La extensión fotográfica

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LA EXTENSIÓN FOTOGRÁFICA

La extensión fotográfica

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Rodrigo Zúñiga

1. Nuevas programaciones de lo fotográfico

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n el Capítulo 44 de La Chambre claire, a propósito de lo que él llama «el noema de la fotografía» —su fuerza constativa (constative), indicial, certificadora de una presencia— Roland Barthes hace la siguiente observación:



En la imagen [fotográfica], el objeto [fotografiado] se entrega en bloque y la vista tiene la certeza de ello —al contrario del texto o de otras percepciones que me dan el objeto de forma borrosa, discutible, y me incitan de este modo a desconfiar de lo que creo ver. Esta certeza es suprema, porque tengo la oportunidad de observar la fotografía con intensidad; pero al mismo tiempo, por mucho que prolongue esta observación, no me enseña nada (elle ne m’apprend rien). Es precisamente en esta detención de la interpretación que se encuentra la certeza de la Foto: me consumo al constatar que eso ha sido (ça a été); para cualquiera que tenga una foto en la mano, he ahí una «creencia fundamental», una Urdoxa que nada podrá deshacer, excepto si se me prueba que esta imagen no es una fotografía. (1980, p. 165)2

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Publicado originalmente como el capítulo 4 del libro de Rodrigo Zúñiga La Extensión fotográfica. Ensayo sobre el triunfo de lo fotográfico (Santiago de Chile: Metales Pesados, 2013). Reproducido con autorización de Rodrigo Zúñiga y de la editorial Metales Pesados.

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Tengo a la vista la traducción al español de Joaquim Sala-Sanahuja, que a veces modifico ligeramente: Barthes, R. (2005). La Cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Buenos Aires, Barcelona, México: Paidós. El autor habla de la force constative en el capítulo 36 de la versión original (p. 138); en el mismo capítulo dirá que «toute photographie est un certificat de présence» (p. 135).

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¿Y qué sucede si, efectivamente, comprobamos que tal o cual imagen no es una fotografía? En 1979, Barthes podía insistir poderosamente en la capacidad referencial de la foto, al punto que —como se encarga de subrayarlo en la última frase del párrafo citado— su argumento sólo correría verdadero peligro en una situación abiertamente imposible (pues claro, ¿quién diría que eso no es una foto?). En nuestra época, en cambio, no es ese el caso. Hemos perdido la fuerza tutelar de esa Urdoxa. ¿Cómo mantener en pie esa certeza, ese mínimo sentido común fotográfico, ante imágenes como las de Keith Cottingham o Loretta Lux, de Wendy McMurdo o Ruud van Empel? Hoy en día, como es claro, nuestra única Urdoxa parece ser que no hay nada menos seguro que una foto verdadera. Lo que damos por sentado, son las paradojas sobre la verdadera naturaleza de algunas imágenes —sobre todo de aquéllas que pasan por ser fotografías—. Sea por precaución o por una desconfianza arraigada culturalmente, la frase «esto no es una fotografía» acompaña, casi como un mantra, nuestra relación con toda clase de verosímiles fotográficos, con el campo de lo visual en general. Una primera constatación parece evidente: que Roland Barthes podía estar seguro de algo de lo que nosotros no. Sin embargo, Franck Leblanc tiene razón en recordar que ya por esos mismos años había signos manifiestos de que el «imposible barthesiano» no era tal en realidad. Entre fines de los 70 y comienzos de los 80, la artista norteamericana Nancy Burson obtenía retratos de síntesis a partir de una hibridación entre tomas fotográficas y tratamientos informáticos de última generación (Leblanc, 2011, pp. 169-170). En 1982, Burson habrá sintetizado Androginy, un retrato composite resultado de la combinación de seis retratos de mujeres y de seis retratos de varones, sometidos, en un segundo momento, a la conversión en una matriz digital, con el fin de producir una imagen autónoma, liberada del residual fotográfico. ¡Una imagen no indicial (para-fotográfica) en plena agitación teórica por el index fotográfico! Pues como sabemos, hasta bien entrados los años noventa la discusión en torno a la fotografía tomó partido por la indicialidad y por la iconicidad indicial: autores como Rosalind Krauss, Denis Roche, Phillippe Dubois, Henri Vanlier, Jean-Marie Schaeffer, dan prueba de ello. ¿Significa esto que no había manera de prever, en el discurso teórico vigente, el cataclismo posfotográfico que se avecinaba?, ¿o será quizá que el choque entre la indicialidad fotográfica y el tratamiento digital no podía resolverse al interior del campo de la fotografía?, ¿acaso la observación de Roland Barthes que venimos de citar tiene la virtud de determinar el límite inherente a «toda

