La espiritualidad ignaciana y el hombre que estrena milenio

July 17, 2017 | Autor: Juan A. Guerrero | Categoría: Ignatian Spirituality, Antropología
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Descripción

"ELLOS SE FATIGABAN REMANDO, PUES EL VIENTO


LES ERA CONTRARIO" (Mc 6, 48)



LA ESPIRITUALIDAD IGNACIANA Y


"EL HOMBRE" QUE ESTRENA MILENIO



Juan A. Guerrero Alves, sj

Publicado en Manresa (2000)




Los masaï han sido la tribu más poderosa y temida en
África. Eran pastores y no tenían fronteras. Iban donde había
pastos, se movían por toda África. También eran guerreros para
defender sus pastos y para plantarse en nuevas tierras. Nada ni
nadie se les resistía. Hoy a una hora de Nairobi, una ciudad
relativamente moderna con grandes edificios, instituciones y
bancos, se les puede encontrar en su estado natural como hace
100 o 200 años.

Pero la división de África les puso fronteras. Visten como
siempre, con unos colores muy vivos, con una enorme cantidad de
adornos en la oreja y en el cuello, siguen con sus ritos de
iniciación, el paso del adolescente al pueblo como adulto,
siguen dedicados al pastoreo... Hacen lo que han hecho siempre,
pero ya no son lo que eran. Ya no existe el ecosistema que los
hizo posible. Ahora se les ve una tribu derrotada, mofa de las
demás tribus. Llamar masaï a un kikuyu es una ofensa. Ahora
cuando los masaï se trasladan a la ciudad y se visten de
occidentales, ocultan sus rasgos distintivos; por ejemplo, se
hacen una especie de nudo para ocultar el gran agujero que
llevan en el lóbulo de la oreja. Lo que en su tribu era rango y
belleza, en la ciudad es vergüenza. Han dejado de verse con sus
propios ojos. De ser los más poderosos se han convertido en algo
exótico. Sonriendo en las fotografías con los turistas, se les
ve caminar humillados hacia la asimilación y la muerte.




Culturas enteras mueren sin darse cuenta, sin saberse atacadas,
colaborando ellas mismas con su libertad en su propia autodestrucción.
¿Seremos los cristianos de nuestros días como los masaï? Ellos siguen
pastoreando y con sus ritos; nosotros podemos seguir con nuestros ritos y
actividades tradicionales; pero cuando, como ellos, nos vemos con los ojos
de fuera, con los de "el hombre de nuestro tiempo", nuestros ritos y
símbolos se nos hacen ininteligibles y nos avergonzamos de ellos.

He aquí uno de los demonios que nos atacan a los cristianos de
hoy. Pensamos que los hombres y mujeres reales de nuestros días son ese
constructo estadístico que llamamos 'el hombre medio' o el hombre
contemporáneo[1]. Este demonio aliena nuestra mirada, nos debilita y nos
hace vernos como raros; en lugar de vernos con nuestros ojos nos vemos con
los de ese "hombre medio". Si perdemos los ojos para ver los dones de Dios
no podremos tomar fuerza en ellos.

El acontecimiento Jesucristo es el hecho que de manera
indiscutible ha marcado a los hombres y al mundo de los dos últimos
milenios de la historia de la humanidad en occidente. Para los hombres y
mujeres de los dos últimos milenios, ha sido posible la experiencia de un
encuentro personal con Jesús resucitado. Esta experiencia ha estado llena
de consecuencias para la vida y para el mundo de aquellos que se
encontraron con Él.

Sin embargo, la defección de nuestros contemporáneos de la
Iglesia es un hecho innegable, la figura de Jesucristo se difumina en
Europa y los compromisos fuertes decaen. A muchos les asalta la duda de si
seguirá siendo posible esta experiencia y seguirá marcando a los hombres y
al mundo en el futuro. Un cierto pesimismo, cuando no desesperanza, parece
apoderarse de la Iglesia en occidente. En el reciente Sínodo sobre Europa
nuestros obispos hablaron de una Europa pagana y postcristiana, incluso se
habló de la apostasía de Europa; y si nos atenemos a los escenarios futuros
de las planificaciones apostólicas de la mayoría de las parroquias,
diócesis, órdenes religiosas e, incluso, confesiones cristianas en
occidente, el denominador común es el aumento de las dificultades
ambientales para realizar la misión, junto a la reducción de números, y una
menor relevancia social e influjo de lo cristiano.

Algunos atribuyen estos fenómenos a una crisis institucional de
la Iglesia que necesitaría una puesta al día para responder a las
necesidades y a los deseos de libertad de los individuos. Este
planteamiento puede servir para 'contentar el ánima' pero nos deja donde
estamos y no toca el núcleo del problema. Independientemente de que, como
dice la misma tradición de la Iglesia, la Iglesia siempre tenga que estar
en reforma permanente, en estas páginas sugeriré que hay una crisis más
profunda que la mera crisis institucional. Los cristianos navegamos con
vientos contrarios. No detectarlos puede dejar empantanada la experiencia
cristiana tal como la hemos conocido en los dos últimos milenios.
Reconocerlos, confiando en Aquel a quien los vientos obedecen, puede
abrirnos a una esperanza mucho mayor de la que nos permiten los análisis
más optimistas de nuestra situación cultural.

Situaciones adversas han servido en la historia de la salvación
para dar lugar a mestizajes y a nuevas identidades más fuertes. El exilio
judío en Babilonia o el paso del cristianismo por la filosofía y el mundo
griegos e, incluso, la decadente situación eclesial que le tocó vivir a
Ignacio de Loyola, pueden ser buenos ejemplos. Pero el proceso no puede ser
guiado por adaptaciones apresuradas, sino que ha de ser conducido por el
Espíritu de Cristo que lleva hacia la verdad completa.

Nuestro futuro no está escrito, pero no es el de los masaï, está
habitado por una promesa. Lo que me propongo hacer en este artículo es un
ejercicio de discernimiento de la búsqueda de comunidad, de la búsqueda de
identidad y de la búsqueda de espiritualidad del hombre de final (o
comienzo) de milenio. Son tres aspectos que tienen reflejos importantes en
quienes dan y hacen los ejercicios espirituales o simplemente pretenden
vivir la espiritualidad ignaciana en nuestros días. Las tres búsquedas
aparentan ser positivas y deberían jugar a favor de la fe, pero, con
frecuencia, tienden a jugar en contra y, como la sonrisa de los masaï en
las fotos de los turistas, pueden estar reduciendo a exotismo lo más
importante de la vida. La búsqueda de comunidad coexiste con la deserción
de la Iglesia; la búsqueda de identidad no parece incompatible con hacer de
uno mismo el tema de su vida, y la búsqueda de espiritualidad coquetea
ingenuamente con el individualismo y la secularización reinantes.

Dedicaré los tres apartados siguientes al discernimiento de las
tres búsquedas del hombre contemporáneo enunciadas. Acabaré con algunas
consideraciones finales sobre nuestra esperanza en las condiciones
descritas de vientos contrarios.




EL DESEO DE COMUNIDAD



Seguiré el siguiente esquema: en primer lugar, como dato de
partida, describiré la deserción de nuestros contemporáneos de la Iglesia;
a continuación, trataré el modo habitual como se plantea en nuestros días
la búsqueda de comunidad; en tercer lugar, distinguiré diversos tipos de
vínculos que producen distintos tipos de comunidad, para acabar con el
planteamiento ignaciano de los mismos.




1.1. La deserción de la Iglesia




Después de leer el informe sobre juventud de la Fundación Santa
María[2], es difícil hacer una presentación optimista de la situación
eclesial española. "Todos los autores - escribe Javier Elzo - pensábamos
que la Iglesia había perdido predicamento, aunque no tanto como después nos
revelaron los datos"[3]. La Iglesia como institución no despierta
confianza, los jóvenes esperan aprender poco de ella. Los jóvenes católicos
siguen siendo mayoría en España, pero la práctica religiosa está
desapareciendo de su vida cotidiana[4]. De entre ellos los más religiosos
presentan un "ninguneo" respecto a la Iglesia católica; "esquemáticamente
dicho este sería el discurso: soy religioso, soy creyente, responderé que
soy miembro de la Iglesia católica si me lo preguntan, pero no me parece
que eso sea lo esencial, y de hecho yo puedo ser religioso y católico y
quiero serlo, sin seguir necesariamente las normas de la Iglesia o,
incluso, sin que necesariamente precise pertenecer a la Iglesia"[5]. En los
últimos cinco años se ha notado un descenso significativo en la
religiosidad. Dentro de poco, vaticina Elzo, habrá que aplicar a España la
expresión que Touraine usó hace años refiriéndose a su país como "la France
ex-catholique"[6].




