La Fascinación del Último Arte. Composición para un claro irónico

June 6, 2017 | Autor: R. Valdivieso Drago | Categoría: Philosophy, Aesthetics, Contemporary Art, Critical Discourse Analysis, Skepticism, Irony
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Descripción

La Fascinación del Último Arte Composición para un claro irónico

Narciso

Rosario Valdivieso Drago

Ensayo final del seminario “La Exención. Estéticas del Extremo”, dirigido por el Dr. Rodrigo Zúñiga. Doctorado en Filosofía con Mención en Estética y Teoría del Arte Universidad de Chile

La Fascinación del Último Arte Composición para un claro irónico

Preludio

La fascinación, extraña complacencia ante la paradoja del objeto que nos pertenece y, sin embargo, nos excede. El objeto se sustrae en tanto se da, se da en tanto se sustrae: escapa ante nuestro pasmo. El último arte despunta como bastión del arte mismo, provocación del arte por el arte, apreciada en su silencio y despojada de utilidad. El último arte es cima de la vacilación infinita y, por eso, es grieta sin medida —desmesura y perversión— en la exhibición de contradicciones que dan lugar a ese tambaleo perenne. La fascinación del último arte se compone a partir de este tejido de paradojas que configuran no sistemáticamente un arte que pretende ser rupturista y transgresor, no obstante, su producción es una serie de intercambios que no dan por resultado un producto acabado. La producción misma, entonces, exige un límite que si no es propuesto por un relato de lo que es arte, es dado por el pedestal a merced del artista. De ahí que el artista que gobierna el pedestal mediante su firma tiene la potestad de hacer cualquier cosa en nombre del arte. Sólo entonces surge la trama que hila la fascinación, el pasmo. La pregunta que guía este ensayo es acerca de la disyuntiva que configuran una muerte del arte por el arte —un suicidio— como salida a la ausencia de un fin, o bien, la matriz irónica en tanto que restitución de una identidad que no es del tipo de lo idéntico a sí mismo, sino que, según su narración, comprende una recurrencia a la tensión que le da sentido.

 

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1. Fin y muerte, un nuevo traje para el Emperador

El traje del Emperador, las cosas investidas de arte por la potestad soberana del artista El Emperador luce su nuevo traje 1 . En su inocencia un niño no ve sino la desnudez del Emperador. Queda expuesta la apariencia en cuanto tal, a menudo no reconocida2: un pueblo que advierte su propia ceguera tramada con hilos de oro y seda. La moraleja no se deja esperar, pero podemos ponerla en suspenso. Se trata de aquella instancia en que se dice el secreto a voces, lo que no debía pronunciarse. Cuando el último bastión del arte es el artista, que asume la potestad soberana, la obra es investida de arte por la marca que este lleva a cabo. El traje que lleva el Emperador es un signo que confecciona el artista. De ahí que él no puede sino imprimir en la obra la huella de su propio vacío y espejismo. La investidura del soberano es como el traje del Emperador, visible sólo en su invisibilidad; es vestidura garante de cualquier cosa puesta en el pedestal en nombre del arte. Así, el artista bajo el espectro de su investidura, de su nombre propio, sólo puede abandonar la obra a la anfibología de un sujeto que es artista porque confecciona arte y de la obra que es arte en virtud del nombre del artista. La fórmula “en nombre del arte” perpetúa esta relación cuya solución es indecidible. La autorreflexión —del artista en la obra y de la obra en el artista— la podemos pensar como intervención que pone en cuestión su propio procedimiento en lo fantasmático. En cierto sentido nunca logra salir de sí, superarse. Se trata de una negatividad infinita y polivalente que persiste por su (in)capacidad de asunción; sin embargo, en otro sentido, su capacidad o potencia consiste en la exhibición de su impotencia.

La carencia de directrices que permitan establecer un dominio de lo artístico Cabe preguntar si es posible hablar de una especie de horizonte una vez que se ha llegado a un momento en que lo que llamamos ‘arte’ carece de directrices, es decir, cuando no es posible distinguir entre cualquier cosa y obra de arte y, en consecuencia,                                                                                                                 1

Referencia al cuento de Hans Christian Andersen: “El Nuevo Traje del Emperador”. Que la apariencia en cuanto tal no sea reconocida alude a que esta no es objeto de reconocimiento en la medida que resguarda la inestabilidad de lo singular, contrastándose con la noción de esencia.  

