La disidencia universitaria e intelectual en los años 50

September 1, 2017 | Autor: Javier Muñoz Soro | Categoría: Intellectual History, Cultural History, Spanish History, Contemporary Spanish History
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Descripción

LA DISIDENCIA UNIVERSITARIA E INTELECTUAL EN LOS AÑOS 50

Javier Muñoz Soro UCM

1.

Introducción: “Los jóvenes destemplados”

«Venid, respiremos, basta ya / de estos lazos que oprimen / las gargantas. Venid, vivamos. / Los jóvenes están hartos / de pedir permiso, de / ceder asientos, de asentir / con la cabeza, de hablar / en voz baja (...) Somos embriones explosivos, / voces atenazadas que pugnan / por abrirse, ceguera en el / camino. La juventud no / mira a las estrellas, la / juventud ama la guerra, / la juventud se nutre en lo / violento... ¿Lo oís? Son ellos, / son los viejos del traje gris, / del paraguas con puño de / esmeraldas, los de los zapatos / cristalinos. Son ellos, nuestras / voces ventrílocuas, que hablan / por nosotros, con palabras sin / fe, con vacío de pozos. Son / ellos, son los gritos clavados / en un orden de sogas y de sillas / en un orden que estorba tanto / tráfico de almas y de cuerpos. / Venid, vamos a hablar nosotros, / vamos a hablar de vida / con ella entre los dedos»1. Los jóvenes destemplados titulaba Javier Muguerza este poema, con un estado de ánimo que se le supone a la juventud aunque nunca hayan faltado los jóvenes conformistas. Esos jóvenes destemplados, cansados de velar bajo los luceros, lanzaban su grito generacional contra la España gris y callada de la posguerra, contra la retórica que ya entonces empezaba a parecer vacía, que se alimentaba de una guerra combatida con saña por sus padres o hermanos mayores, cuando ellos eran sólo unos niños. Poema incluido en el primer número de Aldebarán, revista de poesía fundada en marzo de 1955 por un grupo de jóvenes estudiantes de la universidad de Madrid, entre ellos, además de Muguerza, Fernando Sánchez Dragó, Jesús López Pacheco, José Ramón Marra-López o Claudio Rodríguez. De ahí a poco la mayoría pasarían a militar en, o simpatizar con el Partido Comunista de España (PCE), alrededor de una fecha simbólica en la historia del franquismo: 1956. Se ha hablado mucho de generaciones y se ha discutido aún más sobre su valor como concepto analítico, sobre todo en el ámbito de la literatura y, en particular, de las reflexiones en torno a la “generación del 98”, sin llegar a conclusiones definitivas2. Pese

1

Aldebarán, 1 (marzo 1955), p. 9-10.

2

José C. Mainer, “El problema de las generaciones en la literatura española contemporánea”, Actas del IV Congreso de la AIH, 1971, pp. 211-219 (http://cvc.cervantes.es/obref/aih/pdf/04/aih_04_2_020.pdf); Rosa María Martínez de Codes, “Reflexiones en torno al criterio generacional como teoría analítica y

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a la falta de acuerdo sobre su contenido y valor explicativo real, la misma recurrencia de la teoría generacional desde Ortega y Gasset es una prueba de su utilidad funcional. La historiografía la ha tomado prestada de la crítica e historia de la literatura, pero con una diferencia sustancial: esta segunda reúne bajo la idea de generación a un grupo supuestamente marcado por una fecha, suceso o experiencia común considerada significativa, aunque parte de sus miembros no se identifiquen con tal adscripción e incluso la rechacen explícitamente. Sin embargo, a lo largo de la historia la identidad generacional también ha sido un factor subjetivo y cultural relevante a la hora de movilizarse en el mundo contemporáneo, en especial juvenil. Así, por ejemplo, en las movilizaciones estudiantiles que tuvieron lugar en la segunda posguerra, simbolizadas por mayo del 68. Por supuesto supone una construcción identitaria, una invención si queremos, que encubre una diversidad real de experiencias, intereses y expectativas, pero que actúa circularmente sobre éstas reforzando ciertas variables sociológicas. En otras palabras, ya no se trataría sólo de unas experiencias reales vividas por un grupo social alrededor de acontecimientos históricos contemporáneos altamente significativos y de unos medios de socialización comunes, sino también de una conciencia generacional, normalmente de ruptura respecto a la generación precedente o ante un orden social considerado caduco, que busca extender y utilizar esa presunta identidad colectiva como factor de movilización política. En la larga posguerra de los estudiantes españoles todo parecía favorecer una tal conciencia generacional. En primer lugar, su propia condición de estudiantes, que siempre tienden a percibirse en un sentido cronológico generacional, más aún en una universidad pequeña, elitista y sociológicamente tan homogénea como la franquista de los años 50. En segundo lugar, su crecimiento y socialización en un mundo cultural y político igualmente cerrado, el del falangismo y el catolicismo de la inmediata posguerra, con educación, lecturas y experiencias vitales semejantes. En tercer lugar, la importancia que el fascismo en sus distintas variantes –incluyendo el régimen español, como mínimo fascistizado en elementos fundamentales de su naturaleza política– concedió precisamente a la juventud, representación del orden nuevo frente al viejo y agente de acción, de vitalismo e irracionalidad frente a la conservadora racionalidad adulta3. Esta supervaloración de los jóvenes en la retórica fascista, su protagonismo en los orígenes del movimiento y la centralidad de las organizaciones juveniles y educativas método histórico”, Quinto Centenario, 3 (1982), pp. 51-87; Eduardo Mateo Gambarte, El concepto de generación literaria, Madrid, Síntesis, 1996. 3

Michael H. Kater, Hitler Youth, Harvard University Press, 2004; Mark Roseman (ed.), Generations in Conflict: Youth Revolt and Generation Formation in Germany, 1770-1968, Cambridge University Press, 1995. Para el caso español, ver Miguel A. Ruiz Carnicer, El Sindicato Español Universitario (SEU), 1939-1965. La socialización política de la juventud universitaria en el franquismo, Madrid, Siglo XXI, 1996, y Juan Sáez Marín, El Frente de Juventudes. Política de juventud en la España de la posguerra (1937-1960), Madrid, Siglo XXI, 1988.

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condujo a una de las paradojas inevitables del fascismo: la movilización permanente que fomentaba chocó desde muy pronto con las exigencias de conservación del propio sistema. Como afirma Gino Germani, «cuanto más exitosos eran los mecanismos dinamizantes, más se veía obligado el partido a restringirlos o eliminarlos», una constante o “ley de hierro” de los regímenes dictatoriales de todo tiempo y lugar4. El fascismo –ha escrito Ricardo Chueca– fue «un movimiento de jóvenes, pero no joven»5, de manera que esos muchachos que tan importantes habían sido en la victoria del nuevo Estado envejecían con él, sin dar paso a las nuevas generaciones. Así, en el caso español, Falange acabó siendo una gerontocracia por encima incluso de otras élites del régimen. Además, si a eso se añade que los jóvenes a quienes se cerraba el paso habían sido educados en una retórica que precisamente ensalzaba su misión histórica, se comprende su frustración. Algo semejante había sucedido en la Italia fascista, también en la distancia temporal de unos veinte años después de instaurarse el régimen, y sobre todo tras su entrada en una guerra que pronto se reveló absurda. Giuseppe Bottai, ministro de Educación, constataba en 1942 cómo crecía el malestar, «un marasmo oscuro y profundo», en el alma de los jóvenes que «en todas partes son detenidos, arrestados, confinados», pese a que «son jóvenes “nuestros”, salidos de las vanguardias, de los grupos universitarios, de los centros de preparación política del partido»6. Esta frustración podía llevar a la indiferencia, a la adaptación pragmática a las nuevas circunstancias o a una evolución política que en muchos casos tuvo como punto de llegada la oposición al propio régimen a través de varias fases. Germani distinguió cuatro principales: a una primera de intensa politización, coincidiendo con la lucha por el poder, seguiría una gradual despolitización conforme se consolida el nuevo régimen, lo que a su vez provocaría, como reacción a esa creciente desmovilización y burocratización, una vuelta de los jóvenes a las presuntas esencias originarias y a la “revolución pendiente” dentro del mismo marco ideológico. Pero una vez comprobada la imposibilidad de llevar a cabo un cambio “desde dentro”, se podría llegar a la ruptura definitiva y a la oposición “desde fuera”, con un grado mayor o menor de radicalidad determinado por la personalidad y el grado previo de politización7. Una ecuación de antropología política que, en el franquismo, parecen confirmar casos tan conocidos como los de Dionisio Ridruejo o el padre Llanos. Así, en los años 50 se recorrió con rapidez ese camino, bien estudiado por Ruiz Carnicer, que partió de un intento postrer de revitalización cultural del Sindicato 4

Gino Germani, Autoritarismo, fascismo e classi sociali, Bolonia, Il Mulino, 1975, p. 47.

