LA EVOLUCION MULTILINEAL Y EL DESARROLLO DEL M ODO ASIATICO DE PRODUCCION

May 24, 2017 | Autor: Francisco Valadez | Categoría: Modos De Producción
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LA E V O L U CIO N M U L T IL IN E A L Y EL D E S A R R O L L O D E L M O D O A S IA T IC O D E P R O D U C C IO N * . John Gledhill ** University College (L on dres) Una acusación no puede hacérsele a los arqueólogos mesoamericanistas: el ser ateóricos. Si en alguna parte las estrategias de investigación cultural-ecológicas y culturalmaterialistas han sido llevadas al límite, ese lugar es Mesoámérica. E l 4m arxism o’ ha llegado a abarcar una gama tan diversa de posiciones que, aun aquéllos que no sientan gran simpatía por las conclusiones políticas de Marx, pueden adoptar términos extraídos de la teoría marxista sin problema alguno. Huelga aquí volver sobre los eternos argumentos en contra del materialismo vulgar y la identificación de la teoría marxista con el mismo. Lo que el lector no com prom etid o espera es saber en qué m odo el uso de conceptos marxistas puede conducir al avance de la teoría. El presente trabajo se dirige a lo que, en mi opinión, constituyen dos debilidades importantes e interrelacionadas en buena parte del trabajo norteamericano sobre los procesos culturales en la prehistoria mesoamericana tardía. Primero, existe una tendencia arraigada a defender explicaciones deterministas demo-tecno-ecológicas del cambio socio-cultural a pesar de la aceptación, en algunos casos, de argumentos que socavan un enfoque reduccionista del proceso social y político. * Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá ** Debo una disculpa a los lectores por ciertos sesgos polémicos implíci­ tos en el texto: el alcance de los problemas discutidos en este artículo y la literatura de los problemas discutidos en este artículo y la literatura que he seleccionado para una discusión explícita. Mis escritos sobre pre historia suelen estar muy influenciados por mi participación en debates en Gran Bretaña sobre la viabilidad de las influencias teóricas y filosóficas que surgieron en los años 1960 de los paradigmas arqueológicos norteamericanos. Deseo dejar en claro que considero el rechazo al paradigma positivista para la explicación científica que domina el pensamiento arqueológico anglosajón actual de importancia similar al rechazo de las varias formas de explicación

La reciente afirmación de Sanders et al ( 1979) sobre el papel de la irrigación ejemplifica lo anterior. Segundo, se ha dado una marcada tendencia a tratar de entender la realidad precolonial mesoamericana en términos de categorías ahistóricas, mediante la utilización no crítica de conceptos com o “estratificación ec o n ó m ic a ” y categorías económ icas formales cuyo empleo fuera del sistema capitalista debe ser m atizado1. Estimo que la teoría marxista puede ser empleada con provecho para dilucidar estas dificultades y plantear conceptualizaciones alternativas. Lo mismo puede decirse de ciertas facetas de la teoría weberiana. No voy a tratar aquí de apropiar la arqueología, o más bien la prehistoria, para el marxismo y, de este m odo, duplicar algunos de los problemas que han acosado a la llamada “antropología marxista” (Gledhill 1981a). El presente trabajo trata de la prehistoria mesoamericana y de ciertos problemas teóricos en el análisis de las formaciones sociales pre-capitalistas; no es un ejercicio de marxología, pues no creo que Marx haya tratado de proporcionar una explicación teórica comprensiva de las formaciones pre-capitalistas, y mucho menos una teoría de la evolución social. Aun si lo hubiera tratado, habría sido el primero en insistir en que su trabajo debería ser juzgado únicamente por sus méritos científicos. Aunque el artículo se inicia con citas de la obra de Marx, carece de sentido discutir problemas en términos de la fidelidad o desviación de una tesis a la posición de aquél.

materialista vulgar que suele ser defendida por los escritores de esa tradición. Por otra parte, una víctima de esta polémica es una evaluación más mesurada de los aspectos positivos de la prehistoria mesoamericana que prestan mayor importancia al papel de la agricultura hidráulica y las características geográfi­ cas y ecológicas de determinadas regiones. No hay una discusión, por ejemplo, de las contribuciones de Angel Palerm, ni del valor del enfoque ecológico representado por los escritos más recientes de Robert McAdams sobre M esopotam ia. Com o señalo en varias partes del texto, esta unidimensionalidad exige correcciones, y en modo alguno deseo sugerir que se abandone un marco de referencia ecológico. El problema es más bien otro: el contexto en el que deben colocarse los estudios sobre el entorno natural y culturalmente transformado.

En 1519, los conquistadores comenzaron el proceso de subsumir una civilización europea en México que, en términos de su experiencia, presentaba una mezcla paradójica de lo bárbaro y lo sublime. M octezum a X ocoyotzin gobernaba sobre un imperio que, aparentemente, se sostenía más por el terror que mediante la excelencia administrativa y la ideología, desde una capital que se comparaba favorablemente a sus contrapartes occidentales. La teoría neo-evolucionista suele conceptualizar los estados precoloniales del Altiplano mesoamericano com o la prueba crucial de una hipótesis: la existencia de regularidades estructurales en los procesos de la evolución social en regiones históricamente dependientes. Es cuestionable, sin embargo, si disponem os, de hecho, de un conjunto adecuado de conceptos para hacer de manera efectiva estas amplias comparaciones transculturales. Antes de leer a Morgan, la respuesta de Marx a esta cuestión fue incluir a los estados del N uevo M undo entre las formaciones clasificadas bajo el m odo de producción asiático. C om o es sabido, el marxismo o rtod oxo terminó por rechazar el m o do asiático, mientras que Wittfogel (1957) lo resucitó en parte so capa de ‘Despotismo Oriental’ y se lo restituyó al marxismo en la forma de una crítica a la U nión Soviética. Huelga destacar la influencia de Wittfogel en los estudios sobre la prehistoria mesoamericana, lo que, desde entonces, ha com plicado la discusión del m odo asiático en particular y de la teoría marxista en general (Carrasco 1978). El co n cep to de m o d o asiático de p ro d u c c ió n ( M A P ) El M A P , según Marx, se caracteriza por la ausencia de propiedad privada de la tierra; sólo existe la posesión privada (y comunal) (Marx 1959:791, 1973:472-4). A diferencia del m odo feudal, no cuenta con una clase terrateniente que no sea el Estado. D ad o que éste com bina la soberanía con un m on op o lio del título fundamental a la tierra, la apropiación del producto excedente no requiere ninguna presión política o económ ica especial “excepto la implícita en la supeditación al Estado”, y el tributo com o una forma de renta de la tierra precapitalista coincide, por tanto, con el impuesto estatal. La

importancia que presta Marx a la “co m u n a ”/c la n /p u e b lo en los Form en pareciera subrayar una distinción entre las formaciones asiáticas y feudal, en cuanto que la autoridad del propietario feudal parece incompatible con la retención por parte de la comunidad del control efectivo sobre la asignación y distribución de tierras a sus miembros. El mismo esquema de distinciones desarrollado en el texto genera los conceptos de los m odos asiáticos, antiguo y germánico de producción (Marx 1973:486). La discusión se estructura en torno a la cuestión de las precondiciones históricas para el desarrollo del m odo capitalista de producción. Los desarrollos históricos en la Europa medieval se tratan de una manera concreta, no com o expresiones de la dinámica interna de una percepción de un “m odo feudal de producción” asociado únicamente con Europa, sino en relación a formas antiguas y germánicas anteriores. Lo anterior es importante en vista de los debates posteriores dentro del marxismo. A pesar de las valiosas observaciones textuales hechas por Godelier (1970) sobre el desarrollo del propio pensamiento de Marx, es obvio que en la práctica el MAP se p r e s t a a la d i c o t o m í a ‘esta n cam ien toV ^ in am ism o’ entre el Oriente y Occidente tan profundamente arraigada en el pensamiento europeo (Hindess y Hirst 1975:201-6). Merced a la estructura celular de las comunidades aldeanas autárquicas com o la base socio­ económ ica sobre la que se asienta el Estado, la construcción de Marx podría generar una dinámica a largo plazo para las formaciones sociales asiáticas en las cuales las fronteras políticas se cambian, e imperios y dinastías surgen y caen, mientras que las condiciones socio-económ icas básicas permanecen fijas durante milenios (Marx 1959:796). Si se toma al pie de la letra, este punto de vista sería absurdo empíricamente. Wittfogel, que tenía un abierto interés ideológico en argüir en favor de la continuidad estructural de los regímenes “orientales”, casi invirtió el argumento. Las sociedades orientales pueden experimentar -y, de hecho, experimentan- el desarrollo de la propiedad privada de la tierra, la producción de mercancías y elementos capitalistas

mercantiles; se diferencian históricamente de otras por el hecho de que el Estado continúa siendo “más fuerte que la sociedad”, y el control político centralizado pone límites, tras un cierto nivel, a la acumulación privada de capital y la representación política efectiva de los intereses económ icos privados (Wittfogel 1935). Una buena parte de los escritos marxistas recientes se ha opuesto, por razones obvias, a las connotaciones ideológicas de la etiqueta “asiático” (Bailey 1981), pero muchos se han mostrado reacios a sustituir la concepción de M A P por la más generalizada de m odo feudal. Amin ha propuesto el concepto de un m odo “tributario” com o el sucesor normal de un m odo universal “prim itivo-comunal” (Amin 1976:9-16). El m odo feudal representaría una forma “desarrollada” de esto, en el que la comunidad aldeana pierde su d om iniu m eminens sobre el suelo en favor de una clase terrateniente. Entre los mesoamericanistas que utilizan un marco marxista, Carrasco (1978) está en cierto m odo influenciado por las ideas de Wittfogel, aunque su punto de partida es marxista clásico: en los casos en que los productores retienen la posesión de sus medios de reproducción económica, la plusvalía sólo puede ser apropiada mediante la coerción “extra-económica”. Carrasco señala que los sistemas “feudal” y “asiático” comparten una característica: las relaciones políticas organizan la distribución de los medios de producción y efectúan la extracción del producto excedente. Concluye que “las diferencias entre los dos sistemas son fundamentalmente entre formas distintas de organización política y el estado” (1978:71). Carrasco pasa a hacer hincapié en el grado al que el poder político (y de ahí, consecuentemente, el control económ ico) se halla centralizado en. la formación social: “d esp otism o” y “feudalism o” representan simplemente dos polos de variación dentro de un contiuum (1978:72). Este tipo de argumento nos lleva de nuevo a Wittfogel y, además, a Weber. D a d o que las elaboraciones de tipos ideales son esencialmente heurísticas, la m etodología de Weber le permitió un margen considerable para variar sus definiciones, y sería inútil catalogar sus diferentes descripciones del feudalismo y conceptos afines com o “patrim onialismo”, “sultanism o”,