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fotografía»: que pueda haber certificado de presencia?, ¿o sucede, más bien, que debiéramos pensar que la pérdida del index, o su puesta entre paréntesis, nos pone en camino de una extensión suplementaria de lo fotográfico, después de la fotografía indicial? Muchas interrogantes, pero nuestro punto es uno solo. Retengamos la parte final de la cita de Barthes. «He ahí una creencia fundamental», nos decía el autor, «una Urdoxa que nada podrá deshacer, excepto si se me prueba que esta imagen no es una fotografía». Rebatir esa creencia fundamental, rebatirla desde sus cimientos, ha sido por cierto una de las consecuencias más importantes de la revolución digital. Pero es aquí donde vale una cautela. Siguiendo al pie de la letra la lógica de Barthes, sólo quedaría asumir que, sin esa creencia fundamental, sin esa presunción de que la foto ratifica lo que ella representa, el sujeto ha sido arrojado definitivamente fuera del mundo fotográfico. Pero, paradójicamente, no es eso lo que ocurre. Huérfanos de la prueba ontológica que nos proveía la foto indicial (eso ha sido), no hemos perdido, sin embargo, lo fotográfico de la fotografía. En realidad, nos hemos transformado en habitantes de una nueva extensión fotográfica. Y en esta nueva extensión fotográfica, los sujetos participan de distintas programaciones de lo fotográfico. Por «programaciones de lo fotográfico» entiendo prácticas tan dispares como los retoques digitales de imágenes análogas, los usos analógicos de tecnologías numéricas (por ejemplo, el uso masivo de los aparatos celulares como cámaras fotográficas), la producción de imágenes de síntesis, las nuevas aplicaciones de viejas tecnologías en círculos especializados (daguerrotipo, colodión, ambrotipo, etcétera), las alteraciones y détournements de iconografías populares, la transmisión de datos de imágenes fijas, los formatos fotovideográficos, los registros performativos puestos en línea, etcétera. Programaciones: formas derivadas, declinaciones, que actualizan el campo fotográfico. Como vemos, en la extensión fotográfica, conviven lo analógico-indicial y lo digital no-indicial como dos polos de una topografía difusa, en la que se redistribuyen toda clase de prácticas, usos, costumbres y destrezas que re-programan el sentido de aquello que podemos llamar lo fotográfico. Este nuevo devenir fotográfico impulsado por la desmaterialización digital, entraña una enorme dificultad para fijar una terminología adecuada al caso. Lo obvio: «fotografía» parece un concepto datado, demasiado comprometido con la atribución indicial. Su uso, creen

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muchos autores, podría inducir a errores que son evitables si preferimos optar más bien por la profilaxis de la palabra «imagen», que en este contexto digital parece más apropiada. En mi opinión, hay sin embargo una buena razón para hablar de extensión fotográfica. Y es que el término de la hegemonía indicial no significa, hablando rigurosamente, el fin de lo fotográfico. El giro extensión fotográfica apunta justamente a la redistribución de los campos fotográficos tras la caída de la hegemonía indicial. En otras palabras, hemos pasado de una práctica de la fotografía análoga a una práctica diferente, quizá más profunda y radical, inmanente a la vida cotidiana: a ser habitantes de la extensión fotográfica. ¿Por qué no debiéramos caer en la tentación del «fin de lo fotográfico»? porque el advenimiento de la tecnología digital ha implicado la transformación de lo indicial en una estética regional, esto es, en un territorio bien definido al interior de la extensión fotográfica. Otra manera de plantear esto sería insistir, a la luz de la revolución digital (es decir, transcurridos algunos años de intenso debate al respecto), en que lo fotográfico no es patrimonio exclusivo de la foto análoga, como se pensó durante tanto tiempo. La sobredeterminación de la huella en la fotografía correspondería, es probable, a una época de lo fotográfico; la revolución de la imagen fotográfica por el tratamiento digital supondría, en tal caso, una época diferente. Sólo ahora sabemos que lo fotográfico no ha estado nunca completamente hegemonizado por la huella.

2. ¿Fotografía aumentada? El programa fotográfico excede la cuestión indicial. No se deja chantajear por la certificación de la presencia. Y ello a pesar de nuestras convicciones más elementales sobre la naturaleza de la fotografía, que Roland Barthes supo traducir en páginas célebres. «Ante una foto», apuntaba nuestro autor, «la conciencia no toma necesariamente la vía nostálgica del recuerdo (cuántas fotografías se encuentran fuera del tiempo individual), sino, para toda foto existente en el mundo, la vía de la certidumbre (la voie de la certitude) […] Toda fotografía es un certificado de presencia. Este certificado es el nuevo gen (le gène nouveau) que su invención ha introducido en la familia de las imágenes» (Barthes, 1980, pp. 133-135).