1.2. Una dudosa solución: espiritualidad y comunidad intimistas





Al carecer de fe en algo mayor que nosotros mismos luchamos
contra nuestros temores por medio de la búsqueda de recompensa emocional.
"Sentirse bien" es el bien supremo que sirve hoy para justificar nuestras
acciones, incluidas las aparentemente altruistas, como nuestra donación y
ayuda a los demás. Nuestro Cristo diría: "Coged vuestra cruz y seguidme,
hará que os sintáis bien" [7]. La nueva espiritualidad y sus formas
concomitantes de vinculación pueden no ser ajenas a la defección de la
Iglesia. Un aumento de espiritualidad no es incompatible con un descenso de
eclesialidad ni con un impacto decreciente de la religión en la propia
vida[8]. Entre las felicitaciones de Navidad recibí un decálogo para el
2000 por correo electrónico que es un buen ejemplo de este tipo de
espiritualidad. Entre sus artículos, todos con unas fotos preciosas de
fondo, se leían estas máximas: "regala una sonrisa cada día, con ella te
sentirás feliz vos y los demás"; "intenta todo lo que sientas latir en tu
corazón confiando que te hará feliz"; "rescata todo lo que te permita
crecer y ser feliz con tu familia y con tus amigos". Estas máximas son
bonitas y buenas, pero no es el tipo de mensaje específico que los
cristianos estamos llamados a vehicular, pues se podría apostillar que "eso
también lo hacen los gentiles".

A veces apoyo íntimo es sinónimo de espiritualidad. La
sociología reciente descubre que los pequeños grupos, que han suministrado
un apoyo profundo e íntimo a los individuos, han supuesto una búsqueda de
espiritualidad, y muchas iglesias los han introducido en su organización.
Según el sociólogo americano Robert Wuthnow un desafío para las iglesias en
el próximo milenio será incorporar a esos grupos en las estructuras de las
iglesias. Ahora bien, esto plantea a la Iglesia un problema de gran calado,
pues parece que esos pequeños grupos de apoyo, cuyos vínculos son bastante
individualistas, no generan sentido de iglesia[9].

La pretensión de la Iglesia ha sido ofrecer comunidad e
identidad cristianas de la cuna a la tumba. Por una parte, la Iglesia no es
buen espacio para formar comunidad cuando ésta se entiende como intimidad.
Antes o después se encontrarán otros espacios mejores para ello. Antes o
después la gente descubrirá que pueden tener esos grupos en sus cuartos de
estar, lugares de trabajo o en salones vecinales[10]. Además, los pequeños
grupos de apoyo son vulnerables en transmitir y en mantener la identidad
cristiana a lo largo de la vida. No suelen ofrecer nada para niños, ni para
padres e hijos juntos y, con mucha frecuencia, se conciben para
experiencias de crisis, para acompañar transiciones de la vida, o para
etapas concretas de la misma. Para dar identidad, la Iglesia debería
suministrar modelos de roles que fueran incorporados como personajes en las
historias que contamos y nos contamos. Esas historias proporcionan "modelos
de esperanza, modelos del yo que nos parece posible ser"[11]. Pero son los
modelos que ofrecen los medios de comunicación y la publicidad los que
tienen influencia. Esto hace previsible que las identidades se convertirán
en más superficiales en los años venideros.

La presente situación puede hacer caer fácilmente a muchos
miembros de la Iglesia en el desánimo, pues todos los esfuerzos por
construir una identidad cristiana fuerte parecen abocados al fracaso ¿Y si
el problema no estuviera en la Iglesia, sino en el modo de vincularse esos
grupos que estamos favoreciendo[12]?



1.3. Del vínculo instrumental al vínculo constitutivo





Junto con la creciente demanda de "experiencias" a las
comunidades cristianas, hay bastante desconfianza de entrar en procesos que
uno no controla, desconfianza de dejarse llevar y constituir por lo
experimentado. Se ha llegado a describir la religiosidad de nuestro tiempo
como una religiosidad de supermercado. A veces algunas comunidades
cristianas ofrecen experiencias como en un supermercado: retiros,
peregrinaciones, campamentos, voluntariado de diverso tipo, experiencias de
tercer mundo... etc. Esto "anima a la gente a picar y elegir hasta que
encuentren una identidad religiosa que se ajuste mejor a su gusto"[13]. Si
el papel de la Iglesia se reduce a suministrar posibilidades para que cada
uno escoja desde su propio reducto, difícilmente podrá tener influencia en
la identidad cristiana de los individuos. La identidad de los individuos se
estará tejiendo en otro telar.

Para poder discernir qué nos pasa hemos de distinguir tres tipos
de vínculos que dan lugar a tres tipos de comunidad[14]. ¿No son muchas
comunidades cristianas meros centros de encuentro, grupos en que las
personas se reúnen más para satisfacer algunas necesidades o intereses
privados, que para compartir la memoria viva de Jesucristo? Hablamos de
vínculo instrumental cuando cada individuo tiene sus propias motivaciones
autointeresadas. Los arreglos comunitarios se toman como un peaje a pagar.
Los individuos sólo cooperarán en lo común y participarán en la comunidad
mientras ésta satisfaga sus intereses individuales. La comunidad permanece
exterior a los fines e intereses de los individuos que la forman.

A veces los individuos dan un paso más en su vinculación y
comparten ciertos fines con otros y dejan que la comunidad entre más en sus
vidas afectando a sus sentimientos. Me refiero al vínculo sentimental. Este
incluye algunos fines compartidos; la cooperación con lo común no es un
simple peaje que pagar, se ve como buena en sí misma; los intereses
individuales no son antagonistas, también son complementarios o se solapan;
no todas las motivaciones son auto-interesadas, también cabe promover el
interés de otros e incluso hacer algunos sacrificios por otros. La
comunidad sentimental es parcialmente interna a los sujetos, de manera que
alcanza los sentimientos de los que participan en el esquema cooperativo.
Probablemente este tipo de comunidad y vinculación es el más frecuente en
los grupos eclesiales de nuestros días.

Pero una vinculación sentimental sigue siendo individualista,
sigue presuponiendo intereses gestados fuera de la comunidad, aunque sus
motivaciones reales puedan incluir fines benevolentes o altruistas. El
sujeto siempre se constituye fuera de la comunidad. Aunque participe y
comparta partes de sí con la comunidad, siempre se mantiene externo a la
comunidad. La comunidad no le aporta nuevos fines. Pensemos lo que puede
ser la formación en la vida religiosa, un mes de ejercicios, o simplemente
la Iglesia si el modo de vincularse y pertenecer de los individuos es
meramente instrumental o sentimental. La Iglesia, madre y maestra, no es ni
lo uno ni lo otro.

"Es que este año de voluntariado me puede cambiar y al final
puedo ser diferente a como soy ahora... es como perder las riendas de mi
vida". Este era el temor de un joven que pedía participar en una
experiencia cristiana de voluntariado y comunidad que implicaba dejar
familia, amigos y trabajo durante un año y que podía producir muchos
cambios en su vida. Este temor es sintomático de cómo nos gusta
vincularnos, como si quisiéramos que no nos afectara verdaderamente nada
que no hubiésemos decidido previamente, queriendo participar pero ser
afectados controladamente, según mi ritmo no el de la experiencia. No es un
simple evitar el roce cotidiano, la pertenencia, ni la participación. Es
más bien un estar selectivo, un participar activo pero no pasivo, un
pertenecer desde fuera, queriendo mantener un lugar de exterioridad.

Un tercer modo de pertenecer es con vínculos constitutivos. En
la comunidad constitutiva el yo no es anterior a sus fines. No es un yo
aislado y desarraigado que decide ocasionalmente vincularse; sino que
llegado un momento descubre que sus fines y su ser están constituidos por
esa comunidad. A diferencia del modelo sentimental aquí el individuo no se
mantiene exterior a la comunidad. Se acepta y se pretende que uno acabe
siendo constituido por la comunidad. Ésta no sólo describe un sentimiento,
sino un modo de autocomprenderse, parcialmente constitutivo de la identidad
de quien participa de ella. Los miembros de una comunidad así conciben su
identidad - el sujeto, no sólo el objeto, de sus sentimientos y
aspiraciones - como definido en alguna medida por la comunidad de la que
forman parte; la comunidad no sólo define lo que "tienen" o lo que
"quieren" sino también lo que "son". No es una simple asociación voluntaria
que se construye, también hay una vinculación que se descubre y nos
constituye. No es sólo un atributo, sino un elemento constitutivo de la
identidad.