importancia que presta Marx a la “com u n a”/c la n /p u e b lo en los Form en pareciera subrayar una distinción entre las formaciones asiáticas y feudal, en cuanto que la autoridad del propietario feudal parece incompatible con la retención por parte de la comunidad del control efectivo sobre la asignación y distribución de tierras a sus miembros. El mismo esquema de distinciones desarrollado en el texto genera los conceptos de los m odos asiáticos, antiguo y germánico de producción (Marx 1973:486). La discusión se estructura en torno a la cuestión de las precondiciones históricas para el desarrollo del m odo capitalista de producción. Los desarrollos históricos en la Europa medieval se tratan de una manera concreta, no com o expresiones de la dinámica interna de una percepción de un “m odo feudal de producción” asociado únicamente con Europa, sino en relación a formas antiguas y germánicas anteriores. Lo anterior es importante en vista de los debates posteriores dentro del marxismo. A pesar de las valiosas observaciones textuales hechas por Godelier (1970) sobre el desarrollo del propio pensamiento de Marx, es obvio que en la práctica el MAP se p r e s t a a la d i c o t o m í a ‘esta n cam ien toV ^ in am ism o’ entre el Oriente y Occidente tan profundamente arraigada en el pensamiento europeo (Hindess y Hirst 1975:201-6). Merced a la estructura celular de las comunidades aldeanas autárquicas com o la base socio­ económ ica sobre la que se asienta el Estado, la construcción de Marx podría generar una dinámica a largo plazo para las formaciones sociales asiáticas en las cuales las fronteras políticas se cambian, e imperios y dinastías surgen y caen, mientras que las condiciones socio-económ icas básicas permanecen fijas durante milenios (Marx 1959:796). Si se toma al pie de la letra, este punto de vista sería absurdo empíricamente. Wittfogel, que tenía un abierto interés ideológico en argüir en favor de la continuidad estructural de los regímenes “orientales”, casi invirtió el argumento. Las sociedades orientales pueden experimentar -y, de hecho, experimentan- el desarrollo de la propiedad privada de la tierra, la producción de mercancías y elementos capitalistas

mercantiles; se diferencian históricamente de otras por el hecho de que el Estado continúa siendo “más fuerte que la sociedad”, y el control político centralizado pone límites, tras un cierto nivel, a la acumulación privada de capital y la representación política efectiva de los intereses económicos privados (Wittfogel 1935). Una buena parte de los escritos marxistas recientes se ha opuesto, por razones obvias, a las connotaciones ideológicas de la etiqueta “asiático” (Bailey 1981), pero muchos se han mostrado reacios a sustituir la concepción de M A P por la más generalizada de m odo feudal. Amin ha propuesto el concepto de un m odo “tributario” com o el sucesor normal de un m odo universal “prim itivo -com un ar (Amin 1976:9-16). El m odo feudal representaría una forma “desarrollada” de esto, en el que la comunidad aldeana pierde su dom iniu m eminens sobre el suelo en favor de una clase terrateniente. Entre los mesoamericanistas que utilizan un marco marxista, Carrasco (1978) está en cierto m odo influenciado por las ideas de Wittfogel, aunque su punto de partida es marxista clásico: en los casos en que los productores retienen la posesión de sus medios de reproducción económica, la plusvalía sólo puede ser apropiada mediante la coerción “extra-económica”. Carrasco señala que los sistemas “feudal” y “asiático” comparten una característica: las relaciones políticas organizan la distribución de los medios de producción y efectúan la extracción del producto excedente. Concluye que “las diferencias entre los dos sistemas son fundamentalmente entre formas distintas de organización política y el estado” (1978:71). Carrasco pasa a hacer hincapié en el grado al que el poder político (y de ahí, consecuentemente, el control económ ico) se halla centralizado en. la formación social: “desp otism o” y “feudalism o” representan simplemente dos polos de variación dentro de un contiuum (1978:72). Este tipo de argumento nos lleva de nuevo a Wittfogel y, además, a Weber. D ad o que las elaboraciones de tipos ideales son esencialmente heurísticas, la m etodología de Weber le permitió un margen considerable para variar sus definiciones, y sería inútil catalogar sus diferentes descripciones del feudalismo y conceptos afines com o “patrim onialismo”, “sultanism o”,

etcétera. Es importante señalar, sin embargo, que su definición de feudalismo com o una “estructura de d om in ació n ” (diferente de patrimonialismo y carisma) rompe cualquier conexión necesaria con el latifundismo (Weber 1951:33). En el tipo de feudalismo basado en feudos (Lehensfeudalismus), nos las habernos, en términos de Weber, con un sistema de administración en el que los derechos para ejercer autoridad son delegados a cambio de servicios militares o administrativos mediante una relación contractual de lealtad personal entre señor y vasallo (Weber 1978:255-7). Los feudos pueden implicar la concesión de derechos económ icos sobre tierra y mano de obra, derechos fiscales (imponer impuestos) o poderes políticos, autoridad jurídica o militar (:257). Cierto que la concesión de estos diferentes poderes se halla a menudo separada, y pocos señores, en regímenes feudales con base en feudos, permiten que el sistema se desarrolle hasta su límite típico ideal, debido a que su autoridad se vuelve más y más precaria a medida que se acerca ese estado de cosas. Weber distinguía el Lehensfeudalism us de otras variantes, co m o el prebendalismo. En éste, dentro de un régimen por otra parte patrimonial y a m enudo altamente centralizado en el sentido político, los gobernantes otorgan beneficios ( derechos a apropiarse ingresos ) sobre todo, co m o señaló Weber, debido a consideraciones fiscales. Los beneficios se otorgan “a nivel personal de acuerdo a servicios, de ahí la posibilidad de p ro m oción ” (:260). En casos concretos estas distinciones suelen difuminarse, y Weber tuvo problemas para señalar que el feudo, aunque característico de Occidente, no era privativo de éste. Empero, la función básica de la separación del tipo prebendal era hacer hincapié en los rasgos distintivos de estas formaciones co m o las del M edio Oriente islámico, la India mogul y la China manchú. Este es, pues, un enfoque para discutir el tipo de variaciones a que se refiere Carrasco. N o es probable, sin embargo, que sea muy útil, a menos que podam os trascender las construcciones típico -ideales en favor de una comprensión de los procesos dinámicos que generan variación en términos de una centralización política, administrativa y político-económica. Además, estas cuestiones se hallan

complicadas teóricamente por el trabajo reciente que ha rechazado la clase de modelo de relaciones entre el Estado y la econom ía ofrecido por Wittfogel en el caso chino (Moulder 1977) 2 D ado que Marx no elaboró una teoría explícita de sus m odos de producción pre-capitalista, habrá que examinar la afirmación de que el marxismo proporciona una teoría de la historia bajo la forma de “materialismo histórico”. El enfoque de Carrasco se centra en la variación política y señala que las relaciones de producción “so n ” relaciones políticas en los sistemas asiático y feudal (1978:71). Esto lleva a ciertas dificultades teóricas debido a que, tal com o está, no nos dice qué distingue al m odo feudal de producción, de, digamos, el m odo antiguo dentro de la teoría marxista o cualquier otro marco. ¿Tiene esto que ver con la forma de gobierno o con el papel de la política respecto a la economía? Esto nos conduce a problemas fundamentales respecto al m odo cóm o debiéramos conceptualizar y explicar la estructura de las formas sociales com o totalidades. El marxismo ortod oxo basa su análisis de la política y el estado en el concepto de clase. Los propios escritos históricos de Marx plantean dudas acerca de las explicaciones para el cambio social que reducen la política a la simple expresión de intereses y poder ec on óm ic o s3. En el caso de las formaciones pre-capitalistas, los problemas parecen doblemente complejos, merced al consenso general actual entre los marxistas occidentales de que “predominan las instancias noeconóm icas”, a pesar de sus divergentes puntos de vista sobre lo que determina la estructura total de las formaciones sociales (Kahn y Llobera 1981; Gledhill y Rowlands, en prensa). Todas las formas de relaciones de propiedad, capitalistas y precapitalistas, evidentemente dependen de condiciones legales y políticas específicas. La base del m odo capitalista de producción es una forma particular de inclusión económ ica del productor directo, pero esto no impide que otros m odos descansen en formas diferentes de inclusión económica, com o señalaron Hindess y Hirst al negar que la servitud fuese una

