La espina en el crisantemo: salud mental infanto-juvenil en Chile
Descripción
La espina en el crisantemo: salud mental infanto-‐juvenil en Chile Álvaro Jiménez Molina Psicólogo, Doctorante en Sociología (Universidad de París 5). Investigador joven de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. Marianella Abarzúa Psicóloga, Doctorante en Psicoterapia (PUC/U. Chile/U. de Heidelberg). Académica del Departamento de Psicología de la Universidad de Chile. Miembro de Tavistock/University of East London -‐ Latin American Adolescent Mental Health Network.
[Columna originalmente publicada en tres partes en Ciper Chile www.ciperchile.cl]
1. Epidemiología Chile tiene una deuda pendiente con la salud mental. La alta prevalencia, significación social y costo económico de los trastornos mentales contrasta con la escasez de políticas públicas específicas, un presupuesto aún reducido y la ausencia de un marco legal regulatorio. Dicha situación es aún más crítica respecto de la salud mental de niños y adolescentes chilenos. Durante las últimas décadas se ha producido un aumento significativo de los trastornos mentales en niños, adolescentes y jóvenes. La prevalencia de trastornos mentales y del comportamiento en niños y adolescentes se sitúa alrededor del 20% de la población mundial; es decir, uno de cada cinco niños o adolescentes sufren un tipo de trastorno mental en el mundo. Esto transforma a los trastornos mentales en una de las principales causas de morbilidad y discapacidad en este grupo de edad. ¿Se trata de una “epidemia” del siglo XXI? La “transición epidemiológica” de las sociedades contemporáneas ha hecho de los trastornos mentales una nueva prioridad en salud pública. Dichos trastornos no sólo repercuten sobre la calidad de vida cotidiana y dificultan los aprendizajes escolares, sino que también interfieren con el desarrollo y comprometen el devenir de los niños. Una proporción no menor de niños y adolescentes chilenos sufren trastornos mentales. El año 2012 se conocieron los resultados del primer estudio de epidemiología psiquiátrica en niños y adolescentes chilenos. Dicho estudio muestra una prevalencia general de trastornos mentales de 22,5% (19,3% para los hombres, 25,8% para las mujeres), siendo los trastornos del comportamiento disruptivo y los trastornos ansiosos los problemas más comunes. Ahora bien, la tasa de prevalencia es más elevada en niños entre 4-‐11 años (27,8%), en comparación a los adolescentes entre 12-‐18 años (16,5%). Para la ciudad de Santiago, el mismo estudio mostró una prevalencia de trastornos psiquiátricos de 25,4% (20,7% para los hombres y 30,3% para las mujeres).
Prevalencia de trastornos psiquiátricos (DSM-‐IV) en el úlHmo año incluyendo discapacidad en población infanto-‐juvenil en Chile Esquizofrenia
0,1
Trastornos de la alimentación
0,2
Trastorno de abuso de Trastornos afecqvos Trastornos ansiosos Trastornos del comportamiento
1,2 5,1 8,3 14,6
Fuente: Vicente et al. (2012) "Prevalence of child and adolescent mental disorders in Chile: a community epidemiological study". Journal of Child Psychology and Psychiatry, 53(10): 1026-‐1035.
* Nota: trastorno del comportamiento disruptivo (trastorno de conducta, trastorno oposicionista, trastorno de déficit atencional con hiperactividad); trastornos ansiosos (fobia social, trastornos de ansiedad generalizada, trastorno de ansiedad por separación); trastornos afectivos (depresión mayor, distimia); trastorno de abuso de sustancias (abuso de alcohol, cannabis, nicotina); trastorno de la alimentación (anorexia, bulimia). Los porcentajes incluyen algunos trastornos que se superponen entre sí (comorbilidad).