La pretensión de la Iglesia, de la vida religiosa, de los
ejercicios espirituales, y de las comunidades cristianas es constituir
identidad, y vincular constitutivamente, llegar a formar parte y parte
importante de la identidad de los individuos. No tanto como comunidades o
experiencias que toman cuenta de los individuos, sino como comunidades y
experiencias constitutivas porque ayudan a las personas a ponerse delante
de Aquél que es el único que puede constituir y dar identidad haciendo
individuos singulares y únicos. Ignacio de Loyola puede darnos alguna luz.




1.4. Ignacio y la experiencia de la Iglesia





En la tradición ignaciana hay experiencias que no son
sentimentalizables ni instrumentalizables. A comienzo de los Ejercicios
Ignacio escribe para quien hace los ejercicios que "mucho aprovecha entrar
en ellos con grande ánimo y liberalidad con su Criador ofreciéndole todo
sus querer y libertad"[15]. A quien pide ser admitido en la Compañía le
pregunta si quiere "vestirse de la misma vestidura y librea que su
Señor"[16]. En los ejercicios espirituales y en la Compañía de Jesús se
busca ser constituido por la relación con Jesucristo y esto no es
negociable.


Hay pedagogía, hay un respeto a los procesos y a los ritmos de
las personas, baste recordar el tiempo que mantuvo a Fabro esperando y
preparándose para hacer los ejercicios. También hay comprensión de la
flaqueza humana de los candidatos a jesuitas que no están ardiendo en
deseos de seguir a Cristo y vestirse de su vestidura en oprobios y
menosprecios, cuando recomienda que les "sea demandado si se hallan con
deseos algunos de hallarse en ellos"[17].


Hechas las salvedades pedagógicas y las propias de la fragilidad
humana, también sugiere que para quien sólo quiere 'contentar el
ánima'[18], o para quien "no mostrase mucho fervor y deseo de ir adelante
para determinar el estado de su vida, mejor será dejar los [ejercicios] de
la segunda semana"[19]. Es decir, a quien no está dispuesto a dejarse
constituir por la relación con Cristo no se le dan todos los ejercicios ni
se le admite en la Compañía.


Los vínculos constitutivos para Ignacio no son sólo con
Jesucristo sino también con la Iglesia. Ignacio llega a predicar de la
relación con la Iglesia lo mismo que de la relación con Cristo. Esto no es
sino corolario de la fe en la encarnación. No es momento de entrar aquí en
cómo en las reglas para sentir con la Iglesia se proponen aplicadas a la
Iglesia las actitudes de tercer binario y tercera manera de humildad que se
buscan respecto a Cristo. La Iglesia no queda supeditada a la experiencia
individual por alta y mística que ésta sea. El sentido de la experiencia de
lo inefable lo expresa Ignacio como que "el sentido suyo que tomamos,
necesario es conformarnos con los mandamientos, preceptos de la iglesia y
obediencia de nuestros mayores, y lleno de toda humildad" Y la razón que
añade, "porque el mismo Espíritu divino es en todo"[20].


Hugo Rahner encontró un criterio de verificación de la
experiencia espiritual en que la gracia de Dios recibida se haga carne en
la Iglesia[21]. Rahner encontraba que por encima de las contingencias
epocales había una comunión entre los hombres de espíritu de todos los
tiempos: que la experiencia del Espíritu, por ser del Espíritu de Cristo,
se encarna e institucionaliza eclesialmente de manera distinta según el
momento histórico. La experiencia espiritual de Benito, Francisco, Domingo
o Ignacio se produjo en diversos momentos históricos y en contextos de
crisis de la Iglesia. Un criterio de su autenticidad es que esas
experiencias que comenzaron por ser individuales encontraron expresiones
concretas y renovadoras dentro de la Iglesia, en la orden benedictina,
franciscana, dominicana y la Compañía de Jesús, respectivamente.





2. LA BÚSQUEDA DE IDENTIDAD




"El hombre" que estrena milenio ya no se concibe a sí mismo como
respondiendo libremente a la llamada de Otro ni realizando una actividad
que no arranca de sí mismo. No se experimenta ni con vocación ni con
misión. En esta sección no nos detendremos en describir el problema.
Comenzaré directamente recorriendo el proceso de la identidad una vez que
se seculariza la idea de vocación y la vida se elige con una libertad
desarraigada, sin vínculos con algo o Alguien distinto del yo. El resultado
es el yo postmoderno girando sobre sí mismo, incapaz para el amor ni la
acción apostólica en el mundo; en la segunda parte distinguiré tres
espacios que hacen posible, dificultan o limitan la acción apostólica y
acabaré esta sección exponiendo como era la libertad, la identidad y el
mundo común de los primeros jesuitas.




2.1. La secularización de la idea de vocación y los vaivenes de
la identidad




Se dice que el hombre moderno no sólo elige qué hará sino quién
será. De la juventud de final de milenio se dice que es la juventud que más
posibilidades ha tenido en la historia, "la generación que en mayor grado
depende de sí misma para construir su universo de valores, sus proyectos de
vida, su vida misma"[22]. Sin embargo, no parece que vaya a encontrar gran
ayuda en los modelos de elección vigentes.

La secularización de la idea de vocación y la pérdida de la idea
de misión ha dado lugar a dos modos de encontrar identidad. Al primero lo
podemos llamar modernista[23]. Este encuentra en el proyecto o plan de
vida[24] la fuente de la identidad. Las dos versiones principales de este
modo en este siglo han sido: a) un modelo hedonista, en el que el placer o
"sentirse bien" es el criterio principal de elección, y b) un modelo
pragmático en el que se elige por preferencias personales haciendo una
especie de cálculo coste-beneficio. El segundo modo de elección lo llamamos
romántico. Afirma que lo que nos identifica es la búsqueda interior del sí
mismo más profundo y auténtico[25]. Este modelo es reflexivo e
introspectivo y pone el acento en lo que no se ve, en lo interior, incluso
en las fuerzas sagradas que hay en la hondura de cada ser. Una síntesis de
ambos podría acercarse al modelo ignaciano. La diferencia entre ellos
estaría entre un ejercicio de la libertad religado a Dios y otro
autosuficiente y cerrado en sí mismo.

Anclados en el yo, los proyectos cada vez son de más corto
alcance y los buceos en uno mismo, de menor profundidad. Con el yo saturado
y colonizado por tantos estímulos sociales, los modelos modernista y
romántico no parecen responder. El modelo postmoderno de elegir y expresar
la identidad viene exigido por las identidades más fluidas requeridas en
nuestro tiempo. De él desaparece la grandeza. Es más fluctuante, proteico e
inestable que los anteriores, y tiene mucho de corto plazo, de pequeño
relato y de estrategia de supervivencia[26]. El yo postmoderno se convierte
en "espacio 'flotante' sin fijación ni referencia, una disponibilidad pura,
adaptada a la aceleración de las combinaciones, a la fluidez de nuestros
sistemas (...) instrumento flexible de ese reciclaje psi permanente,
necesario para la experimentación postmoderna"[27]. Curiosamente, esa
"disponibilidad pura", que sólo merece Dios, es lo que "el hombre
postmoderno", quiere guardar para sí mismo, y pone inconscientemente en
manos de "nuestros sistemas", esa especie de "nadie" que le organiza la
vida y le hace fluctuar ansiosamente sometido a sus vaivenes. Más que una
liberación parece ser una forma sutil de servidumbre desconocida hasta
ahora. Una servidumbre con sensación de libertad.

La promisora búsqueda de qué hacer con la vida de una libertad
desarraigada ha dejado a cada uno haciendo de sí mismo su preocupación
esencial. Los proyectos más elevados y las búsquedas más profundas de
autenticidad personal, pasando por la fluctuación y desubstancialización
postmoderna del yo, han acabado donde empezaron: en uno mismo.

Para ejercer la libertad y ser alguien se requiere salir del yo.
Las dos relaciones en que se ejerce la libertad – el amor y la acción en
público con otros - están problematizadas por los modos modernos de
identidad tan fluidos y centrados en el yo. Por una parte, el amor se ha
hecho difícil porque la identidad se ha hecho difícil; sin un sentido de
continuidad, sin elegir y sin una capacidad de compromiso el amor no es
posible[28]. Por otra, la gente, con roles pero sin identidad, "ya no
habita un mundo que existe independientemente de ella"[29]. Sin un mundo en
el que aparecer la acción tampoco es posible.




