La dicción poética de Alejandra Pizarnik - Tesis

July 14, 2017 | Autor: Jorge Vázquez | Categoría: Poesía Argentina Contemporánea
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Descripción

la verdadera poesía es siempre metafísica ALEJANDRA PIZARNIK: “Cinco poetas jóvenes argentinos” (1965)

Fuera de la lógica formal y matemática, toda la filosofía, toda la metafísica es una acción del lenguaje. GEORGE STEINER, “Qué es literatura comparada”: Pasión intacta (1997)

Leer lo que no está escrito HOFMANNSTHAL

CAPÍTULO I La subjetividad del poema de Pizarnik

El presente capítulo examina, a partir de los primeros tres versos de ENEM, la aparición de la subjetividad que va a delinear la turbia espacialidad de la poesía de Pizarnik, hallando la paradoja esencial que habrá de condicionarla: el yo presente observa que la palabra, a través de la cual surgió, no termina nunca de situarlo. El discurso de Pizarnik se descubre entorpecido continuamente por la falta de flujo dialéctico destacándose, en consecuencia, la naturaleza negativa del sujeto. Así, observamos que al sujeto ideal de Hegel subyace una angustia inmanente. Pizarnik va a desarrollar en su poesía un caso límite de identidad que constituirá, en términos de Lévinas, un “existir sin existencia”.

1. 2. 3.

en esta noche en este mundo las palabras del sueño de la infancia de la muerte nunca es eso lo que uno quiere decir

Estos primeros versos aluden de inmediato a la aparición de la subjetividad 1 para enseguida negarla. El surgimiento del Yo, como aquél que simultáneamente indica y al hacerlo se sitúa, es establecido por el adjetivo demostrativo --este/esta-- que encubre el aquí-ahora del acontecimiento y su contingencia 2. Tomar la palabra y proferir anuncia la instancia de

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Siguiendo a Adorno (1973: 148-50), la subjetividad para nosotros será comprendida como figura de objeto. Esto quiere decir que en cuanto hace su aparición, el sujeto queda indisolublemente unido al mundo de manera existencial y sólo a partir del otro podrá desarrollar alguna identidad. 2 Los adjetivos demostrativos del primer verso tienen la función de situar, en la continuidad, el presente relacionado al sujeto enunciador. Simultáneamente ubican al objeto y al sujeto que dice Yo. En general la

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discurso que abre la espacialidad y el tiempo para sí como salida de sí mismo y no determina sino ese único momento. El presente instaurado por la voz enunciante es reconocido por Lévinas (1993: 88-92) como un desgarramiento en el existir anónimo, su función es la realización de la hipóstasis asumida por el flujo de una subjetividad en relación con lo otro fuera de ella. Partiendo del sí mismo el lenguaje trasciende al discurso, exactamente como el ser-el-ahí que al querer asir-el-esto se aproxima a la verdad de las cosas sólo en una sucesión de universales 3. Así, el advenimiento del lenguaje al mundo ocurre mostrando diferido al objeto de la conciencia 4. El verso dos, por lo tanto, mientras que nos muestra el deseo del Yo, se descubre ambiguo; por un lado ostenta la plenitud ontológica cifrada en la idealización del sueño, de la infancia y de la muerte; por otro lado, siendo un anhelo desmedido para el Yo del poema, el intento de acceder a esos lugares sólo puede caer en el vacío. El tercer verso --“nunca es eso lo que uno quiere decir”-- confirma la ambigüedad; las palabras mismas que designaron antes la plenitud también la anulan. Por encima de la negación recurrente que entraña el decir y lo oscurece, cuando el Yo-

deixis sitúa en el mundo. Aquí aparece el sujeto primordial del poema, tras el adjetivo demostrativo. Cuando el Yo señala también se señala como el ser-ahí que indica. 3 Una vez que Hegel (1973: 65) ha determinado a partir del “ahora” que el decir es una mediación que se hace pasar, en efecto, por algo “que es”, agrega: “El aquí mismo no desaparece, sino que es permanentemente en la desaparición de la casa, del árbol, etc., indiferente al hecho de ser casa, árbol, etc. El esto se revela, de nuevo, pues, como una simplicidad mediada o como universalidad.” La relación de Pizarnik con Hegel se aclarará en el capítulo IV. 4 “La separación de sujeto y objeto es real e ilusión. Verdadera, porque en el dominio del conocimiento de la separación real acierta a expresar lo escindido de la condición humana, algo que obligadamente ha devenido; falsa, porque no es lícito hipostasiar la separación devenida ni transformarla en invariante. Esta contradicción de la separación entre sujeto y objeto se comunica a la teoría del conocimiento. En efecto, no se los puede dejar de pensar como separados; pero la ψεῦδοϛ [falsedad] de la distinción se manifiesta en que ambos se encuentran mediados recíprocamente: el objeto mediante el sujeto, y, más aún y de otro modo, el sujeto mediante el objeto. Tan pronto como es fijada sin mediación, esa separación se convierte en ideología, precisamente en su forma canónica. El espíritu usurpa entonces el lugar de lo absolutamente independiente, que él no es: en la pretensión de su independencia se anuncia el tirano. Una vez separado el sujeto radicalmente del objeto, lo reduce así; el sujeto devora al objeto en el momento en que olvida hasta qué punto él mismo es objeto”. (Adorno 1973: 144).

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particular se encubre bajo el Uno-universal no se niega tanto como admite la presencia necesaria del otro 5 (lo otro inalcanzable aquí para el Yo) para compensar el desequilibrio. El acto de indicar presupuesto en el pronombre --paso del significar al mostrar-- que subyace a la enunciación del poema, revela la experiencia de la certidumbre sensible como un proceso dialéctico de mediación y negación que deja al Este como un trascendental Noeste. En general, el pronombre queda establecido en la voz de aquél que habla como la pura intención de significar que constituye la dimensión negativa a partir de la cual, más tarde, se generará lo que Merleau-Ponty denominará lo invisible. Agamben hace explícita esa negatividad originaria en función de la Voz que elude tanto al mero sonido de una voz como al significado: “[La Voz] Es fundamento, pero en el sentido de que es lo que va al fondo y desaparece, para que el ser y el lenguaje tengan lugar” (2003: 66). Él mismo hace la distinción entre la Voz como el puro querer-decir y la voz como sonido. Otro poema de Pizarnik, “Tangible ausencia” (1992: 166-7), ilustra este punto a través de una paradoja en la que el Yo disuelve la función mediadora del lenguaje para que ocurra el sentido pleno: “Hablo con la voz que está detrás de la voz y con los mágicos sonidos del lenguaje de la endechadora”. La relación que aquí aparece, entre el Yo hablante y “la endechadora”, sugiere la paradoja de un Yo que habla desde la muerte, y la voz alcanzada ya no es sólo índice sino creadora de objetos. Ahora bien, si el sentido último --el puro querer-decir que se corresponde con la impresión auténtica de las cosas alojada en la memoria--, que revelaría el modo de ser genuino, permanece siempre diferido en lo dicho, habrá necesidad 5

La hipóstasis que se sugiere entre el universal y el particular siempre es en relación con el otro; “«uno» es la forma elíptica de «un hombre»”, advierte Adorno (1973: 150-1) y agrega: “De ningún concepto de sujeto es posible separar mentalmente el momento de la individualidad (llamada por Schelling «egoidad»); si no se la mentase de alguna manera, el «sujeto» perdería todo su sentido. Inversamente, el individuo particular, tan pronto como se reflexiona sobre él, siguiendo una forma conceptual universal, en cuanto el individuo, y no solo en cuanto al «ese, ahí» de un hombre particular cualquiera, se convierte ya en algo universal, a semejanza del concepto idealista de sujeto; ya la expresión «hombre particular» necesita del concepto genérico; de otra suerte carecería de sentido”.

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de aludir constantemente a él. Entonces la instancia de discurso, el Yo donde aquél sentido queda recluido, se torna inasible e indeterminada tal como lo aclara Agamben (2003: 124): la instancia de discurso es desde el principio confiada a la memoria, de tal modo sin embargo, que memorable es la inasibilidad misma de la instancia de discurso como tal (y no simplemente una instancia de discurso histórica y espacialmente determinada), que funda así la posibilidad de su infinita repetición. El “ahora” del poema --aparición del Yo-- adviene, por lo tanto, de tal modo que se escapa ya siempre hacia el futuro y hacia el pasado para reafirmar el sentido del tiempo como lo describe Benveniste (1999: 86): “continuidad y temporalidad se generan en el presente incesante de la enunciación, que es el presente del ser mismo, y se delimitan, a través de una referencia interna, entre lo que se hará presente y lo que ya no es”. Pero advirtamos que es la naturaleza propia de la palabra, como abstracción, la que origina el emplazamiento tal como lo entendemos, --es decir, la noción de “lugar” (y con ella la de “tiempo”) sólo es posible debido al modo de ser concreto del lenguaje, burdo cuando se lo compara con el sentido. El presente pleno --la intemporalidad-- es descubierto sólo en el momento poiético y cuando éste finaliza impone al Yo una sensación de desfase temporal impidiéndole, o distorsionándole, la espacialización sustentada en principio por la palabra. El ser-ahí observa que la palabra, a través de la cual surgió ya en la autoconciencia, no termina nunca de situarlo condenándolo a sufrir el tiempo. Entonces, que el Yo no termine nunca de tenerse significa que ser-el-ahí es un proceso sin fin para tener lugar. Pizarnik (2001: 13, 138, 295) lo expresa continuamente como carencia, o como intuición fantasmal: y el tiempo estranguló mi estrella pero su esencia existirá en mi intemporal interior brilla esencia de mi estrella! (“Reminiscencias”) ~ en la jaula del tiempo la dormida mira sus ojos solos (Árbol de Diana: 36) 32

~ Voces, rumores, sombras, cantos de ahogados: no sé si son signos o una tortura. Alguien demora en el jardín el paso del tiempo. Y las criaturas del otoño abandonadas al silencio. (“Los poseídos entre lilas”: III) Este especial acontecimiento del lenguaje que ilustra el poema ENEM --como muestra el verso: “las palabras del sueño de la infancia de la muerte”--, no cumple el natural retorno al sujeto, necesario para construir alguna identidad definida. Varado en algún punto, muestra el hecho de que ninguna identidad se forja sin mancha al precipitar su existencia en tres “lugares” (el sueño, la infancia y la muerte) que traducen “la nada” donde el sujeto se pierde para fundar así el principal motivo de su angustia: la supuesta incapacidad para aprehender la naturaleza, --es decir, la pérdida del poder de representar que principiará irónicamente su autonomía, y la del poema, como se verá más adelante. El sinsentido 6 y el triunfo de la paradoja en el devenir se asoman en el horizonte torciendo la función del lenguaje y sofocando el anhelo de expresión del Yo. Esta anulación de sí transcurre en una refutación perpetua del propio lenguaje que traba el proceso dialéctico de la identidad como se expresa en los versos posteriores del poema. La muerte, la infancia y el sueño --convertidos en símbolos típicos del anhelo de Pizarnik-- equivalen al lugar sin orientación, la atopía misma donde no es posible aprehender ningún significado porque tampoco serían ya necesarios. Si la hipóstasis es el momento de la libertad y responsabilidad del Yo consigo mismo, su fuga hacia la nada, como alerta Lévinas (1993: 109), se desvanece en un existir sin existencia donde su soledad inherente se pervierte en un sufrimiento equivalente a una ausencia de todo refugio 7. En el poema siguiente (Pizarnik: 6

“El sinsentido es lo que no tiene sentido, y a la vez lo que, como tal, se opone a la ausencia de sentido efectuando la donación de sentido”. (Deleuze, 2005c: 65). 7 Recordemos la etimología de la palabra ética, donde el ethos es la guarida o el refugio del animal. Análogamente, para el hombre sería el ámbito donde puede ejercer su humanidad. De esta manera, la ausencia de refugio sugiere ya la ausencia de ética. El fundamento de ésta, para Lévinas (2006), lo constituye una alteridad irreductible.

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133), para el Yo es preferible el encierro en una tarea reflexiva que haga brotar en algún momento la palabra olvidada que lo sustente: Es un cerrar los ojos y jurar no abrirlos. En tanto afuera se alimenten de relojes y de flores nacidas de la astucia. Pero con los ojos cerrados y un sufrimiento en verdad demasiado grande pulsamos los espejos hasta que las palabras olvidadas suenan mágicamente. (Árbol de Diana: 31) Ante el deseo frustrado, anulado por la premura utilitaria del reloj instigador y el artificio de la astucia, para el sujeto sólo queda especular infinitamente en la esperanza de llegar a ser, de tener lugar, debilitándose a causa de eso. Observemos, a continuación, cómo gradualmente la “palabra” señalada en el verso dos, arriba citado, deja de significar, o más precisamente, deja de tener sentido en su devenir sueño, infancia y muerte 8 antes de convertirse ella misma en el objeto que señala y proporcionar algún descanso al sujeto. El sueño es el universo propio y el mito individual que nos aleja de la vida empírica y supone, para Lévinas (88), el poder que tiene la conciencia para retirarse de sí y permanecer en suspenso evitando quedar alienado. Es la pausa que posibilita el cambio. En contraste, la vigilia sin objeto sugerida por la noche del poema, que caracteriza al insomnio en el que ha caído el sujeto, es la forma del existir solitario que persiste mientras se aniquila; es el sueño invadiendo la vigilia que da pie a la locura 9. “El sueño queda asignado

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Ya la crítica ha constatado bastante estos temas recurrentes en Pizarnik, ejemplo de ello es el estudio de Josefa Fuentes Gómez (2007), “Los emblemas poéticos de Alejandra Pizarnik”. Sin embargo el fundamento filosófico que implica el lenguaje, que interesa a este examen, casi siempre se ha sacrificado en aras de sostener una personalidad determinada ya sea conforme a lo real (la praxis) o figurada en los poemas. Incluso a la editora de los diarios que publicó Lumen se le hizo más interesante la figura de la poeta sublime, como bien argumenta Nora Catelli (2004). 9 Confrontemos las siguientes reflexiones sobre el sueño y el insomnio respectivamente: “[…] lo que el sueño nos presenta deja el Yo en suspenso. Suspendido, sin lugar propio, exento, errante; lo arroja fuera de su sede, cualquiera que sea. Y aún la conciencia, la doble conciencia, en el caso que también exista la de la vigilia, parece no pertenecerle. […] De todo ello parece deducirse que el Yo tenga un lugar que le sea propio, un lugar adecuado […] Ha de ser tal de no estar sumergido en él, ni tampoco cubierto por la temporalidad, sea del éxtasis de las esperanzas cumplidas o del lleno de la atemporalidad. Ha de ser por tanto, un vacío, un cierto vacío que le mantenga aislado y a flote sobre ese océano de las vivencias declaradas o a medio declarar, esa masa de vivencias sordas, ese rumor que llamamos psique. Ha de estar sobre ella, sin perder el contacto con ella, ha de flotar marcando así una especie de estela que es lo propiamente vivido”. (Zambrano, 1992:

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entonces al papel de ley común a la vida normal y la vida patológica” 10, distinguida esta última por una succión del mundo y máxima diferenciación donde no es posible ya apreciar la voluntad. En principio todas las formas del sueño son un recurso para mantenernos a distancia de nosotros mismos y remitir nuestros estados al mundo; marca la posibilidad del olvido y la abstracción. En el sueño, el loco vislumbra su cura. En la parte IV del poema “Extracción de la piedra de locura” (Pizarnik: 247) se observa como el sueño neutraliza el poder de las “ambiguas vecindades”: La luz mala se ha avecinado y nada es cierto. Y pienso en todo lo que leí acerca del espíritu... Cerré los ojos, vi cuerpos luminosos que giraban en la niebla, en el lugar de las ambiguas vecindades. No temas, nada te sobrevendrá, ya no hay violadores de tumbas. El silencio, silencio siempre, las monedas de oro del sueño. El reino de la infancia, por otro lado, es la suprema irresponsabilidad o el egoísmo puro, momento en el cual la moral no ha sido alcanzada. La comunicación ostensiva es privilegiada y la analogía cubre toda lógica. En suma, es el lugar donde el lenguaje no persevera manteniéndose en el balbuceo. La infancia es la eterna inmadurez; más que la sola conciencia y lejos todavía de las categorías, es una filautía carente aún de alteridad que recomienza siempre en sí misma. Figura al paraíso perdido en algún pasado remoto porque 93). “El insomnio nos dispensa una luz que no deseamos, pero a la cual, inconscientemente, tendemos, una luz que reclamamos a pesar nuestro, contra nosotros mismos. A través de ella -y a expensas de nuestra saludhallamos otra cosa, verdades peligrosas, nocivas, todo aquello que el sueño nos impedía entrever. Pero nuestros insomnios nos liberan de nuestras facilidades y de nuestras ficciones únicamente para colocarnos ante un horizonte cerrado: ellos iluminan nuestros impasses. Nos condenan a la vez que nos liberan: equívoco inseparable de la experiencia de la noche”. (Cioran, 1995b). 10 Foucault (2007: 325). Pizarnik (1992: 168-71) ilustra en “Una traición mística” el episodio del insomnio con un verso de Eluard puesto de epígrafe (verso enmarcado). Aunque el poema “A medianoche” (abajo transcrito) de Eluard sugiera en su verso final alguna pesadilla, las imágenes que lo pueblan y el título mismo hacen pensar más en la alucinación del insomnio justo como se ha significado. «Se abren puertas se descubren ventanas / Un fuego se enciende y me deslumbra / Todo se decide encuentro / Criaturas que yo no he deseado. / He aquí el idiota que recibía cartas del extranjero / He aquí el anillo precioso que él creía de plata / He aquí la mujer charlatana de cabellos blancos / He aquí la muchacha inmaterial / Incompleta y fea bañada de noche y de miseria / Cargada de absurdas plantas silvestres / Su desnudez su castidad sensibles de cualquier parte / He aquí el mar y barcos sobre mesas de juego / Un hombre libre otro hombre libre y es el mismo / Animales exaltados ante el miedo con máscara de barro / Muertos prisioneros locos todos los ausentes. / Pero tú por qué no estás aquí tú para despertarme»

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muestra a los procesos de producción en su potencia original --realizando siempre-- y a los productos mismos como si estuvieran adelantados a su tiempo. Modelo de autocreación del arte, ambos encuentran su impulso en el ámbito social y desde ahí se elaboran continuamente adquiriendo autonomía. El encanto que originan está relacionado fuertemente a sus consecuencias impredecibles derivadas del hecho de inaugurar caminos no transitados hasta entonces (descubren nuevas formas de invención) 11. El “cómo” del hacer y el “qué” figurado se confunden repetidamente anunciando siempre una novedad. La infancia confirma la idea sartreana 12 que dicta que la existencia precede a la esencia pues muestra al existente creándola. Y lo que creará finalmente, en sustitución del mundo infantil, es el Yo de la reflexión manifestado como conciencia de sí. El mundo y la infancia que solían existir míticamente sin mediación, fuera de la historia, ahora florecerán en una conciencia y un mundo que en adelante correrán, cuando no uno contra otro, paralelos. Abajo, el poema “Nombres y figuras” (Pizarnik: 272) enmarca la infancia como una pérdida, accesible sólo a través del recuerdo para apaciguar a la conciencia reflexiva: La hermosura de la infancia sombría, la tristeza imperdonable entre muñecas, estatuas, cosas mudas, favorables al doble monólogo entre yo y mi antro lujurioso, el tesoro de los piratas enterrado en mi primera persona del singular. En cuanto a la muerte como “nada”, ella es lo opuesto al ahora. La muerte supone la imposibilidad de captar algo, es el misterio que se presenta justamente como el correlato de

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Ya Marx (1985: 23-4) ha entrevisto cómo el arte se nutre de la fantasía popular que lo precede. El arte, sin embargo, llega a desprenderse de la influencia social que lo hizo brotar y su desarrollo puede no coincidir con el de ella. Más sorprendente, incluso, es el hecho de que el arte se remonta a sí mismo elaborando formas que de ningún modo habrían aparecido. La infancia llega a ser así el arquetipo del arte, misterio de sí misma, creándose mientras crea. “[…] dentro del arte, incluso ciertas formas importantes del mismo sólo pueden darse en una fase aún no desarrollada de la trayectoria del arte”. Marx compara la niñez con la infancia histórica del arte (el arte griego), ambas son inspiración para reproducir su verdad. Su encanto, dice, “Está, más bien, en su resultado y se halla inseparablemente relacionada con el hecho de que las condiciones sociales inmaduras bajo las cuales surgió y sólo pudo surgir, no pueden volver a repetirse”. 12 Cfr. Sartre (1999).

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la experiencia de la imposibilidad de la nada. Relación única con el futuro que la descubre como lo absolutamente otro. Es significativo contemplar, a partir de Heidegger 13, que si la asunción de la muerte se registra como la posibilidad de lo imposible entonces la muerte se vislumbra ya no como “nada” sino como “algo”, haciendo así efectiva la condición existencial del sujeto (vivir contra sí mismo, en la imposibilidad de la plenitud). Ahora, si el sueño remite al descanso del sí y la infancia a la libertad sin límites del sí; la constante alusión a la muerte revela, por encima de un deseo de unidad suprema, el resto de fe puesta en juego en el poema de Pizarnik y que se vislumbra en su apetencia de silencio y en la solicitud que hace del otro en el transcurso del poema. “Quisiera estar muerta y entrar yo también en un corazón ajeno”, se lee en “Adioses del verano” (236). La muerte hace de la realidad una tautología que orilla a deslindarse de todo interés para hallar alguna claridad relacionada con todo lo que hay de diverso. Cuando aparece, suspende la forma sin contenido dentro de un “prestigio hechizante”, devolviéndole su valor activo de constante producción --donde no importa si el poema tiene o no sentido-- y perfilándola hacia lo verdadero. Así lo muestra Pizarnik (223): La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo he de decirlo. Aun si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino. (“Fragmentos para dominar el silencio”: III) Vía la soledad queda patente, porque persiste, la unidad indisoluble entre el existente y su acción de existir. La soledad, cuyo carácter trágico se condensa en lo que viene a ser su materialidad descubierta ante la nada mortuoria: la responsabilidad de sí,

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La posibilidad de la muerte surge como la posibilidad de la imposibilidad que oscurece todo. Siguiendo a Agamben, la anticipación mortuoria que solía ser sólo posibilidad ontológica se torna en la “más concreta posibilidad existencial, en la experiencia de la voz de la conciencia y de la culpa”. La anticipación de la muerte se convierte en la posibilidad más auténtica del Dasein y en “la experiencia de la más extrema negatividad”. Cfr. Agamben (2003: 149). Por otro lado, Ricoeur (1996b: 169-70), de manera importante para esta investigación, nos recuerda que la “nada” de un sí “ya no significaría nada si «nada» no se atribuyese a un «yo»”.

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producto de la naturaleza incompleta del esfuerzo, y sus implicaciones 14. Ser cautivo de sí mismo es la tragedia que ilustra la poesía de Pizarnik 15. Los particulares posibles para el sujeto se agotan junto con su salud. La soledad se anuncia ahora progresivamente en una ausencia de tiempo --y ya no de espacio de enclave--, donde la falta aparente de cambios, precisamente alentados por la visión gradual de muerte, parece aprisionar al tiempo en el espacio. Este terreno crítico se convierte en el deseo ambiguo de Pizarnik cuya tentativa de salvaguardarse en el lenguaje tiembla ante la atracción de lo que sería el último absurdo, donde “la calma de la nada y la de la reconciliación no se pueden distinguir” (Adorno, 2003: 310): “para distenderse” --dice Pizarnik (2003: 346)-- “sólo es preciso darse, dejar de retenerse. Claro que el horror a la caída, el miedo a la desposesión total… Dije miedo y ya está. Aprieta horrendamente”. Cuando el lenguaje fracasa para ella, el mundo de silencio que espera ver surgir, donde cada cosa tendría su sitio, se parece mucho más a la muerte como puede verse en el siguiente poema (Pizarnik, “Poemas no recogidos en libros”: 303): aguardadora insomne tiembla sobre la página blanca arroja sal a los ojos del asesino y es un mundo blanco y sin ti Alejandra Pizarnik muestra que la conciencia del poema que refleja su deseo impide la posibilidad de habitarlo porque necesariamente está atravesada por el lenguaje. Reconoce la plenitud del poema y no puede desistir en su anhelo de poseer esa gloria, pero en esta 14

“En el hecho de la soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente problema, se hace cuestión de sí mismo, y como la cuestión se dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de sí, el hombre llega a cobrar experiencia de sí mismo”. Buber (1979: 25). 15 Muy a propósito de este tópico de la cautividad del sujeto, Adorno (1973: 150) sostiene que: “la ilusión del fenomenalismo es una ilusión necesaria. Atestigua la casi irresistible trama de encubrimiento (Verblendungszusammen hang) que el sujeto como falsa conciencia produce y del que a la vez es parte integrante. En tal irresistibilidad se funda la ideología del sujeto […] Aquello que la filosofía trascendental ensalza como subjetividad creadora es la cautividad del sujeto dentro de sí, encubierta para el sujeto mismo.” Adorno está refiriendo aquí al sujeto constituyente kantiano, quien lejos de alcanzar la invulnerabilidad y la virtud en el dominio de las pasiones --como aconsejaba Kant (1919: 5, 7)-- arrastra consigo el dolor (que Kant mismo (1961: 65) también había ya previsto. Cfr. Lacan (2010b, c)).

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obsesión pierde la perspectiva del lenguaje confundiendo la fuerza productiva que éste logra --única capaz de conseguir el poema--, irreductible a alguna tesis específica, con un obstáculo que le evita el goce poético. La estancia que ofrece el poema no aparece en tanto persiste la voluntad mayúscula por alcanzarla. La muerte se presenta, entonces, más en señal de impotencia para deshacerse del ansia y menos como equivalente al lugar del poema, y en todo caso como fin de la angustia. El gozo del poema no tolera la indiferencia, porque ciertamente lleva inscrito el deseo, pero tampoco a la voluntad anhelante ensimismada en su propio interés; se proyecta o se concilia en alguna identidad en curso, más allá de sí y más acá del poema, como algo que sólo transcurre para llegar a ser. Más adelante se precisará sobre este punto que Pizarnik siempre intenta comprender como expresa en esta carta a Ivonne Bordelois 16: Palabras. Es todo lo que me dieron. Mi herencia. Mi condena. Pedir que la revoquen. ¿Cómo pedirlo? Con palabras. Las palabras son mi ausencia particular. Como la famosa «muerte propia» hay en mí una ausencia autónoma hecha de lenguaje. No comprendo el lenguaje y es lo único que tengo. Lo tengo sí pero no lo soy.

Saltemos ahora al momento en que el enunciador del poema ENEM se desvanece bajo el universal ante la frustración de su querer-decir inhabilitado: “nunca es eso lo que uno quiere decir”. El Uno se expresa de forma impersonal totalmente, es todos y es nadie (cfr. Benveniste, 1979). Inversamente, en el poema quien se expresa es un alguien. Establezcamos que el querer-decir se manifiesta en lo dicho como su negativo y no se dice lo uno sin lo otro. Así, la palabra inscribe en sí un exceso que requiere para lo dicho una escucha que la satisfaga y la prolongue en una nueva orientación 17. Esta fortaleza del

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El fragmento lo cita Lasarte (1983: 872). “Aun el soliloquio --discurso solitario-- es diálogo con uno mismo o, para citar a Platón una vez más, dianoia es el diálogo del alma consigo misma”. (Ricoeur, 1995a: 29). Lo que queremos decir, apunta 17

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lenguaje la sufre el Yo del poema (Pizarnik: 223) como un defecto que disocia al Yo de su palabra: Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz. (“Fragmentos para dominar el silencio”: I) Lo que se observará enseguida, versos 4-18 del poema ENEM, es cómo el Yo se diluye en una serie de proposiciones impersonales que objetan al modo de ser del lenguaje y manifiestan que su intento de ser ha cesado. Lenguaje y querer-decir no son ya intercambiables. No son ya compatibles. Se puede ciertamente afirmar que el sujeto desaparece alienado en sí mismo partiendo de su interior --es decir, forzando al lenguaje a corresponderse con su querer-decir--. En la aspiración primero de alguna certeza, el enunciante cae en la incredulidad absoluta denotando que la palabra ha sido cubierta plenamente por el exceso sensible: “Hay gente. Pasan cuerpos.” --dice Alejandra Pizarnik en su diario de 1961 y continúa--: “Si pudiera verlos como los veo, es que no puedo explicar cómo los veo, no puedo decirlo con palabras que expliquen” (2003: 186). Este fenómeno particular, huérfano de representación, da pie a la condición absurda en que ella misma cae como sugiere una año después en otra entrada de su diario: “La única desgracia” --dice-- “es haber nacido con este «defecto»: mirarse mirar, mirarse mirando” 18 (276).

Merleau-Ponty (1964a, b: 97, 107, 109), “[N]o es más que el exceso de lo que nosotros vivimos sobre lo que ya ha sido dicho”, y más tarde agrega: “La intención significativa en mí (como también en el oyente que la encuentra al oírme) no es de momento, y ni siquiera si debe fructificar luego en “pensamientos”, más que un vacío determinado, a llenar por palabras, el exceso de lo que quiero decir sobre lo que es o lo que ha sido dicho. […] Las consecuencias de la palabra, como las de la percepción (y de la percepción de los demás en particular), van siempre más allá que sus premisas. Incluso nosotros que hablamos no sabemos necesariamente lo que expresamos mejor que quienes nos escuchan”. 18 El problema de la sensación es el de aquello sobre lo cual nada puede decirse y que revela --de manera simultánea-- la naturaleza auténtica de la otredad. Es el asunto absurdo del signo que se apunta a sí mismo, (escuchar la propia voz en una grabación sin la posibilidad de objetivarla lo ejemplifica). Merleau-Ponty (1970: 24-9) describe esto mediante la relación tocante-tocado, mostrando la imposibilidad de acceder a la percepción del otro: cuando mis manos se tocan y alguna intenta capturar a la otra tocando (una mano toca a

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Aludiendo a la noción de quiasmo propuesta por Merleau-Ponty (vid Lawlor: 2003), la que queda amputada es la mirada del otro que complementa la propia en ese aspecto de la vida que me está vedado, dejando suspendida una interrogación. Ahora cabe una pregunta ¿hasta dónde se puede señalar a alguien que se ha quedado varado en el proceso de ser? El “pienso luego existo” de Descartes no perdura más puesto que el ser ya no es un atributo del Yo, quien de hecho, cuando no se ocupa siendo, tiende a perder la identidad. De pensar no se sigue que alguien piense sino que algo piensa (cfr. Carnap, 1959) y en el caso del poema se iguala con algo que siente. La posibilidad de devenir alguien ocurre tanto como la de no hacerlo. Pizarnik ilustra este estado dentro de una lucha que, cuando sigue sin conceder al lenguaje la virtud de manifestarla y --más bien-- viendo en él al enemigo, la escinde suspendiéndola en el camino de llegar a ser. “Extracción de la piedra de locura” (247) expresa lo primero --la escisión--: “Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque”; pero “Palabra fundamental” (264), ejemplarmente, la muestra paralizada por aquella adversidad asumida --por ella-- dentro de un lenguaje estéril para lograr el poema que no consigue nada sino dejarla sin patria: No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. … … … la otra que cumple también la acción de tocar no de ser tocada), siempre esta última se convierte en objeto tocado a expensas de la que toca. Así lo expone Pizarnik (2003: 217): “como si mis ojos fuesen enemigos decididos a interferirse: el ojo ausente deforma y transforma lo que va recogiendo el fiel testigo, el ojo presente […] mi favorito sigue siendo el ojo que invita a irse lejos de la mirada, lejos de lo mirado”. La paradoja aquí abierta conduce a la necesidad de expresión como un ansia y consecuentemente al error de querer señalar usando el lenguaje, olvidando que la representación de la sensación sin el gesto –-un gesto que, en este caso, se pierde siempre-- cae fuera del reino de la designación (todo lenguaje conlleva un gesto que permanece ausente). El mismo problema luce en todo lenguaje privado hipotético --de acuerdo a Wittgenstein--, el cual además se desvanecería por falta de una referencia sólida o porque ésta siempre volvería cada vez a recurrir al mismo sistema que en principio le resultó adverso a su sentir. Ver Wittgenstein (1988: Parágrafos 255-304).

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Presencias inquietantes, gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las alude, signos que insinúan terrores insolubles. Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y barrenan, y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos, aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno baldío, no, he de hacer algo, no no he de hacer nada, algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente distinta de ella. En el silencio mismo (no el mismo silencio) tragar noche, una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos. No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. ¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado. Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos nevados? Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que con un tren salido de los rieles que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo.) Esta permanente desposesión de sí ocurre con claridad siempre que instaura un tercero, a través del cual precisa con fervor de ser alguien y no simplemente algo que quiere 42

conquistar un ser, intentando sortear así las fuerzas del lenguaje en que naufraga. Más aún, ese algo que surge para “hacerla aletear”, ese algo que produciría el poema, surge como un engaño para ella y no como el poder expresivo que es; sin darse cuenta de que es precisamente ese afán obsesivo de privar al lenguaje de su razón formal y exigirle más de lo que naturalmente ofrece lo que le ataja de realizar su deseo 19. En el poema de abajo, Pizarnik (257-8), eternamente devorada, no reconoce en el viento el momento de creación poética, en cambio ve en él un farsante que le impide unir la palabra a su voz. (O es quizás porque lo conoció profundamente que fue condenada a sufrir su brevedad). Escucho mis voces, los coros de los muertos. Atrapada entre las rocas; empotrada en la hendidura de una roca. No soy yo la hablante: es el viento que me hace aletear para que yo crea que estos cánticos del azar que se formulan por obra del movimiento son palabras venidas de mí. (“Noche compartida en el recuerdo de una huida”) A cambio de esta perspectiva solipsista del obseso también puede argüirse lo contrario: que el sujeto desaparece en sí apremiado por el exterior, en tanto el orden instituido lo fragmenta cuando tiraniza para sí mismo el lenguaje, excluyéndolo. Cuando el principio de identidad usurpa la razón volviendo sospechosa la palabra. El poema de Pizarnik muestra, en este último sentido, el desconcierto del individuo ante la transición de una sociedad disciplinaria a una sociedad de control, donde no se moldean ya unidades en series homogéneas sino se modulan conjuntos heterogéneos 20 dentro de una pretendida igualdad. De la variación lineal se ha pasado a la curva de rendimiento. En la época posmoderna el cambio diferencial se ha sustituido por la superficie de integración, donde 19

“La palabra no es un medio al servicio de un fin exterior, tiene en sí misma su regla de empleo, su moral, su visión del mundo, de la misma manera que un gesto contiene a veces toda la verdad de un hombre”. MerleauPonty (1964a: 91) enfatiza el carácter productivo del lenguaje literario que logra introducirnos en perspectivas extrañas justo en el momento en que cesamos de pedirle a cada momento justificaciones para que entonces aflore esa aureola de significado que debe a su disposición singular. 20 Deleuze deslinda las diferencias entre la sociedad disciplinaria y la sociedad de control que primero estableció Foucault. Si en la primera siempre se estaba comenzando de nuevo, en la segunda nunca se termina nada. Cfr. Deleuze (1991).

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todo parece entrar pero nada parece precisarse. Advirtamos ahora que la posible ambigüedad del verso “nunca es eso lo que uno quiere decir”, se resuelve en el amplio contexto de la poesía de Pizarnik: se refuta por igual la razón adoptada por el lenguaje, o asignada a él, y el abuso que hace de su carácter flexible o referencial (convencional) para opacar la voluntad siempre que sea conveniente; implementando a cambio una razón ofuscada. El siguiente capítulo se ocupará de este aspecto.

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CAPÍTULO II El discurso alegórico de Pizarnik

Los capítulos II y III seguirán y finalizarán el análisis de la primera estrofa (versos 4-18) del poema ENEM. El planteamiento de este segundo capítulo lleva en su núcleo la lucha que Bürger denomina objetivaciones intelectuales frente a la realidad social. Este conflicto, cuya forma será la alegoría en términos de Benjamin, se resuelve en una autoconciencia capaz de autonomizar al sujeto con miras a producir nuevos arreglos semióticos. La paradoja encontrada antes, en el primer capítulo, se transforma: el lenguaje como medio y fin clausura el anhelo poético.

4. 5.

6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18.

la lengua natal castra la lengua es un órgano de conocimiento del fracaso de todo poema castrado por su propia lengua que es el órgano de la re-creación del re-conocimiento pero no el de la resurrección de algo a modo de negación de mi horizonte de maldoror con su perro y nada es promesa entre lo decible que equivale a mentir (todo lo que se puede decir es mentira) el resto es silencio sólo que el silencio no existe

Cuando Pizarnik, en la continuación de esta primera estrofa del poema ENEM, alude a la impotencia que produce la lengua y a su naturaleza orgánica, no se puede evitar sentir ecos 45

de Artaud (ver Depetris, 2008). El deseo de Artaud --deseo de un renacimiento del hombre puesto que su cuerpo, y con él su palabra, ha sido ocupado, al nacer, por un usurpador-- lo lleva al intento de generar un nuevo lenguaje creador de fuerzas de vida, y no sólo reproductor de formas, que pudiera conciliar, en primera instancia, la inadecuación, entre la mente y la carne, que lo habita y de la cual se sintió preso toda su vida. A través del teatro, Artaud propone una metafísica de la carne como lenguaje original, de signos heterogéneos, que vendría a reivindicar al ser humano desplazando, de su lugar de privilegio, a la palabra oficial representante de la razón occidental. Dios será para él ese orificio por donde la palabra “me sustrae aquello mismo con lo que me pone en relación” 21 (cfr. Derrida, 1989: 242), de tal manera que en el punto mismo de la impotencia, que Artaud llama impoder, lo relevante del proyecto será el surgir de una palabra, de irresponsabilidad radical, cuya vocación unánime guíará al oficiante lentamente hacia el progreso de la subjetividad (y no del individuo provisto de interés), que fundaría luego el derecho del cuerpo y alumbraría su resto. Finalmente, al fondo del trabajo de Artaud, pese a que su lucha con lo muerto del lenguaje es sólo secundaria y “es, ante todo” --siguiendo a Sontag (1981: 30)-- “con lo refractario de su propia vida interior”, lo que se entrevé sustancialmente es la crítica ideológica hecha, que establece la oposición entre las objetivaciones intelectuales y la realidad social, misma que vemos operar en el discurso de Alejandra Pizarnik (ejemplarmente en el poema ENEM) aun cuando la autora pudiera no habérselo propuesto.

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En este renglón tengamos ya en cuenta la crítica de la religión desarrollada por Marx (1958) en la Introducción de “En torno a la crítica de la filosofía del derecho”. “El joven Marx”, comenta Bürger (1987: 38), “--y en ello reside la dificultad, pero también la fertilidad científica, de su concepto de ideología-- llama falsa conciencia a determinados productos del pensamiento que sin embargo no están completamente alejados de la verdad [...] La estructura contradictoria de la ideología se aclara con el ejemplo de la religión: 1. La religión es ilusión […] 2. Al mismo tiempo, no obstante, en la religión hay un momento de verdad”. Así lo expone Marx (3): “La miseria religiosa es, por un lado, la expresión de la miseria real y, por otro, la protesta contra la miseria real”.

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La pugna que ella sostiene es también, claramente, al final, una pugna ideológica que tiene su centro en el ser del lenguaje. La fuerza del lenguaje, por otro lado, sin duda ha de ser su movimiento dialéctico, impulso que le permitirá identificar, soberanamente, al signo con su referente dentro de un flujo de objetivaciones. En consecuencia, la relación formulada en los signos, como quiera que sea conocida: significado/significante, forma/contenido, concepto/imagen, idea/ fenómeno, etc., debería ser dialéctica si se espera que tenga lugar el sentido. La mayor de las figuras de sentido, el símbolo, posee esta virtud y también la tuvo la alegoría antes de constituirse emblema ideológico 22. Perder el poder que tenía de sustentar el enigma alrededor del sujeto y los objetos en su relación mutua 23, al ser usurpado por la ideología, marca el decaimiento del lenguaje alegórico al nivel de una mera designación y, siguiendo a Benjamin (1990: 152), podemos decir, luego, que fue la falta de temple dialéctico, esencialmente, lo que dio pie a su declive. En retrospectiva, la primigenia escritura alegórica al ir perdiendo rigor y credibilidad frente a la crítica ideológica se transformó en edicto a través de la religión y, aunque todavía con Baudelaire se puede observar la mirada alegórica, ya en la modernidad fue orillada a la representación de meros conceptos. El afán de la razón auspiciada por 22

Las ideologías, examina Bürger (1987: 40, 41), “Son el resultado de una actividad que responde a una realidad que se percibe como insuficiente”, por eso Marx toma ya la relación “objetivaciones intelectualesrealidad social” como una contradicción. Esto quiere decir también que ninguna ideología puede presentarse de forma permanente. La misma dialéctica que las hace surgir las supera y las transforma en algo más. 23 Siguiendo a Görres, “el símbolo es el signo de las ideas (autárquico, compacto, siempre igual a sí mismo) y la alegoría una réplica de dichas ideas: una réplica dramática móvil y fluyente que progresa de modo sucesivo acompañando al tiempo en su discurrir”. El símbolo será a la alegoría lo que la naturaleza a la historia, concluye Görres. Benjamin (1990: 158-59) formula la relación entre el símbolo y la alegoría en función de la categoría del tiempo que antes habían enmarcado Görres y Creuzer: “Mientras que en el símbolo […] el rostro transformado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del observador como pasaje primordial petrificado”. Ahora se puede decir que: mientras el símbolo brilla instantáneamente en el objeto encarnando la idea; la alegoría encuentra progresivamente en el movimiento de las cosas el concepto universal. La diferencia dialéctica entre ambas formas reside en el abismo turbulento que sostiene la alegoría frente a la autosuficiencia del símbolo. (Görres es citado por Benjamin).

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Kant, que crece y llega a un punto crítico durante el siglo XX forzando máximamente el imperativo categórico, favorece la ideología redentora del símbolo romántico que promete apresar la experiencia absoluta. Es sin embargo la imposibilidad de este deseo lo que empieza a manifestarse al interior de un sujeto que, ante tal impostura, se descubre escindido de origen, y es el pensamiento alegórico quien reaparece, naturalmente, para asumir esa fractura que traduciría en cambio la negatividad de su ser. No hay sólo un sujeto constituyente de la realidad sino un sujeto y un mundo en constitución recíproca y en sí mismos incomunicables. Así, apoyados en la crítica de la religión desarrollada por Marx, observamos la naturaleza contradictoria de la ideología, como feliz ilusión y miseria real; erigiendo, cuando se empeña en persistir, la forma inversa del pensamiento alegórico. Si la alegoría admite una insuficiencia perenne al interior del sujeto y desde ahí se desarrolla 24, la ideología, cuando presume cubrir ese vacío, cae en la distorsión y llega a cumplir el momento alegórico más funesto tal como la enunciara Benjamin (171): “Las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas”. La escisión del sujeto concreta la ruina a manos de la ideología, donde toda posible dialéctica ocurriría acaso como verdadero milagro. Alegóricamente, la alienación que ha supuesto la modernidad resume la ruina de un sujeto sin esperanza o, en todo caso, resignado a su suerte. La lengua que denuncia Pizarnik es una falsa alegoría en ese sentido, en el que forma y contenido no son ya equivalentes y aquella se ve tironeada por diversos contenidos que llegan no sólo del 24

Que algo está irremediablemente perdido es el origen de la tensión característica de la condición humana. De aquí se sigue que, propiamente, la verdad existe sólo como meta y acaso es susceptible de ser representada. La forma llega a ser la verdad pero sólo cómo el proceso que la realiza cada vez. «The activity of representation is the dwelling-place of truth, the “only” place where truth is truly present», apunta Cowan (1981:14). La verdad se distingue así como la poiesis llevada a cabo durante el estilo (el estilo entendido como su incesante consecución). La alegoría de esta manera se erige como respuesta a la condición humana, primero admitiendo una carencia y luego afirmando la existencia de la verdad en su ausencia, en palabras de Cowan: “The affirmation of the existence of truth, then, is the first precondition for allegory; the second is the recognition of its absence. Allegory could not exist if truth were accessible: as a mode of expression it arises in perpetual response to the human condition of being exiled from the truth that it would embrace”.