5

Ricardo Chueca, “Las juventudes falangistas”, Studia Storica, 4 (1987).

6

Giuseppe Bottai, Vent’anni e un giorno, Milán, Garzanti, 1948, p. 222, cit. en Albertina Vittoria, “L’universitá italiana durante il regime fascista: controllo governativo e attività antifascista”, en Juan J. Carreras y Miguel A. Ruiz-Carnicer, La universidad española bajo el régimen de Franco (1939-1975), Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1991, pp. 29-61. 7

Gino Germani, “La socializzazione politica dei giovani nei regimi fascisti: Italia e Spagna”, Quaderni di Sociologia, n. 1-2, vol. XVIII (enero-junio 1969).

3

Español Universitario (SEU) para terminar en su desactivación, desde arriba por supuesto, y de ahí a pocos años incluso a su desaparición. La gran distancia «entre los ideales de justicia social proclamados por el régimen y la realidad de una política cuyo principal objetivo funcional era la desmovilización»8, llevó a un buen número de esos jóvenes a transitar por el desencanto de las promesas incumplidas hasta la oposición, incluso la situada en las antípodas del régimen, es decir, el Partido Comunista. El fascismo se había demostrado mucho más efectivo para destruir el régimen liberal y democrático, que a la hora de dar contenido político y moral al nuevo proyecto, ahogado en su propia retórica y agotado en el simple autoritarismo9.

2.

El Rubicón generacional o moral de la guerra

«Han pasado siete años desde que quisimos estrenar una patria. Siete años. Exactamente el tiempo que gasta en hacerse una generación universitaria. Es decir, una generación rectora que impondrá sello imborrable al estilo vital de una época»10. Otra vez la conciencia de generación, esta vez llamada a rebato por el jesuita Llanos para ponerse manos a la obra en lo que la revista Alférez consideraba, en la despedida de su último número, «clave de nuestro quehacer histórico». Es decir, «crear una generación española que sea a la vez equilibrada y extremosa»11. Ese juego de las paradojas del que tanto gustaba la retórica falangista –y que hoy nos parece más bien incomprensible– era ante todo una llamada «de alerta a la mejor juventud española» ante los peligros que la acechaban, los que José María García Escudero, en un artículo titulado La generación de los hermanos menores, identificaba con los «jóvenes, neoliberales, maritenianos o cosa parecida, quienes más al borde se encuentran de perder, llevados por un hipercriticismo impertinente y soberbio, el ancho y viril camino de 1936»12. En términos parecidos Rodrigo Fernández Carvajal, en Avisos a los universitarios fieles, distinguía dos grupos de jóvenes: «el de los que mantienen frente a los varios aspectos de la vida una actitud antiliberal y gallarda, enraizada en José Antonio, y el de los que se dejan arrastrar por una especie de neoliberalismo temperamental más o menos armado ideológicamente. Los primeros representan la fidelidad y la pureza, esto es, la levadura del mañana. Los segundos

8

Juan F. Marsal, Pensar bajo el franquismo. Intelectuales y política en la generación de los años cincuenta, Barcelona, Península, 1979, p. 46. 9

Ruiz Carnicer, “Juventud universitaria y fascismo. GUF, NSDStB y SEU. Un análisis comparativo”, en Juan J. Carreras y Miguel A. Ruiz-Carnicer, La universidad española…, cit., pp. 63-92.

10

José María de Llanos, “Balance de una generación”, Alférez, 2 (marzo 1947), pp. 1-2.

11

Editorial, “Recapitulación”, Alférez, 23 y 24 (enero de 1949), p. 1.

12

José María García Escudero, “La generación de los hermanos menores”, Alférez, 8 (septiembre de 1947), p. 3.

4

representan el aflojamiento y la abdicación, esto es, el veneno que puede destruir, si se propaga, toda esperanza española»13. A la altura de 1948 esas eran las ansias de un grupo de jóvenes falangistas y católicos que Juan Francisco Marsal llamó “generación de Alférez” o que, bastantes años después, en 1965, en el primer número de la revista del exilio Cuadernos de Ruedo Ibérico, el crítico de arte José María Moreno Galván reunió en un polémico texto bajo el epígrafe de “generación de Fraga”: «Empleo en su honor y para ellos las palabras “vocación”, “destino” y “generación”. Sobre todo, “generación”: esa gente la adoraba. La teoría orteguiana de las generaciones había puesto a su disposición uno de los más sugestivos ingredientes aglutinadores: “Nuestra generación”, “el destino generacional de...”, “nosotros, los hombres de la generación de postguerra”, “lo que le pasa a nuestra generación es...”, etc. La guerra civil había dejado flotando en el ambiente la mitología del héroe. Esos muchachos querían sentirse héroes de algo, y como no podían serlo de hazañas bélicas eran los héroes de... su generación. ¿Pero qué hacían, de dónde venían, a dónde iban? Desgraciadamente, por mucha que fuese su coherencia ideológica, no se puede esquematizar una definición de todos ellos recurriendo a un solo arquetipo. Resumiendo mucho, podría señalar dos niveles, dos categorías determinadas no tanto por su procedencia social como por la altura de su dedicación intelectual. El primer nivel, el más alto, leía o colaboraba en Alférez; el segundo, leía o colaboraba en La Hora y luego en Alcalá»14.

Para Moreno Galván, el grupo se definía por cronología y por sociología más que por ideología, aunque la guerra era mucho más que una cuestión de fechas y el origen social tenía entonces un significado preciso: «Esa gente no hizo la guerra y, si la hizo, no se manchó las manos en su sangre. Casi todos ellos, no todos, se sienten ligados al bando vencedor por muchos lazos: por el de la catolicidad, por el de una ideología aristocráticamente falangista, por razones familiares, por todo; pero se sienten al mismo tiempo tenuemente desligados de la chocarrera gritería de la victoria. Por dos razones fundamentales: porque le huele mal la sangre corrompida y por estética. Ellos son capaces de admirar la “gallardía juvenil” de José Antonio y, sobre todo, su “aristocrática exigencia de estilo” pero no les gusta Raimundo Fernández Cuesta, ni el fascismo descarado de Arriba ni el Sindicato de Hostelería y Similares». Su lugar de encuentro había sido la revista Alférez, es decir, el «hombre que llega a la edad de ser soldado sin dejar de ser un universitario», unión de milicia e intelecto que tenía su plasmación práctica en las Milicias Universitarias como experiencia colectiva de un sector minoritario y elitista de la juventud española. Para Carlos Robles Piquer

13

Rodrigo Fernández Carvajal, “Avisos a los universitarios fieles”, Alférez, 16 (mayo de 1948), pp. 6-7.

14

José María Moreno Galván (seudónimo Juan Triguero), “La generación de Fraga y su destino”, Cuadernos de Ruedo Ibérico, 1, París (junio-julio 1965), pp. 5-16.

