La etica en la praxis educativa

June 8, 2017 | Autor: Trilles Karina | Categoría: Applied Ethics
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Descripción

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“La ética en la praxis educativa” Karina P. Trilles Calvo (Universidad de Castilla-La Mancha) Valga como antesala la advertencia de que en mi intervención no encontrarán bellas fórmulas éticas como las que pueblan los numerosos tratados de dicha disciplina. La razón de esta “carencia” (quizás, decepcionante para algunos) es obvia: mis reflexiones surgen a pie de aula, desde “dentro” de la clase, paseando entre sus pasillos, mirando a la cara de mis estudiantes y yendo de cara. Demasiado se ha dicho ya “desde fuera”, excesivamente se ha “pontificado” en comisiones de corbata y mesas de caoba, tanto que los problemas que la enseñanza arrastraba, no sólo no se han solucionado, sino que se han tornado endémicos al tiempo que han surgido otros que han convertido la labor docente (en la que, indudablemente, incluyo al alumno, como indicaré con posterioridad) en una odisea homérica. ¿Cuáles son estos problemas lacerantes que afectan al profesor y al estudiante? Son tan numerosos y complejos como lo es la propia existencia porque, al fin y al cabo, hablamos de seres humanos en todo momento. Pero es necesario destacar algunos que están condicionando nuestra relación, nuestra tarea presentes: 1) Pérdida de la confianza pública de modo que los docentes somos ipso facto calificados como “afortunados” que trabajan poco y con muchas vacaciones (por cierto, cada vez nos las alargan más) y los alumnos, por su parte, son jóvenes que, de vez en cuando, cogen un libro, pasean una carpeta, pero no faltan a fiestas y botellones varios (que, cual niños malos, deberán limpiar en alguna ciudad). 2) Mayor interés por los problemas prácticos de manera que los desdichados de letras, humanidades, ciencias sociales o, para resumir, los que no llevamos batas blancas ni trajinamos con placas Petri, debemos enfrentarnos al precipicio real de la desaparición y a la absurda a la par que hiriente pregunta “¿Para qué sirve eso?”. La cura de enfermedades obvia afirmar que es de capital importancia, mas no desdeñemos la vigilancia de la dignidad humana que es puesta en peligro a cada segundo en algún punto de nuestro planeta. 3) Aplicación de estándares económicos a una práctica dirigida al crecimiento personal, una educación que siempre conlleva (y entiéndase positivamente) una “pérdida de tiempo”. Los profesores rellenamos cada vez más aplicaciones repetidas en diferentes plataformas, somos evaluados por los estudiantes mediantes encuestas de satisfacción como si fuésemos productos (con emoticonos y todo ¡eh!) y las guías docentes se nutren de porcentajes casi ridículos: 5 % por el trabajo online, 10 % por…, sin poder incluir la asistencia a clase, claro. Pero, además, se copian comportamientos propios de las prácticas económicas en las que resulta habitual la presencia de un letrado. Pues bien, ya tenemos abogados que acompañan a sus “clientes” en la revisión de exámenes y los aleccionan hasta el extremo de que, en nuestros despachos, empieza a resonar absurdamente aquello de que “mi abogado no me permite hablar”,