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pasado sino del presente mismo para oscurecer la idea de verdad. El supuesto “enigma”, y la resolución que propone la palabra ideológica, violenta el sentido en aras de alguna supremacía, y esquivando toda dialéctica su impostura sume al individuo en una paradoja irresoluble que enmarca una forzada designación. Así, cuando la expresión de la convención, como expresión de la autoridad y no del bienestar humano, y por lo tanto del concepto universal, no mantiene más una relación dialéctica, se convierte en expresión de una mentira, de una falsa totalidad. El usurpador de conciencia que así resulta, encarnado en la cúspide por la figura del tirano, mismo que denunciara Artaud en su oportunidad, lo denuncia Benjamin también desde el momento lúcido en que ve suplantadas, por el poder, las formas alegórica y simbólica durante el romanticismo. Alejandra Pizarnik, si bien su imperativo estuvo en restañar lo inadecuado de su propia conciencia hacia sí misma, como fiel discípula del ser romántico, a lo largo de su poesía muestra también cómo finalmente lo inadecuado suele regir la vida en general. El poema ENEM, en particular, es alegoría del alienado, de la ideología, de la indisoluble relación hombre-mundo mediada por el lenguaje y del lenguaje mismo en su mayor o menor capacidad para aprehender el mundo que se percibe. No menos importante es la alegoría que construye de la identidad forjada por la actividad de la forma o, más justamente, por la perseverante persecución de la forma idónea: “mis cambios de formas, que yo llamaría cambios espaciales, tienen por objeto hallar un espacio literario como una patria o, si esto es demasiado, como la choza que encuentran en el bosque los niños perdidos” (Pizarnik, 2003: 465). Lo que se puede puntualizar, desde la alegoría, es que esa actividad de constante formación, que busca el modo de ser genuino, encierra la paradoja de un sujeto que simultáneamente es y no es, una paradoja resuelta en el devenir de un sí mismo siempre en otro. Este proceso no es otra cosa

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que el estilo visto como una incesante consecución de estilo (el capítulo III tratará más específicamente este último asunto). Ahora bien, la constitución del pensamiento mismo que se vislumbra detrás de la poesía de Pizarnik se sostiene (o resquebraja) a través de una experiencia alegórica que tiende a distorsionarse. El equívoco que simultáneamente forma y traba su desarrollo haciendo “fracasar al poema” circula entre dos alternativas. Pizarnik, por una parte, cuando observa que la ideología se apodera del ser y en consecuencia éste es olvidado, iguala la razón ideológica con el lenguaje de forma tal que ya por siempre caerá en una falta irremediable; es por eso que, encontrándose de pronto en una encrucijada, ha podido decir acerca del lenguaje: “Mi condena. Pedir que la revoquen. ¿Cómo pedirlo? Con palabras” (Lasarte: 872). Toma la alegoría en su valor más empobrecido e incluso, cuando el interés individual prevalece, en su inverso --como ideología-- incapacitándola para dar el salto del mero concepto particular al universal. Y como sea, si la lengua es fagocitada por la razón oficial (o cualquier otra ideología), todo concepto interiorizado --con o sin pretensiones alegóricas-- que intenta explicitar el flujo real, es ya una mera usurpación que cristaliza en fragmentos y al sólo proferir la hablante se coarta. En la siguiente parte del poema “Palabras” (Pizarnik, 1992: 155-7) lo que funciona es la paradoja de una voz poética que se acerca sólo en tanto queda fuera del lenguaje, marcando el abismo abierto entre el poema y el poeta, entre la verdad que alguna realidad dada pudiera ocultar y el sujeto. Hablo de un poema que se acerca. Se va acercando mientras a mí me tienen lejos. Sin descanso la fatiga; infatigablemente la fatiga a medida que la noche -no el poema- se acerca y yo estoy a su lado y nada, nada sucede a medida que la noche se acerca y pasa y nada, nada sucede. Sólo una voz lejanísima, una creencia mágica, una absurda, antigua espera de cosas mejores. Recién le dije no. Escándalo. Transgresión. Dije no, cuando desde hace meses agonizo de espera y cuando inicio el gesto, cuando lo iniciaba... 50

Trémulo temblor, hacerme mal, herirme, sed de desmesura (pensar alguna vez en la importancia de la sílaba no). Por otra parte, en el discurso de Pizarnik parece desvanecerse la conciencia del modo de ser del lenguaje que atañe directamente a la relación sujeto-objeto mediada recíprocamente (ver supra nota 4). En sus intentos de liquidar la mediación --intentos de exactitud--, para exponer a la luz lo que ella cree ser la verdad, incurre en el peligro de lo que antes había denostado: en una lengua ideológica fraudulenta. De cualquier manera, terminar con la mediación representa, bajo la mirada alegórica, el silencio total de la carne o, más fatídicamente, la alteridad devorada que trae consigo la más acérrima soledad para un Yo ahora prisionero de sí mismo. El tema es recurrente en Pizarnik (2001: 90, 105, 120, 144, 163, 188). No es la soledad con alas, es el silencio de la prisionera. (“Peregrinaje”) sólo la sed el silencio ningún encuentro cuídate de mí amor mío cuídate de la silenciosa en el desierto de la viajera con el vaso vacío y de la sombra de su sombra (Árbol de Diana: 3) como un poema enterado del silencio de las cosas hablas para no verme (Árbol de Diana: 18) los náufragos detrás de la sombra abrazaron a la que se suicidó con el silencio de su sangre (“Otros Poemas”) Alguien entra en el silencio y me abandona. Ahora la soledad no está sola. 51

Tú hablas como la noche. Te anuncias como la sed. (“Encuentro”) La muerte siempre al lado. Escucho su decir. Sólo me oigo. (“Silencios”) En estas condiciones, Pizarnik parece malentender el juego del lenguaje y en consecuencia el juego poético (cuya tarea principal no sería hacer precisiones con las unidades lingüísticas ya definidas sino crear signos a partir de ellas, que produzcan y asimilen, a la vez, sentidos y fenómenos con más fidelidad). En su trágica obsesión, Pizarnik confunde la materia instrumental (aquí la palabra) con el producto acabado que se le impone para entonces minar toda creación --esto puede justificar que deplore su alegorismo nato--. Paradójicamente, en tanto su lenguaje se juega en este intervalo provisto de confusión y “escándalo”, la poesía es posible destacándose dentro de una dialéctica turbulenta, más allá de la impotencia alegada como “transgresión” (que debe entenderse como una transgresión mutua, entre un orden externo inamovible y una fuerza pulsional inestable), confirmando así el predominio de su mirada alegórica. En este intervalo, y en el entendido de que Pizarnik hace suyo el proyecto moderno de concebir la conciencia (la vida) como arte (ver Sontag (1981)), también ha de funcionar la contradicción que gestará el impoder que ella acusa, como Derrida (1989: 242) lo describe para Artaud: “no la ausencia sino la irresponsabilidad radical de la palabra, la irresponsabilidad como potencia y origen de la palabra”. El discurso alegórico efectivo, de creación de imágenes conceptuales con pretensiones universales, subyace bajo el deseo de perfección de Pizarnik, que ve en la grafía de la escritura (cuya convencionalidad parece más evidente) una reducción a su 52

intención poética imposible de superar 25. Su deseo de hacer el poema con el cuerpo (“mi cuerpo desnudo como una palabra/ mis deseos abrazados a su imagen”; Pizarnik: 313) es análogo al deseo de realizar una escritura de las cosas similar a como hacía la mirada alegórica (cfr. Benjamin, 169), mas, sin embargo, como si ésta hubiese podido, en verdad, disminuir por completo la insuficiencia de la convencionalidad o sustraer del propio lenguaje, para eludir la “herida fundamental”, en lugar de asimilar ambas cosas. No obstante que la tarea poética de Pizarnik entraña la concepción de signos pertinentes para dar mejor cuenta de la realidad, tal como lo prescribe la alegoría, en su sed de absoluto olvida que justo la mejor posibilidad de la conciencia, para manipular la realidad ofrecida, está en su habilidad para fabricar signos que, en su labor duplicadora, sean cada vez más adecuados a la misma realidad, signos que no dejarían de ser una mediación y en último momento acudirían al sujeto como palabras. Olvida que la verdad sólo existe en su representación --como meta inconquistable-- y no más allá de la significación. Un impulso romántico hace que su conciencia alegórica (de carácter filosófico) mude progresiva y erróneamente su intención hacia el símbolo, tal como lo percibían aquellos, y pretenda, también, dirigirla al ser absoluto con miras a una unión con lo sagrado, pero la rígida palabra convencional, bajo el influjo ideológico (tanto de ella como del exterior), siempre luce determinante al fondo de su lenguaje para trastornar la tarea de autosuficiencia y redención. Sin considerar que la alegoría originalmente no pretendía totalizar sino consagrarse al misterio de la vida, velando por la forma conservadora del saber, convirtiendo contenidos factuales en contenidos de verdad, esperaba ver surgir la esencia de las cosas como una emanación durable y no sólo su manifestación providencial. El

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Esto se puede constatar (más adelante se hará, en el capítulo IV) en el modo que tenía Pizarnik de escribir y su relación con la pintura.

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constante fracaso que así persiste, dentro de un proyecto mal calculado atribuido al obsesivo equívoco ya descrito --como una voluntad insistente en reconocer particulares en contra de su tendencia natural a universales-- y visible, desde su perspectiva, a través de la acumulación de significados (como meros conceptos invariables o incompletos), certifica la relación predominante con una memoria petrificada provista de ruina que aparece en cambio para inutilizar todo futuro: “y nada es promesa/ entre lo decible que equivale a mentir/ (todo lo que se puede decir es mentira)/ el resto es silencio/ sólo que el silencio no existe”, afirma Pizarnik, en el poema ENEM, inutilizada ya para valorar saber alguno. “Piedra fundamental” (Pizarnik: 264) es el poema de la impotencia debido a la confusión ya mencionada: No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. ¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado. El lenguaje de Pizarnik, como puede observarse, muestra, en su enajenado propósito inconquistable, cómo una conciencia se torna irreductible y decae merced a una ideología propia del fanatismo que centraliza la posesión en detrimento del conocimiento. En consecuencia, la viabilidad del momento de verdad alegórico, para ella, continuará siendo algo menos que una quimera, contrario a lo que nos aclararía Benjamin (175): “Lo que perdura” --dice él-- “es el detalle raro de las referencias alegóricas: un objeto de saber que anida en los edificios reducidos a escombros según un cuidadoso plan”. En el año de 1961, a once años de su deceso, Alejandra Pizarnik ya era consciente de ese mal que le pertenecería el resto de sus días. A él alude en su diarios constantemente transfigurándolo sobre todo en una espera ineludible y siempre prorrogada que suele concentrársele en la garganta, sin que esto último sea banal y más bien muy significativo para ella: “He aquí la 54

forma de mi enfermedad” --dice ella (2003: 197)-- “el nombre de lo que me muerde como un tigre crecido súbitamente de mi garganta”. La espera, que allí prescribe Pizarnik, configura la paradoja que encierra un hecho tan popular como puede serlo la resignación: desear oscuramente contra uno mismo ante la certeza concluyente de que el deseo insatisfecho subsiste y en lo subsiguiente no declinará. En el poema “Palabras”, Pizarnik reitera este desasosiego suyo, su espera no germina con la llegada del ansiado “viento” y perdura, en cualquier caso, en tanto el medio que debería proveerla de su objeto es el mismo que se lo niega, pues, tal como lo ve ella, el lenguaje en el que yace confinada, investido, como supuestamente está, de un halo usurpador, adolece de toda fuerza productiva. La espera, si bien parece estar menos contaminada de ambiciones triviales que de seria obsesión cognitiva, aun así, no transige y finalmente tuerce o anula la producción: “Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé que no va a venir”, expresa Pizarnik dentro del mismo balance de antes. La certeza que ella quisiera queda incluso más allá de la muerte, ahí donde “sé que mis huesos aún estarán erguidos, esperando”, dice; mientras que la otra, la verdad como representación, no tendrá mérito alguno para ella y, más bien, frustrará su consecución real en todo momento. El silencio milagroso que alojaría la verdad por ella deseada parece no llegar nunca: Se espera que la lluvia pase. Se espera que los vientos lleguen. Se espera. Se dice. Por amor al silencio se dicen miserables palabras. Un decir forzoso, forzado, un decir sin salida posible, por amor al silencio, por amor al lenguaje de los cuerpos. Yo hablaba. En mí el lenguaje es siempre un pretexto para el silencio. Es mi manera de expresar mi fatiga inexpresable. (“Palabras”) Si la lluvia alegoriza el existir gris e impersonal, que sólo transcurre, del indeciso y frágil sujeto que no halla lugar en tanto lucha fatigado con su propia palabra, los vientos del escampado serían la irrupción consumada del Yo idílico, de la conciencia en forma de 55

silencio que pondría fin a su tenaz anhelo de armonía y que, sin embargo, el decir, en su obsesión, traiciona cada vez. Pero mientras tanto, mientras que haya “viento”, para Pizarnik también habrá un Yo que habla sin inmovilizarse, así lo expresa en “Fragmentos para dominar el silencio: II”: “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo” (2001: 223). Más que una suspensión de la acción, la espera debería ser entendida como un advenimiento constante del Yo o su fatal inminencia vía el trabajo con el lenguaje; dicho de otra manera, el poema sería la culminación formal del yo que boga por tener lugar: “Escribes poemas/ porque necesitas/ un lugar/ en donde sea lo que no es”, expresa ella en un poema de “Aproximaciones” (318) y en abril de 1963 dirá: “No se trata de fidelidad sino de saber quién soy y para qué estoy aquí. No se trata de obligarme sino de arder en el lenguaje.” (2003: 335). Pero la imposibilidad de que esta labor prevalezca se torna, y vuelca su brevedad, en la anterior presencia tormentosa del obseso indeciso, que cuando no logra conciliar la fugaz llegada del “viento” (es decir, cuando no acepta el funcionamiento del lenguaje, la brevedad de la poiesis y, además, se paraliza en el malentendido de que la alusión que ofrece es una debilidad), a cambio de su feliz ocasión, sólo puede ver en su pasajera aparición la crueldad de un simulacro que destruye su deseo convirtiéndolo en un deseo de muerte. El valor del “viento” en la poesía de Pizarnik es así contradictorio, oscila entre todo lo que es perfecto y aquello que es agente de destrucción. Veámoslo en “Adioses del verano” (2001: 236) poema de 1963 aparecido en 1968 en Extracción de la piedra de locura. Suave rumor de la maleza creciendo. Sonidos de lo que destruye el viento. Llegan a mí como si yo fuera el corazón de lo que existe. Quisiera estar muerta y entrar yo también en un corazón ajeno. El valor del “viento” en la poesía de Pizarnik denota la ambigüedad de un ser de naturaleza intranquila que en vano encarece y malentiende el quehacer del lenguaje y, junto 56

con ello, el enigma alegórico. En su deseo de pureza, la inefabilidad que surge provista de una significación desmesurada, y que acaso sólo puede ser brevemente conjurada, devora al signo alzando en cambio una presencia insostenible. La impersonalidad de un proceso (algo trabado cuyo esfuerzo estacionado a medio camino correspondería a un no-sujeto) desgastándose con una voluntad de ser, se manifiesta a través del lenguaje posible inscrito en el poema, evidenciando la indisolubilidad entre el existir y el existente conjunta a su ferviente hostilidad mutua. El lenguaje de Pizarnik va adquiriendo así tintes afásicos como lo aclara Merleau-Ponty (1985c, 193): “lo que ha perdido [el afásico] es la facultad general de subsumir un dato sensible bajo una categoría, ha caído de la actitud categorial en la actitud concreta”. Lentamente, al no poder fijar, la subjetividad se alterna con lo impersonal entendido como una pérdida de sí (el pronombre “se” es elocuente en el poema “Palabras” arriba citado) situándose muy cerca ya del personaje de Borges: Funes “el memorioso” o incluso alguno típico de Beckett son el antecedente directo del Yo que desarrolla la poesía de Pizarnik. Estos personajes, incapaces ya de abstraer, denotan una palabra sin hablante reconocible cuya actitud trastornada, a través de ella, queda traslucida. La palabra permanece para ellos en su calidad de envoltura significativa y los significados posibles sin signo alguno dentro de una claridad extenuante que desvanece toda dirección. En contraste con el silencio asociado a la conciencia productora, el originado aquí es el proveniente de la ruina que obliga a callar. Pizarnik (92, 310, 223, 254-6) lo expresa de diversas maneras y siempre ligado al hecho mortuorio que destruye todo esfuerzo por entender y trascender: Es el desastre Es la hora del vacío no vacío Es el instante de poner cerrojo a los labios oír a los condenados gritar contemplar a cada uno de mis nombres ahorcados en la nada (“El despertar”) 57

Me rodea en la noche una logia exterminadora Te llamo y no vienes Te amo y no vienes Por qué viniste como el relámpago y me dejaste sola en lo devastado Si escucharas mi rumor a celda minúscula poblada de agonizantes mi jadeo de asfixiada (“Aproximaciones”) No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo canto florecer mi silencio gris. (“Fragmentos para dominar el silencio II”) Toda la noche escucho el llamamiento de la muerte, toda la noche escucho el canto de la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de la muerte que me llama. (“El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos”) El resultado, para Pizarnik, es una unidad formal distorsionada en la que no puede consentir la diversidad indiscriminada debida a un mundo moderno, que se ha extendido en límites y códigos que rápidamente también se extinguen, donde todo puede llegar a ser válido de la misma manera en que antes fue falso. Si la alegoría, tal como la ve Benjamin, se moldea con la ruina, escombros y fragmentos se reaniman a la espera de que surja el milagro. Pizarnik, finalmente, adscrita a esta forma de ver, resiente el amontonamiento progresivo de significado en que cae (reflejando así la realidad actual) como una atrofia intelectiva que la acerca a la muerte --aspecto marcadamente existencial que también habría ya de señalar Benjamin con respecto a la naturaleza y con lo cual esta misma se descubre alegórica, mostrando que la vida y la plenitud no pueden perdurar juntas--. La peculiar alegoría que funda Pizarnik consiste pues en la fragmentación perpetua de un fragmento imposible de ser revelado en su grandeza. El método y la forma de su poesía también es la especulación infinita de su pensamiento alegórico. El poema 23 de Árbol de Diana (125) 58

muestra esta calidad primordial cuya exacerbada profundidad no finaliza sino hasta dejarla hecha polvo: una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos Veamos cómo aparece claramente la mirada alegórica envuelta en su natural negatividad (la “alcantarilla”) para descubrir luego que toda posible verdad sólo llega cuando ella misma (la que enuncia) se apaga (y no “la rosa”, como sucedería normalmente, para dar paso al concepto trascendental). Porque antes de ceder a la palabra que la ensombrecería, puesto que ésta lleva en sí el germen falsificador, su deseo emancipador era --tal como se encontró escrito en la pizarra de la poeta el día de su muerte-- “ir nada más que hasta el fondo” (453). La visión desproporcionada que Alejandra Pizarnik refleja en este poema queda más explícita cuando la consideremos a la luz de dos reflexiones, una de Deleuze y otra que ella misma vierte en su diario. “Ver y detenerse para ver y buscar respuestas entre eso tan anónimo y falto de misterio es lo propio del poeta” --dice Pizarnik y agrega--: “Es suscitar lo inusitado de algo que ha sido consagrado como «natural» y trivial” (2003: 330). Ahora, si tenemos en mente que Deleuze (1989: 114) ha dicho que “Lo propio de la percepción es pulverizar el mundo, pero también espiritualizar el polvo”, notamos que la intención de Pizarnik va primero paralela a la de Deleuze dentro de una dialéctica de anulación-apropiación/recreación del mundo, pero que, sin embargo, cuando logra la “pulverización”, no es el mundo el sacrificado en aras de uno nuevo sino ella misma. Su mirada enajenada la tuerce sin alcanzar a finalizar la tarea de espiritualizar. Es decir, la poeta cae en la desgracia que más teme: no poder darle nombre a las cosas

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(recordemos el verso: “Ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe” del poema 6 de Árbol de Diana (2001: 108)). Más allá de sus particular extrañeza, este estado de cosas, de constante perfeccionamiento alegórico, en que se nos ofrece la poesía de Alejandra Pizarnik, hace que obviemos el reconocimiento de la forma de modo crucial, tal y como se ha sugerido más arriba --pág. 48--, cuando nos referimos cómo a través de su cultivo surge la identidad. La necesidad de salvación, suscrita en la persecución de la formalidad precisa, denota en Pizarnik el deseo de llegar a ser idéntico a sí mismo, deseo, a la postre, conseguido y a la vez postergado siempre en el flujo de un hacer incesante de la forma. Por otro lado, esta tarea constructiva tiene la virtud de destacar la semejanza entre el arte y el mundo, ambos se nos muestran como voluntades empeñadas en ser. Ambos se descubren sin un contenido previo y en cualquier caso que de ellos se trate, la forma y el contenido se transparentan, confundiéndose dentro de una tautología, la cual dicta que la realidad es ella misma la experiencia de su continuidad. La forma se presenta así como una continua interrogación (“ver” y “buscar respuestas”, decía Pizarnik) apelando, dentro de un futuro infinito, a lo que hay de individual en el receptor para fundar un nuevo comienzo. La palabra despojada de significado, vista sólo en su armadura disponible, recuerda el papel creador del sujetomundo en su permanente realización, donde se inscribe también un deseo de saber ligado a la fuerte presencia de una verdad que queda ahora bajo su cuidado. La palabra desnuda no sólo evoca su carácter como contenedor de la memoria histórica sino que, cuando la articula, la conjura a nuestro favor dejándonos en su verdad para lanzarnos al mundo de lo posible. La forma así prevista parece marcar el fin de la sumisión y el inicio de una autonomía que sabe que el objeto mirado no está solamente bajo su mirada, que sólo la complementariedad valida o invalida una proposición; esto pone de manifiesto la cuestión 60

ética que soporta ineludiblemente todo asunto estético. El silencio que se sitúa ante la obra prefigura, por lo tanto, la toma de decisión en que surgirá la subjetividad como una individualidad precisa. La forma, elocuentemente, es la voz del silencio que no ha llegado aún para el sujeto de Pizarnik pero sí para su poema, pues mientras éste cobra fuerza en la profundidad aquél yace en la incertidumbre entre la afasia enunciativa y el deber deontológico de la claridad expresiva que torna ambigua su obsesión. Los dos poemas siguientes (Pizarnik: 316-7, 181) son muestra de aquella visión arruinada donde el silencio, cuando no está perdido bajo la forma de un “canto olvidado” (la forma que reuniría en armonía las palabras “crispadas” o “mutiladas”), está bajo el yugo de un poder funesto. Mi cuerpo se pobló de muertos Y mi lengua de palabras crispadas ruinas de un canto olvidado (“Aproximaciones”: IV) Y cuando es de noche, siempre, una tribu de palabras mutiladas busca asilo en mi garganta, para que no canten ellos, los funestos, los dueños del silencio. (“Anillos de ceniza”) No obstante que su fervor es magro, parece loable decir que Pizarnik busca aún, cuando asila a las “palabras mutiladas”, preservar, mediante el poema, su integridad propia tanto como el viejo saber que resguardaba la alegoría. El silencio que persigue Pizarnik, por otro lado, puede ser visto todavía como una atención --es decir, una apelación formal desinteresada--, si consideramos que el lenguaje que usa hace de sobra lo opuesto a su denuncia y cumple su deseo: hace el poema. Este logro conseguido, pese a ella misma, muestra, aun sin que lo asiente decididamente alguna vez, que no es la razón propiamente, y tampoco el lenguaje, la fuente del mal sino los usuarios que le dan forma. Es, sin embargo, aquella contradicción insuperable su mayor traición, ilustra lo que Habermas 61

reprochaba al arte de vanguardia y Adorno al arte comprometido: la refutación que hace del lenguaje corre bajo los mismos mecanismos que a éste lo sostienen, yendo a parar en muchas ocasiones al área de la ideología. Adorno (2003b, 410) lo expresa: “Las obras de arte que por su existencia toman el partido de las víctimas de la racionalidad dominadora de la naturaleza, en la protesta han estado siempre, por su propia idiosincrasia, involucradas en el proceso de racionalización”. Aunque el sujeto de Pizarnik

no habla aún desde la

renuncia que implica la ruina total tampoco lo hace desde la resistencia de la forma, por eso para ella no existe aún el silencio que descubrirá a la conciencia en la diferencia y a la diferencia en la conciencia; yace en el centro del conflicto sin orientación, repitiéndose dentro de una resignación, mitigada a veces o insidiosa, sin saber que la distancia necesaria sólo vendrá de otra paradoja: aquella que cancela todo compromiso con el mundo para satisfacer la idea de la verdad. Su discurso parece estar más del lado de Beckett y Adorno que de Merleau-Ponty, Bretón o Mallarmé, pero no está en ninguno completamente. Ellos no deploran al lenguaje, no están confundidos y apelan siempre, pese a todo, a su mecanismo funcional y a sus fuerzas expresivas de alusión. Aunque debe advertirse, sin embargo, que el personaje de Beckett ha obtenido la autonomía de su discurso a costa de sí mismo, la suya es una locura que transcurre dentro de un flujo indiferente a todo 26. En el camino a su deposición, el suspiro de Pizarnik parece más el del condenado que busca creer pero la promesa del paraíso no supera la miseria real. La ilusión ideológica se presenta en toda su falsa magnitud cuando el apego a sí mismo no encuentra aliado en el exterior: “Las palabras hubieran podido salvarme, pero estoy demasiado viviente. No, no 26

Aquí, y siempre que no lo indique de otra manera, me refiero al personaje típico de las novelas de Beckett. Más adelante (capítulo VIII) veremos cómo el loco encarna el pensamiento del afuera, trascendentalmente ausente o invisible, que el personaje de Beckett manifiesta en el estupor de un lector (una subjetividad) que refigura su propia nada. Este pensamiento del afuera, según Foucault (2004), existe en la no-existencia del sujeto que da pie su a alteridad plena.

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quiero cantar muerte.” (Pizarnik, “Los poseídos entre lilas”: IV: 295-6). Y aunque de hecho sabemos también que el arte funciona a través de la realización de una irrealidad es seguro que no son promesas lo que nos propone; si nos procura luego una realidad menos violenta al conjurar su ininteligibilidad, esto se debe a que nos abre más al mundo de lo posible y menos a una ilusión artificiosa o tendenciosa cuyo peligro es el adoctrinamiento que la supone no sólo como una alternativa viable sino como la única. En Pizarnik vemos que su desventurada poesía aún busca entre los restos del lenguaje cómo poseer el objeto anhelado y lo que exhala en su aspiración es temor hacia la nada de un devenir abrumador. Englobando su obra quizás no sea muy errado decir que no estamos tanto ante una posición de resistencia como ante una de inercia. Parte del poema “Extracción de la piedra de la locura” (251) es ejemplar para ilustrar lo que se ha venido diciendo, sobre el fragmento incapaz de trascender a la forma, al que sin embargo se prefigura en el anhelo: Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así rodeada de muerte. Y es sin gracia, sin aureola, sin tregua. Y esa voz, esa elegía a una causa primera: un grito, un soplo, un respirar entre dioses. Yo relato mi víspera, ¿Y qué puedes tú? Sales de tu guarida y no entiendes. Vuelves a ella y ya no importa entender o no. Vuelves a salir y no entiendes. No hay por donde respirar y tú hablas del soplo de los dioses. Pizarnik en su visión de la ruina --se puede ver en el poema de arriba-- recuerda al ángel de la historia que propone Benjamin en las Tesis de la filosofía de la historia 27, y no obstante que parece intuir la naturaleza simbólica del lenguaje --un antiguo orden mítico--, 27

“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”. (Benjamin, 1991d: 46-7). 63

este deseo, sin embargo, la mantiene de espaldas, hacia el pasado, evidenciando, en todo caso, una intuición alegórica. La duda que la trastorna se desarrolla no en la imposibilidad real de ser comprendida sino en la creencia de que así es: “siento que la expresión o el vuelco de sí mismo en la escritura se logra mediante una escritura «en espiral»” --alega y luego continúa--: “lo más difícil es unir esta escritura al rigor […] Acento y palabra justa en mí están escindidos” --concluye--- (Pizarnik, 2003: 456). De este apunte habría que destacar la escritura “en espiral” donde se intuye ya la necesidad dialéctica dentro de un curso cíclico que requiere del momento de superación. Pero es claro cómo ella se coarta, cuando el rigor y la justicia que requiere no satisfacen al acento y a la escritura “en espiral”. El rigor de la palabra justa (ubicada sólo en el horizonte lejano) no se reconcilia con el acento --el tono como juego dialéctico de intenciones-- debido al prejuicioso malentendido de la fuerza alegórica como una ley autoritaria o una mera designación, que evita a la idea ir adecuadamente en lugar del fenómeno. Pero alienada o no, el hecho de que su convicción en el otro (aquellas presencias a las que no accede) apenas se manifieste no debe confundirse con una inconciencia, al contrario: la imposibilidad que expresa es muestra de su afán por convivir con lo que es otro: “Hay gente. Pasan cuerpos. Si pudiera verlos como los veo, es que no puedo explicar cómo los veo, no puedo decirlo con palabras que expliquen” (186). Esta impotencia también vuelve bipolar su apetencia: “Yo quiero la gloria, mejor dicho, la venganza contra los ojos ajenos” (199), expresa para después declinar: “Días en que me ofrezco en holocausto a una mirada invisible” (204). En síntesis, la poesía de Pizarnik --unida a su sujeto crítico-- en su intento de precisar lo otro es profundamente autoconsciente (balanceándose siempre en los límites de la alienación), entendida esta noción como lo hace Lotman (2000e) cuando precisa sobre la pintura.

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“La posibilidad de la duplicación es una premisa ontológica de la conversión del mundo de objetos en mundo de signos”, esta afirmación de Lotman (85, 86) nos sirve para inducir que producir signos es la tarea principal de la conciencia para poder manejar la realidad que se le presenta. Sin embargo, que las cosas primeramente deban ser susceptibles de un duplicado marca la preponderancia del mecanismo de duplicación en la creación de signos. A la conciencia de este mecanismo productor, Lotman la llamará autoconciencia. Implementar entonces nuevos sistemas para aprehender la realidad es una tarea humana cuyo modelo es el lenguaje de palabras. Toda objetivación es en algún momento una creación que en determinado momento originará otras, porque siempre son medios para asir mejor la realidad lo que se busca construir. Así, el arte, poco más acá antes de duplicar, implementa técnicas, métodos y medios para construir complejos significativos. Esta es la tarea que Pizarnik ilustra y realiza a través de su poesía y que sin embargo se le oculta a ella misma detrás de la palabra convencional, materialmente definida, debido a su delirio de absoluto. En los poemas más abajo anotados, Pizarnik (2001: 257-8, 283) sugiere la producción sígnica en el movimiento impersonal de un viento “que me hace aletear” (el mismo “viento” que antes, en el poema “Palabras”, espera que llegue). Y ya en plena labor poética, es a través del canto que surgirá la duplicación de “un mundo” hecho de lenguaje. De suma importancia es el hecho de que Pizarnik aluda al momento poiético justamente cuando el Yo ha cedido su lugar a la continuidad de aquel canto o viento, o simplemente a aquello que sin cesar está siendo. Es el proceso de ser --en que las cosas permanentemente se hacen cosas-- el que predomina, por eso el mar existe siendo siempre en su incesante devenir mar y no en su furia, pero es sobre todo porque los relieves que puede mostrar los muestra sólo por virtud de las cosas que lo acompañan de fondo para marcar la diferencia:

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No soy yo la hablante: es el viento que me hace aletear para que yo crea que estos cánticos del azar que se formulan por obra del movimiento son palabras venidas de mí. (“Noche compartida en el recuerdo de una huída”) ~ Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa. (“La palabra que sana”) Una realidad significante enmarca ya la duplicidad implícita y el signo como materia prima de expresión de la conciencia. Y hay en la duplicación transformaciones que harán consciente el modo de hacer, donde reproducir no será duplicar. Esta última tarea señala siempre un punto de vista particular e irrepetible de donde se deriva la imposibilidad de un significado fijo. Socavar entonces todo significado adherido a la palabra --presuntamente inamovible-- (como hace excepcionalmente Beckett) la orienta a su pura materialidad, evidenciando su papel elemental como medio abstracto de producción sígnica. La palabra, sin quedar vacía, se revela en su disponibilidad para crear con ella lenguajes de más alto rango como lo es la poesía. Puede así superar la mera convención, y cualquier autoritarismo, fusionando los planos de la expresión y el contenido sin mancha aparente, salvaguardando también lo que de sacro pudiera tener la realidad. La poesía, además de un lenguaje, será el propio ejercicio infinito de fabricar complejos de índole cercana al jeroglífico donde no sólo se asienta un saber sino también se duplica un enigma, en particular aquel que mantiene a las cosas relacionadas entre sí. Este enigma, propio del lenguaje alegórico, es equiparable a lo invisible que, según Iser, sobresale en la obra de Beckett. La autoconciencia es, pues, la conciencia del ser como productor que sofocaba a

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Pizarnik y la revela como alegórica más que simplemente alegorista 28. En “Los poseídos entre lilas: III, IV” (Pizarnik: 295-6) es revelador cómo todo signo que surge --toda palabra--, que el Yo construye, es deficiente cuando no logra conjurar el “paso del tiempo” (tiempo del recuerdo, de la memoria histórica, donde se resguarda el misterio que transporta la verdad). El Yo alegórico es condenado a sufrir el tiempo sin la posibilidad de ser alguien porque, entre su producción sígnica, no hay signo para su “realidad verdadera”: Voces, rumores, sombras, cantos de ahogados: no sé si son signos o una tortura. Alguien demora en el jardín el paso del tiempo. Y las criaturas del otoño abandonadas al silencio. Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto. ~ Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera. Entretanto ¿puedo decir hasta qué punto estoy en contra? ~ Las palabras hubieran podido salvarme, pero estoy demasiado viviente. No, no quiero cantar muerte. Mi muerte... el lobo gris... la matadora que viene de la lejanía... ¿No hay un alma viva en esta ciudad? Porque ustedes están muertos. ¿Y qué espera puede convertirse en esperanza si están todos muertos? ¿Y cuándo vendrá lo que esperamos? ¿Cuándo dejaremos de huir? ¿Cuándo ocurrirá todo esto? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuánto? ¿Por qué? ¿Para quién? La aparición del modo de representación en lo que solía ser sólo representación pone en el centro el proceso mismo del lenguaje como un esfuerzo no sólo de duplicación sino también de revelación y conservación de la realidad en su verdad más próxima. Así, cuando la poesía de Pizarnik lleva a cabo el quehacer del poeta en su lucha por conseguir el poema y enmarca su preocupación por la palabra total, se debe entender la tarea formal del 28

Si transformar cosas en signos es lo que hace la alegoría y también de lo que trata --según Cowan--, la alegoría es una operación o una técnica y también el producto de esa operación. Ahora voy a distinguir entre el ser alegórico y el ser alegorista de la siguiente manera: el primero comporta un modo de ser constituido de alegorías, que propende a la manera filosófica; el segundo es el que produce, a través de la técnica, alegorías sin que necesariamente sea alegórico, insuficiente también en sí mismo para producir poesía. El yo de la poesía de Pizarnik, reflejo de ella misma, es ambos. Su poesía también.

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estilo, es decir, de crear cada vez signos más precisos 29; y aunque su tarea cae en una clase de esquizofrenia 30, de esta manera pone en primer plano al lenguaje y su relación natural con el sujeto que lo ostenta. Se puede, ahora, observar que la escritura de las cosas realizada por el Yo alegórico equivale a la producción de signos de la autoconciencia poética. En el párrafo de abajo Pizarnik (2003: 400) presenta este rasgo permeado de las inconveniencias que hicieron de su obra lo que fue: Sin saber cómo ni cuando, he aquí que me analizo. Esa necesidad de abrirse y ver. Presentar con palabras. Las palabras como conductoras, como bisturíes. Tan sólo con las palabras. ¿Es esto imposible? Usar el lenguaje para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función principal. Ellas abren, ellas presentan. Lo que no diga no será examinado. El silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad. Palabras filosas (pero no son palabras sino frases y tampoco frases sino discursos). Imposibilidad de fraguar símbolos. De allí la imposibilidad de escribir obras de ficción. Debemos dejar claro que, aunque de idiosincrasia vanguardista, Pizarnik no pretende, como algunos de ellos, prescribir cómo debe ser la poesía; su intranquilidad proviene de una contradicción que, aunque relacionada con el ímpetu de aquellos, corresponde más esencialmente al lenguaje verbal: la autoconciencia del poema que le enfatiza la convencionalidad de la palabra, reafirmándola, expresamente también se la

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Más allá de que Martha I. Moia hacia 1972 publica una entrevista hecha a Pizarnik donde la poeta alude a su urgencia de “palabras más exactas”, sus Diarios manifiestan este hecho innumerables veces. Incluso estos pueden ser vistos como un trabajo de continua reflexión sobre la forma, el estilo y el modo de ser de la escritura. Cfr. Pizarnik, 2002a: 311-15. Más adelante (capítulo III) veremos en qué consiste el devenir del estilo. 30 La esquizofrenia la describe Jameson (1988: 179), siguiendo a Lacan, como un defecto del lenguaje y un fracaso para acceder al reino del habla. Una fractura de la relación de significantes que anula al probable significado. Si el tiempo y la identidad se perciben y construyen en el lenguaje y si el lenguaje está destruido, entonces, afirma Lacan, no hay persistencia del yo que labore la identidad. El esquizofrénico carece del sentido del tiempo, su pasado es inconexo y no hay futuro posible. Tiene sensaciones más vívidas por falta de continuidades temporales y su impresión del mundo es indiferenciada; al estar imposibilitado para comprometerse con alguna continuidad, un proyecto, no es nadie. El significante aislado se hace cada vez más material, más vívido. “En el lenguaje normal tratamos de ver a través de la materialidad de las palabras hacia su significado. Cuando el significado se pierde, la materialidad de la palabras se hace obsesiva […] un significante que ha perdido su significado se ha convertido así en una imagen”. Más adelante --capítulo VII-se volverá sobre este asunto.

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niega, creándole un abismo entre el objeto y su representación. Tampoco pondera al poeta a la manera de Hölderlin 31, su autoconciencia es ejemplar para ilustrar una dialéctica trabada para el Yo del poema y otra turbulenta para el poema logrado; ambos --el Yo y el poema-son de índole alegórica tal como Cowan (110) lo expresa: “Transforming things into signs is both what allegory does --its technique-- and what it is about --its content”. Como el pintor que no levanta más la vista de su cuadro, su discurso se parece por momentos al de aquél que no escucha, aproximándose lenta, y sin alcanzarla, a la alienación plena. Otra pieza, un fragmento de la parte IV de “Extracción de la piedra de la locura” (2001: 253), muestra el afán de Pizarnik cuya mirada alegórica inscrita en la pregunta “¿Qué significa traducirse en palabras?”, no encuentra cauce final: Yo presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si celebrar fuera posible. Lo que se hace patente es que no existe un único punto de vista de las cosas y que simultáneamente al lado visible que se presenta hay uno que permanece en la oscuridad: “Dicho sea de otro modo: como si mis ojos fuesen enemigos decididos a interferirse: el ojo ausente deforma y transforma lo que va recogiendo el fiel testigo, el ojo presente” (Pizarnik, 2003: 217). Es de este lado, de lo oscuro, por donde vendrá la mirada ajena a iluminarnos. Justo como el ojo que requiere del espejo para mirarse a sí mismo, la alteridad

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No a la manera del Hölderlin de Heidegger (1983, 2000) y más cercana a la manera del Hölderlin de Blanchot (1995). En términos de Laplanche, Hölderlin supone el caso donde lo “único” se sustrae al discurso siempre: “la proximidad que establecemos entre la evolución de la esquizofrenia y la de la obra lleva a conclusiones que no pueden en absoluto ser generalizadas: se trata de la relación, en un caso particular, quizás único, de la poesía con la enfermedad mental”. Laplanche es citado por Derrida (1989: 238).

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representa la especularidad necesaria para la reconstitución de lo visible. Pizarnik (1992: 155-7) lo expresa --aunque ya absorta en su deseo de absoluto-- en el poema “Palabras”, cuando urge la presencia del otro para que a través de “él” --y sólo de “él”-- se manifieste lo que de verdad necesita: el amor que hará las veces, alegóricamente, de la acción redentora del flujo del poema, mientras que el pronombre del amado da pie a la figura acabada --y por eso mismo imposible--- del propio poema. Claro está, la obsesión reiterada, que se delata primero en el esfuerzo de precisión y luego en “la voluntad de ser amada por él y no por otro”, distorsiona e incluso ahoga --junto con aquél que le proveería de ese gozo-- la necesidad auténtica que pudo haber tenido. Aunque aún percibe aquel amor, como en la noche “el viento”, no es capaz ya sino de medrar entre “sustitutos” que nunca alcanzan para satisfacer su deseo, cerrando así la posibilidad del amor: El hecho es que yo contaba, yo analizaba, yo relacionaba ejemplos proporcionados por los amigos comunes y la literatura. Le demostraba que la razón estaba de mi parte, la razón de amor. Le prometía que amándome iba a serle accesible un lugar de justicia perfecta. Esto le decía sin estar yo misma enamorada, habiendo sólo en mí la voluntad de ser amada por él y no por otro. Es tan difícil hablar de esto. Cuando vi su rostro por primera vez, deseé que fuera de amor al volverse hacia mi rostro. Quise sus ojos despeñándose en los míos. De esto quiero hablar. De un amor imposible porque no hay amor. Historia de amor sin amor. Me apresuro. Hay amor. Hay amor de la misma manera en que recién salí a la noche y dije: hay viento. No es una historia sin amor. Más bien habría que hablar de los sustitutos. Alejandra Pizarnik es la que prefiere al ojo ausente, huidizo, “el ojo que invita a irse lejos de la mirada, lejos de lo mirado” (2003: 217), contrario a aquel que busca la forma. Pero notemos que esta forma, propia de la mirada alegórica, no podría ser una instancia cerrada, implica un movimiento de autoregeneración permanente y una promoción del cambio; mantenerla abierta significa contemplar la llegada del otro. Es desde esta perspectiva que Merleau-Ponty afirma que el verdadero formalismo se yergue sobre la depuración formal que funda el estilo concentrándose en una semiótica que autonomizará la 70

palabra: “Este uso vivo del lenguaje, ignorado tanto por el formalismo como por la literatura de «temas», es la literatura misma como búsqueda y adquisición” (1964a: 91). Y, aunque contrariada a la vez por su ostentoso afán temático que la persuade de no alcanzar algún posible éxito, si algo muestran los Diarios de Pizarnik es una profunda preocupación por el estilo. Toda su poesía se puede ver como un trabajo fundamentado en acechar la palabra que haga algo más que apuntar al objeto banal del cual es representación (aún cuando para ella misma la alusión es principio del mal, de lo imposible). El arte, y en particular la poesía, se reduce a la tarea de labrar el estilo, apunta Sontag (2005: 59) y cuando, ella misma, expresa que el arte objetiva la voluntad progresiva equivale a decir que el arte convierte todo contenido en forma para ofrecer una manera autónoma de conocer. Así, cuando en el transcurso de esta disquisición se afirme que el poema de Pizarnik progresa contrario a su sujeto, lo que se quiere decir es que el Yo del poema, inclinado a una escisión natural, engendra un poema en perpetua creación para resistir contra su disolución propia, a un poema que trata sobre todo del estilo --mostrando cómo su ejercicio es una tarea inconclusa o postergada siempre-- cuya contemplación erige una presencia más allá de todo interés. Por eso, en el esfuerzo continuo de la alegoría, que implica la búsqueda de la “palabra” que diga lo que uno efectivamente quiere decir, se halla la posibilidad de alguna identidad que libere al sujeto preso en sí mismo debido a esa misma imperante necesidad. Pizarnik (2001: 88) reitera esta idea, en un fragmento del poema “Origen”, de la siguiente manera: Pero ¿quién me dará la respuesta jamás usada? Alguna palabra que me ampare del viento, alguna verdad pequeña en que sentarme y desde la cual vivirme, alguna frase solamente mía que yo abrace cada noche, en la que me reconozca, 71

en la que me exista.