5

ésta era la respuesta de su generación a la «absurda renuncia a la guerra explicitada en la Constitución de la segunda República»15. Pocos abdicaron de ese discurso generacional tentadoramente uniformizador. Sólo el colectivo reunido bajo el seudónimo Gambrinus, expresó irónicamente su fastidio por semejante concepto de «aplicación universal, y obligatoria», casi un «imperativo categórico generacional» que obligaba a definirse, a «generacionarse» para no poder ser acusado y condenado: «Por traidor a su generación»16. Y no les faltaba razón, visto el tan diverso itinerario biográfico y político que a partir de entonces emprenderían, por quedarnos en el grupo de Alférez, gentes como Manuel Fraga, Rodrigo Fernández Carvajal, Antonio Lago Carballo, Carlos Robles Piquer, José María García Escudero, Julián Ayesta, José María Ruiz Gallardón, Miguel Sánchez Mazas o José María Valverde. Pero los jóvenes rebeldes que iban a nutrir las primeras filas de la oposición no procedían tanto de Alférez como de otras revistas del SEU surgidas en aquellos años: Haz, La Hora, Alcalá, Acento cultural o, en Barcelona, Laye, en cuyas páginas aparecían las firmas de Rafael Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos, Josep María Castellet, Manuel Sacristán, José Agustín Goytisolo, Esteban Pinilla de las Heras o Gabriel Ferrater. En esas revistas, ha escrito Jordi Gracia, se define «lo que dio de sí la evolución política, moral e ideológica de una juventud crítica e inquieta que heredó del falangismo los hilos que podían llevarla a refundar una cultura de izquierda»17. Todos habían nacido en la década de 1920 y sus nombres van a aparecer pronto junto a los de una promoción universitaria que venía detrás: Enrique Múgica, Javier Pradera, Ramón Tamames, Jesús López Pacheco, Claudio Rodríguez, Fernando Sánchez Dragó, Julio Diamante, José Ramón Marra López o el ya citado Javier Muguerza, nacidos en los años republicanos, entre 1930 y 1936. Juntos formarían lo que José Carlos Mainer ha llamado “generación de 1956” por la participación de muchos de ellos en los sucesos de ese año, con unos rasgos comunes que Elías Díaz ha resumido en un «camino ideológico» que habría partido desde «un falangismo social, renovador y hasta izquierdista», cuyo «primer medio de expresión fueron unas revistas que entre los años 1945 y 1955 airearon con energía ideas y opiniones que bordeaban muchas veces los

15

Carlos Robles Piquer, “Milicia Universitaria”, Alférez, 23 y 24 (enero de 1949), pp. 2-3.

16

Gambrinus, “La degeneración de la generación”, Alférez, 23 y 24 (enero de 1949), p. 4. Gambrinus era el nombre de una tertulia filosófico-política que se reunió desde finales de los 40 y durante los 50 en la cervecería del mismo nombre de la calle Zorrilla. Pasó por diferentes etapas, con participantes como Emilio Lledó, Francisco Pérez Navarro, Juan Benet, Asunción Vidal, Eva Forest (a través de ella acudiría su marido, Alfonso Sastre), Carmen Martín Gaite, José Vidal Beneyto, Víctor Sánchez de Zavala, Luís Quintanilla, Luís Martín Santos, Francisco Soler, Tomás Ducay, Rafael Sánchez Ferlosio, Miguel Sánchez Mazas y Armando López Salinas. Entre sus temas de discusión estuvo el existencialismo y, más tarde, el marxismo.

17

Jordi Gracia, Crónica de una deserción. Ideología y literatura en la prensa universitaria del franquismo (1940-1960). Antología, Barcelona, PPU, 1994, pp. 21-22.

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límites de la censura oficial»18. Se trataba, como mucho tiempo después escribiría uno de ellos, de «promociones que no tenían sino un recuerdo directo muy tenue de la guerra civil» y que, por esa misma razón, resultaban especialmente sensibles ante «el contraste entre la realidad intelectual española y las corrientes exteriores de pensamiento» en los primeros años que veían la consolidación del régimen y su reconocimiento internacional19. De hecho, la división generacional marcada por la guerra fue importante y puede ayudar a explicar algunas diferencias que encontramos en las actitudes, discursos y comportamientos políticos de personas que compartían ideología o al menos parecían tener los mismos intereses. Los jóvenes falangistas no solían anteponer la fidelidad incondicional a Franco sobre cualquier otra veleidad política, a diferencia de sus mayores, que habían combatido la guerra a las órdenes del “Generalísimo”. Aquellos que hicieron carrera dentro del régimen −los Fraga, Robles Piquer o García Escudero− lo hicieron más bien desde la adhesión al sistema y sus organizaciones. De modo que estaban más dispuestos a acometer su reforma y modernización, si no para romper de una vez con los “valores del 18 de Julio”, al menos sí para que las instituciones «y nuestro lenguaje doctrinal responda a la realidad de la convivencia española actual y no a los tópicos o utopías de los lejanos ideólogos que crearon aquella fraseología»20. En el otro lado, las nuevas promociones antifranquistas también tenían dificultades para entender lo que consideraban una obsesión con la guerra por parte de sus protagonistas, en particular los que habían tomado el camino del exilio. Según Nicolás Sartorius y Javier Alfaya, uno de los rasgos de la generación del 56 «era la clara conciencia de que era necesario enterrar el pasado. Se puede decir que entre el estudiantado la inmensa mayoría procedente de familias vencedoras de la Guerra Civil no existía una nostalgia de la República. Por el contrario se palpaba un deseo difuso de superación del enfrentamiento de 1936, que se intuía como un gran fracaso nacional»21. Incluso la generación literaria de los hermanos Goytisolo, Josefina Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Marsé o Carmen Martín Gaite, los “niños de la guerra” para quienes el recuerdo de ésta se había convertido en un tema implícita o explícita, pero siempre obsesivamente presente en su obra, rechazaban cualquier justificación política para alimentar su memoria dentro de España o en el exilio22. Así, el poeta Ángel Valente, uno de los miembros del llamado “Grupo poético de los 50” o “Generación del medio 18

Elias Diaz, Pensamiento español en la era de Franco (1939-1975), Madrid, Tecnos, 1983, pp. 83-86.

19

Ramón Tamames: La República. La Era de Franco, Madrid, Alianza-Alfaguara, 1973, pp. 508-509.

20

Delegación de Prensa del Ministerio de Información y Turismo, Análisis sobre el número 35-36, agosto-septiembre de 1966, de la revista «Cuadernos para el Diálogo»; AGA-SC, caja 67.114.

21

Nicolás Sartorius y Javier Alfaya, La memoria insumisa. Sobre la dictadura de Franco, Madrid, Espasa, 1999, p. 56.

22

Paul Ilie, Literatura y exilio interior, Madrid, Fundamentos, 1980, pp. 187-188. Ver Javier Muñoz Soro, “Entre la memoria y la reconciliación. El recuerdo de la República y la guerra en la generación de 1968”, Historia del Presente, 2 (2003), pp. 83-100.

