La dinámica del capital humano y las interfaces del nuevo entorno

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La dinámica del capital humano y las interfaces del nuevo entorno Mariano Fernández Enguita Ilustraciones de Alexis Capera Cuadernos de Pedagogía, Nº 447, Sección Monográfico, Julio 2014, Editorial Wolters Kluwer, ISBN-ISSN: 0210-0630

Mariano Fernández Enguita. Universidad Complutense de Madrid. http://www.enguita.info ¿Se puede hablar de educación y capital humano en la era de la información? Nada más natural, lógico y necesario, al menos de manera intuitiva, y así es para los mortales y para las ciencias sociales, pero pocas cosas resultan tan escabrosas en el mundo educativo y el submundo docente. En las líneas que siguen sostendré que no solo se puede sino que se debe y es imprescindible hacerlo. Quizá por mi materialismo grosero, o marxistizante, me centraré en el valor de la educación para acceder a oportunidades vitales y recursos económicos. Me alinearé así con el populacho, que tiene la fea costumbre, al decidir en materia de educación, de preguntarse más por el valor económico y laboral de las opciones que por sus implicaciones para el ejercicio de la ciudadanía, el acceso a la cultura o el desarrollo personal. Asumiré, incluso, que ser económicamente independiente es un requisito indispensable, más importante para el desarrollo político, cultural, afectivo, etc. del individuo que una tonelada de teorías críticas. Mostrar/Ocultar

La batalla contra el mundo, el demonio y la carne La tradición pedagógica no es precisamente de amor al trabajo. En su high end y ya desde Atenas tenemos la defensa de "la verdadera educación", opuesta a la "grosera, servil e indigna" (Platón) destinada a oficios "viles" o "serviles" (Aristóteles); en su low end, el diseño de una escuela ajena al trabajo, como cuando Lutero propone para todos escuelas cristianas a las que acudir una o dos horas "y que el resto del tiempo estén ocupados en casa aprendiendo un oficio manual o aquello a lo que se les piensa destinar". Hoy no hablaríamos de oficios viles, ni de escuelas cristianas, ni de destinar a alguien a nada, pero el discurso es el mismo,

simplemente, aggiornato, cuando se despotrica contra las visiones economicistas, mercantilistas, subordinadas al

mercado de trabajo..., en nombre de la educación integral, crítica, del ciudadano, para el desarrollo personal, etc. No digo que la educación no deba incluir las dimensiones social, política, artística, emocional, deportiva, etc., sino que está muy

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lejos de ser integral, favorecer un desarrollo personal completo, contribuir a asegurar la ciudadanía plena precisamente por lo contrario de lo que suelen suponer las profesiones que viven de ella, es decir, por su alejamiento del mundo del trabajo, por su ignorancia de las coordenadas económicas, por sus rituales de pureza y no contaminación frente al ineludible mundo de la economía. Resulta irónico, por lo demás, que las prédicas contra la economía en nombre de la educación vengan justamente de aquellos para quienes una y otra son la misma cosa, cuya economía es la educación, es decir, los docentes, y entre los docentes sobre todo aquellos más protegidos de la economía por la política, los funcionarios (y aspirantes) de la escuela estatal. Un espíritu malintencionado podría pensar que, cuando dicen amor, quieren decir sexo; que cuando hablan de la educación de los demás lo hacen, en realidad, de su propia economía; que cuando pretenden promover valores universales no defienden sino sus propios intereses. Pero no hay que ir tan lejos: limitémonos a constatar que, salvo quienes tenemos la suerte, en muchos aspectos envidiable, de haber hecho de la educación nuestro propio modo de vida, los demás, cada vez que toman una decisión en materia educativa o ven que va a ser tomada en su nombre, no pueden dejar de preguntarse de manera explícita qué efectos económicos tendrá sobre sus vidas. Paradójicamente, la crisis en curso, con graves recortes en el gasto público en educación, ha provocado que muchos de los que ayer abominaban de cualquier consideración económica se apunten a la idea de la educación como inversión, esto es, como capital humano, en vez de como mero gasto o consumo, por muy deseable que resulte, desde un punto de vista económico. Está por ver si esto va a facilitar el debate sobre las políticas educativas o simplemente a añadir un punto de patetismo a los participantes.

