La diferencia invisible. Aproximaciones a una nueva lógica del sentido

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Descripción

La diferencia invisible Aproximaciones a una nueva lógica del sentido∗

Los requisitos para decir si alguien está alfabetizado, no los fija la escuela sino la sociedad Emilia Ferreiro

Del caos actual puede brotar un orden menos injusto, menos tramposo, menos opresor Jesús Martín Barbero

Nacida en una familia de docentes, Margarita tiene ocho años y es una nativa digital auténtica. Las tecnologías interactivas son el ambiente en que se desenvuelve desde el momento mismo en que vino al mundo y, pocos minutos después de nacer, su papá inmortalizó los primeros berridos en una selfie que, para su vergüenza, puso como fondo de pantalla en el celular. Hoy tiene un perfil infantil en Google+ donde armó círculos de amistades con los seguidores de sus actores y cantantes favoritos. Edita sus propios videoclips en la aplicación Video Star que bajó en la Tablet del novio de su mamá. Sigue a su querido Independiente a través de la aplicación de Fútbol Para Todos que bajó en el celular de su papá, con quien comparte la pasión por el rojo de Avellaneda; y cada vez que hay partido, si no va a la cancha, intercambia chanzas por Hangouts con sus tíos, que defienden los colores de Racing. Desde que su padre contrató Netflix, mira sus series preferidas en un perfil kid que le abrió para ella. Después de hacer la tarea, la madre le permite usar la compu del Plan Sarmiento para entrar en los juegos online de Cartoon Network y chatear con sus compañeras de escuela. Usa el WhatsApp que ella misma configuró en el celular de su madre para mandarle notas de voz a su madrina y a su prima. No tiene Facebook —tampoco Twitter— porque sus padres no la dejan, pero chusmea el muro y el timeline de su hermana para ver qué hacen las más grandes y extraer guiños que después ostenta entre sus compañeras de vóley. Es la que siempre gana el juego Te encontré, de Chicos.net, porque se bajó todas las Excursiones de Zamba y es la que más

                                                                                                                ∗ Este trabajo fue publicado en la revista Anales de la Educación Cómún Nº 5, en agosto de 2015. Disponible en línea: http://revistaanales.abc.gov.ar/wp-content/uploads/2015/08/peirone-a5.pdf

 

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sabe de historia argentina en la familia. Esta es la realidad ubicua y enriquecida con la que interactúa. Margarita es la nieta menor de Estela y Alfredo, los padres de su mamá; dos abuelos relativamente jóvenes y cancheros con los que conforma un trío de afectos entrañables, como sólo pueden construir los abuelos con sus nietos. Desde los cuatro años, cada vez que Margarita se va de viaje con alguno de sus padres, entre los tres organizan una tupida agenda de interacciones, tecnológicamente mediadas. Esto incluye citas concertadas para conversar por Skype, intercambio permanente de fotos por Gmail, y el envío diario de audios que Margarita les manda por WhatsApp desde el celular de alguno de sus padres, como si fuera una bitácora de viaje contada en capítulos de treinta segundos. Es una interacción en la que los tres se prodigan un amor sagrado, y todos los demás lo entienden de esa manera, como un territorio de regocijo mutuo al que contribuyen con una respetuosa distancia, para que nada contamine ese espacio. Pero cuando a fin del año pasado se organizaron los veraneos, ocurrió algo que no había sucedido antes y que quisiera evocar a los fines de esta nota. Por primera vez, Margarita y sus abuelos se iban de vacaciones en el mismo momento. Ella, a la costa con su papá y la novia, y los abuelos a Uruguay, porque después de muchas postergaciones finalmente decidieron ir a ver el “Desfile de llamadas” junto a una pareja de amigos. Como cada vez que hay un viaje, los tres se juntaron para armar el calendario de interacciones y a principios de febrero, cada uno partió hacia su destino. Margarita en auto, por la ruta 2, hacia Mar Azul, y los abuelos, por Buquebus, hacia Montevideo. La novedad que quiero rescatar no es la coincidencia de veranear en el mismo momento, sino el hecho de que por primera vez, al momento de iniciar la retahíla interactiva, los abuelos no iban a estar en su casa. Paso a contarles. A poco de desembarcar en Montevideo, Estela y Alfredo se instalaron en la casa que su nieta mayor les había alquilado por Airbnb y quisieron mandarle un SMS a Margarita para avisarle que habían llegado bien y que se disponían a hacer su primera caminata con los amigos por la ciudad vieja, en las cercanías del puerto. Pero surgió un problema. Ellos no sabían que debían habilitar el roaming para comunicarse desde el exterior y cuando preguntaron cómo se hacía les dieron tantas instrucciones que terminaron desistiendo. Se dijeron “no importa, a la vuelta le mandamos un mail desde la computadora que hay en el salón de uso compartido” del complejo habitacional. Así que salieron a caminar con la cámara digital nueva que Alfredo había comprado para el viaje, y empezaron a sacar las  