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cualquier cosa puede —a manos del artista y en razón de la desublimación del arte— ser investida de obra de arte. En el arte contemporáneo de los ’70 se advierte que «no había una manera especial de mirar las obras de arte en contraste con lo que [se ha] designado “meras cosas reales”» (Danto, 1999: 35). Así, en la medida que las apariencias fueran importantes, cualquier cosa podría ser una obra de arte (35). Las apariencias, cuya efectividad no es puesta en duda, operan como neutralización de la identidad y del estatuto artístico. La apariencia se sitúa como intersticio entre la realidad y la ilusión, y se manifiesta como operación artística. En esa operación las obras coinciden con el linde entre lo que es y lo que no es: una obra de arte que se sostiene por sí misma. Podemos pensar, a partir de lo anterior, que la investidura del artista soberano es el sedimento de la operación por la cual hace uso de su impotencia y, a la vez, muestra sus atributos —aun de un modo inconsciente— como un héroe. De este modo consuma en nombre del arte la misión que a sí mismo encomienda: transgredir los límites del arte, forzarlos hasta terminar con ellos. Lleva, por eso, en sí su propia destrucción.

La pregunta por los límites del arte Mas la pregunta por los límites del arte surge cuando estos se han debilitado. Aun la anatomía del preguntar mismo puede considerarse desde la persistencia del objeto en su ausencia, aquello que es indagado en tanto huye. Cabe distinguir entre una pregunta por los límites y una pregunta por el objeto. Cuando los límites se han vuelto objeto es porque el objeto de la obra de arte ha sido reprimido o puesto en suspenso. Esto supone que el linde del arte ya no es una frontera entre lo que es arte y lo que no es, precisamente porque el objeto, que impone su condición como guía de una pregunta, persiste sólo en su ausencia. De ahí que, cuando decimos que el objeto ha sido reprimido —y no suprimido—, los límites toman su lugar. El arte en los límites del arte da cuenta de un arte que, en razón de la desublimación del mismo, ha de situarse en el límite: la represión del objeto como estatuto primario de la obra de arte:

“Fuente” representa la condición de objeto como resto indeseable (la materialidad que debe ser reprimida para la experiencia de la obra de arte), pero ello sólo es posible haciendo patente, al mismo tiempo, la emergencia en la escena de su reducción (de ahí que se pueda argumentar que cuando se advierte lo que el ready-made hizo por la obra de arte en relación con el objeto —entregar la obra a la polivalencia del

 

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objeto, por ejemplo—, necesariamente se olvida la otra parte de la ecuación: lo que el ready-made devolvió a la objetualidad reprimida como estatuto primario de la obra de arte) (Zúñiga, 2010: 24).

La constante referencia a la pérdida del linde que legitimaba el arte, fuera por inclusión o por exclusión, da pie a ese proceso inacabado de reincidir en el límite, también de establecerse en la frontera como un lugar de excepción, de paradoja y de indecibilidad acerca de lo que es y lo que no es arte. Este arte de excepción pone toda matriz en suspenso, haciendo de la falta una tensión entre el espectador y la estructura que inviste a las cosas de arte. Por eso, si hay un sentido, no puede situarse ni en la subjetividad ni en la objetividad, sino justamente en el atisbo de un arte que exhibe su condición de moribundo, a pesar de que nunca acoge su muerte.

Diferencia entre fin y muerte en relación a los límites y circularidad de la agonía Según lo anterior, es necesario distinguir entre el fin del arte y la muerte del arte. El fin del arte —en tanto que fin al que se dirigen los acontecimientos y final o término—es la conclusión de un relato legitimador de las prácticas que se dan dentro de sus lindes. La muerte —que adquiere parcialmente el carácter de fin como final— supone la imposibilidad de que dichas prácticas puedan contar con un lugar en o fuera de ese dominio. Podemos inferir que el estado actual del arte se sitúa más allá del fin del arte, sin embargo, eso no significa su muerte. Ahí donde el final se levanta sobre la finalidad, aparece fantasmáticamente la muerte. La aparición fantasmática signará la agonía del arte. El proceso inacabado e insistente de desublimación hará que la potencia del arte sea justamente la impotencia de dar fin a sí mismo. Aquí todo está disponible. En el estado de agonía las fuerzas provienen de un arte que para sobrevivir devora sus desechos una y otra vez. El traje invisible sólo es visible gracias a la investidura que surge una vez reprimido el objeto.

2. La muerte del arte por el arte: el nombre profanado  

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Lo fantasmático de la muerte La muerte para el arte es un bajo continuo. En cierto modo lo fantasmático corresponde a la sombra de una muerte que nunca se consuma. Tal vez he ahí lo que anima el arte, quizá sea que su presencia es ese juego de opacidad y transparencia, donde la sombra es la obra cifrada y la transparencia la (con)fusión de ‘cosa’ y ‘obra de arte’. La figura al desnudo está vestida por la proyección ambigua y diurna del ojo espectador. La opacidad se desdibuja en la medida que esa visión, sumergida en el juicio, ve el traje invisible como opaco y le atribuye pertenencia a cierta esfera de dominio según dicho juicio, que depende del espacio y condición que ocupa la obra para diferenciarse.   El arte, hoy más que nunca, deja tras de sí una sombra, una silueta menos luminosa en la que se retrae cuanto de inquietante y enigmático posee. Cuanto más violenta es la luz con que se pretende envolver la obra y la operación artística, tanto más nítida es la sombra que estas proyectan; cuanto más diurna y banal es la aproximación a la experiencia artística, tanto más se retrae y se protege lo esencial de la misma en la sombra (Perniola, 2002, p. 10).