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majadería cuando la pregunta es si se va a querer presentar a la siguiente convocatoria… 4) La pervivencia, en ocasiones mutada, del modelo paternalista porque no tenemos las herramientas sociales, educativas, etc., ni la calidad humana para dar el salto al modelo cooperativo dentro de un aula. Así, resulta más cómodo tanto para el docente como para el alumno que aquél ejerza un papel dominante, transfiera su saber en clases magistrales, conocimiento que el estudiante engulle con la mínima intención de vomitarlo en el examen, el desdichado culmen de la sapiencia. Es la facilidad de la “enseñanza deglutiva” a la que, en ocasiones, hemos de recurrir muy a pesar nuestro porque, por mucho que lo deseemos, los estudiantes y bastantes docentes no siempre aceptan el reto de la cooperación, i.e., compartir la responsabilidad de su propia formación holística, abrirse a la posibilidad de un saber que tiene implicaciones prácticas en la existencia de ambos… No creo que sea algo consciente, sino que perpetúan un patrón asimilado desde temprana edad. Pero lo cierto es que la apatía, la callada por respuesta, la mirada continua al reloj (bien recuerdo que el tema tratado era la muerte digna a raíz del desdichado caso de Andrea), etc., son muros difíciles de escalar… 5) La inmadurez generalizada tanto en el comportamiento como en las competencias que, supuestamente, deberían haber adquirido. En el primer caso, y obviando ya por manida la falta de educación o el “esto lo he pagado yo y hago lo que quiero”, nos topamos con la presencia de los padres en las primeras clases, padres que también aparecen en secretaría para solicitar las calificaciones de sus hijos (de los que no se fían, según sus propias palabras) y que, cómo no, los acompañan a revisión de exámenes (y ¡qué manía con la revisión!), revisión a la que cada vez es más frecuente que se personen hermanos mayores o supuestos hermanos mayores curtidos en gimnasios. Ya se pueden imaginar para qué, ¿verdad? La facultad es una burda versión de “La familia y uno más” que hemos de sortear educadamente y echando mano a la Ley de Protección de Datos que no siempre es entendida en el caso de un hijo. Pero, además, estamos experimentando una confusión en los roles de manera que si un profesor pretende romper con el hieratismo convencional, se encuentra ejerciendo de paño de lágrimas del estudiante que le consulta desde problemas teóricos (pocos) hasta dudas sexuales. Nos convertimos en padres y madres de nuestros alumnos a nuestro pesar. En mi caso, soy madre de mi hijo que ya tiene bastante con aguantarme, pero no quiero ser la madre de mis estudiantes ni renunciar a tratarlos comprensivamente. El equilibrio es muy frágil hasta el día que se quiebre y tristemente haya que volver al usted con mayúsuculas y a la palestra. Respecto a las competencias, arrastramos déficits de etapas educativas anteriores con las que no existe la suficiente comunicación (poco más allá de la preparación de las PAUG), a lo que hay que añadir nuevas problemáticas relacionadas con restricciones paternas que ningún curso 0 puede remediar. Un doloroso ejemplo es el uso del ordenador, mejor dicho, su falta de uso hasta el punto de no saber encenderlo porque lo han tenido prohibido para evitar el abuso de Facebook, twitter, etc. Y, desde luego, ¡ni hablemos de Word! Aún preguntan qué significa esa palabra que aparece subrayada en rojo… Con este nuevo panorama, ¿en qué se

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convierte la docencia? O abandonamos (a veces, no faltan ganas) o nos ponemos manos a la obra… No dudo que alguno de Vds. considerará mi discurso demasiado centrado en casos, pero como advertí al inicio de mi intervención, mis palabras han surgido en contacto directo con el aula y todos los que la integramos. Y creo que no cabe otra forma de hacer ética de la praxis educativa más que reconociendo que la docencia es una práctica relacional, i.e., una acción que implica, como mínimo, a dos sujetos que siempre se encuentran en una situación muy concreta con bagaje vital no desdeñable. Brevemente, no existe LA clase ideal, ni docentes ni alumnos perfectos, sino seres humanos con sus dolores de cabeza, sus noches insomnes, con la tontuna del enamoramiento, etc., que, sin embargo, ha de entenderse para que las horas no sean una tortura para ambos. Este estar-atados a unas condiciones muy concretas insoslayables suscita unas problemáticas específicas que ninguna ética universalista puede solventar. La contingencia y la singularidad exigen una ética práctica. Dicha ética considera que la praxis educativa es una acción moral situada por lo que la práctica relacional no es un medio para producir valores, sino el locus mismo en el que se encarnan y se viven. Es en el trato entre el docente y el alumno en el que asoma y se experimenta el respeto por la labor propia y ajena (que, realmente, es un trabajo conjunto), el reconocimiento mutuo de nuestra valía, la importancia del diálogo constructivo, el carácter central de la responsabilidad, etc. Es esta una ética laboriosa y trabajada porque tanto el docente como el estudiante han de esforzarse en ofrecer lo mejor de sí mismos y ser “cuidadosos” con la coherencia de sus palabras y sus comportamientos. Un profesor no debe (subrayo el verbo usado) insistir en el diálogo ofreciendo sin más una clase magistral y no dar lugar a las preguntas, al tiempo que un alumno no debe (nuevamente insisto en este verbo) exigir o esperar dicha plática cuando no presta la suficiente atención ni está predispuesto al cuestionamiento cabal. ¿Y qué afirmar del respeto? Ahora éste no es inherente a la figura docente (recuerden nuestra errónea imagen pública), sino que se crea lentamente conforme demuestra su destreza en su materia, su modo adecuado de tratar, de motivar a sus estudiantes y, desde luego, con una conducta acorde con lo predicado. Por ejemplo, como profesora de ética, no puedo, no debo hablarles de la tolerancia y mostrar una conducta intolerante. La incongruencia es la gangrena de nuestro sistema y sólo eliminándola podremos avanzar un poco más hacia la confianza. Supongo que a estas alturas no faltará quien me recrimine hablar desde un marco “estrecho” al centrarme en una clase como si realmente no estuviese apoyándome en ninguna ética sustentable y académicamente reconocida, pero lo cierto es que mis reflexiones se apoyan en la praxis diaria y en la denominada “ética del cuidado” que, de un modo ñoño, se ha hecho equivaler a un proceder propio de madres y se ha entendido, bizarramente, que postulaba la sustitución de un modelo paternalista por uno maternal. Si bien su principal representante, Noddings, es mujer, no tiene sentido interpretar su propuesta de este modo, aunque es cierto que es bastante más cómodo entenderlo así para no “ensuciarnos” las manos en el aula. Esta ética parte de la obviedad (olvidada con demasiada frecuencia) de que el ser humano lo es en su relación con otros seres humanos en el seno de una sociedad y que, por ende, los necesita para suplir sus carencias, para ser reconocido en sus acciones que sólo adquieren significación en manos de los otros que, a su vez, demandan reconocimiento. La práctica