7

siglo” –en 1958 abandonó el país y fundó una sección del Frente de Liberación Popular (FLP) en Ginebra–, dirigía al exiliado que vivía en un «otoño de recordatorios» estos versos: «Lo peor es creer / que se tiene razón por haberla tenido / o esperar que la historia devane los relojes / y nos devuelva intactos al tiempo en que quisiéramos / que todo comenzase»23. Pero la historia de los años siguientes no fue tanto el resultado de una evolución generacional uniforme, que habría hecho converger a las nuevas élites tanto del franquismo como del antifranquismo hacia un espacio común de reconciliación y de entendimiento, sin que por ello subestime la importancia que este factor biológico y sociológico pudo tener en el éxito de la Transición. Hubo una línea de división más importante, constituida por el recuerdo y el uso de la guerra civil como mito políticoreligioso, que sólo en parte seguía un orden generacional, porque en gran medida era transversal e intergeneracional. Pasar el Rubicón dejando en una orilla la guerra “justa y necesaria” del franquismo, para ir en busca de la reconciliación fue la primera tarea moral o prepolítica, pero entonces con un inevitable significado político, de quienes se alejaron del franquismo. Ahí radica sobre todo la importancia histórica de 1956. Según Moreno Galván, en el texto antes citado, fue el año «decisivo para esa generación», cuando «se precipitaron todas las tomas de conciencia que se estaban fraguando y se dejó establecida, de una vez y para siempre, la zanja dialéctica que había de separar en el futuro a los que de verdad quisieron comprometerse moralmente con España y los que quisieron, por el contrario, comprometer a España en el juego de su carrera personal». Sin duda no hay un texto tan representativo de ese nuevo rumbo político de muchos jóvenes convencidos de la necesidad de superar la guerra, como el escrito en colaboración por miembros de la Agrupación Socialista Universitaria (ASU) y el PCE para el 1 abril de 1958, aprovechando una reunión de la UNESCO en Madrid. En él «los hijos de los vencedores y los vencidos», que han encontrado en la universidad el primer espacio común donde reconocerse como tales, se dirigen por primera vez a la opinión pública y a las autoridades para reclamarles que cese esa división que enfrenta a los españoles todavía veinte años después de la guerra y para demandar la posibilidad de un futuro diferente: «En este día, aniversario de una victoria militar que sin embargo no ha resuelto ninguno de los grandes problemas que obstaculizaban el desarrollo material y cultural de nuestra patria, los universitarios madrileños nos dirigimos nuevamente a nuestros compañeros de toda España y a la opinión pública. Y lo hacemos precisamente en esta fecha –nosotros, hijos de los vencedores y los vencidos porque es el día fundacional de un régimen que no ha sido capaz de integrarnos en

23

“Melancolía del destierro”, Punto cero (Poesía, 1953-1971), Barcelona, Barral, 1972, pp. 196-197

8

una tradición auténtica, de proyectarnos a un porvenir común, de reconciliarnos con España y con nosotros mismos»24.

3.

Viejos y nuevos maestros

En ese itinerario biográfico y político que les alejaba de un régimen instalado aún en la retórica de la victoria, era casi inevitable que los estudiantes se vieran a sí mismos como portavoces de toda una generación y que se plantearan su futuro como una ruptura respecto a sus padres, hermanos mayores y maestros. La sucesos universitarios tras la muerte de Ortega y Gasset en 1955 habían reflejado el carácter ambiguo de esa “muerte del padre”, que si por un lado mostraba el rechazo hacia unos maestros que ahora parecían «de barro», en expresión de Juan Benet25, por otro no podía dejar de atisbar en ellos las luces más o menos tenues de un pretérito esplendor cultural y, lo que es más importante, de una racionalidad filosófica, científica o jurídica casi subversiva ante la hegemonía del reaccionarismo católico más oscurantista. Precisamente el falangismo universitario representado por las revistas del SEU intentaba desde finales de los años cuarenta arrojar el lastre de irracionalismo y conservadurismo de la posguerra. Por eso apoyaron sin reservas, al menos hasta donde y cuando pudieron, el proyecto de Joaquín Ruiz-Giménez en el Ministerio de Educación Nacional desde 1951 junto al grupo de intelectuales falangistas aglutinado diez años antes, en circunstancias históricas muy diferentes, alrededor de la revista Escorial. Como sabemos, pues de ello se ha escrito mucho y bien, Dionisio Ridruejo, Laín Entralgo, Antonio Tovar, Aranguren, Torrente Ballester o José Antonio Maravall perseguían la recuperación de autores proscritos como Ortega, Unamuno o Machado, por más que esa recuperación fuera parcial e interesada, al servicio de un proyecto cultural que en origen era de naturaleza política totalitaria26. Después de 1945 el proyecto se replanteó despojado en gran medida de ese fascismo originario y en términos estrictamente nacionalistas: los orteguianos de la España como problema, título del famoso libro de Laín Entralgo de 1949, para integrar la España vencida y exiliada. Semejante afán integrador seguía teniendo como finalidad última la de ensanchar las bases sociales y políticas de legitimidad del régimen franquista, pero

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Se acompañaba de un resumen de la Declaración de Derechos Humanos. El manifiesto en Archivo Histórico del PCE (AHPCE), Fuerzas de la Cultura, caja 123, carpeta 2/2.4. Lo reproduce parcialmente Francisco Bustelo, La izquierda imperfecta: memorias de un político frustrado, Barcelona, Planeta, 1996, pp. 22-23.

25

La cita de Benet dice exactamente: «Por más que alguno trate ahora de pasarles al mármol la verdad es que las grandes figuras de nuestra juventud eran todas de barro», en Juan Benet, Otoño en Madrid hacia 1950, Madrid, Alianza, 1987, p. 91.

26

Santos Juliá, “¿Falange liberal o intelectuales fascistas?”, Claves de la razón práctica, 121 (abril 2002), pp. 4-13.

9

suponía una actitud de cierto diálogo con el exilio iniciado ya desde finales de los 40 en revistas como Ínsula o Cuadernos hispanoamericanos. El propio libro de Laín no era sino la recepción en el interior de España en su historia (1948), de Américo Castro, y por si fuera poco, el impacto de los premios Nobel a Juan Ramón Jiménez en 1956 con resistencias por parte del régimen español y a Severo Ochoa en 1959 hacía aún más visible «un drama que convertía la guerra en una catástrofe cultural inocultable»27. Como escribía Ridruejo en la primavera de 1953, había una «generación puente» y el problema estribaba ya en si tal generación debía aclarar «ante sus continuadores el legado de los maestros, integrado en su propio pensamiento y en su propio sentir» o, por el contrario, cortar la línea de continuidad «entre los maestros y los jóvenes para que estos últimos descubran por su cuenta el árbol prohibido y, juzgándolo por su valor y a nosotros por nuestra falsedad, saquen sus propias consecuencias»28. Es cierto que muchos sacaron sus propias consecuencias y rompieron no ya sólo con el mundo fascista y guerrero de sus padres o hermanos mayores, sino incluso con un liberalismo que consideraban definitivamente fracasado, como han recordado en varias ocasiones Javier Pradera o Enrique Múgica29. Los dos, como sabemos, optaron por entrar en el PCE. Pero también es cierto que, no obstante el 67% de los estudiantes de la Universidad de Madrid se considerara una generación sin maestros por la «falta de autenticidad o sinceridad o dedicación de los Catedráticos», el 85% se consideraba culturalmente «liberal», con Ortega como referente, según una encuesta de José Luis Pinillos realizada en 195530. José Luis Abellán considera que los protagonistas de los sucesos no surgieron por “generación espontánea” y entre los maestros influyentes para su generación destaca a los profesores Tierno Galván y Aranguren, igual que Antonio Elorza y Álvarez Junco citan a los profesores Maravall y Díez del Corral; Ignacio Sotelo a Ridruejo y Laín; Elías Díaz a Ruiz Giménez; Muguerza y Rubert de Ventós a Aranguren y Valverde; Francisco Rico y José Carlos Mainer a Martín de Riquer; Gabriel Tortella a Alberto Ullastres, como referentes en la nueva navegación emprendida durante aquellos años31. Maestros como Dionisio Ridruejo y luego, más tímidamente, Pedro Laín Entralgo, Joaquín Ruiz Giménez o Aranguren que habían pasado del entusiasmo totalitario de la

27

José C. Mainer , “Una revisión de la Guerra Civil: Punta Europa (1956)”, en Francisco J. Lorenzo Pinar (coord.), Tolerancia y fundamentalismos en la Historia: XVI Jornadas de Estudios Históricos, Universidad de Salamanca, 2007, pp. 265-280.