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Pero si de argumentos genéticos se trata, no hay duda de que la tecnología digital aplicada a la producción de imágenes fijas habrá desencadenado una nueva mutación, de alcances perfectamente equiparables a aquéllos que Barthes destacaba en la fotografía análoga. Este nuevo gen, el gen numérico-binario, resultado de la investigación en informática y en nuevas aplicaciones tecnológicas desarrolladas por más de treinta años, ha impactado de tal manera el carácter de la fotografía, que ahora debemos hablar más precisamente de «fotografía indicial» y, al mismo tiempo, reconocer una nueva etapa, un orden fotográfico distinto (pero fotográfico al fin). Esta mutación afectó integralmente la norma fotográfica análoga. Un concepto recurrente a la hora de describir este hecho es desmaterialización. Básicamente, la captura digital interpone una matriz numérica en el proceso de obtención de la imagen (Cf. Barboza, 1996); eso significa que el evento «fotosensibilizado» es reemplazado y traducido en series complejas de bytes informáticos. Estas series de bytes componen, ahora, un verdadero continuum, una sola materia, «una sola energía» (Tamisier, 2007, p. 18). Re-ensamblada bajo la norma del píxel o norma algorítmica, la antigua norma fotográfica ingresa al universo de los datos en stock, en el que reina, de ahora en más, una absoluta inmanencia. Esto quiere decir que toda clase de mixturas y re-composiciones entre imágenes de la más varia procedencia es perfectamente realizable, desde el momento en que se trata, en todos los casos, de información binaria, de unidades discretas (píxeles). De ahí que la analogía con el «gen» sea del todo justa y precisa. Los «genes numéricos» de las imágenes resultan a la larga compatibles entre sí y la secuencia genética, en consecuencia, se prolonga virtualmente, interminablemente, entre una imagen y otra. En este reino del composite integral del circuito numérico-binario, nuevas secuencias se forman a partir de secuencias parciales de imágenes preexistentes. Lo decisivo es que, en esa completa inmanencia, todas las imágenes pueden llegar a mezclarse entre sí por la vía del software y la correcta manipulación de sus respectivas secuencias de información. En cierto modo, lo in-imaginable ya no tiene lugar. Ni qué decir tiene que, bajo la norma algorítmica, o sea en el continuum digital, la información «fotográfica» puede ser alterada o mejorada, interpolada, intercambiada, retocada o completamente metamorfoseada: lo que importa, en cualquier caso, es que su traducción algorítmica impulsa un «nuevo estado de la materia fotográfica». Y he aquí que llegamos a un punto sensible. ¿Tiene sentido hablar de una fotografía «aumentada» por obra y gracia de la

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tecnología digital?, ¿sigue habiendo, siendo estrictos, «lo fotográfico», o «la fotograficidad», en plena modulación digital?

3. La tesis del suplemento, o lo fotográfico liberado de la huella Si menciono al pasar el término fotograficidad, no es por pura casualidad. François Soulages ha ocupado sistemáticamente este concepto desde los años 80, en el ámbito de la fotografía análoga. No obstante, puede prestarnos una ayuda invaluable para salvar la disyuntiva a propósito de lo fotográfico en la era digital, y es con este objetivo que me detengo aquí por un momento. Soulages entiende la fotograficidad [photographicité] como la «propiedad abstracta que hace la singularidad del hecho fotográfico» (Soulages, 2005, p. 112). Un aspecto cardinal en su lectura es que la fotograficidad, que servirá para esclarecer «lo fotográfico en la fotografía» (2005, p. 112), impone una nueva casuística, por así decir. ¿Qué significa esto? Que Soulages se decide a tomar en consideración no solamente «la fotografía real», o sea las fotografías efectivamente producidas, sino también —un giro de la mayor relevancia para mi propósito— la fotografía «posible», lo que el autor denomina las potencialidades fotográficas [potentialités photographiques] (p. 112). Esto merece una detenida consideración, en la medida en que el planteamiento de Soulages no se restringe al orden metodológico, como pudiera parecer a primera vista, sino que se sitúa directamente en la cuestión misma de la naturaleza de la fotografía, desplazándola, descentrándola y re-localizándola en un plano completamente distinto. Cuando Soulages apunta a la «photographie possible» y a las «potentialités photographiques», está optando a fin de cuentas por extender abiertamente el debate en torno a la fotografía más allá de cualquier determinismo indicial. A su juicio, ese debate sólo cobra verdadero sentido desde una perspectiva relacional no esencialista. Para Soulages, la relación fotográfica paradigmática está constituida por dos potencialidades dialécticas. Una