característica necesaria del modo feudal de producción (Hindess y Hirst 1975: 234-242). Si bien este enfoque conduce, hasta cierto punto, a una comprensión de la reproducción de las formaciones feudales, deja bastante vaga la dimensión política. La clase terrateniente es políticamente dominante en el sentido de que el estado feudal garantiza sus derechos de propiedad y defiende la explotación feudal, representa los intereses terratenientes vis-á-vis los campesinos. Los terratenientes, sin embargo, pueden carecer de poder político local o nacional, o al menos hallarse subordinados políticamente al centro. Es más, podría argíiirse que la necesidad de combatir las tendencias en favor de la descentralización política puede favorecer el que un estado centralizado adopte medidas que tal vez dañen el poder económ ico de los terratenientes, si fueran factibles. La relación determinista entre la estructura socioeconóm ica y la política establecida por el marxismo o rtod oxo obviamente no puede sostenerse. Para los weberianos, algunos de estos problemas se resuelven a p rio ri. Clase social económ ica (Weber 1978: 302-5) es sólo una de las modalidades posibles de la estratificación, y la distinción entre grupos y clases se presta a la discusión de las s o c i e d a d e s p r e c a p i t a l is t a s . A d e m á s de d e s li g a r la estratificación de cualquier base económ ica necesaria, Weber rechazó la “lucha de clases” com o la fuerza constante tras el cambio macro-social. Tal vez sea éste el problema crucial: podría objetarse que la noción de que el cambio debe ser producto de una lucha de clases concreta es el m odo cóm o la teoría marxista evita una concepción teológica de historia. Al hacer la crítica del m arxismo althusseriano precisamente por este vicio, Poulantzas (1975) sostuvo que una definición objetiva de la estructura de clase debe implicar criterios políticos e ideológicos además de los económ icos. Aun en el m odo de producción capitalista, la clase capitalista no puede hacer frente a la clase trabajadora de un m odo “puramente e c o n ó m ic o ”. Desgraciadamente, Poulantzas se vio obligado a conceder que era imposible predecir el com portamiento político de un estrato de clase determinado en una lucha

concreta con base en una explicación supuestamente “objetiva” de sus intereses y situación económ ica y de clase (Cutler et al. 1977:189-206). Estos problemas parecen aumentar en contextos precapitalistas. Se ha prestado mucha atención al grado en que las clases explotadas son incapaces de constituir clases “para sí”, capaces de lograr formas de consciencia y organización política autónom as que les permitan transformar la sociedad en beneficio propio ( Terray 1975; Godelier 1977, Islamoglu y Keyder 1977). M uchos analistas del M A P han planteado por esa razón contradicciones intra-clase com o el ímpetu positivo para el cambio, al mismo tiempo que se ha utilizado la distinción entre contradicciones “principales” (ciudadanos ricos versus pobres) y “fundamentales” (amo esclavo) en los escritos sobre el mundo antiguo ( Vernant 1976). Estas formulaciones no necesariamente implican que el conflicto inter-clase sin concienciaf ü rsic h no desempeñe papel alguno en la configuración de las formaciones pre-capitalistas. Dificultan, sin embargo, la explicación del cambio en términos convencionales de clase. A medida que los vínculos entre proceso político y econom ía se hacen más indirectos, uno se ve tentado a anular las líneas de causalidad implícitas en las teorías materialistas de la evolución social. El M A P en el im perio m achú El caso de la China imperial puede servir para ilustrar que poco podría lograrse mediante una negación de la “interpretación económ ica de la historia” por medio de la sustitución de un determinismo “político” o aun “cultural” lógicamente equivalente. Bajo los manchús, la administración centralizada estaba en manos de oficiales eruditos (literati), en teoría reclutados abiertamente mediante el sistema de exámenes. Si hacemos hincapié en la naturaleza prebendaría del sistema, el poder y la autoridad parecen haber radicado en la m o n o p o liz a c ió n de los puestos oficiales y hallarse desvinculados de los terratenientes; la mayor parte del ingreso de los literati provenía de recargos no intervenidos sobre los impuestos cobrados (Weber 1951; Wang 1973). Los marxistas que rechazan el M A P sostienen que el sistema chino era, de hecho, feudal. A semejanza de las familias nobles manchús y

oficiales de diferentes grados que obtenían su ingreso del servicio campesino en concesiones de tierras estatales o impues­ tos, China contaba asimismo con un estrato de clase alta menor de terratenientes privados. Eran ausentistas urbanos que vivían de las rentas extraídas a campesinos que cultivaban parcelas dispersas y relativamente pequeñas en diferentes pueblos y regiones, sin descontar los beneficios de la usura y el comercio. Las dos categorías -los dependientes de impuestos y los terratenientes- se traslapaban parcialmente: m uchos literati eran también terratenientes, y los terratenientes “m ed ianos”, que tenían algún grado aca d ém ic o pero no eran necesariamente funcionarios, a su vez obtenían ventajas materiales de una relación más estrecha con los aparatos estatales en términos de la coacción para el pago de las rentas (Chang 1962: 132-6). Esta clase media terrateniente probablemente disfrutaba de una parte desproporcionada de la tierra privada. Aunque terratenientes y literati eran distintos, existían relaciones estructurales indirectas entre ellos, co m o ha observado Barrington M oore (1968). En la práctica, la obtención del rango oficial exigía el ap oyo de una familia rica, de tal m odo que directa o indirectamente, el hacendado predominaba en el reclutamiento de los literati. La riqueza acumulada en la administración pública podía ser transferida a la tierra, de m o d o que la acumulación privada de riqueza probablemente, en conjunto, excedía los recursos disponibles del estado, con evidentes implicaciones políticas. A unque el grado de burocratización efectiva de la administración, en el sentido moderno, se hallaba severamente limitado (M oulder 1977: 55-6), el estado chino adoptó ciertas medidas tendientes a pedir que sus agentes fiscal-administrativos estableciesen vínculos locales: eran trasladados repetidamente de una región a otra y tenían prohibido ocupar puestos en áreas donde sus familias poseían tierras ( Weber 1951 ). Pero esta estrategia limitaba su efectividad como agentes de la autoridad central frente a las poderosas diques de hacendados locales, que podían también manipular a los oficiales del centro por medio de lazos privados (C h ’ü 1969). El estado chino defendía Jos

derechos de los terratenientes y comerciantes en caso de motines por los niveles de renta o precios, y puede argüirse que la representación del estado de los intereses económ icos privados era un índice de su debilidad relativa frente al poder económ ico de los medianos terratenientes locales (Moulder: 61-2). Por razones de orden público y de una mayor centralización del poder, el estado debiera haber tratado de frenar los excesos privados. En la historia china, sin embargo, las intervenciones estatales exitosas eran raras. Los imperios sucumbían periódicamente a la “feudalización”, esto es, a tendencias centrífugas en su econom ía política, al crearse un desequilibrio entre centro y periferia debido al control ejercido por'u na clase sobre los recursos locales. La disminución del comercio interno y la crisis en la renta producían aumentos de impuestos. En esa situación la autoridad central se convertía en el principal objetivo de las revueltas campesinas, y se posibilitaba una alianza terrateniente-campesino. Sin embargo, a pesar del llamado “ciclo dinástico”, siempre volvía a constituirse una política imperial una vez que los logros poco duraderos pero notables de los C h ’in fueron estabilizados por los Han en el siglo primero antes de Cristo. D o s líneas distintivas de investigación parecen adecuadas a fin de resolver la paradoja aparente de la unificación china. La primera, un enfoque mundial, se preguntaría si la tendencia a re-centralizar era una función de las limitaciones o incluso no-viabilidad de econom ías políticas más localizadas, especialmente desde el punto de vista de los elementos de las clases dirigentes. Segunda, podríamos examinar el grado al que el tipo de estratificación económ ica de clase prevaleciente en China dependía a largo plazo del poder coercitivo de la autoridad central. Este segundo punto implica obviamente un análisis de las relaciones interclasistas, análisis que sea dinámico y se centre en los procesos de la lucha de clases en el campo dentro de la matriz de contradicciones entre terratenientes y estado, centro y periferia. El equilibrio de las fuerzas sociales creado por la totalidad de estos conflictos y oposiciones, históricamente sujeto a condiciones ecológicas y geográficas4, determina la configuración y posibilidades de

desarrollo a largo plazo de la formación en cuestión. Esta es la hipótesis de trabajo que debe explorarse en la discusión del caso mesoamericano. Claro está que no puede llegarse a conclusión alguna, sobre si este enfoque resuelve los problemas cruciales de la determinación histórica ya mencionada, con base en uno o varios casos. Sólo una comparación exhaustiva, controlada y transcultural constituiría una metodología apropiada para esa imponente tarea. La fo rm ació n social azteca en 1519 La multiplicidad de fuentes históricas del período inmediatamente posterior a la conquista -crónicas, etnografías, informes administrativos y datos de archivo- vuelve la descripción estática introductoria de las instituciones aborígenes muy sencilla. De hecho, existen numerosos problemas m etodológicos en la investigación etnohistórica, entre los cuales sólo se pueden tocar unos pocos. N o difieren cualitativamente de los que se encuentran generalmente en la investigación histórica o etnográfica, y es lamentable que pocos a r q u e ó l o g o s m e s o a m e r i c a n o s c o m p a r t a n t o d a v í a la convicción de Sanders, Parsons y Santley (1979) sobre que una mezcla integrada y cooperativa de investigación histórica y arqueológica es la clave de un avance real. El hecho de que buena parte de la supuesta “historia” de los aztecas sea básicamente una construcción ideológica podría ser descorazonante para los positivistas más ortodoxos. Para la mayoría de los antropólogos sociales ese aspecto precisamente sería muy revelador. En el m omento de la conquista el imperio azteca era el poder dominante en Mesoar/iérica. M ichoacán y O axaca conservaron la autonomía política en las zonas montañosas, mientras que la naturaleza del d om inio azteca (y, tal vez, la substancia del término “imperio”) cambió significativamente más allá de los límites de su centro en el Valle de M éxico (Barlow 1949, Katz 1978, Adam s 1979). Los mayas yucatecos se hallaban fuera de la esfera azteca de incorporación política, pero estos centros eran, obviamente, com ponentes cruciales de una econom ía más amplia cuya estructura es básica para la