La distancia necesaria que descentraliza al sí mismo para ver hacia otros sentidos está adscrita al estilo que, en el olvido de su necesidad, precipita la forma una y otra vez, actualizándola. El estilo no se agota en la búsqueda, él es la particularidad regeneradora que posee el lenguaje para realizarse. Su realización consiste en evocar la verdad que le fue encomendada en un pasado inmemorial y aquí se empalma con el pensamiento alegórico. Lo que busca y encuentra no es alguna idea de la verdad sino la manifestación de la verdad misma (la adecuación armónica signo/objeto). Aunque no debemos dejar de lado que la poesía de Pizarnik proyecta un sujeto constituyente de la realidad tanto como una realidad constituyente del sujeto, --es decir, un sujeto-mundo existencial y no ideal para quien toda identidad, alcanzada a través del estilo, no se logra sin una cierta dosis de insuficiencia. Por lo tanto, el estilo que aquí se refiere, como depuración formal constante, no es tampoco un proceso ideal. Revisemos menos fugazmente, en el siguiente capítulo, el concepto de estilo para sostener con más fuerza aquél que esta investigación ha consentido.

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CAPÍTULO III El estilo en Pizarnik

Nuestro tercer capítulo complementa el anterior en lo que toca a la evolución de la mera formalidad al estilo. Se verá primordialmente cómo la reflexión sobre el estilo --que será condición del ser dialógico-- es una de las características fundamentales de la poesía de Pizarnik. Ya enterados del peligro de la alienación en el sujeto poético, se comprueba que la distancia necesaria para descentralizar al sí mismo hacia nuevos sentidos está adscrita al estilo. La formalidad revisitada una y otra vez concreta la materialidad del lenguaje y su ejecución siempre única. El poema “Palabras” resultará ejemplar para mostrar cómo el progreso del Yo equivale al estilo.

Para entender el concepto moderno de estilo, que en lo subsiguiente esta tesis afirma se convierte en la principal preocupación de Alejandra Pizarnik, es necesario hacer un vislumbre sobre el surgimiento y establecimiento del orden humano conocido como modernidad. Fue a partir del siglo XVIII que, oficialmente y por primera vez, una civilización, la de Occidente, se arrogó la potestad del tiempo. No habrá en el mundo, desde entonces, mayor conocimiento que el suyo, por lo que el patrón de su vara, con respecto al cual todo desarrollo ulterior se medirá y será medido, sólo registrará atrasos en los pueblos restantes. Bajo el abrigo de la nueva razón, la humanidad sale a conquistar entonces su más firme posibilidad de ser: sale a conquistar el futuro, porque toda realidad cabe en el principio de identidad sustentado por la razón, porque todo cambio también lo resiste y lo 73

asimila la razón. Cualquier cosa que pueda venir está en nuestras manos poder realizarlo, dicta la nueva ideología con su elevada confianza en sí misma, somos responsables de nuestra propia historia. En adelante, para los hombres, no habrá más que progreso y perfección; la plenitud, libre de la jurisdicción divina, estará al alcance de cada uno. Y todo marchará, en efecto, bien para la fe moderna excepto que, a poco tiempo de su inicio, la tautología que puso en igualdad de condiciones al misterio del mundo –a la naturaleza-- y al ser se revela falsa. El fantasma de la contradicción que se creía haber superado reaparece luego más intensamente debido a la misma razón que tiende a escindirse cuando busca apaciguar el momento turbio, y mientras más hondo ella cava, al mismo tiempo que se renueva, se aniquila. Cada cosa empieza por ser así una cuestión del análisis, de lo cual no escapa el sistema del lenguaje y su uso, y finalmente el mundo en pugna con la razón funda el último de los desequilibrios de la conciencia que dura hasta nuestros días. Nace a la par, al situarse la razón misma en el centro de la controversia, el concepto de razón crítica cuyo objeto será intentar atenuar en algo la tensión creada, siendo el cambio y la alteridad lo que mejor ha de caracterizarla. Nada es como se había pensado que sería; no obstante la libertad ganada, por y para el sujeto, las necesidades sólo se cubrirán a medias y se cumplirán acaso sólo en el horizonte más lejano. La insatisfacción marcará así la modernidad mientras los más con los menos satisfechos rivalizarán. Al promediar los hechos, diferencia y desigualdad serán las divisas del periodo moderno que aún hoy prevalecen. Pero en el curso de este declive, y ya durante el romanticismo, la sensibilidad aparece como lo más originario, tenido a menos por la razón. Lo que está al principio, previo a los infortunios producidos por la modernidad, como la forma más auténtica de restauración anímica, es la sensibilidad. Y en el deseo de volver a ese tiempo primero, tiempo de plenitud, el ajuste de cuentas en contra de la desigualdad correrá a cargo de la crítica “convertida en acto 74

revolucionario” --según Paz (361)--. Sin embargo, dentro de la modernidad, la vuelta al origen, a un estado de equilibrio y reconciliación, quedará teñida, irremediablemente, de negatividad y cambio permanente, al tener la razón que autosacrificarse una y otra vez, de forma tal que también lo que marcará la posibilidad de ser será ya por siempre no-ser cada vez, es decir, que el principio regulador de la personalidad, que garantizará la supervivencia en la renovación, no podrá ser otra cosa que el cambio, con todo lo trivial que en la actualidad esta declaración pueda sonar. En este contexto de mentalidad, en el año de 1753, es que Buffon va a proferir su discurso sobre el estilo donde ciertamente dirá que “el estilo es el hombre mismo”, y esta afirmación sugerirá, todo lo más, claridad de pensamiento y controlada vehemencia de las palabras --siempre, por cierto, subordinadas a las ideas-previa reflexión planificada a la hora de suscitar la forma de la escritura. Un siglo más tarde, Schopenhauer (42) aún pensaría cosas semejantes cuando refiriera al estilo como “la fisonomía del espíritu” Así pues, la idea moderna de escribir bien, practicada hasta entrado el siglo XIX todavía bajo el gobierno de la ideología burguesa que definía la medida de lo universal, fue trocada por la de escribir lo justo dentro de una sociedad europea que veía agrandarse los vacíos clasistas. Las marcadas diferencias de clase, en cuyo seno se promediaba la utilidad de las cosas, también hicieron posible la diversidad de escrituras, manifestándose así un sujeto ávido de reconocimiento que padecía el desgarro de la vocación intelectual frente a la condición social. Cada uno de estos aspectos por su lado marcan los intentos de reconciliar la forma y el contenido a favor de la realidad, haciendo que se enfatice lo uno o lo otro y propiciando en cambio que sobresalga algún tipo particular de “realidad”. La literatura de temas que hizo prosperar la corriente naturalista confirma la disidencia en la que ya se convivía y sólo más tarde se acepta la autonomía del lenguaje, primero a través de 75

la lengua, como sistema, y luego del habla individual. En el siglo XX, cuando ya Flaubert y Proust consideraban al estilo como un modo de visión único y sumamente personal, la literatura no retrataría más al mundo sino que en cambio sería constancia de la existencia misma que así respondería a todo imperativo social, es en este punto donde el concepto de estilo empieza a cobrar importancia desde una óptica que no lucra más ni con la idea de reflejar algún carácter específico mediante una técnica ni con las viejas ideas clásicas de lo bajo, lo mediano y lo sublime; siendo más bien la actividad permanente que constituiría la identidad. Los estudios de la estilística instaurados ya en el siglo XX como respuesta al repunte de la individualidad, acertaron al reconocer la fuerza del lenguaje en la supremacía de un sujeto intencional a espaldas de él, pero se equivocaban en sus análisis siempre que su interés consistía más en tratar de descifrar alguna intención original. Tanto el formalismo que tuvo la intención autoral como último fin como aquel que luego prescindió de ella, solicitando alguna inmanencia estética, idealizaron teniendo ya a la historia, a la psicología, a la lingüística, o a las tres disciplinas, de soporte y en el balance ningún método pudo garantizar nunca resultados definitivos. Cinco de esos métodos ideados por la estilística, con el propósito de examinar la relación entre el lenguaje de un escritor y su personalidad, los enlista Stephen Ullmann (68): el análisis estadístico que observa el estilo de un texto “en el agregado de probabilidades contextuales de sus elementos lingüísticos”, el enfoque psicológico que recurre a las peculiaridades del texto para intentar edificar un perfil psicológico explicativo, tipologías del estilo, la prueba de las palabras-clave y, por último, el estudio de las fuentes de donde se extraen las imágenes del texto. Un método más correría a cargo de Bally (ver Enqvist (31)) para quien el quehacer de la estilística era “el valor afectivo de los elementos del lenguaje organizado, y la acción recíproca de los 76

elementos expresivos que concurren para formar el sistema de medios expresivos de una lengua”. De esta manera, una vez que la estilística centrada en la expresión toma vigor --a partir de Croce--, Vossler 32 va a orientarla hacia la comprensión de los fenómenos del arte, asumiendo un diálogo esencial entre la obra y el receptor. Los principios que generan la unidad de la obra deberían ser “desenmascarados” puesto que la relación entre el emisor y el receptor presuponen un artificio “en el que el artista se pone la máscara de villano para crear un estilo” (De Man, 1996: 216) 33. La “intencionalidad” aquí presupuesta aún es una determinación susceptible de ser aprehendida. Según Vossler: la estilística es una ciencia autónoma que intenta explicar e interpretar la naturaleza de la intuición artística, descubrir el principio y la unidad de la obra. Puesto que la obra se constituye sobre la dualidad de la creación --actividad productiva-- y de la aceptación --actividad receptora--, el método de análisis se basará en ambos aspectos, el sistema y lo individual. (Yllera, 1974: 19) Mientras Vossler busca explicar también cómo el escritor forja un estilo dentro de un lenguaje históricamente determinado, Spitzer (continuado después por Amado Alonso 34), asumiendo la filiación que supone entre lingüística y estilo, parte de la expresión 32

Vossler, Spitzer y Riffaterre, respectivamente, son citados por Yllera (1974). Ver también Hatzfeld (1975). Es pertinente recordar, siguiendo la línea de argumentaciones que en esta investigación se han podido verter, que el villano que ve De Man en el artista, cuando blande el estilo, toma tintes semejantes al gran delincuente, visto por Benjamin (1995). Este delincuente ha conquistado la admiración popular por haber enfrententado a un Estado que le burló (al pueblo) su confianza cuando le hizo entrega de su fuerza natural. 34 Amado Alonso “no desdeña el método de Spitzer, pero es consciente de sus limitaciones y de su parcialidad. Pertenece a la escuela idealista al ver lo esencial de la estilística en el descubrimiento del «goce estético» de la obra. Pero pertenece a la estilística estructural al juzgar la tarea de la estilística el analizar cómo está construida la obra”. (Yllera: 30). Ya Alonso (1969: 79) también se había percatado de la índole alegórica del estilo cuando comentaba: “La palabra o la frase son signos de esas realidades [de las que en primera instancia refieren]. Pero además de significar una realidad, esa frase en boca humana da a entender o sugiere otras cosas, y, ante todo, la viva y compleja realidad psíquica de donde sale. De esa viva realidad psíquica la frase es indicio, no signo; la expresa, no la significa”. Aunque cabe destacar que los indicios aquí planteados por Alonso aún lucen permeados por la necesidad de hallar alguna realidad psíquica particular orientada más al autor y menos al lector. De otra manera, Alonso aún parece no percatarse de la trascendencia del Yo de la praxis al Yo de la poiesis que contiene en sí el goce estético y que emancipa los procedimientos de creación a través de la constante producción justificándolos como principal foco de atención del análisis. Esto último también hace que el estilo intuido finalice no en el autor sino en el lector. 33

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individual del autor aproximándose al tono de una voz. Pero pese a que ha sido la lectura el camino que lo llevó a lo que él llama “peculiaridades lingüísticas” parece no considerar aún el movimiento dialéctico que ahí surge. La reducción que hace debería ser síntoma alegórico de una obra que se desprende, por la lectura dialéctica, de la autoría tutorial: Mediante la lectura captamos estas peculiaridades lingüísticas que posteriormente se reducen a un denominador común y se relacionan con el elemento psíquico subyacente, con la arquitectura de la obra, con su proceso de elaboración e incluso con la visión del mundo peculiar del autor. (20) Se puede observar que aún cuando aquí Spitzer hace énfasis en la voz de la lectura, que denota ya alguna estructura armónica, sólo la considera en virtud de un estilo ya establecido y puesto en marcha en los procesos de elaboración que el lector reanuda pero que no modifica ni concluye; antes bien, atribuye primero el mérito a una psique peculiar que es mayormente la del autor. En otras palabras, para Spitzer lo que funciona no es todavía una voluntad-de-ser inscripta en el texto, activada y continuada a través de la lectura, sino la peculiaridad formal lograda por el autor como desvío de la norma. Más adelante, tomando en consideración que la obra literaria es un proceso de comunicación, Riffaterre, al proponer un “encodificador”, de manera sesgada alude también ya a una duplicidad que encubrirá un artífice dominante que dictaría cómo leer. Luego de estipular que la primera tarea del estiólogo será recoger los elementos que limiten alguna libertad demasiado prolija de percepción en el proceso de descodificación, aclara: En el enunciado lingüístico, la estilística sólo estudia los elementos utilizados para imponer al descodificador la manera de pensar del encodificador, es decir, estudia el acto de comunicación no como mera producción de una cadena verbal, sino como algo que contiene la impronta de la personalidad del autor y se impone a la atención del receptor. (33)

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Ante este párrafo de Riffaterre, aclaremos que la poesía no tendrá para nosotros la tarea de cifrar. La misma naturaleza poética en su intento de precisar, de ser más cercana a su querer-decir, sólo hace parecer que cifra sus figuras. La complejidad que alcanza más parece ocultar que revelar pero su querer-decir no se reduce a una tesis; si nos lleva más allá de sí es precisamente a la manifestación de algo y no a una síntesis reduccionista. Lo interesante del análisis de Riffaterre será que, al considerar siempre un contexto dentro de la propia comunicación literaria (dentro de la obra y no fuera de ella), aclara que el continuo desvío que suscita el estilo no está determinado por ninguna norma preestablecida fuera del texto (dicha norma no tendría afanes estéticos y estaría más interesada en el referente). Aunque todavía, al subordinar el discurso a un autor, es incapaz de ver que el contexto en que opera el trabajo formal del estilo siempre es el discurso mismo, --es decir, la convención que hace peligrar al discurso en el anquilosamiento florece dentro del propio discurso desde el mismo momento en que se cree seguro. El lenguaje creador, desde esta perspectiva, no trabaja contra alguna norma respecto a lo establecido cotidianamente, se concentra, en cambio, en su mismo movimiento progresivo. El desvío consistiría, luego, en un descentramiento del lenguaje con respecto a sí mismo en el afán de ceñirse lo más posible a su verdad manifiesta. La correspondencia así establecida por la estilística alrededor de una obra, entre efectos y afectos, no guiaba entonces -ni lo hace ahora- a precisar un modo de ser precisándolos a ellos, sino a examinar su consecución avizorando a través de las relaciones que podían alcanzar entre sí los elementos de la obra siendo ella misma la unidad que concretaría el estilo. Esto significaría luego que cualquier intención original importaba menos que el procedimiento de realización y que a la formación de estilo se antepondrían sus implicaciones universales, es sólo así que empieza a superarse el influjo ideológico. 79

Pero aun cuando la expresión es ya el objeto de la estilística, desde Vossler y Spitzer, y sin pensar, por lo tanto, que la lengua pudiera existir al margen del hablante, o éste al del entorno, los estudios estilísticos seguirán padeciendo alguna de las tendencias mencionadas debido a los intentos de sistematización científica que quiere hacer del pensamiento una ciencia natural, como si únicamente el rigor condicionara la verdad y la objetividad no fuese ya apreciación 35, de ahí que sus fines muchas veces terminaran, como anotan Warren/Wellek (214), en ser no más que una preceptiva cuando no una exaltación nacionalista de una determinada lengua. El tono y el gesto que atraviesan la palabra, nunca transparentes del todo, en tanto son medidas de profundidad discursiva sólo son vías de intuición por donde se manifiesta el estilo como fenómeno estético. Eventualmente poco importó quién hablara, y al darle preponderancia al cómo-se-habla fue más evidente que el discurso, en especial la poesía, cumplía cuando de forma reiterada e indefinida objetivaba la fuerza del deseo como una fuerza de precisión ontológica imposible de colmar 36, fue más claro entonces que la misión del arte era registrar los progresos de la voluntad ante el persistente desgarro que sufre el sujeto. Pizarnik (2000a: 312) nos lo remite así: “En este 35

El afán de la estilística en mucho es análogo al de los escritores naturalistas. Retratar la vida en el arte literario, como se intentó en el siglo XIX, exigiría que uno se saliera de la vida para lograr ver su totalidad. El caso va a ser homólogo a la necesidad de tratar de trazar fronteras al pensamiento como si se pudiera pensar al pensamiento fuera del hombre (o al lenguaje --ya acabado-- fuera del sujeto). Si la vida que concebimos yace en la conciencia en relación mutua con todo lo que es otro, delimitarla significaría que no sólo sí existe lo impensable sino que, absurdamente, se lo puede pensar y maniatar (es decir, que la otredad es controlable). George Steiner (2007: 15) refiere este hecho: “Lo que hay fuera o más allá del pensamiento es estrictamente impensable. Esta posibilidad, en sí misma una demarcación mental, está fuera de la existencia humana. […] Se mantiene como una categoría oculta de la conjetura religiosa o mística”. La relación unívoca que guardan pensamiento, vida y lenguaje fue el asunto primordial que Wittgenstein trato primero en el Tractatus lógicophilosophicus en 1918 y luego en las Investigaciones filosóficas en 1945. 36 Dentro de la poesía --siguiendo a Jakobson (1981: 40)-- toda secuencia armónica parte de los modelos básicos que se usan en la conducta verbal: la selección y la combinación. Ahora bien, la secuencia poética no sólo es producto del mejor arreglo lógico que denote lo más claro posible el referente sino también requiere, simultáneamente, del mejor arreglo fónico, sintáctico y semántico por su amplio carácter alegórico. La proximidad y la equivalencia que guardan entre sí los elementos de las secuencias componen la armonía. De esta manera, el ejercicio poético es la tarea recurrente de armonizar secuencias que giran en torno de un tema paralelamente. Los distintos casos de paralelismos, señalados por Jakobson (58), más que figuras de retórica son mecanismos o procedimientos que enmarcan, además de la redundancia, el equilibrio que lleva a cabo la poesía en torno de un asunto cuya naturaleza es la indeterminación y la inestabilidad. Ver Pascual Buxó (1978).

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sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”. Estos registros de Pizarnik, que no pueden ser más que alusión, confirman el carácter alegórico de la obra artística donde toda presunción psicológica debería ser cubierta por la filosofía, quedando el estilo, tal como lo había declarado Croce en su Estética (ver Enqvist: 24), como el trabajo de creación estética centrado en la expresión, o dicho a nuestra manera: sólo en el trabajo formal de creación sígnica, la comunicación ha de encontrar alguna precisión 37. Respecto a la estilística, su labor, según Warren/Wellek (212), no deja de estar ceñida a su tradición como bien se puede ver abajo: la estilística investiga todos los recursos que tratan de lograr algún fin expresivo específico, por lo que el campo que abarca es mucho mayor que el de la literatura o incluso que el de la retórica. Bajo el epígrafe de estilística pueden clasificarse todos los artificios enderezados a conseguir fuerza y claridad de expresión. La estilística como fruto histórico de la racionalidad erra al concebir lo que es el estilo. La ideología que pondera el comercio del todo y deplora el del fragmento determina su naturaleza, muy común es por eso encontrarnos con la manía de hacer tipologías marcadas por el uso definido de la lengua, ya sea individual o colectivamente, cuya mayor virtud se observa en el entrecruzamiento de los estilos supuestos para que, al final, todo sea cuestión de elegir alguno de los varios “estilos” reunidos en la convivencia (ver las determinaciones de Garrido Medina) o de identificar en un discurso los “estilos” en juego de acuerdo a las relaciones que guarden los elementos de la composición, a saber: autor, objeto y palabras (ver las distinciones que hacen Warren/Wellk (213)). Se trata para la estilística, sobre todo, de una forma más o menos fija, de afectación controlada y 37

“En efecto, nos proponemos intentar una especie de filosofía del estilo, definido como modalidad de integración de lo individual en un proceso concreto que es trabajo y que necesariamente se presenta en todas las formas de la práctica”. Granger citado por Yllera (151).

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controlable, susceptible de ser analizada con precisión, menos un saber poiético que una especie de máscara agarrada al vuelo en la producción de estilo, sirvan estas palabras de Ullmann (67) para ejemplificar el caso: “[uno] puede adaptar su estilo a las circunstancias; uno puede modificarlo incluso con fines de remedo, parodia o por necesidad de caracterizar a un personaje en su manera de hablar”. Finalmente, en el ámbito estilístico, estiólogo/estilísta es el estudioso del estilo en contra del estilista como hacedor de estilo. El primero, casi siempre un idealista que contempla una individualidad del todo acabada y de ninguna manera rota, trabaja con el material lingüístico establecido históricamente con el objetivo de desentrañar, en una obra dada, sus posibilidades internas y externas de combinación para adecuar al sistema, dentro de un rango de bienestar, las peculiaridades halladas en la obra, como si las necesidades de expresión fuesen finitas y pese a que la indisolubilidad radical entre el hombre y el mundo, cada vez más apremiante, toma lugar en el propio analista para volver inestable todo logro. De acuerdo a sus métodos de análisis las definiciones de estilo varían, según Enqvist: [el estilo se define] como la elección de expresiones ofrecidas como alternativa; como un grupo de características individuales; como las desviaciones de una norma, como una serie de características colectivas; como las relaciones entre entidades lingüísticas que son enunciables en el marco de un texto más extenso que el de una sola oración. (28) Pierre Guiraud, por otro lado, evocando a Jakobson cuando describe la función poética, define el estilo de esta manera: El estilo es el aspecto de lo enunciado que resulta de una elección de los medios de expresión determinada por la naturaleza y las intenciones del sujeto que habla o escribe. Definición muy amplia que engloba la expresión, su aspecto, el sujeto parlante y su naturaleza o sus intenciones. (1960: 20) De esta última concepción se pueden inferir las siguientes observaciones. El sujeto que elige libremente es el sujeto de interés y deseo cuya naturaleza no sale intacta del 82

sistema que lo alberga. Esta influencia, tanto como su deseo, debería ser neutralizada si lo que quisiera conseguirse es proyectar un estilo. De otra manera, se puede decir que el interés literario debe ser el discurso que transmute el estilo latente de la obra en el lado del perceptor. Aunque Guiraud enfatiza el enunciado, su posición todavía parece comprometida con el “sujeto que habla o escribe” sin valorar que la eficacia del estilo no está en la posibilidad de percibirlo sino de continuarlo. Para el segundo estilista –el artista por antonomasia— el estilo se identifica más con el fragmento que da cuenta más verazmente de la índole activa del saber estilístico que transcurre auténticamente como formación de estilo. Es un hecho que no se trata de un uso apropiado para cada ocasión sino de la expresión de un universo que cobra legitimidad de acuerdo a convicciones sustentadas por un saber cada vez más profundo, esto sin olvidar la dinámica trabada con el mundo. El estilo al ser un saber puede ser visto, contrario a una simple mascara, como una respuesta o una actitud en acción que aprovecha la experiencia y la transforma. El siguiente señalamiento de Barthes (2000: 19, 20) parece atinado aunque sigue ubicando al estilo en una zona imposible para un receptor que no tendría más tarea que percibirlo: El estilo es propiamente un fenómeno de orden germinativo, la transmutación de un Humor […] el estilo sólo tiene una dimensión vertical, se hunde en el recuerdo cerrado de la persona, compone su opacidad a partir de cierto experiencia de la materia; el estilo no es sino metáfora, es decir ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal del autor (es necesario recordar que la estructura es el residuo de una duración). Aceptando que el estilo “se hunde en el recuerdo cerrado” se comprueba que de nada sirve la psicología y todo “humor” se convierte en deseo o voluntad que se mantiene flotando. Esta fuerza, que Barthes señala como intención literaria, no se la puede igualar más con la “estructura carnal del autor” (Barthes evoca aquí a Flaubert: “La forma es la 83

carne misma del pensamiento” (ver Ullmann (96)), donde se mantendría inocua y pasiva, sino con la de aquel lector que la continúa cuando reaviva y prolonga el poder del estilo. La definición de Barthes nos es útil para observar que la autoría (que él aún considera una dominante) ya no es lo fundamental sino tan sólo otro elemento de auxilio que nos acercaría a un aspecto más de la probable visión original ahora a cargo del lector, --sin olvidar que ésta permanece oculta bajo la opacidad de la carne quedando siempre como intuición. Greimas lo aclara mejor: “el estilo es en primer lugar y ante todo, una estructura lingüística que manifiesta simbólicamente, gracias a las articulaciones particulares de su significante global, la manera de estar en el mundo fundamental de un hombre” (Yllera: 149). Y aunque se pueda aceptar esa manifestación simbólica de “un hombre” a través de su estilo, la manera de estar en el mundo que más urge no puede referirse a ningún otro que al ser humano en general. Esa estancia no es otra cosa que el deseo que constantemente prescribe la fuerza de voluntad de un sujeto en lucha con su entorno, por llegar a coincidir consigo mismo en la identidad. El estilo viene a ser así el combate por el mantenimiento de sí, por mantener la palabra frente a un carácter que quiere predominar. En forma más general, el estilo es la relación más o menos dialéctica entre el sujeto y el mundo, entre el lector y el texto, que desarrolla la individualidad y más en el fondo constituirá la identidad. Ahora bien, la concepción de una estructura dinámica en oposición a la que considera en general la estilística atañe a la resolución de este asunto 38. El cuerpo textual --cuya lógica atiende a la necesidad del discurso-- llega a ser, entonces, un extracto artificial de la mente, la duplicación de un modo de ser, y su finitud --sus articulaciones 38

Pensemos la estructura no sólo como la organización funcional de elementos y conjuntos discursivos al interior del texto sino como el subsuelo, en palabras de Deleuze (2005a), que sostiene los diferentes ordenes y los relaciona con la vida humana. La estructura sería lo que guía una dialéctica de lo sensible y lo perceptible para concretarse en la intuición libre. En otras palabras, es la razón hegeliana que transcurre por debajo de toda dialéctica para iluminarse a sí misma. Siguiendo a Lacan (1977, 2010a), equivaldría a lo simbólico, que junto a lo imaginario y a lo real forman el nudo borromeo que constituyen al sujeto.

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ordenadas artísticamente-- implica sólo la posibilidad de describir cada vez un trazo único. Dicho de otra manera: toda fijación concebida como rasgo de estilo es indeterminada o fugaz, siendo --más bien-- el estilo la percepción de una fuerza que nos permite avanzar e intuir la unidad. La pieza clave, origen de la constante mutación perceptiva, que se empieza a vislumbrar comprende una intención surgida perpendicularmente de la lectura que nunca es visible en su totalidad, de ahí que sólo podamos referirnos a ella como intencionalidad 39. En lo que a esta tesis respecta, en cualquier caso, el estilo, como una actividad, no será más que la consecución de estilo, y quedará ilustrado por la aparición paulatina de una trayectoria en la superficie textual muy acorde a lo que en su momento expresaría Gide: “No será fácil trazar la trayectoria de mi mente; su curva solamente se revelará en mi estilo y escapará a más de uno.” (La reflexión de Gide está tomada de sus diarios, la fecha de registro, muy pertinente para nuestro caso, es sep.-oct. de 1909. Ver Ullmann (68)). En particular, para Alejandra Pizarnik, el estilo no es una estilización o un simple artificio de reproducción. No llega a ser sólo la coherencia de la obra y va más allá de alguna peculiaridad individual caracterizada por el desvío frente a una norma que busca perpetuarse. De estas consideraciones se puede entender ahora que el arte es por excelencia el dominio del estilo precisamente porque manifiesta el modo de ser voluntario y consciente. Destaquemos, sin embargo, para los fines que acá nos importan lo siguiente: la obra de arte no puede suponer nunca abiertos plenamente los canales de comunicación (dar por sentado al otro), pues ello significaría tanto como sobreentender sentidos establecidos en su 39

“todo cogito, o como también decimos, toda vivencia de la conciencia mienta algo y lleva en sí mismo su respectivo cogitatum en ese modo de lo mentado, y cada uno lo hace a su modo. […] También se llama intencionales a estas vivencias de la conciencia, no significando en tal caso la palabra intencionalidad sino esa propiedad universal y fundamental de la conciencia de ser conciencia de algo, de llevar en sí misma, en cuanto cogito, su cogitatum.”. (Husserl, 1997: 47).

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totalidad; su responsabilidad es crearlos. Por eso el estilo atribuido a alguna forma de ser ordenada no puede estar fijo, sino en permanente realización puesto que la esfera donde habita también es la fuerza que lo reprime incansablemente. El estilo percibido delimita la forma pero la forma es un momento del estilo elaborado perpetuamente. La manera de ser del lenguaje tiene su lugar en él. El estilo llega a ser la voluntad misma, como principio de decisión observa Sontag (2005: 62), que persiste en conquistar la realidad caótica y muy atinadamente Paul de Man ha visto en el espejo una metáfora del estilo, que muestra lo que ya no es pero más trascendentalmente lo que está siendo continuamente. Alejandra Pizarnik (2001: 124), podemos comprobarlo bastante, naufraga en esa reiteración de sí que, no obstante, quisiera sobrevivir a sí: “En la noche un espejo/ para la pequeña muerta/ un espejo de cenizas”, (Árbol de Diana: 22). Innumerables veces el espejo es en Pizarnik, además de metáfora de la especulación estéril, alegoría de la reproducción inerte. Cada uno de los epítetos que se atribuye es la máscara en turno del estilista que batalla contra aquello que lo niega, porque al término de su fabricación también se detiene la marcha y se oscurecen los caminos. Cuando termina la tarea del estilo, para ella sólo quedan “palabras embozadas” que guían “hacia la negra licuefacción” (ENEM). La manifestación del absoluto que desvanece todo límite, como principal producto del estilo, es el imposible que Pizarnik resiente. Esa duración que desaparece todo, la describe el siguiente poema dentro de una especie de lamento atribuido a la ausencia, entonces, de un corazón que fuera testigo de lo que ahí concurre: Cuando llegamos al centro de la oscuridad el bosque se abrió. Murieron las formas despavoridas de la noche y no hubo más un afuera ni un adentro. Te precipitaron, desapareciste con la máscara en la mano. Y ya nada se pareció a un corazón. (“Contemplación”: 366)

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El estilo se erige como la actividad del ser-ahí que insiste siempre para llegar a ser, y, contradictoriamente, cuando se está en esa labor incluso desaparece la conciencia misma de la voluntad de ser --por eso, en el poema, el Yo desaparece “con la máscara en la mano” porque su afán de ser se desvanece o se realiza siendo. Se puede agregar aún que cuando el estilo se resuelve en algún tipo de careta esto nos lleva directamente a lo que llamamos “persona”. Tal denominador aplica a todo individuo de quien ciertamente ignoramos todo o casi todo y nunca, por cierto, al niño cuya vida persiste en el presente continuo. Todo aquél que ha llegado a ser una persona lo es ahora por virtud de su conciencia del tiempo y no simplemente por su condicionamiento social que lo luce como una mismidad: su vida, relacionada con el mundo --en el pasado, presente y futuro--, es objeto de su reflexión, esto quiere decir que no vive en la sincronía. La manera de ser encuentra así su razón en ese desfase como una constante persecución de sí misma. Cada vez que el individuo se presenta, lo que vemos es un momento de sí, lo vemos enmascarado manifestando algo que está siendo, indefinido o en el camino de la definición. Esta persona detenta así un estilo cuya fuerza proviene paradójicamente de no querer sufrir siendo sólo una ficción o una transición momentánea sino, en cambio, ser de una vez y para siempre. Para Pizarnik, la conciencia de la identidad plena seguirá siendo una promesa anclada en el futuro y la escritura sólo agranda esa ausencia y le confirma su autodestrucción puesto que es ella misma --portadora del lenguaje-- la que se opone a sus intentos de ser, así lo expresa: “Cada palabra que escribo me restituye a la ausencia por la que escribo lo que no escribiría si te dejara venir aquí.” (Del silencio III: 360). El concepto de estilo adquiere sentido de la imposibilidad de una identidad resuelta una vez acaecida la fractura temporal, pero hace posible la individualidad. Ahora, contrario

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a lo que pensó De Man (1996: 221) 40, para el sujeto moderno, y Pizarnik lo es, el estilo no es un afán de inmortalidad sino de sincronía (y no sólo de reconciliación crónica), acto al cual ella misma aludió como un problema musical (Diarios: 321). Lo que nos enseña la poesía de Pizarnik es que, si bien la obra de arte llega a ser dialéctica, el sujeto está marcado por lo que Derrida (1975: 356) llamaría diseminación 41, de tal manera que toda consideración sobre el estilo no debe olvidar que la expresión que lo concreta conlleva una significación existencial que lo enrosca sin fin en el afán de mantener su convicción. En el poema 14 de Árbol de Diana, Pizarnik (116) refleja esta situación a través del miedo a la escisión debido a un decir que se abisma en la especulación sin lograr su cometido: “El poema que no digo./ el que no merezco./ Miedo de ser dos/ camino del espejo:/ alguien en mí dormido/ me come y me bebe”. Bien se puede decir que Pizarnik concreta un estilo de índole negativa, que al mismo tiempo que construye al poema destruye al poeta. La naturaleza literaria así descrita, mediante el estilo, requiere que cada lector la consume para, de paso, hacer patente que su principal interés está puesto en el lenguaje. Toda superación lograda en la vuelta al flujo descubre en el pasado un futuro posible a través del presente, instaurando también, a la manera proustiana, una memoria involuntaria tal cómo nos la describe Benjamin 42. Para Pizarnik el fruto de las cavilaciones nunca se

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“Como las especulaciones de los filósofos, el estilo es un afán de inmortalidad. Pero este afán está destinado al fracaso”. 41 “la diseminación […] organiza un campo conflictual y jerarquizado que no se deja reducir a la unidad, ni derivar de una simplicidad primaria, ni establecer o interiorizar dialécticamente un término. El «tres» no dará ya la idealidad de la solución especulativa sino el efecto de una reseñalización estratégica que refiera, por fase y simulacro, el nombre de uno de los términos al exterior absoluto de la oposición, a esa alteridad absoluta que fue señalada […] La diseminación desplaza al tres de la ontoteología según el ángulo de determinado repliegue. Crisis del versus: esas señales no se dejan ya resumir o «decidir» en el dos de la especulación binaria ni establecer en el tres de la dialéctica especulativa […] (ya que el movimiento de esas señales se transmite a toda la escritura y no puede pues encerrarse en una taxonomía acabada, y aún menos en un léxico en tanto que tal), destruyen el horizonte trinitario. Lo destruyen textualmente: son señales de la diseminación (y no de la polisemia) porque no se dejan en ningún punto sujetar por el concepto o el tenor de un significado”. 42 El texto literario, también el ejercicio de la escritura, es aquí el medio que obra azarosamente sobre la memoria perceptora para convertir espontáneamente un tejido (un estilo como recurso inédito), paralelo al

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realiza en una escritura satisfactoria o en un estilo que la soporte, aproximándola al miedo que provoca una subjetividad fragmentada: Días en que una palabra lejana se apodera de mí. Voy por esos días sonámbula y transparente. La hermosa autómata se canta, se encanta, se cuenta casos y cosas: nido de hilos rígidos donde me danzo y me lloro en mis numerosos funerales. (Ella es su espejo incendiado, su espera en hogueras frías, su elemento místico, su fornicación de nombres creciendo solos en la noche pálida.) (Árbol de Diana: 17: 119) ~ M.I.M. -Vislumbro que el espejo, la otra orilla, la zona prohibida y su olvido, disponen en tu obra el miedo de ser dos, que escapa a los límites del döppelganger para incluir a todas las que fuiste. A.P. -Decís bien, es el miedo a todas las que en mí contienden. A la otra que soy. (En verdad, tengo cierto miedo de los espejos.) En algunas ocasiones nos reunimos. Casi siempre sucede cuando escribo. (Pizarnik, 2002a: 314) Vemos entonces que la estilística fracasa, entre otras cosas, porque no considera la autonomía del discurso y entonces atribuye la intención a una voluntad específica desentrañable cuyo propósito, se suponía, era consumar un mundo y no sugerirlo. En términos de Bajtín atiende sólo al discurso monológico que opera sobre un fondo de presupuestos estables que considera identidades abstractas y no sujetos vivos 43. Esta insistencia pseudocientífica --como se dijo antes-- ancla también los análisis en la psicología coartando la libertad de la experiencia estética y reduciendo la obra a una moral recuerdo consiente, capaz de abrir caminos obstruidos por el interés personal. De acuerdo a Benjamin (1972: 129): “sólo puede llegar a ser parte integrante de la mémoire involontaire aquello que no ha sido vivido expresa y conscientemente, en suma, aquello que no ha sido una «experiencia vivida»”. La experiencia vivida refiere aquella que entra en la praxis. “Según Proust”, comenta Benjamin (127), “es cosa del azar que cada uno cobre una imagen de sí mismo, que pueda adueñarse de su experiencia”; si confiamos en estas palabras, podemos agregar –-aventuradamente-- que el contacto con la escritura creativa --la de Pizarnik en particular-alerta y precipita el azar necesario, como memoria involuntaria, para el desarrollo del sí mismo. (Cfr. Benjamin, 1991a). 43 La conciencia monológica discurre un “Discurso orientado directamente hacia su objeto en tanto que expresión de la última instancia interpretativa del hablante”. (Bajtín, 1982: 278). Contraria a esta, la conciencia dialógica opera a través de la idea interindividual e intersubjetiva: “La idea es un acontecimiento vivo que tiene lugar en el punto del encuentro dialógico de dos o varias conciencias” (126). Debemos añadir, para complementar estas afirmaciones de Bajtín, que el discurso dialógico que él supone, si bien manifiesta un confrontamiento de conciencias, admite una conclusión dialéctica al situarse dentro de un sistema de comunicación funcional. El discurso de Pizarnik, en cambio y debido a su naturaleza, se instala precisamente en la fractura del sistema --dentro de una pugna irresoluble-- y sólo prescribe una dialéctica trabada.

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dada que separa lo ético de lo estético. Desde el momento en que se reconoce que el discurso literario (el arte en general) no posee intención original 44 sino que la funda cada receptor, percibimos el estilo “dado” como formación de estilo; sin ir muy lejos observemos que un poco más allá se intuye el momento poiético que inicia el distanciamiento de sí y vuelve ahora más acá, como efecto de la obra, en un receptor que reconoce ese acontecimiento como una actividad propia (Jauss explora esta cuestión y cuando polemiza sobre el placer estético induce que éste “se produce siempre en la relación dialéctica de la autosatisfacción en la satisfacción ajena” 45). El estilo será entonces la forma de ser más o menos visible que se dirige al otro, alcanza alguna fijación en él pero en la obra misma que lo contiene es un desplazamiento continuo. Cada receptor conforma parcialmente el estilo que en sí mismo deviene siempre hacia su realización. Ahora parece ser claro que el trabajo con el lenguaje es convertir un estilo, esto quiere decir, básicamente, arreglárselas para mantener un tono dentro de un proceso cuya única constante será la fractura que resistirá a la linealidad y posibilite lo que Bajtín (1982: 30-33) llama polifonía. El tono, al concretar la forma, es un conjunto de intenciones más o menos turbulento que no permite la neutralidad. Muy difícilmente podemos poner distancia de nuestra propia historia, lo que se dice está íntimamente ligado a cómo se dice. Los valores afectivos y los conceptuales, el contenido y la forma, son las caras de una misma moneda marcadas, sin embargo, por una distancia entre sí que obvia un estilo, lo transforma y convierte, señalando en todo caso el porvenir de una obra. Siempre que la obra entra en contacto con su receptor lo hace vía el estilo para convertir el acto estético. El estilo de una obra concreta

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Este asunto se aclara más extensamente, siguiendo a Gadamer, en el capítulo VIII. “En el acto estético el sujeto disfruta siempre de algo más que de sí mismo: se siente en la apropiación de una experiencia del sentido del mundo, que puede descubrirle tanto su propia actividad productora como la recepción de la experiencia ajena, y que puede confirmarle la aprobación de un tercero”. (Jauss, 1986b: 73). 45

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un modo de ser como respuesta a un entorno y al hacerlo sitúa las apetencias personales de quien lo percibe dándole a su ser un lugar en el mundo; la figura utópica del arte aparece entonces, conviniendo con Adorno, como promesa de cambio en una distancia posible que es proporcional a la fuerza de la negatividad que la obra revela al presentarnos intuitivamente el espacio de separación entre la praxis y la especulación 46 (espacio de presentificación de la alteridad). El desvío 47 que el estilo perpetra sobre sí mismo se corresponde con esa distancia que separa ‒o une‒ a la realidad y al deseo y nos encuentra con el silencio. El carácter poiético que manifiesta el estilo refleja la realidad misma en su carácter adquisitivo a través del giro caleidoscópico de la forma donde toda posibilidad converge ante nosotros invitándonos, no a ser decididos sino decisivos; para Pizarnik, sin embargo, lo que queda es el escombro, la indeterminación y lo inacabado --no sólo en la palabra sino en cada cosa debido a ella--, representantes de la negatividad que perfora todo y entierra la forma. Nuevamente, en el poema “Cold in hand Blues” (2001: 263), esa impotencia se resuelve en miedo: y qué es lo que vas a decir voy a decir solamente algo y qué es lo que vas a hacer voy a ocultarme en el lenguaje y por qué tengo miedo En otro sentido, si es cierto que la obra se erige como una respuesta, ésta no es una afirmación positivista como bien lo explica Sontag (47, 48) sino, sobre todo, es una reacción familiar a una experiencia de orden filosófico que no necesita ser explícita. En 46

Ver Jauss (1986a: 47-57). Pensemos en la differánce, en términos de Derrida (1977: 36). “La differánce es el juego sistemático de las diferencias, de las trazas de las diferencias, del espaciamiento por el que los elementos se relacionan unos con otros. Este espaciamiento es la producción, a la vez activa y pasiva (la a de la differánce indica esta indesición respecto a la actividad y a la pasividad, lo que todavía no se deja ordenar y distribuir por esta oposición), de los intervalos [sic] sin los que los términos «plenos» no significaría, no funcionaría [sic]”. (También Ver Derrida (1998). 47

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todo caso es una afirmación que certifica que ahí existe algo; así, Gadamer (1993a: 144) ve en el poema una afirmación que “da testimonio de sí misma” no en la sola producción de sentido sino además porque sostiene “la presencia sensorial de la palabra” en un tono que procura dirección hacia un horizonte que transcurre indecible pero abierto --aunque no parezca así para Pizarnik, quien repele al poema en tanto lo demanda como se puede ver en “Palabras” (1992: 155-7): Hablo de un poema que se acerca. Se va acercando mientras a mí me tienen lejos. Sin descanso la fatiga; infatigablemente la fatiga a medida que la noche -no el poema- se acerca y yo estoy a su lado y nada, nada sucede a medida que la noche se acerca y pasa y nada, nada sucede. Sólo una voz lejanísima, una creencia mágica, una absurda, antigua espera de cosas mejores. “Palabras” es el poema del estilo para Pizarnik, o quizá más genuinamente sea sobre la imposibilidad del estilo. A lo largo del poema verificamos el reverso oscuro de la identidad, de aquél que lleva “la máscara en la mano” y se limita a una espera perpetua donde, pese a todo, sólo obtiene intuiciones que acrecientan su deseo, perdiéndola. La conciencia de sí no descansa para que ella pueda ser al despejarse de sí: Se espera. Se dice. Por amor al silencio se dicen miserables palabras. Un decir forzoso, forzado, un decir sin salida posible, por amor al silencio, por amor al lenguaje de los cuerpos. Yo hablaba. En mí el lenguaje es siempre un pretexto para el silencio. Es mi manera de expresar mi fatiga inexpresable. [...] Ésta es ahora mi vida: mesurarme, temblar ante cada voz, templar las palabras apelando a todo lo que de nefasto y de maldito he oído y leído en materia de formas de seducción. El hecho es que yo contaba, yo analizaba, yo relacionaba ejemplos proporcionados por los amigos comunes y la literatura. Le demostraba que la razón estaba de mi parte, la razón de amor. Le prometía que amándome iba a serle accesible un lugar de justicia perfecta. Esto le decía sin estar yo misma enamorada, habiendo sólo en mí la voluntad de ser amada por él y no por otro. Quise sus ojos despeñándose en los míos. De esto quiero hablar. De un amor imposible porque no hay amor. Historia de amor sin amor. Me apresuro. Hay amor. Hay amor de la misma manera en que recién salí a la noche y dije: hay viento […] Ver su rostro demorándose una fracción de segundo, su rostro se detuvo un tiempo incontable, su rostro, un detenerse tan decisivo, como quien mueve la voz y dice no. […] Un rostro que dure lo que una mano escribiendo un nombre en 92

una hoja de papel […] He de contar en orden este desorden. Contar desordenadamente este extraño orden de cosas. A medida que no vaya sucediendo. La poesía, ha dicho Gadamer (142-155), maximiza el diálogo dentro de una especulación infinita que persigue el entendimiento mutuo. Se convierte en un autodiálogo modelador de la palabra en la figura de un tono que muestra su reverso invisible y enseguida buscará materializarse en el habla, amontonando el desperdicio por un lado. Siempre que se consigue, la dicción poética encubre una tensión producto del esfuerzo continuo por equilibrar intenciones y sentidos, por consumar la voz que yace en la distancia donde discrepa lo posible de lo real. Alejandra Pizarnik muestra este acontecimiento como un fracaso porque desea la pervivencia de una sincronía imposible (sincronía entre el deseo y la palabra, entre el querer y el deber –la concepción que hizo de la melancolía en la Condesa sangrienta, como un problema musical y un ritmo trastornado, engloba este asunto), cuando el poema lo único que le ofrece es el ámbito momentáneo donde puede constituirse la identidad y ella se cansa de eso porque confunde la realidad y la ficción como manifiesta en “El deseo de la palabra” (2001: 269): “Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo”. Pizarnik no ve en la distancia un puente sino un abismo 48. Sin embargo, su fracaso muestra que el intento de decir es la fuerza que tamiza el tono y logra iluminar el estilo --a los ojos del otro-- justo en ese momento en que hablar y escribir son lo mismo tal y como se presume en una línea de “Extracción de la piedra de locura: IV” (251): “Nada pretendo en este poema si no es desanudar mi garganta”. La consumación del estilo es la persecución de alguna verdad donde se entrevé la esencia del lenguaje. El caso de Pizarnik constituye la amenaza cernida sobre el valor de la palabra que la obliga a girar en torno de ella para que en algún 48

El asunto de la distancia será cubierto en el capítulo VI.