2.2. Los espacios de identidad y la vida apostólica: el
desierto, los oasis y el mundo común





Antiguamente había individuos que se iban al desierto, fuera del
mundo. Se distanciaban del mundo, pero se definían como individuos por
relación al mundo. El mundo común del que salían era referencia para ellos
y ellos eran referencia para el mundo común. Louis Dumont traza una
evolución del individualismo desde el individuo-fuera-del-mundo de la
antigüedad al individuo-en-el-mundo de la modernidad[30].

Individuos curvados sobre sí no generan mundo común sino un
desierto en que se vive en aislamiento, cada uno preocupado primariamente
por sí mismo (atendiendo a su necesidad) y descuidando lo común (el espacio
de la libertad). La ciudad moderna se ha convertido en un desierto habitado
por individuos aislados y atomizados, sin nada entre ellos. Entre los
hombres se pierden los vínculos. Los "no lugares" son un ejemplo del
desierto que prolifera en nuestros días. Son espacios de anonimato, sin
relaciones humanas, ni historia compartida, donde no hay asuntos comunes y
cada cual camina absorto en los propios[31]. Espacios de tránsito en los
que no se está. Los aeropuertos, las estaciones, los transportes públicos,
las grandes superficies, son buenos ejemplos. La comunicación en estos
espacios es impersonal, por carteles indicativos. En esos espacios pasamos
muchas horas del día, en ellos no tiene sentido la acción libre y su
novedad, sino sólo el comportamiento apropiado, se espera que cumplamos las
reglas y tengamos un comportamiento previsible. Son espacios en los que
nadie tiene identidad propia, se pueden ver gentes exóticas pero todos
hacen lo mismo: pagar en caja, mostrar el pasaporte... Uno puede llevar su
ambiente, la pareja que se acaricia, el grupo de amigos que va de fiesta...
pero el espacio por sí mismo no parece posibilitar relaciones ni identidad.


En esos "no lugares", parece difícil la evangelización. La
comunicación impersonal propia de ellos no parece apropiada para transmitir
o compartir una forma de vida. Son espacios muy funcionales y prácticos
para cumplir su fin. Pero sería un problema que se convirtieran en modelo
de nuestras relaciones sociales o de espacios apostólicos. Cabe preguntarse
si el tipo de relaciones de estos espacios no se están extendiendo a otros
ámbitos como la calle, la universidad, los bares, la parroquia... Si se
puede evangelizar en este tipo de espacios, no será jugando con sus reglas,
habrá que buscarle las vueltas. Y para nosotros llega a hacerse
ininteligible lo que pueda ser evangelizar estos espacios ¿Qué sería hacer
un aeropuerto cristiano?

Por otra parte, en el desierto hay oasis. En el desierto lo que
tiene problema es la vida en cuanto somos seres plurales que vivimos
interaccionando con otros, con asuntos comunes, pero los oasis son los
dominios de la vida que dependen de nuestra existencia en singular. Es lo
que podemos hacer y crear en el aislamiento como el artista, en la soledad
como el filósofo, en la relación particular de persona a persona, de
corazón a corazón, en intimidad, como en el amor y en la amistad.
Necesitamos que los oasis subsistan intactos para sobrevivir. San Benito al
fundar sus comunidades contemplativas no hizo sino encontrar oasis a los
que acudir para preservar la vida en el desierto que dejó la caída del
imperio romano.

Hay dos peligros principales en el desierto. El primero es
adaptarse a él de manera que no necesitemos los oasis. Arendt sugiere que
esto es lo que hace la psicología moderna. Al considerar que el desierto
está en nosotros nos quita la esperanza de que nosotros, que no somos
producto del desierto pero que vivimos en él, tenemos la posibilidad de
transformar el desierto en mundo humano. El otro peligro son las
tempestades de arena, que producen mucho movimiento dejando todo como
estaba. Este es para nosotros el activismo, que es lo que en condiciones de
desierto sustituye a la acción en el mundo. Activismo no es lo mismo que
mucha acción, pues la acción nos dirige fuera de nosotros mismos y el
activismo nos curva y encapsula en nosotros mismos. "Contemplativos en el
activismo" es contradicción en términos. No hay contemplación en el
activismo sino introspección paralizante. Ambos peligros amenazan las
cualidades humanas transformadoras del desierto: el padecer y el actuar. Si
perdemos la facultad de padecer, perderemos la virtud de aguantar; y "sólo
podemos esperar que se concentre el valor necesario en la raíz de toda
acción (...) de aquellos que consiguen aguantar la pasión de la vida en las
condiciones del desierto"[32].

Los oasis, la vida personal y las relaciones íntimas, por su
parte, también están amenazados por 'el activismo' y, además, por "el
escapismo" que, siguiendo la metáfora, consiste en huir del desierto a los
oasis llevándose la arena a ellos. Esta es otra amenaza de la vida
apostólica moderna. Como no hay dónde aparecer de manera significativa,
pues en el desierto la identidad se desplaza de lo público a lo íntimo, la
vida apostólica, en lugar de consistir en acciones apostólicas públicas
aguantando las dificultades del desierto, cae en una especie de reality
show molesto y raro para muchos, exhibiendo públicamente motivaciones y
elementos de la vida íntima. En lugar de salir a predicar, el apóstol
cuenta su vida en público o abre su casa para mostrar su vida privada.

El tercer espacio de identidad es el mundo común[33] generado
por la acción en concierto con otros. Esto, en condiciones de desierto, es
duro y exige aguante. Es más fácil organizar grupos donde los individuos
son masa o colectividad dirigida desde 'megafonía', como en los "no
lugares". Pero la Iglesia no es la 'masa de Dios' sino el pueblo de Dios y
cuerpo de Cristo[34]. En el pueblo cada uno es distinto y en el cuerpo cada
miembro tiene una misión. El mundo común vincula a personas distintas sin
masificarlas como una conversación, y en este caso una conversación visible
y abierta que invita a participar a otros. Usamos la palabra conversación
en un sentido metafórico, pues no es sólo de palabras, también lo es de
acciones. Conversar es verter en el mismo cauce, sobre el mismo tema, pero
no lo mismo, como es el caso de la intersección de intereses, sino verter
algo diferente, desde perspectivas variadas que aportan a la conversación
la riqueza de la diversidad. No se participa en la conversación con la
misma neutralidad con que se transita por un "no lugar". La conversación
tiene efectos en aquellos que participan en ella. La conversación exige una
cierta renuncia, pues se habla de un tema, cada uno no habla del tema que
decide individualmente; pero al mismo tiempo la conversación pide que cada
uno aporte todo lo que es, que nadie mutile nada de sí. Cuando los hombres
comienzan a actuar en concierto, con obras y palabras, comienzan a
revelarse a sí mismos y a generar el mundo común. Ese es el vínculo creado
por la libertad. No tienen que decir sus motivaciones, éstas se revelan en
la acción y además en la acción pública dan testimonio de algo mayor que
ellos mismos: de Aquél que los convocó, que anima la acción y que es el
fundamento de ese mundo común.




2.3. La libertad, la identidad y el mundo de los primeros
jesuitas




Elegir en libertad es la clave de los Ejercicios. Para Ignacio
la identidad viene dada por la respuesta a una llamada. Elegimos "lo que
Dios nuestro Señor nos diere para elegir"[35]. La elección no es un simple
ordenar preferencias, no tiene su fundamento en el yo, sino que es
precedida por Otro. Como ayuda para elegir, Ignacio descubre unas reglas
para sentir y conocer los movimientos interiores, con ellas enseña a sentir
y conocer y a ejercer la libertad guiados sólo por el Espíritu. La
libertad, tal como la concibe Ignacio, no encapsula en el yo sino que abre,
haciendo al hombre salir de sí. El sentir interior del discernimiento no es
"sentir-se" en reflexivo, sino sentir a Otro, los otros y lo otro.

Esa identidad lanza al mundo. Para Ignacio el mundo acaba siendo
el lugar en que Dios actúa, en el que se muestra su gloria, en el que
colaboramos para su mayor gloria. Podríamos encontrar tres etapas en la
relación ignaciana con el mundo: en un primer momento el mundo es lo que se
deja, rechaza y aborrece[36] para servir a Dios totalmente, para vivir
solamente para Cristo[37]. En un segundo momento, el mundo se reconoce en
manos de Dios como criatura de Dios[38] y objeto de su amor, es lo que el
Rey eternal quiere conquistar[39], el objeto del amor salvador de la
Trinidad a donde decide enviar a la segunda persona[40]. En un tercer
momento, es el lugar del envío del apóstol, el mundo es por dónde se
esparcen los apóstoles llamados[41], por donde aquellos que han hecho de la
misión de Cristo su vida "discurren y hacen vida" buscando "el mayor
servicio de Dios y la ayuda de las almas"[42].

