La educación es hija del tiempo

July 15, 2017 | Autor: Benedetto Vertecchi | Categoría: Philosophy of Education, Educational Research, Bacon, Francis, Quintilianus Rhetor
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Descripción

La educación es hija del tiempo

Basta con cambiar una palabra del texto de Francis Bacon para obtener el título de este editorial, que introduce el número especial publicado con motivo del vigésimo aniversario de Cadmo. Nos ha parecido que era útil, precisamente porque han pasado muchos años, ofrecer a los lectores un índice completo de la revista, que incluyera, además de la lista de contribuciones, también pasajes y palabras clave, en italiano e inglés.
Mas volvamos al título que encabeza esta página. Bacon, en el Novum organon (CCLXXXIV), escribía veritas autem temporis filia dicitur, o sea, que la verdad es hija del tiempo. ¿Cuál es el nexo que une educación y verdad? Basta con añadir otro par de palabras a la cita para entenderlo: la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad. La autoridad a la que se refería Bacon era la de las fuentes antiguas, en la que se basaba la ciencia medieval. Había que superar esa filiación en favor de una adquisición de conocimiento (veritas) que se realizara gradualmente a través de la investigación (temporis filia). Sostener que la verdad es hija del tiempo equivale, pues, a rechazar una noción arcaica, aunque arraigada (authoritatis), del conocimiento.
Cabe preguntarse si la educación, que forma parte de ese conocimiento que, para Bacon, constituía la veritas, se ha emancipado de la autoridad para afirmar, a su vez, que es hija del tiempo. Una primera respuesta a bote pronto podría ser positiva. La educación, como el resto de ciencias que estudian las manifestaciones del comportamiento individual y social de las personas, emprendió, a comienzos del S. XVIII, un camino hacia el conocimiento que evoca la tradición de las ciencias experimentales, que comenzó a finales de la mitad del segundo milenio en el ámbito de las ciencias que tenían que ver con la philosophia naturalis. Ya en el S. XIX, pero con una progresión creciente en el S. XX, ciencias como la psicología, la sociología o la antropología fueron adquiriendo la relevancia que hoy se les reconoce. Lo mismo vale para la educación, aunque en su camino se han cruzado, en mayor o menor medida, por un lado, la asimilación o la supeditación de muchas propuestas educativas a principios morales (a veces mimetizados con fórmulas naturalistas) y por otro, la estabilidad de inferencias debidas a la propagación de las experiencias educativas y del sentido común que semejantes inferencias han alimentado.
Durante el S. XX se han multiplicado los estudios y las investigaciones que, directa o indirectamente, señalan la pertenencia de la educación al conjunto de las ciencias experimentales. Eso se puede afirmar tanto en referencia al empeño mostrado por expertos concretos como de grupos organizados, y, a veces, de organizaciones de tamaño relevante. Los congresos periódicos de algunas sociedades científicas que persiguen el objetivo de contribuir al progreso del conocimiento educativo reúnen a muchos miles de investigadores. Los programas de esos encuentros tienen el tamaño de un listín telefónico (desde luego, me refiero a la época en que aquellos enormes repertorios constituían una referencia perceptiva común, antes de ser sustituidos por archivos digitales consultables a distancia). A las organizaciones de investigación que operaban a nivel nacional se han sumado otras de carácter internacional, que en muchos casos han demostrado que pueden orientar el debate sobre los problemas de la educación. Se han creado archivos imponentes, que permiten conocer el estado de la cuestión de ciertos aspectos de la actividad educativa gracias a soluciones cada vez más eficientes para la comunicación en red. Se publican en el mundo enteras bibliotecas de obras sobre educación. Añádase a los libros un número enorme de publicaciones periódicas que, como en otros campos del saber, se han asumido la responsabilidad de comunicar inmediatamente los resultados de la investigación.
La relevancia que ha adquirido la investigación en materia educativa podría conducir a conclusiones optimistas difíciles de justificar si se considera que en muchos países (sobre todo en los industrializados), donde más fuerte ha sido el compromiso por el desarrollo de la investigación educativa, se están manifestando desde hace ya algunas décadas problemas nuevos e imprevistos, que en varios casos adoptan la forma de tendencias regresivas (es el caso del dominio de competencias simbólicas, como son las alfabéticas). Si procediéramos por asociaciones lineales deberíamos concluir que hay una concomitancia de la variación de la crisis de la educación y el desarrollo de la investigación. Se podría incluso demostrar, con alguna inducción estadística, que el nivel del aprendizaje en las escuelas disminuye a medida que crece el número de investigadores. Se trata, como es evidente, de paradojas. Pero las paradojas no son afirmaciones sin sentido, a las que no se deba intentar ofrecer una interpretación. Quisiera proponer una: que la cultura de la educación ha adquirido el instrumental de las ciencias experimentales, pero sin asimilar del todo el fundamento en el que se basa la aportación que pueden brindar al conocimiento. Demasiados investigadores persiguen ideas acerca de la educación que son hijas de la autoridad, y fundamentalmente extrañas al tiempo.