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fotos que, tal cual lo acordado, iban a compartir con Margarita. Pero en un momento se miraron y se dijeron casi al unísono: “¿y cómo vamos a hacer para mandarle las fotos?, ¿cómo las vamos a sacar de la cámara?”. Tratando de animarse, Estela respondió: “En el estuche hay un cable así que le preguntaremos a alguien del complejo, seguro ahí hay algún joven que nos pueda ayudar”. Y siguieron adelante con la caminata. A la vuelta tuvieron el tercer problema. Cuando quisieron enviar el mail no pudieron entrar a Gmail, ya que a su cuenta compartida se la había abierto su nieta mayor y se la había configurado como página de inicio, para que cada vez que prendieran su computadora de escritorio no tuviesen que poner la clave y el navegador les abriera directamente en la webmail. Probaron con Skype y les pasó lo mismo: no sabían el nombre de usuario de su nieta ni el de ellos. Ya más nerviosos, intentaron con WhatsApp, pero tampoco pudieron. Porque cuando subieron al buque Eladia Isabel, creyeron que debían apagar el celular, y cuando lo volvieron a encender estaba desconfigurado. Nunca sabrán si fue por un error propio o del aparato, pero lo cierto es que no pudieron usar el WhatsApp porque tampoco sabían configurarlo. Llegado a ese punto, la desazón era importante. Tenían a su alrededor un montón de aparatos pero no conocían las claves que les permitían ingresar a las aplicaciones ni sabían cómo recuperarlas o cambiarlas. Se sentían unos analfabetos. Dicho esto, me gustaría trazar un paralelo entre lo que hoy vivencian Alfredo y Estela frente a su nieta Margarita, y lo que experimentaron quienes fueron contemporáneos del pasaje de la cultura oral a la cultura escrita1. Una diferencia invisible Hoy sabemos que el pasaje de la cultura oral a la cultura escrita fue un proceso lento y trabajoso, que duró más de cinco mil años. Pero su propagación fue relativamente rápida, durante el florecimiento de las ciudades-estado en el mundo antiguo, como una consecuencia directa del crecimiento acelerado de los asentamientos urbanos y de la necesidad de administrarlos; aunque su impulso mayor lo adquirió alrededor del siglo V a.C., con la invención y la adopción del alfabeto. Por factores históricos que se remontan a la descomposición de las comunidades primitivas, la organización de las ciudades-estado entrañaba una división social jerárquica                                                                                                                 1

Hay dos autores que hacen este ejercicio comparativo con un plus analítico diferente. Me refiero a Pierre Lévy, en Cibercultura. La cultura de la sociedad digital (Ed. Anthropos, 2007) y a Michel Serres en su conferencia “Las nuevas tecnologías, revolución cultural y cognitiva”, disponible en línea: https://youtu.be/8qh44YFczto

 