¿Qué conclusión podemos sacar de estas cifras? En primer lugar, que los trastornos mentales de niños y adolescentes, el consumo de alcohol y drogas, así como la tasa de suicidios en adolescentes, tienden a presentar cifras más elevadas en Chile que en otros países de América Latina o el mundo. Por cierto, si bien los estudios epidemiológicos en salud mental son de suma importancia para la elaboración de políticas (aunque lamentablemente son muy escasos en Chile), este tipo de estudios también presenta una serie de limitaciones: la patología mental es un constructo difícil de operacionalizar, y los instrumentos de clasificación a menudo utilizan categorías (por ejemplo, los criterios del DSM) que hablan más de propiedades estadísticas que de la vivencia subjetiva de los individuos. De ahí que sea necesario tener presente una dificultad conceptual y metodológica inherente a este tipo de estudios: existe el riesgo constante de confundir mapa con territorio, pasando por alto el hecho de que un enfermo no es una enfermedad. De hecho, la noción misma de “enfermedad mental” no es evidente de suyo. Basta con recordar que la homosexualidad fue considerada hasta hace poco un trastorno psiquiátrico, pero ningún homosexual se consideraría a sí mismo enfermo. Asimismo, en este tipo de estudios es difícil determinar si un sujeto es un verdadero “caso clínico” o se rata del sobrediagnóstico de trastornos mentales leves. De ahí que los valores de prevalencia e incidencia de los tratornos mentales deban ser interpretados con prudencia, sobre todo si ellos conducen a planificar acciones en salud pública. En segundo lugar, estas cifras nos permiten observar que los trastornos de salud mental no dependen exclusivamente de los avatares de la biografía individual y familiar, sino que se asocian estrechamente a variables económicas, sociales y demográficas. De hecho, los resultados epidemiológicos reflejan las injusticias que atraviesan nuestro país, un contexto social atravesado por un conjunto de
vulnerabilidades superpuestas: los niños de estatus socioeconómico bajo manifiestan con mayor frecuencia problemas de salud mental. Es un hecho que mayores niveles de desigualdad se traducen en una mayor prevalencia de trastornos mentales. La salud de los niños depende de las condiciones socioeconómicas en las cuales nacen, crecen y viven. Y no es novedad que los niños y adolescentes presentan mayores proporciones de pobreza e indigencia que la población joven o adulta. Esto obliga a desarrollar un métodos epidemiológicos capaces de comprender la dinámica de oportunidades de vida de los individuos y sus trayectorias de vida. En tercer lugar, los trastornos mentales (depresión, trastornos ansiosos, hiperactividad, etc.) y los suicidios no son sólo enfermedades a curar o problemas a prevenir, sino que se trata de objetos que interrogan sobre el carácter mismo de lo normal y “lo patológico”, pero también sobre nuestros modos de vida y representaciones colectivas: un trastorno mental no es sólo una cuestión médica, sino una cuestión social y política que concierne a distintas instituciones (familia, escuela, empresa, etc.) y que habla de las transformaciones culturales, de los procesos de socialización y de la composición de la estructura social. En salud mental, la definición misma de los síntomas no proviene sólo del dominio de la enfermedad, sino de la vida social en general: son la expresión de una dificultad asociada a la socialización y a los criterios de funcionamiento social. Dicho de otro modo, un trastorno mental no es sólo un fenómeno biológico, es también un hecho social, es decir, un hecho de relación. De ahí que la interpretación de las causas, manifestaciones y consecuencias de los trastornos mentales (es decir, el modelo etiológico y explicativo) se sostiene en una cierta representación de la relación del individuo a la sociedad que pone en juego referencias culturales, discursos y demandas sociales cotidianas, exigencias y expectativas ligadas al entorno, inserciones sociales y relaciones familiares. ¿Los trastornos mentales de niños y adolescentes son el precio que pagamos por las demandas y exigencias crecientes