Las obras se revuelcan en sus restos. Aquel estado, en que es indiscernible la vida y la muerte, teje un estatuto agónico. La identidad del arte se forja, en este sentido, según la nitidez de la sombra; sin embargo, en estado agónico la sombra es ese procedimiento en que el arte no puede sino consumir sus restos una y otra vez. Ahora bien, hay una violencia en ese procedimiento circular. Los residuos son consumidos de tal forma que siempre hay un exceso, una especie de evacuación de los desechos para volver a ser alimento y transgredir los propios límites del que los consume. Esto puede interpretarse, al menos, de dos maneras: violencia que consiste más bien en una imposición a las cosas para conferir los límites de los que una obra carece, o bien, una violencia que devela una relación que antecede a la distinción de cosa y obra de arte. Una especie de exceso que transforma a la agonía en potencia para pensar las condiciones del arte al interior del mismo arte.

Articulación de diferencia según la significación y reversibilidad de la misma De la segunda posibilidad se desprende que habría una distancia entre las meras cosas y las obras de arte. A fin de mantener esa distancia, es forzoso que exista la remisión a un significado que trascienda y, además, invierta la relación entre el  

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significante y el significado. Podríamos decir que en la modernidad lo que se pone en cuestión es que el significado sea la cosa y el significante, la obra de arte. Pues bien, en el arte contemporáneo parece consistir en una inversión, donde la cosa es significante de la obra de arte. Por otra parte, existe una diferencia que permite aseverar que una obra no es una cosa, sino que es una expresión artística. La irreductibilidad de la relación a una u otra nos lleva a que «es preciso que exista un significado trascendental para que la diferencia entre significado y significante sea de algún modo absoluta e irreductible» (Derrida, 2008: 28). Por ‘significado trascendental’ entendemos, según la lectura de Jacques Derrida, el primum signatum. Este significado comprendería todas las significaciones determinadas sin confundirse con ninguna de ellas. De ahí que el logos sea del ser (27). Lo último supone que la escritura estaría en cierto modo dispuesta al logos y a la verdad. El significado trascendental sería una especie de vórtice. La desublimación, por su parte, apelaría a dicho significado para convertirlo en fetiche. Lo convierte, es decir, lo vuelve reversible. Los procesos artísticos contemporáneos cargan consigo lo fantasmático a partir de este juego del que participan el artista y el espectador. En la medida que la veladura de lo trascendental no logra consumarse y persiste como reverso en la desublimación, lo fantasmático conquista su lugar como muerte imposible de sí.

Cuando lo fantasmático significa profanar el nombre con la esperanza de consumar la muerte del arte Esa clausura de la relación de muerte e imposibilidad —cuando se supone que la muerte es la única posibilidad de la que no cabe duda— nos lleva a que el arte ha profanado su nombre. Nombre o tumba que se escarba, hendidura vacía. Que cualquier cosa sea arte en nombre del arte tendría, en esta lógica, la matriz del suicidio imposible y por lo mismo suicidio que recoge en sí el estatuto agónico del arte. Es similar a la relación del coleccionista con el objeto. Relación oxidada con una cosa que se deshace al tocarla e introducirla en la esfera de la utilidad, cosa cuya gracia consiste en el desarraigo respecto de la función. El nombre profanado y el cadáver inexistente que, sin embargo, opera como quicio de este rodeo infatigable en torno a la invocación y el nombramiento del arte al reverso de la firma del artista y su nombre propio. Las paradojas emergen de esa condición de la obra de arte. En palabras de Rodrigo Zúñiga (2010), la simbiosis o

 

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cooperación entre potencia e impotencia da pie para pensar que un arte fronterizo transforma su identidad en un sustrato que no permite al arte morir, pero tampoco sustentarse dentro de sus límites.

Lo que aquí presenciamos es una verdadera simbiosis, una identificación clara y manifiesta, entre vanguardia y espectáculo, entre ruptura y exhibicionismo. Dos modalidades opuestas de la “política estética”, dos formas de pensar el efecto político del arte, que, como puntos de fuga disociados entre sí, jamás acabarían por sellar el abrazo mortífero (14)

Ante esa simbiosis la identidad aparece en tanto que desdoblamiento de potencia e impotencia. De ahí que podamos preguntar: ¿hay en la muerte del arte por el arte un principio de identidad que surja de la conversión del significado trascendental en fetiche?

