. 1376), Nicolás Eimeric (13161399) recomienda a todo inquisidor fingir cólera porque “de este modo el reo se cree convicto” (46). Asimismo, Martín de Azpilcueta (1491-1586) requería que el auto de fe fuera un “espectáculo” que por medio del “terror” produjera “portentosos efectos” (Azpilcueta en Eimeric 102). Las sugerencias de Eimeric y Azpilcueta muestran cómo la corte inquisitorial (y el auto de fe) contenía una dimensión teatral que invitaba a ser replicada en el espacio escénico del auto sacramental. Como dice Egginton, en España “[the] space of governance is constituted by a dramatic performance with all the trappings of the theater” (How the World 59). No obstante, en las Cortes de Lope esta estética de la violencia inquisitorial se rechaza, se delata como victimaria, causante de dolor y sufrimiento.

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El Ángel además apunta al hecho de que este “Tribunal … a nadie exceptúa,” refiriéndose a la vasta jurisdicción inquisitorial. En De origine et progressv officii Sanctae Inquisitionis (1598), Luis de Páramo (1545-1608) consideró a Adán y a Eva los primeros herejes y a Dios el primer inquisidor, con lo que creó inquisidor y herejes avant la lettre (121). En esta lógica, todas las edades, naciones y personas estaban bajo la jurisdicción inquisitorial. Entre 1555 y 1559, Pablo IV reforzó el dogma extra Ecclesiam nulla salus, que negaba la salvación fuera de la Iglesia Católica, por lo que quienes no pertenecieran a ella eran infieles y dignos de sufrir ‘guerra justa’ (Durant 1517-65; Loughlin). El auto de Lope presenta la jurisdicción infinita de Dios/el señor inquisidor al enumerar en el Infierno pecadores que son pre y post-tridentinos (1560-1648)—esto es, considerados antes y después del cisma—y aun anteriores a la conformación de la Iglesia Católica: “… sacramentarios, / simoníacos, nicolaítas, / nósticos, nestorianos, / maniqueos, triteítas, / adamitas, arrianos, / taborítas, saduceos, / artemios, apolinarios, / marcelinos, angelinos, / socráticos, puritanos, / avicenses, rocasenses, / … husitas, calvinistas, / hugonotes, luteranos” (vv. 671-83). El Infierno católico incluye a todos, incluso los que no han sido evangelizados. El señor inquisidor se reviste así de un poder absoluto. El juez que presenta el auto de Lope es un inquisidor ominoso, implacable y vengativo: Si omnipotente y severo es el Juez ¿qué gusano, qué hormiga, qué polvo, o nada, tendrá valimiento osado para replicar entonces a las culpas y a los cargos, siendo el Juez riguroso y siendo suyo el agravio? (vv. 604-11) Nadie puede defenderse ante este Dios (o ante el señor inquisidor). Todo cristiano ha nacido en el pecado y no está exento de contar con alguno en su consciencia, por lo que ¿quién tendría “valimiento osado / para replicar entonces / a las culpas y a los cargos”? (vv. 607-09). En la Inquisición, una vez que se abría un expediente nunca se cerraba porque, decía Eimeric, “lo que no se descubre un día se manifiesta el otro” (33). Por esta presunción de culpabilidad, la Inquisición no contemplaba una defensa. El abogado, si es que había, facilitaba la confesión del acusado y presentaba pruebas únicamente en su contra y “nunca en su favor” ya que si alguien quería testificar a favor “es de presumir que le mueve el odio de la Iglesia” (Eimeric 34-35). La presunción de culpabilidad que era la base de la Inquisición encontraba fácilmente su justificación en la internalización ideológica del pecado. No solo el inquisidor se presenta como un ser irascible e intransigente sino que también Dios se ve representado como irascible e intransigente. Esta

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superposición de inquisidor/dios/juez es provocativa para cada uno de los personajes que intersecan en ella. Asimismo, cuando el Hombre pide perdón a esta máxima autoridad, al final del auto, no usa un argumento religioso (salvífico) sino político: “Perdonadme Señor, para ganarme; / que perderéis la Gloria con perderme / que os ha de resultar de perdonarme” (vv. 1088-90). Frente al Hombre Dios carece de una bondad infinita. El Hombre dice que Dios ganaría si es compasivo no solo frente a los otros (como si tuviera que ‘quedar bien’ con ellos) sino frente a sí mismo, ya que el acto legitimaría su bondad. El Hombre apela a la compasión de Dios como muchos reos apelarían a la compasión del Inquisidor como representante de Dios en la tierra. No sabemos si el hombre es perdonado al final del auto pues, de pronto, aparece el Niño Dios y envía los corderos a la Gloria y los cabritos al “fuego” (v. 1060). La última escena es este ruego del Hombre y no hay ningún indicio de si encontró la redención. Lo cierto es que si Dios lo hubiera perdonado, no podía haberlo salvado de la muerte. Las Cortes de Lope muestran una oblicua crítica a la Inquisición y atacan uno de sus pilares (el señor Inquisidor), pero no buscan deshacer sus fundaciones. La culpa es del iracundo inquisidor, no del (intransigente) Santo Oficio o (las políticas judiciales de) la Iglesia. Si Lope fue el autor de estas Cortes, podemos suponer que no contempló criticar la institución, ya que él era Familiar del Santo Oficio (Rennert, Castro, Inamoto).12 Lo que resulta evidente es que al hacer unas ‘cortes de la muerte,’ el subgénero le exigió al autor reflexionar sobre la justicia, las ‘caras’ de la autoridad y su ejercicio de poder. Al actualizar el género, Lope no pudo sino mostrar un poder emocional, una estética de la violencia inquisitorial y una justicia que no se encuentra garantizada ni en el cielo ni en la tierra. Si en las Cortes de Lope se apela al inquisidor y se cuestiona su justicia, en las de Carvajal, se apela al papa y se denuncia la injusticia, esta vez del poder imperial y colonial. Las Cortes de Carvajal tienen 23 retablos en los cuales 53 personajes desfilan haciendo una crítica de los estados, esta vez en la España de Felipe II. Como menciona Jáuregui, entre sus quejas aparecen las ansiedades contrarreformistas, el erasmismo y las pugnas por la distribución de la tierra (“Apetitos” 106). Entre los muchos personajes desfilan los ‘infieles’ y entre los paganos y los judíos aparecen los indios americanos que se quejan de la brutalidad de los encomenderos y piden o sacarlos o morir. La Muerte (o el papa) les contesta diciendo que la conquista es un ‘mal necesario’ que aunque los asolará en la tierra, no se prolongará en la vida eterna—en donde los indios encontrarán fin a sus cuidados. La promesa de la vida eterna es un argumento sin tacha que justifica la injusticia terrenal y posterga la justicia para el cielo en donde no es verificable. Las Cortes de Carvajal insertan la ‘diferencia colonial’ con el alegato de los indios, lo que las incluye en el canon de las primeras obras trasatlánticas

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y las convierte probablemente en la primera obra en representar la realidad americana en España (Jáuregui, Varela).13 Con las Cortes de Carvajal aparece ese ‘desorden’ que es la presencia del indio en la escena peninsular, una presencia que, coinciden Moisés Castillo y Jáuregui, no desestabiliza la hegemonía sino que la normaliza y refuerza (Castillo, Jáuregui).14 Castillo ha establecido una dicotomía típica en la cual el indio se presenta como salvaje o como honorable— pero siempre infiel o pagano (2). En las Cortes de Carvajal esta dicotomía es inoperante pues el indio es honorable y su honor emana del hecho de haber sido bautizado y ser cristiano nuevo (Gitlitz 1988). Los indios que aparecen en estas Cortes no son, como mira Castillo, ‘infantilizados’ sino dueños de razón y de fe. Su voz es legítima porque usan argumentos humanísticos que dan voz a la doctrina cristiana. Y aunque en ellos se “proyectan las ansiedades, frustraciones, los miedos, los deseos e ideales… de la cultura [española]” su legitimidad política no se encuentra vulnerada (Castillo 1). Las reivindicaciones que los indios traen a escena no buscan la “deslegitimación de la conquista” o del poder como entidad absoluta sino una crítica del ejercicio del poder y de sus representantes (Castillo 11). Al hacer esta reivindicación, los indios llevan a escena lo que fray Bartolomé de Las Casas (1484-1566) llevó a Valladolid ante el rey y los juristas15 de la Universidad de Salamanca. Ahora si los indios de Carvajal dan voz a las preocupaciones lascasianas es porque, como nota José Cárdenas Bunsen, el pensamiento lascasiano rápidamente se había vuelto “communis opinio” (Escritura 24). Las Cortes de Carvajal hacen eco de esta ‘opinión popular’ y en especial de las ideas expresadas en los tratados de 1552, en los cuales Las Casas propone la abolición de la encomienda (“Entre los remedios”), restituir la propiedad a los indios (Avisos y reglas para los confesores), restituir su territorio (Principia quaedam) y establecer los límites de las jurisdicciones civil y eclesiástica en América (Tratado comprobatorio) (Cárdenas, “Consent” 796; Escritura 1819).16 Las Casas enfatiza la tiranía y el fraude de los españoles, puntos que también esgrimen los indios ante la Muerte.17 Pero aunque Las Casas y los indios (en el auto) buscan justicia, ninguno la encuentra. Lo que se ofrece en ambos casos es un aplazamiento: a los indios los representantes de la Iglesia les dicen que la justicia aparecerá en el fin de los tiempos y a Las Casas le dicen que la justicia vendrá con la obediencia a unas Leyes—las Leyes Nuevas de 1542, que no se vigilan, ni se obedecen y terminan siendo derogadas.18 La diferencia entre los discursos de Carvajal y el de Las Casas es que Carvajal abre el foro a los indios. El discurso lascasiano es protésico ya que la voz del indio se ausenta, no se escucha (Jáuregui, Querella, 71; “Cómo” 79). En el debate de Valladolid (1550-1551), que sostuvo Las Casas ante el rey Carlos V y los juristas de Salamanca en contra de Ginés de Sepúlveda, los indios nunca aparecieron para dar su versión de los hechos.19 Al respecto, las Cortes de Carvajal hacen lo imposible en la realidad, un acto de ventriloquismo, pero con todo, traen a