comprensión de la econom ía política interna de los aztecas (Gledhill y Larsen, en prensa). Para empezar, por razones heurísticas, trataré la política azteca com o una unidad cerrada, relativamente intemporal. El gobernante de Tenochtitlán era teóricamente sólo una de las testas de la Triple Alianza que abarcaba las ciudades-estados de Tenochtitlán, T excoco y Tlacopan. En términos prácticos, la supremacía á€\ monarca azteca fue só lid a m en te estab lecid a por M o c te z u m a Xocoyotzin (Ixtlixochitl 1975:450-1). D e hecho, la tendencia política, una vez que Tenochtitlán terminó con la hegemonía de Azcapotzalco, había sido de intentos continuos por centralizar el poder en manos de la monarquía azteca, dentro de la estructura estatal así com o al interior de la alianza (Calnek 1974, 1978a). La autoridad dentro del estado se hallaba distribuida entre los ocupantes de puestos administrativos seculares, el sacerdocio y los militares. Esta estructura exhibía formas asiáticas de apropiación. Se asignaban tierras, trabajadas mediante el servicio de m ie m b r o s Ubres de las c o m u n i d a d e s c a m p e s in a s (macehualtin), para el m antenim iento de los tres estamentos. Las tierras asignadas al mantenim iento del templo recibían el nombre de teopantlalli, las otorgadas al mantenim iento del ejército m ilchi m alli (Hicks 1974; Carrasco 1978). Respecto a la primera categoría -tierras dedicadas al soporte de la administración secularla terminología indígena es más compleja. Gibson (1964:257) glosa la categoría tecpantlalli com o “tierra de las casas com unitarias”, pero el término aludía claramente a las tierras asignadas al palacio del rey y a las casas de los gobernadores provinciales. Estas tierras eran habitadas y trabajadas por una categoría determinada de personas, tecpanpouhque, que no pagaban tributo (Gibson: 259; Hicks: 244). Este estatus parece haber sido hereditario, pero con la posibilidad de remoción. N o está claro si el tecpantlalli se trabajaba en com ún (Gibson, ib.), pero el sistema laboral vinculado a él lo distingue de otra categoría de tierras apartadas para la administración secular, tlatocam illi. Era tierra asignada en cada com unidad para mantener a los oficiales locales y recaudadores de tributos y trabajada por los

macehualtin. En sus luchas por combatir las expropiaciones españolas, los indios colocaron a todos los tipos arriba indicados en la categoría de “tierra co m u nal”. El tecpantlalli del gobernante podría considerarse una forma de domin io patrimonial, pero los otros tipos conllevan explícitamente el principio de su inseparabilidad del cargo, es decir, el detentador del puesto carecía de derechos de enajenación. Al lado de las parcelas dedicadas al aprovisionamiento de las organizaciones estatales, las comunidades de m acehualtin trabajaban sus propios calpulalli. Esta tierra comunal pertenecía a los barrios en que se hallaban subdivididas las com unidades residenciales; las familias disfrutaban derechos de uso. Se sabe que los derechos sobre la tierra dentro de las corporaciones de calpulli se hallaban inequitativamente distribuidos (Gibson, o p.cit.; Carrasco 1978:37); esta diferenciación económ ica dentro de las comunidades campesinas será exam inada más adelante. Tras la conquista, los indios identificaron, por analogía, las “tierras de la n obleza”, pillalli y tecuhtlalli, con las tierras privadas y, por tanto, alienables, en el sentido español. N o existe, sin embargo, una justificación a p r io r i para asumir que esta ecuación implica la identidad substantiva de las nociones de propiedad europeas y aborígenes. El hecho de que las fuentes nativas no distingan claramente entre “renta” y “com p ra” (Carrasco:27), por ejemplo, es totalm ente predecible en un sistema en el que a m enudo lo teóricamente transferido es el derecho de uso más que el título de propiedad. Empero, m uchos escritores ven en el p illa lli/ tecuhtlalli suficiente prueba de la existencia de relaciones clasistas basadas en la propiedad de la tierra. Siguiendo a Zorita (1963), Katz señala que el p illa lli constituía una propiedad privada, cultivada por una categoría específica de personas, el m a y eq u e, que se encontraba vinculado a la tierra y era transferido con ella. Considera la com binación de propiedad privada de la tierra y la m ano de obra “atada” co m o “feudalista”, aunque alberga dudas sobre si la tendencia era en dirección a una com pleta sociedad feudal (Katz 1972:225-6). Otros no muestran tanto interés por la estructura social de la formación, y se concentran en las

pruebas sobre la compra-venta de tierras com o parte de un debate más amplio sobre el papel del “mercado” er^la sociedad azteca (Gledhill y Larsen, en prensa). Una versión extrema de esta actitud se halla representada por Offner (1981), que defiende la existencia “de un vivo mercado de bienes raíces” en T excoco. Las dos interpretaciones son cuestionadas por Carrasco (1978,1981). Si bien no niega la posibilidad de ventas de tierras, descarta la noción de un mercado de tierras significativo debido a que la alienación “libre se hallaba limitada por restricciones políticas y económicas (Carrasco 1978: 27-8; 1981: 63-4). La distribución de tierra y m ano de obra se efectuaba mediante canales políticos y administrativos. La' tierra era apropiada por la nobleza, en primer lugar, en virtud de su estatus y funciones públicas co m o estrato (1978:26), y el pillalli constituía tierra oficial “generalizada” a diferencia de la tierra asignada a la realización de deberes específicos com o el tlatocam illi (1981:63). D e m o do similar, Adams (1979) ha definido a la nobleza azteca c o m o una “nobleza de función al estilo o t o m a n o ” más que co m o una clase terrateniente, aunque centra su análisis en un tipo de beneficio territorial asignado a los recaudadores de tributos y no discute explícitamente el pillalli. A unque existían m ecanism os claros para la transferencia de derechos sobre tierras, y los miembros del estrato mercantil (poch teca) se hallaban registrados c o m o propietarios de “tierras propias” (Torquem ada 1969, 11:546: Gibson: 263), el pillalli era ante todo tierra patrimonial de la nobleza. El estatus de noble (pilli, plural: pipiltin) era por atribución y heredado bilateralmente. Las personas elevadas al estatus de p illi por su valentía, eran con ocidos co m o quauhpipiltin (Calnek 1974: 202-3). En teoría la nobleza hereditaria de Tenochtitlán descendía del primer rey. Calnek (1978a) señala que el matrim onio entre “grupos dinásticos” que gobernaban las belicosas ciudades-estados de la época imperial, llevó a la consolidación de un estrato aristocrático en todo el valle. La transmisión bilateral del estatus autorizaba reclamaciones en diferentes constituciones políticas y la sucesión era inestable; el sistema reflejaba un faccionalismo subyacente. Calnek afirma

que la centralización política se realizó, sin embargo, mediante la movilización de estos lazos cruzados (cross-cutting): la autoridad de los gobernantes de los estados vasallos fue minada gradualmente mediante la distribución de dádivas a los aristócratas menores vinculados a Tenochtitlán (Calnek:467). Todas las dinastías reales se hallaban estrechamente emparentadas, y la oportunidad de participar en el reparto del tributo imperial daba a la nobleza baja un interés por trascender las lealtades locales. La pertenencia a la categoría p illi no se basaba en la ocupación de un cargo o en uno de los múltiples títulos, que sólo afectaban el rango de un noble en concreto (Calnek 1974: 193). El sistema de parentesco de la nobleza refleja claramente ciertos desarrollos políticos, pero no nos proporciona un cuadro nítido de la base social del poder y el estatus de los grupos dinásticos. Las familias nobles se hallaban encabezadas por personas de estatus tecuhtli, cuyos hogares formaban centros privados de redistribución y adjudicaban tierras dentro de sus d om inios patrimoniales a los p ip iltin dependientes (Hicks 1974:245; Carrasco 1978:25). El surgimiento “señorial” de este sistema no debe interpretarse com o un control efectivo de distribución del p illa lli p o r miembros del estrato tecuhtli, pero sí plantea la cuestión del control sobre la tierra en el “sector privado”, comoquiera que éste se defina, respecto a la distribución del poder y la apropiación del producto excedente. Conviene destacar que los feudos privados en la Mesoamérica tardía se parecen m ucho al sistema chino ya descrito. Los propietarios tenían tierras en muchas com unidades distantes y, a la vez, las com unidades contenían propiedades de múltiples terratenientes urbanos ausentistas (Gibson:263-4). Las propiedades eran en general pequeñas parcelas dispersas. Yoatzin, cacique de Cuernavaca, tenía un total de 120 hectáreas en Morelos, en distintas parcelas que variaban entre una o dos y 6.8 hectáreas (Riley 1978:52). El terrateniente no intervenía en el proceso laboral, y la importancia estructural básica del pillalli y el tecuhtlalli parece

haber radicado en dar a la nobleza un instrumento permanente de apropiación de la m ano de obra dependiejite y de su plusvalía, aparte de los cargos generadores de ingresos que el estado asignaba a los individuos. Es difícil determinar empíricamente el alcance de esta forma de tenencia en base a los datos históricos (en su mayoría casos judiciales), pues en medio de la confusión y el oportunismo que siguieron a la conquista, los nobles indios obscurecieron deliberadamente la distinción entre las tierras vinculadas a cargos y las patrimoniales (Riley: 55-6). Las políticas de Cortés cambiaron rápidamente el patrón pre-colonial de distribución dispersa (Gibson:264). Sin embargo, más de un tercio de la población rural en las áreas cuyos datos de archivo ya han sido analizados, fue clasificado com o “arrendamiento de los caciques” y no com o miembros del calpulli en los años 1530 (Hicks:257; Katz 1972:225). Esto nos lleva a la cuestión de los grupos más bajos en la sociedad azteca. C om o ya se señaló, el informe del oidor Zorita sobre la organización rural india asociaba el pillalli con la categoría m aye que, aunque Hicks ha observado que este término no aparece en las fuentes nahuatls, y puede haber sido un instrumento que refleja la necesidad de Zorita de explicar por qué algunos campesinos se hallaban exentos de tributos al estado (Hicks:255). N o existe prueba real alguna de que los arrendatarios de los nobles estuviesen atados a la tierra, aunque el supuesto de que la servitud es una característica esencial del feudalismo occidental-que apoya la comparación hecha por Katz entre los dos sistemas- es erróneo empírica y teóricamente. Calnek rechaza la idea de que la distinción m a ceh u al-m a yequ e corresponda a una diferencia de clase social con base en que am bos eran igualmente explotados -pago de renta en calidad de participación en la cosechaindependientemente de que trabajasen tierras oficiales o pillalli (Calnek 1974: 193-4). Incluye asim ismo a los ílacotin (esclavos) en esta ecuación, a pesar de sus diferentes estatus jurídicos. H icks observa ciertas distinciones en situaciones de clase, pero, de m odo similar, niega que las categorías nativas correspondan a clases distintas, aunque ve el empleo de esclavos com o un