que recaen hoy en los más jóvenes (autonomía, libertad, elección, responsabilidad)? Como sea, el trastorno mental objetiva una relación conflictiva –o al menos ambivalente-‐ a lo social. Se trata de un problema en gran parte normativo. Consideremos un ejemplo. Pensemos en el “trastorno de déficit atencional con hiperactividad” (TDAH), un diagnóstico cada vez más común hoy en día y que es parte de la multiplicación de designaciones ligadas al comportamiento infantil y adolescente (oposicionismo, hiperactividad, desviación, etc.). Lo que allí se pone en juego es finalmente la evaluación de las capacidades del niño para responder y manejar las demandas escolares, familiares… sociales; es decir, se trata de comportamientos problemáticos que contravienen valores cardinales en distintos espacios institucionales. ¿Se trata entonces de un verdadero “trastorno” cuya prevalencia es cada vez mayor en nuestra sociedad o de la psiquiatrización (y medicalización) de conductas que causan incomodidad dentro de una institución escolar poco flexible y adaptada a los niños de hoy? Difícil dar una respuesta, pero considere el siguiente antecedente: en E.E.U.U. un 9% de niños en edad escolar han sido diagnosticados con TDAH
y reciben tratamiento farmacológico (psicoestimulantes como Ritalin o Adderall), mientras que en Francia sólo un 0,5% de los niños ha recibido este diagnóstico (el estudio chileno arroja un 10,3% de prevalencia para niños en población general). ¿A qué se debe esta gran diferencia? ¿Se trata de distintos procesos de socialización? ¿Se debe a distintos criterios de clasificación? Probablemente una mixtura de variables: en E.E.U.U. existe cierta tendencia a patologizar comportamientos (buen negocio para la industria farmacéutica) que en Francia son considerados respuestas normales frente a un determinado contexto. Si bien los datos de epidemiología psiquiátrica deben ser evaluados con prudencia, no cabe duda que en Chile los trastornos mentales en niños y adolescentes son un verdadero problema que no sólo debe ser parte de una agenda prioritaria en salud pública, sino que también debe ser objeto de debate social al interpelar nuestras formas de “hacer sociedad”. 2. Políticas e instituciones ¿Por qué hacer de la infancia y la adolescencia una cuestión social de primera importancia? ¿Por qué promover y potenciar el desarrollo de evaluaciones y programas de intervención en salud mental en tal momento de la vida? Hay al menos cuatro razones. En primer lugar, una razón demográfica: la transición de la sociedad chilena actual (disminución de la tasa de natalidad y envejecimiento de la población) producirá que las futuras cohortes de jóvenes sean – y permanezcan-‐ modestas; por lo tanto, los jóvenes de hoy deberán aportar su soporte a una población envejecida cada vez más numerosa. En segundo lugar, una razón epidemiológica: por un lado, existen trastornos mentales específicos que se presentan en el curso del desarrollo de niños y adolescentes; por otro lado, más del 50% de los trastornos mentales de los adultos comienzan en la adolescencia. Hay un alto grado de continuidad entre los trastornos psiquiátricos de los niños, adolescentes y adultos. Además, tasas más altas de trastornos mentales se asocian a desventajas en la niñez, incluyendo las dificultades y trastornos mentales de los padres. En tercer lugar, una razón económica: los trastornos mentales en la infancia y la adolescencia afectan los resultados educativos, comprometen la salud futura y el desempeño en el mundo del trabajo, resultando muy costosos para las sociedades ya sea en términos de costos directos (utilización de los servicios de salud) o indirectos (pérdida de productividad potencial o de capital humano). En cuarto lugar, una razón de derecho: el artículo 24 de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, ratificado por Chile en 1990, indica que los Estados partes reconocen el derecho a disfrutar el más alto nivel posible de salud. ¿Está Chile haciendo todos los esfuerzos para garantizar este derecho? Diversos diagnósticos indican que lamentablemente el Estado chileno cumple parcialmente convenciones internacionales suscritas.