La sociedad de la información y el valor del conocimiento Todo proceso de producción requiere, formulado en términos abstractos, tres elementos: a) materia, b) energía y c) información; en una formulación más propia de la economía: a) medios de producción, b) trabajo y c) información. El tránsito a la economía de la información es el proceso por el que este tercer componente, potencialmente ilimitado, nos permite economizar en los dos primeros, siempre escasos. La información mejora el uso que hacemos de los medios de producción y de nuestro trabajo, haciéndolo más eficaz y eficiente. Los torna así menos escasos (aumenta la cantidad disponible, reduce su proceso de producción, los sustituye por otros recursos más accesibles) y, por tanto, reduce su valor relativo; pero, al hacerlo, se vuelve ella misma más escasa en relación con su necesidad y demanda creciente y, por ende, más valiosa. Las anteriores revoluciones industrial y organizacional elevaron socialmente al propietario de los medios de producción (capitalista, empleador, burgués...), primero, y al organizador del trabajo colectivo (directivo, mánager, empresario...), después, dejando abajo, respectivamente, a los propietarios (desprovistos de propiedad) y a los subordinados (desprovistos de autoridad). La revolución informacional eleva socialmente al profesional, al trabajador cualificado, al trabajador autoprogramado, al manipulador de símbolos, al inforrico o logorrico... No contamos con una denominación inequívoca y compartida, pero eso no cambia las cosas: la revolución informacional eleva socialmente a quien posee una cualificación que los demás no tienen pero necesitan, y deja abajo a quienes no la poseen. En realidad, se trata de un contínuum, pero con una fuerte tendencia a la polarización de las recompensas asociadas. Sucede lo mismo que con la distribución de la propiedad o la autoridad, solo que a través de mecanismos distintos. La propiedad es susceptible de acumulación ilimitada en el ámbito de la economía, sin otros límites que los que pueda poner la política: de ahí las inmensas fortunas en un contexto de economía global y política nacional. La autoridad no puede acumularse en semejantes proporciones, ni alcanzar el carácter absoluto de la propiedad, pero aun así las remuneraciones de los directivos se han multiplicado en relación con las remuneraciones medias a ritmo galopante. Las desigualdades asociadas a la cualificación tienden a polarizarse de igual manera, y las recompensas asociadas a sus diferencias, mucho más. Nótese que el valor de la cualificación, como el de cualquier otro bien, es relativo: que depende de la oferta y la demanda, no de su coste de producción (este, mayor o menor, solo condiciona la posibilidad de acudir a aquellos nichos con mejor precio). La

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cualificación cero no es ninguna, sino la que todo el mundo tiene. En trazo grueso eso significa por ejemplo que, en el contexto europeo actual, tener la graduación en ESO es lo mismo que nada y, no tenerla, es menos que nada (el sistema educativo español arroja anualmente, a la primera condición, a un tercio de los alumnos, entre los cuales, a la segunda, un cuarto). A partir de ahí, las diferencias en las recompensas se disparan en relación con las diferencias en cualificación, pero geométrica, no aritmética. Un radiólogo no estudia el doble que un enfermero, pero gana el cuádruple; muchos abogados saben poco más unos que otros, pero algunos pueden disparar sus minutas de acuerdo con su capacidad percibida; legiones de músicos pueden hacer cover versions muy parecidas a los originales de otros, pero sus ingresos se mantienen a años luz. Potencialmente, la cualificación tiene una enorme capacidad de producir desigualdad, lo que desmiente la promesa meritocrática que arrancó de La República de Platón y que tanto ha encandilado a los educadores, tradicionalmente torturados por la incongruencia de estatus de tener una educación superior (o algo menos) pero un salario medio (o algo más).