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de ellas es la de lo irreversible (propia del registro indicial). La otra es la de lo inacabable (propia del trabajo sobre el negativo). El autor entiende estas potencialidades como matrices articuladas que dan curso a una comprensión de la fotografía como actividad polimorfa, mutante (Soulages, 2005, p. 121). ¿Cómo se explica la existencia de tal o cual foto? como una articulación de lo irreversible y de lo inacabable. Las fotos son los avatares (y no las simples copias) del negativo de origen. A cada una de las fotos existentes las precede, en el orden ontológico, una multiplicidad de posibles. Hay pugnas y decisiones de todo tipo en todos los momentos que conforman el hecho fotográfico. En ese sentido, toda foto es un resto dentro de un universo de posibilidades preexistentes. Por eso es que Soulages describirá la relación fotográfica paradigmática recién mencionada como una de las características centrales de la fotograficidad. Y es que esta última «no reenvía a una materia cualquiera ni a un tipo de formas cualquiera ni a un ser cualquiera, sino a una relación habitada por una infinidad de posibilidades» (Soulages, 2005, p. 113, la cursiva es mía). De los ejemplos que el autor escoge para aclarar su punto, hay dos que considero ilustrativos de este cambio de paradigma derivado de una lectura que no piensa la fotografía exclusivamente desde la hegemonía indicial (el trazo, la huella, lo irreversible…), sino a partir de la articulación entre esta potencia fotográfica de lo irreversible y la potencia fotográfica de lo inacabable (para la que debiéramos valernos de otros conceptos: las metamorfosis, las mixturas, la impureza, lo híbrido, los avatares…). En uno de esos ejemplos, Soulages aduce que lo realmente extraordinario con la fotografía no es, como suele creerse, que se puedan obtener innumerables copias de un mismo original, sino lo exactamente inverso: que se pueda obtener una infinidad de fotos diferentes a partir de un solo negativo (p. 119, la cursiva es mía). En el otro ejemplo, el autor plantea un caso «extremo» que sirve para desacreditar la naturalización de la autoría fotográfica tal como la entendemos: «en el límite», especifica, «un artista podría constituir toda la obra de su vida por la exploración indefinida de un solo y mismo negativo que él jamás habría tomado» (Soulages, 2005, p. 116). Si Soulages se refiere a una estética de la «imagen de imágenes» a propósito de la fotografía, si se resiste a pensarla, de manera exclusiva y excluyente, a partir de la toma original y de la indicialidad del tiempo histórico, y si en consecuencia prefiere leer la práctica fotográfica como un «arte de los posibles» o «arte de doble potencia», es porque ello se corresponde con

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un viraje completamente nuevo en el modo como entenderíamos lo fotográfico. Ahí radica la importancia estratégica de su argumento. Tomando pie en la foto análoga, la tentativa de Soulages difiere sustancialmente de las tesis centradas en el index. Instala la producción fotográfica en el plano de lo ficcional, de la diferencia. La exploración inagotable de una misma matriz y la obtención de imágenes desprendidas de su origen, explican mejor que nada, a los ojos del autor, el carácter más propio de la fotografía. Por ello es que las potencialidades fotográficas escapan a los determinismos putativos de las fotos «reales» que designarían, supuestamente, estados de cosas. Por ello, asimismo, es que la fotografía sólo puede ser concebida como una práctica abierta, poli-icónica, poli-simbólica, poli-indicial (Soulages, 2005, p. 121 y ss.): potencia de potencias, matricialidad de lo latente que se actualiza por la acción de decisiones en las que intervienen múltiples factores, que jamás agotarán las posibilidades del negativo de origen. La fotografía, en síntesis, se inscribe en la tesis del suplemento: su marcada potencia indicial (ça a été) ha sido siempre-ya puesta en juego, siempre-ya escenificada (por eso Soulages acuñará otra fórmula: ça a été joué); lo fotográfico no consiste tanto en la desnuda aparición de lo que aparece, como en la producción de un avatar que borra el origen dispersándolo. Y es esa dispersión infinita la que atañe, en verdad, al carácter de lo fotográfico. El avatar en fotografía no se limita a la existencia de las fotos efectivamente realizadas, sino que incluye también, desde siempre, a las fotos posibles, a los avatares potencialmente existentes. Como queda dicho, la teoría fotográfica de François Soulages rebaja sustantivamente el rol del index en la reflexión sobre la fotografía. Esa es la razón por la cual juega un papel vital para escapar de la «hegemonía de la huella» y para pensar (aún si no se lo propuso directamente) en una afluencia de lo fotográfico en el campo de lo digital no indicial. Ni «puro acto huella» (Dubois, 1994, p. 49), ni «arché de la fotografía» (Schaeffer, 1987, pp. 13-58): la potencia fotográfica rebasa, pues, necesariamente, la lógica indicial-referencial. Los efectos de este giro son profundos. Ya sabemos que aquí está concentrado mi interés. Enseguida vuelvo a lo mío. Pero digamos también que, si consideramos sus antecedentes directos, el argumento de Soulages redefine lo fotográfico más allá del eje pragmático que tanta importancia cobraba en las teorías de los años 80. En una época en que el gran problema a salvar era la naturaleza del signo fotográfico, la dimensión pragmática

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aparecía como el «punto de fuga inevitable» —como lo llamaba Dubois— desde el cual articular una teoría semiótica con una teoría política de la imagen fotográfica y de sus usos.3 Pero yo daba a entender que las tesis de Soulages permiten algo más que eso; digamos, algo más que reintegrar el carácter ontológico de la fotografía —a través de la potencia de lo inacabable, de lo posible y de los avatares—, al recurso semiótico/político. Revisadas desde el punto de vista de la disyuntiva expresada anteriormente (¿tiene sentido hablar de una fotografía «aumentada» por la imagen digital?), tales tesis dan pie a una tentativa interesante. Digámoslo así: la fotograficidad, al articular la función indicial con la potencia de lo inacabable (inherente al trabajo sobre el negativo), abre lo fotográfico más allá de la foto misma. A mi juicio, el asunto central aquí es que lo fotográfico de la fotografía sólo se obtiene, sólo se gana, a costa de perder la foto (es decir, a costa de perder el estatuto indicial). Enorme paradoja: ganamos en plenitud lo fotográfico al perder la Urdoxa de la foto.4 Lo fotográfico más allá de la foto. Resumámoslo de la siguiente manera. En la extensión fotográfica, la propia fotograficidad se ha desplazado casi completamente hacia uno de sus polos, hacia el segundo de los términos de la relación paradigmática (lo inacabable, las