Si bien los niños y adolescentes son considerados como una población vulnerable en diferentes planos (psíquico, escolar, social), ellos han sido históricamente postergados por el sistema de salud. De hecho, tal como ha señalado la OMS, existe una escasez de programas especializados en la salud mental de niños y adolescentes, sobre todo en los países de ingresos bajos y medios. Hoy existe una significativa brecha entre la oferta existente en salud pública destinada a salud mental y las necesidades y demanda de la población, brecha que parece ser aún mayor en el caso de la salud mental infanto-‐juvenil. La creciente privatización y el inadecuado financiamiento de los servicios de salud no ha hecho sino agravar esta situación. En Chile, sólo un 41,6% de los niños y adolescentes que sufren un trastorno psiquiátrico asociado a discapacidad social ha consultado en un servicio de salud en el último año. Además, el porcentaje de esta población tratada en los centros de salud mental es muy bajo. De hecho, se estima que alrededor de 1.126.404 niños y adolescentes que necesitan atención en salud mental no la reciben. Esto contribuye a profundizar las desigualdades en niños y adolescentes. La mayor parte de los niños y adolescentes con problemas de salud mental no reciben un tratamiento adecuado o, simplemente, no reciben ningún tipo de tratamiento. Esto se debe a múltiples razones: por un lado, la atención en salud mental representa una alta carga financiera para las personas y familias; por otro lado, el sistema de salud mental no está respondiendo a las necesidades específicas de los niños y adolescentes; además, los adolescentes muchas veces evitan los servicios profesionales porque su proceso de búsqueda de ayuda se inscribe en una matriz de sentido distinta a lo ofrecido por el sistema institucional. En un informe de evaluación del sistema de salud mental chileno, la OMS señaló la necesidad de formular una Política Nacional de Salud Mental Infanto-‐Juvenil, dada la escasez de dispositivos específicos de intervención. Las actuales políticas de salud no han sabido responder a una problemática que implica una alta carga epidemiológica para nuestro país, y la atención brindada por las instituciones es altamente insuficiente en términos de cobertura de servicios. En Chile se observa una ausencia de planes y estrategias específicas para atender las necesidades de niños y adolescentes reconocidos como grupos vulnerables. Y si bien hemos contado con una historia de políticas públicas y programas de intervención en salud mental infanto-‐juvenil, podemos afirmar que sus orientaciones no necesariamente recogen las dinámicas transformaciones de los problemas de salud mental en esta población. Chile elaboró un Plan Nacional de Salud Mental para el periodo 2000–2010, documento que sistematizó las acciones en el sector y estableció prioridades programáticas para la intervención en salud mental en nuestro país. Cinco de las siete prioridades incorporaban la atención de niños y adolescentes: el maltrato infantil y los trastornos hipercinéticos y de la atención han sido los focos para la población infantil; los trastornos asociados al consumo de alcohol y drogas, depresión y esquizofrenia han sido los facos para la adolescencia. Indudablemente este Plan fue una mejora respecto a la situación anterior, sobre todo en relación al incremento de presupuesto y cobertura en la atención de salud mental. Pero el
cumplimiento de las metas comprometidas con el bienestar de la población quedó en deuda, particularmente con los niños y adolescentes. En 2005, en el contexto de la implementación de la ley de Garantías Explícitas en Salud (GES), otros problemas de salud mental infanto-‐juvenil fueron incorporados como prioridad de las políticas públicas de salud: el tratamiento del primer episodio de esquizofrenia (2005), el tratamiento integral de las personas de 15 años y más con depresión (2006), el tratamiento del consumo perjudicial y dependencia de alcohol y drogas en menores de 20 años (2007) y el tratamiento del trastorno bipolar en mayores de 15 años (2012). ¿El motivo de esta inclusión? Probablemente los mismos de toda patología AUGE: carga epidemiológica, impacto social y sanitario, percepción social y gasto financiero por tratamiento. Si bien debemos reconocer el valor positivo de estas iniciativas, se trata de programas de tratamiento sin un claro marco institucional articulador: Chile aún no cuenta con un Plan o Política Nacional de Salud Mental para niños y adolescentes. Sin un claro marco regulador, es difícil asegurar que las diversas políticas públicas de salud mental estén vinculadas a las reales necesidades de niños y adolescentes. Todo esto debería movilizarnos hacia un rediseño de las políticas e instituciones de salud y protección social. Ello no se puede realizar exclusivamente desde el ámbito sanitario. En primer lugar, por la especificidad del