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escena al indio, su cuerpo y su voz. Son la presencia del indio, la legitimidad de su ser (pues ya es cristiano), la legitimidad de su razón (ya que maneja hábilmente la retórica) y la llaneza de su voz (que carece de indigenismos como han notado Bernat Castany y Consuelo Varela) las condiciones que vuelven esa presencia perturbadora frente a otras ‘comedias de indios’ y frente a los posibles espectadores de este auto sacramental (Castany 25, Varela 347). El indio no es un ente exótico y bárbaro, es un cristiano justificadamente encolerizado. Más allá de Las Casas, las reivindicaciones que hacen los indios evocan distintas disputas que ocurrieron en la santa sede sobre el ‘problema’ de América. Clemente VII durante su papado (1523-1534) abogó por evangelizar a los ‘infieles’ a la fuerza en su bula Intra Arcana (Stogre 116) pero Pablo III, en Sublimus Dei de 1537 (y en su pastoral ejecutoria “Pastorale officium”) determinó que eran seres humanos y que no se les podía robar o abusar de ellos y aún más, dictaminó que serían excomulgados quienes así lo hicieran (Bowden 212). Esta bula también anulaba la posibilidad de hacer ‘guerra justa’ a los nativos si no querían evangelizarse—‘guerra’ que había prescrito Alejandro VI en Inter Caetera de 1493. Pablo III seguía proponiendo que se evangelizara a los nativos pero de manera pacífica (Thornberry 65). Sublimus Dei afectaba directamente a los encomenderos y las políticas imperiales españolas. En consecuencia, no es sorprendente que, tras una disputa con la Corona, el papa la retire, anule la pastoral y ni siquiera la incluya en el compendio de enseñanzas oficiales eclesiásticas (Davis 170, Lampe 17, Stogre 115). Aunque esta bula no cambió ni el pensamiento ni las acciones de los monarcas, los encomenderos o los clérigos, las razones que esgrimió constituyeron el centro del discurso lascasiano en cuanto a la soberanía de los pueblos indígenas, la única y justa forma de ‘conquistarlos’ y los linderos de las jurisdicciones españolas y papales. Los cinco indios y el cacique que aparecen ante la Muerte hacen eco de las disputas de Roma y Valladolid, y defendiendo su soberanía, demandan al papa “quitar el poder a estas gentes” (los españoles), lo que significa la restitución de su soberanía y de sus tierras—como pedía Las Casas en Avisos y reglas para confesores (vv. 316-18; Cárdenas, Escritura 19). De lo contrario piden la muerte (el suicidio colectivo) para no tener que sufrir a “estas gentes” más (vv. 316-20). Si en las Cortes de Lope, el Hombre pide aplazar la pena, en las de Carvajal se pide libertad o muerte, cero tolerancia ante la injusticia, el derecho o la nada. Aunque esta denuncia no pueda considerarse atrevida, como afirma Jáuregui, hay que notar que su atrevimiento radica en su temporalidad y espacialidad. Los indios llegan ante la Muerte y a la escena popular en 1557 usando argumentos de disputas que sucedían a puerta cerrada en Roma en 1537 y en Valladolid en 1552. Estos argumentos eran moneda corriente entre los altos eclesiásticos y los oficiales reales pero no eran comunes entre el público que leía teatro o asistía a ver los autos sacramentales,20 por lo que el mensaje que dan los indios era

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políticamente provocativo pues expresaba el meollo de Sublimus Dei y de la reforma lascasiana dentro del corral de comedias. En tanto se afirman como cristianos, los indios que llegan ante la Muerte denuncian ante el papa la falta de una justa autoridad temporal en América y le piden que intervenga y los libre de unos encomenderos tolerados por el monarca español: Los indios occidentales Y estos caciques venimos A tus cortes triunfales A quejarnos de los males Y agravios que recibimos, Que en el mundo no tenemos Rey ni roque que eche a parte Las rabias que padecemos. (vv. 1-8) Los indios dicen que no hay rey (español) que los ampare. Por eso, no se dirigen a él sino al papa ya que, como considera Las Casas, solo el sumo pontífice “tiene poder de derecho divino para disponer … entremeterse de todos los bienes temporales y estados seglares del mundo” y puede “fulminar sentencias de deposición de los reyes, princípes y señores dellos y poner y substituir otros nuevos” (Las Casas en Cárdenas, Escritura 144, 147). El papa reinaba sobre toda la feligresía, más allá de cualquier límite monárquico. La jurisdicción papal creó numerosas sospechas en la Europa que ya se escindía entre católica y protestante: ¿de qué lado se pondrían los católicos si el papa ordenaba algo en contra del rey? El papa destronaba reyes y repartía reinos. Clemente VII excomulgó a Enrique VIII de Inglaterra en 1533 y Pablo IV rechazó el reclamo de Elizabeth I al trono (Loughlin). Aunque había mucha controversia sobre lo que podían o no hacer los papas, el sentimiento general los volvía el último recurso político si emergía una disputa entre naciones. Los indios que apelan al papa se afirman como cristianos y no como vasallos del rey español. Como afirma Cárdenas, la única forma de que los indios entraran a la jurisdicción española era entrar a la eclesiástica por medio del bautizo (Escritura 169).21 Los indios que llegan ante la Muerte dicen que “seguimos ya la doctrina” y “sojuzgamos / nuestras propias voluntades” (vv. 17, 295-96). Están, sin embargo, fuera de la jurisdicción española pues la tiranía que denuncian los exenta de verse sometidos ante un poder que no reconocen como justo. El ataque a las políticas de Carlos V es evidente y la petición a Felipe II de cambiarlas, soslayada. Las Cortes de Carvajal van dedicadas a Felipe II, lo que sugiere que la denuncia busca que la situación mejore con el nuevo rey que sube a la corona tras la abdicación de su padre (Carlos V). Por tanto, este fragmento muestra que si la lealtad a Felipe es sutil la fidelidad a la iglesia está declarada. Como cristianos, los indios saben que el proyecto americano era