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Es así como Dubois (1994) podía insistir en la singularidad irreductible del principio fotográfico (el index) y, a la vez, en su pulsión metonímica y su fuerza de irradiación, factores que, en su lectura, llevaban a admitir que la fotografía sólo cobraba su verdadera significación en función de contextos históricos bien determinados (lo cual era otro modo de argumentar que, con el index, la fotografía había descubierto las virtudes de no poder ser definida en razón de un sentido unívoco). Y así también, Jean-Marie Schaeffer (1987) podía apelar a la intencionalidad comunicante de la fotografía, a fin de incorporar el componente indicial al signo fotográfico, asumiendo tanto la función icónica como la función indicial como los componentes que estructuran la fotografía de acuerdo a su finalidad pragmática y analógica. Finalmente, para Schaeffer, la fotografía constituye una modalización de la huella: modalización del arché de la grabación foto-química y de la extracción de un flujo energético irreversible, por parte de un dispositivo configurado de acuerdo a la hegemonía analógica de la comunicación.

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No está muy lejos Peter Osborne (2007), cuando declara su preferencia por hablar de los «históricamente cambiantes modos de ser “lo fotográfico”», subrayando que lo fotográfico se distribuye «a través de una gama concreta de formas tecnológico-culturales históricamente determinadas y en progresión —el “campo en expansión”— desde la pionera fotografía química, pasando por las copias a partir de negativo, el cine, la televisión, el video y la imagen digital» (p. 73). Para él, en ese sentido, lo que ocurre en realidad con las tecnologías digitales es que ponen en crisis un modelo metonímico funcional para el conjunto de lo fotográfico (el modelo de la foto), «y no la unidad distributiva del campo real» (es decir, no lo fotográfico propiamente tal). Cf. Osborne (2007, p. 75).

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mixturas, los avatares), en desmedro de lo «irreversible». Nada obsta a pensar, pues, que de lo que se trata, en definitiva, es de lo fotográfico liberado de las huellas. Lo fotográfico presupone en tal caso distintas formas de graphós, y no solamente una. Por lo pronto, si la fotografía indicial responde, por una parte, a la lógica autográfica (un original, una matriz, de la que se obtienen múltiples avatares, múltiples variantes también «originales», aunque todas ellas nacidas a partir de un mismo referente inscrito), lo digital, en cambio, como observa Quentin Bajac (2010), se encontraría más próximo de un régimen alográfico, «en el que la noción de objeto material se desvanece ante aquélla de objeto ideal, del que no conoceríamos más que reducciones» (p. 124). Autografía/alografía, indicialidad/digitalidad: lo fotográfico, como se ve, concierne a una modalidad de producción de imágenes de enorme ductilidad. A fin de cuentas, parece como si lo fotográfico hubiera comprometido siempre la posibilidad de diferentes regímenes de graphós, pero pareciera también que sólo hoy estuviéramos en condición de verificarlo a cabalidad. En esa medida, mirando en retrospectiva, la «aparición» fotográfica no dependió quizá nunca del todo, nunca completamente, de una indicialidad (basta con pensar en la vieja tradición del composite, que precisamente trabaja sobre la huella, sobre múltiples huellas superpuestas, a fin de abrir el espectro de la aparición fotográfica trascendiendo la lógica de la huella). De ahí que lo fotográfico, para nosotros, adquiera un realce distinto. Lo veíamos en Soulages, y con mayor razón habríamos de proyectarlo hacia el actual escenario digital: lo fotográfico se abre completamente tras el desplome de la hegemonía indicial; lo fotográfico no implica tanto la copia de un referente real, como la liberación, en la imagen, del campo de lo posible; lo fotográfico concierne a la imagen desplazada de un origen, o incluso, como ya advertíamos, a la dispersión de todo origen en lo posible actualizado como original: distancia del origen, distancia irremontable que el avatar fotográfico porta consigo, en su propia condición inacabable, abriéndose cada vez, y siempre, a nuevas diseminaciones y apariciones.