3. La matriz irónica de la identidad del arte ante su suicidio

Hacia una identidad que supone desdoblamiento y desarraigo Primero, nos preguntamos por una identidad del arte no en términos estructurales, sino organizacionales, es decir, dispuesta desde la exigencia por los límites, y que, por eso, no precede a su función articuladora. El gesto de Oscar Bony con “La familia obrera” (1968) pone de manifiesto que el arte es un procedimiento que no halla en sí mismo un fin. El significante, la familia que representa mecanismos de producción, conserva la irreductibilidad de la diferencia con el significado, aunque dicho significante ya se encuentra en un espacio ajeno y la diferencia se establece por la disfuncionalidad del significante respecto del significado. Esta sería la condición del arte, de un arte último que suscita la fascinación por la potestad del artista. El procedimiento es el objeto despojado de utilidad, en este caso, del trabajo y la intercambiabilidad que se desliza en el concepto de obrero. Una vez en el pedestal, los cuerpos vivos se exhiben bajo un principio: la conservación y consolidación del estatuto de familia obrera, pero esta vez desalojada de su significado que concierne a una política de los cuerpos. La política queda como residuo de la relación entre vanguardia y espectáculo.

 

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En este sentido, habría un principio de identidad resquebrajado en razón del desdoblamiento supuesto en la muerte del arte por el arte. Una especie de doblez donde el arte y su reverso no guardan una relación causal. Es que el valor de la mercancía, por los cuerpos, es y no es intercambiable. “Es”, porque cualquier cosa podría estar en su lugar; “no es”, porque el arte cumple esa labor redentora sacando a la mercancía de su uso, es decir, de su origen.

La reducción que lleva a cabo la comprensión de la identidad según la noción de origen y esencia Por eso, buscar un origen es una especie de tarea, es dar respuesta a la provocación—elogio de la llamada a restaurar un sentido y una historia—. El fin es lo que confiere al procedimiento narrativo lo imprescindible del acontecimiento para que tal fin ocurra. Surge entonces un conflicto. ¿Cómo puede existir un origen que permita identidad —un sustrato— en el arte contemporáneo si las obras no aluden a un significado trascendental a excepción del sentido señalado? Despejar la noción de un núcleo inmutable que da pie a la identidad supone atender a la idea de origen. Cuando consideramos que las obras de arte no exigen la vuelta a algo originario, sino al descentramiento de lo que es considerado arte, es forzoso investigar en qué medida la obra, en tanto que procedimiento, presenta una estructura narrativa que propende a la proliferación infinita de interpretaciones suscitada por la desublimación.

Una identidad que opera como quicio ante su propio desdoblamiento La identidad operaría como un dispositivo de articulación entre lo trascendental y la cosa, cualquiera sea. Que una cosa de este tipo sea obra de arte significa que persiste en la puntualidad de sí misma. Una puntualidad que no marca sentidos en una sola dirección, sino que apunta tanto a la utilidad de una cosa como a la investidura que le confieren pedestal y firma. ‘Puntualidad’, según el uso cotidiano, refiere a una coincidencia, pero ―en el caso de la puntualidad del sí mismo― también a un desdoblamiento, esto es, a dos cosas de orden distinto que se encuentran y, paradójicamente, son lo mismo. Por ejemplo, el yo que fue, que es y que fuere tiene sentido según esta articulación que da la identidad,

 

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identidad que se dispone conforme a la amenaza exigente de perderse como un ser indiferenciado y radicalmente difuso en el devenir.

Para el hombre absurdo había una verdad, al mismo tiempo que una amargura, en esta opinión puramente psicológica de que todos los rostros del mundo son privilegiados. Que todo sea privilegiado equivale a decir que todo es equivalente. Pero el aspecto metafísico de esta verdad lo lleva tan lejos que, en virtud de una reacción elemental, se siente, quizá, más cerca de Platón. Se le enseña, en efecto, que toda imagen supone una esencia igualmente privilegiada. En este mundo ideal sin jerarquía el ejército formal se compone solamente de generales. Sin duda, había sido eliminada la trascendencia, pero un giro brusco del pensamiento vuelve a introducir en el mundo una especie de inmanencia fragmentaria que restituye su profundidad al universo (Camus: 25).

