LA ÉTICA DEL PODER EN LAS RELACIONES DE CUIDADO (draft), Seminario Cientìfico Internacional “Etica, Bioética y Derecho sanitario” Murcia, Universidad Católica San Antonio 13 y14 de marzo de 2015

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Seminario Cientìfico Internacional “Etica, Bioética y Derecho sanitario” Murcia, Universidad Católica San Antonio 13 y14 de marzo de 2015

LA ÉTICA DEL PODER EN LAS RELACIONES DE CUIDADO Paola Premoli De Marchi Antes de comenzar, quisiera agradecer a la Universidad Católica San Antonio y, en particular a la Profesora María del Carmen Vázquez Guerrero por su invitación. Es para mí un honor y una alegría poder hablar en esta Universidad que es un signo eficaz del papel que los laicos católicos están llamados a desempeñar en la Iglesia y en la sociedad, como ha sido establecido por el Concilio Vaticano II y posteriormente reafirmado por todos los Papas que se han sucedido en los últimos cincuenta años. En primer lugar, quiero explicar el tema elegido para esta conferencia. En los últimos años he comenzado a estudiar las cuestiones de la ética del poder movida por el interés de examinar cuáles son los requisitos para ejercer con justicia los diversos tipos de influencia que el hombre tiene sobre otros hombres, con especial referencia a las relaciones profesionales. Hoy querría traer a vuestra consideración dos aspectos de esta cuestión, en la primera parte intentaré analizar brevemente el tema de la confianza, ya que es una característica necesaria en las relaciones humanas y más que nada en las relaciones interpersonales que caracterizan las profesiones de cuidado del hombre. La confianza puede ser cuestionada por varias causas, pero me parece que entre los motivos más frecuentes en las relaciones profesionales se debe incluir aquellos relacionados con diferentes formas de abuso de poder. Las patologías en el ejercicio del poder son particularmente graves cuando se presentan en las relaciones profesionales que tienen como destinatarios a sujetos frágiles y que están sufriendo. Por este motivo, en la segunda parte me gustaría proponerles algunas reflexiones sobre la esencia de las relaciones de poder y sus implicaciones éticas.

La confianza como fundamento de las relaciones La filósofa norteamericana de origen sueco Sissela Bok ha escrito que «en todo lo que es importante para los seres humanos, la confianza es la atmósfera en la que se desarrolla». 1 Y Annette Baier ha añadido que «de algún modo, la mayor parte de nosotros se da más fácilmente cuenta de la confianza, cuando ésta desaparece de improviso, o es seriamente lesionada. Vivimos en un clima de confianza como vivimos en la atmósfera y la notamos como notamos el aire, solamente cuando se vuelve escaso o está contaminado».2 Como muchos conceptos cruciales de la existencia humana (pensemos en la responsabilidad, la autonomía, la libertad, el amor) también la confianza tiene una multiplicidad de significados. Siguiendo a Philip Pettit, filósofo irlandés, profesor de Politics and Human Values en la Universidad de Princeton, podemos distinguir entre la confianza que otorgamos a la realidad y a las cosas – por ejemplo, que el pavimento sobre el que camino soportará mi peso, 1

«Whatever matters to human beings, trust is the atmosphere in which it thrives». en Sissela Bok, Lying, Moral Choice in Public and Private Life (New York, 1978), p. 31. 2 «Most of us notice a given form of trust most easily after its sudden demise or severe injury. We inhabit a climate of trust as we inhabit an atmosphere and notice it as we notice air, only when it becomes scarce or polluted». A. Baier, «Trust and Antitrust», en Moral Prejudices, Essays on Ethics, Harvard University Press 1995, p. 95-129, aquì p. 98.

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que la fresas recogidas en el bosque son comestibles, que pulsando un interruptor encenderé la luz sin morir electrocutado – y la confianza que otorgamos a las personas. La experiencia diaria nos muestra que este segundo tipo de confianza es un presupuesto necesario en las relaciones sociales y en particular en toda forma de cooperación entre los hombres: poder hacer una promesa, la eficacia de una misión de salvamento marítimo, la feliz conclusión de una intervención quirúrgica, la gestión de una cantina, son sólo algunos ejemplos de actividades humanas que se basan en relaciones de confianza y que no serían posibles, si no estuviéramos convencidos de que podemos confiar los unos en los otros. Cuando no hay confianza, de hecho, las relaciones sociales se rompen al ser paralizadas por el miedo. Además, siguiendo a Pettit, la confianza en las otras personas puede ser entendida de acuerdo a tres significados. En un sentido muy general, es el hecho de confiar que los otros, aunque sean desconocidos, nos tratarán bien; en un sentido más específico, confianza es el hecho de fiarnos de alguien, como sucede cuando subimos a un autobús o compramos comida preparada, creemos que éstos no van a tratar de hacernos daño; y en un sentido aún más estricto, confiar en otra persona significa ponernos en sus manos de tal modo que él sea también consciente de ello.3 Es este tercer tipo de confianza el más importante en las relaciones de cuidado, por lo que será sobre el que pongamos nuestra atención. En primer lugar, se puede observar que existe una relación entre fiarse y creer. Al filósofo inglés Henry Habberley Price (1899-1984) se le atribuye el merito de haber resaltado la distinción entre creer en (alguien) y creer que (algo sucederá, algo se hará). Creer en alguien predispone a confiar en el hecho de que la persona en quien creemos, se comportará de una determinada manera. Gracias a esta distinción podemos comprender que la confianza se otorga a alguien en relación a algún bien.4 Una madre se fía de la niñera y le confía su hijo, porque está convencida de que lo cuidará con competencia y afecto. El jubilado se fía de un inversor, porque cree en lo que le dice y está convencido de que hará productivos sus ahorros. El paciente se fía del médico porque cree que él pondrá su saber y experiencia al cuidado de su salud y no para hacerle daño. La confianza es en suma una respuesta que tiene siempre dos referencias: La otra persona de quien me fío y un bien que le confío. Si me fío de alguien, tengo fe en lo que él dice, tomo por verdadero lo que me dice, le creo, y al mismo tiempo estoy dispuesto a confiarle algo que para mí es importante. Además Price distingue que es posible creer en alguien bajo un cierto aspecto (creo al maestro, al enfermero y al abogado por su competencia profesional) y creer en alguien como confianza total al otro, como persona (por ejemplo, la confianza del niño pequeño en sus padres, del creyente en Dios, la confianza entre amigos fraternos o esposos que se aman profundamente). 5 Ahora, las relaciones profesionales se refieren al primer tipo de confianza, pero están sujetas a la tentación de ampliar sus límites tanto que constantemente corren el riesgo de extralimitarse en la creencia de una confianza total en el otro. Es el peligro en que pueden incurrir tanto aquellos que piden confianza, pensemos en el empresario mayorista o el médico paternalista que pretenden confianza ciega y absoluta, como aquellos que otorgan la confianza, por ejemplo, el empleado excesivamente abnegado o el paciente que transforma la confianza en una fe absoluta en el poder del médico. Aquí comenzamos ya a ver el vínculo entre la confianza y el poder de quien cuida o asume el cuidado de alguien, sobre el que volveremos más adelante. 3