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relacional que es la docencia se inserta en este marco en el que las personas, no sólo adquieren conocimientos, sino construyen su yo, su personalidad, su ser en esta compleja trama de tratos y reciprocidades. Vuelvo al intricado asunto de cuáles son las funciones del profesor y del alumno en esta ética, quehaceres a los que, para qué negarlo, habrá que aproximarse asintóticamente porque, cuando se alcanza el nivel universitario, tanto uno como otro ya han sido (de)formados de una determinada manera. Pero esa es la base real de la que hay que partir y afirmar que se empieza de cero no es hacer frente al problema, sino un triste subterfugio para escapar de él. La educación en nuestras facultades ha de ser algo más que la mera comunicación de contenidos teóricos, contenidos que, cuando los alumnos egresen, habrán caducado. Es necesario actualizarnos y comprender que el estudiante crece entre las paredes de los aularios, un crecimiento personal en el que el docente ha de involucrarse. No se trata, como indiqué al principio, de ejercer de padres, sino de implicarnos responsablemente en el desarrollo de su personalidad a través de los contenidos impartidos en nuestras clases y a través de nuestro comportamiento. Hemos de crear un clima de confianza (no de desmadre o de barullo), un lugar en el que se trabaje a gusto sabiendo que algo se va a aprender (quizás, incluso, a cómo no dar una clase mala), transmitiéndoles nuestro entusiasmo por un problema y la posible solución, darles tiempo a que ellos descubran esa respuesta e infundirles seguridad restándole importancia a la contestación fallida. Bonito, ¿verdad? Sí, pero sé que la mayoría de Vds. pensarán que estoy hablando de gigantes y no de molinos. Nuestra primera barrera es no creer que, al menos, algo de lo afirmado es posible. Fácil no es, desde luego, y menos con el sistema Bolonia que impulsa las asignaturas cuatrimestrales con temarios apretados en los que no se da tiempo al pensamiento pausado y libre, por ejemplo, y en los que los docentes estamos tan saturados de aplicaciones, de correcciones, etc., que difícilmente trasvasaremos entusiasmo cuando los primeros hastiados, los primeros “quemados” somos nosotros. ¿Qué puede ofrecernos en esta situación la “ética del cuidado”? Jacques Delors en su bello informe a la UNESCO titulado La educación encierra un tesoro (1996) reconoce que para que la docencia sea una relación de cuidado, se ha de estar en disposición de 1) saber estar juntos, 2) saber ser, 3) saber hacer y 4) saber conocer. Dejando al margen sus hermosas palabras posibles porque en su vida ha tenido que enfrentarse a la tarea de dar clase, voy a utilizar estos cuatro pilares para concretar nuestro trabajo como docentes y como estudiantes, señalando al tiempo los problemas que hemos de solventar. 1) Saber estar juntos: profesores y alumnos pasamos mucho tiempo juntos, demasiado incluso, pero estar reunidos en un mismo lugar como lo es un aula concreta, no implica que sepamos convivir. Hemos de aprender a conocernos (molestándonos incluso en saber nuestros nombres) y a ayudarnos mutuamente. Una lección no se da sola, el verdadero aprendizaje surge en la comunicación real y vivida entre el profesor y el alumno cuando ambos están dispuestos a embarcarse en esa aventura. El docente ha de ayudar a su estudiante, saber de sus puntos fuertes y de sus flaquezas, pero dicho apoyo no debe convertir al profesor en el “coleguita”, del mismo modo que la implicación del alumnado en su labor no lo torna en un acolito susceptible de multifunciones fuera de clase. 2) Saber ser: la enseñanza es un proceso dificilísimo al que le es inherente la contingencia y la incertidumbre. Nada hay seguro, un mismo contenido es asimilado con rapidez un día o en un grupo, y al siguiente o en otro grupo