Esto implica la existencia de un dispositivo de identidad que articule lo fragmentario y lo organice, que suscite el contraste entre opacidad y transparencia, aunque no quede esto remitido a la realidad antes que a la ficción. La puntualidad del sí mismo cumple esa función. No se trata de un mero punto medio relativo, sino ―también y principalmente― un eje comprensivo o dispositivo que articula el paso del tiempo y lo organiza según el presente: «la memoria recupera de modo presente, no de modo pasado» (Sánchez, 2002: 141). De ahí que el paso del tiempo esté inexorablemente sujeto a una fábula de identidad que se configura a partir de la relación paradójica de coincidencia. La paradoja de la puntualidad se manifiesta en el ‘mismo’ (sólo tiene sentido decir que soy el mismo si antes era otro, por otra parte, ahora soy el mismo y soy otro), y exige, por ejemplo, que la temporalidad se articule en función de esa diferencia para introducir las nociones de permanencia y de cambio.

La condición ambivalente de identidad hace emerger el problema del suicidio La identidad, dispuesta como quicio se sitúa en el punto ciego de la urgencia. El punto ciego se presenta negativamente en tanto nos urge responder a la amenaza de desvanecerse en un mundo irracional, donde no existe privilegio alguno. Por eso la diferencia entre cualquier cosa y obra de arte debe ser asegurada por lo que hemos mencionado como sinificado trascendental. Ahora bien, cuando hablamos del arte en nombre del arte y nos situamos en el problema respecto de que cualquier cosa sea arte en nombre del arte, damos rodeos en

 

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torno al suicidio. Este es precisamente la ruptura de la identificación que habría establecido la obra con su objeto en virtud de la conversión del significado trascendental en fetiche. Así llegamos a la agonía del arte como imposibilidad de desanudar la relación de objeto, esto significa que no ha resuelto la renuncia al objeto ni la pérdida del mismo. Porque no sabe con qué acaba cuando proclama su muerte y, a su vez, porque tiene la potestad de proclamar su muerte, el arte se encuentra en estado agónico. En estas circunstancias ya no hay límites ni identidad que permitan distinguir lo posible de lo imposible. El problema ético emerge del fondo:

De lo que hablamos es de un arte siempre a punto de abismarse, siempre a punto de ceder a la tentación de una expugnación estética de todo aquello que está disponible para él. Un arte que se encamina, ebrio de sí mismo, por los márgenes de lo posible ―ahí donde lo posible y lo imposible, entendidos como categorías modales, de súbito parecen suspenderse y extraviar sus territorios― (Zúñiga, 2010: 64).

El suicidio pretendería restablecer la identidad del arte con lo imposible, lo que ya no se puede realizar; sin embargo, el arte presenta un exceso al no identificarse con la cosa y de ello quedan los residuos que él ha de consumir para su sobrevivencia. El suicidio solamente se manifiesta en la imposibilidad de su consumación. De una u otra forma no podemos pasar por alto lo que Albert Camus proponía como problema: «vivir bajo este cielo asfixiante exige que se salga de él o que se permanezca en él. Se trata de saber cómo se sale de él en el primer caso y por qué se permanece en él, en el segundo» (Camus: 17). He aquí el problema de un arte agónico. Cada vez que el arte anuncia su suicidio como precipitación del fin, apela a su depotenciación, y cuando proclama su muerte no está sino denunciando la espera, es decir, la actualización de su potencia en la dilación del fin.

Cuando la imposibilidad del suicidio exige una salida al problema La demora del fin y la urgencia del problema mencionado permiten que se formule otra salida a la relación fantasmática del arte con la muerte. Esta salida sería la ironía, que se levanta como un modo de pensar la demarcación de la obra artística desde sí misma como operatoria de identidad. Dicha matriz sustentaría el desdoblamiento, cuyas ramas son significado trascendental y fetiche. La propuesta irónica permitiría, también, mantener la tensión sin subsumir uno a otro; así la fascinación da paso a su  

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contraparte: la risa del niño, la jovialidad de la desesperanza y la potencia de la destrucción y creación desde la pluralidad.