problema: en salud mental, más que en ninguna otra área de la salud, lo sanitario y lo social se encuentran imbricados a tal punto que las fronteras entre lo social y lo psíquico se vuelven difusas. En segundo lugar, por la espeficifidad de la infancia y adolescencia: uno de los rasgos de la nueva estructura social del riesgo es que las diversas formas de vulnerabilidad social tienden a concentrarse en los grupos más jóvenes. Por tanto, hoy debemos replantear nuestras preguntas: no se trata de crear un Estado social más grande o más pequeño, tampoco del dilema de mayor ahorro o gasto social en una época de dificultades económicas. El problema hoy es redefinir prioridades sanitarias y sociales en función de la costo-‐efectividad considerada en el largo plazo, y diseñar programas aplicando el conocimiento y las experiencias disponibles. Las intervenciones tempranas (es decir, durante la infancia y la adolescencia) podrían prevenir o reducir la probabilidad de desarrollar problemas de salud mental en el largo plazo. La inversión precoz en niños y adolescentes desfavorecidos puede disminuir la carga de trastornos mentales sobre el individuo y la familia así como el gasto en los sistemas de salud. Sin embargo, hoy los sistemas de protección social gastan cada vez más en los adultos mayores y el actual debate sobre la desigualdad no ha tomado en serio el problema de la inversión efectiva en la infancia y adolescencia. Hoy simplemente estamos llegando demasiado tarde. Invertir en la infancia y adolescencia constituye un gasto social eficiente puesto que (1) se trata de un momento crítico y sensible para la adquisición de capacidades para la acción (“capabilities”) y (2) de un momento decisivo en la reproducción de desigualdades sociales. La promoción de intervenciones sobre las experiencias tempranas ha demostrado ser una herramienta eficiente para la prevención al largo plazo y la acción sobre las desigualdades socioeconómicas persistentes, además de maximizar lo invertido no sólo en términos sanitarios, sino también de resultados educacionales y económicos. La renovación de la cuestión de la igualdad implica concentrar la lucha contra las desigualdades en la
dotación de capacidades para lo largo de la vida. Y esto exige un nuevo contrato generacional, que asegure equidad inter-‐generacional al mismo tiempo que justicia intra-‐generacional. Necesitamos, entonces, una reorientación mayor de las políticas sociales y de desarrollo humano. Hoy el desafío es cómo combinar protección social a lo largo de la vida con políticas dirigidas a la infancia y adolescencia. Es lo que los países escandinavos han llamado « Welfare as social investment » (la protección como inversión social). Se trata de invertir en el potencial de los niños de hoy para asegurar el Estado social de mañana. Y, en esa discusión, la salud mental es y será un área fundamental. 3. Propuestas La salud mental de los niños y adolescentes debería ser hoy una prioridad de salud pública. Pero no lo es. Luego de haber realizado una breve presentación de aspectos epidemiológicos y político-‐ institucionales, debemos hacernos la pregunta acerca de las medidas necesarias para dar a la salud mental infanto-‐juvenil la importancia que merece. Hoy hay consenso en la necesidad de reservar a la infancia y la adolescencia un tratamiento y modalidades de respuesta específicas a las transformaciones físicas, psicológicas y sociales que las caracterizan. Esto obliga a reconfigurar la lógica de los sistemas de acción de los servicios de salud, pero también a construir un marco regulatorio adecuado. En esta columna expondremos algunas medidas fundamentales para avanzar hacia una nueva política de salud mental infanto-‐juvenil en Chile. Entonces… ¿qué hacer? (1) Crear una Ley de Salud Mental y Psiquiatría. En Chile, el estigma hacia las personas con enfermedades y discapacidades mentales es una cuestión cotidiana (discriminación en la escuela, en el trabajo, etc.). Chile es uno de los pocos países del mundo que no cuenta con una legislación que proteja los derechos de las personas con enfermedad o discapacidad mental y que favorezca su integración social. Si bien en el año 2001 entró en vigencia un nuevo reglamento que resguarda algunos derechos durante la hospitalización en servicios de psiquiatría, conformándose además comisiones de protección de las personas con enfermedad mental, el reglamento no responde en plenitud a los estándares de la legislación internacional. Por otro lado, una ley de salud mental garantizaría sustentabilidad financiera a las políticas y programas del sector. (2) Desarrollar un Plan Nacional de Salud Mental Infanto Juvenil. El Plan Nacional de Salud Mental 2011-‐2020 aún no ha sido publicado. Si bien la Estrategia Nacional de Salud incluyó cuestiones relativas a la salud mental, esta área pierde profundidad y preponderancia si no se le asigna un espacio específico, invisibilizando además los mecanismos para alcanzar los objetivos propuestos. El Plan debe ampliarse a la salud mental infanto-‐juvenil, y su elaboración debe contar con participación ciudadana, a través de las asociaciones de usuarios y familiares de personas con trastornos mentales. El desarrollo de un Plan de Salud Mental específico constituiría un hito en el avance de nuestro país hacia el pleno cumplimiento de los compromisos suscritos en materia de