El conocimiento socialmente útil y necesario Ahora bien, el conocimiento solo funciona como capital humano si es socialmente útil, necesario; o, por decirlo de otro modo, necesario para los demás, es decir, escaso. Si no se puede vivir del aire es porque, aunque sea mucho más útil y necesario que los diamantes, cada cual tiene el suyo. Lo mismo cabe decir del conocimiento: el que todo el mundo tiene no vale nada en términos económicos. Por eso es un ejercicio muy sensato preguntarse sobre la escasez relativa de tal o cual tipo de cualificación: ¿tiene más futuro un antenista o un fontanero?, ¿un abogado o un contable?, ¿un maestro de Primaria o un educador social? No sería mala cosa que, en vez de limitarse a divagar sobre los componentes del coeficiente intelectual o las inteligencias múltiples, los orientadores escolares se informasen un poco sobre el mercado de trabajo. Pero, en términos más generales, hay algunos procesos que podemos presumir que van a afectar a todos. Quizá se entienda mejor considerando la evolución de la economía en el muy largo plazo. Antes de la revolución industrial, la gran mayoría de la población era campesina y una minoría vivía de los oficios artesanos (el resto eran sirvientes, mendigos, monjes, soldados y una pequeña élite). El imperio romano tardío adscribió a los trabajadores a los oficios o a la tierra y, de hecho o de derecho, así fue hasta la explosión del mercado: se accedía a una ocupación, normalmente hereditaria, de por vida. En esa circunstancia, el conocimiento necesario, más o menos complejo, formal o informal, era en todo caso concreto, vinculado a esa ocupación, y no necesitaba ser transferible. Excepto para monjes, escribas y demás, cuya cualificación giraba precisamente en torno al uso avanzado de la lectoescritura, para el resto la escuela, cuando llegó (la instrucción primaria), sería simplemente una pátina relacionada con los cambios en su condición de fieles, de súbditos o de ciudadanos, pero poco o nada, en el plano cognitivo, en sus condiciones de trabajo (otra cosa sería como socialización en la disciplina colectiva). El desarrollo económico cambió progresivamente eso. Para bien o para mal, el trabajo se convirtió en trabajo libre, desvinculado de cualquier condición hereditaria y disponible para cualquier cometido. Con ello, los trabajadores fueron precisando una dosis creciente de conocimiento abstracto, aplicable en diversos contextos productivos. Parte del mismo fue, por supuesto, la propia lectoescritura, que permite una comunicación más descontextualizada. Otra, la aritmética elemental y los sistemas "de pesas y medidas", que facilitan el trabajo de precisión y la fluidez del intercambio. Pero probablemente el paso más importante haya sido el acceso generalizado a la Enseñanza Secundaria, en la que el aprendizaje de las disciplinas entraña un nivel de abstracción superior y, por tanto, una mayor capacitación del trabajador para adaptarse a cambios de empleo y en el mismo empleo, al aprendizaje y aplicación de técnicas variadas, etc., al dotarle de conocimientos, destrezas y competencias más fácilmente transferibles. La aceleración del cambio social, sobre todo del cambio económico y tecnológico, marca un nuevo nivel de exigencia. El trabajador, cualquier trabajador, se ve primero llevado a adaptarse a demandas más intensa y rápidamente cambiantes en el empleo o entre empleos, lo cual requiere mayor generalidad y transferibilidad de las capacidades y las pone más seriamente a prueba. Más allá de esto, se ve él mismo empujado a responder de forma creativa a esos cambios, o a generarlos por sí mismo, es decir, a innovar, y esto requiere un nivel superior de cualificación, el que generalmente se asocia con la enseñanza superior o,

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al menos, postsecundaria. La formación permanente no solo se torna más densa y frecuente sino que pasa de la mera asimilación de conocimientos consolidados, nuevos solo para el aprendiz, a su generación en respuesta a las necesidades. Cabe afirmar que el mismo ejercicio cotidiano de los trabajos altamente cualificados entraña de forma continua nuevos aprendizajes sobre el terreno, pues eso son, aunque no sean solo eso, la innovación, la investigación, la creatividad. Para la institución escolar esto significa que el alumno no solo debe aprender esto o aquello sino que debe, además, como no nos cansamos de afirmar, aprender a aprender. Pero aprender a aprender no es algo opuesto a simplemente aprender, sino el resultado de añadir al aprendizaje la reflexión sobre el mismo, de manera que pueda abordarse de manera cada vez más autónoma. No es, por tanto, una alternativa al énfasis en los contenidos, sino un contenido añadido a los mismos, la dimensión reflexiva del aprendizaje mismo. La única manera de aprender a aprender es aprendiendo y reflexionando sobre el aprendizaje. En sentido contrario, claro está, esto no nos libra del problema de cribar los contenidos, tanto más en un momento en que estos se encuentran ya para todos, como suele decirse, a unos pocos clics.

Los nuevos entornos y las nuevas interfaces Decir sociedad de la información o del conocimiento es hoy ya decir entorno digital y, en un contexto más restringido, economía digital. Esto no solo significa que una parte creciente del producto social consiste en bienes y servicios que se presentan en un soporte digital, desde un libro o una canción en copia digital a una tutoría académica o una consulta de nutrición por videoconferencia, y que, en correspondencia, una parte creciente del empleo se crea en este sector de la economía. Significa también que, en la producción y el uso del resto de los bienes y servicios, tan pesados como un frigorífico, tan físicos como un conflicto armado o tan naturales como el cultivo de la vid, hay ya un componente creciente y a menudo imprescindible de procesos digitales. Consecuencia de ello es que un empleo tras otro se vean transformados por la incorporación de estas tecnologías y que muchos acaben simplemente fagocitados por ellas. La tecnología, que ayer sustituyó masivamente el trabajo físico en la producción industrial, hoy hace otro tanto con buena parte del trabajo intelectual; desde luego que no el más creativo –de momento–, pero sí el grueso de lo que no hace mucho eran deseables ocupaciones de clase media (piénsese en los servicios bancarios, las agencias de viajes, la tipografía, etc.). La sociedad de la información es también la de la globalización. No faltan quienes desearían y sugieren quedarse con la primera pero frenar la segunda, pero eso no es más que una quimera reaccionaria, pues son indisociables. Nuestra era es global porque es digital (la tecnología es la que permite los mercados mundiales, la información global, la producción transnacional, etc.), y es digital porque es global (la escala global permite las grandes inversiones iniciales de la economía digital, genera economías de escala y nichos de "larga cola", fecunda y acelera la investigación y la innovación, etc.). En todo caso, para los trabajadores esto implica que no solo están en competencia con las máquinas sino también con los trabajadores del resto del mundo, que la competencia por el empleo que antes se desarrollaba en un ámbito local o nacional ahora lo hace en un ámbito regional (en nuestro caso, europeo) y global, pues muchos procesos de producción locales pueden ser deslocalizados y muchos empleos locales son susceptibles de ser desempeñados por inmigrantes presentes o potenciales. Mostrar/Ocultar