28

Dionisio Ridruejo, “La culpa, a los intelectuales”, Revista (1953), reproducida por Alcalá.

29

Círculo de Bellas Artes, Madrid, 15/11/2004, en el curso de unas Jornadas sobre la Memoria de la Guerra y del Franquismo organizadas por la Fundación Pablo Iglesias, bajo la dirección de Santos Juliá.

30

José L. Pinillos, “Estudio sobre las actitudes sociales en la universidad” (1955), en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores. Documentos sobre los sucesos estudiantiles de febrero de 1956 en la UCM, Universidad Complutense de Madrid, 1982, pp. 59-64.

31

Jordi Gracia, “Acotaciones a un debate”, en Javier Muñoz Soro (ed.), Intelectuales y segundo franquismo, Historia del Presente, 5 (2005), p. 26.

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victoria al intimismo existencial en los 50, dominados por un «ansia de responsabilidad» y un considerable sentido de culpa, como ha escrito Shirley Mangini32. Frente a ellos, los “comprensivos”, se situaron los “excluyentes”, en el binomio ya famoso acuñado por Ridruejo en un famoso artículo de 195233. Para éstos, defensores de la España sin problema de Calvo Serer (1949), la guerra constituía un auténtico mito político-religioso legitimador de la dictadura. Pérez Embid respondió a los artículos de Ridruejo en Revista y de los jóvenes del SEU en Alcalá con otro donde avisaba que «Sólo en tanto en cuanto aceptaran sin reservas el hecho granítico del 18 de julio, tendrían todos en adelante derecho a la pacificada convivencia nacional», en otra palabras, aceptando el hecho de que «La España descristianizada de Giner de los Ríos (...) estaba definitivamente fuera de combate»34. También lo advertía Jorge Vigón, a propósito de los homenajes a Ortega en su 70 cumpleaños, con un artículo titulado “1º de abril, día de la Victoria”, cuando «los últimos objetivos de las tropas habían sido efectivamente alcanzados»: para no volver a caer en el «abismo» había que «dejar rigurosamente balizados, para evitarlo, aquellos caminos por donde se llegó una vez hasta él, a orilla de los cuales las quintas columnas larvadas aguardan a que los espíritus libremente comprensivos que son su vanguardia reediten, corregidas y estilizadas, las mismas gruesas equivocaciones que tantas desdichas ocasionaron...»35. Para ellos el reverso de Ortega era García Morente, el filósofo convertido, que había entendido que «no es bueno nadar entre dos aguas y que (...) el destino de todo lo que queda entre dos fuegos es ser acribillado»36. Nada pues de medias tintas cuando se trataba de la victoria, de la guerra y sus razones. Para ellos los “comprensivos” estaban ya perdidos para la causa que habían traicionado. Lo peor era que, de su magisterio, los jóvenes alumnos sacaban enseñanzas tan infames como «que la guerra española fue tan sólo una gran matanza», según denunciaba Vicente Marrero en su libro La guerra española y el trust de los cerebros37. El recién nombrado ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, había avisado en 1957 al arzobispo Pla y Deniel de que los jóvenes que escribían en Signo, órgano de la Juventud de Acción Católica, estaban convencidos de que «la Guerra de Liberación “debe servir únicamente como punto de referencia de lo que no queremos” y “debe dejar paso a la cordialidad, al diálogo efectivo y sincero”». Es decir, secundaban «así

32

Shirley Mangini, Rojos y rebeldes. La cultura de la disidencia durante el franquismo, Barcelona, Anthropos, 1987, p. 83 y ss.

33

Dionisio Ridruejo, “Excluyentes y comprensivos”, Revista, 17/4/1952.

34

Florentino Pérez Embid, “Mi 18 de julio”, Ateneo (1953).

35

Jorge Vigón, “1º de abril, día de la Victoria”, Ateneo (28/3/1953).

36

Florentino Pérez Embid, “Mi 18 de julio”, cit.

37

Vicente Marrero, La guerra española y el trust de los cerebros, Madrid, Punta Europa, 1961, p. 384.

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con entusiasmo las últimas consignas de los dirigentes rojos en el exilio, empeñados con todo afán en este momento en abrir a toda costa ese diálogo»38. En la España que había superado la guerra mundial, el aislamiento diplomático y el hambre de la posguerra, que empezaba a recuperar los niveles económicos anteriores a 1936, con un régimen fortalecido por sus éxitos internacionales y por una represión intensa hasta 1948, con un nuevo gobierno desde 1951 equilibrado en la participación de católicos y falangistas, se estaba librando un debate cultural que iba a tener profundas consecuencias en el futuro político del franquismo. Y los estudiantes universitarios iban a ser por primera vez, pese a toda la retórica exaltación fascista de la juventud, protagonistas de ese debate. Del desencanto y pasividad de esos jóvenes se hizo eco el rector de la Universidad de Madrid, Laín Entralgo, en un famoso informe sobre La situación espiritual de la juventud española que entregó personalmente a Franco en diciembre de 1955. En él, cómo no, hacía referencia al cambio generacional después de la guerra o, en sus palabras, a «la peculiar conciencia histórica de las promociones universitarias que no vivieron nuestro Alzamiento Nacional», las que habían ingresado en la universidad entre los años 1945 y 1950, «jóvenes para los cuales nuestra Guerra de Liberación y sus motivos determinantes no son ya el recuerdo de una experiencia personal, sino la audición o la lectura de un relato». Laín criticaba «el constante halago verbal que la juventud española viene recibiendo desde 1939» y «la ruptura radical y sistemática con el pasado anterior a 1936», que había llevado «a una suerte de mixtificación del joven». A ese desasosiego generacional se sumaba «la estrechez del horizonte profesional de nuestros jóvenes» −de manera algo eufemística recordaba «los numerosos huecos producidos por nuestra Guerra de Liberación en el mundo intelectual y técnico»− y «el paternalismo meramente prohibitivo y condenatorio que muchas veces adopta nuestro Estado»39. El conocido Manifiesto a los universitarios madrileños que dio lugar a los sucesos de febrero de 1956 se abría con la frase de cierta resonancia para los avisados, pues repetía la de otro manifiesto anterior lanzado en 1947: «Desde el corazón de la Universidad española…». Los universitarios se dirigían al Gobierno y a los ministros de Educación Nacional y de la Secretaría General del Movimiento, haciéndoles ver con trazos negros la situación desesperante que dividía a la universidad, al igual que al resto del país, según la vieja dicotomía entre la España oficial y la real: «Existe un hondo divorcio entre la Universidad teórica, según la versión oficial, y la Universidad real formada por

38

Carta de Fernando M Castiella, ministro de Asuntos Exteriores, a Pla y Deniel, cardenal primado, 27/6/1957, en José Manuel Alfonso Sánchez, Iglesia, política y educación en España (1940-1960). Documentos del archivo Pla y Deniel, Tomo I, La orientación católica de la enseñanza, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2005, p. 253.

39

Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., pp. 45-50.