Philip Pettit, «The Cunning of Trust», in Philosophy and Public Affairs, 24 (1995), pp. 202-225; aquì p. 204. 4 Cfr. Por ejemplo A. Baier, “Trust and Antitrust”, cit., p. 101. 5 H.H. Price, Belief. The Gifford lectures delivered at the University of Aberdeen in 1960, Allen & Unwin, London 1969, pp. 426-454, Lecture 9, http://www.giffordlectures.org/books/belief/lecture-9-belief%E2%80%98in%E2%80%99-and-belief-%E2%80%98that%E2%80%99-1

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Por el momento, la confianza como creer y confiarse nos lleva a reflexionar sobre su relación con la libertad humana. Decir que la confianza es un presupuesto necesario en las relaciones sociales, no significa decir que se da automáticamente: al contrario, precisamente los casos en que falta o decae nos revelan que ésa es fruto de la libertad personal. Por otra parte, sin embargo, no parece que el hecho de recibir la confianza de los demás pueda ser producto simplemente de nuestra libertad directa: nadie puede simplemente afirmar haber causado la confianza que los otros tienen en él. Más bien parece pertenecer a aquel ámbito de condiciones que no podemos traer a la existencia por el sólo hecho de quererlas, podemos tan sólo favorecerlas, por lo que entra dentro de la esfera de influencia de nuestra libertad indirecta. Cada profesional puede tratar de comportarse de tal modo que inspire confianza en sus clientes, pacientes o alumnos. Pero sus esfuerzos no siempre tienen un buen final, porque la confianza es una respuesta libre de parte de los demás: brota tanto de la libertad de aquel que quiere obtenerla, como de la libertad de la persona que la otorga. Sin embargo, hay casos en los que el fiarse no parece el resultado de opciones voluntarias, sino más bien la consecuencia de necesidades humanas innatas, como la confianza de los niños pequeños con sus padres, o de las personas ancianas o frágiles con sus cuidadores. Por eso, algunos cuestionan el carácter racional y voluntario del acto por el cual concedemos confianza. En realidad, parece adecuado evitar considerar estos dos fenómenos como contradictorios: más bien, el hombre manifiesta una tendencia natural a fiarse de la realidad y de los demás, y la desconfianza es un comportamiento provocado por la experiencia de fracaso de la confianza. Con la maduración intelectual, emerge también la capacidad de someter a la razón la posibilidad de confiar en los otros. Una de los deberes educativos de los adultos es de hecho proteger al niño hasta que sepa ejercer su espíritu crítico y aprenda a distinguir quién es digno de confianza de quién no lo es. El deber de informar correctamente al paciente podría ser visto, entonces, como una condición que permite al otro fiarse del médico en base a razones, por tanto de transformar la confianza espontánea en el médico, en una respuesta deliberada, intencional. Precisamente por esta razón, la comunicación con el paciente es un importante deber moral de los profesionales sanitarios. ¿Cuáles son, entonces, las condiciones que favorecen la confianza? Si volvemos a los aspectos de creer y de fiarse que destacábamos anteriormente, podemos señalar dos: la credibilidad y la fiabilidad de la persona a quien se le otorga confianza. Ambos se combinan para hacer a una persona digna de confianza. La credibilidad en general indica aquella cualidad de la persona en virtud de la cual los demás la pueden reconocer como veraz y sincera, por tanto, no mentirosa ni hipócrita. En el ámbito profesional está también relacionada con la posesión de la competencia necesaria para desempeñar una determinada actividad laboral y al hecho de que tal competencia sea manifiesta, pueda ser reconocida por los demás. La fiabilidad, sin embargo, está más relacionada con la responsabilidad como una virtud que una persona puede tener: reconocemos esta cualidad a quien demuestra disposición para asumir su responsabilidad respecto a sus acciones y sus consecuencias, su disposición a dar cuenta a quien deba darlas, a cumplir los compromisos asumidos. En el ámbito profesional incluye, además de la competencia, otras cualidades permanentes de la persona, como son la fortaleza, la prudencia, la justicia y la templanza. El prestigio profesional, en definitiva, debería derivar del hecho de que un profesional es creíble y fiable y por lo tanto, digno de confianza. No puede reducirse a los conocimientos científicos y habilidades técnicas que cada uno posee, sino que también incluye las cualidades morales. Esto se ve claro cuando nos preguntamos por los obstáculos que pueden impedir que se instaure una relación de confianza auténtica, o la ponen en duda posteriormente. Por parte de 3