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Es más: estamos acostumbrados a pensar esta globalización en relación con el trabajo rutinario y manual, en la figura de inmigrantes que vienen a desempeñar los empleos que los nativos no quieren o de industrias contaminantes y empleos poco cualificados que son trasladados a países en desarrollo (lo que antes se denominaba la "nueva división internacional del trabajo"). Pero el proceso está alcanzando una fase nueva en que lo que inmigra son trabajadores altamente cualificados y lo que se externaliza son también tareas y empleos de alta cualificación. Aunque pongan trabas a la inmigración masiva, todos los países desarrollados pugnan ahora por atraer técnicos y profesionales (la vieja "fuga de cerebros"), se desgajan y externalizan tareas profesionales (por ejemplo, los análisis radiológicos, la programación informática o la redacción de documentos legales desde Estados Unidos y el Reino Unido hacia la India). Hay distintas maneras de responder a esto: una, la vía casposa, es poner barreras a personas y cosas, construir fronteras y aranceles, poner coto a la inmigración y "comprar español". Pero lo primero es inmoral y lo segundo inútil; lo primero poco y lo segundo nada eficaz. La otra opción es fortalecer la cualificación de toda la ciudadanía para que esté en condiciones de competir –y de contribuir– en una economía global, así como asegurar una cualificación suficiente a todos para que nadie se vea arrumbado a los márgenes: esa es la tarea del sistema educativo, de los centros escolares y de la profesión docente. Pero esto tiene dos importantes implicaciones sobre los contenidos: la emergencia, la importancia creciente, la indispensabilidad ya de los conocimientos y competencias que requiere este nuevo entorno digital y global, que no son ya los de antaño. Dicho en breve, la ciudadanía económica (me da igual si se prefiere llamarla empleabilidad, empoderamiento o de cualquier otra forma) requiere el dominio de las interfaces propias de este nuevo entorno bifacético, y estos son, dicho en breve, la informática y el inglés. Por informática no quiero decir que todo el mundo deba ser programador, pero sí que debe poder entender y hacerse entender por los programadores, ser usuario eficaz y eficiente de un conjunto creciente de programas, comprender en líneas generales lo que hay en la "caja negra" de la tecnología, etc. En definitiva, debe estar en condiciones de mejorar su trabajo, para sí (condiciones) y para los demás (resultados), con el apoyo de la tecnología, en vez de verse en riesgo de ser sustituido por ella (y, de quien pueda serlo, cabe decir que lo merece). En cuanto al inglés, hay que admitir lisa y llanamente que es la lingua franca del mundo actual y no seremos nosotros quienes veamos otra. No es que se precise para salir, sea como turista, emigrante o cuadro transnacional, sino que se necesita aquí mismo para interactuar con los transterrados, participar en redes supranacionales o simplemente trabajar con eficacia con Internet o leer un prospecto. Y el castellano, sin alcanzar el grado de globalización del inglés, es la segunda lengua nativa del mundo, primera o segunda lengua de hasta medio millardo de personas, el siete por ciento de la población mundial, la lengua de un subcontinente. Esto quiere decir que por el mero hecho de haber nacido o crecido aquí ya se goza de cierta ventaja secundaria en un mundo global, pero siempre y cuando se domine esa lengua mejor que los nacidos en otro lugar. La mala noticia es que justamente estas interfaces de aprendizaje necesario en un mundo digital y global encuentran todas las resistencias en el sistema educativo español. La informática no termina de entrar en las escuelas. Según la encuesta europea ESSIE, los centros españoles están objetivamente en las posiciones de cabeza en Europa por equipamiento, los profesores (dicen que) lo están también en formación en las TIC y en su uso pedagógico..., pero en el uso real estamos por debajo de la media y, en algunos aspectos, a la cola. El inglés está suscitando algunos de los conflictos más sonados en el sector: protestas contra la contratación de nativos en Madrid, revuelta contra el trilingüismo en Baleares, profesores interinos cuyo nivel no pasa del B2 por doquier... Incluso el castellano, por más que todos terminen hablándolo (como el gabacho en el epigrama de Moratín), no está aquí en sus mejores momentos ni es previsible que ayude a ello su eliminación como lengua vehicular por algunos programas de inmersión en las lenguas propias de las comunidades autónomas.

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