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los estudiantes de carne y hueso, hombres de aquí y de ahora con sus circunstancias, opiniones y deseos»40. Con el Ministerio Ruiz-Giménez se había abierto una oportunidad política para la movilización, algo que pagaría el ministro con su propio cese en febrero de 1956 según la paradoja constitutiva de los sistemas autoritarios enunciada en el apartado anterior: a mayor implicación y dinamismo de las bases sociales del régimen, respondía éste con un esfuerzo simétrico para atajar, controlar y desmovilizar esas mismas bases. También el SEU fue víctima de esa paradoja irresoluble. El Ministerio Ruiz-Giménez fracasó en sus objetivos, pero su éxito consistió precisamente en la visibilidad de la derrota, al hacer pública por primera vez la mera conjetura de un proyecto diferente desde el interior del sistema41. Tras su salida del poder, en medio de una campaña de prensa contra ellos, de abandono por parte de sus apoyos en la Iglesia y la Falange, de hostilidad de casi todo el gobierno, de movilizaciones callejeras y detenciones, RuizGiménez, Laín y otros miembros del grupo entraron en una larga crisis de conciencia. Traducida luego en comportamientos públicos de intencionalidad no necesariamente política, pero de evidente significado político en aquellas circunstancias, esa derrota les permitiría convertirse en referentes de las nuevas promociones que en los años sesenta accedían ya a una universidad ampliamente politizada y movilizada contra la dictadura. El más intrépido de todos ellos, Ridruejo, ya se había dado cuenta en 1954 de lo ilusorio de su empeño, cuando aún creía «que era posible introducir en la situación dada cierta virtud modificadora que la llevase a una mayor apertura, que replantease en ella el problema de nuestra convivencia −la de vencedores y vencidos…»42. Pero no será hasta después de los sucesos universitarios de Madrid en febrero de 1956 cuando se presente ya, sin ningún tipo de ambigüedad, como un demócrata. Ya no se trataba, como en los meses anteriores, de «apertura», de «sondear lealmente la opinión», de «movimiento hacia el futuro», de «una campaña seria de moralización», de «integración en la continuidad de España», de «airear los problemas» o «admitir la presentación de opiniones». Escribe ahora, «con plena aceptación, la palabra Democracia», nada menos que en un informe para la Junta Política de FET y de las JONS43. Había compartido ya las privaciones de la cárcel con los estudiantes detenidos, aunque a diferencia de éstos él ya estaba vacunado contra el sarampión de las grandes ideologías.

40

“Manifiesto a los universitarios madrileños”, Madrid, 1/2/1956, versión completa consultable en Hispania, 1956 (http://www.filosofia.org/his/h1956b01.htm).

41

Jordi Gracia, Crónica de una deserción..., cit., p. 276.

42

Carta a Carles Riba, en Jordi Gracia, El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo, 1933-1975, Barcelona, Planeta, 2007.

43

Dionisio Ridruejo, “Declaración personal e informe polémico sobre los sucesos universitarios de Madrid en febrero de 1956”, en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., pp. 281-302.

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4.

La caja de Pandora y los nuevos vientos de la oposición política

«A Franco, repito, le noto preocupado, no sólo por la política marroquí, sino también por la interior, y especialmente por el asunto de los estudiantes que lleva con tan poca fortuna el ministro de Educación…»44. Pacón veía así a su primo, Francisco Franco, a principios del año 1956, preocupado no sólo por la inminente pérdida de un territorio que consideraba como un “hijo”, según hemos sabido hace poco45, sino también por la movilización de los estudiantes, entre ellos los hijos –en este caso de verdad– de algunos de sus viejos amigos o compañeros de armas, los Pradera, Sánchez Mazas o Kindelán. Puede parecer hoy que las cosas quedaban en familia, con un Franco condescendiente hacia el ansia juvenil de unos “jaraneros” y “alborotadores” de buenas familias, en ningún caso capaces de amenazar ni de lejos la estabilidad del sistema46. Pero sabemos que los sucesos de esos meses culminaron con el cese fulminante de dos ministros, hecho ya de por sí extraordinario en la historia del franquismo, y con una serie de cambios de largas consecuencias en el gobierno, el Estado y la sociedad: la llegada del grupo relacionado con el Opus Dei, el cambio en la política económica y la reforma administrativa, el surgimiento de una nueva oposición organizada. En un régimen caracterizado por su capacidad de adaptación a las circunstancias sin romper sus líneas esenciales de continuidad, puede decirse que ninguna fecha como 1956, ni tan siquiera 1945, marcó un antes y un después. Desde hacía tiempo llegaban noticias, rumores e informes sobre una creciente hostilidad de los jóvenes universitarios, desencantados del contraste entre la realidad y la retórica de las proclamas en que se habían formado desde la adolescencia. En 1948 un informe confidencial del jefe nacional del SEU, José M. Del Moral, citado en un reciente libro sobre los Estudiantes en el franquismo, constataba que la juventud universitaria había empezado a cambiar sus valores y mostraba cada vez menor preocupación política, inversamente proporcional a su hartazgo de las organizaciones falangistas47. En los años cincuenta esas notas e informes no dejaron de multiplicarse hasta describir en su conjunto un escenario inquietante para quienes los leían. Entre las muy interesantes reproducidas por Roberto Mesa en su conocido libro Jaraneros y alborotadores, una nota informativa de diciembre de 1955 comentaba los abucheos en 44

Francisco Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones privadas con Franco, Barcelona, Planeta, 1978, pp. 159-160. 45

Ignacio Cembrero, “El hijo que Franco perdió en 1956”, El País, 6/4/2008.

46

Así parece, por ejemplo, en la nota informativa de 13/3/1956, en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., p. 152. Sobre el periodo ver el excelente libro, aunque sin referencia a sus fuentes y con algunos errores, de Pablo Lizcano, La generación del 56. La Universidad contra Franco, Barcelona, Grijalbo, 1981.

47

Elena Hernández Sandoica, Miguel A. Ruiz carnicer y Marc Baldó, Estudiantes contra Franco (19391975), Madrid, La Esfera de los Libros, 2007, pp. 105-106.

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un teatro universitario al aparecer en escena el personaje que representaba al delegado sindical como un «índice de la impopularidad en que, entre los propios estudiantes, va cayendo el SEU». Dos meses después las votaciones para delegados de curso simplemente «ha demostrado, una vez más, lo antipopular que resulta el SEU entre los estudiantes de la Facultad de Derecho»48. Lo puso aún más en evidencia, en octubre de ese mismo año, el rudimentario pero muy significativo informe sociológico sobre Las actitudes sociales en la universidad de Madrid de José Luis Pinillos, antes citado. Reflejaba una amplia insatisfacción hacia la estructura socioeconómica y el «clima cultural reinante», de modo que «un 82 por 100 declara terminantemente que no tiene confianza en las minorías rectoras actuales», aunque Pinillos precisaba que «no se trata de que haya surgido una ideología progresista claramente estructurada, sino un desacuerdo con lo actualmente vigente»49. En poco tiempo ese desacuerdo iba a ser el cimiento de una ideología progresista cada vez más estructurada y diversificada, pero por entonces la Carta de los Derechos del Hombre, folletos sobre la unidad de Europa o el Estatuto de la Comunidad Europea, libros como Un testamen espagnol de Arthur Koestler o poesías de Alberti o Pablo Neruda se consideraba material altamente peligroso susceptible de ser usado como prueba acusatoria en un juicio50. Un cuarto de siglo después el sociólogo Juan Francisco Marsal reconocía la dificultad de «entender ahora, incluso a mí mismo», cómo entonces «el espiritualismo maragalliano, el misticismo unamuniano o el orteguismo joseantoniano» habían podido llegar a «ser elementos de liberalización»51. La cultura tenía una indudable carga subversiva, como la tuvo durante toda la dictadura, pero subversiva era hasta la propia y simple realidad. En su discurso ante el V Congreso del PCE en 1954, Jorge Semprún, explicando que los intelectuales españoles ya no estaban ni con Franco ni con la Falange, que en España había una nueva poesía de contenido social, que los artistas «se orientan hacia las formas de expresión plástica del realismo» frente al «academicismo de la burocracia franquista» y «las tendencias cosmopolitas del arte abstracto», trataba de convencer a sus camaradas de que todo ello constituía un importante foco de agitación política, «porque se empieza hablando de realismo y se termina hablando de la realidad, que es un tema explosivo»52. En 1954 Jesús Fernández Santos publicaba Los bravos, novela de crítica social, y en 1956 Rafael Sánchez Ferlosio El Jarama, una mirada objetiva sobre dos grupos

48

Nota informativa del 4/2/56, en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., p. 79.

49

En Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., p. 63.

50

Ibidem, p. 150.

51

Juan F. Marsal, Pensar bajo el franquismo..., cit., pp. 10-11.