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momento aparezca la forma pura ya sin ningún contenido determinante (o que apareciera en su naturalidad instrumental -no utilitaria--, dispuesta siempre para nuevas invenciones como ya se comentó en el capítulo anterior) y la acerque cada vez más al habla de las voces del silencio --silencio relacionado con la progresión del estilo--: la pausa del habla que planteará el reinicio o el fin de la forma entendida como la vida compartida del reconocimiento mutuo. Si las relaciones humanas funcionan con base en sobreentendidos, tal como lo prescribió Bajtín (1997: 106-137), que hacen posible concretar toda posición frente al mundo, la poesía --aquí la de Pizarnik-- muestra que de ninguna manera esto se cumple siempre. El tono que satisfaría alguna identidad es una reiteración que se apropia del exterior y al personificarlo se personifica; no lo elimina, lo asimila. La voz poética muestra que un Yo siempre es un nosotros reformando “los sobreentendidos”. Esta condición indispensable queda patente en el poema “Presencia” (162): tu voz en este no poder salirse las cosas de mi mirada ellas me desposeen hacen de mí un barco sobre un río de piedras si no es tu voz lluvia sola en mi silencio de fiebres tú me desatas los ojos y por favor que me hables siempre En el capítulo siguiente, la segunda estrofa del poema ENEM muestra este aspecto ético decisivo, y tal parece que sólo desde una nueva teoría del estilo 49 se puede quizá responder lo que inquieta a Pizarnik; o, más puntualmente, cómo inquieta a Pizarnik la relación que sostiene con la alteridad.

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La gran mayoría del análisis dedicado a la poesía de Pizarnik ha trabajado más el tema estilístico, como fijación formal particular que guía más hacia un caso clínico, que el estilo.

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CAPÍTULO IV El origen de la fragmentación del poema de Pizarnik

En los capítulos IV-VII se reflexiona la segunda estrofa --versos 19-24-- y la tercera --versos 25-31-- del poema ENEM. El que aquí inicia está dividido en dos apartados. El primero, “Palabra absoluta o exceso del decir”, se encarga de aclarar los pormenores histórico-literarios del par absoluto/exceso que generará el problema de la invisibilidad en Pizarnik. El segundo, “Devenir de las cosas o referencia infinita del poema”, se concentra en ahondar aún más en el tema de “lo invisible” proponiéndolo como la continua formación de las cosas dentro de una entropía en la que todo concurre a la vez. El romanticismo que hereda Pizarnik y los análisis del discurso de la acción servirán para obviar el “error” dialéctico de Pizarnik. La incongruencia entre las partes que constituyen al signo, donde se ve agrandar al significante proporcionalmente a cómo disminuye el significado, se observa bajo el influjo del absurdo de la totalización deseada por Pizarnik. Perdido el mecanismo del lenguaje, el texto de la poeta se ve fracturado al infinito. Intertextualidad e intratextualidad finalmente caracterizan el discurso fragmentado de Pizarnik.

19. 20. 21. 22. 23. 24.

no las palabras no hacen el amor hacen la ausencia si digo agua ¿beberé? si digo pan ¿comeré?

25. 26.

en esta noche en este mundo extraordinario silencio el de esta noche 95

27. 28. 29. 30. 31.

1.

lo que pasa con el alma es que no se ve lo que pasa con la mente es que no se ve lo que pasa con el espíritu es que no se ve ¿de dónde viene esta conspiración de invisibilidades? ninguna palabra es visible

Palabra absoluta o exceso del decir

Los primeros cuatro versos (19-22) de esta estrofa responden a una afirmación que hiciera Breton en un artículo aparecido en 1924 50, pero la serie completa enmarca el valor de la forma que el acto mismo de proferir implica. Alejandra Pizarnik, pese a que podría haber promovido una escritura de corte surrealista, chocaba con esta tendencia cuando su afán de precisión --a veces incluso de un naturalismo desbocado-- se anegaba dentro de un existencialismo para ella ingobernable, como muestra esta entrada de su Diarios (2003: 217-8): “Si algún día llega en que no tendré más miedo de quedarme absolutamente sola a causa de un lenguaje más verdadero, mis palabras serán como relojes o como instrumentos científicos «de alta fidelidad».” Su poesía es prueba de la existencia desilusionada de posguerra que intentó impedir el surrealismo y de la dura, y a veces imposible, transición en que se ve envuelto el individuo social. Porque el surrealismo fue, antes que nada, un proyecto existencial que Breton (1972b: 106) manifestó en variadas ocasiones: “La poesía no tendría para mí ningún interés si no esperase que sugiriera […] una solución particular al

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“Entiéndase bien lo que decimos: juegos de palabras, cuando son nuestras razones de ser más auténticas las que están en juego. Las palabras, además, han dejado de jugar. /Las palabras hacen el amor.” (Breton, 1972d:128). Alejandra Pizarnik también nos remite a Hegel como bien dice Bordelois: «Esto de que “las palabras hacen el amor”, me acuerdo que eso lo recibe, lo abaraja Alejandra y tiene ese poema maravilloso que es una reflexión sobre la palabra donde dice: No, las palabras no hacen el amor, las palabras hacen la ausencia, si digo agua ¿beberé?, si digo pan ¿comeré? y eso viene de Hegel, Alejandra había leído a Hegel y justamente él dice: las palabras están en el lugar de las cosas, hablamos de las cosas, las nombramos cuando las cosas no están, porque cuando están basta con señalarlas y eso también me parece que están las dos caras de la cosa, la palabra hace la voz pero también está diseñando la ausencia». Isaac Abecasis en diálogo con Ivonne Bordelois.Emisión del sábado 20 de octubre 2007, del programa “A través del espejo” conducido por Antonio Capriotti, por FM Continental, Rosario.

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problema de nuestra vida” 51. Con los acontecimientos que se sucedían en Buenos Aires (ver Venti, 2007a), luego de su vuelta de París al final del 1964, resulta difícil creer que Pizarnik escribiera al margen de la realidad social (como mucho se ha supuesto) sólo porque no se refería a ella directamente 52. Habiendo incluso traducido ya a Breton, Eluard y Artaud (ver Venti, 2007c) Pizarnik no ignoraba en qué consistía el surrealismo y cómo éste había evolucionado de una preocupación artística a una de orden político que exigía pasar de la contemplación a la acción comprometida, o bien, como habría opinado Marx, de la interpretación a la transformación. Excepto que Pizarnik, como antes Artaud, no halló lugar en esa revolución debido al abismo que siente creado entre el objeto y la palabra que le pervierte su razón; porque Pizarnik no es menos víctima de la realidad social que de su propio fanatismo expresivo. Ambos estados participan para crearle el desfase en que vive, contrario a la fe que la ideología surrealista depositó en el lenguaje --un lenguaje a quien se tiene que vindicar ciertamente de todo principio utilitario, porque no es propiedad de nadie, buscando, en cambio, destapar sus fuerzas productivas ocultas, siendo y haciéndose médium precisamente de aquellas zonas de la conciencia hasta entonces censuradas (ver Breton 1971c). Con cuarenta y siete años de diferencia, y otra guerra de por medio, entre la

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Sobre la poesía, Breton (1972a: 102) también declaraba: “pienso que la poesía, que es lo único que me ha sonreído en la literatura, emana más de la vida de los hombres, escritores o no, que de lo que han escrito o de lo que se supone que pudieran escribir. Aquí nos acecha un malentendido enorme, ya que la vida, tal como la entiendo, no es ni siquiera el conjunto de actos finalmente imputables a un individuo, ya se haya inclinado por el cadalso o el diccionario, sino a la manera con la que parece haber aceptado la inaceptable condición humana. No es más que esto –y no sé por qué- es en los campos que lindan con la literatura y el arte, donde la vida, concebida de este modo, tiende a su verdadera realización”. Para ampliar más este punto ver Breton (1972 & 2004), Benjamin (1991b), Jiménez (1995). 52 Aun cuando Pizarnik no refiera su realidad social explícitamente, ésta está inmersa; de otra manera su discurso sería incomprensible y, encerrado en sí mismo, inalcanzable. El solipsismo que labora (la idea filosófica de que sólo el propio Yo es real), transcurre como expresa Wittgenstein en el punto 5.64 del Tractatus: “el solipsismo ejecutado estrictamente coincide con el realismo puro. El Yo del solipsismo se reduce hasta un punto en el que no hay forma de expansión y en el que queda la coordenada de la realidad”. Miguel Dalmaroni (2004), por otro lado, da cuenta de cómo el discurso de Pizarnik se inserta en la realidad argentina de la década de los 60’s cuando acude simultáneamente a obras canónicas y discursos patrióticos para socavar su autoridad.

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proposición de Breton y la de Pizarnik, hoy son evidentes las razones que la separan del poeta francés y principal propulsor surrealista. No obstante que conservaría del movimiento el imperativo romántico de cerrar la brecha entre el arte y la vida, la desesperación de alcanzar su propia mente, que allí incluía, la margina enteramente de la corriente principal de actitudes surrealistas, basada sobre todo en una política espiritual de goce (ver Sontag (1981)). La poesía de Pizarnik, sin embargo, parece estar más acá del surrealismo y no más allá como sugiere Lasarte (1983: 867). Más acá del sujeto contraído que buscaba liberar el surrealismo y no más allá del espíritu ideal que aquellos abanderaban. Y aún así, su filiación con esa escuela no puede ser --como dice el mismo Lasarte-- “superficial” si simultáneamente “delata una profunda incomodidad ante su propio discurso”; puesto que es esa misma incomodidad de su ser contrito que la abisma, la fuente suprema de creación que la asemeja, y no la distingue, de los surrealistas. No hace falta revisar a fondo las pretensiones de este grupo para descubrir su actitud crítica frente al lenguaje y que por supuesto --contrario a lo que afirma Lasarte-- hace peligrar al proceso creador (no en vano la cantidad de detractores que acumularon). Pizarnik, en todo caso, parece ilustrar el fracaso del surrealismo al mostrar un sujeto fragmentado --cuando no alienado--, producto de un solipsismo agobiante y de una crítica absoluta que termina concentrándolo en sí mismo e inutilizando toda convicción. Una vez fracturado en su relación con el mundo, el sujeto de la poesía de Pizarnik sólo puede lidiar con invisibilidades 53.

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Habermas (1988: 97) ha asegurado que el desafío surrealista contra el arte moderno es debido a que éste ofreció una “promesa de felicidad respecto a su propia relación «con el todo» de la vida” y finalmente descalifica los intentos surrealistas por quebrar los viejos paradigmas, al llamarlos “experimentos sin sentido”. Aunque esto último es cuestionable, Habermas se apoya en la pretensión surrealista de negar la tradición que lo sostiene usando “categorías por medio de las cuales la estética de la Ilustración ha circunscrito su dominio objetual”; sólo así puede decir que lo único que logra el surrealismo es reafirmar lo que en principio negó. Las preguntas que aquí surgen serían: ¿acaso es lineal el desarrollo de la tradición?, ¿hasta qué punto se puede negar la tradición, y si no representa ésta una sucesión de quiebres que permite precisamente que sea una continuidad? Aún más: ¿acaso se puede hablar de “la tradición” como si fuese única? En lo que concierne a

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Por otro lado, la “ausencia” (otro de los nombres de lo “invisible”) que acusa el discurso de Pizarnik (versos 22-31 del poema ENEM) deviene históricamente como el par del “absoluto”, y sin ir más lejos su ruta se puede examinar desde el romanticismo que vino a cerrar el idealismo hegeliano. El “pensar del pensar” era la forma epistemológicamente normativa del ideario romántico alemán y a través de ese pensar infinito de la reflexión creía poder penetrar sin mediación en lo absoluto. Pero, antes, debemos considerar que este absoluto --como lo refiere Schlegel (cfr. Benjamin, 2004: 36)-- no está fuera sino dentro de sí mismo como el medio constituido por la propia reflexión, y es función de la voluntad profundizar en él dentro de una conexión infinita que posibilite cada vez ideas fecundas. Dicho de otra manera, el absoluto que vislumbra el sujeto sólo es posible cuando éste se descubre infinito en su meditación voluntaria y sólo entonces la conciencia de su finitud engendra una réplica de sí mismo que lo contradice, lo piensa y al hacerlo lo forma. Esta duplicación de sí que se genera ad infinitum, y que se manifiesta por una “peculiar ambigüedad”, es la potencia que lo aproximará al absoluto en tanto lo va diluyendo. Así lo expresa Benjamin (33):

este trabajo, Habermas mantiene que el surrealismo incurrió en dos errores que muy bien atañen a la poesía de Pizarnik en su relación con aquella corriente. El primero marca que el surrealismo no ejerció emancipación alguna de la tradición. En este respecto puede decirse que la poesía de Pizarnik fortalece la tradición, en lugar de menguarla como muchos surrealistas supuestamente habrían hecho, y se encamina hacia alguna especie de pensamiento puro, pero no alienado, mediante el lenguaje (más parecido, en ocasiones, al de la lógica simbólica y la matemática); por lo tanto, es este el horizonte más probable que veo en Pizarnik: antes de cualquier innovación formal, el énfasis en el trabajo formal. El segundo error sí incumbe a Pizarnik directamente cuando en su proceso hace del lenguaje una sublimación que termina en una alienación sin salida. Así lo describe Habermas: “En la comunicación cotidiana, los significados cognitivos, las esperanzas morales, las expresiones y valoraciones subjetivas deben relacionarse unas con otras. Los procesos de comunicación necesitan de una tradición cultural que cubra todas las esferas –la cognitiva, la moral-práctica y la expresiva-. Una vida cotidiana racionalizada, por lo tanto, difícilmente podría salvarse del empobrecimiento cultural producido al abrir una única esfera cultural –el arte- y dar acceso de este modo sólo a uno de los complejos especializados de conocimiento.” Pese a las objeciones de Habermas, para este análisis es más importante destacar cómo el surrealismo intentó renovar (o liberar) los métodos de creación existentes resistiéndose a los acaparadores de la razón que en sí misma no sería excluyente (tal vez el pecado del movimiento fue que, como toda ideología, terminó por suplantar la voz de las mayorías (las minorías excluidas)). (Para contrastar la opinión de Habermas basta con acudir a Benjamin (1991b)).

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La reflexión se expande ilimitadamente, y el pensar formado en la reflexión se convierte en pensar informe que se orienta hacia el absoluto. Esta disolución de la forma rigurosa de la reflexión, que es idéntica a la reducción de su inmediatez, sólo es tal, por supuesto, para el pensamiento limitado. Este modo de pensar hace que Novalis pueda atribuir una autonomía inédita al lenguaje, dejando al sujeto en posición de medio a través del cual aquél se reinventaría a sí mismo en dirección a lo absoluto. El mayor mérito del lenguaje --para Novalis-- no está en referir el mundo sino en ocuparse de sí mismo, de ahí se infiere que el lenguaje siempre dice algo más de lo que dice pero que ese exceso concierne únicamente a él. Hay algo raro en los actos de escribir y hablar [sentenció Novalis en 1799]. El error ridículo y pasmoso que comete la gente consiste en creer que utiliza las palabras en relación con las cosas. Ignora la naturaleza del lenguaje, que consiste en ser su propia y única preocupación, lo cual lo convierte en un misterio muy fértil y espléndido. Cuando alguien habla por hablar, dice lo más original y veraz que puede decir. (Sontag, 1985: 35) El poder del lenguaje radicaría en que construye sobre sí mismo, más allá de la conciencia racional idealista y más acá de la subjetividad, esa intuición del absoluto que el romántico confundirá con lo simbólico; porque al ser él mismo su propia ocupación --dice Novalis-- “precisamente esto, lo que el habla tiene de propio, a saber, que sólo se ocupa de sí misma, nadie lo sabe” 54. Schiller también había podido entrever esta esencialidad del lenguaje, que si bien privaba al objeto de su carácter individual le adhería la universalidad necesaria que, en términos de Hegel, permitía entonces asumir al habla como un en-sí parasí 55. Pero la ambición romántica se gesta dentro de una omisión en la perspectiva que trajo

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Novalis es citado por Martin Heidegger (1990a: 217). “El lenguaje priva al objeto, cuya representación le ha sido encomendada, de su carácter sensible e individual, e imprime en él una cualidad propia del lenguaje (la universalidad), que le es ajena. Introduce, para hacer uso de mi terminología, en la naturaleza del objeto sensible a representar, la naturaleza abstracta del representante, y lleva consigo, por lo tanto, heteronomía en la representación”. (Schiller, 1999: 105). Hegel (1973: 65) concluye sobre la certeza sensible, inasequible para el lenguaje, de la siguiente manera: “A este algo simple, que es por medio de la negación, que no es esto ni aquello, un no esto al que es también indiferente el ser esto o aquello, lo llamamos un universal; lo universal es pues, lo verdadero de la certeza sensible.” Ver también Escalante (2009). 55

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consigo la más reciente realidad: el pensador romántico cree que se puede restituir una unidad como si la sola libertad ganada --de pensarse a sí mismo y ejercer la voluntad-pusiera a todos los hombres en igualdad de circunstancias cuando lo que se instaura es una carrera por la posesión dentro de una oposición de deseos. Este error irradia la poesía de Alejandra Pizarnik que bien puede considerarse epígono de aquellos. La plenitud que ella busca colisiona con la autoconciencia adquirida en el deseo coartado de plenitud. Y mientras más crece el deseo más crece la autoconciencia para así determinar la fractura en que vive el sujeto errado que no concilia el propio anhelo con lo real. El deseo recurrente de la infancia, como figura del ideal, expresa esta crisis en la que se es incapaz de convivir con la contradicción (contradicción manifiesta en el lenguaje que no es más que representación). Ahora bien, la noción de absoluto que inspiró a los románticos y se intentó rehabilitar en un júbilo equivocado viene de más atrás, su origen se ancla en la antigüedad clásica. Con el triunfo de la ideología burguesa al final del siglo XVIII, la teoría moderna que empieza a desarrollarse invoca al orden griego y alcanza su gran periodo apoyada en la interpretación que hace de él “como canon del arte, como inalcanzable prototipo para todo arte y toda literatura”, según nos informa Lukács(1989b: 153). Ante los nuevos derechos humanos, que surgen necesitados de fundamento, ingenuamente se va a construir primero un molde ilusorio para sostener el periodo heroico reciente que pronto se romperá porque no es capaz de expresar la nueva realidad: un hombre libre, de deseos imperiosos que, sin embargo, no posee ni los medios ni las condiciones de producción. Aun así, ese idealismo se mantiene lo suficiente sólo para evidenciar las falencias contraídas al interior de las relaciones entre lo público y lo privado representadas por configuraciones erradas de origen, que hasta entonces habían preferido ignorar al nuevo sujeto arrojado por la 101

revolución. Y aunque Schiller ha percibido la inadecuación que entraña el modelo adoptado sólo es capaz de enfatizar la subjetividad para alcanzar una armonía pasajera presa ya de una confusión imposible de esquivar 56. La contradicción característica de este momento se manifiesta vía lo que finalmente Hegel establecerá, todavía en abstracto, como una lucha a muerte entre conciencias anhelantes del deseo ajeno, de modo que el desarrollo histórico puede continuarse entonces considerando al sujeto excluido, pero esencialmente liberado, como creador de la cultura. Más adelante, partiendo de la razón hegeliana, Marx se encargará de expresar lo que significa la encarnación de la clase proletaria en la nueva versión de explotados y explotadores; más que una mera abstracción, su papel consiste en ser la productora esencial al trabajar directamente con la materia. El deseo del absoluto surgido en la mentalidad moderna va a ser síntoma tanto de una individualidad apremiante como de una subjetividad escindida que buscará reconciliarse dialécticamente. Alejandra Pizarnik es en ambas figuras el caso, no en vano su dificultad perene manifiesta para distinguir las fronteras entre la realidad y el ideal. Ella encarna la gran confusión que no asume la vida marcada por la contradicción, entra y sale de la ilusión sin superarla permaneciendo en el umbral indeciso, límite que separa el haber 56

La confusión que hacen los románticos precisamente se edifica del anhelo de instaurar un orden clásico en una sociedad cuyo contexto relativizaron. Lo más que advierten en su método, a cambio de la contradicción en la que se hallan implicados, es una “peculiar ambigüedad” (Benjamin: 32) o una “ambigüedad perturbadora” (Lukács: 162). Una vez que el hombre ha tomado la historia en sus manos, su separación de la naturaleza es un hecho que no puede restaurarse y la mirada alegórica subordina a la simbólica, de ahí la mención de Benjamin (1990: 151): “La filosofía del arte lleva más de un siglo sufriendo bajo el dominio de un usurpador que se hizo con el poder durante la confusión provocada por el Romanticismo. La estética romántica, en su búsqueda de un conocimiento deslumbrador (y, en definitiva, no vinculante) del absoluto, dio carta de naturaleza en las discusiones más elementales de teoría del arte a un concepto de símbolo que con el genuino no tiene en común más que el nombre.” De otra manera, Lukács (160-1) lo aclara cuando describe los infructuosos intentos de Schiller por configurar la modernidad: “Schiller muestra ante todo la gran dificultad existente en la vida moderna para poder configurar de un modo poéticamente patente lo más esencial y real. [Pero] Schiller invierte el problema de forma idealista: no deja al descubierto la conexión dialéctica entre los detalles sacados directamente de la vida y las determinantes esenciales escondidas en ellos y sobre los cuales están basados. Antes bien considera el realismo en los detalles como un simple medio, como un mero camino de comunicación, para poder regresar de los rasgos esenciales no comprendidos de acuerdo con la experiencia y en consecuencia rígidamente contrapuestos a la vida, a la superficie poética de la vida.”

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del querer, el tener del deber, la razón de la sensibilidad, donde infinitamente luchan la imitación de la realidad con la representación del ideal. En definitiva, la poesía de Pizarnik es prueba de que la idealidad que Hegel propuso para la Historia y el Sujeto es una fractura sin remisión, que el camino se cumple a través de una resistencia, y no de una dialéctica, muchas veces reducida a la más triste inercia o a la más desesperada resignación. En el siglo XX, cuando el surrealismo aparece, la contradicción se concreta en la marginación social a diferentes escalas. Una vez que Marx ha vindicado al sujeto productor, transformador de la materia, no pasó mucho tiempo para que se colocase a esta misma --a la materia-- en el centro de los asuntos estéticos. Dentro de la literatura, el momento de asunción del lenguaje se hizo inobjetable y, con los estudios fenomenológicos de Husserl y la validación que hace Freud del inconsciente --de lo irracional--, se recupera un poco del terreno perdido; muchas de aquellas manifestaciones que el sistema racional empoderado había oprimido o esquivado oportuna y convenientemente, consignándolas como configuraciones del mal, entran a escena. La transición de las categorías históricas a categorías filosóficas adquiría mayor fuerza y se volvían cruciales para el rescate del individuo. Llegado el momento en que la preponderancia de la materia es la preponderancia de las relaciones de producción y su condicionamiento, pensar el lenguaje redunda en pensar la forma en sí misma con miras a destacar lo que ocultan las palabras, es decir: el mundo sensible que yace bajo la representación. Sentada esta comprensión, es un hecho que todo decir suscita un exceso más allá de sólo cumplir con lo que dice y que se trasmuta en ganancia para el interlocutor. Y aún cuando el efecto con que se revela el exceso no finalice en un saber abstracto, su experiencia es una adquisición que está lejos de ser inocua y es del

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todo diferente al deseo romántico de absoluto aunque no indiferente a él 57. Con esto, podemos afirmar que en el decir se suscita la constitución de una presencia/ausencia registrada por el exceso, y que ésta se levanta como un invisible donde queda desvanecida cualquier contradicción haciendo posible el flujo del habla. Es eso lo que también se quiere decir al decir que la palabra siempre nos lanza más allá de sí misma en dirección al sentido cuya condición es necesariamente la inefabilidad. Bretón (2004: 90) expresa esta idea en el “Segundo manifiesto del surrealismo” de forma más compacta a como lo haría MerleauPonty (ver supra nota 17): “Nadie al expresarse hace nada más que conformarse con una posibilidad de conciliación muy oscura de lo que sabía que tenía que decir con lo que, sobre el mismo tema, no sabía que tenía que decir y que sin embargo ha dicho”. Este sentido común, equiparable a la certeza sensible que Hegel engloba en lo universal, es el derecho por el que pugna el surrealismo y que libera al lenguaje de cualquier intento de arrogárselo. Y si Hegel ha escrito que el lenguaje es lo más verdadero y todo intento de decir el ser sensible es inútil 58, no por ello niega las fuerzas del lenguaje para manifestar esa inefabilidad que yace detrás del propio lenguaje, porque el lenguaje al ser distinto de la intuición puede nombrar a las cosas sin caer en penitencia, y cuando así hace también les provee de un ser: El lenguaje comienza por hablar sólo en éste sí mismo que es el significado de la cosa, le da su nombre y lo expresa como el ser del objeto: ¿qué es esto? Respondemos: es un león, un burro, etc.; es, o sea, no es en absoluto un amarillo, con patas, etc., algo propio y autónomo, sino un nombre, un sonido de mi voz, algo completamente distinto de lo que es en la 57

La experiencia surrealista pretendió no sólo naturalizar ese exceso que estaba en manos de una simple ilusión sino también validarlo para la esfera común de la vida. En oposición a la sublimación romántica, Benjamin (1991b) propone, siguiendo a los simpatizantes de Breton, una “iluminación profana” liberadora, que da cuenta de una vida menos reprimida. 58 “Pero, como advertimos, el lenguaje es lo más verdadero; nosotros mismos refutamos inmediatamente en él lo que queremos decir, y como lo universal es lo verdadero de la certeza sensible y el lenguaje sólo expresa este algo verdadero, no es en modo alguno posible decir nunca el ser sensible que nosotros queremos decir”. (Hegel, 1973: 65).

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intuición, y tal es su verdadero ser […] O sea que por medio del nombre el objeto ha nacido, como ser, del yo. Esta es la primera fuerza creadora que ejerce el Espíritu. Adán les puso nombre a todas las cosas; tal es el derecho soberano y primer toma de posesión de la naturaleza entera o su creación a partir del Espíritu […] El hombre habla con la cosa como suya y este es el ser del objeto. (Hegel, 1984: 156) Mirada más de cerca, aquella zona oscura de conciliación donde conviven el deseo y el deber --a la cual aludió antes Breton-- oculta la realidad en sí --justamente lo noverdadero para Hegel-- que los surrealistas buscan a través de un lenguaje libre de la conciencia racional positivista. El sueño y la escritura automática son medios que intentan conseguir ese lenguaje autónomo --como Novalis lo había intuido-- que pueda manifestar al ser sensible. Pizarnik, también consciente de esa naturaleza del lenguaje que dice lo que “no-es”, termina por invertir el sentido del asunto cuando erróneamente asume que ese modo de ser del lenguaje es una falta. Incapaz de remediar lo que para ella es principio de ausencia, no busca ya nombrar --en sentido hegeliano-- al individuo sino fundirse a él idílicamente, no ponerse en su lugar sino fatalmente apoderarse de él, --es decir: apoderarse del absurdo absoluto de lo en sí mismo inefable que es lo otro, para que sea lo que ella es. Naturalmente fracasa. Para Pizarnik la espacialidad se abre especialmente desmesurada, ante un signo desprovisto de su significado, para albergar una ausencia. Y lo que nos recuerda el poema ENEM es que detrás de la palabra hay una actitud que de ninguna manera puede sólo suponerse, pues ésta --la palabra-- es un ser de razón para el cuidado de la integridad humana. La palabra como instrumento de acción y como medio de designación desinteresada cubre entonces la integridad del lenguaje. Es decir, el uso particular no abarca el sentido total y la palabra es siempre una unidad disponible para un contexto dado a quien, sin embargo, siempre excede. Sólo un trastorno del sujeto fracturaría esta premisa. 105

Se reconocen así dos niveles en el ejercicio de la palabra: uno en el nivel intelectual, otro en el intuitivo. El análisis del discurso que implicó mutuamente al ser humano y al mundo ha valorado ambos aspectos señalándolos respectivamente como ilocución y perlocución 59. En el poema ENEM, es la disociación de estos aspectos del lenguaje lo que produce el cuestionamiento y la sensación de invisibilidad. De hablar no se sigue ya que yo pueda ser entendido y quizás, más aún, que sea yo escuchado. El decir sin el soporte de la acción que le proveería de sentido queda atrapado en el pensamiento volviéndose un misterio (el silencio de la conciencia), en consecuencia el enunciante se hace invisible: o por ininteligibilidad --quedando su intento de decir en una especie de lengua muerta-- o porque ha perdido la materialidad que lo sustentaba y absurdamente es orillado a escucharse a sí mismo. El medio de la palabra --el sujeto que la soportaría-- no está, o queda volando como si se preguntase él mismo, dirigiéndose no a otro sino a él: “¿me escucho?”, como dudando de su propia existencia. Cuando en los actos de habla, sostenidos intersubjetivamente, la fuerza ilocucional se pierde porque su efecto, prescrito por la perlocución, se ha neutralizado o distorsionado, queda al descubierto la pura mismidad. Pizarnik (2001: 437) parece así contender como un personaje de Beckett: “--Cuando hablas no se entiende nada. --Soy oscura porque estoy sola.” (“Escrito en el crepúsculo”). 60

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Todos los actos de habla, dice Ricoeur escuetamente (1995a: 28), “además de decir algo (el acto locutivo), hacen algo al decir algo (el acto ilocutivo), y producen efectos al decirlo (el acto perlocutivo).” Ver también Ricoeur (1998) & Austin (1971). 60 El innombrable (Beckett, 2007: 87) es la última etapa en un proceso de mutilación que tiene lugar en el ámbito del lenguaje. En esta etapa, la comunicación con el mundo exterior se ha hecho problemática: “piel y huesos verdaderos muriéndome de soledad y de olvido, hasta el punto de llegar a dudar de mi existencia, y aún, hoy, no creo ni un segundo en ella, de modo que debo decir, cuando hablo: «El que habla», y buscar, y cuando busco: «El que busca» y buscar, y así sucesivamente y lo mismo en cuanto a las demás cosas que me ocurren y a las cuales es menester hallarles alguien, pues las cosas que ocurren necesitan de alguien al que le ocurran, es menester que alguien las detenga.” Como Mrs. Rooney en la pieza para radio All That Fall, las obras de Beckett parecen decir: “¿No encuentras algo... raro en mi forma de hablar? (Pausa.) No me refiero a la voz. (Pausa.) No, me refiero a las palabras. (Pausa. Más para ella.) No uso sino las palabras más simples, espero, y sin embargo encuentro mi forma de hablar muy... rara. (Pausa.)”.

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Por un lado va la acción de la palabra y por otro el modo de esa acción, en presunta incompatibilidad. En el poema la palabra no cumple más su expectativa de sentido y lo que hace se convierte en un enigma que sobrepasa la convención exhibiendo su mediatez y la necesidad de superarla. El individuo que persiste ahí es abandonado en su propio desbordamiento de sentido cuya salida erige sólo un latir sin fisonomía en y ante todo lo que le es próximo. Su expresión sólo alcanza a ser un señalamiento de sí mismo: “Algo caía en el silencio. Mi última palabra fue yo pero me refería al alba luminosa” (Pizarnik: “Extracción…”: III: XVII: 243). De otra manera, si brevemente empatamos las funciones del lenguaje --que Jakobson determina-- con el deber de la ilocución --noción según Austin (1971)-- vemos que el asunto intencional permanece sólo del lado convencional que deja un discurso único, sin sujeto individual o con un sujeto colectivo, que enmarca la lógica de la intención verbal del enunciado discursivo marginando gran parte de la fuerza ilocucional y los efectos de esa intención mental acuñados en la perlocución. Comprobamos así que el lenguaje dice y constata pero, trascendentalmente, expresa performativamente; la pareja ilocución/perlocución debería ser indisoluble porque “[C]ada uno de los actos ilocucionales cuenta por una expresión: de un deseo, de una creencia, de un sentimiento” (Ricoeur, 1988: 89) que no están determinados excepto por el propio hablante. Suponer el sentido fijo es pretender reducir la fuerza del lenguaje y despojar al habla de su calidad de acontecimiento; presuponer el sentido transforma el efecto, o lo diluye, distorsionando la comunicación. Aunque ahora pueda parecer obvio que los actos de habla dicen y hacen algo, no es así cuando nos referimos a los efectos que producen. Este último aspecto es la preocupación de Alejandra Pizarnik porque de él depende el reconocimiento mutuo con el otro; dar por sentado el sentido convierte todo en una mismidad. Tener expectativas o generarlas hace al individuo y lo mantiene cerca del otro como el acontecimiento que persigue el lenguaje. El 107

sentido de la performatividad del discurso está en su acontecer, y para que esto ocurra es necesario que el lenguaje dispare su mayor expectativa. Cuando Lyotard nos dice que el enunciado performativo “tiene la particularidad de que su efecto sobre el referente coincide con su enunciación” (1998,11), debemos entender que un nuevo sentido abre superlativamente el espacio de las posibilidades en el preciso momento del enunciamiento. Si es cierto que el lenguaje encuentra su más genuino acontecer en su acto performativo también es cierto que la mayor virtud de éste acto parte de lo inesperado y de lo imprevisto de un acontecimiento discursivo siempre único cuyo lugar ha de cumplirse en el diálogo. Ahora, si la ausencia de sujeto mortifica a la voz del poema, --es decir, su propia desaparición-- esto es debido a su virtual inmovilidad; lo que importa a Pizarnik es, por lo tanto, la realización del hablante conseguida por el habla misma: su performatividad; pero de lo que se percata es que “ninguna palabra es visible” y en consecuencia lo que existe son sólo sujetos invisibles, prisioneros de sí mismos, que conspiran en un silencio extraordinario cuando no son ellos mismos la ruina que lo supone. Como quiera que sea, lo que queda es el silencio como un terreno donde se transparenta la diferencia o se diluye. Se pueden inferir dos cosas: la relación ideal de sujetos definidos, para quien todo estaría ya dado desde un lenguaje directo; o la relación represiva donde alguno es anulado. El siguiente poema, “Contemplación”, es un ejemplo de esa particular intuición de Pizarnik (217) donde todo es incierto: Murieron las formas despavoridas y no hubo más un afuera y un adentro. Nadie estaba escuchando el lugar porque el lugar no existía. Con el propósito de escuchar están escuchando el lugar. Adentro de tu máscara relampaguea la noche. Te atraviesan con graznidos. Te martillean con pájaros negros. Colores enemigos se unen en la tragedia. Lo que extraña el poema de Pizarnik, y reclama, queda expuesto entonces por el aspecto perlocutivo situado en la intersubjetividad. Observemos que cuando éste registra las 108

afecciones subjetivas que matizan y envuelven la expresión en la instancia de discurso se debe diferenciar entre la intención que se desea transmitir y la que efectivamente es transmitida, entre la actitud que hay detrás de la expresión y aquella que es captada primero como tono y luego fundamentalmente como estilo. Ya Merleau-Ponty ha señalado también esta diferencia como el exceso de lo que vivimos sobre lo dicho, para luego apuntar que el constante interés del lenguaje por autoapropiarse --al ser él mismo, libre de la instrumentalidad con la que se le somete, su propia preocupación-- es el interés en la verdad 61. En otras palabras, el esfuerzo por comprender finaliza en la intuición de la verdad de manera que el desfase es cubierto gracias al cuerpo común 62; pero no debe olvidarse que dentro del espacio que abre la distinción señalada se halla el poder del discurso para preservar o desquiciar la verdad. Lyotard también nos advierte la importancia de presuponer siempre la sustancialidad de aquella diferencia como la diferencia y ponerla a salvo cuando ancla su origen en el silencio de la carne 63. La ausencia del cuerpo (tema sólo de la ciencia-ficción) redundaría en una falta de interlocutor que dinamice la lengua y constate las cosas --porque es, de hecho, el cuerpo, que hace y sufre, la dimensión del Yo que soporta la diferencia--. “La diferencia”, en Pizarnik, llega a ser la desposesión que sufre 61

Ver supra nota 17. El camino de la “verdad” es trazado desde la experiencia vivida hacia el sentido y finalmente acuñada en la palabra significada que sólo la praxis realiza. La verdad se sedimenta en la palabra instituida y se actualiza cuando un “Yo” dialoga, haciendo de un sentido ideal una proposición que tendría que ser validada. Cfr. Merleau-Ponty (1964b: 114, 115) y Ricoeur (1995c: 90). 62 De acuerdo a Ricoeur la persona es el cuerpo cuya función es la mismidad que permite identificarla y reidentificarla. A él se le atribuyen dos tipos de predicados: físicos y psíquicos. Los acontecimientos mentales “tienen la particularidad, precisamente en cuanto predicados, de conservar el mismo sentido tanto si son atribuidos a sí mismo como si lo son a otros distintos de sí mismo”. Ahora bien, el cuerpo común niega, por un lado, la conciencia pura, y por otro determina la fuerza de las relaciones individuales: “No puedo hablar de modo significativo de mis pensamientos, si no puedo, a la vez, atribuirlos a otro distinto de mí”. Todo estado de conciencia observado se asimila por virtud del cuerpo y equivalen a los sentidos por él propiamente. Esta reciprocidad entre los individuos opera en tanto reflejo del sí mismo como otro. (Cfr. Ricoeur, 1996: 11-17). 63 “La diferencia […] es el estado inestable y el instante del lenguaje en que algo que debe poderse expresar en proposiciones no puede serlo todavía. Ese estado implica el silencio que es una proposición negativa, pero apela a proposiciones posibles en principio. Lo que corrientemente se llama el sentimiento señala ese estado”. Más adelante concluye que los seres humanos “son requeridos por el lenguaje […] para reconocer que lo que hay que expresar en proposiciones excede lo que ellos pueden expresar actualmente y que les es menester permitir la institución de idiomas que todavía no existen”. (Lyotard, 1991: 25, 26).

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el sujeto de sí mismo por una totalidad. La radical separación del pensamiento y el cuerpo que se delata en la insuficiencia del primero para abarcar al segundo. La alteridad sin rumbo que necesita ser acotada por una diferencia necesaria (reconocimiento del sí como otro que sí mismo) que sustente la contradicción sin que meramente la incluya. Ante la simbólica desaparición del sujeto, muy pertinente es cuando Lyotard aclara la necesidad de instituir idiomas para cubrir lo que continuamente emerge necesitado de un ser y que supera lo que es factible expresar, pues es esta necesidad uno de los objetivos de la poesía.

2.

Devenir de las cosas o referencia infinita en el poema.

El despliegue de “lo invisible”, habilitado como nuevo efecto espacial por virtud de un texto, que siempre está más acá o más allá de lo que proyecta, busca también ser paralelo no a la creación sino a la formación de las cosas por sí mismas, considerando además, lejos de ser triviales, que el aislamiento, naturalmente, no tiene lugar. Postular luego ese movimiento latente como una ausencia revela ambas: la alta expectativa que genera un significante en tensión con su significado --o incluso despojado de él— y la naturaleza inconclusa de la interpretación que muestra a las mismas secuencias de palabras-envoltura --término este alusivo a Merleau-Ponty-- sorprendidas por el sentido desde un mundo preexistente en la mente receptora que las depura para señalar su propio florecer a sí mismas despertando una especie de gastrosofía 64. La palabra se convierte en matriz que se autogenera, cubriendo así su vacío inicial. “Algo existe ahí sin estar aún” es la fórmula 64

El efecto lo describe Merleau-Ponty en dos oportunidades. Partiendo de la pintura induce: “Las líneas estaban encargadas de circunscribir la manzana o la pradera, pero la manzana y la pradera “se forman” por sí mismas y descienden a lo visible como venidas de un anterior mundo pre-espacial.” (1985a: 55). Y cuando se trata del lenguaje ofrece una dialéctica de la comprensión: “La denominación de los objetos no viene después del reconocimiento, es el reconocimiento mismo. Cuando identifico un objeto en la penumbra y digo: “es un cepillo”, no hay en mi mente un concepto de cepillo, bajo el cual subsumiría al objeto y que, por otra parte, estaría ligado por una asociación frecuente con la palabra “cepillo”, sino que la palabra es portadora del sentido, y, al imponerlo al objeto, tengo conciencia de alcanzarlo.” (1985c: 194).