¿Cómo formularon su identidad los primeros jesuitas? Es cierto
que tenían proyecto, no se puede decir que Javier o Ignacio no lo tuvieran;
también bucearon en los recovecos del yo, y algunos más de la cuenta, Fabro
e Ignacio con sus escrúpulos son buenos ejemplos de ello, y fueron muy
adaptables a muy diferentes contextos. Pero fue la continua referencia a
Dios y el vivir anclados en Él lo que evitó que se perdieran en sus
laberintos interiores, lo que dio fecundidad a sus proyectos, hizo
digeribles los fracasos y guió todas sus adaptaciones. Es bastante probable
que se "sintieran libres", que "se sintieran bien" o "estuvieran
contentos", pero para ellos como para muchos cristianos de nuestros días
que vivían en el mundo de Dios, eso no era lo definitivo. Las largas horas
de contemplación del Jesús de los evangelios les hizo comprender que se
trataba de "salir del propio amor querer e interés"[43] para entrar y vivir
en algo que estaba fuera de ellos. Algunas expresiones del Nuevo Testamento
confirman esta topografía de una alegría excéntrica: "entra en el gozo de
tu Señor" (Mt 25, 21), "se alegra mi espíritu en Dios mi salvador" (Lc 1,
47), "estad siempre alegres en el Señor" (Flp 4,4), "os he dicho esto para
mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado" (Jn 15, 11).

Aquellos hombres vivieron el mundo desértico de su tiempo de
manera sacramental y éste se convirtió para ellos en el lugar de tomar
fuerzas, no de debilitarse; lugar en que "alcanzar amor"[44], el amor del
Dios uno y trino. Vinculados con Dios y con los compañeros por las promesas
realizadas, expresaron últimamente su identidad a través de una acción que
tenía en Dios su origen y su fin, una acción vivida como participación en
la misión de Cristo. Es cierto que este modelo de identidad requiere "un
mundo común" en el que realizar de manera relevante las acciones y hazañas.


La grandeza de Francisco Javier en la historia de la Iglesia no
existiría sin su acción apostólica, respuesta a una llamada de Dios y a una
misión recibida. Pero ella sola no basta. Sin la vinculación pública con
sus compañeros habría tenido mucho mérito ante Dios, pero mucha menos
fecundidad apostólica. Podría haber pasado perfectamente desapercibido en
la historia, tras haber actuado en el desierto. El vínculo de Javier con
sus compañeros no es el simple afecto que le hacía llevar las firmas de las
cartas guardadas junto al corazón. Tampoco es que en un momento se
reunieran y encontraran la intersección o común denominador de sus
intereses individuales, esas son sólo buenas formas de supervivencia en el
desierto pero no crean mundo común.

Es posible que Javier en la India y en Japón esté en lo que
hemos llamado desierto, pero sabemos que su mundo es el mundo común creado
con sus compañeros por las acciones apostólicas de todos ellos. Las
acciones de Javier en Asia no pueden esconderse donde están los otros
compañeros que actúan compartiendo con él el mismo mundo común: las
universidades europeas, la corte de Portugal, los colegios, etc. La acción
de cada uno enriquece y recrea continuamente el mundo común que no es otro
que la Iglesia, el cuerpo de Cristo. La acción apostólica de aquellos
hombres reavivó la mortecina y decadente situación eclesial que les tocó
vivir. Ese mundo común no era un sentimiento de unión como hoy tenemos
tendencia a ver, era algo visible y objetivo, que hacía que muchos
quisieran participar de él y unirse a ellos.




3. EL ANHELO DE INTERIORIDAD Y ESPIRITUALIDAD






La tercera búsqueda que intentamos discernir es la búsqueda de
espiritualidad. La sociedad de final de milenio en occidente es una
sociedad de clases medias, cuyos valores han sido reprobados en nuestra
tradición religiosa como idolatría. Hay una espiritualidad que se mezcla
con otras más deseables que describiré en el primer apartado. En
continuidad con lo visto hasta ahora, pero desde la perspectiva de la
interioridad, en segundo lugar trataré cómo esta espiritualidad nos
difumina la alteridad, nos aísla. La consecuencia de ello, que trato en la
tercera parte, es que nos confunde en las relaciones con los demás y en
nuestra oración. Acabaré con unas breves notas de cómo se concibe la
interioridad en la espiritualidad ignaciana.


3.1 Una espiritualidad más individualista y de consumo para la
clase media





Uno de los hechos que han marcado el siglo XX en occidente ha
sido el ascenso de las clases medias, y "el rasgo distintivo de la clase
media es la obsesión con el trabajo y el dinero"[45]. La vida en las
sociedades de clase media ha ido reduciéndose progresivamente a una serie
de cálculos económicos, y los intereses se han ido desplazando a la propia
salud corporal y la gestión del stress. La religión, por otra parte, se
mantiene callada ante el materialismo del trabajo y el dinero[46]. Incluso,
con frecuencia, religiosas y religiosos, que por vocación buscan ser
testigos con sus vidas de un mundo que se rige con otros parámetros, se
comprenden a sí mismos como trabajadores y participan de los valores de la
clase media, si no en la obsesión por el dinero, sí en la obsesión por el
trabajo.

Según Wuthnow se ha producido un cambio profundo en nuestras
prácticas espirituales en la última mitad del siglo XX, una reordenación
sutil en el modo de entender lo sagrado: de una espiritualidad de la morada
que enfatizaba el lugar en que habitar hemos pasado a espiritualidad de la
búsqueda, sobre todo interior, que pone el énfasis en la negociación.
Probablemente la primera se corresponde con tiempos más asentados y le va
mejor la imaginería de las mansiones; y la segunda, con tiempos más
inestables y le va mejor la imaginería de los viajes. El cambio de una a
otra se manifiesta de diferentes modos. De ser miembros se pasa a buscar
conexiones aflojando los vínculos para dedicarse más a la propia búsqueda
interior; "de la producción espiritual [se pasa] al consumo
espiritual"[47]; es decir, de enviar misioneros y evangelizadores, ahora se
deja que los productores sean expertos profesionales – escritores,
artistas, terapeutas y guías espirituales – y se consume lo que se necesita
para enriquecerse uno mismo espiritualmente.

Como consecuencia de esa búsqueda interior vemos aumentar las
tiendas y librerías de cuestiones espirituales y esotéricas, dando lugar a
un verdadero shopping espiritual. Usando técnicas de marketing, los líderes
religiosos han dado lugar a una industria de la religión en la que
"editores, terapeutas, autores independientes y guías espirituales de todo
tipo han entrado en el mercado"[48].

El excesivo subjetivismo autodirigido en que acaba la
espiritualidad de búsqueda y el excesivo fixismo de la de morada lleva a
Wuthnow a proponer como alternativa una espiritualidad orientada por las
prácticas. Para él "una espiritualidad orientada hacia la práctica requiere
dar una cantidad significativa de tiempo y esfuerzo a orar, meditar,
examinar deseos profundos y enfocar la atención en un modo reverente sobre
la relación de uno con Dios"[49] y además requiere la compañía de otros,
una conversación de los individuos con su pasado y una dimensión moral.

Wuthnow sitúa la espiritualidad ignaciana entre las
espiritualidades de prácticas. Creo que esto no hace justicia a lo que
significan los Ejercicios. Así se subraya algo accidental y no siempre
positivo: no se trata de que quien hace los ejercicios se quede
'enganchado', por así decirlo, a una serie de prácticas espirituales y a un
guía espiritual[50]. El quid de los ejercicios espirituales es más bien
encontrar una misión, acogerla en libertad y en función de ella reordenar
las prácticas espirituales, pudiendo llegar a ser éstas muy austeras. Como
ejemplo de lo que significan las prácticas para Ignacio de Loyola se puede
traer una respuesta que dio a quien quería incrementar el tiempo de
oración:

"no sólo se sirve Dios del hombre cuando ora; que si así
fuere serían cortas, si fuesen las oraciones de menos de 24
horas al día, si se pudiese, pues todo hombre se debe dar cuanto
enteramente pudiere, a Dios. Pero es así que de otras cosas a
tiempos se sirve más que de la oración, y tanto que por ellas
huelga él la oración se deje, cuanto más se abrevie. Así que
conviene "orar siempre y no desfallecer" mas bien entendiéndolo,
como los santos y doctos lo entienden"[51].