La investigación educativa (pero no solo) ha tomado de la afirmación de Bacon solo parte de las implicaciones que contiene. Está claro que los fenómenos de la educación deben ser considerados tal y como se presentan en la realidad actual, pero ello no significa que también las interpretaciones hayan de ser tomadas en la mismísima dimensión temporal limitada. En todo caso, lo cierto sería lo contrario: el presente, en la educación y en general en las ciencias humanas, es solo un artificio discursivo que sirve para poner en contacto lo que fue con lo que será. En otras palabras, el tiempo es un continuo, que podemos interrumpir para fines concretos (como detenemos un cronómetro para registrar una medida parcial) sin que, por ello, se pueda interrumpir la interacción entre el enorme número de variables que concurre para determinar las características de la educación. Son las interacciones las que hacen que sea única cada situación educativa, y requieren que se investiguen tal y como se presentan (en el eje sincrónico), y como se han constituido (en el eje diacrónico). La conciencia de la necesidad de relacionar los fenómenos a la variación del tiempo en que se encuentran se halla ya en las obras de los grandes intérpretes de la educación. Me limito a citar dos: Quintiliano y Comenio. Quintiliano tenía experiencia de las condiciones educativas prevalecientes en varios estratos de la población romana y sacaba la conclusión de que la educación podía actuar en positivo, constituyendo las condiciones para un crecimiento de la comprensión de lo real y de la autonomía del comportamiento, pero también en negativo, favoreciendo costumbres (sobre todo en los jóvenes de condición acomodada) que iban en la dirección opuesta. Comenio observaba que a las muchas dificultades que se manifestaban en el aprendizaje se respondía con expedientes, o digamos, con remedios sintomáticos, pero sin afrontar el nudo de las cuestiones: también aquellos que se habían ocupado de la investigación (vestigare aggressi sunt), habían obtenido resultados diversos, según el modo como se habían propuesto de adquirir nueva capacidad de ejercer la educación (ut dispari ausu, ita profectu dispari). Cuando Quintiliano (en la Institutio oratoria) o Comenio (en la Didactica magna) formulaban estas consideraciones no podían expresar mejor el rechazo de la autoridad. Tenemos que preguntarnos por qué ocurre lo contrario hoy, por qué la autoridad ha vuelto a afirmarse y por qué el tiempo no constituye la referencia prioritaria en las interpretaciones educativas.
Quintiliano y Comenio (y, como ellos, todos los que en la historia de la educación no se han limitado a rematar modelos semielaborados, plagados de sentido común) demostraron que la educación progresa cuando es expresión de un pensamiento creativo. Su rechazo de la autoridad se reconoce en el modo no tortuoso de señalar caminos que, mirando al presente, tienen como perspectiva el futuro. Pero Quintiliano y Comenio ejemplifican también una condición de autonomía al interpretar la educación como algo cada vez más lejano de las condiciones reales en las que se ejerce en las sociedades contemporáneas. A lo largo del S. XX la educación se ha ido imponiendo como uno de los principales sectores de gasto en los presupuestos de los países industrializados, lo que ha determinado que sobre ella se volcara la atención interesada de quienes, sin ser capaces de elaborar proyectos específicamente educativos, se han propuesto constreñir la organización de las escuelas tomando como modelos aquellos que, entre tanto, se habían ido consolidando en las actividades económicas. En las últimas décadas del siglo el interés por la actividad en las escuelas no se ha limitado a tomar en consideración el costo de los sistemas educativos en los presupuestos de los Estados, sino que se ha alimentado debido a que se ha constatado que las escuelas se habían convertido en un mercado al que correspondía un capacidad de gasto creciente. Así pues, a la pérdida de autonomía se ha sumado el hecho de que se consideran las instituciones educativas como centros de consumo que deben estar subyugados a las reglas del mercado.
La evolución de los sistemas educativos está marcada, por tanto, por una expresión cada vez más limitada de pensamiento creativo y una dependencia cada vez más notable, sea en los modelos operativos, sea en el instrumental didáctico, de las actividades económicas, que han acabado constituyendo términos de referencia incluso en lo referente a la investigación. No es una casualidad que desde hace un cuarto de siglo aproximadamente una organización cuyo fin explícito es el desarrollo económico (me refiero, por supuesto, a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, OCDE) haya ocupado una posición de absoluta preeminencia a la hora de orientar y de realizar la investigación educativa. Pese a que se incluyen variables de tipo cultural en las investigaciones que son objeto de los estudios que promueve esta organización, se considera la educación como uno de los factores de desarrollo productivo. Se hace referencia a la capacidad de comprender la lectura, pero con segundas intenciones ya que esta capacidad es digna de aprecio no porque enriquezca el perfil de quien la posee sino porque aumenta la posibilidad de usarla en los sistemas productivos. Lo mismo se puede decir de la matemática, de las ciencias y de otras variables que los estudios periódicos de la OCDE toman como objeto de estudio.