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husserliana que entraña la relación conciencia-mundo decisiva de la cual nada se puede decir a priori, si es que existe o no, pero ella es necesariamente la que hace posible toda irradiación entre las cosas. Lo que resulta un enigma es el lazo entre ellas […] Es la exterioridad conocida de las cosas en su envoltura y su dependencia mutua en su autonomía […] la experiencia de la reversibilidad de las dimensiones, de una “localidad” global en la que todo es a la vez […]. (Merleau Ponty, 1985a: 49) 65 Los textos de Pizarnik, tanto al anunciar siempre la aparición de algo que no termina de ser o que es siendo siempre, así como cuando una y otra vez fracasa y reinicia en su intento de mostrar, expresan la inminencia misma de las cosas como la contingencia irrevocable que revela la vida. En “Fronteras inútiles” (185), esta situación se ilustra a través de la ambigüedad, del titubeo, o de la dificultad para elegir una parte del todo. Una vez que llega el momento de relatar la experiencia, no hay manera de decirla excepto que se pudieran agotar todas las posibles maneras de decirla: un lugar no digo un espacio hablo de qué hablo de lo que no es hablo de lo que conozco no el tiempo sólo todos los instantes no el amor no sí no un lugar de ausencia 65

En términos de Husserl, lo que está funcionando son las relaciones eidéticas precisadas por la noesis y el noema: la intuición sería el acto de constituirse instantáneamente el material que recogen los sentidos. La estructura (ver supra nota 38) es el soporte que hace posible que las cosas del mundo ocupen mi conciencia como algo que ya estaba ahí aún antes de haber llegado y que sólo la expresión hace nuestras, ‒este principio elemental se distorsiona en Pizarnik para ser motivo y origen de su poesía‒. Sobre Husserl cfr. Robberechts (1968)

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un hilo de miserable unión El verso “Sólo todos los instantes”, leído como la negación de cada instante, prefigura el estado formativo que envuelve las cosas y las proyecta, progresivamente, hacia un espacio indiscernible repleto de referencia, donde todo al final acontecería siendo, mutua y simultáneamente, sin ningún tipo de escala o prioridad rigiendo en su seno. Prefigura, por lo tanto, una entidad absorbente en el último confín –identificada quizá con la pulsión de muerte—, que parece ser además el único telos posible en el devenir de los seres, visible sólo como presentimiento de lo infinito. Dicho fenómeno, estimable también como un movimiento entrópico, reduciría al fin toda energía potencial, arrastrando consigo, paradójicamente, hacia una especie de parálisis que crece contraria a lo previsible antes de ser absoluta (la realidad tautológica del presente perpetuo ilustra este acontecimiento que, sin embargo, sólo se muestra teleológico debido al factor humano confiado a dos destinos virtuales: la autoconciencia y la muerte). De forma general, la negatividad resultante del discurso de Pizarnik, construida desde un flujo de enunciados contradictorios entre sí, transforma su obra en un tipo de succión. Allí, con amplia frecuencia, un enunciado cancela al que le antecede pero no lo suprime. No hay intención de corregir sino más bien de exponer que toda certeza es fugaz, o debe ser fugaz, al plegarse o al dividirse cada vez, en su alta pretensión de configurar o conquistar la sucesión. El acumulamiento de frases constitutivo, así logrado dentro del discurso, presagia un amontonamiento y origina luego la sensación de incertidumbre y ahogo 66 de un sujeto, incapaz de abstraer, que lo quiere todo. Pizarnik desprecia la convención porque ésta en su origen es principio de simulación, 66

El progreso de esta tensión opresiva, característica del personaje bíblico, Shiller lo reserva “al poeta trágico -robarnos la libertad del ánimo, dirigir y concentrar nuestras fuerzas internas (Schiller dice: “nuestra actividad”) en un solo sentido-” (Auerbach, 1996: 17). El paralelo que hago del sujeto de la poesía de Pizarnik con el personaje bíblico no es retórica. La familiaridad que establezco, centrada en su obsesión de decir lo más esencial del lenguaje, se retomará más adelante (capítulo VI).

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y porque precisamente reprime, o fractura, su inclinación a considerar un mundo donde cada cosa es siendo mientras es, --es decir: un mundo donde las cosas son en su transformación y no en su renovación, dentro de un presente donde toda posible trayectoria concurriría sin contradicción. Para ella, elegir todo no significaría finalmente sino romper con todo. Con más o menos asiduidad, Pizarnik relata esta situación suya, de ruptura constante, en la que queda expuesta --como un fantasma o un eco--, en un polo, la indeterminación básica sobre la que yace todo discurso, y, en otro, el absoluto de un estilo imposible que lo congregaría todo. El siguiente párrafo, hallado en sus diarios, es una muestra de esa convicción: Todo sustituible. Todo reemplazable. Todo puede morir y desaparecer: detrás están los sustitutos, como en los parques de diversiones esos muñecos que caen a cada tiro de escopeta y son súbitamente sustituidos por otros y otros. Es decir, que no hay nada que obligue a vivir, ni nada que desobligue. Todo o casi todo es mentira porque cae o puede caer. Lo único que es fiel es esta sed de algo por lo que vivir. Pero tampoco lo es absolutamente porque está entre otras sedes y hambres y se alterna con ellas, y puede desaparecer por varios años y reaparecer./ No creo en nada de lo que me enseñaron. No me importa nada. Sobre todo no me importan los convencionalismos y el demonio sabe hasta dónde y hasta qué extremo infecto somos convencionales./ Convencionalismos poéticos y literarios./ Hasta el ser joven es un convencionalismo. Y la rebelión y la anarquía pueriles. Y el mito del poeta. El mito de la cultura. Hasta el comunismo y el socialismo de mis amigos es un nauseabundo convencionalismo. Como si se pudieran cambiar las cosas hablando y negando. Yo estoy en contra. Ni religión ni política ni orden ni anarquía. Estoy contra lo que niega la verdadera vida. Y todo la niega. Por eso quiero llorar y no me avergüenzo o sí me avergüenzo y quiero esconderme y hasta tengo vergüenza de suicidarme. (2003: 170-1). La misma situación de desesperada y superflua relatividad que flota sometida por la convención, --es decir, la negatividad producto de la contradicción, la acumulación y la disociación de un cosmos en formación constante imposible de asimilar, es ilustrada en dos poemas. En “Extracción de la piedra de locura: IV” (Pizarnik, 2001: 253) sobresale en el

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“ritmo quebrantado” fruto de la fractura, en el desgarro y la desposesión enfrentados a un deseo de flujo inscrito en los tiempos verbales. Visión enlutada, desgarrada, de un jardín con estatuas rotas. Al filo de la madrugada los huesos te dolían. Tú te desgarras. Te lo prevengo y te lo previne. Tú te desarmas. Te lo digo, te lo dije. Tú te desnudas. Te desposees. Te desunes. Te lo predije. De pronto se deshizo: ningún nacimiento. Te llevas, te sobrellevas. Solamente tú sabes de este ritmo quebrantado. Ahora tus despojos, recogerlos uno a uno, gran hastío, en dónde dejarlos. De haberla tenido cerca, hubiese vendido mi alma a cambio de invisibilizarme. Ebria de mí, de la música, de los poemas, por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el llanto por mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran silencio? En “Alegría” (1992: 165) el problema se refleja en la intratextualidad que se lleva a cabo, donde la repetición temática y la variación sintáctica intentan emular la mutación continua de la forma, aunque no siempre consigue este artificio trascender en ganancia para la poeta, quedándose mayormente, de acuerdo a sus necesidades, en una serie de sustituciones de escasa fluidez. Es evidente, a lo largo de su poesía, cómo Pizarnik se coarta repetidamente; insatisfecha con su escritura, con su naturaleza indicativa, reinicia y consagra cada poema al mismo afán: Algo caía en el silencio. Un sonido de mi cuerpo.

(“Alegría”)

Algo caía en el silencio. Mi última palabra fue yo pero me refería al alba luminosa. (“Extracción de…: III: XVII”) El desorden aparente que va desarrollándose, obra del acumulamiento y la sustitución excesiva que no consiguen empatarse con la continuidad de lo real, donde las cosas sólo transcurren, lentamente dará paso a la visión de ruina. Y este nuevo estado, en su desenlace, contendrá la máxima información e inducirá al orden supremo imposible de asir, al caos que acaso sólo es posible percibir fragmentariamente. Signo de ese caos y esa fragmentación es la alta concentración intratextual e intertextual de la obra de Pizarnik (ver Catelli, 2002), rasgo que también cohesionará fundamentalmente su poesía. Patricia Venti 114

(2007b) en este respecto, luego de un análisis de sus textos póstumos, puede asegurar lo siguiente: Nos encontramos pues, ante una estructura fragmentaria y discontinua compleja e intrincada, carente de ilación sintáctica siempre desprovista de lógica objetiva, donde el componente autointertextual desempeña una función primordial. Esa es su victoria: al final, habrá desembocado en una comunicación autónoma, frente a la cual el receptor virtual desaparece, dejando al emisor, una vez más, solo con su interior. Diversos cuadernos de notas registran el intenso trabajo que Pizarnik hizo como lectora, donde el uso de la palabra ajena es interiorizado arduamente para luego conseguir continuarla en sus poemas. Según Venti (2005) “fagocitó los libros que leía (Trakl, Hölderlin, Rimbaud, Artaud y todo el surrealismo, Carroll y, hasta los poetas contemporáneos —menores o no— como Porchia u Olga Orozco) y a través de ellos experimentó el sentimiento de que no poseía la más mínima noción del español”. Pero esta tarea de Pizarnik también deja a la vista el doble aspecto contradictorio de la palabra según el cual, por un lado, sin importar que se diga o escriba, siempre se está usando la palabra de alguien más, y por otro lado, cuando se la apropia, muestra la imposibilidad de absolutizarla. En esta natural indeterminación de la palabra se funda la precariedad que Pizarnik no logra asumir. Referir en estos términos la influencia acaecida sobre Alejandra Pizarnik, desde el pensamiento romántico alemán y el de la modernidad literaria francesa hasta la vanguardia anclada en la posmodernidad --donde se discute la originalidad y pervivencia de la razón potenciada por Kant--, puede no ser una obviedad si se piensa que fue en realidad su dominio poético quien los encontró y no a la inversa. Siguiendo a Venti: “la predilección por figuras y enfoques concretos no encerraría sino un ejercicio de orientación sobre la propia poética y sobre las vías de acceso para un cabal entendimiento de la misma.” Más 115

que en términos de influencias, cuyo valor se concibe desde un poder externo determinante, debemos situar las relaciones interliterarias que conviven en la obra de Pizarnik como una identificación fundada en la apropiación de ideas. Este fenómeno, explicado en función de un receptor, establece primero la disponibilidad y libertad de una conciencia para recibir y elaborar ideas ajenas para que luego, en su desarrollo e interpretación, tenga lugar una fusión de horizontes que permitirá el acceso a aquél universo como también una renovada producción de las ideas propias 67. La razón de esta conjetura me permite aludir al hecho sobresaliente en la elaboración de un discurso (cfr. Foucault, 2002): al hacer coincidir su pensamiento con otros, la tarea de Pizarnik no fue sólo reconocerlos, aceptarlos y asumirlos (lejos del mero plagio como cercanamente piensa Venti (2005)), sino continuarlos en el sentido dialógico que Bajtín (1989: 94) comprendió: Porque toda palabra concreta (enunciado), encuentra siempre un objeto hacia el que orientarse, condicionado ya, contestado, evaluado, envuelto en una bruma que lo enmascara; o por el contrario, inmerso en la luz de las palabras ajenas que se han dicho acerca de él […] Porque tal enunciado surge del diálogo como su réplica y continuación, y no puede abordar el objeto proviniendo de ninguna otra parte. Una de las operaciones fundamentales de la obra de la autora argentina que vislumbro, por lo tanto, es esta: observar que la creación, fruto de la convivencia con el mundo, es la continuación de un discurso ya instaurado, que principia en la conciencia y transcurre en la vida. Con más precisión, podemos ver ahora que Pizarnik se afianza en una tradición que recorre el romanticismo y llega hasta el surrealismo tal y como se ha intentado aclarar desde el comienzo de este capítulo (desde luego, la tradición pictórica que la acompaña no es deleznable, como se verá en los capítulos V y VIII). Georg Trakl 67

Dalmaroni (1996) analiza el discurso de Pizarnik como heredero del romanticismo, particularmente de Hölderlin y Novalis, para argumentar a favor de una “ideología sacrificial de la escritura”. La tesis moderna seguida por Pizarnik, que sentencia la desaparición del autor por medio de su escritura, es incluso perpetrada por Borges, autor que la poeta también lee con asiduidad.

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representa uno de esos discursos que impregnan su palabra tal y como se ha explicado; el poeta expresionista de Salzburgo, considerado junto a Rilke el más importante en lengua alemana y auténtico sucesor de Hölderlin, que --en palabras de Heidegger (1990b)-- ha poetizado desde un único poema situado en el retraimiento, elabora una de las imágenes más caras para el universo poético de Pizarnik: “Sobre negros peñascos se precipita / embriagada de muerte, / la ardiente enamorada del viento”. Ella usa esta imagen para introducir Las aventuras perdidas (poemario de 1958 que incluye el nombrado “Hija del viento” (Pizarnik, 2001: 77)), la adopta para sí y la continúa: La mano de la enamorada del viento acaricia la cara del ausente. La alucinada con su “maleta de piel de pájaro” huye de sí misma con un cuchillo en la memoria. La que fue devorada por el espejo entra en un cofre de cenizas y apacigua a las bestias del olvido. “Caroline de Gunderode” (148) ~ Por qué estas noches como un oasis para brujas Por qué esta conjuración de ausencias Este secuestro de la hija del viento “Aproximaciones” (310) ~ Se fuga la isla Y la muchacha vuelve a escalar el viento y a descubrir la muerte del pájaro profeta “Salvación” (49) ~ Muere de muerte lejana la que ama al viento. Árbol de diana: 7 (109) ~ Tú haces el silencio de las lilas que aletean en mi tragedia del viento del corazón. “Reconocimiento” (161) Un recuento de los autores que Pizarnik continuamente repasaba y los epígrafes incluidos en los poemas muestra el grado de fragmentación que lleva a cabo con el fin de iluminar el objeto de su deseo. No olvidemos tampoco los innumerables epítetos que la 117

estilista se atribuye 68 paralelo a la pluralización de su voz ejemplificada en

“Piedra

fundamental” (264): “No puedo hablar con mi voz sino con mis voces”. La dificultad, que creía tener, para imprimir la experiencia revela también aquella característica de sus textos, --característica que presume también la época posmoderna según nos informa Lyotard 69--. ¿Qué quiero contar? No tengo nada que denunciar, mejor dicho, denuncio todo y a todos. Lo que falta es lo concreto. Hablar por ejemplo de una mesa, de un rostro, de un suceso. Vago, ando, vago, erro por el lugar de las disociaciones. Apresar un hecho, un rostro. Todo es más rápido que mi pluma. (Pizarnik, 2003: 333) La circulación infinita de referencia busca en el horizonte resquebrajar el límite mismo del lenguaje que supuestamente distorsionó primero la comunicación; de esta manera se vuelve a descubrir la contrariedad de un sujeto que transparenta su finitud a través del sistema regulado del lenguaje y su infinitud en la múltiple referencia y la formación incesante de sentido que abarcan las relaciones de las palabras (la diseminación, según Derrida). Esta es la importancia que se imprime a la configuración de la forma por encima de cualquier mensaje para que opere la comunicación en una obra: el mundo interior del Yo y el exterior sólo transcurren. Así, Iser (1993: 151) podrá decir: “the rejection of fiction becomes a structure of communication; it conveys the ceaseless activity of man as the irremovability of his finiteness”. Dentro de la estructura fragmentaria así 68

Moia expresa esta fragmentación: “En una suerte de contrapunto con tu yo que se une a la noche y aquel que se une al silencio, veo a «la extranjera»; «la silenciosa en el desierto»; «la pequeña viajera»; «mi emigrante de sí»; la que «quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria». Son estas, tus otras voces, las que hablan de tu vocación de errancia.” (Pizarnik, 2002a: 313). 69 Los grandes relatos que derivaron de la búsqueda que hace el hombre de su telos, -es decir, de su dominio del mundo-, que la narración consagra y legitima, se han degenerado. El cristianismo, el iluminismo, el marxismo y el capitalismo son las grandes interpretaciones teleológicas de la historia que prometieron la plenitud. En el declive de estos relatos el poder supremo del sistema rivalizará con la exaltación de los pequeños relatos que originarán una fragmentación radical: “no formamos necesariamente comunidades lingüísticas estables, y las propiedades de las que formamos parte no son necesariamente comunicables” (Lyotard, 1998: 8). La ausencia de relatos es un síntoma de la edad posmoderna que gira en torno a una vida finita que nos apremia a conseguir las cosas lo más rápidamente posible. Lyotard nos informa que es en los juegos del lenguaje de la forma narrativa donde se encuentra el saber tradicional. Son los individuos los que hacen circular los saberes excepto que estos ahora son demasiados, son complejos o son falsos, en última instancia la implacable mediación entre el saber y la verdad es una cuestión de poder.

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descrita, podemos ahora percibir cómo algo parece de pronto tomar rumbo en el progreso continuo de la forma, ingresando constantemente al mundo 70. Finalmente, la poesía, debido a su naturaleza altamente semántica, y dinámica en consecuencia, --de acuerdo a lo que hemos podido ver--, se vislumbra así como la esencia dialógica del lenguaje, la que en su perseverancia suele destacar más al sujeto alienado alejado de su semejante. Ahora bien, si, por esa razón entre otras, la creación poética se presenta como el arte autónomo por antonomasia, que el sistema recluye en sí mismo para apoderarse de él, la sed de absoluto del sujeto del poema de Pizarnik, --“Tantas criaturas en mi sed y en mi vaso vacío” (“Aproximaciones”: III: 316)--, considerado un producto del sistema, arrastra consigo y confunde el propósito de la poesía misma 71; por eso Bajtín (1989: 95-96) cree que la poesía no es un género dialógico por completo, porque cuando se empeña en su objeto, al profundizar, tiende a oscurecerse en su misión dilucidante de verdad universal y parece olvidarse de su interlocutor. En la imagen poética, en sentido restringido (en la imagen tropo), toda la acción (la dinámica de la imagen palabra) tiene lugar entre la palabra y el objeto (en todos sus aspectos). La palabra se sumerge en la riqueza inagotable y en la contradictoria diversidad del objeto, en su naturaleza “virgen”, todavía “no expresada”; por eso no representa nada fuera del marco de su contexto (naturalmente salvo los tesoros del lenguaje mismo). La palabra olvida la historia de la contradictoria toma de conciencia verbal

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En términos desarrollados para la pintura por Merleau–Ponty (1985a: 52), será la dimensión de profundidad la que capture y sostenga este carácter de permanente emergencia en que las cosas se hacen cosas, fenómeno envolvente del avance y del cambio incesante que viven las cosas entre sí y con el ser humano. “La profundidad pictórica viene no se sabe de dónde a posarse, a germinar en el soporte. La visión del pintor ya no es mirada hacia afuera, relación “física-óptica” solamente con el mundo. El mundo no está más frente a él como representación: es más bien el pintor que nace en las cosas como por concentración, venido a sí mismo de lo visible, y el cuadro finalmente no se vincula a lo de afuera entre las cosas empíricas sino a condición de ser ante todo “autofigurativo”; es espectáculo de alguna cosa siendo “espectáculo de nada”, reventando la “piel de las cosas” para mostrar cómo las cosas se hacen cosas y el mundo se hace mundo”. 71 La naturaleza compleja de la poesía, como de toda acción creativa, es aprovechada por el sistema oficial para aniquilar su misión social. Cuando torna oscuro su sentido la vuelve privilegio de unos cuantos malogrando su apertura al mundo de las posibilidades. Se entiende que todo intento de esclarecimiento, llevado a cabo por ella, es un ataque para los dueños del saber, cuya arma moderna se localiza en el lenguaje de la publicidad, la caricaturización de las causas y la sobreproducción. Ver Adorno (2003).

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de su objeto, así como el presente, igualmente contradictorio, de esa toma de conciencia. 72 Para juzgar mejor esta afirmación, la cual, por cierto, no está muy lejos de las afirmaciones románticas antes expresadas, tengamos en cuenta lo siguiente. Para Bajtín la poesía debería unificar todas las intenciones porque satisface plenamente al lenguaje cuando armoniza, en su relación, a la palabra y al objeto que ella representa, por eso el lenguaje se autorealiza en su interior. Dentro de la poesía todo lenguaje socio-ideológico se integra, en consecuencia, el dialogismo le es inmanente. Pero Bajtín aclara que, aunque su transmisibilidad es rotunda, los conflictos que revela son incontestables y permanecen en el objeto, aludiendo así a la pureza de lo sensible. Sin admitir ningún otro punto de vista, el discurso poético se vuelve un monólogo autoritario que asume la posesión suprema del lenguaje para ser el único capaz de iluminar las posibilidades del objeto que aquí, providencialmente, coinciden con las del sujeto. Toda fragmentación parece ser subsanada por el poder de la poesía conciliando en su seno la contradicción. La poesía entonces consigue realizar la dialéctica porque, a pesar de todo, la razón aún prevalece. Desde esta perspectiva, sin embargo, observemos que la poesía parece representar la idealidad del lenguaje que ya no necesita nada; este absurdo en el que cae dicha afirmación postularía también una conciencia igualmente inútil ya. Por eso debemos considerar siempre, a cambio de lo que Bajtín parece sugerir, que el contexto de la palabra es, sin excepción, la 72

No debemos olvidar la importancia de Bajtín en el análisis discursivo que contempla la presencia del otro. Tanto el caos (considerado aquí como el máximo orden), donde todo contiende a la vez, como la fragmentación como una de sus formas, están revestidos de un dialogismo que, aunque llega a ser extenuante, se extingue sólo en el infinito. Ciertamente, la obra de Pizarnik pueden ser descrita de manera dialógica como Bajtín (96-97) lo entendía: “La orientación dialogística de la palabra es, seguramente, un fenómeno propio de toda palabra. Es la orientación de toda palabra viva […] La palabra nace en el interior del diálogo como su réplica viva, se forma en interacción dialógica con la palabra ajena en el interior del objeto. La palabra concibe su objeto de manera dialogística”. (“En toda obra actúan de referente los sistemas significantes análogos, lo que precisa, determina y completa su significado, a la vez que modifica el conjunto de las restantes obras. […] La poética tiene que asumir la relación de la obra a la tradición literaria, relación concebida no como análisis genético de tipo positivista, sino como comparación de sistemas significantes dentro del universo literario”. Bajtín es parafraseado por Alicia Ylllera (1974: 79). Cfr. Bajtín (1982)).

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conciencia naturalmente contradictoria del ser humano 73. Aludir a la poesía en este sentido, como un discurso intranquilo que posibilita la dialéctica al materializar la especulación genuina, permite ahora examinar el paradigma generado cuando la razón que sostenía al mundo se resquebraja; es este el momento de Pizarnik. La preocupación de la poesía por el lenguaje persiste salvo que ahora, ante un sujeto disuelto, se queda sin apoyo. El objeto del poema es la autoreflexión misma --reflexión sobre el lenguaje que ha perdido su unidad con el mundo-- donde ya no se produce ninguna estabilidad y la especulación infinita se explícita en juicios contradictorios. Se puede comprender entonces que “La poesía reflexiva sólo parece posible en pura soledad”, según nos dice Gadamer (1998: 344) 74. Debemos recordar entonces que el ansia de absoluto, de satisfacción del absurdo deseo particular de conquistar el poema --ahora igualado con el estilo--, en adelante corresponde al sujeto alienado, porque los límites del lenguaje se le han disipado, y no a la poesía, --ésta carece de todo interés que no sea la palabra misma, que contemple a todos y a cada uno de los individuos sociales. En este punto podemos muy bien recordar las afirmaciones románticas, en específico de Novalis, con respecto al lenguaje y las premisas del surrealismo discutidas al inició de este capítulo, mismas que atraviesan, como ya hemos visto, la poesía de Pizarnik. El poema “La palabra que sana” (283) es muestra de esa fraternidad: Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa. Alejandra Pizarnik unas veces subestima el lenguaje, otras lo sobrestima. La conciencia de la forma, que parece ser el problema, será el tema del siguiente capítulo.

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Steiner (2007), para los intereses de este trabajo, examina las diversas polémicas que constituyen al pensamiento y su naturaleza contradictoria. 74 La soledad pensada en los términos situados ya; ver notas supra 14, infra 88, 117.

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CAPÍTULO V Apreciación de la Forma en el discurso de Pizarnik

Si en los anteriores capítulos hemos abordado la importancia de la forma para el sujeto constituyente de la realidad, ahora se analiza esta noción, en el entendido de que ella lleva acuñada la verdad del sí, a través de dos apartados: “Comprensión e incomprensión de la formalidad” y “Consistencia de la Forma”. Veremos allí cómo el papel del sujeto se vuelve crucial cuando se haya frente a la responsabilidad de decidir. Alejandra Pizarnik aquí parece situarse mejor ante la forma pictórica porque sobre todo, como se vio en el capítulo anterior, ha malentendido cómo opera el lenguaje. Éste, sin embargo, es aún la distancia que la separa del caos y la resistencia que opone a una realidad dada que no acepta.

1.

Comprensión e incomprensión de la formalidad.

La forma como correlato de la vista (de los sentidos en general) implica que ella es significativa en diversos grados para el sujeto. Su poder de atención llega a ser simplemente convencional o altamente simbólico. Esto funda el sentido dinámico de la forma que reconocen tanto Merleau-Ponty (1985a) como Lotman (2000e) cuando se refieren específicamente a la pintura. Y lo que tiene de peculiar la pintura es que al imponernos su forma nos exige crear el significado, porque en tanto los procesos mentales no se concreten verbalmente es como si no existieran. Se recuerda entonces que los significados no son inamovibles y sí son un concurso de voluntades. Se recuerda que el significado puro (la verdad plena) no se sitúa en algún pasado idílico sino en algún futuro lejano: “La claridad 122

que nosotros podemos tener no está al comienzo del lenguaje, como una edad de oro, sino al final de su esfuerzo” (Merleau Ponty: 1964a: 97). Aquí se encuentra el vínculo entre la pintura y la poesía; ésta nos solicita confiar en la imagen por encima de cualquier significado. Ir por detrás del prejuicio para saltar delante de él con una nueva perspectiva de las cosas también dignifica, por otro lado, el uso de la tradición. Hacer la experiencia poética obliga a “olvidarse” del significado para contemplar la forma significativa. La poesía de Pizarnik, al agotarse en el intento de expresar lo que son de verdad las cosas (aunque ciertamente cumple al expresar lo que podrían ser), encarece negativamente el carácter referencial natural del lenguaje a tal punto que la construcción formal se desvirtúa. Esta incomprensión hace que la negatividad inherente a la forma lingüística, que consiste en ser siempre otra que ella misma, sea motivo de aflicción. En una entrada de su diario fechada en julio de 1955 (2003: 45) escribe sobre esa percepción desmesurada que tiende a desarticularle la expresión: Aún no rechazo íntegramente el mundo. Aún me aferro a los engaños gestadores de ilusiones fantásticas. Aún sopla en mí la optimista esperanza de hallar el puente transitable entre los límites y el infinito. Aún no tengo conciencia de la total impotencia del hombre. La expresión formal que arroja el uso del lenguaje empata en sentido con su referencia e incluso le impone el sentido --según se ha podido ver--, pero es una certeza que la representación no es lo representado sino simultáneamente una mediación y una negación que se supera a sí misma y guía acaso, orientada a la verdad, hacia la cosa en-sí misma para-sí mismo 75. El sujeto de Pizarnik sufre este quehacer como una profunda 75

Brevemente diremos que la “cosa en sí” es localizada por Lacan en la mirada ajena que refleja la propia. De ahí podemos interpretar que en la mirada devuelta también está figurada la dialéctica del reconocimiento que desarrollará la identidad. El en-sí se sitúa en el Yo que mira al otro (quien siempre se le sustrae) para-sí. «[…] la mirada que yo encuentro “es, no una mirada vista, sino una mirada imaginada por mí en el campo del Otro.” No es la Otra mirada como tal, sino la manera en que me “involucra (mi mirada), la manera en que el sujeto se mira a sí mismo afectado en cuanto a su deseo». Zîzêk (2003).

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carencia y una nostalgia propagada por una fantasía: el objeto ideal perdido. Por eso su afán sólo encuentra fugacidades sospechosas que lo ubican en el cambio perpetuo que no deja fijar nada. Sin alcanzar a apreciar el valor formal, la invisibilidad sobrante se yergue ahora como una amenaza que lo aleja de todo sentido al presentarle todos a la vez. De acuerdo con esto, el sujeto del poema también ilustra al individuo actual que ya no consigue ponerse al día nunca. Urgido de claridad, este individuo es preso de la angustia debida a la imposibilidad de ponderarse vía la palabra y prefiere, en un intento de mitigar su pesar, devorar antes que verse excluido 76. Tania Pleitez Vela hace hincapié en la asidua mención que hace Pizarnik, en sus diarios, sobre la angustia, y en general sobre la carencia que, en consecuencia, adopta: “he descubierto que cuando no estoy angustiada, no soy” [afirma Pizarnik]. También habla de su vieja carencia, sus miedos, su tristeza primitiva: “una herida inmemorial anterior a la palabra”. Se llama a sí misma la abandonada, la huérfana, la inadaptada. ¿Por qué tanto pesimismo y tristeza? La respuesta la da la misma Alejandra: su profundo desgarro frente a la elección de aceptar o rechazar al mundo. En términos generales se observa que el mismo sistema que repliega a la obra de arte autónoma dentro de sí misma elevando su costo, debido a que guarda aparentemente al espíritu inconmensurable, para eclipsar su poder y maniatarla, también doblega al individuo animalizándolo. El arte es, entonces, susceptible de anularse con el precio y con la idea de misterio inaccesible, asignaciones que no impiden, sin embargo, la reproducción masiva

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Angustia y sufrimiento son equivalentes, su experiencia -–dice Heidegger (1974: 54)-- revela simultáneamente la nada y el ser remitiéndose el uno al otro y descubriendo su complementariedad mutua. Gadamer (1994: 126), evocando a Heidegger, nos recuerda luego que el sufrimiento prevalece en el ser del hombre: “Nos condolemos en el sentido de que no se trata de una gradual extinción del dolor, sino de un consciente soportarlo, de suerte que el dolor no se marcha sin dejar huella, sino que determina, duradera e irrevocablemente nuestro propio ser”. Adorno (2003b) también se ha ocupado de este asunto luego de la posguerra reclamando al arte su deber de no olvidar para convenir con una ética acorde al sentir humano.

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que cumple en el polo opuesto frivolizándolo 77. La ideología moderna que aquí opera deontológicamente se procura a costa del poder de significación individual y cuando pervierte las conciencias crea un desfase ético entre lo que es y lo que puede ser: o ya todo está dicho o lo que se pueda decir es ya inexpresable, --ambas determinaciones indican el cierre del futuro (“y nada es promesa”, expresa Pizarnik en ENEM)--. Se crea la ilusión de que las capacidades del lenguaje, sumadas a las posibilidades del individuo, cuando no están ya definidas, están destruidas. En “Mendiga voz” (Pizarnik, 2001: 206) los residuos de ese sofocamiento son auténticas alegorías para un sujeto cuyo anhelo cumple el doble papel de resistencia y derrota: Y aún me atrevo a amar el sonido de la luz en una hora muerta, el color del tiempo en un muro abandonado. En mi mirada lo he perdido todo. Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay. Una multiplicidad de breves determinaciones que obstruyen la experiencia concreta es el tejido del presente actual, y al individuo abrumado de esa modernidad se le oculta la forma y se le atiborra de significados 78. Persuadido de que todo tiene una solución y un resultado preciso, el mismo individuo es inducido a olvidar su preocupación y su sueño más inmediatos, antes de verse burlado, y cae invariablemente en la irresponsabilidad de una negligencia trágica. El resentimiento y desgracia del sujeto de Pizarnik se originan ahí 77

Dentro de los dos polos que Benjamin (1989) identifica en la obra de arte, como el valor ritual y el de exhibición, declara del primero que “prácticamente exige que la obra de arte sea mantenida en lo oculto”. Cuando el arte toma un lugar en el aparador, el valor sagrado que podía tener muda su apariencia para entrar a competir con el resto de las mercancías. Su nuevo valor no estará más al alcance de nadie, de esta manera responderá a la exhibición sin control. Esta actitud llegará a interpretar al arte “como un medio para lograr algo que quizá sólo se pueda alcanzar cuando se abandona el arte”, declarará Susan Sontag (1985: 14). 78 En este sentido es posible evocar la tendencia al pastiche en detrimento de la parodia que Jameson (1988: 174) observa: “como si, por alguna razón, hoy fuésemos incapaces de concentrarnos en nuestro propio presente […] incapaces de conseguir representaciones estéticas de nuestra experiencia actual”. Sociedad que se vislumbra, por lo tanto, incapaz de enfrentarse al tiempo y la historia. Condenados a buscar el pasado histórico en nuestros propias imágenes fabricadas acerca del pasado que siempre está muy lejos.

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donde no le es posible ya narrar (en el sentido de ofrecer y recibir un saber), porque si toda necesidad ha sido cubierta entonces todo deseo debe ser falso. La invisibilidad --o el exceso-- que alguna vez proyectara la potencia individual, para el enriquecimiento de la vida, es opacada y usurpada por otra que la niega, que ahora crea necesidades a partir de capacidades que primero ha podido disminuir. El principal producto del sistema oficial en turno es así la oposición de ethos frente a kratos, o bien: la fricción resultante del deseo utópico de bienestar humano enfrententado al poder del estado, manifiesta en una falsa igualdad que puebla de banalidades la vida –y la fetichizaaniquilando los signos y los símbolos que siempre han tenido a su cargo orientar a los hombres. Una vez implantada la indecisión, la voluntad parece destinada a desvanecerse. Pizarnik expresa esta confusión, en la que nada parece diferenciarse, en el poema “Formas” (199): no sé si pájaro o jaula mano asesina o joven muerta entre cirios o amazona jadeando en la gran garganta oscura o silenciosa pero tal vez oral como una fuente tal vez juglar o princesa en la torre más alta En este poema, y en la obra de Pizarnik en general, surge visiblemente el sujeto de la expectativa que no confía más en la forma dada, instituida por el principio de identidad que gobierna la representación, sino en aquella que está siempre por venir. Pero si la realidad que Pizarnik quiere aprehender es la experiencia de lo que se fuga y permanece oculto, paradójica resulta entonces la tarea paralela de mantener la custodia de la diferencia y la prórroga del excedente total, del absoluto --el horror de la neutralidad donde nada se produciría--. En términos de Adorno (1992: 16-19), el ajuste de la diferencia necesaria, 126

donde sobreviviría la alteridad, es sostener la posibilidad de una reconciliación no-integral de la multiplicidad dentro de una forma que, al proyectarse irrealizable, es también negativa. En síntesis, el deseo de experimentar la otredad nos deja sólo en la experiencia de su imposibilidad, pero advierte la fragilidad de un sujeto que se construye sólo a condición del otro. […] an overcoming of antagonisms that is neither integrative nor totalizing, is not governed by a principle of identity, does not negate the alterity, but saves difference in its multiplicity rather than in its conflictual binarity. The reconciliation of which he [Adorno] dreams ‘would release the nonidentical […] it would open the road to the multiplicity of different things and strip dialectics of its power over them. Reconcilement would be the thought of the many as no longer inimical, a thought that is anathema to subjective reason’. (Weller, 2006: 3) La apropiación 79 de las cosas llega a ser el ideal que atrapa el flujo mismo de la vida, dentro de una estructura de relaciones mutuas, semejante a una ausencia y un silencio frente a los que la comunicación puede detenerse pero no la comprensión. En la poesía de Pizarnik se consagra el deseo de ordenar la variabilidad y la diversidad por medio de un texto que pone en juego la circularidad del lenguaje para que irrumpa la posibilidad de lo desconocido. A punto siempre de decir algo, el lenguaje encuentra su reflejo como otro; pero este proceso, cuyo término puede ser también el silencio turbador de la nada, es la forma misma del devenir: por un lado, el pulso mismo de un receptor que siempre busca aplazar el final inevitable, porque si no hay latencia lo que hay es muerte; y, por otro lado, el control de esa latencia, es decir, el control del otro. De un lado advertimos el peligro del caos y de otro surge el valor de la forma. El ideal por lo tanto figura un equilibrio de lo mismo con lo otro que armonice el sentido.

79

Pensemos también la apropiación como una dialéctica de posesión y desposesión de experiencia en términos de Ricoeur (1995: 55-7).

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El interés en el texto y en el significante es así el interés en la individualidad dentro de la diversidad; en la diversidad por encima de la totalización. Y si la forma como tal es un consenso entonces lo que prevalece es un estado formativo perenne; es esto lo que se resguarda para favorecer una forma inclusiva donde todo lo que viene llega por virtud del otro. Lo que acaece es el devenir y lo que se revela es el sujeto que proyecta. De esta manera, la negatividad que se edifica no sólo afirma la diversidad de la forma sino la necesaria inclusión del otro para evitar la muerte. Toda reiteración vendría a ser, por lo tanto --a cambio de una simple ambigüedad--, un progreso de la forma y del Yo deviniendo una y otra vez, abierto a la posibilidad de llegar a ser en tanto es. El siguiente poema es un ejemplo claro de esa constante mutación en que la certeza es momentánea y la diferencia lo esencial: dice que no sabe del miedo de la muerte del amor dice que tiene miedo de la muerte del amor dice que el amor es muerte es miedo dice que la muerte es miedo es amor dice que no sabe Árbol de Diana: 20 (122)

2.

Consistencia de la Forma

Una vez que hemos meditado en la necesidad elocuente que expresa la poesía de Alejandra Pizarnik, vayamos un poco más allá en el análisis conceptual planteado al inicio del capítulo para esclarecer la consecución de alguna verdad a través del trabajo formal. La forma, entendida como la percepción que regula la relación hombre-mundo, actúa como principio diferenciador ante el sujeto que intuye su sentido invariante. Su naturaleza ideal excluye la subordinación entre sus intérpretes y procreadores, por lo tanto el control mutuo debería ser equitativo y dinámico, lo contrario --y esto es lo usual-128

acarrearía envilecimiento y violencia. Ahora bien, el dominio del ser humano reposa en la abstracción que el mundo desplaza continuamente. La representación está bajo mi cuidado, lo representado es la verdad intuida lejos de toda razón: es lo en-sí hegeliano. Si la forma reconocida indica alguna certeza conservada a través del tiempo, esto nos lleva al hecho primigenio y fundamental de que la forma es un depósito de conocimiento y simultáneamente un mecanismo mnemotécnico imprescindible para la comunicación. Se instaura así un centro móvil que progresa pancrónicamente, como lo esclarece Lotman (2000b: 157-161). Cuando la certeza es recuperada del pasado en el significado, se inscribe dentro de un espacio-tiempo determinado que marcará su valor como una actualización proyectándola al futuro. Esto significa que la verdad reaparecida siempre es nueva y su movimiento reforma el sentido de las cosas; se confirma que el pasado permanece activo en la memoria potencialmente. Pero cuando la forma se presenta pura, tan sólo con la presunción de significar algo, entonces lo que se tiene es una lengua muerta cuya verdad se ha perdido (ésta es la idea que nos evocaría la obra de Beckett, por ejemplo: la pérdida del centro y la caída en la posibilidad infinita). La forma puede ser una reminiscencia pero adquiere su más alto valor como símbolo 80, la verdad que transporta se incorpora en el sentido y el significado es lo que queda de ella. El significado manifiesto del símbolo apunta a una verdad de interés vital, se transforma en un contexto dado y lo transforma también --al propio contexto-- debido a su carácter metafísico; pero no olvidemos que su adecuación (su aproximación a lo real) se consuma dentro de un amplio espacio de poder expresivo fácilmente manipulable. La

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Siguiendo a Lotman (2000c: 145) se puede argumentar que si el arte, como memoria creativa, muestra la esencialidad de la forma, y si de ello se muestra su carácter pancrónico, entonces el símbolo viene a ser su mayor potencia de realización. “El símbolo nunca pertenece a un solo corte sincrónico de la cultura”, apunta Lotman y añade que su potencia de sentido supera cualquiera de sus realizaciones.

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capacidad simbólica del lenguaje de las palabras, en particular, lo eleva sobre otros porque ellas se crean directamente del ser del hombre. El hombre habla esencialmente, las palabras son un atributo suyo y a través de ellas se construye como el ser-ahí. De acuerdo a MerleauPonty (1964a: 89-98), la palabra recupera la verdad de las cosas como si fueran ellas mismas --las cosas-- partes del ser humano; esto es, las palabras no son un simple sustituto de las cosas como muchas veces Pizarnik las interpretó 81. Pero si se considera el ir más allá de esta adecuación (a un nivel de éxtasis antes de cualquier dislocación de sus elementos) el hecho otorgaría a la palabra proporciones de fe, su calidad simbólica adquiere entonces tintes místicos para los que Pizarnik resultaría una agnóstica que fracasa en la indecisión. Todo esto reviste la resistencia de Pizarnik a contemplar la forma en el lenguaje y por eso se repliega a un significado que la sustente; sólo así parecería verla pero su idea no encuentra arquetipo dejándola en un agónico descentramiento dentro de una palabra muda, saturada de sorda invisibilidad. El poema “Los pequeños cantos: III” (381) es así una infinita persecución de equilibrio que finaliza en lo intangible: el centro de un poema es otro poema el centro del centro es la ausencia en el centro de la ausencia mi sombra es el centro del centro del poema

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Es posible decir, incluso, que la palabra (la literatura), en su cualidad puramente simbólica, sustituye a la persona si de hecho aceptamos que ella (la persona) representa el símbolo por antonomasia. La sustitución queda demostrada en los casos inquietantes de pérdida de identidad de la ficción literaria. Un “no-sujeto que no es nada”, dice Ricoeur (1996b: 138-172), equivale a la casilla vacía; -es decir, su naturaleza simbólica queda expuesta como la pura exterioridad del lenguaje. Este sujeto, que es todo y nada, yace como una envoltura vacía aunque determinada. Símbolo que es una presencia ausente.

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En este punto, la preferencia que hace Pizarnik por la pintura 82 quizá se deba a un relajamiento de su propensión a ofrecer la cosa misma en el poema; la pintura le provee, como sea, de una forma más justa y transforma su responsabilidad. Responsabilidad de idear que se corresponde con la de crearse a sí mismo con espontaneidad. En el siguiente poema el sueño llega a ser ese espacio, semejante al pictórico, que desata al lenguaje y permite la libre configuración, aquella en que la representación y lo representado se asimilan y originan el uno al otro sin que ninguno tenga precedencia sobre el otro (ver notas supra 64 e infra 108). Asimismo, no obviemos el valor alegórico del viento a sí misma llegado, que en la poesía de Pizarnik es constante, como el medio donde ella, único pájaro, tristemente levanta el vuelo: Escucho resonar el agua que cae en mi sueño. Las palabras caen como el agua yo caigo. Dibujo en mis ojos la forma de mis ojos, nado en mis aguas, me digo en mis silencios. Toda la noche espero que mi lenguaje logre configurarme. Y pienso en el viento que viene a mí, permanece en mí. Toda la noche he caminado bajo la lluvia desconocida. A mí me han dado un silencio pleno de formas y visiones (dices). Y corres desolada como el único pájaro en el viento. (“L’obscurite des eaux”: 285) El duplicado de la pintura satisface porque sólo aparentemente reduce su interrogante; parece gozar de un amplio margen de decisión pues no exige elegir algo particular sin elegir todo, aunque esta libertad decae cuando es necesaria una interpretación y finalmente se termine haciendo uso de la palabra. La significatividad de la imagen 82

En 1955 Pizarnik ingresa a estudiar pintura con Juan Battle Planas. Su preferencia por Paul Klee y Hyeronimus Bosch apoyan este análisis. En una entrevista de 1972 con Moia, Pizarnik (2002a: 314) expresa: “Me gusta pintar porque en la pintura encuentro la oportunidad de aludir en silencio a las imágenes de las sombras interiores. Además, me atrae la falta de mitomanía del lenguaje de la pintura. Trabajar con las palabras o, más específicamente, buscar mis palabras, implica una tensión que no existe al pintar”. Y luego agrega: “En cuanto a la inspiración, creo en ella ortodoxamente, lo que no me impide, sino todo lo contrario, concentrarme mucho tiempo en un solo poema. Y lo hago de una manera que recuerda, tal vez, el gesto de los artistas plásticos: adhiero la hoja de papel a un muro y la contemplo; cambio palabras, suprimo versos. A veces, al suprimir una palabra, imagino otra en su lugar, pero sin saber aun su nombre. Entonces, a la espera de la deseada, hago en su vacio un dibujo que la alude. Y este dibujo es como un llamado ritual. (Agrego que mi afición al silencio me lleva a unir en espíritu la poesía con la pintura; de allí que donde otros dirían instante privilegiado yo hable de espacio privilegiado)”. (Cfr. Pizarnik, 1990).