fenómeno separado, básicamente urbano (Hicks:259-60). Los tlacotin, de todas formas, representaban solamente un 5% de la población (Katz 1972:225). En términos jurídicos y de estatus, las categorías indígenas parecen representar gradaciones y no separaciones drásticas, al igual que en el antiguo Cercano Oriente (Finley 1973). Aun así, el hecho de que una parte sustancial de la población rural no tuviera acceso a la tierra comunal, calpullalli, tiene importantes im plicaciones estructurales. Lo*s arrendatarios de los nobles realizaban servicios personales, ofrecían m ano de obra femenina para hilar y tejer artículos destinados al sistema noble de redistribución y clientela, hacían de cargadores o mensajeros, y, en algunos casos, eran hábiles artesanos. Armada con un instrumento económ ico para apropiarse de la m ano de obra dependiente y del sobreproducto, la nobleza, en su calidad de terrateniente, disfrutaba de un sistema tributario privado, independiente de los m odos de apropiación controlados por el estado y, de hecho, sacaba a muchos productores rurales de la red del tributo público. La capacidad de los nobles de acumular riqueza a largo plazo, a diferencia de la del estado, dependía en parte de su participación en la base territorial, que representaba la extensión de sus ingresos patrimoniales. Las relaciones terrateniente-arrendatario se daban asim ismo dentro de hogares m ancom unados en los calpultin rurales, y algunos residentes del barrio ganaban la vida proveyendo servicios especializados a funcionarios y nobles y recibían de éstos derechos sobre tierras ( Carrasco 1976:57). Si bien esta situación ejemplifica una relación entre la organización del hogar campesino y el sistema tributario, indica además que en esa época la comunidad co m o tal no desempeñaba ningún papel en la distribución de derechos usufructuarios y que la diferenciación económ ica podía conducir a que algunas familias careciesen de tierras si otros miembros de la com unidad no estaban dispuestos a otorgar derechos de uso en parte de sus tierras. A semejanza del período colonial, tal vez existieran sanciones en contra de la transferencia de derechos a extraños, si bien es posible que algunos extraños hayan obtenid o a veces la posesión efectiva

de parcelas comunitarias tras una transferencia inicial del usufructo5. Pero la individualización de los derechos de posesión al nivel familiar es de gran interés en-relación a la organización productiva en los centros urbanos, donde el grueso de la población en esa época no era agrícpla (Sanders et a l 1979:179). En Tenochtitlán, los productores pequeños organizados en un marco corporado (calpulli), que podría denominarse sistema “gremial” con un mercado dominante aprovisionador (Zorita 1963:157-9; Sahagún 1950-69, IX: 91-2; Calnek 1978b), surtían la demanda masiva. Los productores campesinos (junto con los comerciantes profesionales) suministraban rriercancías a los mercados urbanos relativamente grandes. Aun si la mayoría de las familias rurales eranautosuficientes, y la mayor parte de la tierra y m ano de obra permanecía al margen de las relaciones mercantiles, distaban de ser residuales, com o parece implicar la formulación de Carrasco. Es difícil afirmar que el estado regulaba administrativamente el comercio y el sistema mercantil en el sentido de Polanyi (Gledhill y Larsen, en prensa). Los m onop olios estatales en comercio exterior probablemente aumentaron la riqueza del estrato más rico entre los comerciantes, los p o c h te c a ,mas seguramente la organización mercantil corporada antecedió al establecimiento del imperio, y continuó organizando un sistema mercantil de comercio, en el cual el estado participaba indirectamente. Esto implica: a) un potencial para la acumulación privada de riqueza fuera del sector estatal; y b) limitaciones a la parte de la plusvalía social apropiada por el estado. Aunque este intento de reconstrucción estática podría profundizarse y extenderse considerablemente, terminaría por rendir beneficios decrecientes desde un punto de vista teórico. Las cuestiones sobre c ó m o la nobleza adquirió sus tierras y se convirtió en un estrato exigen respuestas diacrónicas. Evidentemente los intentos por ofrecer fórmulas simples para caracterizar la estructura total de la form ación azteca no logran

captar la complejidad del sistema. Un enfoque más dinámico tal vez explique la estructura observada y las tendencias requeridas. C on tradicciones d en tro de la clase dom inante: la dinám ica a corto r m ed ia n o pla zo . Los p o ch te ca de mayor jerarquía alcanzaron un cierto estatus en la sociedad azteca y empezaron a compartir algunos privilegios de la nobleza ( Chapman 1957). Si la acumulación de riqueza mercantil ofrecía la posibilidad de lograr estatus social y político, no garantizaba el éxito. Los p o ch te ca afirmaban su estatus festejando a la nobleza y a las ordenes militares, quienes reaccionaron con gran antagonism o (Sahagún: 31:3). Su ascenso fue obviamente un asunto de política estatal, diseñada para fortalecer políticamente al gobernante frente a la nobleza y para contribuir a las necesidades materiales del palacio. N o puede verse al estado co m o un simple agente mediador en los conflictos planteados por los intereses particulares de una serie de fracciones diferenciadas de la clase alta. A pesar de que los conflictos de este tipo eran característicos de las condiciones aztecas, la visión funcionalista de Engels (1968) es inadecuada. La centralidad política misma se ve constantemente amenazada en los sistemas imperiales, y la competencia y el conflicto en la cima de la jerarquía social subyace a todo cambio en los niveles político-administrativos y socioeconóm icos. Aunque, al principio, el poder del gobernante radica en una base particular, sus actividades asumen un papel cada vez más especializado relativo a la estructura que está siendo reproducida en conjunto, llevando a lo que Eisenstadt (1963) ha definido com o la au ton om ía creciente y el “desencaje” del dom inio político. En el caso azteca se hallan muy claras dos implicaciones de este tipo ideal: el surgimiento de discrepancias entre los objetivos del gobernante y los de las jerarquías “tradicionales”, adscriptivas, y la emergencia de órganos específicos de la lucha política, tales co m o las diqu es cortesanas6. Lo anterior no implica, sin embargo, que la dinámica de cambio sea “puramente” política. Los objetivos, estrategias y

procesos políticos sirven com o los medios por los cuales las distribuciones de poder generadas por el acceso a diferentes fuentes de acumulación se hallan o no reguladas. Objetiva e históricamente, la “autonomía estatal” descansa en el estado de equilibrio del poder material subyacente, el grado al que es posible lograr mantener la centralización política. U no de los mayores acontecimientos'políticos de fines de la historia azteca fue la d en o m in a d a “ reacción a ristocrática”, cu a n d o Moctezum a X ocoyotzin expulsó a los plebeyos de los puestos estatales (ejecutando a muchos en el proceso). Esto, junto con una serie concomitante de gestos “populistas” hacia el campesinado (Katz 1972:239-41), de hecho reflejaban un considerable fortalecimiento del poder monárquico, pues las iniciativas de M octezum a representaban una reducción en las funciones decisorias por parte de los pipiltin (Calnek 1974:203). Aparte de su importancia política inmediata, los intentos por burocratizar la administración ( y la nobleza) fueron parte de un paquete de medidas dirigidas asim ismo a realzar el poder económ ico del estado (Katz, ib.). Esto nos conduce a las relaciones entre el estado y la tenencia privada de la tierra. Durán (1951) y otros escritores que utilizaron la Crónica X narran que las tierras de Azcapotzalco fueron expropiadas tras su derrota y repartidas por área entre la nobleza azteca. Los caepultin más plebeyos fueron excluidos: Esto tenía funciones ideológicas obvias, al atribuir a la nobleza toda la lucha. Katz( 1972:226) señala que toda la tierra expropiada en los territorios conquistados continuó siendo cultivada por los macehualtin originales y se hallaban al margen de las categorías piilalli/ tecuhtlalli. D e m o do similar, Adam s (1979) destaca la naturaleza prebendal de las concesiones de tierra a los recaudadores de tributos en las provincias, pero hace la salvedad de que el cultivo era supervisado por un funcionario estatal ajeno, y al ocupante del cargo sólo se le daba un ingreso por renta. Los sistemas de este tipo eran evidentemente óptimos para el estado, no sólo porque restringían el crecimiento de las tierras patrimoniales sino también porque reforzaban el servicio funcionarial y estatal com o una vía para