quien debe inspirar confianza puede estar la simulación: se finge ser sincero y fiable. Es ésta la principal causa de la confianza mal puesta. Por parte de quienes han de otorgar la confianza está la posibilidad de que se trate de una persona especialmente sospechosa o escéptica y, por lo tanto, no responda con confianza, incluso si la persona a la que debe concederla es creíble y fiable. Una vez que se ha instaurado, la confianza puede ser puesta en duda por razones objetivas, por ejemplo si tiene conocimiento de algún hecho que socava la credibilidad o la fiabilidad de la otra persona, o también por razones subjetivas, por ejemplo a causa de una decepción familiar o de un ataque de nervios alguien deja de confiar en su prójimo, y empieza a sospechar de todas las personas en las que había puesto su confianza. Entre estos fenómenos, sin embargo, el que más luz arroja para comprender la confianza es el hecho de que puede ser traicionada. La calumnia de parte de un amigo, la estafa de parte de un socio, el plagio de una tarea de clase por parte de un estudiante, nos muestran que la confianza es una relación entre dos personas, en la cual se hace un pacto, al menos tácito, por el que quien otorga la confianza espera que el otro se comporte de tal manera que la merezca, y no realice actos que puedan socavarla. El pacto puede ser confirmado por un vínculo formal, o basarse simplemente en la propia naturaleza de la relación. Con el adulterio se traiciona el pacto formalmente constituido por el matrimonio. En algunas relaciones profesionales la confianza está garantizada por un contrato, por lo que si el otro no hace lo acordado (traicionando así mi confianza) puede ser procesado. En otras relaciones, como la que existe entre el médico y el paciente, entre el profesor y el alumno, a menudo no existe un compromiso formal explícito: hay no obstante un acuerdo tácito, porque la confianza forma parte del contenido "material" de estas relaciones, es necesaria para su buen funcionamiento6. Ya se ha mencionado el hecho de que no siempre el proceso por el cual se crea una relación de confianza es plenamente consciente e intencional, a veces se desencadena por nuestra tendencia espontánea a confiar en los demás. Sin embargo, cuando nos damos cuenta de que nuestra confianza ha sido traicionada, emerge con evidencia que viene a menos algo que antes había, o debería haber habido: aquel tipo de relación que describíamos como confianza se ha corrompido, y tal corrupción es percibida como moralmente injusta. La traición de la confianza, incluso cuando se trata de una respuesta espontánea y no es fruto de una decisión consciente, tiene el carácter de violación de un deber moral. La posibilidad de que la confianza depositada en alguien pueda ser traicionada indica también que esta relación implica siempre un riesgo: lo mismo que yo soy libre para poner mi confianza en un médico o en un maestro, éstos son libres para no corresponder, con su comportamiento, a la confianza que les he otorgado. Para fiarse es necesario superar el miedo sea a equivocarnos sobre la fiabilidad de la otra persona (de ahí el miedo a la confianza mal depositada), sea a ver traicionada nuestra confianza, sea a que el otro abuse del poder que le concedo otorgándole mi confianza. Hemos visto que quien se fía, acepta confiar algo que es valioso para él a alguien (un secreto al amigo, un hijo a la niñera, la propia integridad corporal al taxista). Para eso se vuelve vulnerable y, por lo tanto, depositar nuestra confianza en alguien es un acto de valentía. 7 Depositar nuestra confianza en alguien comporta, por otra parte, cargar a esa persona de una responsabilidad. El médico a veces puede negarse a atender a un paciente, pero en el 6

Las intenciones al elaborar los códigos deontológicos son disponer de instrumentos que traten de imponer, incluso con un medio formal, la norma escrita en el código, la protección por parte de los propios profesionales de aquellas condiciones que puedan afectar a la confianza (el decoro profesional, la actualización, la prudencia al asumir tareas que no son capaces de resolver, la transparencia en dar información sobre su trabajo, etc.). Sin embargo, incluso en las actividades laborales sin códigos deontológicos, se puede traicionar el pacto de confianza entre profesional y cliente 7 Cfr. Pettit The Cunning of Trust; cit. p. 208. Cfr. también A. Baier, op. cit., p. 104.

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momento en que acepta atenderlo, entre las responsabilidades que debe asumir está incluida la de no traicionar la confianza que ha recibido. También en este caso, las formas patológicas sirven para comprender mejor la esencia de la confianza. Por una parte, la responsabilidad que asume aquel al que se le da confianza debe ser proporcionada al tipo de relación: al médico se le pide que cuide de la salud del paciente, no que resuelva todos los problemas relacionales, profesionales o financieros. De hecho, un médico que se aprovecha de la confianza del paciente para interferir en ámbitos que no son de su competencia podría ser justamente acusado de injerencia indebida. Por otra parte, incluso quien otorga la confianza puede tener expectativas desproporcionadas, como en el caso de que el paciente atribuya al médico dotes omnipotentes o lo cargue con la responsabilidad de eliminar cualquier obstáculo para su felicidad. Está claro que ningún ser humano puede corresponder a una confianza de este tipo. Podemos entonces concluir que la relación de confianza alcanza su plenitud cuando alguien otorga confianza a otro, y éste responde adecuadamente a la confianza recibida. Si la confianza está bien depositada, y aquel a quien se le concedió corresponde con su comportamiento adecuadamente a los requerimientos de esa relación particular, se crea un círculo virtuoso, en el que la confianza inicial genera nueva confianza. Quién ha recibido la confianza estará cada vez más motivado para ser fiel, y el que la ha otorgado será confirmado en su decisión, por lo que su margen de riesgo se reducirá progresivamente. Se puede entonces hablar de un clima de confianza que puede referirse sea a la relación entre dos, sea a las relaciones dentro de una comunidad de personas, por ejemplo una escuela, una sala de hospital, un estudio profesional. Bueno, para que el clima de confianza pueda prosperar y perdurar, es necesario que las relaciones de recíproca influencia entre las personas respeten los límites que le son propios. Para ello es necesario tener en cuenta las relaciones de poder y los criterios que las hacen justas y respetuosas con las personas involucradas.

El poder como acción y su objeto La capacidad humana para realizar acciones, es decir de intervenir voluntariamente en el mundo y sobre los otros, revela que cada hombre ejerce diferentes formas de poder, ya que puede influir de muchos modos diferentes sobre lo que le rodea. Por tanto, es posible analizar el fenómeno del poder a la luz de las características de las acciones. Una distinción fundamental en este sentido es la que existe entre el aspecto "objetivo" de la acción, lo que la acción causa en el mundo, y su aspecto "subjetivo", es decir, el punto de vista de aquel que actúa, y en particular, sus motivaciones e intenciones. Reflexionar sobre el objeto de la acción de poder, implica considerar el propósito que una determinada acción de poder posee "en sí misma", el poder de alegrar, el de curar, y el de herir a alguien, se diferencian porque son actos que tienen diferentes propósitos. El alegrar tiene por objeto hacer más contenta a otra persona, el curar tiene como objeto restablecer su salud, el herir tiene como objeto causarle un mal físico, psíquico o espiritual. El poder, en definitiva, es siempre un poder de "hacer algo". Para comenzar a estudiar su esencia, es necesario fijar la atención sobre este algo. La observación del poder del hombre sobre el mundo natural que le rodea, por ejemplo, en el trabajo de cultivar plantas o de criar animales, nos sugiere que el poder puede asumir tres formas fundamentales: a) aquella de custodiar, mantener o defender lo que ya existe, como proteger a las plantas contra la intemperie y los parásitos, o al ganado de las enfermedades o el frío; b) la de promover o hacer crecer, para traer a la existencia algo nuevo, como ocurre con el fertilizar o al hacer reproducirse a las ovejas y a las vacas; c) y aquella de destruir, eliminar o