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pictórica no sólo conjura el sentido desbocado sino lo armoniza: la realidad que representa está ahí para fugarse a ser algo más sin perjuicio directo para la obra o el receptor (en el caso extremo de abstracción absurda --a diferencia del lenguaje-- su carácter concreto y exterior concilia dicho efecto); la representación se desprende de su modelo --no lo elimina-- y su autonomía consiste en procurar nuevos sentidos a quienes simultáneamente sostiene con más elocuencia. La pintura afirma la voluntad sin la responsabilidad apremiante de elección que conllevan las palabras. Revela mi derecho a callar o patenta el valor de mi silencio cuando distingue la intuición de su representación sin conflicto. La imagen de la pintura, además, manifiesta y valida la lógica del sentir individual dentro de un silencio que no equivale a una ausencia de comprensión. Al final, lo que parece un compromiso atenuado del sí mismo es en realidad una responsabilidad más justa de sí apoyada en la certeza de la propia materialidad. Toda forma actuaría así en mayor o menor grado. Por otro lado, veamos que la pintura enfatiza el fenómeno de duplicación que Merleau-Ponty señalara: todo lo visible tiene un par invisible que neutraliza o determina al pasado en tanto lo renueva. Niega la mera convención (contenido tácito) y establece el valor simbólico eminente de las cosas (la forma). No sólo queda manifiesto así el uso directo y el sígnico de las cosas, es plausible --en el uso sígnico-- que su entendimiento más allá de lo visible estalla, como si el pasado inmediato se borrara para dejar una ensoñación. La imagen visual, no obstante, más que la palabra, tiende a suspenderse en una especie de anacronía que reverbera en un presente pleno que dice lo que ya no es o, más gravemente, que todo ha sido ya (el hecho mortuorio). Estas reflexiones dan fondo al siguiente comentario de Pizarnik:

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Ahora bien: sucede que yo no siento mediante un lenguaje conceptual o poético sino con imágenes visuales acompañadas de unas pocas palabras sueltas. O sea que escribir, en mi caso, es traducir. (Diarios, 2003: 331 ) El sujeto del poema de Pizarnik aspira a vivir aquella ensoñación de la imagen visual que la palabra le niega precisamente, porque cuando confunde lo ideal con lo real, y sitúa uno encima de otro, queda excluido del presente común cuya perspectiva asume la palabra en su calidad simbólica. Pierde el uso de la palabra cuando pierde de vista la distancia inmanente entre la praxis y la teoría. La naturaleza reflexiva de la palabra lo enfrenta cada vez, y simultáneamente, a su alteridad; y cuando se interrumpe su ilusión reaparece la obsesión que le impide ver en lo formal la autenticidad de un Yo que se autoregenera. Ahora podemos decir que la atención en la forma es productora de ilusión o que al menos despierta sus potencias, esta ilusión transforma todo interés en creación autónoma al esquivar, o suspender, la necesidad de decidir 83. En tanto dura, el proceso no sostiene una indecisión ni una ausencia de decisión, él mismo es una elección continua por la producción formal. Lo que sale a relucir aquí es la poiesis que desarrolla la forma y convierte el estilo. En tanto se desprende de “su” preocupación por la palabra plena, cuando interrumpe el propio interés, el sujeto de Pizarnik puede experimentar la palabra en su cualidad netamente exterior, lo que equivale a decir que se experimenta a sí mismo. Esta experiencia también equivale a la que provee el arte de acuerdo a Sontag (2005: 48): 83

Malignamente existe un terreno donde la decisión prolongada (o suspendida) no aminora la dificultad que aparece cuando los contornos de nuestras opciones se pierden y lo que oscuramente germina, en lugar de la ilusión, es la culpa. La atención que prodigamos a los objetos puede ser también dual: una pasiva e inocua, como puede ser cualquier entretenimiento que nos permite una emoción más o menos controlable y aquella llena de peligro que primero se transforma en obsesión y luego en fantasía irrealizable. Una tercera clase, sin embargo, la advertimos en algunos de los productos del arte moderno que nos dejan con la mirada fija en el trámite de la comprensión. La poesía que persigue el silencio como su absoluto no intenta en principio reclamar la atención, le da la espalda a la conversación en el afán de devolverle al lenguaje su valor ritual para que manifieste su Verdad (experiencia del ser del lenguaje). El efecto que produce esta poesía, sin embargo, se asemeja a algo que continuamente se va desvaneciendo. Y lo que se desvanece es la subjetividad y la posibilidad del contacto. Lo que perseveraría entonces es el discurso, la obra; pero su hondura misma, que reactiva al sujeto en su relación con el mundo, corre el peligro aún de quedarse sólo de su lado, cerrada en sí misma. (Ver Sontag, 1985).

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su rasgo distintivo [de las obras de arte] consiste en que no dan lugar a un conocimiento conceptual […] sino a algo parecido a una emoción, un fenómeno de compromiso, el juicio en un estado de esclavitud o cautiverio. Decir esto es decir que el conocimiento que adquirimos a través del arte es experiencia de la forma o estilo de conocer algo mejor que conocimiento de algo (como un hecho o un juicio moral) en sí mismo. Tenemos entonces que, dentro de la poiesis, la elección del sujeto es una elección por la forma, eligiéndose también a sí mismo en el sentido que expresara Sartre 84. En “Cuarto solo” (193), Pizarnik sugiere y convoca hacia ese momento de atención visual en el que descubrimos implícita la necesidad de una cierta actitud y disponibilidad en el receptor: Si te atreves a sorprender la verdad de esta vieja pared; y sus fisuras, desgarraduras, formando rostros, esfinges, manos, clepsidras, seguramente vendrá una presencia para tu sed, probablemente partirá esta ausencia que te bebe. Ahora bien, el retrato y la pintura denominada “abstracta” son ejemplares para mostrar las peculiaridades del lenguaje pictórico que aquí importan e ilustrar cómo se estrecha su relación con la poesía, la de Pizarnik en particular. Si las leyes de la perspectiva que registraba el paisaje tradicional y la visión de las cosas se confirmaban mutuamente revelándonos alguna verdad gratificante, la presentación del rostro deja ante una claridad pasmosa que fácilmente se vuelve hostil. No en vano Lévinas (2006) ha igualado el rostro con la nada insufrible. El retrato muestra altamente la dinámica adscrita a la pintura, --es decir, el nivel simbólico que detenta queda expuesto de manera que sólo desde lo invisible puede describirse lo visible; sólo desde la metáfora se alcanza a expresar la visión de lo

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Cfr. Sartre (1999). Tal vez no sea una arbitrariedad recordar, ahora que aludimos a la Forma, que «Jakobson afirmó que los estudios literarios, si realmente aspiraban a convertirse en ciencia “debían reconocer el procedimiento como su ‘personaje’ único”». Pascual Buxó (1978).

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mirado porque “lo visible no es más que una encarnación simbólica de lo invisible”, dice Lotman (2000d: 29) y agrega: Esto dicta el principio mismo de la encarnación poética de la pintura como penetración en la esfera de lo imposible. Pero, al mismo tiempo, precisamente lo indefinido y lo imposible resultan lo que más exactamente corresponde a lo que es visible y estático por su naturaleza. La pintura abstracta, por otro lado, ensancha la elocuencia invisible que antes tuvo el retrato. Su ley formal evoca el devenir puro que esquiva el presente y que, siguiendo a Deleuze (2005b: 8), “no soporta la separación ni la distinción entre el antes y el después”; su esencia es la paradoja que afirma simultáneamente todo sentido pero que primordialmente privilegia la inclusión. Siguiendo este camino, la poesía de Pizarnik se comporta más cercanamente al retrato pero en el caso de “La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa” y “Los perturbados entre lilas” (últimos textos de la poeta fechados entre 1971-72) --más allá de las profanaciones que logra contra el sistema oficial (ver Dalmaroni (2004), Rodriguez Francia (2003b) & Venti, (2007b))-- las pretensiones lingüísticas y la alta intertextualidad manejada ya rondan la figuración abstracta 85 como podemos ver abajo: En tanto su pico deterioraba una tortilla de verdurita, papita y mole, disparo —bang, bang y pum pum— al divino cojete con un trabuco trabado en Pernambuco por un oso que le comió el ossobuco (Pizarnik, 1982: 145) Lo abigarrado de la lluvia habla loro. Empolla al viento que estalla con granos en los ojos. Los dobles párpados del sol se levantan y bajan sobre la vida. Las patas de los pájaros sobre el cuadrado del cielo son lo que yo antes llamaba las estrellas (Pizarnik, 2002: 39, 40)

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Siguiendo a Patricia Venti: “Nos encontramos pues, ante una estructura fragmentaria y discontinua compleja e intrincada, carente de ilación sintáctica siempre desprovista de lógica objetiva, donde el componente autointertextual desempeña una función primordial. Esa es su victoria: al final, habrá desembocado en una comunicación autónoma, frente a la cual el receptor virtual desaparece, dejando al emisor, una vez más, solo con su interior.”

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En este respecto, Adorno (2003b: 408) ha entrevisto oportunamente la ley formal del “abstraccionismo” como “el reflejo de la abstracción de la ley por la que objetivamente se rige la sociedad”. Esta ley intrincada coloca al individuo dentro de una libertad ambigua que secretamente lo aísla y lo trastorna en el momento de necesidad negándole por su naturaleza --al distorsionarla-- toda petición. Una doble violencia --según Benjamin (1995)-se erige en el origen de esa ley: una que la funda y otra que la conserva. Por lo tanto, observemos cómo el abstraccionismo, en el esfuerzo por mitigarla, también representa la funesta invisibilidad de la ley o los caóticos mecanismos por los cuales gobierna, que también la vuelven incuestionable. De ahí que Pizarnik (1982: 102, 2002d) se exprese impotente ante la posibilidad que vislumbra y sólo atine a parodiarla en un intento por debilitarla: SEG: Todo, hasta el tango me da la razón. Pero ¿para qué me sirve tanta razón? CAR: (recitando) Amputada de sí misma y de esa clara razón sin la cual somos apenas maniquíes, apenas bestezuelas. SEG: Qué tango poleolítico. CAR: Lo trajeron los hermanos Pinzón, o Cabeza de Vaca, o tal vez Cabello y Mesa junto con López y Planes SEG: ¿Quiénes son López y Planes? CAR: Los trillizos que hicieron el himno nacional. En sentido opuesto, el asunto de lo abstracto también coloca al perceptor ante una invisibilidad dinámica que puede absolver de un mundo de meras disyuntivas. De acuerdo a Merleau-Ponty (1985a: 57-8), lo invisible es puesto de relieve en la pintura abstracta interesada en la línea misma que actúa 86 y Klee es su ejemplo 87. La línea surgirá como

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“Figurativa o no figurativa, en todo caso la línea no es más imitación de las cosas, ni cosa ella misma. Es cierto desequilibrio dispuesto en la indiferencia del papel blanco, cierto horadamiento practicado en el en sí, cierto vacío constituyente […] La línea ya no es, como en la geometría clásica, la aparición de un ser en el vacío del fondo: es restricción, segregación, modulación de una espacialidad previa, como en las geometrías modernas […] Como ellas, la pintura ha creado la línea latente, se ha dado un movimiento sin desplazamiento, por vibración o irradiación.”

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desequilibrio, latencia y restricción en el papel; otro tanto hará la palabra cuando acceda en el espacio del existir puro --en lo así llamado “en-sí” en que se distingue la indiferencia plena y la revela luego vacío constituyente al tiempo que convierte la señal en signo--. La línea como el lenguaje --en su carácter significante-- ahora son indicios del porvenir y su aparición formal constituye el advenimiento de las cosas dentro de la diferencia. Concebida así, la aparición del lenguaje ilustra de otra manera la visión que tenía Husserl de la conciencia. La intencionalidad es ya el hecho mismo de un existir indisolublemente ligado a su existente, o lo que Lévinas llama hipóstasis. Este momento de transparencia formal marca el movimiento mismo de la vida como una supervivencia arrancada no a la apatía, sino al caos natural. A través del lenguaje el sujeto del poema de Pizarnik instaura el germen de una identidad que buscará mantener dentro de la continuidad y pese al avance de la homogeneidad oficial. El poema siguiente, “[…] del silencio: II”, muestra esa irrupción del Yo que rompe la monotonía pero no sin cierta dosis --advierte-- de permanente daño colateral: No hay quien pinte con colores verdes. Todo es anaranjado. Si soy algo soy violencia. Los colores rayan el silencio y crean animales deteriorados. Luego alguien intentará escribir un poema. Y será mediante las formas, los colores, el desamor, la lucidez (no continúo porque no quiero asustar a los niños). (Pizarnik, 2001: 358) La relación formal que descubre la originalidad mutua entre conciencia y mundo es el devenir del individuo que persiste siendo para llegar a ser, proceso reflejado en el

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Vale la pena recordar a Klee (citado por De Michelli (1992: 109): “¿Cómo el artista llega a menudo a una “deformación” a primera vista arbitraria de las naturales formas fenoménicas? Él no atribuye a estas naturales formas fenoménicas el significado que se impone a los realistas que ejercen la crítica. Él no se siente ligado a estas realidades de esa misma manera, porque no ve en lo definido de tales formas la esencia del proceso natural de la creación. En efecto, le interesan bastante más las fuerzas formativas de esas mismas formas”

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lenguaje adscrito a un perpetuo querer decir, entre la voz como mero sonido y el significado que suscita el intercambio de la palabra. El poema 33 de Árbol de Diana (135) es una derrota del deseo cumplido que sirve, sin embargo, para mostrar, mediante la paradoja, que lo que se nombra “devenir” es tal sólo porque el sujeto está ilimitadamente cubierto de deseo: “Alguna vez / alguna vez tal vez / me iré sin quedarme / me iré como quien se va”. El tratamiento preponderante de la línea es entonces equiparable al interés por el texto, y el significante mismo, en un intento de obviar no sólo nuestra dependencia del lenguaje y de la ficción que éste produce (de la forma en general y del orden instituido, inciertos en su variabilidad y en su capacidad para coordinar las relaciones humanas) sino de obviar la naturaleza de la existencia consciente. Dentro de su indeterminación --o a causa de ello--, la conciencia labora desde lo informe lo invisible para sí misma y para el otro; lo que a la vez, al atraernos, nos sustrae y nos evoca, cuando no el ofuscamiento de la doble infinitud pascaliana, la amenaza de la finitud encerrada en el cuerpo propio que hace del existir lo intransferible 88. Lo invisible se erige como una persistencia que en el horizonte llega a ser el il y a concebido por Lévinas (1993: 84) 89; luego, hay en ese tipo de obra --la de Pizarnik-- un murmullo entrópico que sostiene a las cosas y las conduce de nuevo hacia ese orden, y es el lenguaje el lugar donde se dirime la lucha contra el supremo equilibrio de lo ininteligible que supondría el fin inevitable. En el intento de evitar su 88

Cuando Lévinas (1993: 80,81) afirma que la Soledad es una categoría del ser señala también la experiencia individual intransferible: “[…] yo no soy el Otro. Soy en soledad. Por ello, el ser en mí, el hecho de que yo exista, mi existir, constituye el elemento absolutamente intransitivo, algo sin intencionalidad, sin relación. Los seres pueden intercambiarse todo menos el existir […] El existir rechaza toda relación”. Paradójicamente, las razones de Lévinas, que nos sumen en el aislamiento, son las mismas que permiten a uno ponerse en el lugar del otro. 89 “¿Cómo aproximarnos a este existir sin existente? Imaginemos el retorno a la nada de todas las cosas, seres y personas. ¿Nos encontramos entonces con la pura nada? Tras la destrucción imaginaria de todas las cosas no queda ninguna cosa, sino solo el hecho de que hay. La ausencia de todas las cosas se convierte en una suerte de presencia: como el lugar en el que todo se ha hundido, como una atmósfera densa, plenitud del vacío o murmullo del silencio. Tras la destrucción de las cosas y los seres, queda el «campo de fuerzas» del existir impersonal. Algo que no es ni sujeto ni sustantivo. El hecho de existir que se impone cuando ya no hay nada. Es un hecho anónimo: no hay nadie ni nada que albergue en sí esa existencia”.

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pérdida fatal, manifestando una férrea convicción muy próxima a la locura, el sujeto que propone la poesía de Pizarnik es ejemplar cuando expresa esta conciencia en crisis que se sume en sí 90. El lenguaje --así refuncionalizado, arrancado al principio de identidad irrevocable, para promover la escucha y la reciprocidad sujeto/objeto-- se convierte en una resistencia contra lo desconocido y la indiferenciabilidad. Que la determinación sólo sea posible momentáneamente ilustra la eficacia del lenguaje para volver a sí mismo, una y otra vez, y plantear la realidad cambiante multiplicidad de veces; pero cuando se quiere prescindir del significado, y no se prescinde sino sólo de un uso del lenguaje --en particular, la razón de aquel que no contempla el movimiento pendular de un mundo que tiende al caos--, lo que se busca es describir la apariencia misma de aquello que siempre está por delante del sujeto, aquello en lo que siempre está deviniendo. La obra de Pizarnik marca, por lo tanto, un momento expresivo del papel del lenguaje como revelación de la persona. Muestra cómo la palabra implica un cuerpo, aun cuando pueda faltarle una identidad, que pre-existe a la metafísica y persiste al término de ella. Por un lado, se manifiesta que el lenguaje (todo sistema), contrariamente a alguna supuesta naturaleza teleológica, supone primero el aplazamiento de la ruina --del fin total— y luego, quizás, promueve una ética con respecto al otro donde asumiría crucialmente una alteridad irreductible y una diferencia necesaria para que todo siga siendo como es, --es decir, un movimiento--; por otro lado, propone la legitimidad de lo informe como calidad

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Siguiendo a Buber y a Pascal, Llansó (1984: 126) describe la conciencia de crisis como el pensar del hombre sobre el hombre: “Tener conciencia de crisis quiere decir penetrar en el sí-mismo profundamente y descubrir su mismidad; hallar en esa mismidad el desgarro, la noche, el abismo, la nada, y a través de ese encuentro llegar hasta el ser, revelar el ser y persistir, in-sistir en él. Lo que llega a ser, trata de persistir, pero al querer ser más se desgarra en sí mismo en ese ansia de ser más, de acrecentar, de crecer. La vida no puede permanecer en sí. La esencia de la vida consiste en querer, en acrecentar, en volverse sobre sí en el supremo esfuerzo de volver a sí”.

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propia de la vida y de un sujeto arrojado siempre hacia el futuro, hacia su más genuina posibilidad.

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CAPÍTULO VI La distancia ambigua del sujeto de la poesía de Pizarnik

Una vez establecida la alienación del Yo del poema, dilucidar su originalidad es una tarea necesaria para nuestro análisis. El problema de la distancia, entre el orden del discurso y el de la vida, que en la poesía de Alejandra Pizarnik se desvanece cuando la subjetividad del poema se confunde con la propia de la autora, suscitando una nueva transformación de la paradoja antes anotada --capítulos I y III--, será tratado aquí para comprender la misma naturaleza paradójica desde donde se construye la poesía de Pizarnik. Estudios de Gadamer apoyan este momento.

Prosiguiendo, pues, intentemos aclarar otro aspecto de suma relevancia para la interpretación del texto de Pizarnik. ¿Por qué parece que Pizarnik duda de, o deja de percibir, la función trascendental del otro? Alejandra Pizarnik es ambigua en la distancia que toma de su poesía. Para meditar este asunto debemos primero considerar la intención que nos ofrece a través de sus textos. La intención de su poesía es muy cercana a la del relato bíblico que quiere entregarnos su verdad como poco más que una verdad histórica para alcanzar su realización --el fin para el cual se ha escrito- en la práctica de su doctrina. Las narraciones bíblicas buscan abarcar la totalidad de la esfera humana. Su pretensión de verdad es tiránica en el afán de someter la vida y sus accidentes a su revelación imponiéndole un destino. No sólo ha prescrito el pasado inmemorial sino que orienta el presente valiéndose del anhelo de interpretación arraigado en el individuo. Incluso la 141

profecía es su deseo de dominar lo incognoscible, rompiendo así el marco de la historiografía 91. Muy cercana también al ámbito jurídico, Pizarnik limita la amplitud de su fantasía creadora para que su contenido sea lo más preciso posible y sin embargo su propia naturaleza le asigna un amplio trasfondo que reclama interpretación, dispensándola así este hecho de un despotismo severo 92. Su producción pretende mucho más la verdad que el realismo 93. No es casual que Pizarnik se sintiera, cuando sentía que podía escribir, más apta para la poesía e incluso imposibilitada para novelar: Convencerse de la importancia secundaria del argumento. Lo esencial son los trozos de caracteres […] No sé escribir una novela pero siento que me falta el instrumento necesario: conocimiento del idioma […] Hojeando las novelas policiales se me ocurre preguntar cómo es posible escribir tanto sin decir “dolor”, “vida” o “angustia”. (Diarios: 2003: 26-28) Advirtamos también que, como se puede corroborar a través de sus diarios, la necesidad de autodescubrimiento convierte su discurso en una confesión prolongada que evolucionará en el énfasis formal donde sus aspiraciones de verdad, traducidas en deseos de

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“En ellas [en las narraciones bíblicas] se encarnan la doctrina y la promesa, fundidas indisolublemente a los relatos, y precisamente por eso, tales relatos, velados y con trasfondo, albergan un doble sentido oculto […] La doctrina y el anhelo de interpretación se encuentran íntimamente unidos a la materialidad del relato, el cual es mucho más que mera «realidad» y está perpetuamente en riesgo de perder su propia realidad”. (Auerbach, 1996: 20-1). 92 La interpretación asignada a un texto literario como observa Gadamer (1998: 337-341) posee una estructura dialogal que se entiende como una “comprensión deformada”. En otro análisis del asunto aclara: “El estrecho parentesco que unía en su origen a la hermenéutica filológica con la jurídica y la teológica reposaba sobre el reconocimiento de la aplicación como momento integrante de toda comprensión. Tanto para la hermenéutica jurídica como para la teológica es constitutiva la tensión que existe entre el texto -de la ley o la revelaciónpor una parte, y el sentido que alcanza su aplicación al momento concreto de la interpretación, en el juicio o en la predicación, por la otra. Una ley no pide ser entendida históricamente sino que la interpretación debe concretarla en su validez jurídica. Del mismo modo el texto de un mensaje religioso no desea ser comprendido como un mero documento histórico sino de manera que pueda ejercer su efecto redentor. En ambos casos esto implica que si el texto, ley o mensaje de salvación, ha de ser entendido adecuadamente, esto es, de acuerdo con las pretensiones que él mismo mantiene, debe ser comprendido en cada momento y en cada situación concreta de una manera nueva y distinta. Comprender es siempre también aplicar”. (Gadamer, 1993b: 387). 93 El narrador bíblico, dice Auerbach (19), perseguía “ante todo, no al realismo, que, cuando lo conseguía, sólo era un medio y no un fin, sino a la verdad”. La intención del relato bíblico, continua: “no es el encanto sensorial, y si a pesar de ello producen vigorosos efectos plásticos, es porque los sucesos éticos, religiosos, íntimos que les interesan se concretan en materializaciones sensibles de la vida. Pero la intención religiosa determina una exigencia absoluta de verdad histórica”.

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entendimiento del mundo, se transformarán en una obsesión de verdad metafísica que no sólo la conducirá a una paulatina fragmentación, también evocará la presencia de un poder que parecería vigilarla y persuadirla ahora --contrario a su declaración previa-- hacia un orden esencial que integraría su Yo disperso y que sólo la continuidad podría ofrecerle: “El fin de este diario es ilusorio: hallar una continuidad» (232), anota en 1962; y al año siguiente: “Esas notas han de corroborar mi continuidad y mi obediencia” (314). De otra manera, su necesidad de unidad la expresa en el anhelo de un libro donde pudiera residir: Debiera trabajar en una sola prosa larga: cuento o novela o poema en prosa. Un libro como una casa donde entrar a calentarme, a protegerme. Tal vez me hace daño escribir este diario pues me proporciona la fantasía de una falsa facilidad literaria. (Septiembre de 1962: 275) un libro como una casa, implica una verdadera planificación y además laboriosidad y paciencia. (Julio de 1969: 480) Al igual que el narrador bíblico, Pizarnik debe tener por cierto lo que dice, necesariamente, para que su poesía pueda ser posible según su deseo. Esta no es una regla para la poesía en general pero debe cumplirse, excepcionalmente en el caso de Pizarnik, teniendo en mientes su conflicto poético --sus Diarios constatan este hecho—, porque nunca fue hacer apoteosis su principal objetivo; si no fuera así, su poesía caería en el sinsentido o su sentido sería el de una alucinación (como finalmente parecería ser). Notemos también que cuando la poeta se distancia de su obra --asumiendo, como ella, que el lenguaje ostenta una falla-- no asegura la imposibilidad de la comunicación y tampoco la del poema. Lo que puede entenderse, en cambio, es semejante a lo que resulta de la paradoja de Epiménides 94: el Yo que busca la verdad mediante el poema halla su imposibilidad y afirma una falla al interior del lenguaje. Si esto es cierto su afirmación debe

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La paradoja del cretense Epiménides afirma; “Todos los cretenses son unos mentirosos”. Foucault (2004) la retoma para demostrar que especialmente el discurso literario se halla sin hablante cuando en el momento de su realización concibe el pensamiento del afuera.

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ser falsa y al menos una vez se supera lo imposible. El poema, de esta manera, puede realizarse (de hecho lo hace) pese a la contradicción sembrada en ella (en todo individuo) y, especularmente, en el Yo de su poema. Pizarnik, además, parece apreciar suficientemente la diferencia entre el orden del discurso, amparado en su necesidad estructural que suscita luego la idea de destino, y el de la vida, adscrito a la ley de la contingencia (por eso quizás insiste en el significado preciso). En esta diferencia también reside, siguiendo a Gadamer (1993b), la tensión entre las funciones cognitiva y normativa de la interpretación que se manifiesta como una falla (la que Pizarnik prescribe) ante la dificultad de precisar dialógicamente un orden ético. Casi siempre trabajo mis poemas a larga distancia. Me importa mucho el rol de la noción de distancia en la compleja relación autor-poema. Pero distancia, en lengua argentina, suele equivaler a frialdad. Ignoro el sentido de este término y agrego que necesito más inspiración (o como quiera llamarse) para trabajar un poema que para alumbrarlo (verbo más adecuado a la segunda etapa, la del trabajo, que no conviene llamar trabajo por su connotación utilitaria). No sé qué otro término podría emplearse pero yo hablaría de intento de curación o de reparación del poema, lo cual no tiene relación alguna con el acto aplicado y escolar de corregir cuartillas con fines de perfección externa de eso que llaman forma. 95 Sin embargo, es evidente, en la declaración, la dificultad de Pizarnik para ajustar los términos a su deseo. Veamos entonces que todo lo anteriormente señalado se desequilibra cuando Pizarnik desvanece la distancia y se asume dentro del problema que plantea su poesía. Al adjudicarse la falla, la comprensión que parecía tener sobre la relación sujeto/lenguaje se transforma sumiéndola en una paradoja irresoluble. Queda a la vista, en el mejor de los casos, lo que Blanchot (1994: 3) recupera de Artaud: el “impoder” esencial

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“Dos palabras para un reportaje”: Entrevista hecha por Alberto Lagunas (1988): “Entrevisté a Alejandra Pizarnik inmediatamente después de que ella ganara el primer premio en el concurso a la producción literaria de 1965 por "Los trabajos y las noches", organizado por la Municipalidad de Buenos Aires. Este reportaje fue publicado en 1966 en un diario de Rosario de escaso tiraje, ya desaparecido. Tanto las preguntas como las respuestas fueron hechas por escrito, de manera que la palabra de la poeta se presenta sin ninguna alteración”.

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del pensamiento y, no obstante, “punto en el cual pensar es ya, siempre, no poder pensar”. Foucault (ver Derrida, 1989: 234) descubre esta insuficiencia como una “imposibilidad de esencia y de derecho”, estado en el que luego Derrida (242) localiza la más genuina irresponsabilidad: “fuerza de vacío […] que me sustrae aquello mismo que deja llegar a mí y que yo creo poder decir en mi nombre” […] la irresponsabilidad como potencia y origen de la palabra”. Derrida además, superlativamente, registra al impoder como inspiración. Mientras que en el peor de los casos, para Pizarnik, su alucinación será una alienación que queda expresada en el poema ENEM, verso 50: “No puedo más de no poder más” 96. Si Pizarnik es juez y parte se revoca todo derecho y el poema --la verdad-- sólo es posible liquidando al Yo, insistente y persistente, en el horizonte donde se funden el discurso crítico del poeta y el clínico del alienado. La distancia ambigua que ella toma frente a su poesía también altera el interés y el entendimiento que posee de la forma y, con ello, de la alteridad. El poema “Una traición mística” (1992: 168-171) pone de relieve, muy claramente en el epígrafe que le asigna, el papel difuso y conflictivo que tiene lo otro para ella: “He ahí el idiota que recibía cartas del extranjero” es un verso de Eluard 97. El idiota es la doble deformación de un sujeto porque, en el poema de Eluard, proviene de un estado alterado. Tanto si es idiota debido a las cartas como si no lo es, Pizarnik lo incluye para ilustrar la anomalía que sufre su relación con el otro, presentificado sólo a través de un texto y lejos ya de ser una realidad concreta. La ausencia que continuará creciendo, debido a su peculiar modo de ser, se vuelve insufrible también debido al exceso de sentido que una y otra vez ve derramándose. Al final, la verdad que añora Pizarnik se le revela deformada en su existencia, tristemente separada de la vida, inaccesible o invisible. Estos pocos 96

“Lo importante de la inminencia de la muerte es que, a partir de cierto momento, ya no podemos poder. Es exactamente ahí donde el sujeto pierde su dominio de sujeto”. (Lévinas, 1993: 115). 97 El poema de Eluard es “A medianoche”. Ver supra nota 10.

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argumentos justifican en algo el uso indistinto de “Pizarnik” o “el sujeto de Pizarnik” para referirse siempre no a la persona física (qué podemos asegurar sobre ella salvo lo estrictamente comprobable), sino al discurso global que ella construye y sustenta, ya sea en la poesía o cualquier declaración hecha en los Diarios, la Correspondencia o en entrevistas donde alude a su poesía. En otro sentido, aunque por momentos Alejandra Pizarnik parece distinguir claramente la distancia de sí que se ha mencionado en este análisis, a propósito de su conveniencia para la formación de estilo y la anuencia simultánea del otro, su esfuerzo, no obstante, se inclina más a mostrar que el ámbito del discurso poético (objeto) no es el ámbito de la persona (sujeto). Esta distinción la manifiesta Gadamer (1998: 334, 335) cuando distingue formas de habla --a las que llama antitextos-- que se resisten a ser textualizadas “porque en ellas la situación dialogal es dominante”. Cuando en abril 11 de 1961 declara en su diario (200): “La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura”, Pizarnik acentúa esa discontinuidad, que no acepta pero que ayuda a establecer, porque tampoco parece ya entenderla: “Estos poetas, y unos pocos más, tienen en común el haber anulado --o querido anular-- la distancia que la sociedad obliga a establecer entre la poesía y la vida” 98. Su Correspondencia y sus Diarios sirven para dejar establecida esta diferencia entre el ser del discurso y el ser de la persona que ella se obsesiona en desvanecer como muestra el poema “El deseo de la palabra” (2001: 269): En la cima de la alegría he declarado acerca de una música jamás oída. ¿Y qué? Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.

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Afirmación que hace Pizarnik (2002b: 269), entre otros poetas, sobre Hölderlin y Artaud.

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Significativamente, por las razones ya expuestas, la subjetividad de su Poema quedará al margen del poema producido, llegando a consolidarse sólo como su tema infinito sobre el fracaso. Ahora bien, la dificultad del asunto, como se mencionó, radica en que la autora no toma ciertamente una distancia adecuada de su poesía para que pueda referirla con autonomía, debido esto a que el ámbito en que se desarrolla la poesía y aquél en que lo hace la persona se sobreponen haciendo inútil distinguir a uno de otro. Para verificar e ilustrar mejor esta afirmación pensemos que la poeta es intérprete de una cierta realidad que se resiste a entrar en una expectativa de sentido. El asunto se problematiza cuando dicha realidad supera y rompe el marco de entendimiento tácito provisto por/para la praxis y asumido en el lenguaje. Si en un principio el papel del poeta es ser mediador entre dos realidades contrapuestas (Pizarnik se asumía como traductora), éste se coarta cuando el elemento extraño que impide la inteligibilidad, y la comprensión mutua, se vuelve insuperable, es el caso de asumirse dentro del problema como ella lo hace. “Los poseídos entre lilas: III, IV” (295-6) describe esta situación: Voces, rumores, sombras, cantos de ahogados: no sé si son signos o una tortura. Alguien demora en el jardín el paso del tiempo. Y las criaturas del otoño abandonadas al silencio. Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo, pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto. Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera. Entretanto ¿puedo decir hasta qué punto estoy en contra? Este es el tema de Alejandra Pizarnik, adoptado por/para ella misma, que la precipita en el ser del lenguaje. Pero cuando ella paulatinamente lo culpa a éste del fracaso de su poema, y por tanto de la comunicación, ha olvidado el funcionamiento de su mecanismo; deja de percibir la distancia frente a las partes que intenta relacionar y olvida

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que su papel es intentar “equilibrar entre sí el derecho y los límites de las dos partes” 99. El error la encalla en la superstición de un lenguaje insuficiente que automáticamente la deshabilita porque ella misma ostenta y sustenta la realidad (el mal) que intenta despejar; la naturaleza del lenguaje no puede ser para ella nunca una virtud sino su defecto insalvable. Irremediablemente, el lenguaje es el universo de formación de la identidad de Pizarnik (de todo individuo) y del sujeto de su poema, a quien inscribe desarrollando el poema especularmente. El poema de esta manera se realizaría sólo en el infinito a costa del sujeto, porque sólo en ese confín se funden el discurso del poeta y el discurso del alienado que ha dejado de comprender el azar donde se inserta la vida. Que al hablar de su poesía se implique a sí misma como su protagonista ineluctable la envuelve en su peculiar paradoja, como si no se pudiese escribirla de otra manera que padeciendo, más que sólo admitiendo, el drama que allí se relata, la hostilidad allí insuperable adscrita a la relación sujeto/ lenguaje. Pizarnik misma deja entrever esta creencia como carencia cuando se refiere a Artaud y a Van Gogh: “Toda aproximación a ellos sólo es real si implica los temibles caminos de la pureza, de la lucidez, del sufrimiento, de la paciencia…”, (2002b: 273). Así, ella escribe el poema que habla de ella hablando (o escribiendo) del poema que habla de ella hablando…ad infinitum. Su poesía es, de esta manera, excepcional porque es prueba de sí misma: la que da cuenta de la falla es también la que sufre la falla, ¿o qué caso tendría si su autora, que persigue no una ilusión sino la verdad, no fuera afectada e infectada por el lenguaje, tal como lo testifica su poesía misma? Más aún, demuestra con cada poema una

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Gadamer (1998: 338) enfatiza la especificidad interpretativa del texto literario que jamás fija su expresión. Si comúnmente el texto desaparece en su comprensión, la literatura son “textos que no desaparecen, sino que se ofrecen a la comprensión con una pretensión normativa y preceden a toda posible lectura nueva del texto”. La literatura no intenta cerrar el sentido sino abrirlo, no trata tanto lo que es sino lo que puede ser, esa es su normatividad. No empuja hacia un destino determinado sino hacia alguna verdad mítica. Cada lectura la realiza y en esta regresión a sí, aunque respeta el contenido, eleva la forma que hace visible al lenguaje mismo.

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distancia ambigua --que es también una resistencia-- frente a su alienación, que la posibilita de ahondar en su fractura para enseguida volver al disparate. La poesía de Pizarnik puede leerse entonces como una confesión prolongada que busca conjurar el miedo que la acecha, miedo a la locura según el poema 6 de Árbol de Diana (2001: 108): “ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe”. La gravedad y el peligro ocurren cuando ya no se distingue si su afán corresponde en efecto a la búsqueda de la verdad o a la alucinación manifiesta por la confusión que hace de ambos ámbitos --sujeto/objeto--, perdiendo de vista sus límites: “No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una trampa, un escenario más” (“Piedra fundamental”: 264). El conflicto moral de Pizarnik fragmenta su discurso que, no obstante, se recupera dentro de una vindicación histórica autorizada por la palabra poética realizada. El Yo del poema tiende a paralizarse en su recurrente reiteración, en tanto el poema mismo, al progresar, muestra la evolución --como quiera que sea-- de esa personalidad, semejante a la desarrollada por los personajes bíblicos que acusan su individualidad bajo el peso de una conciencia moral insoslayable. Su crisis se puede aterrizar en el tipo de inclusión (o exclusión) que hace del otro: es menos una precomprensión elemental, y por eso descuidada, que una necesidad básica y, sin embargo, malentendida que absorbe al otro cosificándolo dentro de un deber de verdad distorsionado: “Y yo sola con mis voces, y tú, tanto estás del otro lado que te confundo conmigo”, pronuncia en “Endechas” (288). Muy concentrada, naturalmente, en su propio interés --en su propia crisis-- deja de observar el papel del otro, y aun así el poema florece en la desaparición simbólica de su autora y de su subjetividad lírica mostrando que él (el poema) es fundamentalmente una relación dialógica. Debe quedar claro que el discurso poético de Alejandra Pizarnik aquí examinado --que no contempla sólo su poesía-- no es la persona 149

Alejandra Pizarnik que tuvo un domicilio --una biografía--, tampoco es una ficción plena ni una realidad plena sino una combinación de ambas. Más exactamente, el sujeto “real” que correspondería al discurso es un constructo que resulta, en este caso, de los textos de Pizarnik confrontados al orden filosófico legitimado por la realidad actual. Aunque parece trivial afirmarlo, de hecho es esta incomprensión (incomprensión de ella) la que funda su alteridad como una amenaza. Sirvan las siguientes declaraciones de Pizarnik para sostener este punto. En octubre de 1966 dice en su diario (344): “Hablar de sí en un libro es transformarse en palabras, en lenguaje. Decir yo es anonadarse, volverse un pronombre algo que está fuera de mí”. Luego haría una afirmación también típica de la teoría posmoderna que discute la naturaleza textual y en específico de la autobiográfica, en ese sentido en que al interior del lenguaje, dentro de su actividad creadora, el sujeto “desaparece”, al ser de continuo objetualizado como condición para que se pueda expresar lo otro, en una suerte de alegoría manifiesta en la paradójica libertad sospechosa de un Yo absorbido --aunque ahora protegido del yugo que le implica el propio lenguaje-- en esa dinámica lingüística que lo reconfigura, lo anima y lo aleja cada vez más de sí: […] me oculto del lenguaje dentro del lenguaje. Cuando algo --incluso la nada tiene un nombre, parece menos hostil. Sin embargo, existe en mí una sospecha de que lo esencial es indecible […] Es cierto; busco que el poema se escriba como quiera escribirse […] Trabajé arduamente en esos poemas y debo decir que al configurarlos me configuré yo, y cambié. Tenía dentro de mí un ideal de poema y logré realizarlo. Sé que no me parezco a nadie (esto es una fatalidad). Ese libro me dio la felicidad de encontrar la libertad en la escritura. Fui libre, fui dueña de hacerme una forma como yo quería. (Pizarnik, 2002a: 313-4)

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CAPÍTULO VII Esquizofrenia poética

Cómo actúa la naturaleza esquizofrénica en el sujeto redunda en su paulatina desaparición. Observaremos, en lo que sigue, cómo es que ella, la esquizofrenia, asumiendo otra forma de la paradoja, y sobre todo como una de las formas supremas del ser aporético, se vislumbra como la fuerza que hace avanzar la creación del poema. El análisis que hace Blanchot sobre Hölderlin servirá de base para tratar este asunto y finalizar así con el contenido de la segunda estrofa de ENEM, dando pie, igualmente, al contenido de la tercera que será revisada en el último capítulo.

En algún momento, en tanto fabricaba su poema, Pizarnik hubo de toparse con la imposibilidad de ir más allá. Aunque no se puede asegurar cómo surgió la alienación, el hecho es que el encuentro con la nada no pudo haberla dejado intacta. La pérdida de los límites de la representación es el síntoma de su mal; en adelante su obra girará marcadamente en torno a una confusión que madurará su más terrible malentendido. Desvanecer la diferencia entre sí y el discurso ha sido la manifestación del “error” 100 fatal que la ancla en la persistencia de una quimera. Pizarnik llega a ser aquél que describe Karl Jaspers (citado por Sontag (1985)): “Quien tiene las respuestas definitivas ya no puede 100

Este “error” es semejante al que Blanchot (1994: 3) adscribe a Artaud: «Parece como si hubiera tocado, a despecho de sí mismo y por un error patético del cual provienen sus gritos, el punto en el cual pensar es ya, siempre, no poder pensar todavía: "impoder", según su palabra, que es como esencial del pensamiento, pero que hace de éste una falta de extremo dolor, un incumplimiento que irradia en seguida a partir de ese centro y que, al consumar la sustancia física de lo que él piensa, se subdivide en todos los planos en muchas imposibilidades particulares».

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hablar al prójimo, e interrumpe la comunicación genuina en aras de aquello en lo que cree”. La enfermedad mutila al otro de su percepción y una y otra vez aparece pidiendo un imposible: nombrar lo que sólo puede señalarse, la orilla a su desaparición: “En mi mirada lo he perdido todo. / Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay” (“Mendiga voz”: 206). Pizarnik es el lado opuesto a Hölderlin en este trance; él encarna, según Blanchot (1995), la fidelidad sin mancha a la tarea que eligió. Incluso la profundidad que le abrió la experiencia de la enfermedad se doblegó para la verdad poética por la que se sacrificó. El errar estéril de Pizarnik es la migración fecunda de Hölderlin: “Ciertamente, no tiene el poder de comunicar lo incomunicable, pero en él […] la profundidad del puro devenir lo incomunicable se convierte en lo que hace posible la comunicación, y lo imposible se convierte en puro poder” (Blanchot: 474). A cambio de Pizarnik, que lucha con una voluntad resquebrajada, para preservarse y salvar únicamente su razón, Hölderlin con voluntad soberana lucha por “elevar a la forma poética […] lo que ha captado y que está más acá de toda forma antes de toda expresión, lo que Heidegger llama «la conmoción del caos que no ofrece ningún punto de apoyo ni interrupción, el poder de lo inmediato que impide toda captación directa»” (468). No en vano era el alemán quien pronunciaba fatídicamente: “en la vida extrema, la forma suprema”. Sólo en el olvido de su obsesión Pizarnik consigue cumplir con su tarea poética, esto es: Pizarnik a través de su presunto fracaso muestra que el poema no está al final de la escritura sino en el tiempo de su poiesis (no olvidemos el cuidado que pone en el trabajo de creación como antes se refirió) 101.

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Alejandra Pizarnik, fiel a la tradición que continuaba, bien hubiera podido haber dicho como Beckett (citado por Bernal (1969: 152)): “Al término de mi obra, sólo queda polvo: lo nombrable”. Ya antes de Beckett, Valéry (1961, 1982) le había dado a la poiesis un valor supremo. El libro infinito que proyectaba Mallarmé tiene también el mismo sentido.