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todo cambia. Como indiqué con anterioridad, docentes y alumnos somos seres humanos y, por lo tanto, estamos reñidos con la perfección. El profesor no siempre tiene todas las respuestas, pero siente que si reconoce esta supuesta debilidad, el alumno morderá su cuello cual vampiro que le tiene ganas. Sin embargo, ¿por qué no reconocer con humildad que hay situaciones que nos superan? ¿por qué no postergar una respuesta hasta que se esté seguro? Nada malo hay en ello y creo que siendo humildes en el reconocimiento de nuestros límites estamos yendo allende la mera transmisión de saber teórico y nos estamos adentrando en el ejercicio de un comportamiento del que el alumno puede aprender. Por su parte, el estudiante, en este caso, ha de respetar los límenes de su profesor y no hacer leña del árbol caído, sino considerar que su conducta puede ser un ejemplo a seguir. Al fin y al cabo, ¿qué es una facultad sino un lugar de aprendizaje mutuo? Si el conocimiento no avanzase, si estuviese encapsulado y muerto, fácil sería la perorata, pero el saber está en continuo proceso (haciéndose incluso en las discusiones de clase) y no siempre se pueden dar respuestas cerradas. ¿Implica ello que el docente es nefasto? Esta es la interpretación actual. ¿Por qué no cambiarla por docente honrado? Supongo que el problema es el examen, ¿verdad? Me imagino que algún alumno estará pensado que si se equivoca en la respuesta, también se considere que fue honrado, pero esto es un argumento capcioso que se cae por su propio peso. 3) Saber hacer o sabiduría práctica que conlleva el diálogo y la toma de decisiones sopesadas sobre problemáticas concretas. Y aquí hemos de romper con una idea demasiado arraigada: considerar que el alumno tiene el problema y el profesor la solución. Si partimos de esta premisa, absurdo será el diálogo y la posibilidad del entusiasmo por el hallazgo una pantomima. Aprendemos juntos, aunque el profesor en ocasiones lleva cierta ventaja. Pero el buen docente experimenta una inmensa alegría cuando un alumno le aventaja y levanta el vuelo. 4) Saber conocer: quizás este nos sea más familiar, pues consiste en la transmisión de conocimientos con el fin de ayudar a sus estudiantes a solucionar problemas y a mostrarles la dimensión social que éstos acarrean. Discutir sobre la muerte digna, sobre la Ley de Protección de Datos, sobre la refracción de la luz… no puede quedar entre las paredes de un aula, sino traspasarlas y hacer del estudiante un ser humano más rico, capaz de entender un poco mejor un mundo que le espera. El alumno ha de ser el valiente que se atreve a trasfundir sus apuntes a la realidad que vive. Humildad, respeto, diálogo, convivencia, maduración, quizás sean las claves para que esta educación que hoy nos oprime sea dinámica y supere los iniciales problemas señalados. Docentes y alumnos seamos humildes reconociendo nuestras flaquezas, respetemos nuestras diferencias, dialoguemos buscando puntos comunes o, simplemente, las raíces de estas discrepancias, estemos juntos en pro de un mutuo beneficio que no es otro que el saber y maduremos en este camino escarpado que puede ofrecer la recompensa de alcanzar la cima. Recordemos que hay límites que no debemos superar (jamás dañar la dignidad ajena) y atrevámonos a caminar. Creo que vale la pena. Gracias por su atención

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