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4. Hacia un nuevo espacio sensible La extensión fotográfica se prolonga en redes y canales de transmisión que forman parte de un mapa imposible, interminable, inabarcable. La tecnología digital pone en marcha formas de almacenamiento, de producción, de transformación e intercambio de imágenes que se activan en interfases, que se despliegan en monitores, que se resguardan en aparatos hipomnésicos industriales (Stiegler, 2009, p. 45), que son manipuladas en los protocolos de los softwares y que se agolpan en los puntos nodales de conectividad (plataformas web, redes sociales, etcétera). Estos últimos, a su vez, favorecen los envíos y reenvíos de datos en stocks de volúmenes inconmensurables, y de acuerdo a una recurrencia que escapa a nuestra imaginación matemática. La extensión fotográfica, en este sentido, se corresponde bien con una conjetura de Vilém Flusser (1996), quien a propósito de la propia tecnología análoga comentaba que la foto constituía, en rigor, el primero de los objetos posindustriales, en cuanto trascendía su propia condición física (apenas una hoja de papel…) y se vinculaba directamente con la información y la intención simbólica (p. 53). Con mayor razón, la intersección efectiva entre la fotografía y el ámbito digital habrá desencadenado una serie de turbulencias conceptuales y categoriales. De ahí que haya querido insistir, como hipótesis general, en que lo digital podría, eventualmente, entenderse como el «fin de la fotografía» (es decir, como el fin de la antigua norma fotográfica análoga), si y sólo si leemos en él, al mismo tiempo, la liberación de lo fotográfico más allá de la fotografía. Esta hipótesis, aparentemente contradictoria, insiste en la necesidad de una relectura conjunta del campo digital y del campo analógico/indicial, entendidos ahora como declinaciones o nuevas programaciones de lo fotográfico. A una hipótesis tal no le resulta ajena, ya sabemos, una resistencia fundamental a la tesis del «fin de lo fotográfico ante la imagen digital». Lo que interesa es dar pie a la posibilidad de pensar una figura paradójica: un nuevo devenir fotográfico —después de la fotografía, impulsado por la desmaterialización digital—. ¿Dónde acontece lo fotográfico, entonces? En las pantallas. En el flujo de las pantallas, en su ambiente inmersivo y envolvente, se acciona una nueva inmanencia, una inmanencia de naturaleza foto(video)gráfica. Desplegadas en torno a nosotros, habiéndonos habituado a transitar entre ellas y a introyectarlas como prótesis de espacio-tiempo, las pantallas, no obstante, también nos habitan. Nos habitan y nos deshabitan, abismándonos. Ahora bien, la re-

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codificación digital de lo fotográfico, el tránsito continuo entre lo fotográfico y lo fotovideográfico, sanciona asimismo otra serie de consecuencias gravitantes, aparte del hecho por demás revolucionario de la colectivización planetaria de las prácticas relacionales en torno a las fotos visualizadas en nuestras pantallas.5 Quisiera abordar brevemente, en lo que viene, una de esas consecuencias. Consecuencia de índole categorial, incluso ontológica, de la que apenas estaríamos en condiciones de arriesgar algo más que un esbozo. Cierro esta reflexión con un breve comentario sobre el nuevo espacio estético —el nuevo espacio sensible— que adviene en la extensión fotográfica.

5. Apariciones y clonaciones bio-digitales Hemos perdido la fuerza tutelar de la Urdoxa, de la creencia fundamental en la naturaleza constativa de la fotografía, decíamos al inicio de este apartado, glosando un pasaje de Roland Barthes. Pero lo que hemos perdido, agregábamos después, también lo hemos ganado: lo fotográfico. Somos sujetos de la extensión fotográfica; nunca como ahora tuvimos una relación tan expedita con la fotografía. Habitamos en el centro de los campos fotográficos, pues en el continuum digital los campos fotográficos están por todas partes. En la extensión fotográfica, o sea en el espacio de las pantallas portátiles y de los dispositivos fotográficos multimedia, ya no hay huellas, sino píxeles, ya no hay matrices fotosensibles, sino datos numéricos, y a falta de anclajes temporales no tiene sentido tampoco hablar de un punctum «de tiempo» (Barthes, 1980, p. 148 y ss.) (¿cómo habríamos de hacerlo, sin la certeza de una inscripción?). La referencialidad, en cambio, no habrá de desaparecer siquiera bajo estas condiciones —nos resulta imperativo hablar, eso sí, de una referencialidad sin referente: en la imagen no indicial,

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Sobre el particular, véase por ejemplo Gunthert, A. (2009, noviembre). L’image partagée. Comment Internet a changé l’économie des images. Études photographiques, (24), 183-209. También Bajac, Q. (2010). Après la photographie? De l’argentique à la révolution numérique. Paris: Gallimar, p.106 y ss. y Verhaeghe, J. (2009). Facebook ou le nouvel esprit du capitalisme. En Soulages et Verhaeghe. (Eds.), Photographie, médias et capitalisme. Paris: L’Harmattan, pp.125-139.