Para Wuthnow la espiritualidad es una cuestión de necesidad que
le lleva a 'consumir' lo que otros ofrecen. Para Ignacio la espiritualidad
es cuestión de libertad gratuita que asume una misión a través de la cual
continuar la tarea creadora de Dios. El sociólogo se fija en lo que hace
el individuo para satisfacer sus necesidades e Ignacio se fija en la
respuesta libre del individuo a Dios. A estas diferencias nos vamos
haciendo progresivamente insensibles en nuestras condiciones sociales, que
como hemos visto tienden a encerrar a cada uno en su propio yo y en la
satisfacción de sus propias necesidades.




3.2. La pérdida de la alteridad y el aislamiento





El refugio en la interioridad se ha hecho patente en la segunda
mitad de siglo. El homo politicus ha dado paso al homo psicologicus, "la
sensibilidad política de los años sesenta ha dado paso a una sensibilidad
terapéutica", incluso los más duros de entre los líderes contestatarios
sucumbían a los encantos de la self-examination[52]. Ya en 1963 un conocido
crítico de la modernidad señalaba el yo como el refugio de quienes habían
perdido la esperanza en una sociedad secular decente. Y hacía una
pertinente reflexión sobre el alma y el yo:

"El yo es obviamente un descendiente del alma; es decir,
no es el alma. El alma puede ser responsable por ser buena o
mala, pero no es responsable por ser un alma; del yo, por otra
parte, es incierto que no sea yo por virtud de su propio
esfuerzo. El alma es parte de un orden que no se origina en el
alma; del yo es incierto que sea parte de un orden que no se
origine en el yo. Seguramente el yo tal como es comprendido por
la gente es soberano o no difiere de nada más alto que sí mismo;
aunque ya no está contento por el sentido de su soberanía sino
más bien oprimido por él, por no decir en estado de
desesperación. Uno puede decir que el yo, poniendo su confianza
en sí mismo, y por tanto en el hombre, es maldito (Jer 17, 5-
8)."[53]

No se trata de caer en dualismos maniqueos, sino de comprender
que estamos perdiendo las instancias de alteridad y habitando una realidad
que nos deja encerrados en nosotros mismos. Dejando aparte metafísicas, con
el alma nombrábamos una instancia de alteridad que al dejar de nombrar
hemos perdido. Sin diferenciarnos de nada mayor que nosotros mismos nos
hemos quedado sin guía. Otros ejemplos, aparte del alma y el yo,
sintomáticos de cómo imperceptiblemente se nos va difuminando la alteridad,
nos lo brinda nuestro lenguaje espiritual cotidiano. En lugar de las
palabras que implican alteridad, usamos otras que difuminan las referencias
a un otro fuera de nosotros mismos. Con frecuencia usamos como sinónimos
orar y reflexionar; en lugar de contemplar a Jesús para saber qué hacer,
ideamos planes; discernir y elegir, lo reducimos a analizar cómo me siento
y formular el proyecto; examinar, una operación que Ignacio en los
Ejercicios propone minuciosamente en cinco pasos[54], se puede quedar en
nuestra vida cotidiana y en la de las instituciones en evaluar objetivos;
en lugar de la misión hablamos del trabajo o la tarea; en lugar de pedir
perdón nos disculpamos. Hay un abismo entre los pares de palabras en
cuestión. Las primeras presuponen un sujeto referido a otro, descentrado de
sí mismo, y que en la actividad nombrada establece una relación con alguien
(o Alguien). La segunda parte de los pares de palabras se refiere a
operaciones que no implican alteridad, normalmente se refieren a
actividades que se originan en uno mismo, algunas de las cuales, también
acaban en uno mismo. Marko Rupnik expresa acertadamente este encerramiento
y sus desajustes concomitantes:

"Un hombre orientado hacia sí mismo de un modo tan radical
no puede aceptar los principios fundamentales cristianos de la
solidaridad y el altruismo. No puede entusiasmarse con ellos
porque se ve de nuevo superado por una exagerada preocupación
por sí mismo. Y esta no es la verdadera naturaleza del hombre,
su salud espiritual. Prueba de ello es que generaciones enteras
se están sometiendo al psicoanálisis, y las exposiciones de
arte, auténticos confesionarios de nuestra época, demuestran que
una cultura que todo el tiempo se ocupa de sí misma desemboca
inevitablemente en toda clase de enfermedades, neurosis y
desviaciones"[55].

Orientados hacia nosotros mismos perdemos la referencia exterior
y objetiva del mundo, y nos quedamos sin más referencia que nuestras
sensaciones personales. Nada nos recuerda que hemos cambiado el ser libres
por sentirnos libres. La sensación de libertad es uno de los factores que
parece caracterizar a los jóvenes que estrenan milenio. Según Elzo, "estos
jóvenes (...) se sienten, y cuando se les pregunta, se dicen libres, pero
no están libres"[56]. Además de la sensación de libertad hay también un
alto grado de autosatisfacción, "están bastante contentos con el trabajo
los que trabajan, con los estudios los que estudian, y la gran mayoría
razonablemente satisfechos con la vida en general"[57]. Tanto el sentirse
bien como la autosatisfacción no requieren condiciones objetivas, empiezan
y acaban en uno mismo.




3.3. Oración, introspección y sentimentalización de la memoria




Las condiciones de aislamiento y de desear "sentirse bien" nos
llevan a confusión en nuestras relaciones humanas y en nuestra vida
interior. En las relaciones humanas, hemos sustituido las relaciones
auténticas por una simulación del otro "el hombre se hincha y produce
artificialmente muchos efectos de lo que sería el mundo real de las
relaciones, pero de hecho no cruza el umbral de su yo".[58]

El mismo fenómeno de las relaciones lo encontramos en la vida
interior, en la que fácilmente se confunde oración con introspección.
Hannah Arendt captó cómo el hombre moderno ha ido encontrando en la
introspección una fortaleza falsa que le aísla del mundo y le evita la
relación con algo exterior a sí mismo, pues, si el pensamiento rebota sobre
sí mismo, haciendo del yo su objeto, y se convierte en introspección,

"produce claramente (mientras no se salga de la
racionalidad) una semblanza de poder ilimitado, por el mismo
acto de aislamiento del mundo; al cesar de estar interesado en
el mundo también levanta un bastión frente al objeto
'interesante': el yo íntimo. En el aislamiento logrado por
introspección el pensamiento se vuelve ilimitado, porque nada
del mundo exterior se entromete; porque ya no existe ninguna
exigencia de acción, cuyas consecuencias imponen límites incluso
a los espíritus más libres"[59].

La oración es relación con Alguien. La introspección gira sobre
uno mismo. Sin embargo, con frecuencia, salimos de ambas "sintiéndonos
fortalecidos", 'sintiéndonos bien'. Si sólo medimos por la sensación, no
podemos discernir. Algo que podría romper el hechizo de la introspección e
introducir datos de realidad podría ser la memoria, trayendo al ahora
realidad pasada. Pero también el hombre moderno ha encontrado un modo de
neutralizarla:

"Rousseau es el gran ejemplo de la manía de introspección,
porque tuvo éxito incluso en conseguir lo mejor de la memoria
(...) Sentimentalizando la memoria, eliminó los contornos del
acontecimiento recordado. Lo que quedaba eran los sentimientos
experimentados en el curso de esos acontecimientos –en otras
palabras, una vez más, nada sino reflexiones dentro de la psiché
(...) el presente mismo es instantáneamente convertido en un
pasado 'sentimental'"[60].

El precio que se paga por este bienestar es el de la verdad,
pues sin realidad compartida con otros seres humanos, la verdad pierde todo
significado. La introspección engendra mendacidad, pierde la referencia de
otros y la de la misma realidad. Así se abre una brecha entre la
omnipotencia en el aislamiento introspectivo y la impotencia cuando se
pretende actuar en la arena del desierto en que vivimos. Cuando la acción
no es posible, el activismo inoperante es el consuelo que hace "sentirse
útil". El activismo de individuos aislados, impotente para cambiar el
mundo, encuentra un correlato en la aparente omnipotencia de la
introspección.