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y estratificada. Era una gradación que estaba compuesta, básicamente: 1] por la casta aristocrática, que comprendía a los nobles, los sacerdotes y los militares; 2] por los hombres libres, que abarcaba a mercaderes, artesanos y campesinos; y 3] por los esclavos. En ese contexto, la posibilidad de acceder a la lectoescritura, claramente, era una prerrogativa de la aristocracia que incluía la formación en los templos y las academias como una base fundamental de su poder político. Pero la complejización de la dinámica comercial, el aumento de la población y la necesidad de formalizar acuerdos y normativas generales, precipitaron el pasaje de la escritura jeroglífica a un alfabeto más abierto y a un sistema de numeración que agilizara la interacción. Esta ampliación hizo de la lectoescritura un instrumento cada vez más útil y preciado entre los hombres libres, generando una de las mutaciones más significativas que se haya experimentado en la historia de la humanidad. Hasta ese momento cada grupo social, incluidos los extranjeros, exhibía su pertenencia sin mayor especulación ni disimulo. Las diferencias estaban naturalizadas y a la vista. No se negaban ni había razones para hacerlo. Pero la expansión de la escritura introdujo una cuña en el seno de ese esquema social de representaciones y generó una desigualdad transversal, desconocida. No era evidente como la función productiva o la extracción social, no se exteriorizaba como las marcas raciales o las lenguas extranjeras, no estaba relacionada con la procedencia geográfica ni con el coraje desplegado en las batallas. Era una diferencia invisible. Una de las primeras disparidades que experimentaron quienes aprendieron a leer y escribir, fue una dimensión del tiempo y una dislocación espacial que no podían compartir con quienes carecían de ese conocimiento. Ellos podían leer mensajes que habían sido emitidos en una circunstancia y un territorio diferentes a los del momento y el lugar en que eran leídos. Esa lectura fuera de contexto fue obligándolos a desarrollar el arte de la interpretación, a ponerse en el lugar de otros. Escribir significaba, a su vez, elaborar mensajes que no podían ser arbitrarios. Ser inteligible se volvió una misión incorporada a la comunicación escrita, lo cual llevó a respetar las precarias convenciones sintácticas y gramaticales de entonces, ya que —aunque eran rudimentarias— garantizaban ser comprendido. No bastaba sin embargo con ser claro. Lo que se dejaba por escrito perduraba y trascendía la estampa grabada sobre piel de animal, papiro o pergamino, porque portaba la capacidad de producir efectos reales. Esto, junto a la descompresión de la memoria, hizo que los alfabetizados no sólo desarrollaran habilidades cognitivas  

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novedosas, que les permitían realizar procesamientos en paralelo y relacionar signos con significados en una trama comunicativa compleja. También comenzaron a participar de una realidad ampliada, atravesada por guiños, presupuestos y acuerdos tácitos que podían causar efectos remotos. A partir de lo cual se conformó una comunidad incierta y flotante en el interior de cada comunidad. Sus miembros no eran adivinables porque la diferencia no se podía ver, pero eran portadores de conocimientos y competencias que los constituía como una comunidad de prácticas y les permitía participar de ciertas empresas y esquemas organizativos. Se produce así una alteración de la dinámica social que trascendía la estratificación y, en cierto modo, la interpelaba. No porque la discutiera o se propusiera desestabilizarla, sino porque ingresaba una nueva lógica del sentido, que complejizaba el orden social y perturbaba el status quo. El ensanchamiento de esta comunidad difusa, extensa, plural, interconectada y, de algún modo, incontrolable, capaz de traspasar barreras físicas, políticas, y culturales que un tiempo atrás eran inimaginables, fue reuniendo respuestas y afirmando conocimientos que poco a poco iban a contraponer la potencia argumentativa y explicadora del logos a las relatos mitológicos, las supersticiones y la mediación errática de los oráculos. De este modo la cultura escrita no sólo cambiaba el comercio con la posibilidad de establecer equivalencias a través de la moneda y transformaba la idea de ciudad con el establecimiento del derecho, sino también cambiaba la ciencia, la filosofía y hasta la estructuración espiritual, en tanto que el monoteísmo se constituía en la religión del libro. En otras palabras, la escritura permitió organizar la cosmovisión que con el paso del tiempo iba a construir las narrativas dominantes de occidente. Como en aquel momento, hoy asistimos a la propagación de una desigualdad que atraviesa todo el campo social y que no se sustenta en diferencia social, racial, idiomática o geográfica alguna, sino en una diferencia invisible. Como en aquel momento, “una innovación tecnológica rompe con los privilegios de una casta y abre la posibilidad de un gesto [diferenciador] a una población nueva”2, produciendo un cambio de hábitos y una interacción diversa y horizontal con el mundo. Como en aquel momento, hay un nuevo “alfabeto” —esta vez tecnológico— que cambió los lugares de enunciación, circulación y