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extirpar, como sucede al quitar las malezas del terreno o al eliminar los animales enfermos para evitar una epidemia. La diferencia entre el poder de proteger, el poder de hacer crecer y el poder de destruir se puede encontrar en muchísimos ámbitos de la acción humana. También en el ámbito de los cuidados médicos, algunos están dirigidos a preservar la salud, pensemos en las vacunas, otros a hacer crecer, como las terapias que potencian el desarrollo o mejoran la fertilidad humana, y otros a eliminar las amenazas a la vida o a la salud, como la cirugía para extirpar los tumores. Podemos entonces observar que las tres son formas de poder presentes en la experiencia humana. Privilegiar sólo una, implica una visión reduccionista del poder. Las tres formas de poder dependen de tres características objetivas que la realidad puede presentar: la fragilidad (que invoca el poder de guardar), la potencialidad (que invoca el poder de desarrollar) y la amenaza (que invoca el poder de destruir). De esto podemos concluir no sólo que el poder, como acción, tiene su propia justificación en el hecho de ser la respuesta a una llamada que la realidad plantea a la persona que tiene poder, sino también que tal llamada es posible sólo si reconocemos que la realidad misma está dotada de valor, es de alguna manera portadora de una importancia. Si la realidad fuera indiferente o neutral, no habría criterios fuera de las preferencias subjetivas de quien tiene poder - para determinar cuándo es apropiado intervenir para custodiar lo que existe, para hacer crecer o desarrollar lo que sólo es potencial o posible, o para eliminar las amenazas: en el fondo, no habría ningún límite al poder arbitrario del más fuerte. Si, por el contrario, entendemos que en la realidad hay aspectos positivos y negativos, condiciones perjudiciales y condiciones convenientes, bienes y males, no sólo podemos tener un criterio para determinar qué poder es el más apropiada en las diversas circunstancias, sino también debemos reconocer que el hombre es el único ser capaz de comprender las diversas formas de importancia, de captar su orden jerárquico, y de dar una respuesta, a través de su poder de intervenir en el mundo. Él solo es el responsable de esta respuesta, que debe ser verdadera, auténtica, adecuada a la realidad y no estar regida por motivos ficticios o falsos. En este sentido se puede decir que al hombre se le ha confiado la realidad - encontramos un término que ya ha surgido para describir la confianza -, mientras que los animales y las plantas no tienen esta responsabilidad. Sólo él puede juzgar, por ejemplo, si es mejor, para salvar un pueblo de una inundación inminente, destruir las orillas de un río para hacer fluir el agua, construir diques más altos o fortalecer los ya existentes. Esta perspectiva es, obviamente, la opuesta de la voluntad de poder, según la cual, por el contrario, la realidad en sí misma no tiene valor y significado, y este valor y significado es conferido por el hombre, gracias a su poder. A pesar del éxito que ha tenido esta idea en la cultura del siglo XX (vigésimo) sobre todo gracias a Nietzsche, ya Max Scheler en un escrito de 1926 (mil novecientos veintiséis) afirmaba que el poder por sí mismo es insensato y fruto sólo de las elucubraciones de los intelectuales, del todo lejanas de lo que las cosas son8.

Las motivaciones del hombre de poder Como hemos mencionado, si estudiamos el poder como acción, es necesario tener en cuenta, además del objeto del poder - lo que causa en el mundo - el punto de vista de quien tiene el poder. Muchos autores, podemos pensar en Hobbes y Maquiavelo, han puesto de relieve el hecho de que el poder humano tiene relación con sus dimensiones pasionales e instintivas. Existe un instinto de 8

M. Scheler, Politik und Moral, in Gesammelte Werke, v. XIII, Schriften aus dem Nachlaß, Bd. 4, Philosophie und Geschichte.

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dominar y prevaricar, así como un instinto de sumisión o de rebelión. Estos hechos son fácilmente observables. En el decimoctavo capítulo del Príncipe, Maquiavelo por ejemplo afirma que quien gobierna no puede actuar siempre "como hombre" y basarse solamente en la ley, debe aprender a ser "como las bestias", y usar por tanto la fuerza. Maquiavelo llega a decir que "dado que el león no se defiende de las trampas y el zorro no se defiende de los lobos, es necesario ser zorro para reconocer las trampas y león para asustar a los lobos." El texto de Maquiavelo presenta sólo metáforas, pero en los tiempos modernos podemos encontrar una tendencia generalizada a estudiar la dinámica del comportamiento de grupo, y por lo tanto también de las relaciones de poder, según el modelo de comportamiento animal. Hannah Arendt, sin embargo, en su ensayo Sobre la Violencia advierte contra las analogías simplistas entre el mundo humano y el mundo animal. Ella señala que el desarrollo de los estudios sobre el comportamiento animal ha estado acompañado por el esfuerzo de acabar por considerar a los animales según perspectivas antropomórficas; paradójicamente, sin embargo, esto ha generado una tendencia opuesta, y en su opinión, igualmente equivocada, que es considerar la psicología humana según el modelo animal: se sustituye el antropomorfismo respecto a los animales, por el "teriomorfismo" respecto al hombre. Esta tendencia se debe al hecho de que los animales son más fáciles de estudiar que los hombres, sea porque con ellos se pueden hacer experimentos con mayor libertad, sea porque no pueden "engañar", contrariamente a los hombres. 9 Aunque los seres humanos tienen necesidades, instintos, impulsos que escapan a su control, la reflexión filosófica acerca de las acciones, desde Aristóteles, nos permite comprender cómo el comportamiento humano implica aspectos que son esencialmente diferentes de los comportamientos que encontramos en otros animales. En esta sede me gustaría invitarles a considerar el hecho de que las acciones humanas pueden ser fruto de la libertad, por lo tanto, con la expresión de Aristóteles, son aquellas "cuyo principio se encuentra en el sujeto", en el que actúa, y no fuera de él10. Bien, dos aspectos que ilustran este hecho son la presencia de la motivación, una razón por la que se realizan las acciones, y una intención, lo que precisamente indica la voluntariedad de quien actúa impresa en la acción. Ya Anselmo de Canterbury en De Veritate reconoce que el hombre nunca actúa a menos que tenga una razón por la que actuar: "toda voluntad tiene un qué y un porqué, ya que no queremos absolutamente nada, a menos que no haya una razón por la que lo queramos". La motivación es comparable a la causa final de la acción, en el sentido de que ofrece, a aquel que actúa, la finalidad por la cual él emprende la acción: por ejemplo, salgo para comprar un periódico, me cepillo los dientes para protegerlos contra las caries, estudio un artículo científico para mantenerme actualizado. Ahora, parece que las motivaciones que pueden mover el hombre de poder se agrupan en cinco categorías: 1) obtener beneficios personales, 2) afirmarse a sí mismo, 3) mejorar el mundo, 4) el odio, y, finalmente, 5) el amor, en el sentido de benevolencia, de querer el bien del otro. Sobre este tema son muy interesantes algunos textos de Vaclav Havel, dramaturgo, disidente y más tarde el primer presidente de Checoslovaquia tras la caída del muro de Berlín. En un discurso el 28 de mayo de 1991 en Copenhague, al recoger un premio por su contribución a la civilización europea, enumeró tres razones que impulsan a las personas a buscar el poder, que corresponden, aunque en un orden diferente, con las primeras tres motivaciones que he indicado. En un discurso de unos pocos meses antes, el 28 de agosto de 1990 en Oslo, sobre la Anatomía del odio, él describe de manera muy aguda los aspectos esenciales de la cuarta 9

H. Arendt, Sobre la violencia, Trad. de Guillermo Solana. Madrid, Alianza Editorial, 2005, p. 81. Cfr. Etica Nicomachea, III, 1111a, 21-25.