Debo decir que nada tengo contra los registros periódicos del tipo que lleva a cabo la OCDE. Basta con que dejen claros sus fines, y que no se pretenda sacar de esos datos ideas que no pueden contener. Lo que sostengo es que ese tipo de trabajos presenta implicaciones sobre las que conviene reflexionar, puesto que podrían ser el punto de partida de inferencias indebidas, y también que se ha acabado imponiendo, hegemónico, un cierto modo de promover y realizar la investigación. Los informes que dedica la OCDE a cuestiones educativas no son distintos, ni siquiera perceptivamente, de los que se refieren a otros aspectos de la vida social. Están igualmente plagados de tablas y gráficos, que ilustran los resultados de elaboraciones estadísticas refinadísimas, pero en el fondo pobres de interpretaciones educativas. Puedo constatar que la capacidad de comprender el texto escrito presenta señales siniestras de regresión, pero no se me dan elementos que me ayuden a interpretar el fenómeno. Que ese fenómeno sea consistente lo ve todo el mundo, y está bien que se describa con precisión a través de estudios específicos que se concentren precisamente en ello. Pero ¿cómo explicarlo?
Siempre y cuando nos detengamos ante un fenómeno que se explica gracias al concurso de muchas variables que se pueden referir a condiciones pasadas y presentes no solo de la educación, sino más ampliamente a la vida social, sin atreverse a ofrecer interpretaciones originales, se acepta, aun sin ser conscientes de ello, que la autoridad prevalece sobre el tiempo. Está claro que no se tratará de la autoridad (auctoritas) que constituía una referencia demostrativa para la ciencia medieval, pero el camino que conduce a su aceptación en sustancia no difiere: se pierde la inteligencia del contexto en el que se halla el origen de un determinado desarrollo del pensamiento. En otras palabras, el principio en el que se basa la autoridad ya de por sí prescinde del tiempo, pues subsiste solo en ausencia de las contradicciones que comportan sin remedio las actividades que se desarrollan en el tiempo.
No hay duda de que confiarse al principio de autoridad es tranquilizador, mientras que brota el ansia (y resulta mucho más difícil) cuando se reconoce que la educación es hija del tiempo. En el camino que emprendió la investigación sobre educación en la segunda mitad del S. XVIII el compromiso en las interpretaciones fue evidente sobre todo en las fases de inicio de los distintos campos de investigación. Fueron las fases en las que se definieron las hipótesis generales y se les dio continuidad a través de la observación de los fenómenos, o experimentos destinados a producirlos. Pero, sobre todo, en esas fases comenzó la definición de una metodología que se ha revelado muy útil para asegurar la fiabilidad de los procedimientos, siempre con la condición de que siguiera manifestándose la misma creatividad interpretativa de la que había nacido una determinada una línea de investigación. Cuando la metodología acaba prevaleciendo sobre la definición de un problema y sobre la interpretación de los datos, se da pie a la afirmación de un nuevo principio de autoridad. Asistimos a una paradoja: la investigación debería reconocer la relación que une el tiempo y la educación, pero la metodología puede devolver el conocimiento educativo a un estado precientífico negando su carácter potencialmente contradictorio. La gran cantidad de contribuciones que se han presentado en los congresos de las sociedades científicas o que se han propuesto para la publicación metodológicamente son cada vez más densos; no es así en cuanto a la originalidad en la definición de los problemas y en la interpretación de los resultados de las investigaciones. La tendencia a ese predominio de la metodología se ha visto reforzada al difundirse los procedimientos automatizados para la archivo y el tratamiento de datos. Hasta no hace muchos decenios, la recogida y el tratamiento de datos de la investigación requería que se realizaran un número enorme de operaciones que, aun no siendo difíciles en sí, comportaban un empeño repetitivo que, a veces, resultaba extenuante. Hoy la elaboración de datos ya no es un problema. O mejor, no lo es si se sabe qué se está haciendo y por qué se hace: constituye un problema si se reduce a una pura exhibición de fastuosidad metodológica y de potencial de cálculo sin provecho real en el plano interpretativo.
Las reflexiones que acabo de exponer nacen del deseo de extraer de los veinte años de experiencia de Cadmo elementos para comprender cuánto y cómo ha cambiado la investigación educativa. Afirmar hoy que la educación es hija del tiempo no se justifica, desde luego, solo con la experiencia de la publicación de una revista, puesto que ya se había llegado a esa conclusión mucho antes que comenzara la publicación de Cadmo. Pero haber podido comprobar desde un punto de vista específico, si bien modesto, la relación entre el tiempo y la educación ha ofrecido una ocasión más para rechazar la insidia de un principio de autoridad que hay que seguir combatiendo si el fin perseguido es el progreso del conocimiento.


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