3.4. La antropología ignaciana de la interioridad





Ignacio tiene una antropología de la interioridad, del "sentir y
gustar de las cosas internamente"[61]. Pero a él, que tanta importancia dio
al sentir interior en sus reglas de discernimiento, le es completamente
ajena una espiritualidad introspectiva o sentimental. Es una espiritualidad
realista, que se confronta con la realidad, no la inventa. La interioridad
que concibe Ignacio – quizá porque en algún momento de su vida manresana
tuvo estas tentaciones - no es una interioridad de ver-se, sino una
interioridad alterada, habitada y constituida por una relación con Alguien.


Ignacio distingue tres pensamientos que pueden alterarnos, "uno
propio mío, el cual sale de mi mera libertad y querer, y los otros dos que
vienen de fuera: el uno que viene del buen espíritu y el otro del
malo"[62]. Esto implica una antropología con alteridad, una persona
alterada y afectada por Otro. El hombre de los Ejercicios se experimenta a
sí mismo constitutivamente alterado por Otro: "el hombre es creado"[63] y
llamado, busca vivir en sintonía con la creación, dejándose conducir sólo
por un amor que "descienda de arriba"[64].

La interioridad no se regodea en sí misma sino que se constituye
en una relación en la que el Creador y Señor se comunica al alma humana
"abrazándola" y "disponiéndola", sacándola de sí, "alzándola toda a su
divino amor"[65]. Una relación creador-creatura en la que es deseable que
no haya interferencias, para que se "deje inmediate obrar al creador con la
creatura y a la criatura con el criador"[66], una relación de comunicación
e intercambio de lo que se tiene y es, intercambio de amor[67].

La relación con Dios constituye al sujeto ignaciano. Dios es el
origen. El hombre se define desde Dios, no al contrario. La relacionalidad,
la interioridad y la alteridad encuentran su cumplimiento fuera de uno
mismo, pues "tanto se aprovechará [cada uno] en todas las cosas
espirituales, cuanto saliere de su propio amor, querer e interese"[68].




4. "EL HOMBRE" QUE ESTRENA MILENIO Y NOSOTROS: ¿QUÉ PODEMOS HACER?





He hablado de "el hombre" que estrena milenio tal como se
presenta a nuestra observación, ayudándome con la interpretación de las
ciencias sociales y humanas. Estas ciencias ayudan a conocer rasgos comunes
presentes en muchos de nuestros contemporáneos, sometidos a las mismas
condiciones de vida. Pero no están en estas ciencias las profecías que
hemos de escuchar. Estas "profecías" nos dicen dónde vamos si nos dejamos
arrastrar por la inercia que nos lleva, pero no podrán prever la
creatividad de la libertad humana, pues ignoran la capacidad humana para la
acción, para tomar una iniciativa y comenzar algo nuevo. ¿Quién previó en
1980 que antes del final de la década se rompería la política de bloques y
caería el muro de Berlín? En la historia humana sucede lo impresivisible.
Es humano esperar lo imprevisible.

Es cierto que "el hombre" que estrena milenio, en las
condiciones sociales, políticas, y psicológicas en que vive, no es el
sujeto ideal para la experiencia espiritual cristiana ni para la
espiritualidad ignaciana ¿Pero era más apto para la experiencia espiritual
el hombre del renacimiento buscador de fama, poder y de gloria? ¿Eran más
aptos los paganos supersticiosos del imperio romano de tiempos de Pablo de
Tarso? Las ciencias humanas nos hablan de generalizaciones, nos hablan de
"el hombre" en abstracto o producto de una generalización, pero a nosotros
nos interesan los hombres y mujeres en singular y plural más que en
abstracto. "El hombre" del siglo I no era como Jesús de Nazaret ni como
Pablo de Tarso, "el hombre" del siglo XIII tampoco era como Francisco de
Asís ni el del XVI como Ignacio de Loyola o como Teresa de Jesús. Sin
embargo, ninguno de estos ejemplos han dejado el mundo, ni la
espiritualidad, ni la relación con Dios, como eran habitualmente vividas
por "el hombre" de su época; todos ellos miraron al Jesús del evangelio, se
dejaron mover por el Espíritu, se unieron con otros y actuaron creando
mundo común. Así han aportado algo al mundo algo que era imprevisible y que
no se podría deducir a priori a partir de "el hombre" de su tiempo.

Puede que nuestras condiciones sean adversas. Navegamos con
vientos contrarios y a veces nos fatigamos remando, pero no hemos de
suspirar por las condiciones ideales, y menos aún esperar a que se
produzcan para actuar, pues "nuestra espiritualidad no requiere condiciones
ideales porque asume la condición humana en todas las cosas con su
Señor"[69].

Al pensar qué hacer, no hemos de buscar convertir y cambiar a
"el hombre" que estrena milenio en el modelo de cristiano que tenemos.
Tanto ese hombre como nuestro modelo ideal de cristiano son abstractos.
Sería poner el objetivo apostólico en algo irrealizable, que seguramente
generaría mucha actividad infecunda, y nos alejaría de vivir nuestra fe
concreta testimoniando la vida de Cristo en comunión con personas concretas
y ante personas concretas. Con ello "el enemigo de natura humana" se goza,
pues inutiliza sacándonos del mundo para planificar lo que habría que
hacer, mientras posponemos la vida con Cristo en el mundo. Lo
verdaderamente importante no es lo que le pasa a esa abstracción manejable
que llamamos "el hombre", en el reino de las discusiones verbales, sino lo
imprevisible que sucede a los hombres y mujeres concretos que viven en el
mundo. Es a ellos y ellas a quienes mueve el Espíritu, de quien nadie sabe
de dónde viene ni a dónde va. Y es la actuación concreta y cotidiana en el
mundo de los movidos por el Espíritu lo que cambia a "el hombre" y forma el
hombre nuevo.

La primera semana de los Ejercicios es importante para conocer
lo que hay que aborrecer y evitar, y para tomar fuerzas del perdón que abre
a nuevas posibilidades. Pero lo positivo no se elige en la primera semana
como reacción al pecado que hemos descubierto, sino en la segunda, desde la
contemplación de los misterios de la vida de Cristo. Análogamente, sabemos
qué no debemos hacer, pero lo que debemos hacer no se deduce de lo que no
debemos como su contrario. Para saber qué hacer en positivo sólo sabemos
dónde mirar, a quién contemplar: al Jesús del evangelio.

Sabemos de dónde no saldrán testigos, ni mártires, ni vocaciones
que impliquen exigencias fuertes:

De una espiritualidad sin Jesucristo, ni Iglesia.

De la espiritualidad de "sentirse bien", de la autosatisfacción y de
la satisfacción de necesidades individuales, de una espiritualidad de
consumo para clases medias que nos deje cálidamente en nuestros
pequeños grupos intimistas de familia y amigos.

De las comunidades instrumentales y sentimentales. De donde un yo es
el centro que instrumentaliza todo de acuerdo a sus fines o
sentimientos individuales. Así no se crea mundo sino desierto. Así
Narciso consume el agua del estanque en que se mira y cada vez se
angustia más porque le queda menos.

Del activismo, del reality show apostólico, de la introspección, de
los proyectos o buceos en el yo anclados en uno mismo, del shopping
espiritual...

En cuanto a qué hacer positivamente, no hay recetas. Se trata
de que los hombres y mujeres, como somos, miremos al Jesús del evangelio,
nos pongamos a la escucha del Espíritu, nos dejemos mover y transformar por
Él, nos unamos con Él y entre nosotros por medio de promesas y actuemos. No
obstante, sí se pueden enunciar algunas guías sin ocupar el lugar del
Espíritu:

Buscar vivir la vida como vocación y misión, ligados a alguien mayor
que nosotros, haciendo de la vida un encuentro.

Vincularnos con Dios y con otros a través de promesas para actuar
apostólicamente en concierto y públicamente, dando testimonio de
alguien mayor que nosotros.

Buscar las fuerzas del Espíritu para cambiar la carne,
relativizándonos a nosotros mismos, en lugar de intentar cambiar al
Espíritu con las fuerzas de la carne.

Ahora que la imagen de Jesús se difumina reduciéndose a un vago
sentimiento de bienestar, ahora menos que nunca se puede dar por
supuesta la centralidad de Cristo en la vida del cristiano. Es
necesario testimoniar que Cristo sigue siendo el molde de la creación
donde descubrimos quiénes somos, donde miramos para quedar curados, la
referencia inexcusable de nuestra elección. Es sólo por Él por quien
queremos vivir habitados y sólo por su Espíritu por quien queremos ser
conducidos.

Tampoco podemos dar por supuesto el amor a la Iglesia. Es en ella, el
cuerpo de Cristo, donde recibimos su Espíritu y es a ella a donde el
Espíritu nos lleva. Ella es el cauce único de nuestra conversación,
nuestro mundo común, que enriquece el mundo y acoge la diversidad a
que conduce el Espíritu de Cristo.