52

Agradezco a Felipe Nieto la oportunidad de consultar su excelente tesis doctoral, aún inédita, sobre Jorge Semprún, en particular los capítulos 7, “1954-1955: política comunista e intelectualidad española”, y 8, “1956, la consolidación de la política del PCE para los intelectuales”, de donde procede la información aquí utilizada sobre el PCE.

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sociales: «la juventud obrera que llevaba su banalidad y sus rebeldías a las orillas del río y la menestralía urbana que había hecho la guerra y que compartía estoicismo e incipiente visión crítica en la tertulia del chiringuito». Y, como sigue recordando Mainer, «casi a la vez, el estreno de Calle Mayor, de Juan Antonio Bardem, ofrecía al espectador una revisión de La señorita de Trevélez, la “tragedia grotesca” de Carlos Arniches, que se acercaba con preocupación a la miseria moral de una juventud provinciana embrutecida por el ocio y los prejuicios»53. Los años siguientes verían la explosión de novela social: 1958 con Central eléctrica, de Jesús López Pacheco, y 1959 con La piqueta, de Antonio Ferres, La mina, de López Salinas, y La zanja, de Alfonso Grosso, todas ellas publicadas en la editorial Destino por autores que formaban el núcleo intelectual del Partido Comunista en el interior, a los que años después, en plena crisis de la cultura progresista, se calificaría despectivamente como “la generación de la berza”. Se entiende así que en la declaración de López Pacheco, detenido tras los sucesos de febrero de 1956, la policía le preguntara por una serie de fotos que tenía colgadas en su habitación y que el inculpado se justificara declarando que «no eran para recrearse en la miseria», sino prestadas por un amigo fotógrafo para inspirar un libro de poemas, y que «no señalan únicamente miseria, sino también tristeza»54. Hoy puede parecer absurdo, la miseria acusada de subversión, pero la visión de las míseras barriadas de Madrid o Barcelona fue entonces como una revelación para los jóvenes universitarios que las recorrían desde 1951 como voluntarios del Servicio Universitario de Trabajo (SUT), otra iniciativa del incansable padre Llanos luego adoptada por el SEU. A unos esa revelación les conduciría a otro tipo de catolicismo, como le ocurrió a Alfonso C. Comín, a otros directamente al comunismo, como a Pradera, Tamames o Múgica. Se entiende así también que los informes de la policía usaran todavía un lenguaje entre paternalista y comprensivo al referirse a los sospechosos Javier Pradera («nieto de don Víctor»), Fernando Sánchez Dragó («con una especie de buena intención subjetiva muy especial») o José Luis Marras («creyente, no católico, de intenciones subjetivas honradas»). Y que lo religioso fuera aún línea divisoria, entre un Dragó «ateo rabioso y blasfemo recalcitrante» y un Carlos Ribera que «el año pasado era católico»: en cualquier caso, todos ellos «gente desorientada, pero con buena intención», con «miras muy definidas en contra de la situación actual y de los comunistas: son liberales»55. Pronto se supo con la consternación imaginable que entre ellos había comunistas. La conspiración tantas veces anunciada pareció hacerse realidad, como anunció luego la prensa: «La conjura tiene nombres propios», denunciaba El Español, órgano oficioso del Ministerio de Información y Turismo de Arias Salgado, quien utilizó su acceso directo a las confesiones de los detenidos ante la policía para demostrar el contubernio y la infiltración comunista en la universidad. Se trataba de un largo proceso, «el proceso 53

José C. Mainer , “Una revisión de la Guerra Civil: Punta Europa (1956)”, cit., pp. 265-280.

54

En Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., p. 232.

55

Informe, Madrid, 10/11/1955, en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., p. 36.

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desarrollado sistemáticamente sobre un grupo de jóvenes universitarios, mediante unos procedimientos técnicamente orientados a corromper su mentalidad, a desarraigarlos de sus creencias religiosas, para moverlos, en la ocasión propicia, como peones sobre un tablero de ajedrez, dentro de un plan perfectamente estudiado»56. El mismo diario afirmaba unos días después que esa maniobra había utilizado tres resortes: «irresponsabilidad liberal, vanidad intelectual y cálculo comunista»57. Resulta evidente que lo sucedido fue instrumentalizado por los enemigos de la apertura iniciada por Ruiz-Giménez, que eran muchos y fuertes, como se vio, desde el Ejército, con sus ministros en el gobierno hasta el Ministerio de Gobernación de Blas Pérez, desde la Falange más reaccionaria y burocratizada a la Iglesia, pese a que el Ministerio de Educación Nacional fue un compendio nunca igualado de intelectuales falangistas y católicos. Los disturbios de febrero de 1956 eran la punta de un iceberg, el de la campaña en marcha contra la «influencia de ciertos intelectuales» (Unamuno, Baroja u Ortega, «una “clave” en este caso»), «de proceso a las ideas, de recelo contra la inteligencia, de miedo a la competencia y de odio a la libertad». Una campaña llevada a cabo por determinados «círculos religioso-intelectuales fundados sin duda con nobles fines, pero, al parecer pródigos en personajes consagrados a la táctica de la intriga y el mangoneo», que mantenían una «guerra a muerte» con la Institución Libre de Enseñanza (ILE), de la cual copiaban los métodos pero no su «auténtico amor por la cultura», y se apoyaban en una «legión de satélites reaccionarios» como fuerza de choque con la aprobación del Ministerio de Gobernación. Así, con esa duras palabras, lo explicaba Dionisio Ridruejo a la Junta Política de FET y de las JONS58. Y por eso le parecía evidente que «no hay correlación de importancia entre la naturaleza y el volumen de los sucesos y las consecuencias de los mismos»59. Para Ridruejo los estudiantes protestaban como era su obligación generacional contra «un grado de libertad interior y de educación ridículo, con una desigualdad social pavorosa y que da niveles mínimos de vida deplorables, y con un embotamiento de la conciencia ciudadana casi total». Los jóvenes se habían movilizado de buena fe ante los problemas del país, pero una vez más se «acudía al expediente perezoso y simplista de ignorar u ocultar las causas sociales, políticas y psicológicas de un malestar espontáneo, para buscar la explicación en un conjura de carácter ideológico». La lucha contra el comunismo, que él consideraba justa, no podía ser sólo policial, como demostraba el ejemplo de los países más democráticos. Sólo después sabría Ridruejo de la militancia comunista de algunos de esos estudiantes.

56

El Español, 4/3/1956, en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., p. 259 y ss.

57

El Español, 24/3/56, en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., p. 259 y ss.

58

“Declaración personal e informe polémico sobre los sucesos universitarios de Madrid en febrero de 1956”, en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., pp. 301-302.

59

En Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., p. 281.