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un proyecto de evangelización y que el papa era la única autoridad que podía reorientar el camino. Los indios confiesan tener una pureza de fe mayor que la de los españoles (lo que vuelve aún más injusto el esclavismo encomendero) pues dicen temer que la injusticia del mal gobierno los incite a abandonar la religión y recaer en la idolatría, de la que ya se habían escapado por medio de la evangelización: Pues ¡mezquinos! ¿a dó iremos Huyendo del mal gobierno, Que más gente no enviemos, Si a nuestra ley volvemos, A las penas del infierno? (vv. 81-85) Los indios confiesan no querer volver a su paganismo, que ya consideran infernal. El mal gobierno español amenaza la tarea evangelizadora. Sin duda, hay aquí la mascarada del discurso colonialista y la mano del titiritero; pero también hay una estrategia política que subraya los errores u omisiones del monarca y la necesidad de una intervención a escala global. El poder, como muestra todo el fragmento, debe residir en la religión y no en la Corona española, así lo dice el cacique cuando habla de la corrupción de los encomenderos y de su tiranía: Huye, pues, entendimiento Por no contar más maldades Que de aqueste gente siento, Y aquel gran corrompimiento De leyes y de bondades. (vv. 231-35) Los encomenderos son corruptos. Las acusaciones que hacen los indios frente al pontífice presentan al encomendero como una amenaza a la empresa del evangelio: el encomendero no obedece la ley humana ni divina. En lo que sigue, los indios hacen eco del pensamiento lascasiano al respecto del derecho canónico, natural y de gentes, al hablar de lo que es legal e ilegal en América: ¡Qué ley divina o humana Permita tales molestias, Que una gente que es cristiana, Y que a Dios sirve de gana, La carguen como a las bestias! (vv. 131-35) Los encomenderos están esclavizando a nuevos cristianos que han abrazado la fe de motu proprio. En el Corpus iuris canonici, se especifica que en el derecho natural la libertad pertenece a todos sin distinción, y en el derecho de gentes hay el esclavismo como una práctica y costumbre de ciertos grupos (Cárdenas, Escritura 86-87). El sistema esclavista en Europa generalmente se aplicó a los no cristianos. En Demócrates alter o De las justas causas de la

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guerra contra los indios (1557), Ginés de Sepúlveda (1490-1573) calificaba a los indios de bárbaros (o bestias) por “sus costumbres y la mayor parte por su naturaleza, sin letras ni prudencia y contaminados con muchos vicios bárbaros” (Apología 4.2 197) y justificaba su esclavismo y que estuvieran “sometidos a los más prudentes” (Apologia 4.3 197). En el fragmento anterior los indios invierten el argumento de Sepúlveda al describir al encomendero como un bruto que ataca a los indios ya cristianizados y que vive fuera de todo marco legal (¿qué “ley divina o humana” permite tales acciones?). Si ya Las Casas en la Brevísima describía a los conquistadores como lobos, en las Cortes los encomenderos son bestias feroces: “gente bestial” (v. 88), “gente tan sedienta” (v. 282), con “rabiosa rabia” (v. 75) y “hambre canina” (v. 148) (Jáuregui, Querella 64). El español animalizado como un perro con rabia es una imagen recurrente en el discurso (anti)colonial trasatlántico. En las glosas del Padre nuestro de 1766 en la Nueva España, los criollos piden a Dios que desaparezca a los peninsulares a quienes llaman “perros obscenos.”22 En las glosas, la plegaria se dirige a Dios/rey y busca remediar a un pueblo en crisis. En ellas habita la semilla de la sedición pues dicen que si el Padre (nuestro) no ayuda a sus hijos habrá una rebelión. Sin embargo en las Cortes, el determinismo de la muerte vence toda negociación y enfrenta al suplicante a lo fatal del poder. Éste es el problema de los indios: que no están hablando con el papa sino con la Muerte. El primero, como Pablo III, no puede declarar inválida la empresa colonial ya que los intereses económicos de España coinciden con los intereses espirituales de Roma: la idea es consumir el oro y consumir las almas.23 Aunque los indios alegan como católicos dentro del marco legal pertinente, no encuentran justicia. La Muerte considera la conquista un ‘mal necesario’ para la redención (“saber que es necesario / venga escándalos y guerras / y tiempo adverso y contrario” vv. 326-28) y aunque reconoce los yerros de los conquistadores (“cuánta razón tenéis,” “no lo merecéis,” vv. 321, 324) calma las furias indígenas asegurándoles un lugar en el cielo (“ha placido al Señor / daros en su Iglesia entrada” vv. 332-33). Los indios tienen suerte de que Dios los haya aceptado en su mesa. Las respuestas de San