Y, sobre todo, algo muy elemental y antiguo: creer, amar y esperar en
El Padre, el Hijo y el Espíritu. Nuestro Dios actúa.




El optimismo o el pesimismo acerca del hombre que estrena
milenio y del futuro de la fe en Jesucristo son simples estados de ánimo
que poco dicen acerca del objeto de que se trata. Los cristianos que
estrenamos milenio, como los discípulos en el lago, nos fatigaremos remando
en el nuevo siglo pues el viento nos es contrario (Mc 6, 48), quizá el
espíritu del mundo siempre lo fue, pero lo definitivo es si en la tempestad
mantenemos o no la esperanza en el Señor, que seguirá presente y suscitando
hombres y mujeres, que nos ayuden a participar en la humanidad nueva
inaugurada en Jesucristo.

























Juan A. Guerrero Alves, sj

Enero de 2000
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[1] Un ejemplo reciente y breve de presentación de "el hombre" que estrena
milenio con extrapolaciones de las tendencias actuales se puede encontrar
en Vicente Verdú, "21 pistas: cómo entrar en el siglo XXI", en: El país, 2
de enero del 2000. Para otro ejemplo, más extenso, sobre el cristianismo
del próximo milenio: Robert Wuthnow, Christianity in the 21st century,
reflections on the challenges ahead, Oxford University Press, New York,
1993.
[2] Javier Elzo, Francisco Andrés Orizo, Juan González Anleo, Pedro
González Blasco, Mª Teresa Laespada y Leire Salazar, Juventud 99, SM,
Madrid, 1999.
[3] Ibid., p. 10. Cf. tb. p. 39.
[4] Cf. Ibid., pp. 41. 44. 46.
[5] Ibid., p. 337.
[6] Ibid., p. 432, Cf. tb. pp. 125. 202-245. 313. 330.
[7] Robert Wuthnow, Actos de compasión: cuidar de los demás y ayudarnos a
nosotros mismos, Alianza, Madrid, 1996, p.117.
[8] Cf. Robert Wuthnow, After heaven, spirituality in America since the
1950s, University of California Press, Berkeley - Los Angeles - London,
1998, p. 2.
[9] Cf. Id., Christianity... o.c. pp. 52-53.
[10] Cf. Ibid., pp. 214-215.
[11] Ibid, p. 94. 54. 191
[12] El mismo Wuthnow en otra obra estudia la evolución de los últimos
cincuenta años en las comunidades y en las instituciones americanas, con un
especial énfasis en las religiosas y de voluntariado. El subrayado está,
como indica el título del libro en que las comunidades han ido formándose
con vínculos más débiles y las instituciones se han ido haciendo más
porosas. Cf. Id., Loose connections, joining together in América's
fragmented communities, Harvard University Press, Cambridge Massachussetts
– London England, 1998.
[13] Id., Christianity..., o.c., p. 189.
[14] En los tipos de comunidades que propongo sigo a Michael J. Sandel,
Liberalism and the limits of Justice, Cambridge University Press, New York,
21998, pp. 148 y ss.
[15] Ejercicios Espirituales [5]. En adelante EE.
[16] Constituciones [101].
[17] Constituciones [102].
[18] EE [18]
[19] Directorio autógrafo, [13].
[20] Carta a Teresa Rejadell, Junio de 1536, MHSI, Epp I, p. 105.
[21] Hugo Rahner, Ignatius the theologian, Cassel publishers, London, 1990
(1ª ed. alemana 1964), Cf. también del mismo autor, Ignacio de Loyola y su
histórica formación espiritual. Sal Terrae. Santander, 1955.
[22] Elzo y otros, Juventud 99, o.c., p. 433.
[23] Cf. Kennet J. Gergen, El yo saturado, dilemas de la identidad en el
mundo contemporáneo, Paidós, Barcelona, 1992 (1ª ed inglés, 1991), pp. 42 y
ss.
[24] Esta es la visión de Peter Berger, Brigitte Berger and Hansfried
Kellner, Un mundo sin hogar: modernización y conciencia, Sal Terrae,
Santander, 1979 (1ª ed. inglés, 1973) y de John Rawls, Teoría de la
Justicia, F.C.E., México, 1978 (1ª ed. inglés, 1971).
[25] Cf. Michael J. Sandel, o.c. y Charles Taylor, Las fuentes del yo,
Paidós, Barcelona, 1996 (1ª ed. inglés, 1989).
[26] Gergen intenta buscar lo positivo de este modelo. Cf. o.c. pp. 284 y
ss.
[27] Giles Lipovetsky, La Era del vacío: Ensayos sobre el Individualismo
Contemporáneo, Anagrama, Barcelona, 41990, p. 58 (cursivas mías) (Ed.
francés, 1983).
[28] Cf. Williams Kilpatrick, Identity and Intimacy, Delta, New York, 1975.
[29] Cristopher Lasch, The minimal self, psychic survival in troubled
times, Norton, New York – London, 1984, p. 32.
[30] Louis Dumont, Ensayos sobre el individualismo, una perspectiva
antropológica sobre la ideología moderna, Alianza, Madrid, 1987 (1ª ed.
francés 1983), p. 65.
[31] Cf. Marc Augé, Los "no lugares". Espacios del anonimato. Una
antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 1994, p. 83.
[32] Para hablar del desierto y de los oasis me inspiro en: Hannah Arendt,
Qu'est-ce que la Politique?, Seuil, Paris, 1995, pp. 136-139. Estas páginas
no se publicaron en la traducción española de este libro.
[33] Las ideas de mundo común, acción, y vinculación por promesas, están
inspiradas muy libremente en la teoría política de Hannah Arendt, La
condición humana, Paidós, Barcelona, 1993; Id., ¿Qué es política?, Paidós,
Barcelona, 1997; Id., On revolution, Penguin, New York, 1990 (hay
traducción española en Alianza).
[34] El pueblo de Dios era masa ('plebs'), y la alianza le hace pueblo
('populus'). Cf. Lumen Gentium n. 9.
[35] EE [135].
[36] Cf. EE [63].
[37] Cf. Constituciones [53.61.101].
[38] Autobiografía [29].
[39] Cf. EE [95].
[40] Cf. EE [102].
[41] Cf. Constituciones [603].
[42] Constituciones [304].
[43] Cf. EE [189].
[44] EE [230 y ss].
[45] Wuthnow, Christianity, o.c., p. 192. Aparte del clásico libro sobre
modernización ya citado en la nota 24, de Peter Berger y otros, también
puede verse: Pietro Barcellona, Postmodernidad y comunidad, el regreso de
la vinculación social, Trotta, Madrid, 1992 (1ª ed. italiana 1990). Este
autor hace observaciones pertinentes sobre cómo las condiciones de trabajo
concomitantes a los procesos recientes de modernización han alterado
nuestros modos de relacionarnos y vincularnos.
[46] Cf. Wuthnow, Christianity, o.c., pp. 196- 202.
[47] Id., After Heaven, o.c., p. 7.
[48] Ibid., p. 12.
[49] Ibid., p. 178.
[50] Cf., Ibid., pp. 170-178.
[51] MI Epp. 12, p. 652.
[52] Lipovetsky, o.c., p. 51, 53.
[53] Leo Strauss, "Perspectives in the good society", en: Jewish Philosophy
and the crisis of the modernity. Essays and lectures in modern Jewish
thought, State University of New York Press, New York, 1997, p. 432.
[54] EE [43].
[55] Marko Ivan Rupnik, De la experiencia a la sabiduría, profecía de la
vida religiosa, PPC, Madrid, 1999, p. 31.
[56] Elzo y otros, Juventud 99, o.c., p. 432.
[57] Id., p. 433.
[58] Rupnik, o.c., 39-40.
[59] Hannah Arendt, Rahel Varnhagen: The life of a Jewish Woman, Harcourt
Brace, San Diego, New York, London, 1974, p. 10.
[60] Ibid., p. 11.
[61] EE [2].
[62] EE [32].
[63] EE [23].
[64] EE [338].
[65] Carta a Teresa Rejadell, junio de 1536, MHSI, Epp I, p. 105.
[66] EE [15].
[67] Cf. EE [231].
[68] EE [169], Cf. tb. Constituciones [103].
[69] Peter Hans Kolvenbach, Alocución sobre el estado de la Compañía a la
Congregación de Procuradores LXVIII, Roma 1999.
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