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nada, salvo nuestro testimonio verídico o nuestra confianza, acredita la existencia efectiva de aquello que está referido en ella—. Al no corresponderse la producción de imágenes con ninguna física inscriptiva, con ninguna impresión fotosensible, al no existir una huella, forzoso es reconocer que se ha transformado por completo el sentido del «aparecer» propiamente tal. El aparecer de lo que aparece ha cambiado de signo. Pues bien, éste es mi punto esencial. Para abordar ordenadamente este último asunto, en el que creo que está en juego una cuestión sustancial, hagamos un pequeño resumen. Recordemos primero que nos hemos propuesto pensar lo fotográfico según un parámetro distinto al de la fotografía. Decir fotografía equivale, en el uso común, a decir fotografía análoga, y por tanto, a decir index, fuerza constativa, Urdoxa, etcétera. En una lectura como la de Soulages, en cambio, la fotografía se piensa desde la fotograficidad, y el espectro semántico se abre a una articulación de lo indicial con lo inacabable y con lo ficcional. Éste es un avance fundamental para una consideración más compleja del fenómeno bajo examen. Pero hay algo más aún. Con la irrupción de las tecnologías digitales, la huella, el index, han sido erradicados. La declinación del polo indicial es el acontecimiento que marca el comienzo de lo fotográfico. Y esto nos lleva a un segundo nivel del problema. Este nivel está relacionado con algo inédito de lo que hemos sido testigos —igualmente fascinados e incrédulos— en las décadas recientes. Me refiero a un cambio de paradigma, a una modificación de nuestras estructuras categoriales, que afecta el modo como pensamos la aparición, lo estético, lo sensible. De hecho, es un nuevo espacio estético lo que se anuncia en la época de la extensión fotográfica. En ese nuevo espacio, quizá la propia noción de estética, con sus lógicas, sus dispositivos y sus categorías históricas, resulte perturbada y trastocada en su núcleo. Tomo dos términos para orientar mi comentario: aparición y reproducción (de la imagen). Anoté poco más arriba que la declinación del index marca la apertura de lo fotográfico después de la fotografía. Tal vez vale la pena extremar el diagnóstico. Digamos pues que la pérdida de la huella afecta la estructura misma de categorías estéticas canónicas. La pérdida de la huella no es simplemente un nuevo dato a considerar. Es el universo entero de las apariencias, tal como fueron pensadas hasta ahora, el que tambalea. ¡Nada menos que el edificio de la reflexión estética!

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¿Qué sucede con la reproducción de la imagen, por ejemplo? El gen numérico-binario nos obliga a reformular este concepto, pues con la nueva materia fotográfica que toma cuerpo en las pantallas, toda clase de imágenes pueden ser compuestas a partir de variables y detalles minúsculos pertenecientes a otras imágenes cualesquiera (¿qué sentido tiene hablar de reproducción en este contexto de datos en stock, de descargas y de composiciones digitales?). ¿Y qué sucede con la aparición de la imagen? El gen numérico-binario nos lleva a pensar en un aparecer de una índole completamente infamiliar. Este aparecer se corresponde con una actualización de meras variables matemáticas. Lo que aparece fotográficamente, puede no reportar la existencia de ningún espécimen del mundo conocido. Pero eso es apenas la punta del iceberg. En el extremo, en una imagen reputada como «normal», podemos estar en presencia de entidades semejantes a algo, o de entidades que «son» algo («eso» que vemos, sí, una mujer, un retrato, un animal…) pero que han sido producidas a partir de variables numéricas y manipulaciones en softwares. A la larga, nos vemos emplazados para nuestra sorpresa en un universo atópico, para el que carecemos de nombres y taxonomías apropiadas: experiencia de un vacío en el lenguaje que lo desfonda desde adentro, arrebatándonos todo criterio de orientación. Y es que, en determinadas circunstancias, no sabemos bien qué vemos ni qué podemos llegar a ver. No sabemos qué es aquello que aparece en la imagen. ¿De qué tipo de epifanía de nueva especie estamos hablando? Retomemos el tema de la reproducción de la imagen. Si bien la fotografía siempre fue susceptible de ser reproducida —al menos, desde la puesta a punto por William Fox Talbot, en 1840, del procedimiento de negativo-positivo para el calotipo—, lo que apreciamos en la actualidad en las producciones y prácticas foto(video)gráficas se asemeja, más bien, a una especie de clonación. Hablaríamos entonces de una clonación bio-numérica o bio-digital. La aparición y la reproducción se articulan en este giro hacia la clonación de la imagen. Las series complejas de bytes que conforman la nueva materia fotográfica, dan cuenta efectivamente de posibles digitales.6 ¿Qué sentido tiene decir que algo ha estado, que algo está allí? Es más: ¿qué sentido tiene hablar de copia, eikôn, o de simulacro, phántasma, el viejo y siempre renovado repertorio platónico para conceptualizar los modos manifestativos de estos entes de

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Franck Leblanc, por ejemplo, a propósito de los retratos de Desiree Dolron, habla de criaturas digitales. (Cf. Leblanc, 2011, p. 74 ss.)