Francisco y Santo Domingo son aún más conflictivas que la de la Muerte. San Francisco ignora sus quejas y aún les conmina a ser compasivos con los desprotegidos: “sobre todo, os encomiendo / los pobres” (vv. 369-70). Pero es Santo Domingo quien invierte la ecuación de la víctima y el victimario cuando exculpa a los españoles y culpa a América de ser la gran seductora, la prostituta que instila la codicia, el exceso y la corrupción. Ya Consuelo Varela nota el escarnio que implica que sea Santo Domingo, el fundador de la orden a la que pertenecía Las Casas, el que funga como el acusador de las Indias (346). ¿Cómo puede leerse este ventriloquismo? ¿Está Carvajal apuntando al fracaso de la empresa lascasiana? ¿Piensa que efectivamente el problema es América? Aunque no hay una respuesta a estas preguntas, lo que se puede notar es que si

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en las Cortes de Lope el Pecado tiene cara de mujer, en las de Carvajal el Pecado es América, esa mujer exhibicionista, fácil y abierta24 que atrae a todos con sus atributos para corromperlos: Di, India ¿por qué te mostraste A Europa esos tus metales […] ¡Oh, India, que diste puertas A los míseros mortales Para males y reyertas! ¡India, que tienes abiertas Las gargantas infernales, India, abismo de pecados, India, rica de maldades India, de desventurados India, que con tus ducados Entraron las torpedades. (vv. 391-410) Elvira Vilches ha estudiado la superposición de lo económico y lo sexual en el imaginario español que aúna oro y mujer en la representación de América.25 La lascivia y la codicia, el deseo sexual y económico coinciden en lo que Anne McClintock ha llamado el “porno-tropic for the European imagination” (22). Ya desde 1493 esta amalgama de lo sexual y lo económico apareció cuando Cristóbal Colón (1450-1506) presentó en Barcelona—y años después en Burgos y Sevilla—procesiones de indios desnudos cubiertos o cargados de oro (Vilches, “Columbus” 201, 209; New World 64; Greenblatt). América se volvió un botín dispuesto a la conquista económica y sexual (Pastor). Al pasear indios ‘dorados’ Colón, como Santo Domingo en el auto, “eroticizes wealth by implying that riches represent and stand for all kinds of excess, pleasures, and prohibitions” (Vilches, “Columbus” 212). Estos excesos son los males, las reyertas, las desventuras, los pecados y las torpezas de que habla Santo Domingo. En suma, hay en las Indias de las Cortes una asimilación del topos misógino medieval con el auri sacra fames renacentista, asimilación en la cual la mujer y el dinero se vuelven las causas de todo mal (Vilches, “Imperial” 175). En 1557 cuando se publican las Cortes, el oro es central ya que la corona declara la primera de sus tres bancarrotas (1557, 1575, 1596), al mismo tiempo que extrae y exporta cantidades inauditas del metal (Jáuregui, “Cómo” 62; Vilches, New World 25). En la intervención de Santo Domingo la responsabilidad se desplaza del sujeto (el encomendero) al objeto (el oro) y con el objeto se simboliza metonímicamente todo un continente. Como afirman Egginton, Castillo y Jáuregui, los autores de la comedia no se detienen en el mensaje ni transgreden el sistema, solo toman la parte por el todo: el encomendero en lugar de la política monárquica o el oro en lugar de la política colonialista. El español

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se exculpa y con él, su imperio. América es la única y sola responsable, un abismo que genera el mal en la tierra. Satanás, Carne y Mundo concuerdan. Con ellos Bartolome Leonardo de Argensola, Justus Lipsius o el mismo Francisco de Quevedo, quienes dicen—respectivamente—que el oro americano fue a España a feminizarla, que el Nuevo Mundo ha ‘consumido’ y ‘exhaustado’ el vigor español, y que América es “una hermosa y rica prostituta que no será leal a su padrote, en tanto ha sido infiel a sus esposos”26 (en Vilches, “Imperial” 178). América conflagra en sí misma un universo de paradojas: es rica y empobrece. Sin duda el paralelo entre este personaje alegórico y el real de la prostituta no es gratuito ya que ambas ‘consumen’ el cuerpo, el dinero y la energía de los españoles. Las Indias de que habla Santo Domingo no son, sin embargo, una mujer sin complicaciones, todo lo contrario. Por un lado es una ‘garganta infernal’ que devora y por el otro, sus ducados—siguiendo el tono sexualizado—se vuelven fálicos y ‘penetran,’ invaden y violan la estabilidad moral y financiera de la península. Las Indias son hermafroditas, una vagina abismal que devora a España y una vagina invertida que penetra la península, un organismo que consume al español acá y lo acecha allá, actuando desde las dos orillas. A pesar de esta deprecación de Santo Domingo, es significativo que el personaje Carne ofrezca una respuesta y con ella una perspectiva completamente desestabilizadora en el auto que avista un discurso proto-indiano. Carne habla como si fuera un emigrante español en las Indias (un indiano) que aprecia el lugar del cual ya se siente nativo, cuando dice: El vivir allá es vivir, Que acá no pueden valerse. Lo que yo te sé decir, Que pocos verás venir Que no mueren por volverse. (vv. 446-50) “Vivir allá es