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Hölderlin plantea la esquizofrenia como problema universal, dice Derrida (239), --es decir, la plantea como “la estructura que nos abre la verdad del hombre”. Bien entendida, esta propuesta tiene en mente un concepto de estructura cuya apariencia es deleuzeiana (Deleuze, 2005a): la estructura es el subsuelo que hace posible que las cosas sean lo que son ante nuestros ojos. Viene a ser ese existir puro que alberga el todo y del cual sólo alcanzamos una minúscula parte, viva por virtud de lo que no vemos. La presunta esquizofrenia que padece Pizarnik y la atribuida a Hölderlin arrojan certezas sobre el modo de ser de la percepción en su relación con la heterogeneidad que conforma el mundo. Aunque el carácter discriminatorio de la percepción puede ser evidente, no suele ser tan conflictivo como la indeterminación que la recubre. Ésta no se deja reducir con la incorporación excesiva de elementos porque el faltante no es un vacío que se pueda colmar. La precisión anhelada no está ni en los múltiples ajustes ni en la sobreproducción instrumental que terminan deformando la percepción. Ella contempla ese espacio de tolerancia entre las cosas como cubierto de ondas que traspasan sus límites para relacionarlas con su proximidad e integrarlas al todo. La indeterminación de la vida debida a la contingencia se alivia con el orden, esto por supuesto no indica que se la elimina. Es en el orden y en la apreciación de la forma donde aquella encuentra su lugar, donde el faltante se recupera y donde aparecen las cosas para ser ellas mismas en su relación mutua. Ahora bien, a la esquizofrenia como estructura esencial invisible le corresponde un caos visible surgido de la urgencia de reducir (aniquilar) la indeterminación adscrita al sujeto y a las cosas. “Los poseídos entre lilas: II” (Pizarnik, 2001: 294), da cuenta de esa exasperada visión: Restos. Para nosotros quedan los huesos de los animales y de los hombres. Donde una vez un muchacho y una chica hacían el amor, hay cenizas y manchas de sangre y pedacitos de uña y rizos púbicos y una vela doblegada 153

que usaron con fines oscuros y manchas de esperma sobre el lodo y cabezas de gallo y una casa derruida dibujada en la arena y trozos de papeles perfumados que fueron cartas de amor y la rota bola de vidrio de una vidente y lilas marchitas y cabezas cortadas sobre almohadas como almas impotentes entre los asfódelos y tablas resquebrajadas y zapatos viejos y vestido en el fango y gatos enfermos y ojos incrustados en una mano que se desliza hacia el silencio y manos con sortija y espuma negra que salpica a un espejo que nada refleja y niña que durmiendo asfixia a su paloma preferida y pepitas de oro negro resonantes como gitanos de duelo tocando sus violines a orillas del mar Muerto y un corazón que late para engañar y una rosa que se abre para traicionar y un niño llorando frente a un cuervo que grazna, y la inspiradora se enmascara para ejecutar una melodía que nadie entiende bajo una lluvia que calma mi mal. Nadie nos oye, por eso emitimos ruegos, pero ¡mira! el gitano más joven está decapitando con sus ojos de serrucho a la niña de la paloma. Así, en el ansia de satisfacer el deseo particular, en el horizonte de Pizarnik se genera un amontonamiento (su propia alienación) que impide la visión salvo para el desorden en que se pronuncia, como una amenaza, el silencio de lo desfigurado. Por eso habla del poema como un conjuro que cure su descompensación: “Mi oficio (también en el sueño lo ejerzo) es conjurar y exorcizar” (“Extracción de…”: 248). Y es cierto, el poema se proyecta como el orden supremo que contrarresta la impotencia radical de una vida dispersa: “La poesía es el lugar donde todo sucede. [...] Decir libertad o verdad y referir estas palabras al mundo en que vivimos o no vivimos es decir una mentira. No lo es cuando se las atribuye a la poesía: lugar donde todo es posible” (Pizarnik, 2002c: 299-301). La forma hace visible la fuga y el esparcimiento porque los contiene (en el doble sentido de alojar y detener), anuncia además la irreductibilidad de la indeterminación y su necesidad imprescindible. En el fondo, contrarresta el poder esquizofrénico. Pero la esquizofrenia como tal sólo es resultado de encontrarse frente a la visión de la Nada (o del Todo); acaso límite de máxima tensión del cuidado de sí, desde donde todavía fue posible, al menos una vez --Hölderlin lo demostró-, decir Yo, de responder o no voluntariamente a otro: “heme aquí a tu disposición”, más allá de lo cual no se puede decir que haya algo. Umbral último 154

de la intersubjetividad y momento último de responsabilidad ante lo cual acaso todavía alguno responde con su palabra apelando a lo que sea que quede, a lo que haya, --semejante al escritor frente a la hoja blanca más diminuta--. Para uno que la mira, la esquizofrenia plantea la posibilidad de vislumbrar aún alguna verdad, paradójicamente, desde la imposibilidad y sólo entrevista a través de la obra; pero en sí misma, ella es un enigma que parece refutar todo incluyendo al sujeto que la posee. No se puede decir nada de ella sino que existe encarnada y que cesa con la muerte. Ya sumida en la alienación, no de la esquizofrenia sino del que la mira entre horrorizado y esperanzado, a punto de ceder a ella, es claro porque el poema seguiría siendo un fracaso para Pizarnik cuya fe, cualquiera que esta fuera, lógicamente, iba debilitándose. La cuestión al final no sería ya “cómo podría alguien expresar el Todo” sino “cómo sobrevivir al Todo”. He aquí cómo el poema “Lamento” (2001: 306) expresa el eterno acercamiento a la indiferencia procurando esquivar las palabras, último signo, para ella, de la impotencia: Cuidado con las palabras (dijo) tienen filo te cortarán la lengua cuidado te hundirán en la cárcel cuidado no despertar a las palabras acuéstate en las arenas negras y que el mar te entierre y que los cuervos se suiciden en tus ojos cerrados cuídate no tientes a los ángeles de las vocales no atraigas frases poemas versos no tienes nada que decir nada que defender sueña sueña que no estás aquí que ya te has ido que todo ha terminado 155

No es raro entonces que Pizarnik sustituyera la desaparición simbólica con la desaparición real, hablando filosóficamente y sin que esto explique para nada su muerte. Uno de sus méritos fue desvanecer cualquier obviedad que suponga el sujeto-mundo del romanticismo, el cual sobrevive en tensión permanente merced al “error patético” (ver supra nota 100) en cuyo seno se incrusta la verdad; otro, fue que lo hizo mediante la poesía transformando en poema su mal. Pizarnik exasperó su mal hasta el límite en la creencia de que éste constituía su fuente, pero la esquizofrenia [o cualquier otro mal parecido, según mi propia apreciación], dice un Blanchot (149) que sigue a Jaspers: “no es creadora como tal” pese a que sin ella la manifestación hubiera sido otra. Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo (cf. Kafka). Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos. (Pizarnik, 2000a: 312) En las estrofas 3 y 5, que veremos enseguida en el capítulo VIII, la súplica que hace el Yo al otro se puede leer como una responsabilidad de sentido reversible donde el cuidado de sí redunda en el cuidado del otro. Marca la necesidad mutua que entraña el reconocimiento también mutuo. El yo reconoce al otro y se reconoce en él a través de la necesidad, porque la existencia propia adquiere sentido en ese momento en que tener lugar en el mundo es ser necesario para él. La autonomía está anclada en la dependencia mutua y la subjetividad es trascendentalmente intersubjetividad. Pero no sólo queda indicada esta necesidad elemental sino también el peligro latente ante la inminente supresión del exceso adscrito a la vida; el daño perpetrado apunta ya, ahora malignamente, al ente kafkiano disfrazado de buena voluntad que nos amenaza. La reacción a la invisibilidad de las relaciones humanas que procuran posibilidades viables la erige la retórica de un sistema 156

que enrarece todo desde la oscuridad. Fagocitado en los mecanismos sociales, el individuo es succionado o contaminado. Un estado previo a la locura es lo que parece consumarse.

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CAPÍTULO VIII Locura del Yo y lengua poética

Prosiguiendo el tema anterior, este último capítulo se ocupa --partiendo de la cuarta estrofa y hasta la sexta, versos 32-37, 38-39, 40-44-- de describir el lenguaje como sostén de la identidad y de cómo éste se pone en riesgo en el poema de Pizarnik. La pérdida de identidad se confunde con el Yo absoluto, --esta conciencia será examinada con resultados ambiguos teniendo a la mano principalmente El pensamiento del afuera de Foucault--. Al comprobarse la semejanza entre el lenguaje del loco y la poesía, se aclara la eficacia de esta última unida a la inclusión ineludible del otro. Tanto el lenguaje como la poesía se realizan en el presente de cada ejecución.

32. 33. 34. 35. 36. 37.

sombras recintos viscosos donde se oculta la piedra de la locura corredores negros los he recorrido todos ¡oh quédate un poco más entre nosotros!

38. 39.

mi persona está herida mi primera persona del singular

40. 41. 42. 43. 44.

escribo como quien con un cuchillo alzado en la oscuridad escribo como estoy diciendo la sinceridad absoluta continuaría siendo lo imposible ¡oh quédate un poco más entre nosotros!

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La clara referencia al momento en que la locura era tratada como amenaza cósmica se concreta en la imagen de reclusión del loco en su exclusión. Entregado a su destino de prisionero del viaje era puesto a bordo de un navío y condenado al tránsito perpetuo. El tema no puede ser raro en Pizarnik, quien en 1962 escribía con todo propósito: “explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome” (Árbol de Diana: 13, 2001: 115). Ya Foucault (1990) cuenta cómo la locura, al final de la Edad Media, resultaba a la vez fascinante en la verdad que ocultaba y temible en esa misma revelación que su irrupción hacía de la entraña diabólica del mundo. La locura entonces se cernía como una tragedia apocalíptica. Pero casi simultáneamente la relación del hombre con la locura deja de estar unida al mundo para confinarse en la soledad de su interior; al tomar forma en las “debilidades” de juicio más deplorables ameritaba alguna cirugía de extirpación en la cabeza. La escena de curación de la moral enferma ha quedado grabada en una serie de pinturas --nombradas similarmente “Extracción de la piedra de la locura”-- iniciada por el Bosco (entre 1475 y 1480) y seguida por las de Sanders van Hemessen (hacia 1550), Brueghel el viejo (hacia 1550) y Steen (“La extracción de la piedra” realizada hacia 1670). Desde entonces la historia del loco lo vincula como antagonista de la razón instituida, ya sea dentro de una alienación de orden médico que lo apresa en sí mismo y lo pone a cargo de alguien más o una de orden ético que lo excluye de la comunidad. En ambos casos la responsabilidad de sí es enjuiciada y su destitución, las más de las veces violenta, se hace necesaria. La desviación así autorizada encuentra en la animalización la verdad de la locura y su reparación: “la locura está curada ahora, puesto que está alienada en algo que no es sino su verdad”, anota Foucault (1990a: 127). La admisión de la locura, imprescindible para la sanación, era dimitir al derecho sustentado por la palabra propia y sacrificarlo en favor de una razón tutelar. La sanación, en realidad una sanción cuando no una tortura, 159

sentenciaba que el loco era el que había declinado no sólo el uso del lenguaje sino también su uso “correcto” y, de cualquier modo, si la locura era manifestación de alguna certeza, la razón oficial debía ser su custodio. Este acontecimiento señala simbólicamente la desaparición del sujeto y la supremacía del poder del Estado que prescribe que toda integridad racional sea sacrificada en favor de una calidad de la voluntad --en particular la suya--, y que todo estado de excepción es igualmente su derecho. Será hasta el siglo XX cuando este estigma sufra un cambio fundamental que vinculará a la locura con el arte y redundará en el intento de restitución del individuo social -no sin derramamiento de sangre-. Cuando la locura suspende el sentido y abre el espacio de la obra ausente anuncia la existencia de lo que es otro auténticamente. La diferencia que siempre luce más allá dentro de un silencio esotérico que para la autocracia siempre es preferible denostar. De acuerdo a Foucault, marca la relación muda donde se implican mutuamente la palabra y el lenguaje: en ella se realiza el absurdo del lenguaje al fundarse como lengua en el momento de enunciarse. Dice en su enunciado la lengua que habla. La locura es así inalienable para el sistema y atañe al arte en su carácter desvelador. Desde Freud, la locura se ha convertido en un no lenguaje, porque ha llegado a ser un lenguaje doble (lengua que no existe más que en esta palabra, palabra que no dice más que su lengua), es decir, una matriz del lenguaje que, en el sentido estricto, no dice nada. Pliegue del hablado que es una ausencia de obra (Foucault, 1990c: 153). Parece lógico ahora ubicar al sujeto del poema ENEM dentro de este contexto, pero al hacerlo Pizarnik nos ofrece una nueva ambigüedad: este sujeto, evidentemente, no parece estar sin razón aún y tampoco parece querer extirpar algo de esa “viscosidad” que transita. En el último de los casos no parece percatarse de su posible y particular alienación. Parece ser menos un perseguidor que un buscador persistente entre la ruina. Esta ambigüedad es

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paralela a la que refleja el cuadro del Bosco que tan bien conocía Alejandra Pizarnik 102; cuando recurrimos a él es inevitable cuestionarse: ¿quién es el verdadero loco, el médico que ansía con afán “la piedra de la locura” o el enfermo que la posee? ¿A cuál de estos representa el merodeador de “corredores negros” que el poema ENEM menciona? ¿De qué lado está la verdad y hacia dónde trasciende su necesidad? Máxime cuando notamos lo que parece haber entresacado el médico de la cabeza del loco: una flor. Ya Foucault (1990a: 25) ha observado, en el médico, que “toda su falsa ciencia no ha hecho apenas otra cosa que acumular sobre él las peores manías de una locura que todos pueden ver, salvo él mismo”. Agreguemos a eso que toda alienación, al ser pura mismidad, no es naturalmente autoconsciente, lo que nos deja ante un par de locos de distinto tipo. El poema ENEM entraña sin duda el viejo asunto clásico-medieval en su versión moderna. Como hemos visto ya, ilustra aquella oposición (individuo-estado) luciendo en sus extremos una nueva pareja. Por un lado, el que desea controlar: el ideólogo (desde el tirano hasta el especulador); y por otro, el que desea saber: el creador (todo aquél cuyo trabajo es emancipador). Por un lado la enfermedad y por otro la salud. ¿Dónde se localiza el ensimismado y quién es quién? Tanto el loco como el sano llegan a ser una ilusión a los ojos de la realidad. Tan ilusorios como la verdad. Por un lado el caso clínico donde ambos

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El interés de Pizarnik por las pinturas del Bosco está reflejado principalmente en el libro de título homónimo a la pintura “Extracción…”, publicado en 1968, y en otro libro aparecido en 1971, El infierno musical. El título de este último texto hace referencia a la tercera parte del tríptico El jardín de las delicias, cuadro del artista flamenco llamado Infierno musical por la presencia de instrumentos (gaita, arpa, laúd y órgano de manivela), algunos de los cuales son convertidos en herramientas de suplicio. Las imágenes de este pintor, que también fascinaron a los surrealistas, marcan otro signo intertextual localizado en la tradición que continuo la poeta. En la entrada de su diario del 20 de junio de 1968, Alejandra Pizarnik anotó la ficha y la descripción del cuadro La extracción de la piedra de la locura del Bosco: “La extracción de la piedra de la locura. Sobre tabla, 18.35 cm. Madrid, Museo del Prado. Presenta un círculo central e inscripción en bellísimos caracteres góticos arriba y abajo. Fechable entre 1475 y 1480. Se refiere como otras obras suyas a proverbios y dichos holandeses, a veces transformados en motivos poéticos. Una excelente bibliografía al respecto la recoge Robert L Delevoy, Bosch, Ginebra 1960…” (Diarios: 446). El poema Inminencia es otro indicio claro donde aparece, esta vez, la obra icónica del Bosco: “Y el jardín de las delicias sólo existe fuera de los jardines”.

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se confunden y por otro la memoria histórica que los distancia dándole nombre a su locura particular e iluminando su legado. Pero en tanto el tiempo los coloca en su sitio, instalados en algún presente sólo es posible afirmar que el individuo es una dinámica de mismidad e ipseidad que simultáneamente lo orilla hacia algún tipo de neurosis 103. Se ve entonces que la identidad adquirida, siempre en riesgo, resulta ser una cuestión del modo de ser perdurable entre el carácter y el mantenimiento de sí 104. Esta es la circunstancia del hombre actual que muestra el poema: el debate de la verdad se traduce en una lucha donde está en juego el poder expresivo de la palabra que sostendrá su integridad, mientras que la verdad misma acaso sólo es posible en algún futuro promisorio. Fundamentalmente el protagonista del poema ansía rescatar la subjetividad comprometida dentro de la palabra propia. Opone al individuo autónomo frente al ideólogo, pero no olvidemos que el objetivo se ha logrado sólo performativamente --a través de la forma-- y no temáticamente: El Yo del poema sufre en el margen, entre la locura y la razón, trabado en la contradicción: “nunca es eso lo que uno quiere decir”, se dice al inicio del poema ENEM. Pero es precisamente la distancia que 103

“La neurosis es un mal menor: no en relación a la «salud» sino en relación a ese «imposible» del que hablaba Bataille («La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible», etc.); pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille ‒o de otros‒ que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos mismos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir”. (Barthes, 1974: 12). Por otro lado Deleuze (1996: 14-17) dirá que “No se escribe con las propias neurosis”, estas más bien interrumpen los procesos. Y cuando enfoca la literatura la significa como delirio en el sentido de que cumple formalmente cohesionando las partes de un pueblo que falta, porque –dice- el delirio llega a ser también, en cambio de una enfermedad: “el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones”. Del mismo modo Deleuze observa cómo la literatura lleva a cabo la invención de una nueva lengua dentro de la lengua, no sin que antes exaspere radicalmente sus límites. En el último de los casos se podría decir que escribir en la neurosis es el resultado de encontrarse con ese estado saludable del delirio, o volver al absurdo “impoder” que atravesó a Hölderlin, Artaud, e incluso a Pizarnik como antes hemos visto. 104 “Al hablar de nosotros mismos, disponemos, de hecho, de dos modelos de permanencia en el tiempo que resumo en dos términos a la vez descriptivos y emblemáticos: el carácter y la palabra dada”. Identidad del mismo (idem): “El carácter, diría yo hoy, designa el conjunto de disposiciones duraderas en las que reconocemos a una persona […] la costumbre proporciona una historia al carácter; pero es una historia en la que la sedimentación tiende a recubrir y, en último término, a abolir la innovación que la ha precedido […] recubrimiento del ipse por el idem […] El carácter es verdaderamente el «qué» del «quién»”. Identidad del sí (ipse): “La palabra mantenida expresa un mantenerse a sí que no se deja inscribir, como el carácter, en la dimensión del algo en general, sino, únicamente, en la del ¿quién? […] Una cosa es la «perseveración» del carácter; otra, la perseveración de la fidelidad a la palabra dada”. (Ricoeur, 1996: 112-120).

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guarda con ambas mentalidades la que origina su carácter formal y su peculiar autonomía. En esta distancia, en la fidelidad a sí, en la que se resiste por igual a la locura y a la razón, levanta su morada. Espacio peregrino de enlazamiento entre sujeto y objeto, que precisa de todo y de nada, en el que naturalmente él mismo se irá disolviendo en tanto se aleja de sí dirigido hacia la pura exterioridad de la palabra; ahí se desarrollará la virtud propia del poema. Virtud que radica en el proceso continuo de creación de lenguaje. El medio y el fin se confundirían finalmente en el infinito donde la enunciación misma es origen creador de la palabra desprovista de todo interés que no sea ella misma, de acuerdo a cómo se había dicho antes que ocurría en el estado de locura. En esta tendencia, el poema de Pizarnik ciertamente cumple ese pensamiento del afuera, descrito por Foucault (2004), que toma lugar, paradójicamente, en la permanente desaparición del sujeto para que, lejos de toda visible determinación, se incorpore algo que acaso sólo podría señalarse como el ser-ahí que acontece. El poema “Contemplación” (366) describe el ingreso a ese margen de puro devenir: Cuando llegamos al centro de la oscuridad el bosque se abrió. Murieron las formas despavoridas de la noche y no hubo más un afuera ni un adentro. Te precipitaron, desapareciste con la máscara en la mano. Y ya nada se pareció a un corazón. Ahora bien, la entrada a esa zona de pura exterioridad supone algunas consideraciones para el sujeto poético. Primero hemos de reconocer la inevitabilidad del cuerpo para que en todo momento se suponga un sujeto que obra y que sufre. Este sujeto de la praxis es el mismo que posee también convicciones. Su desaparición ocurre dentro de una paradoja, cuando se hunde en una tarea ideal de posesión y desposesión ininterrumpida de la experiencia para dar paso a la pura manifestación del afuera como ser en el mundo sin

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pérdida de sentido 105 (momento del saber poiético). La paradoja alberga un devenir autoconsciente que es tanto como concebir desde una dialéctica trabada, hasta una locura razonable. El poema “Tangible ausencia” (1992: 166-7) de Pizarnik ejemplifica el primer estado cuyo rasgo principal es el rompimiento constante, es decir: el sujeto entra y sale de la plenitud agravando su situación: “Volver a mi viejo dolor inacabable, sin desenlace. Temía quedarme sin un imposible. Y lo hallé, claro que lo hallé”; el segundo lo sustentarían sobre todo los textos que conforman “La Bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa” 106. Cabe señalar aquél momento de paradoja como el de la realización poética en su constante devenir poema; pudiéramos decir, incluso, que aquí no hay aún poema como tal sino un continuo persistir de la palabra en sí misma que pone a la luz su modo de ser. No es el qué del poema lo que se percibe para identificarlo sino el cómo de su incesante producción. Si pensamos otra vez en la poeta como intérprete (según se observó en el capítulo VI) debemos observar que este momento poiético no es de abstracción, corresponde, contrariamente, a un acompañamiento de su revelación donde se manifiesta, siguiendo a Gadamer (1998: 343), la peculiaridad de las categorías temporales que utilizamos en relación con el arte literario y en particular con la poesía: “Se habla entonces de presencia […] de autopresentación de la palabra poética […] El lenguaje y la escritura se mantienen siempre en una referencia recíproca. No son sino que significan, incluso cuando lo significado sólo existe en la palabra manifestada”. El pensamiento del afuera empata al

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Tengamos en cuenta el fenómeno interpretativo como lo entiende Ricoeur (1995c: 83-100). La apropiación que implica este momento se da como un desplazamiento y sustitución de experiencia. 106 «“La bucanera…” es un extenso trabajo en prosa, genéricamente inclasificable. Sus ochenta páginas se componen de veintitrés fragmentos dispuestos a modo de capítulos, sin conexiones o continuidad narrativa ni argumentativa, concatenados más bien por los nombres de un grupo de personajes bastante inestables en tanto caracteres, y por la repetición (a menudo con variaciones) de algunas frases, motivos y secuencias.» Dalmaroni (2004: 81). Los personajes que ahí construye Pizarnik tienen vínculos nada despreciables con los de Beckett. Para ellos se aplicaría muy bien lo que Adorno (2003a: 294) concluye para los personajes de Fin de partida: para ellos finalmente “no significar nada se convierte en el único significado”.

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poeta con el loco en ese momento de perpetuo proceder que siempre aplaza el final de la obra. No hay obra sino espacios de acción que se suceden o innumerables situaciones dramáticas sin actores o con millares de ellos. Prorrogar o evitar la consecución final de la obra evoca ahora pertinentemente --siguiendo el influjo de la tradición que marca a Pizarnik-- el anhelo de Artaud por mantener a resguardo lo que sería lo más auténtico de sí, eso mismo que Bataille adjudicaba al gasto improductivo que el producto terminado insensibiliza: “Para guardarme, para guardar mi cuerpo y mi palabra, me hace falta retener en mí la obra” (Derrida (1989: 251) sobre Artaud). Es este uno de los sentidos propicios que sugiere el momento de la ejecución poética en el cual no importa quién habla, pues en su acontecer está la posibilidad de su verdadera trascendencia. Dado que lo imposible es permanecer en ese estado de adquisición y cambio perpetuo --como no sea volviéndose loco-- el poema de Pizarnik lo que denota es la insatisfacción de la mismidad y la fragilidad de la palabra comprometida. El margen supuesto en que acontece el todo y la nada para el sujeto constructor, que define su negatividad, es liquidado en cuanto irrumpe, vía el interés, la temporalidad, sumiéndolo en una (nueva) crisis existencial. Pizarnik ilustra este desfase, y precariedad, en que se vive la identidad. Como consecuencia se puede observar que toda praxis lleva consigo una falla que reposa en el autointerés. En contraste, el personaje del loco es el afuera imposible, la locura que significa la “nada”, que marca la pérdida de sí como un recomienzo infinito de sí. Movimiento perpetuo donde se realiza el sí auténtico como absolutamente fuera de sí mismo. Se reafirma entonces el peso ontológico-existencial al interior de la ética, y que se demora en la supervivencia. Comprobamos también que el discurso de la poesía no toma partido --él mismo es su fin--, el sujeto en el mundo sí. “Extracción de la piedra de locura” es el poema de Pizarnik (2000: 248) que testifica la meta alguna vez alcanzada, aquella de 165

plena producción, pero que sin embargo queda, al haber concluido, sólo como homenaje y motivo de dolor: Quien te hace doler te recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio. La poesía de Pizarnik es una metapoesía si establecemos que su corazón es justamente el momento poiético 107 que es a la vez el desarrollo de la techné. La autoimplicación de la poesía --como fundadora de lenguaje y de escritura-- es su gran asunto, implícito en el verso 41 que proclama el poema ENEM: “escribo como estoy diciendo”. La equivalencia que hace el verso tiene dos ámbitos. En él puede entenderse, primero, (con todo lo anteriormente visto) “escribo como hablo” –no ignoremos que la acción de decir se está llevando a cabo, está en curso--. Es decir, la equivalencia se hace primordialmente orientada hacia una cualidad humana intrínseca y luego hacia una calidad individual (el cultivo de la techné que desarrollaría el estilo explícito en la dicción poética única cada vez). Al final ambas se confundirían. El verso también especifica un presente enfrentado a su continuidad: no sólo hay algo que es en el tiempo, sino una tarea cuyos límites son su tiempo de ejecución (advirtamos que, incluso, el tiempo mismo en ese intervalo se desvanece). El instante mismo de la duración poética reconozcámoslo ahora como aquel que Bergson denominaba dureé (ver Benjamin 1972). Tenemos así que el escribir se iguala con el hablar fenoménicamente, quedando cualesquiera: “(Yo) hablo” o “(Yo) escribo” da pie a la paradoja que encierra la poesía de Pizarnik.

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Durante la poiesis se manifiesta el espacio donde el Yo tiene lugar precisamente porque es el hacer quien lo genera en el constante descentramiento de sí, de ahí el deseo de fundir el cuerpo propio con el cuerpo del poema (deseo que aparece sólo al término de la poiesis). La poiésis, no lo dejemos de lado, es el momento de la producción y se consagra como un saber. (Cfr. Jauss (1986b); Dussel (1984)).

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Siguiendo a Foucault (2004: 9), «hablo» “se refiere a un discurso que, a la vez que le ofrece un objeto, le sirve de soporte. Ahora bien, este discurso está ausente”, porque hablar siempre se dirige más allá hacia el fondo mutuo donde las cosas se relacionan. Pronunciar “hablo” tiene un carácter performativo trascendental que señala la aparición de aquél que, en efecto, está hablando. Es objeto y soporte de su palabra que remite incansablemente a sí mismo. Cuando el hablante se señala lo que se delata es su propia ausencia (su indeterminación, su fondo indecible). La solución a esta contrariedad está envuelta en el sentido de “hablo”: cuando aparece el sujeto por la palabra, lo que se percibe como una ausencia es su fundamento, es decir: la interioridad de una palabra que se oculta en el sujeto (la Voz según Agamben), misma que desaparece justamente cuando calla. Cualidad del género humano que hace brotar un discurso ausente pero que no existe ni antes ni después de ser aludido mediante el habla: hablar remite al Yo que toma la palabra y así se inscribe en el mundo. Esencialmente las implicaciones del Yo relacionado con el mundo están ausentes: “El desierto es su elemento”, dirá Foucault (2004: 10), significativamente para Pizarnik que, según muestra el poema 3 de Árbol de Diana (105), ya lo registra --a ese desierto-- desproporcionado y con un cierto grado de peligrosidad: sólo la sed el silencio ningún encuentro cuídate de mí amor mío cuídate de la silenciosa en el desierto de la viajera con el vaso vacío y de la sombra de su sombra

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El lenguaje asume aquellas implicaciones invisibles manifestando un sujeto determinado por un exceso de sentido transfigurado en vacío inmanente 108 que no colmaría el hablar perpetuo. En cambio, un hablar sin cesar correspondería al puro devenir donde se oscurecería el sentido para dar paso a la pura exterioridad del lenguaje 109, por eso en el poema ENEM, verso 42, el Yo expresará resignado: “la sinceridad absoluta continuaría siendo lo imposible”. Y sin embargo, la poesía de Pizarnik ejemplarmente sustenta la efectividad que Gadamer ha previsto en el discurso poético, que lejos de una mera actualización requiere de un oído interior porque la aprehensión del poema no está en su finalización como producto terminado, sino en el acto de ponerse hegelianamente cada sujeto como protagonista único que crea las palabras del poema como si las encontrara en el acto: “Así adquiere la palabra su autopresencia plena en el texto literario. No se limita a hacer presente lo dicho, sino que se presenta a sí misma en su realidad sonora” (Gadamer, 339). Si antes sólo se había aludido, sesgadamente, a que el acontecer del lenguaje se resolvía en el habla ahora queda establecido; el sentido del discurso es así intencional porque hay detrás de él un interlocutor que lo profiere formalmente adueñándoselo. Aclaremos esto. Dentro de la relación texto-lector, el interlocutor original sólo puede ser referido a través del texto y lo que quiso decir queda fijado en su expresión por medio de procedimientos gramaticales; el sentido se localiza tanto en la oración como en la intención 108

“Esta precesión de lo que es sobre lo que se ve y hace ver, de lo que se ve y hace ver sobre lo que es, es la visión misma”, escribía Merleau-Ponty (1985a: 65) para luego aventurar una fórmula ontológica de la pintura citando mejor a Klee: “Yo soy inapresable en la inmanencia”. La sentencia de Klee, muy lejos de la gratuidad de una simple frase, es aplicable de la misma manera para la escritura y para la de Pizarnik en particular. 109 “Hay algo raro en los actos de escribir y hablar”, sentenció Novalis en 1799. “El error ridículo y pasmoso que comete la gente consiste en creer que utiliza las palabras en relación con las cosas. Ignora la naturaleza del lenguaje, que consiste en ser su propia y única preocupación, lo cual lo convierte en un misterio muy fértil y espléndido. Cuando alguien habla por hablar, dice lo más original y veraz que puede decir”. Sólo habría que agregar a esta aclaración de Novalis que el lenguaje, cuando vincula a las cosas y al hablante, asume la vista que de las cosas tiene el hablante. Dice más del hablante que de las cosas porque aquél es su propietario y su propia preocupación. El lenguaje en sí es objeto de la semiología, pero el que refiere Novalis es aquél que estudia la semiótica y el que en este examen se ha tratado de describir: el lenguaje de la vida. (Novalis es citado por Sontag (1985: 35)).

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de significar del enunciador en turno, en el contexto de la obra y no del sujeto real a quien se le imputa 110. Ricoeur (1995a: 27) denomina a esta dinámica “autorreferencia del discurso”: La estructura interna de la oración remite de nuevo a su interlocutor por medio de procedimientos gramaticales que los lingüistas llaman “traslativos”. Los pronombres personales, por ejemplo, no tienen un significado objetivo. “Yo” no es un concepto […] Su única función es referir la oración completa al sujeto del acontecimiento verbal. Tiene un nuevo significado cada vez que se usa y cada vez que se refiere a un sujeto singular. “Yo” es aquel que al hablar se adjudica la palabra “yo”, que aparece en la oración como sujeto lógico. El texto, entonces, queda él mismo como interlocutor (pasivo y a la espera de su lector), pero no olvidemos la sonoridad --el tono-- que actualizará su sentido como acontecimiento; aunque, si bien esta particularidad es trascendental --en el sentido de que no se ciñe a una manera definitiva de ser--, está neutralizada para aquellos textos no literarios. En el caso de la literatura, y en especial de la poesía, se descubre que la autorreferencia adolece de interlocutor específico porque la unidad de sentido del discurso está rota debido a la naturaleza del estilo. El texto literario al construirse semejante a la vida erige un interlocutor cuya palabra es un movimiento creador de un autodiálogo. Cada ejecución del poema inaugura entonces aspectos de un sentido que se expande siempre, haciendo que cada intérprete sea también único. Esto quiere decir que el poema “no remite a un acto lingüístico originario, sino que prescribe por su parte todas las repeticiones y actos lingüísticos” (Gadamer: 339; cfr. Agamben: 124), su ejecución es cada vez un nuevo

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Las construcciones de un texto tienen que ver en principio sólo con sus propias estructuras. Los intereses subjetivos se suspenden en el análisis del discurso, aún cuando el tema tratado sea ideológico, porque no hay discurso que no se interese primero en sí mismo. La creación y recreación discursiva compete sólo a las estructuras del discurso y luego al interés personal. El sujeto de la praxis, que posee convicciones, desaparece momentáneamente durante la consecución y comprensión discursiva y sólo después puede quizá adjudicársele lo expresado en el texto (en el caso del autor) o alguna interpretación (en el caso del lector), una vez delimitado el tipo de texto de que se trate y las condiciones bajo las cuales aparezca. No olvidemos que un texto siempre es la lectura de alguien que al final también obra con intereses.

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acontecimiento cuyo sentido estará indisolublemente unido a su sonoridad. Por eso cuando Gadamer (343) aclara que “[e]l discurso poético sólo se hace efectivo en el acto de hablar o de leer; es decir, no existe si no es comprendido [, y que] debe compaginar en lo posible el fenómeno sonoro y la captación de sentido”, se debe entender que el sentido del poema no está ni en una impostación ni en alguna imitación poetizante, sino que está orientado a la automanifestación del lenguaje vivida dentro de “una peculiar tensión entre el sentido del discurso y la autopresentación de su figura” (340) que el poema busca interpretarse como si la palabra surgiera espontáneamente de la realidad en curso. La forma del discurso que el poema pone de relieve es por lo tanto primordialmente audible. Ahora, para terminar de disipar toda sospecha psicológica (la creencia en alguna interpretación particularmente específica) al interior del acto elocutivo que exige el poema debemos tener en mente también la naturaleza del discurso literario que lo afilia al jurídico y al teológico (ver supra nota 92). Siguiendo por este camino, el discurso poético de Pizarnik se hace primero doblemente autorreferencial debido a su asunto y luego, ya situados dentro de la inconveniencia del lenguaje que sostiene, tiende a la autorreferencia infinita donde se revela la materialidad práctica (formal) de la palabra; dicho de otra manera: la especulación infinita anula la posibilidad de decir aquél que sería el poema real. Sirva el poema XVI de “Caminos del espejo” (“Extracción de la piedra…”: III: XVI: 243) y el 14 de Árbol de Diana (116), respectivamente, para enfatizar está situación que es, para Pizarnik, de ansia e imposibilidad: Mi caída sin fin a mi caída sin fin en donde nadie me aguardó pues al mirar quién me aguardaba no vi otra cosa que a mí misma. ~ El poema que no digo, / el que no merezco. / Miedo de ser dos / camino del espejo: / alguien en mí dormido / me come y me bebe.

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En contraste podemos colocar al personaje esquizofrénico que guía directo a la expresión desnuda dejando ante la sola afirmación deíctica de que el lenguaje es algo previo al significado y más allá del mero sonido; en todo caso la pura intención de significar. En ambos se hace proclive transitar de la frase significativa a la palabra significativa y de ésta a la letra significativa. La transformación de la diferencia que sugieren al interior del devenir que figuran, en tanto se mantenga el sentido, señala, en el horizonte, el desvanecimiento de la vocalidad y la visión de la pura consonancia donde se vislumbraría lo musical. La expresión del poema remite infinitamente a sí misma fundándose como lenguaje en el preciso instante de expresión, exactamente como antes se describió que procede la locura. Que, en el proceso, el poema conciba sus propias figuras muestra que la retórica está puesta a su servicio y que no son los arreglos retóricos su distinción fundamental, estos sólo se inscriben para favorecer un sentido superior --al cual no crean por sí mismos-- y dependen de las posibilidades que tengan para combinarse; la forma del poema no depende de algún arreglo sino de su poder para significar. La esencia del poema es ser símbolo y su forma remite a él. El caso crítico de ese acontecimiento discursivo --el de la locura como un grado más alto a la esquizofrenia-- igualaría el cambio sin diferencia donde la pérdida de identidad suscita la paradoja de un lenguaje que se aleja lo más posible de sí mismo. Tuviéramos así, de acuerdo a Ricoeur (1996b: 149), una “puesta al desnudo de la ipseidad por la pérdida del soporte de la mismidad” que arroja un no-sujeto que no es nada, y en todo caso, como persistencia de una subjetividad, funcionará como una casilla vacía ante algún otro cuya vivencia de él será inexpresable. El personaje contagiado de locura es concebido en esta circunstancia extrema de la que sale proyectado como símbolo. Muy próximo a éste, el sujeto del poema de Pizarnik es aquél que todavía pelea la propiedad de su palabra y yace 171

dentro de una dialéctica sin solución. Sin embargo, que la poesía pueda progresar en la inminente pérdida del sujeto, y aun en su ausencia, muestra que su predominio yace sobre la justicia y no sobre la ley, pero también anuncia algo que no parece obvio: es en la paradoja que construye donde debería superarse la contradicción acudiendo al ser dialéctico. La dialéctica del cuidado de sí y de la despreocupación, de la ipseidad y de la mismidad, es el momento de superación alcanzado en la interrupción de la propia convicción para que ocurra el compromiso de la producción y la invención continua; pero no debe confundirse ésta con una paradoja, infranqueable para el sujeto mismo que la experimenta. Encontramos otra vez que la forma (se tendría ahora que hablar del «formar ininterrumpido» más que del «crear»), al sustentar aquél valor dialéctico, promueve el ámbito de la ética cuya función principal es la convivencia mutua donde la responsabilidad por el sí es la responsabilidad por el otro. Este es el trasfondo que consuma la apremiante solicitud “quédate un poco más entre nosotros” inscrita en el poema ENEM, versos 37 y 43; aunque la tragedia personal revive una y otra vez, porque una y otra vez aquello que salva al hombre de su obsesión del tiempo se extingue. La poesía de Pizarnik se convierte así en la experiencia de la dureé, instante supremo de plenitud, de rigurosa intuición 111. Según Benjamin (1972: 35) “una experiencia para la cual la recepción de shocks se ha convertido en una regla [por lo que de] una poesía de este tipo debería esperarse un alto grado de conciencia”. Una dureé específica para Pizarnik, que, por sus condiciones, se mina negativamente en tanto es.

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“La intuición también es el “movimiento por el que salimos de nuestra propia duración, por el que nos servimos de nuestra duración para afirmar y reconocer la existencia de otras duraciones por encima o por debajo de nosotros”. (Deleuze, 1987: 31).

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Respecto a la tarea de la literatura en su calidad puramente ontológica, Foucault (2004: 278) anuncia algo que ya se venía sospechando: sólo es posible “ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible”. Este aspecto, ilustrado por la poesía de Pizarnik, da lugar asombrosamente al solipsismo como el confín último de la realidad; o como ella misma lo dice en sus diarios, asumiéndose intercesora como antes se había asumido traductora: profundizar para remontar a la superficie: “Mi psiquismo de profundidades, de intensidades; por eso sufro al escribir. Porque quiero, por añadidura, escribir bien, y para eso debería remontar a la superficie. No ser superficial sino intercesora, lo cual implica una buena dosis de superficialidad” (Pizarnik, 2003: 448). La parte citada antes de “Caminos del espejo” muestra esa intención: Mi caída sin fin a mi caída sin fin en donde nadie me aguardó pues al mirar quién me aguardaba no vi otra cosa que a mí misma. (Pizarnik, 2001: 243) Simétricamente, la profundidad que Merleau-Ponty (ver supra nota 70) describe como la nueva dimensión de la pintura, aquélla por la cual se observa cómo se compenetran las cosas de manera que su inicio y su término se enturbian, tiene lugar también en los abismos del Yo. La palabra, como la línea, empieza por desvanecerse más acá o más allá del propio enunciante; como si al ir germinando las cosas en el poema de pronto señalaran al lenguaje inundándolo inusitadamente de sentido, para que todo sea a la vez una “localidad global” en movimiento 112. Del poema de Pizarnik se puede decir también lo que Merleau-Ponty (1985a: 52) dice de la pintura (y mucho pensaban ambos en Klee):

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La irradiación entre los objetos y el horizonte que conforman unos para iluminar otros complementa la emergencia dinámica que aquí es sugerida. El hecho de que la cosa en-sí se compone de una infinidad de perspectivas y de que el lenguaje es el único medio desde donde confrontamos la propia. (Ver Merleau-Ponty (1985b: 87-91)). Es relevante, aunque no sorprende, notar cómo Merleau-Ponty atribuye al lenguaje verbal (al signo) una fuerza mayor de adjudicación de sentido a las cosas, inversamente a cómo piensa de la pintura; en ésta el advenir de las cosas apuntará finalmente a la línea de sentido haciéndola así visible. Merleau-Ponty, claramente, piensa en un funcionamiento dialéctico de la palabra y su análisis de la pintura muestra la consecuencia de su devenir imagen pura, es decir: espacio de formación.

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finalmente no se vincula a lo de afuera entre las cosas empíricas sino a condición de ser ante todo “autofigurativo”; es espectáculo de alguna cosa siendo “espectáculo de nada”, reventando la “piel de las cosas” para mostrar cómo las cosas se hacen cosas y el mundo se hace mundo” El poema de Pizarnik se realiza así pese a su subjetividad angustiada, o más bien merced a ella y a su pronta desaparición. Opuestamente, el personaje acusado de locura es mayormente la cáscara que evoca crudamente la carne de la contingencia. Toda su negatividad --la de Pizarnik-- proviene, a la vez que la descubre, de una naturaleza paradójica. Ahora parece más claro de donde proviene la amenaza y la herida del Yo. Su deseo de verdad trastornado se corresponde a su deseo de muerte y locura; no obstante, aún desarticulado, se dirige a la figura del otro. Desalentadora o alentadoramente, el fondo humano que consta siempre de intereses, cuando vuelve, hace difícil legitimar alguna verdad; esto significa que en algún momento la fuerza de la voluntad se enarbola por encima de cualquier verdad. Más allá de que Pizarnik nos acerque a alguna certeza, nos muestra que cavar en ese punto donde parece no haber más alternativas es el riesgo necesario para intensificar la voluntad.