obtener cierta riqueza privada y un rango alto. Empero, Gibson (:263) observa que algunas concesiones estatales de tierras iban a parar a las propiedades privadas indias, y Hicks (:254-5) señala que algunos macehualtin eran desalojados de la tierra expropiada y reeemplazados por una nueva población, que se convertía en m ayeque. Cortés notó que las parcelas de los arrendatarios m a y eq u e eran de tamaño uniforme, y que esas com unidades no tenían lazos de parentesco entre sí (Hicks:253). T o d o esto se refiere a las tierras adquiridas fuera del territorio de la Triple Alianza pero el cuadro contradictorio presentado por las fuentes históricas quizás refleje también contradicciones entre la política estatal y la práctica real, junto con cam bios operados en el transcurso del tiempo, a medida que el estado efectuó una mayor centralización y burocratización. H em os observado también posibilidades de otros m o dos de adquisición por parte de los antiguos calpullalli, debidas a diferenciación económ ica dentro del calpultin. El empeñar miembros de la familia era la respuesta característica a una crisis en la com unidad rural, crisis que aparentemente iba en aum ento a juzgar por la curva creciente de actividad de los traficantes de esclavos durante la fase imperial (Hicks:257; Katz:242). Por otra parte, en las fuentes aparecen referencias a las compras de tierras de los p o ch teca . Posib lemente p ip iltin de m enor rango se vieron forzados a alinear tierras en m om entos de adversidad económ ica. Si así fuere, podría plantearse la cuestión de si, al igual que en China, el acceso a los frutos de un cargo no se hallaba inextricablemente unido al mantenim iento del rango para las familias nobles. El derecho a las tierras era, supuestamente, uno de los privilegios básicos que el estado otorgaba a los p o ch te ca , y en este caso puede apreciarse el valor que presta Carrasco al papel m ediador de la política. El capital mercantil se hallaba políticamente subordinado. Gibson insiste en que las parcelas calpullalli podían ser compradas por individuos privados. Ya hem os aclarado lo que se entiende aquí por “com p ra”, pero dond e se dieron esas compras ¿pueden haber estado involucrados los comerciantes?.

Estas observaciones de las fuentes históricas no nos ofrecen ningún índice real de la escala y predominio de los fenómenos en cuestión, y ninguna idea clara de las tendencias en el transcurso del tiempo, más allá de sugerir que el estado buscó frenar la expansión ulterior de los domin ios patrimoniales de los nobles. Sería una ayuda trabajar más en los archivos locales, pero es realmente esencial complementar esto con una visión a más largo plazo ofrecida por la arqueología. La escasez de excavaciones limita las conclusiones que pueden sacarse actualmente, mas los datos de una encuesta comprensiva nos anima a creer algo que las fuentes históricas denotan a menudo: las gentes denominadas m aveq u e eran originalmente migrantes y refugiados y los latifundios de los nobles se iniciaron antes de la formación del imperio. Esto implicaría una relación entre descentralización política y el desarrollo de dominios privados que requieren un exámen más detallado. El largo p la zo : ciclos, tendencias y transform ación estructural Los testim onios arqueológicos para el Valle de M éxico revelan cambios y desplazamientos demográficos masivos entre el colapso de Teotihuacán y el ascenso azteca (Parsons 1976, Sanders et a l 1979). Aparece un vació en la ocupación del valle central en el m om ento en que el d om inio supranacional pasó a Tula en el norte y a Cholula al sur entre los años 950 y 1150 (Sanders et al: 149). En los periodos antes y después de esta fase, el patrón de asentamiento es consistente con la descentralización ciudad-estado, pero se producen cambios significativos en la naturaleza de los asentamientos rurales a partir de 1150. Sanders y sus colegas especialmente postulan que un tipo disperso de ocupación rural tiene correlación con ei asentamiento de arrendatarios sin tierras (: 178-9). Existe una clara distinción morfológica y distributiva entre ésta y otra forma contem poránea más apiñada y estructurada. Sanders et al asocian a la última con la organización del calpulli. El tipo disperso predomina en las zonas chinamperas, la región de Zum pango y el’pie de monte meridional, todas ellas áreas en donde la ocupación previa había sido mínima. Aparece antes del siglo XV, aunque el período posterior observa un mayor

crecimiento demográfico desde unos inicios modestos. La noción de “intensificación y re-asentamiento agrícolas dirigidos por el estad o” utilizada por Sanders et al podría aplicarse a las ciudades-estado, cuyos grupos dinásticos ofrecían tierras reclamadas por sus casas constituyentes a gente desarraigada por los efectos del conflicto inter-estatal y las guerras civiles. La tesis arqueológica no explica la tenencia azteca de la tierra en toda su complejidad, sin embargo, podría contribuir a explicar por qué un tercio de la población rural imperial podría clasificarse com o arrendatario de la nobleza a pesar de la existencia de las comunidades c a lp u lli. Inicialmente no estaría involucrada directamente ninguna expropiación de la tierra comunal, y parte de la tierra repoblada sería sin duda tecpantlalli. C o m o clase, la aristocracia militar de las ciudadesestado expropiaba al campesinado, pero lo hacía colectiva e indirectamente, com o el resultado del conflicto inter-estatal, y no individualmente mediante una acción directa en contra de sus propios sujetos inmediatos. Estas circunstancias no parecen conducir a una movilización del campesinado libre contra los p ip iltin , representándolos com o protectores a nivel local. Según los cronistas, en 1454 y 1505 ocurrieron hambrunas (T ezozom o c 1975, Sahagún 1950-69). Estos desastres “naturales” reflejan la existencia de relaciones de explotación en general, pero, más específicamente, el desarrollo de las econom ías rurales y las relaciones mercantiles, que, a su vez, eran reforzadas por sus efectos sociales. A unque el estado promovía la intensificación agrícola, no usaba el sistema tributario a fin de remediar los déficits en el mercado (Calnek 1974: 191), y los tratantes de esclavos y los miembros más ricos del calpulli parecen haberse convertido en los objetivos de la inquietud p o p u la re n 1505 (Katz 1972:240). A pesar de sus propias contribuciones a los procesos que debilitaban las com unidades campesinas (Hicks op. cit.), el estado m onárquico “orientalizador” contaba con un incentivo político a fin de idear m odos de explotarlos por sí mismo, lo que combatiría ulteriores tendencias a la expropiación privada, en interés de su propia base material, aparte de consideraciones

de orden público. A juzgar por la experiencia de Cortés ante la resistencia en el centro del área imperial, las medidas de Moctezuma fueron exitosas, a menos a corto plazo. La apropiación privada de tierras por la nobleza más allá de las regiones centrales se hizo impráctica, merced a la necesidad del respaldo estatal para las expropiaciones, una vez que el estado fue suficientemente fuerte para poner en vigor un sistema prebendal y dominó las aristocracias locales. Dentro de la zona central, la tendencia se hallaba también influenciada por la fuerza política del estado versus la nobleza, en conjunción con factores que debilitaban la capacidad de las familias campesinas libres de defender sus derechos de posesión y retener sus derechos de independencia social. El desarrollo de la estratificación económica interna tal vez debilitó la solidaridad corporada de los calpultin, pero el estado -al igual que durante la colonia- tenía un enorme interés por defender la tenencia comunal de la tierra com o baluarte contra la feudalización. Ya se han m encionado los factores estructurales que promovían las tendencias feudalizantes. Existían puntos débiles importantes en la base económ ica del poder centralizado, y la naturaleza predatoria del imperialismo azteca, según muchos, se tradujo en la imposibilidad de que el sistema lograse estabilidad a largo plazo. Los ciclos anteriores de expansión y desplome del control territorial extenso parecieran reforzar esta idea, aunque obviamente hubo desarrollos estructurales significativos entre Teotihuacán y Tenochtitlán (Gledhill y Larsen, en prensa). C om o hemos visto, los trastornos causados por este ciclo a largo plazo probablemente desempeñaron un papel crucial en la transformación de las formaciones serranas. Aunque aquí no pueden evaluarse enteramente los determinantes del ciclo a largo plazo, parece factible argüir que cada episodio de la centralización se relacionaba con el establecimiento en la zona central de controles políticomilitares directos sobre una red preexistente más amplia de “ e c o n o m í a g l o b a l ” 8, al m e n o s tras T e o t i h u a c á n . Tenochtitlán siguió una política d z fo m e n to de la m igración

artesanal hacia el centro, y ajustó la división internacional del trabajo a sus propios intereses comerciales mediante el sistema tributario (Bray 1977). La importancia de esta red más amplia de recursos es política, en el sentido de que la apropiación de recursos que circulan por ella se vuelve esencial en el ejercicio del control político. En períodos de descentralización, el mantenim iento de jerarquías políticas locales en las ciudadesestado y la expansión política dependen del “é x i to ” en extraer una parte de la riqueza que se está generando en el sistema más amplio, y dado que el medio político es competitivo, aun la supervivencia implica intentos continuos de expansión. El hacer hincapié en la unidad de análisis “econom ía glob al” no debiera interpretarse com o un rechazo a los argumentos interesados en la intensificación agrícola y en el acceso desigual a los recursos productivos. N o niego, por ejemplo, que el control sobre el agua refuerce y profundice las relaciones locales de poder, o que el acceso a tierras de diferente potencial productivo implique una acumulación desigual de riqueza. Hay también diferentes bases para apropiarse la plusvalía de los productores directos, y éstas implican diferentes procesos sociales de reproducción de las relaciones explotadoras, diferentes tipos de contradicción y efectos dinámicos. Pero el punto que deseo destacar aquí es que estos factores son insuficientes para explicar cóm o y por qué se formaron y decayeron los imperios. La supresión del centrifugalismo de la ciudad-estado fue un proceso extenso a fines del período precolonial, com o resultado de un control político-administrativo más centralizado sobre los estados vasallos y la estabilidad en la zona central (Calnek 1978a). La dinámica subyacente a la expansión y decadencia ejemplifica el m odo c ó m o los d e s a r r o l l o s e c o n ó m i c o s y p o l í t i c o s se e n c u e n t r a n inextricablemente unidos. Por una parte, las estructuras mesoamericanas se volvieron cada vez más diferenciadas a medida que el control político se hizo más com plejo debido a una mayor densidad de población y a una mayor complejidad de ía base económ ica, en parte c o m o resultado del crecimiento en la infraestructura de la “econom ía glob al”. Por otra la elaboración misma de estructuras políticas suministró la dinámica para la evolución de la econom ía global: los niveles