vivir,” dice Carne: América es el Infierno y también el Paraíso, dependiendo de quién la vea (si el moralista, el encomendero o el aventurero). Para Carne, América es un espacio que se identifica con lo mejor del ser humano: una vez que vas ya no quieres volver. En la línea de pensamiento utópica de Tomás Moro y Tomasso Campanella (Castillo 9), el discurso de Carne (desautorizado, sin embargo) mira las Indias como un espacio poblado de nostalgias, sueños y hasta melancolías de lo que fue, es o puede ser. Carne se vuelve así el portavoz del discurso embelesado del indiano que avizora en la otra orilla el espacio en donde la imaginación se encarna, en donde el sueño americano se actualiza. Ni la obra de Carvajal ni la de Lope buscan desestabilizar la hegemonía sino buscar un elemento metonímico (el encomendero, el inquisidor) que vuelva inteligibles las violencias generadas por esa hegemonía. Son los jugadores y

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no el juego lo que se encuentra bajo escrutinio. En las Cortes de Lope con el Hombre podemos acceder, sin embargo, a una visión del inquisidor y del mismo Dios como un personaje vengativo. En las de Carvajal además del ‘desorden’ de los indios, es Carne quien entreabre un intersticio por medio del cual vemos que la obra—que ataca las Indias por ser objeto de tentación—va en contra de sí misma pues vuelve a América, no solo el espacio de una posibilidad, sino el de la realización de la misma. En el teatro del Siglo de Oro, las Cortes llevan a escena un simulacro de presencias frente a las últimas instancias del poder: Carvajal pone a los indios frente al papa como una voz legítima, Lope permite a la humanidad defenderse ante Dios y el señor Inquisidor. Sus demandas políticas se ven neutralizadas, no obstante, por la respuesta intransigente de la Muerte que deliberadamente ignora—como el papa o el inquisidor—la realidad peninsular y la colonial. En los dos autos, el diálogo entre Dios y los hombres, entre el papa y la grey o entre el inquisidor y el reo, es un diálogo imposible. Mas aún, si este diálogo existiera, el hecho de que es la Muerte quien preside las cortes crea una condición en la cual se muestra que el poder (cualquier poder) ya ha tomado su decisión a priori. Esa decisión es fatal y su sentencia inapelable. Notas 1.  La obra es normalmente atribuida a Michael o Micael de Carvajal, un oscuro habitante de Plascencia cuya duplicidad complica aún más la cuestión de una autoría individual satisfactoria. Como refiere Carlos A. Jáuregui, hubo dos Carvajal en la misma época, uno que podría ser autor del auto y de una tragedia llamada Josefina, y otro Carvajal mejor reputado que viajó a las Indias. No se puede apuntar con certeza cuál de los dos fue el escritor, aunque la crítica se pronuncia por considerar el mejor reputado, en aras de ese viaje a Santo Domingo que puede explicar el interés trasatlántico del auto. Hay que añadir a la turbia cuestión de la autoría que el tomo fue publicado en 1557 por Luis Hurtado de Toledo (1523-1590), autor que gustaba de ‘meter mano’ a las obras de otros y colaborar en su hechura. Estas condiciones no ayudan a esa pretensión (moderna) de encontrar un autor ‘legítimo’ (Jáuregui, Querella 16-28). 2.  Las Cortes aparecieron en el tomo 3 de las Obras de Lope de Vega de la Real Academia Española editadas por Marcelino Menéndez Pelayo, y Hugo Rennert las incluyó en su Life of Lope de Vega, pero las consideró de dudosa procedencia en la versión española del mismo libro que editó con Américo Castro. Antonio Restori, en su compilación de 1898 de los autos de Lope, las considera un amasijo hecho de tres autos, los cuales vendrían del libro Fiestas del Santísimo Sacramento que estaba firmado por Lope. George I. Dale, quien documenta perfectamente la disputa, se alínea con Restori al considerarlas un “pot-pourri hastily put together by, or with the permission of, Lope and Mira [de Amescua] to meet the urgent needs of a company of actors,” aunque poco después se contradice negando que sean de Lope: “It is not the work of Lope, and should be removed from the list of autos attributed to him” (278, 281). De acuerdo con Dale, la composición sería posterior a 1664. No obstante, si se mencionan en la segunda parte del Quijote (1615), debieron haber sido compuestas antes de 1615. Resolver el enigma de la fecha o la autoría supera los alcances de este estudio y aquí simplemente hay que recordar que el palimpsesto, la apropiación y el ‘manoseo’ de los textos es característica de la época y especialmente de la colosal obra de Lope. 3.  En la Europa premoderna, la Muerte, como nos dice Christian Kiening, no era una figura alegórica sino más bien histórica; más que un personaje, una persona. La Muerte se consideraba un individuo real y perverso que buscaba ‘contaminar’ con su no-existencia la vida de aquellos que encontraba al azar o a quienes intencionalmente buscaba (1182). Pero, pese a su naturaleza aterradora, su reiterada cita en el arte y la cultura, normalizó a tal grado su presencia que la Muerte se volvió cotidiana, neutralizando el terror que antaño inspiraba. Así dejó de ser una enemiga y se volvió una amiga de los vivos.