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motivación, mientras que toda su reflexión sobre el correcto ejercicio del poder, presente en muchos otros escritos y discursos suyos, nos ofrece un ejemplo del hombre de poder que actúa movido por la quinta motivación. Él se refiere siempre al hombre político, pero veremos que su análisis se aplica al hombre de poder en general.11 Entre las motivaciones que pueden mover al político, Havel reconoce que puede estar el deseo de disfrutar de los beneficios y privilegios que generalmente se conceden a quien tiene una posición de poder. A pesar de ser una motivación comprensible, sobre todo para el que proviene de situaciones de pobreza u opresión pues con el poder obtiene también riqueza, según Havel tal deseo se convierte en una amenaza para alguien que está en el poder durante algún tiempo, porque los privilegios crean apego. Por otra parte, en El poder de los sin poder, uno de los textos que más inspiraron a los disidentes de los países de Europa del Este, Havel había observado que quien reduce su responsabilidad sólo a lo que se refiere a su propia ventaja personal atenta contra su propia identidad, hasta el punto de llegar a convertirse en «un hombre desmoralizado», una persona sin moral12. El ejercicio del poder para obtener ventajas personales, en definitiva, tiene consecuencias adversas, tanto para quien sufre el poder, como para quien lo ejerce. Otra motivación que según Havel puede mover al hombre de poder es el deseo de afirmarse a sí mismo, de dejar una huella, de ser respetado y apreciado. Esta motivación se corresponde con una característica de la persona humana, porque el hombre tiene una necesidad innata de ser reconocido y de reconocerse a sí mismo en el efecto de sus acciones. Ya Tomas de Aquino defiende como esencial la necesidad humana de ser honrado, reconocido como bueno y capaz de hacer el bien13. Por otra parte, sin embargo, también esta motivación presenta un peligro, que es aquel de ser absolutizada y convertirse en el único motivo para mantener el poder: en este caso toda la acción de poder se convierte en una búsqueda frenética de la celebración de sí mismo, del reconocimiento de los otros, de la satisfacción de la propia vanidad. Havel comenta que quien pone todos sus esfuerzos en la celebración de sí mismo, termina convirtiéndose en aquello que busca crear, un busto de piedra, sin vida. Podemos añadir que la segunda motivación ayuda a explicar por qué la posesión de un poder por el hombre lleva siempre consigo el peligro de la arrogancia: si a través del poder hago visible mi excelencia, se presenta de inmediato la tentación de perder el sentido de las proporciones, de olvidar que mi poder de ser humano, mortal e imperfecto, no sólo debo valorarlo en relación con el poder de los otros seres humanos, sino con el absoluto, y por tanto ser consciente que será siempre muy poca cosa respecto al poder absoluto de un ser perfecto e infinito. Havel reconoce también que una motivación del hombre de poder puede ser el deseo de organizar de un modo mejor la sociedad (un estado, una empresa, una asociación, o cualquier iniciativa humana), sobre la base de determinados valores en los que cree. Él señala enfáticamente que cualquier persona con poder siempre está dispuesto a declarar que ésta es su única motivación. Por este motivo, debe estar vigilante hacia sí mismo, para darse cuenta y evitar que la motivación altruista original no se empañe, con el tiempo, con una de las anteriores que hemos enumerado. La cuestión fundamental que plantea este tipo de motivación, de por sí altruista y loable, es conciliar la tensión ideal y el correcto diagnóstico de la realidad. Si el ideal es falso, o el análisis de la realidad es deficiente, el poder creará situaciones de injusticia, sufrimiento o, al menos, fracaso y frustración, incluso si se ejerce con las motivaciones más elevadas. 11

Los discursos que Havel pronunció de Presidente están disponibles en Inglés en la página: www.vaclavhavel.cz 11 V. Havel, El poder de los sin poder y otros escritos, trad. De V. Martìn Pindado y B. Gómez, Ediciones Encuentro, Madrid 2013 (nueva edición aumentada), p. 52. 13 Summa Theologiae, II, 27, 1, ad 2.

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La cuarta motivación que puede mover a quien tiene poder es el odio, en sus diversas formas. El hombre de poder puede querer vengarse por una injusticia (real o percibida) sufrida, puede haber identificado un chivo expiatorio a quien culpar de una situación crítica, sea personal o con respecto a un determinado grupo social al que pertenece, puede tratarse de rencores personales o envidias hacia un competidor o adversario, y así sucesivamente. En todos estos casos, el objetivo de la acción de poder es dañar al destinatario del odio, por lo tanto destruirlo o al menos vencerlo, superarlo. La presencia de odio conduce fácilmente a un exceso en el ejercicio de poder, al uso de la fuerza y la violencia, al abuso, que se traducen en efectos mucho más destructivos y devastadores que cualquier motivación racional puede haber empujado a actuar. La quinta motivación que puede mover a quien tiene poder, finalmente, se funda en una actitud que es exactamente opuesta a la anterior, y consiste en el amor a los destinatarios del poder. La historia de cristianismo muestra que todos los que, poseyendo una posición de poder, han ejercitado las virtudes cristianas a un nivel tal de ser reconocidos como santos por la Iglesia, fueron movidos por esta motivación. Incluso en la vida profesional hay personas que desempeñan su trabajo, aunque en papeles de responsabilidad, movidos por el amor a la profesión y a los trabajadores que le están subordinados. Sólo para dar un ejemplo de un empresario italiano que acababa de morir, Giovanni Ferrero, empresario más rico de Italia, conocido por haber inventado muchos de los dulces más populares de los últimos ochenta años (Nutella, Kinder), ha administrado siempre sus empresas, con especial atención a las personas y a su bienestar.