crecientes de movilización de recursos eran en esencia insumos a procesos que fomentaban la competencia entre diferentes fracciones de las clases altas y surtían a los órganos de gobierno y, en general, la jerarquización política. Las fracciones dentro del estado se volvieron agencias políticas y apareció un problema: el sostenimiento de la centralización. C om o ya hemos visto, en ese m om ento devino clave el grado de apropiación estatal directa de los recursos. A pesar de los intentos de burocratización de la administración, el estado azteca se enfrentaba a una situación en la que una proporción considerable de la plusvalía social era apropiada com o ingreso privado, en forma de rentas y beneficios mercantiles. El tipo de latifundio encontrado en el Valle de M éxico probablemente podría haber resistido en el marco de la ciudad-estado. La nobleza azteca disfrutaba una parte de los ingresos imperiales mediante el desempeño de cargos, una fuerza unificadora qué más bien hace resaltar que el estado carecía del poder y los recursos para crear un sistema administrativo provisto de un personal más directamente dependiente de él. El hecho de que, aparentemente, los monarcas hayan hecho concesiones de tierras que se vinieron a añadir a los dominios patrimoniales de los nobles indica que el poder estatal au tón om o era precario. A pesar de los éxitos de M octezum a X ocoyotzin, las aspiraciones políticas de la nobleza no pueden haber sido suprimidas efectivamente a nivel estructural. La integración política del imperio permanecía congénitamente débil excepto en el centro, su dominio descansaba en la masiva superioridad económ ica y demográfica establecido en el unificado Valle de M éxico. El debilitamiento de esa unidad lo habría destruido rápidamente. U n conato de resistencia campesina a la explotación creciente durante los años malos del ciclo agrícola, junto con rivalidades internas al interior del estrato dominante, bajo un monarca más débil, prepararía el escenario para una crisis. A un la estructura imperial m ucho más integrada de los conquistadores españoles se enfrentó a un país difícil de gobernar. Sin embargo, a pesar de todas las presiones en favor de la descentralización, conviene precisar la naturaleza y los límites exactos de los procesos de “feudalización” co m o los que

podría experimentar la Mesoamérica precolonial. Su importancia se hará más aparente si regresamos a nuestra discusión original del M A P y la comparación con China. Ahora bien, estos casos habrá que examinarlos a la luz de un contexto comparativo más amplio. El M A P y la busca de la generalización teórica El presente artículo se inició con la idea -tal vez sorprendente- de que podría trazarse una comparación fructífera entre la Mesoamérica azteca y la civilización vigente en China. Una buena parte no recuerda gran cosa a lo que Marx señaló al respecto en los Grundisse, un tipo de formulación que, originalmente, aspiraba a relacionar casos tan dispares. El lector tampoco encontrará gran similitud entre mi tipo de análisis sobre los aztecas y la descripción del Inca de Godelier sobre todo en su obra más reciente (Godelier 1977b; ver también un artículo anterior en Seddon (ed.) 1978). He criticado el enfoque de Godelier en otro trabajo (Gledhill 1981a), pero valdría la pena hacer hincapié en un punto en el que, tal vez, sí estemos de acuerdo. Antes de descubrir a Morgan, los fundadores del m arxism o hacían hincapié en lo característico de la línea de desarrollo seguida por las civilizaciones no-europeas y nomediterráneas. Mi elección de una definición negativa es deliberada. La larga trayectoria ideológica de la manipulación política europea del concepto de “sociedad oriental”, junto con el proyecto teórico más bien específico y no evolucionista de Marx, sin duda tuvieron un efecto un tanto deletéreo en su tratamiento de estos problemas. Empero Marx, a pesar del morganismo, continuó aferrado a una historia universal “multilineal” hasta su muerte. La acentuación d é l a “multi-linealidad ” (y de la “historia”) puede, fácilmente, transformarse en la defensa de la especificidad de la historia hasta el punto del particularismo. En mi opinión, ésta no es la única alternativa a las teorías “históricofilosóficas” que Marx rechazaba tajantemente. He rechazado implícitamente, por i na de c ua da , la conceptualización de los casos mesoamericano o chino en términos de la categoría neoevolucionista convencional de la

“formación estatal . prístina”. La evolución; ;de estas civilizaciones agrarias es un proceso que requiere periodización a¡ semejanza del desarrollo capitalista. El enfoque adoptado - hace ■hincapié en que A Gh¡ina y Mesoaméric^ «eran sociedades imperiales* y ambas requieren de un análisis centrado en las contradicciones generadas por la transformación parcial de un régimen “asiático”, , es decir, la estructura d e : dom inación '\consíitui(Jay;po.r'k e l estado deja de conservar una identidad estricta con las bases pa^ra la dominación de clase-. Desde; este punto de vista, los dos casos analizados parecen hallarse en los . po.lps opuestos dé un: tal.procesó de transformación. Si hubiera incluido. Meso.potamia, tal vez. habría creado la ilusión de una “etapa.intermedia” en algún m odelo evolucionista. Esto habría ¡ sido, sencillamente, una ilusión, com o se* haría aparente de .inmediato si: consideráramos otros casos, tales com o Egipto y Perú, o la: posibilidad d e ciclos* dentro de áreas individuales ique no sean ilineales, ¡en favor de la transformación. El problema real es otro: cóm o podem os explicar; en términos de plrocesós d inám icos y generativos, la distribución de elem entos de estabilidad y cambio a largo plazo e n e l desarrollo de estas civilizaciones que fueron creadas y recreadas en eL transcurso ; de, ^milenios. fuera d e-la Europa noroccidentál y las zonas mediterráneas^ •-. : * : u;v < .; ¡ En algunos aspectos, los contrastes entre la.civilización g r e c o - r o m a n a y las>. f o r m a c i o n e s “ a s i á t i c a s ” s o n suficientemente claras . para justificar la separación de estos cásos que hace M arx al considerarlos m odos de producción .característicos “de . una é p o c a ”,, aunque es de recordar las continuidades estructurales importantes que prevalecieron en las partes .“orientales” de. los imperios, con centros mediterráneos (Gledhill 1981a). Por otra parte, me he . centrado,, teóricamente, en las características com unes de las “sociedades imperiales” cuando esas características se han contrastado con las peculiaridades de Europa Occidental co m o el lugar de la transformación industrial capitalista “ original”. La variante reciente más obvia sobre este tema es la distinción de Wallerstein entre “econom ías mundiales” e “ imperios mundiales” (Wállersteih 1974, 1980), aunque este autor no

reclama para sí toda la originalidad de esa tesis. Conviene hacer notar que el análisis aquí presentado apoya otros trabajos recientes que sugieren la necesidad de modificar las proposiciones que apunta Wallerstein sobre la relación entre política y econom ía en los dos tipos de “sistemas m undiales”. C om o señala Moulder, el estado europeo es una formación histórica bastante original: su adopción de políticas “mercantilistas” en lugar de políticas de “aprovisionam iento” fomenta, por primera vez, el desarrollo de una econom ía nacional y “nacionaliza” una acumulación de capital sin precedentes a nivel mundial. El análisis de Moulder, al vincular la génesis del estado de tipo europeo, verd a d eram en te centralizado y realm ente burocrático, a la continuidad de la competencia militar geopolítica dentro de la econom ía mundial europea, implica que el sistema mundial que se centró en Europa se hallaba estructurado por el desarrollo de estados nacionales cuyos aparatos eran muchos más fuertes que los de los poderes centrales de los imperios mundiales. Comparte con Wallerstein la importancia que éste atribuye al escenario multiestatal del desarrollo europeo, pero existen diferencias importantes en los argumentos que surgen de su comparación entre el estado “imperial” y el “nacional”. En lugar de tratar el sistema mundial co m o un tipo de unidad económ ica integrada, definida en términos de una división internacional del trabajo, podem os hacer mayor hincapié en la existencia de sub-sistemas económ icos políticamente estructurados, con su centro en los estados nacionales y sus imperios coloniales. La multiplicidad de estos sub-sistemas sería, en ese caso, la clave para una rápida acum ulación de capital con base en la producción en el siglo X IX . La competencia político-militar interestatal sería, por tanto, clave para explicar el desarrollo del tipo de estado “m od ern o” y la evolución de una econom ía mundial capitalista, visto, contra Wallerstein,como un fenóm eno histórico relativamente moderno (Gledhill 1981a). La dimensión político-militar es central. Pero, a su vez, exige una explicación, y, en este punto, se vuelven relevantes los problemas comparativos planteados en este trabajo. El fracaso general de la sociedad imperial en Europa podría

atribuirse a la forma muy completa de “feudalización” puesta en marcha por la caída del imperio romano de occidente, pero no totalmente consumado hasta la época post-carolingia. En occidente, la descentralización del poder político, jurídico y militar entra en una combinación sin precedentes con un tipo específico de control clasista y localizado de los recursos en la esfera de la producción agrícola (Anderson 1973). En los regímenes “asiáticos” parece difícil defender las relaciones de propiedad privada al nivel local a largo plazo sin garantía de apoyo de una organización política a nivel más alto. Además, las continuidades estructurales a largo plazo en la organización agraria reflejan el grado un tanto limitado del control económ ico sobre el proceso laboral campesino logrado -o lograble- dentro de los sistemas “asiáticos” La producción en gran escala con base en m ano de obra servil nunca fue realmente practicable en el sector privado, debido a que la manera com o se ejercía el dom inio privado sobre la tierra raramente llevaba al desarrollo de una econom ía extensiva de “heredad” (demesne). La forma de latifundio que tuvo un pleno desarrollo en China y apenas apuntaba en Mesoamérica representa, de hecho, el establecim iento de relaciones tributarias privatizadas entre un segmento del campesinado y miembros de las elites urbanas, fuera del sistema estatal de impuestos y servicios. La esencia de estas relaciones radicaba en su parcelación: m uchos hacendados en una sola com unid ad, muchas com unidades que participaban en la formación de d om inios individuales privados. Aun si las relaciones hacendado/arrendatario se hubieran vuelto puramente mercantiles, co m o pasó en China, donde se subordinó a los cam pesinos por medio de deudas, esta situación constituía casi la antítesis de lo que se habría requerido para una transformación cabal de la estructura agraria. La econom ía “señorial” europea no debiera igualarse a la heredad com o una empresa terrateniente (Gledhill 1981b). Pero el latifundio de China y Mesoamérica no era ni comparable al otro caso polar de un feudo labrado por arrendatarios en su totalidad. Todas las variantes del tipo europeo de relación hacendado/arrendatario podían tener -y