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Baricco, Alessandro, Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación, Barcelona, Anagrama, 2008. P. 110

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recepción del sentido3. Como en aquel momento, cambia el comercio, cambia la lógica de los procesos productivos y aparece una nueva concepción monetaria4, cambia el universo conceptual y el esquema disciplinar, cambia la norma jurídica, cambia la configuración institucional, cambia la ciencia y la filosofía. Es decir, como en aquel momento, asistimos a la organización de una cosmovisión que comienza a construir otras narrativas, y una nueva lógica del sentido. Devenir otros Como en el pasaje de la cultura oral a la cultura escrita, el trayecto de la cultura enciclopédica a la cibercultura, es un proceso —aunque no tan lento, igualmente— trabajoso. Tomemos un ejemplo más o menos trillado, pero que resulta ilustrativo: el pasaje de los teléfonos analógicos a la multifuncionalidad de los smartphones. En menos de una década, los teléfonos pasaron de cumplir una función simple y concreta, como era comunicar un punto fijo con otro punto fijo, a la posibilidad de acceder a más de un millón de aplicaciones y con un touch cubrir desde necesidades profesionales y servicios urbanos hasta problemáticas de salud y actividades recreativas; además de poder comunicar, como si fuera una central telefónica inteligente, con casi todas las personas del mundo, independientemente del lugar en que se encuentren; y de poder registrar cualquier acontecimiento, ya sea particular o social sin mayor costo económico5. Este fenómeno tecno-social se reformuló radicalmente varias veces en muy poco tiempo. Uno de sus efectos fue la renovación de la interacción social, una inesperada “autocomunicación de masas”, y la exploración de variantes opositoras, organizativas y asociativas que alteraron la esfera pública de un modo significativo. Desde una mirada cientificista estos cambios pueden ser observados como una metamorfosis comunicacional que terminó siendo asimilada por el conjunto de la población mundial. Lo cual es estrictamente cierto si consideramos que más allá del uso que le demos, la tecnología está totalmente instalada en                                                                                                                 3

Ver García Canclini, Néstor, “Formas actuales de la hibridación en las artes y en la literatura. XII Congreso Estudiantil de Crítica e Investigación Literarias”. México, 2011. Disponible en http://youtu.be/4mklDt97eQc y http://youtu.be/6LdV1Yt5LUs 4 El bitcoin, la moneda digital que, dicen, está llamada a revolucionar las transacciones comerciales. Ver: https://bitcoin.org/es/ 5 La proliferación de celulares con cámara digital incorporada hizo que cualquier acontecimiento tenga muy pocas probabilidades de no ser registrado. La eventualidad se redujo prácticamente a la existencia de algún testigo. Entre muchas otras consecuencias, esto dio vuelta la lógica disciplinaria del panóptico y convirtió a cada ciudadano en un potencial fiscal del poder. Wikileaks y Snowden son sólo algunos casos testigos de cómo se expone al mundo lo que antes sucedía a espaldas de la población. Escribí sobre esto en el artículo “Observador observado”. Disponible en línea: http://bit.ly/1QBQFZF

 