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4.  Como refiere Juan A. Ortega y Medina, en la Nueva Recopilación de las leyes del Reino eran cortes “el ayuntamiento y junta de los procuradores de las ciudades y villas que tienen voto para proponer y decretar lo que parece convenir al rey y al reino” (Nueva en Ortega 495). 5.  Esta ‘diferencia’ hay que localizarla no solo en ser probablemente la primera obra que contiene una escena tan desarrollada sobre el tema del indio y su relación con el imperio español, sino también por “plantear el problema típicamente imperial de integración de la diferencia” (Jáuregui, Querella 13). 6.  En el capítulo 11 de la segunda parte del Quijote, se mencionan unas Cortes de la Muerte cuando Sancho y don Quijote encuentran a sus actores y el caballero busca pelearse con la botarga quien, en las Cortes de Lope, es, significativamente, la Locura. El encuentro es así: la botarga (“bojiganga”) le ha robado el jumento a Sancho y el caballero se indigna y quiere pelearse con los actores. Sancho, al ver la desigualdad numérica intenta desalentar a don Quijote. Don Quijote finalmente decide no batirse arguyendo que no es por miedo sino porque la poca virtud de los contendientes no merecía la ira de su espada (599-600). A pesar de que la atribución a Lope ha sido eterno tema de disputa, hay un marcado paralelismo entre los personajes del capítulo 11 y del auto (Jáuregui, Querella 31-32). En el Quijote figuran la Muerte, el Emperador, la Reina, el Ángel, el Cupido, el Tiempo, el Diablo y la botarga (599-600). El elenco de las Cortes de Lope muestra la Muerte, el Hombre (que toma don Quijote por el Emperador), el Pecado (que en las Cortes está vestido de mujer y don Quijote considera la Reina), el Ángel, el Cupido, el Tiempo, el Diablo y la Locura (que don Quijote ve como la botarga). Este paralelismo muestra que efectivamente este auto es el mencionado en el Quijote. 7.  Moisés Castillo establece y analiza un canon de obras que giran en torno a la representación del indio en la comedia. Estas obras son El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, Arauco domado y El Brasil restituido de Lope de Vega; El gobernador prudente de Gaspar de Ávila; La belígera española de Ricardo de Turia; Algunas hazañas de las muchas de Don García Hurtado de Mendoza de “nueve ingenios”; Los españoles en Chile de Francisco González de Bustos; El nuevo rey Gallinato y ventura por desgracia de Andrés de Claramonte; sobre la conquista de Perú la saga de Tirso de Molina: Todo es dar en una cosa, Amazonas en las Indias y La lealtad contra la envidia; así como Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarros de Luis Vélez de Guevara; y, finalmente, sobre la conquista de México, La conquista de México de Fernando de Zárate (Castillo 27). 8.  Las danzas macabras medievales florecieron en Francia y España, aunque también se les encuentra en la Europa del Norte. Estas representaciones tanto plásticas como performativas representaban el pathos luctuoso de la sociedad medieval. En la literatura contamos con la Dança general de la Muerte (ca. 13901400); Joch o entremès de la Mort (1412); la Dança general de la Muerte (1420) y la Danza de la Mort: e de aquelles persones qui mal llur grat ab aquella ballen e dançen (1480)—una traducción catalana de la francesa Danse macabre de Pere Miquel Carbonell (1486)—y la trilogía de Gil Vicente: Auto de barca do inferno, Auto da barca do purgatorio y Auto da barca da gloria (1517, 18 y 19); así como la Danza general de los muertos (ca. 1548) y la Farsa llamada Dança de la Muerte (1551) de Joan de Pedraza. La danza macabra como representación popular, dice N. D. Shergold, se llevaba a cabo en el contexto de la Semana Santa cuando el pueblo bailaba con un alfeñique vestido de Muerte (119). Víctor Infantes ha estudiado ampliamente este subgénero en la España y la Europa medieval. 9.  Jáuregui considera que la crítica de la empresa colonial que aparece en las Cortes de Carvajal tiene como reverso exculpar al mismo imperio, ya que presenta la capacidad reflexiva, auto-crítica del mismo y al hacerlo, lo muestra como una entidad no sólo epistemológica sino éticamente superior a los indios americanos. Las críticas de la colonialidad son entonces “aceitados engranajes del colonialismo [que] lleva agua al molino de la razón imperial” (“Apetitos” 27). 10.  Desde 1584, Felipe II proclamó cédulas que restringían que sólo los “doctores, maestros y licenciados … puedan andar todo el tiempo del año en mulas con gualdrapas … y las demás personas no puedan traer en machos, ni en mulas, coraça de seda, ni de paño, ni silla, ni guarnición con terciopelo” (BNM VC/014/16 vv. 405, 447). Refiere Elvira Vilches que ya desde la premática de 1494, la reina Isabel había prohibido usar oro en la fabricación del vestido (New World 38). 11.  Castany nota cómo el indiano reemplaza en el imaginario español lo que el judío había representado en los siglos anteriores: “la codicia y la desestabilización del orden social establecido en virtud de un rápido e ilícito enriquecimiento” (27). 12.  Lope fue Familiar del Santo Oficio, lo que significaba dos cosas: una, que tenía una cierta inmunidad y no podía ser procesado por él—a menos que realmente enfrentara serias acusaciones—y, dos, que debía participar en procesos inquisitoriales, que al parecer sólo fue uno. Lope fue testigo de un proceso en