La intención del poder: los significados del servir Un segundo aspecto importante para entender el poder desde el punto de vista de quienes lo ejercen lo constituye la intención. Este término es utilizado por la teoría de la acción para indicar "la voluntad que pone en movimiento la acción." La intención tiene una relación muy estrecha con la motivación, porque el propósito que me propongo cuando actúo (finis agentis o motivación) determina también la voluntad que me mueve a actuar. Sin embargo, la intención incluye muchos otros aspectos, además de la motivación, como por ejemplo el objeto que la acción persigue en sí misma, los medios elegidos para alcanzar el propósito, las consecuencias previstas o al menos predecibles, las circunstancias relevantes para la acción. Es la intención la que nos permite identificar en qué modo la acción es voluntaria, tanto que para valorar una acción, sea desde el punto de vista jurídico, sea desde el punto de vista ético, la cuestión de la participación del sujeto se resume en la pregunta sobre si, y en qué medida, la acción fue intencional. Incluso para el acto de poder es muy importante establecer en qué modo es intencional. Ya hemos mencionado que es posible que el hombre sea impulsado por los instintos, y que esto puede ocurrir incluso cuando ejercen el poder. Sin embargo, sus actos son tanto más "humanos" cuánto más son el resultado de su capacidad de entender y de querer. Por esto es importante reflexionar sobre la intencionalidad. Un criterio para juzgar la intención en las acciones de poder se puede encontrar a partir del concepto de "usar" y "servir". Más precisamente, es necesario considerar la diferencia entre tres tipos de intenciones que se pueden presentar en el ejercicio del poder: 1) la intención de servirse de algo, 2) la intención de someter a alguien o a algo a nosotros, 3) la intención de servir a alguien o a algo.

El poder de servirse de La forma de poder típica de la relación entre el hombre y la naturaleza inanimada es el actuar técnico o instrumental, o sea la capacidad de transformar las cosas en instrumentos útiles para 9

obtener cualquier propósito. Este es el ejemplo emblemático de la intención de servirse de algo, gracias al propio poder. Este tipo de poder también puede ejercerse en relación con los seres vivos (utilizo un caballo como medio de transporte y una gallina para obtener los huevos) y con otros hombres (contrato un jardinero para cuidar de mi jardin, voy al peluquero para que me corte el pelo). En el ámbito profesional existen innumerables formas de este tipo de poder. Este es el poder de "servirse de" alguien o algo, para obtener un propósito. El poder como relación que usa los otros como instrumento tiene como criterio de valor lo que pertenece a lo útil. La acción, las personas involucradas, las metas alcanzadas tienen valor en cuanto son eficaces para el logro de determinados objetivos. El problema ético fundamental que plantea la relación entre hombre y hombre en la que uno "se sirve de” otro, es si es lícito "usar" a otra persona. Usar o servirse de, de hecho, inevitablemente tratan al otro como una cosa. La experiencia nos muestra muchos casos en que esto es considerado perfectamente lícito. El general que manda sobre su ejército, el gerente que da directrices a sus subordinados, así como la madre de familia que tiene una empleada de hogar, establecen relaciones de poder en el que alguien "se sirve" de otro para conseguir objetivos que son diferentes del directo beneficio de los interesados: pueden constituir un beneficio para quien obstenta el poder, o ser un bien común, como los bomberos que se empeñan en apagar un incendio. En otros casos, este bien común es también un beneficio para aquellos de los cuales el jefe "se sirve", como los empleados que contribuyen a la prosperidad de una empresa y, alcanzado el objetivo, pueden disfrutar de la seguridad económica y de primas en el sueldo por su rendimiento14. ¿Qué justifica, por lo tanto, la posibilidad de utilizar el poder de servirse de otras personas con el fin de alcanzar un propósito? Una primera condición es que los otros estén dispuestos y, en el caso de las relaciones profesionales, sean recompensados con un salario y con otros beneficios. Una segunda condición es descrita por Kant con un imperativo enunciado en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (II): "actua de modo que trates a la humanidad, tanto en tu propia persona o en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca simplemente como un medio." Este principio reconoce que hay casos en los que es lícito servirse de otras personas, pero tal instrumentalización tiene un límite infranqueable. Existe, de hecho, una diferencia fundamental entre los casos en que el objeto se reduce a un mero instrumento para el ejercicio de un poder, como la gallina que se convierte en el plato principal de una comida, o el esclavo que viene encadenado y azotado con el fin de que continúe en la fila remando, y el caso en el que el objeto se utiliza como un instrumento, pero no se reduce a un instrumento. En este principio se basa, en el campo de la medicina, el deber de intervenir en el nascituro sólo si le causa un beneficio en términos de salud, así como la prohibición de recurrir a la maternidad subrogada. Puede ayudar aquí la distinción fundamental de las relaciones interpersonales entre relaciones yo-eso y relaciones yo-tú. Según Martin Buber, el hombre puede entrar en diálogo tanto con las cosas como con los demás, en uno de estos dos modos. Estoy en una relación yoeso respecto a un bello paisaje cuando lo observo para calcular la cantidad de casas que puedo construir sobre él. Estoy en una relación yo-tú cuando contemplo su belleza, dejándome atraer de todos sus detalles. Una condición básica de las relaciones interpersonales en el sentido

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Dejamos aquí el caso en que el fin perseguido en la relación de poder está costituido por bienes "aparentes", como sucede en el caso de las ideologías de los sistemas totalitarios: "aparentemente" la sumisión de los ciudadanos irá en su beneficio, pero de hecho sólo sirve para mantener el sistema de poder.

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auténtico es que implican un componente yo-tú. Si compro un ramo de flores tratando al vendedor como a un dispensador automático de vegetales, estoy tratándolo como un eso, una cosa, y yo mismo no estoy presente como persona. Si, en cambio, aplico las normas elementales de buena educación, y le saludo, trato de ser amable, y le doy las gracias antes de salir de la tienda, estoy tratando de tener una relación interpersonal, por muy elemental que sea 15. El hombre es capaz de ejercer el poder respecto a sus semejantes reduciéndoles a simples cosas. La experiencia nos dice que hay casos excepcionales en los que está justificado actuar sobre alguien sin considerarlo como un "tú". Por ejemplo, para ayudar a un paciente inconsciente y en peligro de muerte, el médico tiene no sólo el derecho sino también la obligación moral y legal de intervenir, tratando al personal de la sala de quirofano sólo como un medio para salvar al enfermo, y sin establecer ninguna relación yo-tú con el paciente inconsciente. Pero ni siquiera en estos casos, el médico puede olvidar que sus colaboradores y el paciente son seres humanos y no una cosa o un animal. De manera más general, podemos decir que el poder sobre los demás no puede ser ejercitado sin saberlo ellos o en contra de su voluntad, si estos son capaces de entender y de querer. La instrumentalización, en definitiva, no puede ser la única manera de ejercer el poder sobre otras personas. Los regímenes totalitarios que han intentado y siguen intentando aplicar esta forma despersonalizante e instrumentalizante de poder sobre poblaciones enteras, cometen acciones criminales no sólo contra las víctimas, sino contra toda la humanidad.