Cómo pensar la ironía en tanto que matriz Cabe destacar que la ironía que nos interesa en este caso no consiste en una mera conversión de significado del tipo que dice una cosa y da a entender lo contrario. Las ironías más complejas —que llamaremos ironías de complejidad— se basan en un desdoblamiento semántico del enunciado (lo esperado). En ellas los significados que se desprenden del primero difieren, contrastan, y se relacionan mediante un vacío, pues no hay una relación explícita que permita establecer un hilo argumentativo entre ambos significados. La ironía es un argumento no lineal cuyo dedo apunta a las cosas sin una pretensión totalizadora. Por ello, la comprensión de la ironía no consiste en reemplazar un significado por otro. Es necesario que se mantenga la tensión entre lo que se anticipa como expectativa y lo que de ello se desprende. De ahí que la comprensión actúa articulando los significados sin suprimir o anular uno por otro. Se trata de la tensión propiamente irónica. La ironía es una matriz para el arte que agoniza. La obra irónica, respecto del problema del suicidio, dice “me quedo porque sé cómo salir”. Esta es la provocación propia del ironista frente al suicida que intenta salir, pero no logra más que perpetuar su agonía. El arte que pretende suicidarse no logra acabar consigo mismo porque no sabe qué es, sus límites se han disuelto. La ironía, en cambio, mantiene la tensión y amenaza de disolución en la irracionalidad, exigiendo una identidad presente en la idea de puntualidad. La ironía no anula su paradoja, al contrario, la intensifica. En el caso del arte suicida «la transgresión de las fronteras del arte no sería, pues, un movimiento progresista, sino que tendería a despojar al artista, al crítico y al conservador de cualquier autonomía, conduciéndolos al plano de la realidad, es decir, de la dependencia directa de los imperativos económicos» (Perniola, 2002: 77-8). Ese abandono a los imperativos económicos del arte que infructuosamente intenta darse muerte por medio de la transgresión resulta tan irónico como la pregunta por una vida eterna. La respuesta, en todo caso, sería: no basta una vida para darse cuenta de que una vida es suficiente.

 

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4. Ironía y desmontaje, el Emperador está y no está desnudo

La ironía restituye la pluralidad El irónico desenmascara el traje invisible y la investidura del emperador. Descubre tras la jactancia el talón de Aquiles. La ironía provoca el asombro propio de eso que antes ensombrecido deviene de pronto un estallido de significación, y expone todo lo que hace posible una palabra. Comprender la ironía, no libre de tropiezos, empuja a caer en las verdades y nunca en la verdad; por lo mismo, la ironía se muestra a sí misma optando por la pluralidad. No se puede dejar de considerar la ironía como una especie de función que rebasa los caracteres particulares que toma en una determinada obra. Se trata de un modo de pensar las inscripciones artísticas desde las condiciones de su lenguaje y no desde la desnudez del mismo, como si este fuera neutro. Por eso consiste más bien en una neutralización en la paradoja que en una neutralidad.

Los límites de la ironía: un criterio Wayne Booth (1989) aborda la ironía desde la relación que se establece entre los enunciados o la obra irónicos y el receptor, defendiendo que sí es posible decir cuándo encontramos o no ironía. Además propone que se puede vislumbrar cuál es la posición del autor respecto de sus intenciones. De este modo intenta sobreponerse al posicionamiento relativo del irónico, errante y nunca fijo, y, por lo tanto, nunca supeditado a una lectura que determine cuál es el valor o conjunto de valores a los que este suscribe. Booth, entonces, distinguirá entre ironía estable e ironía inestable para decir que, al menos en el caso de la primera, hay una lectura que concuerda con la imagen que nos hacemos de la intención del autor; de ahí que a veces nos equivoquemos, ora por no advertir que «hay afirmaciones que no pueden entenderse sin rechazar lo que parecen decir» (Booth, 1989: 25), ora por no reconocer qué quiso realmente decir el autor, aunque sepamos que no corresponde a lo literal. Se trata, en efecto, de una función subjetiva y no lingüística, es decir, una relación intencional que se establece entre escritor y lector.

 

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Antes de comenzar con el examen de ironías estables e inestables, un concepto importante y digno de destacar en la lectura de Retórica de la Ironía es el de reconstrucción. Este refiere principalmente al criterio según los pasos que sigue el receptor para descubrir el razonamiento del irónico. La posibilidad de una reconstrucción implica que existe una ironía estable y no ilimitada que permite al lector identificar con certeza qué es lo que se quiso decir, certeza que, para Pere Ballart (1994), puede significar un paso en falso, en tanto no es posible atribuir a la ironía misma esa fijeza con la cual Booth describe la ironía estable. La estabilidad corresponde al modo en que la lectura puede alcanzar ciertamente un punto en que se da por reconstruida la intención del autor. De esta manera, nos hallamos ante «una fijeza literaria, una “ironía estable” que se nos presenta en realidad con una serie limitada de tareas de lectura [...] con independencia de la amplitud o estrechez de la idea que tengamos de la ironía en general» (Booth, 1989: 27). Respecto de la ironía inestable se dice: «la única afirmación segura es la negación con que comienza una obra irónica: “esta afirmación es insostenible”, dejando la posibilidad, y en infinitas ironías, la clara implicación de que, dado que el universo (o al menos el universo del discurso) es intrínsecamente absurdo, todas las afirmaciones pueden quedar minadas por la ironía» (Booth, 1989: 304). La inestabilidad se predica de aquellas ironías socavadas por otras ironías que, a su vez, se apoyan en otras ironías. Puesto que no hay interpretación que se salve, este fenómeno nos conduce al terreno de la radical vacilación. Bajo el supuesto de que toda obra de arte no es por azar, sino que en ella hay una intencionalidad que invita a la interpretación (Booth, 1989: 309), la diferencia posible radica en el conocimiento respecto de cuándo detenernos en la cadena interpretativa. En el caso de la ironía inestable no hay certeza de tal limitación. La noción de absurdo es latente en su definición, y depende indefectiblemente de la negación constante de significados; el absurdo es aquello que carece de sentido y puede desplegarse en tantas direcciones que, por de pronto, es inasible. Toda interpretación es válida, ¿aun cuando viola fundamentalmente el texto? Esta es una de las preguntas que se hace Booth, cuyo supuesto permite inducir que la obra de arte tiene un sentido. Si el universo fuera absolutamente absurdo, toda poética de él es absurda, al igual que toda lectura. La infinita variedad podría desplegarse destruyendo uno de los criterios que guían el ensayo