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contra de un monje franciscano catalán en 1624 a quien se le condenó a la hoguera por sacrilegio en contra de la ostia, lo que se ejecutó en la Puerta de Alcalá en Madrid. Lope contempló esta ejecución, lo que le permitió ofrecer una visión del inquisidor ante el ruego humano que aparece en las Cortes (Castro 310). Por ser ‘limpio’ de sangre, gozar de buena fama y venir de una familia que ya contaba con Familiares del Santo Oficio, Lope no encontró problemas con esta institución a excepción de uno. En 1608, una carta de Lope al Santo Oficio refiere que éste retiró una de sus comedias—por mezclar lo sagrado y lo profano—y Lope le dice al señor Inquisidor que del retiro de esa comedia “me ha resultado grande nota en mi honor y reputación” (Castro 311). En consecuencia la pide para poder reescribirla. Como refiere Kenji Inamoto, la nota “Que no ha lugar” significa que la Inquisición rechazó la petición (230). De cualquier modo, Lope nunca entró ni en los edictos ni mucho menos en el Índex, por lo cual pese a ser su obra numerosa y muchas veces posible de ser acusada de ‘proposiciones,’ sí parece haber gozado de la inmunidad de su autor. 13.  Consuelo Varela parece dudar de que las Cortes sean la primera obra en representar al indio, pues menciona obras como la Toma de Rodas que se representó en México en 1538 (343) y la Conquista de Jerusalén que se representó en Tlaxcala en 1539. Lo único que no explicita es si estas obras presentaban al indio como un personaje (y no como un actor) en escena (343). 14.  Jáuregui afirma que “la crítica humanista del colonialismo es una de las formas en las que el colonialismo se reinventa” (“Cómo” 44). De esta manera, expurgándose y reformándose, el imperio se erige como un ente superior ética y epistemólogicamente. Castillo, por su lado, reitera que “esta actitud de protesta por parte del aborígen no deslegitima la conquista misma” (11) y que “los problemas y contradicciones que se generan dentro de las obras tienden a resolverse en el final apologético” (33). 15.  Domingo de Soto, Melchor Cano y Bartolomé Carranza de Miranda (Cárdenas, Escritura 23). 16.  Sobre la jurisdicción sobre los otros, Las Casas también invoca el pensamiento de Francisco de Vitoria (1486-1546) y su libro De Temperantia (1537) que discute el poder que tienen los reyes y los papas para mandar sobre los bárbaros y paganos (Jáuregui, Querella 42). 17.  Cárdenas reconoce distintas figuras jurídicas en los tratados lascasianos: la tiranía seguida por el fraude, que son los que usan asimismo los indios en las Cortes, seguidas por la restitución y el consentimiento voluntario (Escritura 120-27). 18.  Como documenta Jáuregui, la campaña lascasiana en defensa de los indios contribuyó a la redacción de las Leyes Nuevas de 1542 que buscaban suprimir los abusos de los encomenderos al evitarles pasar las encomiendas como herencia o venderlas. No obstante, estas leyes se volvieron letra muerta y fueron derogadas por Carlos V en 1545 (Jáuregui, Querella 49; “Cómo” 49). 19.  En el caso de las encomiendas de Perú, Las Casas pidió que los indígenas fueran “llamados y avisados y oídos” como súbditos del reino y legítima parte en la querella, pero esto no se llevó a cabo (Jáuregui, “Cómo” 61). 20.  La mayoría de los críticos descartan la posibilidad de que esta obra haya sido representada, aunque Jáuregui sugiere que es probable que lo fuera (Querella). Si bien no fue totalmente representada, cabe recordar que fue publicada en 1557 y con ello invadió la escena pública de una audiencia mayor que la de las juntas de Valladolid. 21.  Analizando el Tratado comprobatorio de Las Casas Cárdenas encuentra que ni el rey español ni el papa tenía jurisdicción sobre los indios a menos que ellos consintieran en ser evangelizados. Esto es lo que el derecho canónico llama “jurisdicción voluntaria” en donde hay un acuerdo entre las dos partes a estar bajo un mismo sistema (Cárdenas, Escritura 171). 22.  “O si Dios vuestros anhelos / destruyera, provocado, / fuera el reino desahogado / de tantos perros obscenos / pues, con algo de estos menos, / quedará santificado” (f. 307). 23.  Sobre la idea de consunción religiosa y material, Jáuregui dice, “Cuando Las Casas dice que los encomenderos ‘consumían los indios’ está equiparando el consumo colonial del trabajo con una inversión diabólica de la Eucaristía” (Querella 64-65; “Cómo” 11). Puede invertirse esta noción de consumo espiritual y acercarlo al ascético o místico, en el cual el amor de Dios ‘consume’ las almas de sus feligreses. 24.  América aparece como personaje alegórico en Las palabras a los reyes y gloria de los Pizarros de Vélez de Guevara y El valeroso español y primero de su casa de Gaspar de Ávila (Castillo 22). 25.  Vilches arguye cómo ante la falta de oro real en los viajes, Colón siempre crea la promesa del mismo y continúa postergándola al redirigir la atención de los reyes hacia otros focos como los caníbales o la evangelización (210). Lo único que sí da y en demasía Colón a la corona es el discurso junto con

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“tokens” o regalos simbólicos de indios, oro y animales americanos (“Columbus” 210). Como refiere Vilches, en La Española (Santo Domingo) no hubo mucho oro, apenas 4964 kilos de oro en la primera década y eventualmente la explotación minera se sustituyó con la plantación de azúcar (“Columbus” 214). 26.  Quevedo también elabora otra alegoría, de “don Dinero” como una representación masculina del dinero que se mueve por el Atlántico sin dejar ningún tipo de beneficio a la corona española, sino más bien al abandonarse al banquero genovés y el crédito extranjero. Don Dinero dice “Nace en las Indias honrado, / donde el mundo le acompaña; / viene a morir a España / y es en Génova enterrado” (Quevedo en Vilches, New World 47).

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