tuvieron- efectos transformadores sobre las econom ías rurales, independientemente .de la lucha de clases rural llevada a cabo por el campesinado en contra de la incrustación de la hacienda. Tales efectos enan necesariamente menores e incluso.reversibles en los sistemas ‘•asiáticos”, y en este sentido la importancia que Marx,, j u n t o con: m u c h o s . de su s p r e d e c e s o r e s y contem poráneos, prestó a la naturaleza “estacionaria” de los .sistemas agrarios de tales formaciones, tiene un elemento genuino de verdad. ; La importancia . otorgada por tantos arqueólogos a la dimensión tecnológica de los sistemas agrícolas há llevado, en cierto m odo, a pasar por alto algo potencialmente, más valioso: el análisis de los sistemas agrarios definidos en términos de las relaciones sociales depiíoducción. En este trabajo me centré en fel m odo ¡cómo los sistemas agrarios condicionan y .se hallan condicionados por, las.estructuras políticas y la dinámica de las sociedades .“asiáticas”, definidas en términos de los procesos que distribuyen pcider a las clases sociales y élites políticas. En los regímenes “asiáticos” la. “clase” y la “élite” permanecen, hasta c i e r t o . p u n to, . co n c e p tu a lm e n te separadas, no necesariamente en términos de grupos sociales concretos, sino en cuanto bases de conflicto vinculados a relaciones de poder. En. el caso de C hinajes patente que l o s litera ti compartían con los terratenientes un interés directo en la conservación y ampliación, a laí'go p.lazov del sistema de, relaciones de .p r o p ie d a d ; privada, basado en m ecanismos mercantiles de subordinación de, clases, Al m ism o tiempo, el desarrollo de este sistema se hallaba estructurad o de acuerdo.con la dependencia del »régimen; imperial; d,e una base impositiva; que era en buena , medida campesina. En China y. Mesoamérica, un estado centralizado, tenía que impedir la parcelización com pleta de su .base ,,fiscal; en el . caso chinov dinastías •subsiguientes promovieron una cierta,“reforma agraria” a fin de contrarrestar los desequilibrios creados por la descentralización. Esto, a d e má s , c a l m a b a al c a m p e s i n a d o . - Las, c u e s t i o n e s comparativas rqás interesantes; se encuentran en. el otro extremo del ciclo, la naturaleza; limitada de la “feudalización” que se produjo tras el colapso del poder central. C om o señalé

en mi introducción, la atención analítica se ha centrado en el grado al que los “cam pesinos” no pueden constituir una clase “para sí”. En un cierto sentido esto es así, a pesar de la presencia de ciertas pruebas que sugieren que las poblaciones rurales de las;civilizaciones,antiguas distan de ser un elemento pasivo en su historia, com o he señalado una y otra vez ( véase, también, Adarns 1981). Las luchas en el cam po tienden, necesariamente, a ser particularistas y locales, aun en lugares com o China, donde en ciertas épocas eran recurrentes. (Podría argüirse -■ aunque sólo respectó a la penetración (imperialista europea- ; que se echaron a andar nuevos procesos que crearon las condiciones para “movim ientos de m asas” de mayor alcancé del tipo experim entado en la historia reciente). Sin embargo, parece igualmente necesario reconocer que la eficacia del poder de la clase alta local se hallaba limitada por las circunstancias de su creación y su naturaleza resultante. La misma debilidad del control económ ico que se estableció en China apenas constituía una base viable para una innovación repentina en la dimensión político-militar de las r e l a c i o n e s terrateniente/campesino que habría sentado las bases para un cambio dé curso radical. En el caso de Mesoamérica, se ha sugerido aquí que el s u r g i mi e n t o de" d o m i n i o s t r i but a r i o s p r i v a d o s era, inicialmente, un rasgo de la situación descentralizada. Las formas mercantiles de d om inación serían menos significativas que el caso chinó, y, en el mejor de los casos, un desarrollo secundario. La pregunta sobre si Mesoamérica sé hallaba en el' camino del desarrollo que finalmente habría' producido una formación similar a la China carece, en buena medida, de sentido, y en muchos aspectos los dos casos son polos aparte en compíejidád y experiencia. Nò obstante, eí patrón mesoamericano emergente de dom inio privado era muy similar al de China. N o es algo realmente paradójico. En el período descentralizadó, el poder de la élite local en las ciudades-estado debe haber exigido el ap oyo activo de la población más plebeya, y. gentes “no libres” habrían representado a los excluidos y marginados por vínculos particularistas de parentesco y clase. La transformación de la estructura política

(y posiblemente militar) generada en los procesos de formación del imperio no creó, c om o ya señalé, un nuevo potencial para la transformación de la situación local. En un sentido real, aun en la zona central donde la élite azteca no constituía simplemente un expropiador foráneo, el poder de cíase se hallaba subordinado a los constreñimientos del desarrollo que reforzaba a largo plazo su dependencia de un estado englobante. La comunidad campesina podía sufrir, podía ser transformada parcialmente, pero no se hallaba sujeta a los procesos que podrían haber provocado, finalmente, su eliminación en cuanto fuerza social. Así, en China y Mesoamérica, la relación tripartita entre estado, “sector privado” y campesinado conservó un equilibrio dinámico. El elemento mercantil en relaciones sociales desiguales y las instituciones mercantiles podían arrastrar un desarrollo considerable, más no podían fundirse efectivamente con otros m odos de poder social descentralizado. De este m odo, la estructura más amplia conservó sus características “asiáticas” en más de un sentido formal. El papel de la estructura agraria parece ser crucial en términos evolucionistas, comparativos y multilineales. En los regímenes asiáticos, el grueso del ingreso estatal proviene de la comunidad campesina. (El colapso definitivo de la base fiscal agraria, dada la naturaleza diferente del latifundio romano en occidente, es, por tanto, el primer paso en los procesos que crearon la Europa moderna). Mientras dura esta base, los sectores comercial-mercantil de la econom ía no son ni víctimas ni beneficiarios de las políticas estatales. El efecto general puede ser neutro, porque estos sectores no constituyen en último análisis, la base de las finanzas estatales. Esto no significa que los regímenes asiáticos evitaran las oportunidades presentadas por el crecimiento comercial a fin de aumentar sus ingresos, pero los controles que indudablemente se ejercieron sobre la econom ía comercial tenían básicamente una m otivación política, y en la práctica no eran abrumadores (Moulder, op.cit., Gledhill y Larsen, en prensa). Un sistema que feudaliza completamente en los dom inios político, militar y económ ico, crea una nueva situación. El estado muy débil

puede volverse muy fuerte a largo plazo a raíz de la competencia económica y geopolítica. Pero al hacer esta transformación, los posibles centralizadores debén fomentar un tipo de relaciones radicalmente nuevo entre estado y economía, es decir, capital comercial. N o podemos entender el grado a que el desarrollo europeo representó una desviación histórica fundamental asumiendo simplemente que así fue, y buscando, poco a poco, factores que solos o com binados definan alguna diferencia esencial y suficiente. La dinámica y los determinantes complejos de otras líneas de evolución no es algo que pueda ser analíticamente residualizado. El sencillo bosquejo de Marx sólo definió un problema, aunque importante. A ese respecto, vale la pena defender la noción del M A P , no porque sea imposible hallar similaridades entre el feudalismo europeo y otros sistemas y elaborar conceptos clasificatorios más generales, tales com o el “m odo tributario” propuesto por Amin, sino porque no es muy claro si una construcción tal representaría un mejor punto de partida. NOTAS 1.2.-

3.4.-

5.-

6.-

7.-

Véase Gledhill y Larsen, en prensa. Moulder hace la importante distinción entre “mercantilismo” como la promoción positiva de la acumulación mercantil por parte de sus nacio­ nales en los Estados-nación modernos y lo que ve como el impacto “ neutral” del centro en otros casos. Véase, en particular, Marx 1968. Es esencial reconocer, sin embargo, que los efectos de estas condiciones “naturales” en el cambio social se hallan determinados por los pro­ cesos sociales. La enajenación de tierras comunales se dio ciertamente en la colonia, antes de la imposición a los indios de un régimen de propiedad privada durante la reforma (Tutino 1975, Gledhill 1981b). El capital mercantil tenía las riendas mas libres durante la colonia, al tiempo que las crisis fiscales del centro imperial garantizaban la consolidación, durante el si­ glo XVII, de una estructura latifundista fuerte. Katz (1972) hace una descripción viva de la política azteca aunque tal vez sea culpable de un trato demasiado literal de las fuentes de la histo­ ria azteca temprana. En el México contemporáneo, no puede enajenarse la tierra distribuida a los campesinos bajo la legislación de la reforma agraria, sin embargo, el capital privado a veces logra el control efectivo de parcelas mediante rentas, a menudo utilizando al “propietario” como peón(Díaz-Polanco y Montandon 1977).

Véase'Eckholmÿ Friedmán ( 1979) para una mayor el'ábóraciión de este; punto-,'aunque no acepto en su. totalidad la .tesis más amplia que pre­ sentan, ¡ ; .; BIBLIOGRAFIA.

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