El poder de "someter a nosotros", de "dominar" Una segunda categoría de intenciones de quien tiene poder puede ser señalada como la voluntad de someter a alguien, o a algo, a la propia voluntad. La forma del poder tradicional de la relación entre el hombre y muchos tipos de animales es el poder de someter y domesticar, o sea de subyugar al animal a su voluntad, hasta que haga lo que el hombre quiere. Someter implica afirmarse a sí mismo en detrimento de los otros, situándose por encima de los otros (cosas, animales o personas), subordinándolos al propio querer. Si nos referimos a la relación de servidumbre con otros seres humanos, la sumisión puede usar la fuerza, la implicación de las emociones, los argumentos lógicos, pero también el terror, la manipulación, o el engaño. La intención de someter a los demás también ha sido descrita como la voluntad de poseer, dominar y prevaricar. Esta intención contiene siempre una motivación egocéntrica, porque la libertad del otro es sometida a la propia y sus intereses son ignorados, en nombre del control que se quiere ejercer sobre él. Someter, dominar, no indica simplemente la relación de dependencia entre un padre y un hijo, un profesor y su alumno más prometedor, o un empresario y sus empleados. Indica más bien una dependencia indebida, pues la dependencia trasciende cuanto es inherente a la naturaleza de esa relación. Mientras es natural en la relación entre un maestro y su discípulo la gratitud, el respeto y el aprecio por lo que se ha recibido, y el profesor puede tener expectativas legítimas con respecto a éstos, impedir a sus propios alumnos la propia autonomía en sus elecciones personales o profesionales, a causa de lo que se ha hecho por ellos, implica, en cambio, una intención de sometimiento, de dominio, lo que es una pretensión moralmente ilícita. Como la intención de someter, de dominar, comporta la voluntad de instaurar con el destinatario del poder una relación de posesión, ésta conduce de por sí al abuso de poder: el objetivo perseguido con el poder ya no es el objeto propio de la acción del poder, sino un tipo de relación que el hombre se permite sólo con lo que le es inferior, con lo que le está por debajo. 15

M. Buber, Qué es el hombre, Fondo de Cultura Económica, Mejico 1984.

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La ardua lucha contra la esclavitud, que ha empeñado a nuestros antepasados desde hace siglos, ha surgido del hecho de que cualquier voluntad de dominación y subyugación es incompatibile con las relaciones humanas, ya que inevitablemente no tienen en cuenta al que está sometido en su dignidad de persona. Sin embargo, la servidumbre sigue siendo una tentación para cualquier persona con poder.

El poder de "servir a los demás", y la relación de cuidado Un tercer tipo de intención en la acción de poder, en muchos sentidos opuesta a la anterior, es aquella de quien entiende el poder como un servicio al otro. Para reflexionar sobre el significado de "servir" puede ser útil tener en cuenta las características de "buen servicio", que podemos encontrar también en las relaciones comerciales. Consideremos, por ejemplo, el servicio ofrecido al cliente de un hotel, de un banco o una agencia inmobiliaria. En primer lugar, podemos observar que el buen servicio no es del todo reducible a las categorías del la eficiencia y la productividad. Estas pueden ser de gran ayuda para un buen servicio, pero la esencia de la relación de servicio es el elemento personal, humano. El buen servicio, de hecho, no necesariamente es aquel más eficiente, porque la eficiencia a menudo implica, junto a la racionalización, la velocidalización y la eliminación de todo lo inutil, también la despersonalización, la mecanización y la estandarización. El buen servicio, por el contrario es aquel individualizado, personalizado, ad hoc: está bien representado por el mayordomo perfecto, alguien que sabe responder con competencia, prontitud y tacto a las necesidades de su jefe. En este sentido no implica de hecho sumisión pasiva, renuncia a la iniciativa personal, o servilismo. Su esencia radica en la respuesta personal a las necesidades de otro persona. Se requiere una especifica sensibilidad, el sentido de la dignidad del servir, que deriva de la dignidad de las personas involucradas, de quien sirve y de quien es servido. Por otra parte, identificar el buen servicio con la "personalización" sigue siendo poco. El servicio, de hecho, no conquista su valor propio simplemente de las preferencias subjetivas de aquel que lo recibe y de la capacidad de la persona que lo ofrece para adecuarse a estas preferencias. El servicio es también una respuesta a las cosas, a cómo deben ser. Paradójicamente, también el servicio oculto tiene este significado: incluso si las manos que han preparado cuidadosamente una habitación del hotel o un almuerzo en el restaurante permanecen en el anonimato, este trabajo demuestra el valor en sí mismo, tanto ético y estético, de la acción de servicio al otro y del cuidado de las cosas. Testimonia el elemento de don gratuito que contiene todo buen servicio, no importa cuánto sea remunerado o mal pagado, sino cuánto el cliente estará satisfecho. El buen servicio supera la dinámica del mero quid pro quo (algo por algo). Hillman escribe: Tal vez la mejora no es sólo un deseo humano. Quizás el progreso hacia la perfección, hacia la realización del ideal, es inherente a la esencia misma de las cosas, que el servicio reconoce en hacer lo que podamos para apoyar este deseo de mejorar, sacando fuera de todo su mejor forma posible. Este es el impulso espiritual que es la raíz real del servicio. Nuestro servicio en la vida y nuestro servicio por la vida tratan de llevar cualquier cosa que hagamos a una visión utópica, al ideal del cielo, que cada uno de nosotros siente en su corazón como un alegría estética cada vez que algo es hecho realmente del modo justo.16 16

J. Hillman, Tipos de Poder: Guia para pensar Por uno Mismo, trad. de Gloria Koros, Granica 2000, cap. “servicio”. Ya que no ha sido posible encontrar este texto, la traducción de la cita es de M. C. Vázquez Guerrero.

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El análisis de la relación de servicio muestra cómo esa tiene como efecto la valorización de la realidad, de la persona que recibe el servicio, pero sobretodo de aquel que sirve, que a través de este poder profundiza la consciencia de la esfera de valores y responde libremente, con un modo particular de entrega, de don de sí. A pesar de la depreciación que el servicio ha sufrido a lo largo de los siglos, esta intención se basa en el reconocimiento de la dignidad de la persona y de su relación con los valores que la realidad nos presenta.