derechos de salud de niños y adolescentes. Junto con esto, brindaría una plataforma que favorecería una mayor coordinación intersectorial para la ejecución de los programas de promoción, prevención, tratamiento y rehabilitación en salud mental. Actualmente, y pese a los avances que intentó la Política Nacional a favor de la Infancia y la Adolescencia 2001-‐2010, la coordinación entre los sectores de salud, educación y justicia para el desarrollo de iniciativas de de salud mental es aún muy escasa. (3) Ampliar la cantidad y cobertura de equipos y centros de atención especializada en salud mental infanto-‐juvenil, a nivel de atención primaria y secundaria. Si bien ha habido un progreso sustantivo en los últimos 10 años, la disponibilidad de atención primaria en salud mental es todavía insuficiente (por ejemplo, aún existen comunas y establecimientos que no cuentan con accesoa salud mental en el nivel primario), lo cual está asociado a las disparidades de necesidades y recursos de cada municipio. Existen enormes inequidades (sociales y geográficas) en la distribución de presupuesto, recursos humanos e infraestructura en la entrega de servicios de salud mental. Además, actualmente son pocas las escuelas que desarrollan actividades de promoción y prevención, así como son pocos los recintos penitenciarios que cuentan con servicios de salud mental. (4) Crear un Instituto Nacional de la Salud Mental, una institución autónoma que se haga cargo de investigar, diseñar e implementar políticas específicas en el área (en él se debería integrar el Servicio Nacional de Alcohol y Drogas, actualmente dependiente del Ministerio del Interior). Esta institución debería estar a cargo de la medición periódica de la prevalencia de trastornos mentales y discapacidad asociada, la elaboración de orientaciones clínicas para garantizar tratamientos de calidad, evaluar las políticas, planes, normativas, programas y orientaciones técnicas, hacer cumplir la legislación sobre hospitalizaciones involuntarias o el pago de licencias médicas por enfermedad mental, así como implementar programas que faciliten que las personas con discapacidad mental acceder a trabajos remunerados o vivienda. Este instituto deberá además coordinar el trabajo intersectorial, así como la capacitación en salud mental de los profesionales de la salud pública. Podría usarse como referente el National Institute of Mental Health de Estados Unidos. (5) Ampliar la cobertura AUGE a nuevas patologías mentales, examinando las coberturas de carga de enfermedad sin restricción de edades. Las enfermedades mentales representan actualmente sólo el 5% de las patologías cubiertas en la Ley GES, pese a que los trastornos mentales implican una alta carga de enfermedad. (6) Aumentar el presupuesto asignado a salud mental en el sistema público. El presupuesto actual (menos del 3% del presupuesto total en salud) es insuficiente para la implementación plena del Plan Nacional de Salud Mental y Psiquiatría. La OMS recomienda que dicho gasto debe ubicarse entre el 10-‐16% del total del presupuesto en salud. Esta brecha de recursos ha significado que algunos de los problemas prioritarios no hayan podido ser atacados adecuadamente. De hecho, actualmente los servicios de salud mental para niños y adolescentes tienen un grado de implementación inferior al de los de adultos, y el número de prestaciones ambulatorias y comunitarias es aún menor que el número de días en hospitales y hogares y residencias protegidas.
(7) Asegurar una mayor formación en salud mental (particularmente infanto-‐juvenil) de los profesionales de la salud. A pesar de la alta prevalencia de desórdenes mentales, las mallas curriculares de pregrado de las profesiones de salud sólo dedican entre 2-‐5% del tiempo a la salud mental. Los profesionales de atención primaria tienen un bajo acceso a capacitación en este tema, y no existen programas sistemáticos y continuos en el tiempo para la formación especializada en algunas profesiones (por ejemplo, enfermeras y asistentes sociales). Porque la salud mental de los niños y adolescentes resulta un eslabón clave en el tránsito desde una sociedad de privilegios a una efectiva sociedad de derechos, y porque no sólo se trata de reconocer a los niños y adolescentes como titulares de éstos derechos, sino también de preocuparnos de su bienestar y felicidad, algunas de estas medidas no pueden serguir esperando.
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