 

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de Booth: hay lecturas mejores que otras. En efecto, mientras las ironías infinitas se den en un universo auténtico y conlleven juicios de valor que pueden no ser absurdos, habrán interpretaciones que se acerquen más, aun cuando no sean plenamente adecuadas «y la búsqueda de verdad y de interpretaciones más veraces tendrá en sí misma un sentido» (Booth, 1989: 333).

El criterio de la ironía aplicado al arte en estado agónico Sin embargo, el arte en estado agónico escapa a esa consideración estable de la ironía. El arte bajo la consigna de la desublimación se resiste a la comprensión desde la reconstrucción de sentido. Si podemos hablar de una salida irónica al suicidio, es preciso recurrir a la idea de que esa salida no es resolutiva, sino que se organiza como ironía inestable.

Ironía y totalización de la verdad Las ironías de complejidad permiten, también, dar cuenta de la resistencia necesaria para que el arte persista en la agonía pero sin consumarse en ella, es decir, dando pie al síncope y la excepción como defensa ante la exhibición de un cuerpo (in)vestido. La resistencia, entendida como tensión, es una relación de distancia. Vincula los sentidos a través de una mutua referencia que no suprime la diferencia porque no intenta dictar una verdad. Ballart (1994), refiriéndose al análisis de Jonathan Culler, escribe: «Por lo tanto, la espiral irónica no conduce a la sustitución de una realidad literal por otra sugerida; pretende, muy por el contrario, llevar al lector a una dinámica que le impida incurrir en el dogma, en la atribución absoluta de verdad a juicios que serán —como lo son todos— necesariamente parciales» (249). La reticencia al dogma se presenta en la negatividad propia de la ironía de complejidad, que significa postergar toda negación y afirmación respecto de juicios que se consideren ciertos e indubitables.

Una ironía que propende al escepticismo es aquella que implica el vacío respecto de la verdad como condición de posibilidad para vincular significados SørenKierkegaard (2000) propone a partir de Sócrates que la ironía supone un vacío. Esto nos servirá para esbozar el concepto de vacío cognoscitivo que opera dentro de

 

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la ironía. De este modo podemos decir que el desdoblamiento lo que abre es un espacio discursivo no causal, sino más bien “polifónico”.

En efecto, uno puede preguntar con la intención de obtener una respuesta que contenga la plenitud deseada, de modo que cuanto más se pregunta, tanto más profunda y significativa resulta la respuesta; o puede uno preguntar no con interés de respuesta, sino para succionar a través de la pregunta el contenido aparente, dejando en su lugar un vacío. El primero de los métodos presupone, naturalmente, que hay una plenitud; el segundo, que hay un vacío. El primer método es el especulativo; el segundo, el irónico (103).

El método irónico subsiste gracias a ese vacío puesto que la ironía es emergencia de la paradoja dentro del razonamiento. Lo contrario implica considerar la ironía desde un juicio encubierto bajo la forma retórica. El problema de la segunda manera de entender la ironía es que no habría lugar a un desdoblamiento y esta consistiría en el reemplazo de un enunciado por otro, cuestión que se cumple en las ironía simples, mas no en las complejas.

El vacío permite la diferencia entre mera cosa y obra de arte sin recurrir a la trascendencia De ahí que el arte según una matriz irónica exige una actitud crítica, donde la cosa no pierde su cualidad de cosa y se conserva la distancia con lo artístico, siempre desde el desdoblamiento que impone que el traje sea visible en su invisibilidad. Al respecto, es necesario atender a la identidad bajo la forma de una fábula, pero esto no se trata de una mera apariencia bajo otra apariencia, sino de una doble naturaleza de la identidad, como si la irreductibilidad y atomización que la caracterizan fueran gracias al vacío que permite al enunciado desdoblarse en dos niveles cuya relación no se establece desde una lógica de prioridad de la sustancia.