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la sociedad. Si diferenciamos brecha social de brecha tecnológica y entendemos que la conectividad, en un tiempo relativamente corto, igualó posibilidades en territorios y sectores sociales que durante mucho tiempo permanecieron idénticos a sí mismos, como compartimentos estancos. Pero desde un punto de vista menos impersonal, este proceso fue vertiginoso, arrollador e inflexible. Muchas personas —ya sea por opción, indolencia, incompetencia o cuestiones socioeconómicas— quedaron en el camino, inhibidos para gestionar y utilizar recursos que sobrevinieron fundamentales. Esta dinámica fue mucho más afín a los llamados nativos digitales porque, como Margarita, se criaron inmersos en un ambiente de constantes renovaciones tecnológicas. Para ellos, la incorporación de esta lógica mutante fue parte de un aprendizaje que se produjo en paralelo a su socialización. Para los mayores de 30 años, en cambio, estas transformaciones modificaron su hábitat y los obligaron a reformular vínculos con el mundo que estaban asociados a la identidad, la convivencia, la dignidad y la responsabilidad. Sin precalentamiento se encontraron jugando un juego cuyas reglas desconocían, empujados a vivir en un estado de excepción cultural permanente, dado que se prorroga y amplía sin solución de continuidad. Todo esto los lleva a realizar esfuerzos ingentes —bastante esquizofrénicos por cierto, ya que su cosmovisión no perdió vigencia ni peso—, no sólo para adaptarse sino también para mantenerse prestos frente a requerimientos que abarcan cada vez más aspectos de sus vidas: laborales, sociales, familiares, económicos, recreativos, etc. Para este rango etario, pero sobre todo para quienes tienen algo más de 40 años y son padres de hijos adolescentes, mirarse en perspectiva significa ver que muchas de las situaciones que a esta altura de sus vidas supuestamente iban a tener más o menos asentadas y controladas, hoy los sorprenden y los interpelan como si fueran verdaderos novatos. “¿Qué pasa?, ¿todo empieza de nuevo permanentemente?, ¿cuándo para?, ¿cuándo se estabiliza?”, parecen preguntarse diariamente los inmigrantes digitales. Su situación sería comparable, por así decirlo, a la de alguien que a los 45 años se ve obligado a incorporar un idioma nuevo para comunicarse en un entorno que conocía pero que inesperadamente cambió de idioma. Y la de los nativos digitales, a la de alguien que nació en un hogar bilingüe. Este último caso sería el de Margarita. Por su carácter “bilingüe”, para ella no hay esfuerzo, todo fluye con naturalidad y potencia su horizonte comunicativo. En el otro caso, el de Alfredo y Estela, pero también de sus padres, todo se vuelve dificultoso y agotador, reduciendo la interlocución a lo básico e indispensable.

 

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Como ocurrió con los primeros alfabetizados, esta desconexión fomenta la conformación de una comunidad en el interior de la comunidad dominante. ¿Pero por cuánto tiempo puede la cultura hegemónica mantener su posición frente al ensanchamiento y la progresiva gravitación de las nuevas prácticas culturales? Devenir otros más Lo que acabamos de relatar es un desfasaje generacional donde las discontinuidades son más fuertes que las continuidades. Esto produce una brecha experiencial con frustraciones importantes. En los pibes, porque no encuentran conexión entre sus prácticas cotidianas y una institucionalidad que no ceja en su afán de socializarlos dentro de un paradigma que no reconocen en la realidad con la que ellos se relacionan cotidianamente. Y en los más grandes, porque todo lo que conocen —la cosmovisión que organizaba su sistema de valores y su esquema perceptivo— se agrieta y fragmenta en una disfuncionalidad irrefrenable. En términos de la antropóloga norteamericana Margaret Mead, se podría decir que participamos de un estadio cultural pre-figurativo, en el que los jóvenes producen y manejan un saber que ha comenzado a gravar fuertemente sobre la reorganización social. Un saber que si bien está presente en muchas de nuestras prácticas cotidianas, aún no ha sido debidamente asimilado ni visibilizado, precisamente por su condición pre-figurativa que lo vuelve esquivo. Lo podemos observar, por la negativa, en las defecciones de los conocimientos instituidos, “en el desfasaje de la norma jurídica, en la crisis de la pedagogía y de los modelos de producción, en la configuración institucional y en la falta de marcos interpretativos para abordar la creciente complejización social”6. Muchas de estas limitaciones, claro está, se originan en el alto desarrollo que alcanzan las tecnologías interactivas en manos de jóvenes como Margarita, puesto que su aplicación rebasa largamente lo digital para convertirse en un patrón cultural que establece un nuevo estándar en los procesos de alfabetización7. Pero también lo podemos observar por la afirmativa, ya que hablamos de un saber —el de los jóvenes— que cimenta otra lógica del