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CONCLUSIONES Quiero ver en vez de nombrar Alejandra Pizarnik: “Tangible ausencia” (1992: 166-7)

Que la realidad en última instancia queda a juicio del sentido de la vista es un hecho ya probado por la física moderna en un momento justo de razón crítica que ha complejizado la relación entre el intelecto y la intuición. En ciertos casos, incluso, erróneamente, disociando esa relación. Más aún, Merleau-Ponty (1985a: 47-65), el gran fenomenólogo francés que tanto nos ha marcado el camino de este análisis interpretativo, ha destacado el valor de la profundidad, hincada en la visión, que ha llevado la ilusión óptica de la pintura al plano metafísico, convirtiendo el espacio entre las cosas en espacio vital de mutua irradiación. ¿Qué podemos entender de estos dictámenes? ¿No es acaso también la profundidad la medida de las relaciones humanas desarrolladas en la invisibilidad? Ha sido precisamente el hecho de que la actitud científica y la filosófica se igualen en ese punto oscuro de complejidad, donde unos nos piden confiar en la ecuación y otros en el tropo, el que ha propiciado que giremos a ver ahí donde sólo podría quedarnos la fe como último recurso. Un salto de fe es lo que se pide, para ir del dato duro al sensible, y es eso quizá lo que se le iba escapando a Alejandra Pizarnik: la fe. El poema ENEM, el cual hemos seguido para orientar nuestras cavilaciones, es testimonio de un derrumbamiento en mucho debido a la falta de fe. El “ver” obstinado o alucinado de Pizarnik no negocia porque no confía, choca y se despedaza siempre contra el “nombrar” de una razón tutelar que ejerce sin excepción bajo el influjo ideológico en turno, que tasa, por lo tanto, en principio sujeta a la promesa del bien común, lo que es y lo que no 175

es, lo que vale y lo que no; “nombrar” fatalmente estigmatizado en el último siglo, porque en las manos equivocadas ha perdido credibilidad, no ha podido conseguir la precisión adecuada ni tampoco tener el consentimiento mayoritario. Aunque hemos de admitir ahora, sin embargo, al margen de todos los cabildeos oficiales que han podido muy bien enmarañar el entendimiento, que el funcionamiento racional de la conciencia misma muestra su incompetencia para comprender el total de fenómenos que a ella acaecen. Se vuelve evidente luego cómo el misterio, legítimo por naturaleza, alrededor de la razón de ser, alrededor de las verdades últimas, se resuelve a partir de su aparente olvido cuando la vida cotidiana nos apremia a la practicidad. Pero el misterio reaparece y, en cuanto lo hace, adoptadas las medidas más justas y agotadas las posibilidades, no hay otra cosa que la fe para poder seguir, en tanto el progreso que avanza jamás es suficiente para atenuar las miles de dudas que flotan enrareciendo el ambiente más próximo. Por otro lado, es claro ya que para la voluntad el camino siempre lo inicia el deseo y no la razón. Es el deseo lo que impide en un momento determinado razonar con limpieza y acordar mutuamente. La fuerza del deseo llega a ser inobjetable y, cuando así pasa, no hay otro antídoto para contrarrestarla que la fe. Queda en segundo plano, si lo hay, cualquier vestigio de verdad, y ante la fuerte necesidad de satisfacer el deseo queda a la vista lo que el ser humano es: en primer lugar un sujeto parcial, provisto de intereses, que por lo tanto no es inmune a las ideologías imperantes y que antes procura para sí mismo y luego para los demás --salvo que procurar para sí mismo saludablemente es primero procurar para los demás--; en segundo lugar un sujeto neurótico, gastado y debilitado pesadamente con cada nueva frustración, que se precipita en la fe como último recurso. Pero cuán saludable o cuán enfermo es posible ser es un pronóstico que se promedia cada día, como el clima por el meteorólogo, a la luz de las más recientes monstruosidades humanas. Tenemos así que lo que guía a la 176

voluntad no es necesariamente la verdad sino más certera y urgentemente el propio bienestar, el particular, el que a uno más conviene --cualquiera que éste sea--, que la voluntad de ser no siempre es una voluntad fiel a la verdad porque no siempre es del todo benigna esa voluntad. Lejos de los principales propósitos y prioridades de la humanidad suelen quedar muchas veces el bien común y la verdad. En este afán se descubre que el Yo, si no se transforma, superando sus deseos o trascendiéndolos continuamente, porque lo que siempre perdura es el deseo, corre el riesgo de caer dentro del más inescrutable y radical solipsismo que lentamente lo deformará y al fin lo objetualizará; Alejandra Pizarnik en su inminente pérdida de fe, de hecho en su fatal colapso de fe, llega a ser el caso: una volición disparatada que cuanto menos hará peligrar la salud mental y cuanto más la vida. Las últimas cuatro estrofas del poema ENEM dan cuenta de este mal. El fenómeno de la invisibilidad, que motivo el inicio de esta investigación, es el resorte desmedido que desata el mal, y en el límite de sus fuerzas al Yo desesperado no le queda más que recurrir a sus últimas reservas de fe, no le queda más que implorar: “ayúdame a escribir palabras” expresa “en esta noche en este mundo”. Sufrido críticamente bajo las condiciones y las razones ya harto mencionadas, lo invisible --o la sola y desoladora percepción de lo incomprensible-- se interpreta esta vez, quizá como última posibilidad, en función del otro como el verdadero “ahí” que prolonga la vida. No de otra manera se puede entender la necesidad del otro sino como una esperanza de mejora, es decir, como un resto de fe. La interpretación, como el orden básico inicial, surge entonces en su dimensión vital para fundamentar toda individualidad registrada, ineludiblemente, dentro de una relación hombre-mundo irreductible, en la cual percibimos ya la cuestión ética que hace del otro lo primordial, advirtiendo además que todo olvido u omisión de dicha cuestión llevaría sin excepción a la paralización del sujeto. 177

El asunto de la fe, en específico, supera la razón y sólo un sentido esencialmente humano de supervivencia nos advierte cuando empieza a degenerarse en fanatismo. Porque no hay buena ni mala fe, la falsa conciencia del fanatismo reside en un objeto que está maquinalmente mediado, consiste en el culto a ese mismo objeto maquinalmente mediado; miles de intereses, necesidades y recursos buscan justificar su existencia y permanencia a toda costa. De esta intuición era también proclive Alejandra Pizarnik, cuya conciencia de la mediación (su original preocupación del ser en el mundo surgido a través del lenguaje) a lo largo de estas meditaciones se ha intentado explicitar. En qué consiste esta carencia --puesto que para ella se trata, en términos generales, de un proceso de comunicación averiado en el corazón mismo de su ser que, en consecuencia, al irse agudizando, va restándola de un ámbito funcional con los otros y disminuyendo su fe--. O más acorde con nuestros argumentos: describir cómo deviene esa carencia lingüística, menos en el complejo particular que representaba Alejandra Pizarnik y más en aquella subjetividad alegórica surgida de su creación poética, ha sido nuestro propósito. Ahora, si de común hemos sido reiterativos a lo largo de nuestra disquisición, no ha sido únicamente con el afán de despejar lo más de los pormenores alrededor de la poesía de Pizarnik, de cuyo carácter hacer conclusiones no le es más afín que ahondar más. Siendo que, como creemos, Pizarnik pide más que nos dirijamos hacia donde ella apunta, hemos sido reiterativos porque ella misma lo es al señalar los fines que persigue la ideología que, para no variar, tampoco descansa en su afán. Y sólo para redondear agregaremos, respecto de la ideología, que, si bien el momento siguiente al éxito alcanzado por el desarrollo del pensamiento moderno es el inicio de una avalancha competitiva para apoderarse del conocimiento ulterior, debemos advertir que la razón suprema, lograda durante el siglo XX, no es ella misma la “razón hegemónica” que sacudió la historia para imponerse y disponer 178

autoritariamente sobre las voluntades; ella es, en cambio, el instrumento, del que se vale la otra, para anidar en el lenguaje el germen especulativo que paulatinamente enquistará las certidumbres.

La poesía de Alejandra Pizarnik nos ha sido así indiscernible entre quien culpa a la razón negándola y aquél que ve en ella un nuevo principio investido en la palabra del poema. Una clara ambigüedad que la distingue, significativamente, del modelo creado por la ejemplar obra de Beckett, para quien todo intento racional se convierte inmediatamente en su objeción, puesto que, en lo que a él respecta, los mecanismos de la razón ya han sido deformados. El modelo de ella ha sido también, de otro modo, el paso suspendido entre la contradicción irresoluble y la paradoja que significa el absurdo, en el centro del cual habitaría, acaso, según su fervoroso anhelo, el más prestigioso silencio. Para ambos autores, el silencio representó el último refugio capaz de condonar toda falta. Y si para la subjetividad de Pizarnik el silencio está configurado en una antigua razón auténtica, libre de usufructuarios, para el personaje de Beckett se halla en el momento que da fin a su estado de permanente indiferencia. El resto de sentido que ambos comparten, sentido postrero, finalmente se halla en el silencio como una aspiración y una posibilidad real para volver a empezar; pero mientras en Pizarnik la búsqueda de aquél todavía se inclina hacia lo que queda del significado (y aquí se halla su fe pero también su obsesión hacia algo que ha perdido sus fronteras), en Beckett el sentido operará sólo a través del significante emergido a la luz de los excesos de los verdugos de la razón. Expuesto luego este problema en función de la forma, otro aspecto de suma importancia hemos visto aclararse: en tanto Pizarnik alude sólo a ella --a la forma-- sin percatarse apenas, en su desesperación, del valor del otro ahí acuñado, Beckett la erige al asumir la ruina que representa la paradoja, 179

mostrando en ella la verdadera resistencia donde se contempla y descubre al otro como la sustancia irreductible, necesaria para que todo lo suprimido se incorpore primero como lo evitado y luego como el fundamento. El ámbito de la forma prometido por el silencio, o a la inversa: el ámbito del silencio prometido por la forma, que la poesía de Pizarnik sólo sugiere, llega a ser el lugar donde se instala lo invisible y la trascendencia hacia el otro. El afán de Pizarnik por restaurar los privilegios del lenguaje alicaído, sin embargo, le impiden ver su naturaleza formal; aun cuando quiere “ver”, su excesivo esfuerzo sólo persiste “nombrando”. Y si bien pudo entrever en la palabra el pasaje al equilibrio, los valores del lenguaje llegan a ser para ella sólo una intuición enajenada, punto crítico del hablante/escucha en donde --expresa Adorno (2003a: 293)--: “[l]as palabras suenan como recursos de urgencia porque el enmudecimiento aún no se ha conseguido del todo, como voces acompañantes de un silencio que perturban”, que la acercan a un solipsismo radical el cual, de llegar, finalmente dejaría al desnudo la forma expresiva intrascendente. Toda posible certeza culmina así para ella, cada vez, en una hermenéutica deformada, como el reflejo que proyecta un espejo cóncavo/convexo, que manipula la identidad, la niega y así la domina. Es esencial, sin embargo, mantener claro el hecho de que la intermitencia del Yo del poema no es nunca apagada totalmente y la atención excesiva que pone en el significado denota, cuando lo niega, la fuerte impresión que tiene del significante para producir el sentido y el deber de crearlo en oposición a todo aquel que quisiera imponerse. Una distinción más, que cabe hacer ahora entre el sujeto del poema de Pizarnik y el personaje desquiciado de Beckett, refiere la percepción que cada uno configura sobre el tiempo. Para el primero el sentido del tiempo aún no se ha perdido del todo --todavía desea narrar-- y aunque lo vive como una angustia también redunda en la posibilidad de una

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esperanza de revertir la fase de disolución antes de quedar inmóvil sobre el movimiento113. Para el segundo el tiempo ha dejado de tener sentido, ha caído en un presente perpetuo, en el puro devenir. En la obra de Pizarnik, la situación límite del presente, antes de ceder a la forma absoluta del devenir, se ilustra en la variedad de veces que ella alude a la sed. Ésta sed, como el amor por el saber (la conciencia de que aún hay sentido esperando y el ejercicio de creación es posible), se opone a la paradoja cuando evita que se deje de beber mientras se tiene sed, evita beber sin sed. Se opone duramente a que deje de beber mientras aún bebo. (El simbólico Funes el memorioso representaría la percepción más funesta, última destino sin retorno, de perpetuo cambio o perpetua pausa, que anuncia por un lado el valor de la forma y por otro el principio de ruina.) El texto de Pizarnik, construido en los términos descritos, confronta al lector consigo mismo cuando advierte que las cosas que existen, existen precariamente y el sentido es una continua donación de sentido que pondera la expresión formal. Lo que Pizarnik manifiesta en las declaraciones siguientes, por ejemplo, no es sólo una convicción contradictoria, hay también atisbos de una manera errada de ser y estar en el mundo; Pizarnik (2002a: 312, 313), atorada en su implacable deseo, no da tregua para que pueda operar algún cambio: Proust, al analizar los deseos, dice que los deseos no quieren analizarse sino satisfacerse, esto es: no quiero hablar del jardín, quiero verlo. Claro es que lo que digo no deja de ser pueril, pues en esta vida nunca hacemos lo que queremos. Lo cual es un motivo más para querer ver el jardín, aun si es imposible, sobre todo si es imposible. El silencio: única tentación y la más alta promesa Pero siento que el inagotable murmullo nunca cesa de manar (Que bien sé yo do mana la fuente del lenguaje errante). Por eso me atrevo a decir que no sé si el 113

Deleuze (1996: 43) comenta: “Cuando el personaje muere, como decía Murphy [personaje de Beckett], es que está empezando a moverse mentalmente. Se encuentra tan a gusto como un tapón de corcho en el océano embravecido. Ha dejado de moverse pero está en un elemento en movimiento. Hasta el presente ha desaparecido a su vez en un vacío que ya no comporta obscuridad, en un devenir que ya no comporta cambio concebible”.

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silencio existe […] Creo que, de todos, el poeta es el más extranjero. Creo que la única morada posible para el poeta es la palabra. Dentro de su neurosis, el impetuoso deseo que manifiesta Alejandra Pizarnik llega a ser para nosotros también una ambigüedad; en su estado inestable sólo atinamos a ver cómo entra y sale de la alienación sin discernir en verdad cuándo es que entra y cuándo es que sale de esa alienación. Veamos que la amplia preferencia que demuestra por el sentido de la vista, para continuar con el tópico inicial, puede señalarnos no solamente el deseo de una voluntad libre, que ofrece claridad, sino, contrariamente, una resistencia fuera de cauce, más cercana al prejuicio popular que obedece comúnmente a la necesidad de ver para creer. Dicha necesidad, que concede al tacto ser garante de la última realidad --puesto que si se puede ver, augura este adagio, existe y se puede, en resumidas cuentas, palpar--, en el fondo denota la insuficiencia convencional de uno cuya relación con el mundo se ha entorpecido ya. Su afán de concreción desea convertir todo universal en particular y la profundidad que suele alcanzar, la alcanza, no obstante, en detrimento de su integridad. Y mientras el inminente trastorno de esta subjetividad la desplaza hacia la pureza simbólica, la diferencia absoluta, a la cual se dirige el deseo de nombrarlo todo, va a finalizar en la destrucción de la propia facultad de diferenciar. Pero si bien el sujeto que plantea Pizarnik parece percatarse poco de estos inconvenientes, el tipo de visión que va suscitándose a costa del visionario es, sorprendentemente, justo la que Merleau-Ponty (60-61) nos aclara: “La visión no es cierto modo del pensamiento o presencia a sí mismo: es el modo que me es dado para estar ausente de mí mismo, asistir desde adentro a la fisión del ser, al término de la cual solamente me cierro en mí” (ver supra nota 75). Queda, sin embargo, una tensión permanente en el hablante así realizado. Porque la negatividad atribuida al ser consciente implica también eso: pese a que el lenguaje no puede hacerse cargo de la percepción total 182

--y es este el pesar de Pizarnik: sufrir magnamente lo indecible a causa de lo decible--, no hay manera de trascender la sensación y al mismo tiempo conservarla si no es a través del nombre, todo pensamiento (o modo de ser, para continuar con Merleau-Ponty) que no atraviesa el lenguaje verbal tiene como destino desaparecer, es ésta la importancia de la palabra por encima de cualquier otro medio de expresión. Cuando Pizarnik (2001: 254-6) lamenta todo lo que no ha podido nombrar con plena satisfacción, que crece con cada nuevo intento y permanece en ella como dolor, lo que está lamentando es su propia condición de ser 114, de estar sin lugar, orbitando sin un centro real: Más desde adentro: el objeto sin nombre que nace y se pulveriza en el lugar en que el silencio pesa como barras de oro y el tiempo es un viento afilado que atraviesa una grieta y es esa su sola declaración. Hablo del lugar en que se hacen los cuerpos poéticos --como una cesta llena de cadáveres de niñas. (“El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos”)

La verdad, hemos tratado de mostrar, no es algo que la voluntad pueda alcanzar, al final siempre es una fuerza de voluntad mayor imponiéndose sobre otra y sólo contadas veces la preponderancia del bien común, el bien de ambas que garantice la vida del Yo más allá de la amenaza que entraña la supervivencia. Que entre los periodos de la modernidad y la posmodernidad el sujeto ha sido inutilizado, al serle atrofiado su medio principal de expresión, es una conclusión obvia. Y cuando en la antepenúltima estrofa de ENEM (versos 45-51) Pizarnik alude a ese hecho ciertamente lo hace admitiendo haber caído ella misma

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El asunto lo resume Hamm, el personaje de Beckett (Fin de partida), cuando expresa: “¡Están ustedes sobre la tierra, no tiene remedio!”. Adorno (2003a: 306-7) muestra particularmente este hecho en una escena de Fin de partida en la que aclara la pérdida del centro. “La subjetividad misma es la culpa; el hecho sin más de ser. […] se aferra a la vida misma en cuanto causa del desastre en que se ha convertido la vida”. Lévinas (1993: 87) también argumenta este motivo para satisfacer el existir sin existente en que queda atrapado el Yo: “La noción de ser irremediablemente y sin salida constituye el absurdo fundamental del ser. El ser es el mal, no porque sea finito, sino porque carece de límites”. La escena de Malone estudiando la pintura de una circunferencia cuyo centro está fuera de ella ilustra este hecho (ver, Bernal (104-21)).

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en un terreno poblado de esterilidad, pero advierte también, y es este el punto clave, que el poder del lenguaje ha permanecido intacto y no así quienes creen poseerlo. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51.

los deterioros de las palabras deshabitando el palacio del lenguaje el conocimiento entre la piernas ¿qué hiciste del don del sexo? oh mis muertos me los comí me atraganté no puedo más de no poder más

Un monumento olvidado --“el palacio del lenguaje”--, podemos observar, queda al margen de la disputa como una infeliz Babel, símbolo de lo imposible. El sujeto de Pizarnik no es alguien que sepa lidiar con los límites propios, su atención se desvía de la obra evidenciando su calidad humana ineludible provista de interés. Muy justo parece entonces el reproche y la penitencia que lo acompañan porque ha sido abusivo en su proceder, ha cambiado el don de la creación por la reproducción indiscriminada (“re-creación” la llama, ENEM: verso 8); la pregunta: “¿qué hiciste del don del sexo?” resume la cuestión. Pero más que alguna especie de justicia, es el deseo y la culpa permanentes lo que delata su humanidad. El tamaño de su ambición, que lo liga a la muerte desde el momento mismo en que acepta resignado ser incapaz de revertir la situación, se presenta como su verdadera naturaleza: “no puedo más de no poder más”. “Aquel poema de Dylan Thomas sobre la mano que firma en el papel”, línea del poema “Palabras” (Pizarnik, 1992: 155-7) 115, alude

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El poema de Dylan Thomas (1974) que refiere Pizarnik se titula “La mano que firmó el papel derribó una ciudad”. «La mano que firmó el papel derribó una ciudad; / cinco dedos soberanos tasaron el aliento, / duplicaron el globo de los muertos y dividieron un país; / estos cinco reyes dieron la muerte a un rey. / La mano poderosa guía a un hombro vencido, / los nudillos se crispan en la tiza; / una pluma de ganso puso fin al crimen que había puesto fin a la palabra. / La mano que firmó ese pacto engendró una plaga, / y creció el hambre y vino la langosta; / grande es la mano que domina al hombre / tan sólo con un nombre borroneado. / Los cinco reyes cuentan los muertos pero no mitigan / la herida en su costra ni acarician la frente; / una mano rige la piedad como otra rige el cielo; / las manos no tienen lágrimas que derramar.»

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en forma general a la causa de esa interrupción, alude sin ambages al severo egoísmo que cesa toda producción. El sujeto de la poesía de Pizarnik reproduce así, en su obsesión, al típico embaucador, más grande o más chico, que suele ocultar su verdadero rostro y embozar las palabras, porque la alternativa pura del estilo que podría integrar una colectividad (y no sólo a una colectividad dada) pareciera no estar previsto en los planes de ese sujeto. Siempre, cuando de arrancarse el velo para mostrar “la sinceridad absoluta” se trata, es la suya la que prefiere y no la ajena. Y siempre es posible que ese rostro suyo, aún oculto, no sea lo que espera. Es posible también que encontremos algo más abominable todavía. La historia prueba que toda voluntad varada en sí misma se degrada en locura, toda fe se trueca en fanatismo y toda soberanía en tiranía. La verdad absoluta, reiteramos, no tiene sentido sino como un punto lejano que da pie a todo anhelo de voluntad y la fortalece, porque a través del estilo el hombre sólo puede conquistarse a sí mismo y no, genuinamente, a la realidad fuera de él. Cuando Paul de Man asevera, por ejemplo, que “Con toda su perversa duplicidad, el impulso poético pertenece sólo al hombre y lo marca como esencialmente humano” 116, lo aceptamos aclarando que la perversidad de aquél aparece sólo cuando existe una voluntad de conquista –a menos que la voluntad siempre sea una voluntad de conquista--, porque sólo entonces la reproducción luce espantosa, sólo entonces es posible ver en Hákim de Merv, como hace De Man, a la realidad caótica 117, ver que “todo se desliza hacia la negra licuefacción” (ENEM en sus versos 53-54).

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Paul de Man (1996: 215-222) discurre sobre el estilo cuando destaca en la obra del autor de “El hacedor” --en Borges--, un trabajo reiterado sobre este fenómeno que realiza a la obra de creación. Sin embargo confunde el estilo, como se ha comprendido en este examen, con su fin ulterior. Las obras del estilo en concreto, hemos aclarado, no son el estilo. El poema reproduce al sí momentáneamente para que el Yo sea ejercido y cultivado, sólo fracasa cuando aparece el interés. 117 El leproso personaje de Borges, despojado de la máscara que lo acompaña, representa para estas reflexiones el final irremediable de un estilista, ansioso de poseer, que en tanto comprueba lo inalcanzable de

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Alejandra Pizarnik muestra algo que también parece obvio ya: al ser humano lo distingue el deseo de poseer y esto merma el deseo de ser --salvo que el sentido de “ser” es “tener” como lo ha visto Merleau-Ponty (1985c: 191) 118--. Muestra que el ansia de ser alguien, ser por virtud del poder (del poseer) y no del ser por el saber mismo del ser, anuncia primero una voluntad negativa y luego debilita lo que se es; y mientras mayor es la fuerza de voluntad de poder ser, menor es el ser. Esto quiere decir que la identidad se opone al deseo de conseguirla y que el estilo, como progreso de la voluntad, es una actividad que no piensa en sí misma y por eso logra concebir alguna identidad. La autoconciencia del estilo radica en ser consciente de todo excepto de él mismo porque sólo existe en su práctica, y mientras ocurre nutre la conciencia y forja al individuo cuya voluntad debería ser más fuerte al término del trabajo de invención (no de reproducción). La función del poema es suscitar reiteradamente el estilo como ejercicio del Yo que quiere perseverar en sí mismo. Así, el sujeto de Pizarnik observa su fracaso en el fracaso del poema, porque al estar fuera de él --de la actividad por él representada-- sólo es capaz de mirarlo como un producto inservible que no alivia su necesidad. La actividad del poema, al sustraer de sí, aparece como el momento de cordura sólo posible a través del otro --en el momento mismo en que uno reconoce la propia autonomía en función del otro, al cual está refiriéndose, la propia necesariedad de sí en función del otro (la condición esencial de ser necesario para el mundo) que se consagra en la auténtica fundación para sí de un lugar en el mundo--. su anhelo se sumerge en una reproducción descontrolada. Recordemos que Hákim es un impostor y su medida es la reproducción. 118 Intentar significar al ser es válido, absurdo es el intento de decir lo que es. El ser no puede ser algo, siempre es algo lo que es. Todo lo que hay existe merced a una red de relaciones. Sólo así, todo lo que hay es. Haber es habitar por virtud de otros. Haber es tener lugar, en eso consiste el ser. Ser el ahí indica habitar un lugar, tener un lugar, surgir. A través del lenguaje un Yo habita el mundo, tiene lugar y funda el presente como lo que hay. A través del lenguaje un Yo es, se posee y se hace cargo de sí. No existe entonces la palabra sin hablante sólo hablantes sin palabra, es decir, hablantes cuya palabra ha perdido su valor, su razón. Nadie posee al lenguaje, sólo es posible adquirirlo infinitamente como atributo que acompaña el aprendizaje del habla y todo hombre pueda así ejercer su humanidad. Ver Wittgentein (1988: Parágrafo 50).

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Para el ejecutante de poesía ocurre algo semejante a lo del pintor: “el mundo no está más frente a él por representación: es más bien el pintor que nace en las cosas como por concentración, venido a sí mismo de lo visible” (Merleau-Ponty, 1985a: 52). El poema muestra que no es posible pensar algo sin atribuir el pensamiento a la conciencia del otro, que la realización del lenguaje implica al otro esencialmente. La invisibilidad adecuada reside en la paradoja de un discurso que abriga, fusionando, dos enunciados que se niegan entre sí pero cuya eclosión mutua suscita el sentido. El deseo de Pizarnik por el poema se reduce al sentido que adviene en el hacer de algo, en el habitar el estilo para ser el ahí que progresa y convierte la voluntad en que se manifiesta el Yo por el lenguaje. Observamos, en consecuencia, que la poesía carece de utilidad porque, como todo conocimiento, su valor es ella misma; no es una herramienta sino el acontecer sin determinaciones que sólo produce, es la acción que libera a las cosas presas en sí mismas y, en tanto ocurre, debe entenderse que lo que ocurre es un saber manifiesto en la intuición de algo que está siendo continuamente. En la última estrofa del poema ENEM volvemos a descubrir el ciego error de Pizarnik en el momento en que atribuye al poema visos utilitarios: 59. 60. 61. 62. 63. 64. 65. 66.

hablo sabiendo que no se trata de eso siempre no se trata de eso oh ayúdame a escribir el poema más prescindible el que no sirva ni para ser inservible ayúdame a escribir palabras en esta noche en este mundo

La poesía no puede ser prescindible ni inservible excepto en el fin de su actividad, en el inicio de la utilidad y el interés. Entonces aparece el producto, el poema y el fracaso. Más allá de esto, la ininteligibilidad del discurso destruye la integridad del sujeto. El poema, al mostrarse, muestra que él es una actividad y que el hombre es un ser 187

contradictorio que halla su modo de ser en la acción, que la verdad que éste pueda representar es una paradoja que surge en el puro querer-decir al interior del diálogo donde muy bien se puede decir que todos tenemos razón. Veamos también ahora que la necesidad de satisfacción y la necesidad de salvación manifiestos en el poema, experiencia de la soledad y experiencia social, son los extremos --vistos por Lévinas (1993)-- que delimitan el espacio vital del sujeto que todo el tiempo transforma su identidad en el ahondamiento de sí mismo, a punto siempre de la inmovilidad. Ahora bien, retomando una idea arriba contemplada, contrariamente a lo que puede sugerir De Man, la poesía cuando duplica no es agente de perversión sino de iluminación, ella misma no hace otra cosa que descubrir la perversión en el deseo humano de posesión. El sujeto de Pizarnik cae en el imperioso deseo de poseer que lo enferma y le desaparece los límites: no ambiciona únicamente el producto, sus valores utilitario y simbólico, sino ser el producto mismo en acto. Desea el misterio, pese a que la totalidad que busca lo deshace, e ignorando que el poema sólo existe cuando no es de nadie, en el acontecimiento de su ejecución abierta en el desinterés. No se puede tener fe siendo uno mismo el objeto de la fe puesto que todo afán mesiánico se topa frente a la naturaleza humana. Semejante al lenguaje, nadie posee al poema; sólo es posible adquirirlo infinitamente en el flujo del estilo que cumple su realización para que pueda entonces cada intérprete trascenderse a sí mismo. La siguiente reflexión de Pizarnik (1992), tomada de sus diarios, es muestra clara de la confusión moderna que representa, ejemplo también de la paradójica “estética del silencio” que describe Sontag (1985), en la cual la poesía sólo podría alcanzarse acaso cuando se la abandona o, más trágicamente, en la muerte: La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real pues ésta no existe: es literatura. (abril 15, 1961) 188

Finalmente el fenómeno que produce lo invisible se delimita como sigue. Por un lado, el mundo tal como lo conocemos no es comprensible fuera de la relación con la vida humana. Todo atributo incorporado a la naturaleza es tal porque es primero un síntoma humano; el mundo es comprendido por el hombre desde el hombre. Una habitación vacía no lo está por sí misma sino porque está deshabitada, quiere decir esto que el vacío se percibe como ausencia que enlaza al sí mismo con su otro y, en un grado más alto, como la soledad que debemos asociar a un perceptor enfrentado a una muda interrogación. La duplicación invisible --descrita por Merleau-Ponty (1985a)-- consiste en distinguir la unidad indisoluble que forma la relación hombre/mundo; en todo momento sentimos fuertemente la presencia humana detrás de las cosas para proveer de sentido y existencia al mundo. El poema “Tangible ausencia” (el mismo título lo delata) ilustra este estado de shock en que se produce lo invisible: Hemos consentido visiones y aceptado figuras presentidas según los temores y los deseos del momento […] Luz extraña a todos nosotros, algo que no se ve sino que se oye, y no quisiera decir más porque todo en mí se dice con su sombra y cada yo y cada objeto con su doble. Por otro lado, el conocimiento que puedo tener de mi semejante nunca es total. El encuentro con el otro evoca las posibilidades propias y el destino mortal compartido sin que sea admisible fijar determinaciones seguras. La memoria total que nos integra en consecuencia, el futuro vislumbrado, visto como la dimensión donde yace el infinito de posibilidades del ser, y la muerte son representantes de la nada donde se hunde la experiencia humana en solitario. Es de ahí de donde surge lo invisible, como la más grande intuición, cuando acontece el encuentro con el otro igual a mí y me percato de todo lo intransferible que significa el ser. Distinguible, entre todo esto, es la condición moral del hombre que se proyecta de su relación con el prójimo y se le revela plenamente, anclado al 189

mundo en soledad, ante la posibilidad de la nada. La soledad suprema del sí mismo que hace brotar luego una expresión limpia, es decir: un significante que se ha desprendido de su significado. Yo solo, que se mira narcisistamente, para quien todo es reflejo de sí y vive sus estados en sí: “El lenguaje es vacuo y ningún objeto parece haber sido tocado por manos humanas. Ellos son todos y yo soy yo. Mundo despoblado, palabras reflejas que sólo solas se dicen” (“Tangible ausencia”). Ante su fracaso como sujeto constituyente del mundo, el Yo enajenado en sí mismo muestra su estado crítico en la impotencia de llegar a ser idéntico a sí mismo; pero en sus intentos de duplicación --que son también una autonegación-- se define, en la soledad más radical, el deber del Yo hacia sí como un cuidado de sí para el otro. Pizarnik alude a este hecho de responsabilidad en las estrofa final del poema ENEM versos 63, 66 (“ayúdame a escribir el poema más prescindible”) aunque, sintomáticamente, parece también despreciarlo en su apetencia de sinceridad absoluta; esta necesidad la guía a señalar con más énfasis la disolución del sujeto y la angustia 119 que padece, sufridas entre los polos de una antinomia que socava pero no supera. Para ella la convivencia inmanente está rota y la soledad pura no es posible. Este extravío marca también el límite de la razón y la primera señal de la locura entendida propiamente --según Foucault (1990a: 23, 127)-- como el apego a sí mismo, donde paulatinamente el hombre se acerca a la animalidad lo mismo que a su dejar de existir 120. Y si como dice Hegel (ver Agamben, 73-82): “La muerte del animal es el devenir de la conciencia”, esto revela a un sujeto que guarda en la memoria su pasado animal, --es decir, que el sujeto se plantea como una determinación que es necesariamente sujeto-objeto. Pero cuando la animalidad 119

“La experiencia de la angustia revela la nada al tiempo en que revela al ser: ambos se remiten el uno al otro y se complementan”. Heidegger (1974: 54). 120 Cfr. Lévinas (1993: 105). El solipsismo es la estructura verdadera de la razón, dice Lévinas, lo cual es la manifestación del descenso a lo objetual: el animal encerrado en su particularidad. La tragedia del sujeto sigue siendo la imposibilidad del absoluto, esto lo deja en la contradicción.

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subordina totalmente a la conciencia o viceversa, es imposible ya distinguir entre sujeto y objeto: es completamente indiferente ser lo uno o lo otro. La incapacidad de ver (reconocer o distinguir) semejantes se plantea entonces como síntoma inminente de objetualidad (animalidad). La razón privada a la cual se aproxima el sujeto de la poesía de Pizarnik, se traduce en razón total que no encuentra su igual: está sola debido a la luz ilimitada que se abre a la intencionalidad de la conciencia. El solipsismo que aquí se vislumbra es la estructura verdadera de la razón, dice Lévinas 121, lo cual es la manifestación del descenso a lo objetual: el animal encerrado en su particularidad. La tragedia del sujeto, para Pizarnik, sigue siendo la imposibilidad de superar la contradicción y el grado de invisibilidad que esto supone rompe el marco supuesto por Merleau-Ponty, para quien el lenguaje funciona. Ésta llega a ser la condición absurda del Yo que coincide totalmente consigo mismo y permanece así paralizado. Si la ética es el momento ideal de convivencia con el otro, la moral alcanza su sentido real en la salud que nos mantiene a distancia de nosotros mismos, perseverando en mí sólo por virtud de la relación con todo lo externo a mí. Por el contrario, el enfermo es el que ha quedado sumido en la nada de sí mismo, el Yo absurdo incapaz ya de toda acción. “El entendimiento” es el poema de Pizarnik (1992) que manifiesta este hecho, en que toda certeza es indiferenciable: Empecemos por decir que Sombra había muerto. ¿Sabía Sombra que Sombra había muerto? Indudablemente. Sombra y ella fueron consocias durante años. Sombra fue su única albacea, su única amiga y la única que vistió luto por Sombra. Sombra no estaba tan terriblemente afligida por el triste suceso y el día del entierro lo solemnizó con un banquete. 121

“Al englobar el todo en su universalidad, la razón se encuentra ella misma en soledad. El solipsismo no es una abreviación ni un sofisma: es la estructura misma de la razón. Y no a causa del carácter «subjetivo» de las sensaciones que combina, sino en razón de la universalidad del conocimiento, es decir de lo ilimitado de la luz y la imposibilidad de que quede algo fuera de ella. Por ello, la razón no encuentra jamás otra razón con quien hablar. La intencionalidad de la conciencia permite distinguir al yo de las cosas, pero no hace desaparecer el solipsismo porque su elemento, la luz, nos hace dueños del mundo exterior, pero es incapaz de encontrarnos un interlocutor”. Lévinas (1993: 105).

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Sombra no borró el nombre de Sombra. La casa de comercio se conocía bajo la razón social “Sombra y Sombra”. Algunas veces los clientes nuevos llamaban Sombra a Sombra; pero Sombra atendía por ambos nombres, como si ella, Sombra, fuese en efecto Sombra, quien había muerto. Todo acto humano llega a estar, en conclusión, teñido de invisibilidad, siendo la muerte el punto máximo de invisibilidad. Lo invisible, por otro lado, significa no lo que no existe sino lo que no se ve, o sólo se “ve” por medio de la obra. Todo discurso llega a ser, luego, una interpretación sobre algún aspecto del mundo humanizado más o menos visible, cuyo grado de veracidad, al interior de una cierta comunidad, estará en función de su utilidad 122 pero también de su invisibilidad. En particular, comparado con el texto científico que admite sólo una duda razonable, el texto literario es dueño de una interpretación muy alta. El primero es susceptible de ser comprobado en la praxis suficientemente para originar la idea de progreso mientras el segundo se reduce al símbolo. No obstante, tanto el arte y la filosofía, como la ciencia, se interesan por la verdad por caminos que no son tan opuestos en realidad, su pretensión de universalidad es muy semejante porque no trabajan únicamente con lo que es evidente, sobre todo trabajan con lo que no es evidente. Sólo en parte parece cierto que el pensamiento científico vea el futuro inmediato mientras el poético se proyecte y vea, sobre todo, lo lejano, porque las expectativas que el primero genera son muy específicas respecto del segundo. Uno se basa más en lo visible, el otro más en lo invisible, uno infiere más vía lo visible el otro más vía lo invisible, uno parece deducir más el otro inducir más. Ningún discurso puede, en suma, llegar a conclusiones definitivas y la verdad histórica que se nos pueda ofrecer sólo difiere en grados de deformación o en grados 122

“Cuando Wittgenstein, retomando desde cero el estudio del lenguaje, centra su atención en los efectos de los discursos, nombra los diferentes tipos de enunciados que localiza, y por tanto, enumera algunos de los juegos de lenguaje. Significa con este último término que cada una de esas diversas categorías de enunciados debe poder ser determinada por reglas que especifiquen sus propiedades y el uso que de ellas se pueda hacer, exactamente como el juego de ajedrez se define por un grupo de reglas que determinan las propiedades de las piezas y el modo adecuado de moverlas”. (Lyotard, 1998). Cfr. Wittgenstein (1988).

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de invisibilidad. En sentido estricto el discurso siempre trata sobre prosopopeyas más o menos verificables de acuerdo, otra vez, a su utilidad y a su invisibilidad. Desde esta perspectiva, porque el discurso nunca abandona su forma de ser, es que debemos observar la obra de un autor sin olvidar incluir el aspecto invisible, ahora colocado para nosotros en una posición elemental; siendo relevante aclarar que aun cuando una obra se independiza de su creador no permanece inmune a esa única sensibilidad la cual sigue siendo su ascendente, de tal manera que la obra tenida por oficial, siempre alerta al movimiento de su precedencia, es susceptible de crecer y transformarse. La función del discurso será, pues, intentar sujetar coherentemente una realidad cuya ley es la contradicción, la contingencia y además la invisibilidad; Alejandra Pizarnik ejecuta esta tarea espléndidamente, si bien de forma negativa, según lo expresa primero Merleau-Ponty (1964a: 92): “Es esencial a lo verdadero presentarse al principio y siempre en un movimiento que descentra, distiende, solicita hacia más sentidos nuestra imagen del mundo” (ver supra nota 112). Mientras que ella dice: Siento que los signos, las palabras, insinúan, hacen alusión. Este modo complejo de sentir el lenguaje me induce a creer que el lenguaje no puede expresar la realidad; que solamente podemos hablar de lo obvio. De allí mis deseos de hacer poemas terriblemente exactos a pesar de mi surrealismo innato y de trabajar con elementos de las sombras interiores. Es esto lo que ha caracterizado a mis poemas. (Pizarnik, 2002a: 313) Rodeada de negación, negación manifiesta en toda figura de oposición pero también de repetición, en general la poesía que busca siempre expresar experiencias absolutas, como la Pizarnik, da como resultado no sólo una multiplicidad interpretativa infinita, o una ausencia de sentido significativa, sino un énfasis elocuente en el significante. El texto fragmentado que resulta incita también a su repetición constante para abstraer algo de que asirse, lo cual agiliza el efecto del signo desnudo y la preeminencia de lo invisible. Y si, 193

análogamente a lo visible, lo decible es duplicado por “lo indecible” --lo inefable animado-será por virtud del flujo de significantes que opere la apertura que lo revelará en su movimiento aparente. Es por medio del significante que se crea la nueva dimensión espacio-temporal del lenguaje para que emerja “lo inefable”. Al final, la negatividad --el cambio perpetuo-- trae consigo también un peligro. Mantener que todo el lenguaje es una ficción sospechosa provista de falsedad e intentar inhibir todo significado para remediar la indefinición, como lo hicieron varias obras autodenominadas vanguardistas, no sólo corre el riesgo de suspender la comunicación sino el progreso mismo de las formas cae confundido en la indiferenciación. Lo informe pasa a ser el fin de la abstracción. Pizarnik nos advierte indirectamente de procesos desarticulados que al pretender comunicar rarezas tienden ellos mismos a lo incomunicable, evidenciando un deseo de control subjetivo que quiere imponer su sensación como lo único auténtico. En una expresión semejante, que no es ya acción, comprobamos que “el hombre puede hablar como la lámpara eléctrica puede volverse incandescente” (Merleau-Ponty, 1985c: 192), dicho de otra manera, y parafraseando una sentencia de Walter Benjamin, lo que reafirmamos es que el mero hecho de existir no significa vivir. Este final muestra que toda pretendida absolutización lleva a la anulación del otro, siendo que el otro es el criterio externo para todo progreso. No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. ¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado. Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba […] Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este poema que voy escribiendo.) (Pizarnik, 2001: “Piedra fundamental”: 264) 194

La imposibilidad de conocer al otro, la experiencia propia que no va más allá del cuerpo; la auto-evidencia de la mismidad 123, que arroja la coincidencia del ser y la apariencia dentro de un silencio expresivo; la finitud evocada por la muerte, y la muerte misma, conforman “lo invisible” --es decir: la experiencia inefable y lo desconocido. Pizarnik trabaja con esas experiencias incognoscibles y sus poemas demuestran lo que significa no tener conocimiento de lo que es la auto-evidencia y de lo que en consecuencia sólo puede ser experimentado. Se entiende, pues, que cuando el arte responde a aquellas experiencias ciertamente crea un acceso que las conjura brevemente, pero queda establecido que su parcial dilucidación, como quiera que sea, permanece siempre restringida a un lenguaje, más allá o más acá del cual, inútilmente, no hay nada o lo hay todo. Como dice Iser (148), la ficción generada es así una compensación a la incomprensión e incompetencia de la mente y el cuerpo frente a ciertos fenómenos de la realidad. Últimamente, cuando Pizarnik se piensa desde la continuidad demuestra que esa caprichosa percepción es la más legítima pero que, sin embargo, la continuidad no se deja atrapar si no es a retazos, más grandes o más cortos, de una forma o de otra. Demuestra también que al pensarse, uno se piensa a partir de la forma que está más a la mano de acuerdo al estado anímico presente. Que a eso se subordina la intención, a lo que uno ha podido hacer de sí con lo que le ha sido dado, a todo lo que pueda hacer con lo que se le ha dado, según todo lo que haya sido capaz de comprender, según todo lo que constituye el ser más allá de lo meramente racional. Para ella la mismidad y la muerte marcaron los límites

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“El contacto absoluto de mí conmigo, la identidad de ser y del aparecer, no pueden plantearse, sino solamente vivirse más acá de toda afirmación. De una parte y otra tenemos, pues, el mismo silencio y el mismo vacío. La vivencia del absurdo y la de la evidencia absoluta se implican una a otra y son incluso indiscernibles. El mundo nada más parece absurdo si una exigencia de conciencia absoluta disocia en cada momento las significaciones de que abunda, y recíprocamente, esta exigencia viene motivada por el conflicto de estas significaciones. La evidencia absoluta y el absurdo son equivalentes, no solamente como afirmaciones filosóficas, sino incluso como experiencias”. (Melrleau-Ponty, 1985d: 310)

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que nos separan de la experiencia imposible y no obstante es intransigente en su creciente anhelo de tener; su perturbada conciencia no puede, contrario a lo que deseaba, sino borrar paulatinamente lo único que la aliviaría: borra al otro. No debe haber lector de Alejandra Pizarnik que se inmiscuya con ella por azar o por simple epicureísmo. Del enfrentamiento con su poesía ningún lector puede tampoco salir ileso. Su intrusión exige un compromiso real consigo mismo porque el tema de ella es el que cada uno sostiene consigo mismo. No digo que uno tenga que ponerse en sus zapatos para comprenderla o sólo lo digo si ello significa hacerse cargo de sí mismo plantándole cara a las preocupaciones íntimas. La poesía de Alejandra Pizarnik no nos pide que la miremos a ella, nos pide que miremos donde ella mira. Nos insta a ser realistas, en suma. Insistir por eso en la naturaleza del mal que nos rodea, no sólo para tener una visión global de nuestro asunto sino sobre todo para ensanchar nuestro horizonte, seguirá siendo imperativo. Es cierto: la estancia en el mundo implica revisar nuestro pasado constantemente para preservarnos en el futuro pero, contrario al pensamiento común, no es la conducta la que se busca fortalecer, y ni siquiera lo es el propósito de una mejor conducta. El sentido de la memoria, en general el sentido de la autoreflexión, es evitar que la distancia entre lo que soy y lo que pienso que soy sea la mínima. Evitar a la conciencia ser una avalancha a espaldas nuestras, que el día menos pensado se nos venga encima y nos aplaste, ese es el sentido.

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