Schlegel no le pide al lector adhesión a un principio expuesto en el texto ni que se identifique con un personaje; la colaboración que pide tiene que incorporar en cambio una actitud de distanciamiento. El lector debe ser un observador crítico de la narración y ser en todo momento consciente del carácter ficticio de la obra. El creador mismo mantiene también una distancia con respecto de la ficción que produce y de su escritura: mientras escribe siente su doble naturaleza, la de creador, por una parte, y la de observador de su creación, por otra (Schoentjes, 2003, p. 93).

 

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El restablecimiento de cierta coherencia en el discurso irónico es producto de la comprensión que abarca el doble sentido de los enunciados sin reducirlos. Esto conlleva una actitud frente a la ironía, el receptor logra compartir algo con el irónico hasta la complicidad. Por otra parte, «la ironía es el marco en el que las evidencias se impregnan de lo que la modernidad posee: la capacidad de dudar» (Bozal, 1999: 107). En esa capacidad de dudar, ironista y receptor participan de un juego en que ninguno posee el control.

El vaciamiento de las apariencias irreductibles a la idea de esencia En una obra como “La Familia Obrera” las evidencias son puestas en cuestión. Por evidencia consideramos en este caso el cartel con la referencia al contrato establecido; ahí no sólo juega la información proporcionada por el artista, también lo hace —a modo de vestidura— la descontextualización y transmutación de las expectativas que suscita la idea de una familia obrera. Asimismo “El Lamento de las Imágenes”, de Alfredo Jaar, nos enfrenta a la (im)posibilidad de las imágenes, a su potencia suspendida en el encandilamiento. La obra, compuesta por tres textos que se encuentran retroiluminados en una sala oscura, por un pasillo y una sala en que una pantalla gigante en blanco enceguece, permite una lectura desde el vaciamiento irónico. Precisamente el ojo y la persistencia incansable de la visión se levantan para apaciguar la fragilidad de lo orgánico. La identidad de las imágenes es la expectativa que la pantalla muestra en el resplandor, resplandor vaciado de apariencias.

 

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El Lamento de las Imágenes Alfredo Jaar

Ese vaciamiento de las apariencias, de la visibilidad, da lugar al desmontaje de la imagen, volcamiento a su propia fragilidad. La pantalla en blanco nos conduce nuevamente a la matriz irónica. No se trata de regresar al origen desde el suicidio, sino de desmantelar los supuestos que han vestido al Emperador con su mejor traje.

La anfibología de la apariencia que rescata la ironía En cierto modo el Emperador está desnudo. El niño lo expone. Pero también está cubierto por expectativas, por el nombre del arte. Las fascinación del último arte se consolida en su agonía y la impotencia del artista es exhibida en la medida que el espectador asiste a su propio espectáculo. Este juego de espejos, donde el que no quiere ser necio ve lo que no ve, encuentra excepción en la matriz irónica. La ironía permitiría al artista tomar una actitud escéptica consigo mismo y enunciar su condición: “El último trabajo que me dieron, y del que aún no me despiden, consiste en mirar con lupa mi propia idiotez. Algunos dicen que es como mirar con lupa a un elefante, pero lo dicen porque miran como hormigas. A pesar de las vicisitudes de un trabajo que exige vigilar constantemente cada minucia, puedo decir que lo hago bien porque puedo verlo todo con la agudeza de un clarividente”.

 

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Bibliografía

BALLART, P. (1994). Eironeia: La figuración irónica en el discurso literario moderno. Barcelona: Quaderns Crema. BOOTH, W. (1989). Retórica de la Ironía. Madrid: Taurus. BOZAL, V. (1999). Necesidad de la Ironía. Madrid: Visor. CAMUS, A. El Mito de Sísifo. Extraído el 7 de junio de 2011 del sitio WEB http://www.scribd.com DERRIDA, J. (2008). “La escritura pre-literal”. De la Gramatología. México D.F.: Siglo XXI. DANTO, A. (1999). Después del Fin del Arte. Barcelona: Paidós. KIERKEGAARD, S. (2000) Sobre el Concepto de Ironía en Constante Referencia a Sócrates. Madrid: Trotta. PERNIOLA, M. (2002). El Arte y su Sombra. Madrid: Cátedra. RICŒUR, P. (1999). “La identidad narrativa”.Historia y Narratividad. Barcelona: Paidós. SÁNCHEZ, D. H. (2002). La Ironía Estética. Estética romántica y arte moderno. Salamanca: Universidad de Salamanca. SCHOENTJES, P. (2003).La Poética de la Ironía. Madrid: Cátedra. ZÚÑIGA, R. (2010). Estética de la Demarcación. Ensayo sobre el Arte en los límites del Arte. Santiago de Chile: Magister en Teoría e Historia del Arte; Departamento de Teoría de las Artes; Facultad de Artes de la Universidad de Chile.    

 

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