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Peirone, Fernando, “¿El mundo ha vivido equivocado?”. Revista Ñ, 2013. Disponible en línea: http://bit.ly/1I1xtRS 7 Ver Emilia Ferreiro, “La escuela debe dejar de conservar ciertas tecnologías como si fueran símbolos patrios”, aparecido en el diario La Capital, Rosario, el pasado 13 de junio de 2015. Disponible en línea: http://bit.ly/1FSkA7X

 

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sentido y abre un amplio espectro de oportunidades. Sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una transfiguración incipiente. El desafío, pues, como dice Emilia Ferreiro, es reconocer ese saber específico que poseen los jóvenes actuales 8. Lo cual implica, 1] abrirnos a prácticas culturales que interpelan nuestra visión del mundo; 2] asimilar una cognición colectiva que desanda modelos pedagógicos e institucionales muy acendrados, pero que a la vez permite abordar situaciones y problemáticas que ya no se pueden dominar individualmente; 3] predisponernos para interactuar con actores que atravesaron procesos de subjetivación muy diferentes a los (re)conocidos, en función de lo cual han construido una manera divergente de habitar el mundo. Pensemos, si no, en las derivaciones de identidades móviles, múltiples y conjuntivas explayándose en una cultura que desde Aristóteles organiza la subjetividad bajo el principio de no contradicción; en las consecuencias de adoptar una “extimidad”9 desembozada y recombinante en las entrañas de la cultura que edificó un orden social alrededor de la tríada intimidad, individualidad y propiedad privada; en los alcances de una temporalidad que se funde en un presente absoluto y de una espacialidad efímera, simultánea, nómade y articulada con la globalidad que los jóvenes habitan de un modo contrapuesto a los tiempos y los ambientes en que se desplegaba la socialidad moderna. No es una tarea fácil, está claro, porque implica vencer resistencias, prejuicios y desconfianzas que obstan la deconstrucción de la episteme que organizó la lógica del sentido durante más de veinte siglos y que por dominante, fue confundida con un orden natural. Pero a pesar de las dificultades, estamos compelidos a generar puntos de encuentro y entendimiento para una interlocución que solicitamos todos, tanto los pibes como nosotros. Ellos, porque habiendo dominado la instancia conectiva consiguieron una interacción funcional, y tal vez necesiten pasar a una instancia de intercambio más consciente, programático y propositivo. Nosotros porque conocemos sobradamente los costos y las limitaciones del proyecto universalizador de la modernidad, y tal vez debamos hacer un ejercicio de tonicidad intelectual para explorar otras maneras menos perniciosas de habitar el mundo, que dialogue proyectivamente con la cosmovisión de los jóvenes; es decir: con el futuro común.                                                                                                                 8

Ver, Emilia Ferreiro, Presentación de la Cátedra “Emilia Ferreiro”, UNR, 2015. Disponible en línea: https://www.youtube.com/watch?v=Q8c-v8OwORk 9 Extimidad como lo contrario de la intimidad, y no en los términos que lo concibió Jacques Lacan, como aquello que aún siendo parte de lo más íntimo se experimenta como ajeno e irreconocible

 

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Fernando Peirone Buenos Aires, junio de 2015

 

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