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segundo o tercer grado? En la imagen digital, lo que aparece, está, sin haber estado nunca allí. Smikrón ti, decía Platón. El artista mimético, el pintor, toca un poco, smikrón ti, del ente imitado, y ese «poco» es su imagen, eídolon (Platón, 2000, Libro X, 598b, p. 468). Pero acá no nos basta con sugerir la desbandada de los simulacros. Pues hasta la lógica simulacral tal como Platón la entendió, y tal como la legó a la tradición, suponía la subversión del original, pero del original entendido a fin de cuentas como fuente, matriz: ese original, digamos, duró hasta la fotografía análoga. En el caso de la digitalidad, simplemente, el original es inaccesible, un ideal encriptado en el código binario. Y lo que aparece, por consiguiente, quizá no sea en sentido estricto un simulacro. Lo que aparece constituye (apenas) una reducción matemática configurada como imagen. Una reducción, y también un corte —un corte en una secuencia numérica potencialmente amplificable o transformable ad infinitum—. Avatares, sí: pero un avatar sin origen determinable, una aparición que ha sido proveída a partir de un algoritmo, de un software. Aparición como declinación, entonces —todo lo que aparece constituye la declinación factible de un modelo matemático predeterminado y de sus combinaciones y variaciones—. Por ello es que debiéramos hablar más bien, siguiendo una insinuación de W.J.T. Mitchell (2011, p. 124), de «copias profundas», cuando nos referimos a imágenes replicantes: éstas no serían reproducciones de un original, sino copias profundas constituidas de códigos genéticos idénticos —asumiendo que decimos «copia» a falta de un ordenamiento categorial más estricto, pues de lo que se trata esta vez es de un flujo siempre abierto de transformaciones en el seno de la imagen—. Entre el morphing y la imagen fija, se despliega el pasaje de las foto-video-grafías, de la extensión fotográfica. Bajo la re-codificación digital, decimos, toda imagen responderá, en último término, a la estructura del clon. Hablaríamos de la imagen como quien habla del clon y de sus modificaciones, del clon y de sus flujos, del clon y de sus vectores abiertos, de sus cortes transversales, vectores o líneas de fuga siempre a punto de ser transmutados con objeto de producir otra imagen. A una secuencia de bytes siempre se le podrá añadir, incrustar, otra secuencia. Las modificaciones podrán siempre tornarse más difíciles de detectar. Estamos en el terreno de la composición de lo digital pictórico, fotovideográfico, escultórico, todo al mismo tiempo. Y los clones visuales están siempre disponibles para ser re-actualizados, reensamblados, como si se hubiere producido la autonomización completa de las imágenes y pudiéramos hablar, finalmente, de un estado de clonación bio-digital, a fin de hacer patente

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ese estado de (auto)poiesis y de apertura en el seno de la imagen digital, en el seno del flujo digital propiamente tal. Toda imagen sería un corte entre imágenes. Toda imagen marcaría un pasaje entre una imagen y otra. ¿Final del doble, final de la alteridad perversa, ya que hablamos del final del simulacro por obra de la clonación bio-digital? A fin de cuentas, bajo la norma del píxel, todo ocurre allí, en la superficie: el clon y sus copias profundas cohabitan en la inmanencia pura… Pero ¿hay superficie?, ¿cómo habría superficie si no hay inscripción?, ¿qué tipo de superficie es una pantalla líquida? En consecuencia ¿bajo qué órdenes categoriales debiéramos comenzar a pensar las complejidades y trampas a que nos abisma este espacio sensible que es un puro flujo, una secuencia inagotable, una metamorfosis nunca extenuada, una potencia liberada a lo inacabable, espacio de apariciones, de virtualidades y avatares, ensambladas en la liquidez de los píxeles? En la época de las informaciones binarias y de las síntesis, lo fotográfico parece finalmente liberado a la conducción de imágenes que entrechocan y provocan inéditos modos de aparición. Esta coalescencia fotográfica nos sitúa en el horizonte, es decir en el centro mismo, de los campos fotográficos. Los avatares están aquí y nos miran desde sus escenografías sin tiempo. Habremos de aprender a cuestionarnos, a costa de nuestras perplejidades y reforzándonos en ellas, la manera como lo sensible mismo ha sido transformado tras el fin de la indicialidad: qué correlatos categoriales están emergiendo, cómo habitamos y cómo nos orientamos críticamente en este nuevo espacio sensible. En caso contrario, habrá un riesgo importante: devenir habitantes de la extensión fotográfica desamparados y extrañados, arrojados al epicentro de un mundo que conmociona todas sus estructuras y agita en todos los niveles de la experiencia los usos de las imágenes y sus nuevas paradojas.

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Rodrigo Zúñiga (Santiago, 1974), es filósofo, profesor y coordinador del Doctorado en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte y académico del Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile, miembro de las redes de investigación RETINA (Francia) y LAPSOS (Chile). Ha publicado, entre otros, La demarcación de los cuerpos. Tres textos sobre arte y biopolítica (Metales Pesados, 2008), La Extensión fotográfica. Ensayo sobre el triunfo de lo fotográfico (Metales Pesados, 2013), Restos de Paisaje. Escritos Sobre Arte (Ediciones DAV/ U. de Chile, 2015) y el Rock en los Desiertos. Diez Viñetas para Frank Zappa (Catálogo Libros, 2015).

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