El poder en las relaciones de cuidado Hemos visto que en las relaciones de poder movidas por la intención de servirse de y de someter al otro, este último es reducido a medio, mientras en las relaciones donde hay por lo menos una intención de servir al otro, este último asume el caracter de fin en sí mismo. La tradición individualista que ha avanzado en la era moderna y ha dado lugar a la afirmación de la radical autonomía del hombre, entendida como un ideal de independencia de cualquier atadura o condicionamiento externo, conduce a entender cada relación de poder como instrumentalización del otro. Para justificar el hecho de que la experiencia no nos presenta sólo relaciones instrumentales de poder, se responde que incluso la relación que en apariencia es la más altruista y abnegada, en realidad hay siempre la intención de ligar a la otra persona a uno mismo, y utilizarla para obtener satisfacciones personales, por ejemplo para realizar la necesidad propia de sentirse indispensable. Si consideramos, sin embargo, las diferentes características de poder que hemos descrito, es posible argumentar que la persona humana, en contra de la posición que acabamos de describir, es capaz de tener incluso relaciones de poder en las que el otro no es usado sólo como un medio, sino considerado como un fin en sí mismo, y por lo tanto reconocido y tratado de acuerdo con su dignidad personal. Una relación emblemática de este proposito es precisamente la relación de cuidado, porque afirma en sí misma el valor de la otra persona. Relaciones como la que existe entre médico y paciente, entre el profesor y el alumno y entre padres e hijos pueden perder su vocación original, y convertirse en relaciones de poder en las que el otro es instrumentalizado. Pero percibimos como injustas las relaciones en las que el padre usa el hijo para afirmarse a sí mismo o dar rienda suelta a su instinto, sea el de paternidad / maternidad o sean instintos más bajos, como el de dominar y someter, o el médico utiliza a los pacientes como el medio para hacer carrera o para demostrar su poder. Incluso cuando es recíproca, como es el caso de dos hermanos o dos cónyuges que se ocupan el uno del otro, la relación de cuidado implica una asimetría: alguien tiene una necesidad y es atendido por otra persona que tiene el poder de cuidar de él. Al mismo tiempo, incluso la relación más asimétrica, pensemos en aquella que existe entre la madre y el recién nacido, o entre el discapacitado grave y la enfermera, la relación de cuidado siempre tiene un componente bipersonal, es una relación entre un yo y un tú. Cuando se dirigen a un grupo de personas, se ejercen muchas relaciones de cuidado contemporaneamente, porque cada uno es objeto de cuidado. En esto el cuidado se opone netamente a la relación instrumental porque, mientras es posible utilizar un grupo de personas en conjunto para obtener un propósito, sin embargo, no es posible tener cuidado del grupo en conjunto. En la mayoría de casos, además, el cuidado es una relación interpersonal también en el sentido de que las personas involucradas contribuyen a construirla y a mantenerla: quien recibe el cuidado y quien lo presta. Por otra parte, si bien hemos visto que el poder instrumental puede tener como único criterio de acción la utilidad, esto no es posible en el cuidado. No es de hecho posible una relación de cuidado sin la comprensión de los valores y bienes en juego. Si el hombre viviese en 13

un mundo completamente neutral, indiferente al bien y al mal, a la belleza y a la verdad, no tendría sentido tener cuidado de los otros. No sería posible distinguir entre el cuidado y la negligencia, la atención y el descuido, entre prosperar y destruir. La relación de cuidado está de por sí arraigada en la esfera de bienes en sí (los valores) y los bienes objetivos para la persona. No necesita demostrar su conexión intrínseca con la ética, ya que por su naturaleza tiene por objeto bienes que son moralmente relevantes. El cuidado exige considerar a quién lo recibe, y por lo tanto es objeto de la relación de poder, como un ser digno de respetar, proteger y guardar, pero incluso de hacer crecer. 17 La acción de cuidar, entonces, puede tener un objeto que pertenece a todas las categorías que hemos presentado (el guardar, el hacer crecer y el destruir lo que es perjudicial). No es así, sin embargo, con respecto al punto de vista de quien se ocupa de cuidar: este tipo de relación tiene como motivación más adecuada el amor de benevolencia, que pone el bien del otro al centro, y como intención privilegiada la de intervenir para el otro, por lo tanto, de servir al otro, y no servirse de él ni intentar someterlo o dominarlo. Es por eso que podemos afirmar que el poder de cuidar es un aspecto esencial para el ser humano. En primer lugar, porque todo hombre pasa necesariamente por fases de la vida en las que necesita el cuidado de otros (infancia, ancianidad, enfermedad, discapacidad, experiencia de sufrimiento psicológico y moral). En segundo lugar, porque la persona humana ejerce su capacidad de amar, en el sentido de benevolencia y del don de sí que ésta conlleva, principalmente en la búsqueda del bien de otra persona, por lo tanto en el cuidar 18. Por último, la relación de cuidado es, junto a la actividad profesional, una via privilegiada para dar sentido a la propia exitencia. El cuidado auténtico es una relación genuina que hace crecer, que perfecciona precisamente a aquel que cuida. Para iniciar la conclusión, el respeto por la justicia en este tipo de relación, además de ser una obligación de la ética profesional, tiene implicaciones importantes, sea desde el punto de vista existencial, del perfeccionamiento de las relaciones y, en tal caso, de la felicidad de las personas involucradas, sea desde el punto de vista de la eficacia profesional. Si volvemos ahora al tema inicial de la confianza, podemos encontrar el vínculo íntimo que une el poder de curar y la confianza, sólo en la comprensión del cuidado como servicio benevolente, o como se ha definido recientemente en relación con la educación, como responsabilidad generosa por el otro: sólo si lo entendemos de esta manera, encontraremos en el cuidado la oportunidad de crear aquel clima de confianza mutua que es condición necesaria para que pueda llevar a plenitud a todas las personas involucradas y, entonces también, a la relación de poder que hay en su origen.19

Traducción de María del Carmen Vázquez Guerrero

Se trata de una custodia que tiene límites, porque no “corta las alas”. Al contrario, el cuidado también tiene como objetvo hacer al otro capaz y deseoso sea de cuidar a su vez de otros, sea de cuidar de sí mismo. Heidegger observa que ”el cuidado en sentido proprio […] ayuda al otro a hacerse transparente en su cuidado y libre para él.”. (Ser y Tiempo, trad. de J. E. Rivera, Editorial Universitaria, Santiago del Chile 1997, p. 147.) 18 Cfr. L. Mortari, La Pratica dell’aver cura. Bruno Mondadori, 2006. 19 Cfr. V. Vàzquez Verdera, Martin Buber y sus aportaciones a la manera actual de entender la educación para e cluidado”, in Educació i Història: Revista d’Història de l’Educació n. 21 (gener-juny, 2013), p. 143-158. 17

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