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Precisamente Jorge Semprún, enviado por el PCE a España bajo la identidad de Federico Sánchez, era un observador privilegiado de lo que estaba ocurriendo. En sus informes al partido describía el hastío de esas nuevas generaciones universitarias ante el poder hegemónico de la Iglesia sobre la cultura, ante las pastorales contra Unamuno, ante la censura de un homenaje a Baroja en la revista falangista Índice. Así como el resurgir de posiciones democráticas en intelectuales liberales, orteguianos o católicos, sobre todo en «las nuevas promociones, al calor y bajo la influencia, por indirecta que ésta sea, de nuestra ideología». Semprún estaba convencido de la importancia de los estudiantes e intelectuales ahuyentados por la dictadura en la lucha contra ésta: «El frente estudiantil, por sus peculiares características, puede ser uno de los sectores en que más fácilmente puede romperse la opresión franquista». Sin embargo, desaconsejaba la creación de organismos ilegales como la FUE e invitaba a sus contactos, como Javier Pradera o Enrique Múgica, a luchar desde dentro del SEU para «matar al diablo con su propia espada». Pero la dirección y muchos militantes del Partido Comunista no tenían la misma confianza en la contribución de los intelectuales a la lucha antifranquista y, como señalaba un documento interno, «los trabajadores se han alegrado porque han “zurrado a los señoritos”, pero no ven alcance político de estas luchas», y puesto que «los estudiantes son una fuerza limitada y fácil de apaciguar con toda una serie de medidas», quedaba claro que «corresponde a la clase obrera ponerse al frente de las luchas». Semprún tuvo que vencer estas reticencias, ayudado en su tarea por la creciente repercusión pública de la agitación estudiantil en Madrid y otras universidades españolas, como Barcelona, Valencia, Salamanca o Sevilla desde 195460. Por fin, en abril de 1954, el PCE hacía público un largo Mensaje a los intelectuales patriotas y, presentándose como «el partido que ha valorado justamente la función de los intelectuales en la vida nacional», llamaba a éstos a luchar contra un régimen que se permitía humillar incluso a respetadas figuras que en su día le apoyaron, como Unamuno, Baroja, Ortega, Marañón o Menéndez Pidal. Los «verdaderos intelectuales», cualesquiera que fueran sus creencias y su posición pasada, debían unirse a la lucha mayoritaria de los jóvenes, de todo el pueblo español, con la clase obrera al frente, a favor de la paz y la independencia nacional. Los redactores del mensaje no podían dejar de reconocer que la oposición intelectual y estudiantil, era «todavía esporádica, que conserva caracteres de espontaneidad y de confusionismo en cuanto a los métodos de lucha, así como sobre el objetivo mismo de la lucha», algo que se explicaba en términos ortodoxamente marxistas, «por las circunstancias concretas, históricamente determinadas, en que se desenvolvió hasta ahora».

60

“Resumen del 1 al 6 de febrero de 1956”, en Roberto Mesa, Jaraneros y alborotadores..., cit., pp. 126131. Sobre los estudiantes de Barcelona, ver Joseph M. Colomer i Calsina, Els estudiants de Barcelona sota el franquisme, Barcelona, Curial, 1978; sobre Valencia, ver Benito Sanz Díaz, Rojos y demócratas. La oposición al franquismo en la Universidad de Valencia, 1939-1975, Valencia, CCOO, 2002.

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Y, sin embargo, a pesar del lenguaje burdo, patriotero y dogmático que aún lastraba la redacción del manifiesto, tan poco adecuado para atraer precisamente a los intelectuales, y a pesar de la debilidad de la oposición interior durante aquellos años, ésta adquiría un valor excepcional que a nadie se le ocultaba: un franquismo fortalecido dentro y fuera de sus fronteras nacionales comenzaba, sin embargo, a perder trozos importantes de sus apoyos sociales. Trozos importantes porque, más allá de lo cuantitativo, la naturaleza intrínseca de la disidencia intelectual le daba una especial repercusión ante la opinión pública interior, aún incipiente, e internacional justo cuando el régimen buscaba su definitiva legitimación, como demostró el famoso “contubernio de Munich” de 1962. Por eso la movilización universitaria de los años 50 resultó decisiva en el camino hacia la democracia. El Mensaje a los intelectuales patriotas fue así un paso importante en el camino del PCE hacia la política de Reconciliación Nacional, que culminaría en junio de 1956, al acercarse «el XX aniversario de una fecha histórica, del 18 de julio de 1936, en que comenzó la guerra de España»61.

5.

Conclusión

No era ninguna novedad que en el franquismo coexistieran diversos grupos políticos, con visiones de la sociedad distintas y en algunos aspectos aún opuestas, lo que sí fue nuevo en los años 50 fue la visibilidad de esa lucha por el poder entre sectores con proyectos alternativos para el futuro, aunque expresados en los únicos términos en los que entonces resultaba posible hacerlo, los de la cultura. Tal visibilidad fue, como ha explicado Santos Juliá, el elemento decisivo en la abrupta conclusión de los acontecimientos en febrero de 1956, así como en sus consecuencias posteriores62. Si la llegada de los “tecnócratas” del Opus Dei al gobierno significaba una apuesta por modernizar la administración sin tocar las bases de legitimidad ni disparar otra vez el conflicto entre los distintos sectores ideológicos, entre amplios sectores de la juventud este conflicto, con su secuela de intelectuales que arrastraban visiblemente su condición de derrotados, abrió la espita para la disidencia en clave cultural pero también, cada vez más, explícitamente política. De ahí que en los años siguientes a 1956 los partidos históricos de la oposición vieran cómo nuevas promociones del interior entraban en sus filas y, sobre todo, se asistiera a la creación de nuevas organizaciones políticas de la izquierda antifranquista. Unas, como la Agrupación Socialista Universitaria (ASU), reivindicando la continuidad de la línea histórica interrumpida por la guerra, otras como la Nueva Izquierda Universitaria (NIU), germen del Frente de Liberación Popular (FLP), más en ruptura con esa

61

Mª. José Valverde Márquez, “Renovación de la estrategia del Partido Comunista de España: La Política de Reconciliación Nacional”, en E. Baena y F. Fernández (coords.), III Encuentro de Investigadores sobre el Franquismo y la Transición, Sevilla, Muñoz Moya, 1998.

62

Santos Juliá, Historias de las dos Españas, Madrid, Taurus, 2004, en particular las pp. 355-396.

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tradición y más influidas por las tendencias europeas de la llamada “nueva izquierda”63. La crisis del SEU dio paso a su vez a un nuevo sindicalismo universitario clandestino, primero con la Unión Democrática de Estudiantes (UDE) y luego, ya en 1961, con la Federación Universitaria Democrática Española (FUDE). En otros casos se asistió a la evolución de una parte de los militantes de base e incluso de algunos dirigentes de las propias organizaciones vinculadas al franquismo, como las ramas especializadas de Acción Católica (AC) o la renacida Asociación Escolar Tradicionalista (AET). A esas organizaciones confluyeron jóvenes procedentes del SEU y de las asociaciones católicas, de familias del régimen como los Kindelán, Herrera Oria, Bustelo, Girbau, Pradera o Cerón, y de las clases medias republicanas hasta entonces atenazadas por el terror. Sirvieron, como reclamaba el manifiesto de 1958, de lugar de encuentro entre los hijos de los vencedores y los vencidos, como lo fueron muchas otras iniciativas no explícitamente políticas ni clandestinas, aunque entonces todo cobraba un sentido político y se movía en el ambiguo terreno de la tolerancia vigilada. Desde antiguas revistas como Índice, Destino o Triunfo, a las nuevas como Theoria (1953), de Miguel Sánchez Mazas y Carlos París, o ya en los 60 Praxis (1960), de José Aumente, José Manuel Arija o Carlos Castilla del Pino, y la fundamental Cuadernos para el Diálogo (1963), fundada por el ex ministro Ruiz-Giménez al frente de un grupo de estudiantes universitarios (y en el exilio como Realidad, revista del PCE creada en Roma por Semprún, Fernando Claudín y Manuel Azcárate, o Cuadernos de Ruedo Ibérico (1965), impulsada por José Martínez en París), pasando por nuevas editoriales como Seix Barral o Taurus, aparecidas entre 1955 y 1956. La universidad, concebida como espacio de poder privilegiado para minorías rectoras por el falangismo de raíz orteguiana y por el catolicismo propagandista, se ponía ahora a la vanguardia de la movilización contra la dictadura y la lucha de los estudiantes – secundados cada vez más por sus profesores– en los recintos cerrados de las universidades se convertía en una metáfora de la lucha de la sociedad entera por su libertad.

63

Ver Abdón Mateos, “La Agrupación socialista universitaria, 1956-1962”, en La universidad española bajo el régimen de Franco, (ed. de Carreras y Ruiz Carnicer), Zaragoza, 1991, pp. 541-572; y Julio A. García Alcalá, Historia del “Felipe” (FLP, FOC y ESBA). De Julio Cerón a la Liga Comunista Revolucionaria, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001.

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